Instrumentalización, supresión y política. Utilización y abuso de la memoria colectiva por la dictadura militar chilena

Manipulation, suppression and policy. Use and abuse of collective memory by the Chilean military dictatorship

Manipulação, supressão e política. Uso e abuso de memória colectiva pela ditadura militar chilena

Gabriel Mora Galleguillo[1]

Recibido: 22-05-2016 Aprobado: 20-06-2016

 

Consideraciones preliminares

El año 2013 se conmemoraron 40 años del golpe de Estado perpetuado por una Junta Militar constituida por todos los altos mandos de las diferentes ramas de las fuerzas armadas del ejército de Chile y de Carabineros en contra del gobierno de la Unidad Popular encabezado por Salvador Allende. Con dicho golpe, como se ha dicho y comprobado en numerosas investigaciones, se da inicio a una nueva etapa política, económica, social y cultural que tendió a invertir el proceso pre-revolucionario que se había ido gestando en Chile desde los años sesenta, y que tuvo como principal objetivo la desmantelación de las relaciones socioeconómicas de los sectores populares-poblacionales y populares de trabajadores porque se comprendió desde la dictadura militar que eran en esos sectores donde con mayor fuerza se habían desarrollado y arraigado prácticas políticas tendientes a modificar, al menos, las estructuras de la sociedad capitalista. Acción popular que el cineasta Patricio Guzmán tiempo después popularizo como “germen de Poder Popular” en su ya célebre documental La Batalla de Chile. El poder popular de 1979.

El cuadragésimo aniversario del fin de la Unidad Popular y del inicio de la dictadura estuvo marcado por lo que muchos académicos, analistas vinculados a instituciones y organizaciones comprometidas con la educación y respeto de los derechos humanos, partidos y organizaciones políticas, medios de comunicación y sectores de ciudadanos, identificaron como una proliferación de la cuestión de la memoria en tanto problemática de cómo abordar los pasados traumáticos recientes en el presente por parte de las nuevas sociedades e institucionalidades democráticas post-dictatoriales. Y si bien, en el espacio público se pudieron evidenciar multitudinarias maneras de conmemorar el acontecimiento, en los centros de investigación y académicos se realizaron charlas y foros con temáticas relacionadas, y en los medios de comunicación, en particular en la televisión, se dio una cobertura mediática nunca antes vista, ya a tres años del aniversario emblemático y único podemos afirmar que las expectativas por mejorar la relación entre pasado y presente por parte de la sociedad chilena en su conjunto y de generar nuevas políticas públicas sobre memoria que contribuyan a la búsqueda de verdad y al no olvido no han fructificado del todo. Esto lo podemos evidenciar en que todavía en la actualidad numerosas agrupaciones de víctimas del terrorismo del Estado-dictatorial, tales como exonerados políticos, familiares de detenidos desaparecidos o de victimas de detenciones ilegales y torturas como la Agrupación de Ex Menores de Edad Víctimas de Prisión Política y Torturas, y personas que tuvieron que partir al exilio luego del 11 de septiembre de 1973, aún buscan y luchan porque el Estado democrático de Chile los reconozca como sujetos que sufrieron el accionar represivo de los agentes de la dictadura, mientras que de otro lado, los pactos de silencios entre ex uniformados aún no logran ser resquebrajados. Esto ha dejado entrever que todavía hoy el Estado no ha podido cumplir su obligación de promover la memoria sobre dichos hechos con el fin de dignificar, realizar reparaciones materiales –económicas- y simbólicas, y honrar a quienes fueron injustamente violentados (Fríes, 2014), para con ello poder contribuir a cerrar las heridas del pasado que aún se encuentras abiertas mediante la justicia, elemento vital para el fortalecimiento de una política democrática que impida todo tipo de atropello a los derechos humanos en el futuro, superando las problemáticas en torno a la producción de memoria.

Esta problemática que suscita lo que he llamado más arriba cuestión de memoria, se debe, en parte, a que a partir de ella se pueden conformar y confeccionar sentidos colectivos, se pueden además fortalecer o debilitar identidades locales y nacionales, ya que como dice Jacques Le Goff (1991: 181) “la memoria es un instrumento y una mira de poder” que permite gestionar el presente mediante la evocación del pasado, atribuyendo sentidos y significaciones preferentes a los acontecimiento, hechos y procesos sociales. Es por ello que parece ser tan relevante como desde el final de la dictadura, ésta ha sido constantemente un objeto de disputas y modelaciones, de interpretaciones diversas por uno u otro sector político que busca legitimar un proyecto de sociedad determinado, y especialmente luego del trigésimo aniversario del golpe, el fortalecimiento de una memoria institucional que tiende a ser mediadora entre la clase política de derecha y la clase política de izquierda.  El peligro de este tipo de memoria puede radicar en que en vez de fortalecer una institucionalidad democrática y de políticas de memoria que busquen generar reparaciones oportunas para aquellos que tuvieron que vivir en carne propia el accionar de las dictaduras que se impusieron en el cono sur de América Latina desde los setenta incluyendo la chilena, es que el tratamiento de la memoria colectiva puede ser utilizada para y por grupos de poder con fines particulares asociados a consolidar sus posiciones sociales privilegiadas y sus proyectos desarrollistas, inclusive en sociedades que dicen ser democráticas, sobre todo en contextos de crisis de legitimidad de las institucionalidades vigentes como es el caso chileno. Es así que, podemos llegar a entender que la gran dificultad política que debe superar los tratamientos de memoria colectiva es su mala utilización ante panoramas de cuestionamientos de los proyectos político-modernizadores hegemónicos, que para el caso del Chile actual tiende a “obnubilar los conflictos de significaciones de un pasado que todavía sigue en disputa política, simbólica e interpretativa” (Richard, 2001: 15).

Y si lo señalado debiera ser una preocupación de suma importancia para el resguardo de los procesos democratizadores actuales para Chile y de los demás países de la región como Elizabeth Jelin (2002) ha señalado insistentemente, pensando en que las malas prácticas mnesicas también fueron una problemática y provocaron altísimos costos para las sociedades de nuestros pasados recientes, principalmente por lo que ya ha identificado Tzevan Todorov (2000) como las políticas deliberadas de los regímenes totalitarios y autoritarios, los que en diferentes tiempos y partes del planeta manipularon la memoria colectiva para resaltar o inducir a una supresión selectiva de todo aquello que se plegara o no a las tramas narrativas oficializadas por los aparatos estatales centralizadores. Resulta que pensar el pasado y los usos políticos que se le dio a la memoria especialmente en los regímenes dictatoriales es menester para poder generar bases de entendimiento que puedan servir como formas preventivas para la utilización abusiva de la memoria en nuestra época por motivaciones políticas. Es por ello que en lo subsiguiente se expondrán algunas formas en que la memoria colectiva se ha visto impedida debido a la utilización abusiva que ejerció la dictadura militar chilena para, por un lado, legitimarse frente a la sociedad, y por otro, disciplinar al cuerpo social que potencialmente le podía ser crítico o presentar algún tipo de resistencia mediante la formulación de tramas evocativas alternativas a las que se buscaron hegemonizar. Pero antes debemos realizar algunos acercamientos y aclaraciones teóricas.

 

Teoría de la Memoria colectiva: alcances y perspectivas

Algunas de las características que poseen la mayoría o quizás todas las sociedades actuales del planeta son sus altos grados de tecnificación, una mayor división del trabajo y segmentación de los diferentes grupos sociales por determinantes socioeconómicas y culturales. Asimismo, los procesos de sociabilización han ido cambiando y hoy podemos encontrar al interior de una sociedad en particular la formación de diferentes grupos con rasgos más o menos particulares y otros más o menos comunes, lo que va formando aspectos identitarios más locales y reducidos y otros más macrosociales e inclusive mundializados -como perfectamente lo podrían ser las identidades nacionales o los aspectos culturales globalizados respectivamente-. Esta realidad nos habla de que en cada sociedad existen diferenciaciones, otredades y similitudes entre diversos individuos, los cuales por las necesidades del sistema social o por el principio de asociatividad se vinculan con sus más semejantes conformando grupos sociales.

En la primera mitad de siglo XX el sociólogo Maurice Halbwachs (1950) irrumpió el escenario de las ciencias sociales con su teoría de la Memoria Colectiva, la cual parte señalando precisamente que los hombres y mujeres de hoy se agrupan en diferentes grupos de pertenencia debido a los rasgos de similitud que poseen con otros individuos, siendo estos grupos en las sociedades occidentales las familias, los grupos religiosos y las clases sociales principalmente. Sin detenernos en si estos grupos aún mantienen el mismo rol central otorgado por el sociólogo francés a pesar del paso del tiempo y de las transformaciones sociales, lo importante a señalar es que Halbwachs plantea que frente a la unidad del Estado-Nación, que crea su propia historia oficial, el accionar de los diferentes grupos de pertenencia es determinante para la elaboración de diferentes identidades y marcos de entendimiento del presente porque actúan de forma mucho más directa sobre la vida cotidiana y el pensamiento de sus miembros, siendo uno de los elementos constitutivos para esa inteligibilidad las representación que del pasado hace el grupo, remitiendo a la memoria compartida que de un acontecimiento del pasado posee un colectividad amplia o restringida “al haber tenido una vivencia común de él, de los cuales los individuos pueden extraer los calendarios, las palabras y sus sentidos, los espacios y duraciones de las convenciones que dan significados a los pasados” (Lavabre: 1998: 52). Además, como señala Le Goff (1991), en Halbwachs existe una multiplicidad de los tiempos de memoria ya que al existir diferentes grupos de pertenencia e inclusive los individuos al pertenecer a más de uno debido a los diferentes roles sociales que asume, la interpretación y la producción colectiva que se hará del pasado en el presente puede –y de hecho lo hace- variar, existiendo así diferentes memorias colectivas las que pueden llegar a coexistir de manera más o menos armoniosa o en franca disputa.     

            La necesidad de la conservación del pasado como un elemento identitario parece surgir de la necesidad que tiene cada colectividad en “conservar su patrimonio cultural y a transmitirlos a sus descendientes y nuevas generaciones, imponiéndose la tarea de la conservación como vital para la permanencia en el tiempo de una sociedad o grupo social” (Jedlowski, 2000: 125). Es por ello que los grupos de pertenencia elaborarían una memoria colectiva que abarcaría a los diferentes individuos que pertenecen a esa colectividad, permitiendo sentar bases de entendimiento y de reproducción sociocultural. Seria por ello entonces, que como se esgrime en el pensamiento de Halbwachs, el recuerdo es una (re)construcción social del pasado que responde a una situación de conservación dada en el presente, con los elementos de significación que en ese presente existen:

No es más la secuencia cronológica de los estados pasados la que reproduciría exactamente los acontecimientos de otro tiempo, únicamente son aquellos recuerdos de entre ellos los que corresponden a nuestras preocupaciones actuales, que pueden reaparecer. La razón de su reaparición no está en los mismos recuerdos, sino a su relación con nuestras ideas y percepciones del presente: no partimos pues de ellos, sino de esas relaciones (Halbwachs, 1925:170).

 

Así la necesidad memorialista en un primer momento para aquellos que buscaron sistematizar un teoría de la memoria colectiva, respondería a un situación de conservación en el presente por un grupo social o grupo de pertenencia. Por tanto, se subentiende que la producción de una memoria sería resultante de un proceso social, siendo esta la principal característica de lo que Hablwachs reconoce como una memoria colectiva elaborada y demarcada socialmente frente a la noción de una memoria individual.

A estos primeros postulados que consideraban la producción de la memoria como algo colectivo, Marc Bloch realiza una serie de cuestionamiento, considerando que las teorías descritas por Halbawchs en Les cadres sociaux de la mémoire (1925) están plagadas de terminologías provenientes del vocabulario durkheniano al que considera como “caracterizado por el uso de términos tomados de la psicología individual, a los que se agrega el epíteto de colectivo” (Lavabre, 2012: 6), criticando que para responder al cuestionamiento de: “¿cómo se transmiten los recuerdos colectivos dentro de un mismo grupo y de generación en generación?, se hace un uso frecuente de formulaciones  finalistas y antropomorfistas para finalmente sugerir el término de memoria colectiva que no implica tal vez sino hechos de comunicación entre los individuos” (Bloch, 1999: 227), invitándolo finalmente a reflexionar “acerca de los mecanismos concretos que autorizan la memoria colectiva, las modalidades necesarias de la transmisión del pasado, la relación de los individuos con el grupo y las consecuencias ‘prácticas y políticas’ de la existencia de las memorias colectivas” (Lavabre, 1998: 10).

Un intento por superar esta polémica lo plantea el antropólogo Roger Bastide ya hacia finales de los años 60’, debido a que la teoría de la memoria colectiva y las problemáticas y lo que hemos denominado como cuestión de la memoria había quedado relegada a un segundo y tercer plano en el debate intelectual y académico. Bastide cuestionando algunos de los aspectos teóricos de Halwachs y a su vez, acercándose a algunas de las indicaciones de Bloch parece repensar la noción de memoria colectiva centrando su interés en el grupo de pertenencia en tanto, como reconoce la historiadora Marie-Claire Lavabre (2012) en la obra del antropólogo, como sistema de relaciones entre individuos y la posiciones-funciones que estos adquieren al interior del grupo.

Bastide piensa que en Halbwachs las memorias individuales no son más que un punto de vista de la memoria colectiva que “no pueden subsistir, ser evocadas, en la conciencia y en fin, ser localizadas en el tiempo pasado sino a condición de acoplarse a la memoria de un grupo social” (Bastide, 2005: 131). Mientras que para el antropólogo, la memoria colectiva según Francisco Erice es “una memoria de grupo, pero sólo a condición de añadir que es una memoria articulada entre los miembros del grupo” (2009: 53), interesando la estructuración de éste para comprender los procesos sociales que permiten la rememoración colectiva. Así los procesos de rememoración no pueden ser reducidos sólo a condición de la existencia de una conciencia colectiva de grupo per se, sino que se darían por la organización del grupo, de su estructura, ya que el grupo de pertenencia o el grupo social es un sistema de relaciones interindividuales que están en constante estado de reestructuración (Bastide, 2005). De modo que al explicar cómo se producen los cambios y modificaciones y permanencias de las memorias colectivas en el tiempo, la explicación estaría sentada por las modificaciones acontecidas o no en la estructura de un grupo, así como por las mutaciones del sistema de interrelaciones sociales entre los individuos que integran ese grupo y por las mantenciones o establecimiento de nuevas relaciones de poder que se van gestando en el mismo (Lavabre, 1998).

Además, Bastide agrega dos elementos que considero importantes en señalar: a) por un lado percibe que si bien una memoria colectiva puede ser el resultante de la estructuración de los recuerdos en un grupo de pertenencia que al mantenerse en el tiempo va conservando los aspectos memoriales que le permiten constituir su identidad y sus simbolismos, también reconoce que la reorganización de las memorias colectivas pueden ser efecto de la apropiación o manipulación de una memoria colectiva por otra más fuerte –utilizando la noción de memoria colectiva fuerte de Enzo Traverso (2005)-, arraigando la primera finalmente a la memoria de la sociedad global, deslizando una primera preocupación sobre las relaciones de poder, de dominación, instrumentalización y posibilidad de existencia en el campo de la memoria, que más tarde sería recogidas por diversos investigadores; y b) que las memorias colectivas son estructuraciones sintácticas de significados sobre los acontecimientos del pasado que no sólo se conservan en su materialidad, más bien las continuidades y rupturas se ven expresadas junto con la reconstrucción del espacio y de los objetos en las estructuraciones de los signos histórico-mitológicos y los rituales que se van constituyendo en torno al acto de recordar y a los procesos evocativos, permitiendo entender que la producción de memoria se inscribe en la construcción simbólica de cada sociedad y también el porqué de que algunos acontecimientos del pasado se nos revelen en el presente como acontecimientos casi sagrados con una referencia mítica, sobre todo en cuanto a rupturas sociopolíticas con una gran carga emocional traumática se trata.

Ahora, y por otro lado, a lo expuesto en cuanto a lo que hemos llamado como la primera necesidad memorialista, hay que sumar una segunda que se empezó a sistematizar desde mediados de los 70’, materializándose como una emergencia por la memoria por las sociedades occidentales contemporáneas, sobre todo en Europa y Estados Unidos debido a lo que Koselleck (1993) identificó como un vuelco de las temporalidades desde la preocupación por el futuro, progreso o desarrollo, hacia pasados presentes que parecen acosar a las sociedades debido a la irresolución de problemáticas del pasado que se mantienen en los presentes. Surgen nuevos estudios y discursos sobre la(s) memoria(s) a consecuencia de procesos sociopolíticos con fuertes implicancias culturales como la descolonización y la aparición en el espacio público de nuevos movimientos sociales diferenciados de las formas clásicas en que se habían presentado durante el siglo XX, apareciendo con ello nuevos sujetos desde las periferias económicas, étnicas, urbanas, en tanto a género, etc., quienes buscaros reescribir la historia y hacer latentes sus memorias a través de revisar las estructuras discursivas oficiales y más aceptadas (Huyseen, 2001) apuntando a la recodificación del pasado en el presente.

Así el concepto de memoria fue abordador de diferentes formas, con trabajos como los de Pierre Nora, Andreas Huyseen y Jaques Revel, quienes han buscado hacer inteligible la proliferación de la memoria en el presente. Por ejemplo, para el primero a modo un L’ ère des conmmemorations y por la consagración de lieux de mémoire que transforman la memoria colectiva en algo deliberado, “vivida como un deber y ya no espontánea; psicológica, individual y subjetiva, y ya no social, colectiva, abarcadora” (Nora, 2009: 25). Para el segundo, por la conmemoración de una serie de “cuartagesimos y quintogesimos aniversarios de fuerte carga política y vasta cobertura mediática” (Huyseen, 2001: 15), por efecto de una cultura de la memoria que trasladó el lugar de la memoria desde la periferia a ser un preocupación central tanto de en la producción cultural misma así como desde el campo político, contrastándose la tendencia que se había privilegiado por todo el siglo XX a pensar los futuros más que a los pasados. Y para el tercero, como una “empresa conmemorativa proliferante y multiforme” (Revel, 2005: 271) caracterizado en tres modalidades: a) conmemoración y multiplicación de las ocasiones de celebrar los hechos decisivos del pasado; b) patrimonialización, a la manera de una suerte de propiedad colectiva sobre el conjunto de huellas del pasado que urge conservar y proteger; y c) la instauración de un nuevo régimen de memoria, que alude al desarrollo de nuevas formas de producción memorial centrada en los testimonios y en las catástrofes colectivas.

Todo lo cual significó una evaluación y reinterpretación de los aspectos teóricos de la memoria tal y como se había articulado en su condición de colectiva, explorando nuevas perspectivas y dimensiones como el cuestionamiento a su creciente musealización, la significación de contar con una memoria archivística frente a la tradición, sus implicancias sobre las relaciones de poder, sus usos políticos, pasados colectivos traumáticos, pretéritos presentes, los olvidos como formas de memorias, los alcances de una cultura de la memoria que parece ser globalizada en código liberal y que crea souvenir de consumo, o lo que Todorov (2000) anuncia como una creciente homogenización y uniformidad de la cultura que perjudica las identidades y pertenencias tradicionales.

Entonces ante lo expuesto cabría preguntarse qué es la memoria colectiva, a lo que sólo podemos responder tentativamente proponiendo pensar a la memoria con aquella frase que escribió Nora, quien la reconoce como “la economía general y administración del pasado en el presente” (2009: 115), a modo de un pasado presente que se conserva por la mediación de grupos de pertenencia socialmente estructurados por individuos interrelacionados, quienes ocupando un lugar determinado al interior de ese grupo reproducen sus recuerdos en consonancia con los recuerdos de otros, constituyendo una memoria mayor que engloba a las memorias individuales, es decir, como “sistemas dinámicos de organización, -que- existen sólo en cuanto la organización los conserva o los reconstituye” (Le Goff, 1991: 132). Así, la memoria se nos presenta como un uso interesado del pasado o representaciones ejercidas del pasado con la finalidad de “estructurar las identidades colectivas, inscribiéndolas en una continuidad histórica y otorgándoles un sentido, es decir, una significación y una dirección” (Traverso, 2007: 69). Comportamiento a rememorar que se encuentra enmarcado socialmente en la familia, en la clase y en las tradiciones de otras instituciones sociales  incorporadas de manera singular para cada persona al tiempo que son compartidas y repetidos por todos los miembros del grupo de pertenencia (Jelin, 2002), implicando procesos de rememoración que se expresan mediante procesos narrativos, los que a su vez se adscriben a un momento temporal como mecanismo de pertenencia a un imaginario social respecto al pasado en tiempo presente, transmitidos como marcos de interpretación simbólicos de contexto vitales en momentos históricos conformando un sistema de inteligibilidad del mundo. De modo que la memoria colectiva se revela como la construcción que afecta la subjetividad de los individuos respecto del pasado, que busca reconocimiento para constituirse en memorias convocantes o emblemáticas (Stern, 2002), siendo revestidas con unas cuotas de verdad absoluta, para constituirse en los marcos sociales que enmarquen las evocaciones de todo el conjunto social o el mayor posible, frente a otras memorias que se encuentran en disputas de interpretación y de representación.

Pero en esta época en que la cultura occidental parece dar un vuelco exacerbado hacia la memoria, Ricoeur (2004) nos advierte sobre las dificultades de la operación de los procesos de rememoración, ya que si bien el ejercicio de la memoria es su uso, el uso contiene la posibilidad de un abuso, de unas malas prácticas mnesicas, las cuales “ pueden ser ubicadas en tres rúbricas: memoria impedida, memoria manipulada, y memoria forzada” (Ricoeur, 2000: 10), que se asocian a las categorías de olvido, trauma y política.

 

Memoria y política: usos, abusos, manipulación y supresiones

Como señala Rabotnikof (2007) la relación política con memoria supone revisar las formas de constitución de los espacios públicos nacionales, de circulación de la comunicación política, las especificidades de organización profesional, el rol público de la historia y la vinculación de las políticas de memoria con los diferentes actores sociales, ya que suele existir la consideración de que la política hace una utilización abusiva de la memoria, generando una manipulación concertada de los mecanismos de producción memorial en tanto rememoración y evocación del pasado, para fortalecer y legitimar poderes que encarnan y justifican un régimen determinado (Grez Toso, 2007),  constituyendo imaginarios y relatos discursivos parcialmente ficcionalizados, convenientes a la conciliación, generalmente llenos de convenciones tranquilizadoras (LaCapadra, 2009) destinadas a procurar estados de consenso social y con ello a sostener poderes que pretenden ser hegemónicos y que en muchos casos son ilegítimos.

La memoria es una operación narrativa en la que se intenta trasladar a un actor determinado un discurso que reproduce los consensos de inteligibilidad sobre el pasado. Los mecanismos más efectivos para esta labor son aquellos que tienen relación con las tareas de aprendizaje y educación, en especial aquellos que alcanzan a un número mayor de población o que se encuentran fuertemente arraigados en un grupo social. En ese sentido en las sociedades modernas el Estado es quién ha asumido un rol casi indiscutido en la formación de las personas, y en cuanto al pasado ha elaborado una(s) conciencia(s) nacional(es) moderna(s) que puede ser calificados como producciones de los marcos narrativos que posibilitan la existencia de una memoria colectiva (Peña, 2014). No hay que olvidar que la llamada Historia Oficial se ha constituido como el dispositivo de selección preferente de los acontecimientos y hechos que han de ser reconocidos como los marcos históricos en los que se desarrolla el conocimiento social del pasado. Todos los aparatos estatales han sistematizado y seleccionado bajo una autoridad ideológica los parámetros de lo que ha de ser aceptado como la narrativa historiográfica institucional o lo que Guha (2002) establece como “Historia Oficial estatizada”. Esta historia es la que ha de elegir lo que las colectividades entenderán por conocimiento histórico, impidiendo cualquier interlocución autónoma entre éstas y el pasado, limitando con ello el conocimiento social y la capacidad de producir memorias vivas alternativas a las oficiales hegemonizadas, como por ejemplo la utilización de acontecimientos que se evocan y se mitifican como fundacionales para las instituciones políticas vigentes, pero sin que ello lo sea para diferentes grupos de pertenencia, imponiéndose la memoria institucionalizada por sobre la colectiva, lo que constituye una violación brutal de lo que la memoria puede todavía conservar en estado vivo (Yerushelmi, 1998), porque implica la exacerbación de unas gramáticas que conforman ciertas formas de vidas, identidades de diversa índole y sus representaciones colectivas, actuando para la estabilidad de los sistemas sociales al hacer prevalecer relaciones de saber-poder funcionales (Beriain, 1990).

La memoria se constituye en un campo de acción de la política, en un  hito importante en la lucha por el poder conducida por las fuerzas sociales en disputa, ya que, “apoderarse de memoria y del olvido es una de las máximas preocupaciones de las clases, de los grupos, de los individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas” (Le Goff, 1991: 134), revelando a la memoria colectiva como un mecanismo de poder y de manipulación social debido a su potencial en la formación y reafirmación de identidades individuales y colectivas, en la medida que puede constituir como culto público una percepción o imaginario particular de un grupo específico.

Es por ello que la utilización de la memoria en política debe ser meticulosa y no unidireccional, ya que una mala utilización de ésta puede configurar diferentes formas de supresión, ya sea por acción deliberada o impensada. Aunque es sabido que, y preferentemente en regímenes políticos no legitimados por una voluntad popular, como lo pueden ser las monarquías y dinastías, dictaduras autoritarias y totalitarias, e inclusive regímenes liberales que delimitan la participación sólo en el acto del voto, las memorias oficiales tienden a reproducir los sentidos ideológicos de legitimación y de reproducción del mismo sistema, buscando la supresión de las memorias colectivas disidentes. Por eso es determinante la formación de aparatajes institucionales realmente democráticos donde la mayor parte de las memorias colectivas puedan formar parte o tengas posibilidad de existencia. 

La memoria y la política quedan mediadas por la implementación de políticas públicas, entendidas estas últimas como la expresión del aparato estatal en acción, como un momento de la lucha política global por “la construcción y la puesta en práctica de un conjunto de normas dirigidas a lograr una cohesión social” (Jobert, 2004: 14). Cohesión en tanto integración al sistema, activando una serie de procesos regulatorios y de legitimación: recordar las tramas narrativas oficiales desarraigando el conflicto o situándolo en otro contexto y en otros agentes políticos. Las políticas de memoria se conciben para gestionar el pasado a través de procedimientos de: “[…] a) justicia retroactiva, b) instauración de conmemoraciones, de fechas y lugares, c) apropiaciones simbólicas de distinto tipo” (Rabotnikof, 2007:13); que tratan de constituir marcos generales de sentido sobre el pasado dentro de marcos institucionales.

Para Walter Benjamin (1995), el presente elige su propio pasado y lo reactualiza sustentado en la idea de progreso propia de los vencedores de los procesos socio-históricos, es decir de aquellos que dominan una época, siendo así la memoria colectiva institucionalizada determinada socialmente por los sectores dominantes que buscan en el recurso del pasado y de la memoria pretensiones hegemónicas. De manera que la trasmisión de saberes, conocimiento y significados del pasado se torna una cuestión de lucha estratégica (Erice, 2006) en un sentido que refiere a procesos ideológicos, ya que como dice Michel Billig: “los procesos colectivos que permiten que se dé la memorización son parte de patrones ideológicos más amplios” (1991: 79),  entre los cuales destaca la lucha por la supremacía del discurso, y con ello, de una trama narrativa evocativa por sobre otra.

La cuestión parece ser que la memoria se esgrime como un mecanismo que en su instrumentación por las luchas de poderes en el seno de la sociedad busca ser rememorada en beneficio de aquellos que dominan, propiciando olvidos, manipulaciones y la integración de los sujetos a imaginarios asociados a proyectos políticos (Ricoeur, 2004). Transformando unas memorias, como las oficiales-estatizadas en “memorias fuertes” (Traverso, 2007), a la cual el resto de la sociedad queda recluida, aceptándose como marco de referencia simbólica del pasado.

 

Dictadura militar chilena: apuntes de su historia

Con un golpe de Estado militar de carácter liberal-reaccionario, “que en el corto plazo, fue anti-proletario, y en el mediano plazo, pro-capitalista internacional” (Pinto y Salazar, 1999: 101), se puso fin al creciente autonomismo popular y a la disposición pre-revolucionaria de la clase trabajadora y de amplios sectores del mundo popular y capas medias (Salazar, 1990), para poner en su reemplazo un dictadura hegemonizada por la clase política militar y por actores civiles de probada lealtad, impulsando un proyecto de refundación de la sociedad chilena sobre los nuevos preceptos ideológicos que suponen la Doctrina de Seguridad Nacional y su vinculación con un determinado modelo económico-político elitista y verticalista (Torres y Torres, 1999) el que fue dando forma al proyecto de Estado Neoliberal que se puso a prueba en la década de los 80’ y que se consagró con el pacto del retorno a la democracia entre la clase política civil y la dictadura de Pinochet.

La dictadura militar en un primer momento (1973-1976) se caracterizó por la destrucción de todas las estructuras políticas, sociales y económicas vigentes (Iglesias, 2011), y la eliminación del cuerpo físico del llamado enemigo interno a través del más brutal terrorismo de Estado que haya tenido lugar en la región chilena. Así, desde un inicio se suspendieron las garantías constitucionales y las libertades individuales, se clausuró la actividad política, se dio rienda suelta al ejército y a los organismos de inteligencia para un frenesí impune de violencia, y los militares ocuparon todos los cargos administrativos del Estado y la organización pública civil. Todo ello condujo a la fracturación del tejido social de la sociedad chilena tal y como había existido hasta ese momento, hasta un punto de difícil reconstrucción aún en el día de hoy (Birle, 2013).

Una segunda etapa del régimen (1976-1981) se caracterizó por la puesta en marcha del proceso de institucionalización de la dictadura (Iglesias, 2011) mediante la redacción de una nueva Constitución a cargo de la Comisión Ortúzar que entre sus miembros destaca Jaime Guzmán. Además, estos años estuvieron signados por la implementación de políticas económicas neoliberales que tendrán a partir de 1981 una significativa ampliación en todas las esferas del quehacer social (Pinto y Salazar, 2012), en especial en las relaciones laborales y mayor cerco al sindicalismo y negociación colectiva, en la inauguración de un nuevo sistema privado de previsión social, privatización y municipalización de parte de la educación secundaria y universitaria, en un sistema de salud privado, etcétera. Proceso que algunos autores han denominado como neoliberalismo radical o global en el que se incentivaron medidas económicas destinadas a reestructurar la organización de la sociedad, con la finalidad última de perpetuar el preponderante nuevo modelo económico neoliberal en el tiempo. Y cabe destacar que a partir de este momento es que comienza un proceso de acelerada concentración por parte de grandes conglomerados económicos (Dahse, 1979) que hoy en día tienen una gran importancia para la toma de las decisiones económicas y políticas.

Una tercera etapa (1982-1987) se puede identificar con el inicio de la crisis económica de 1982 y con el surgimiento en el espacio público de un amplio movimiento que se enfrentó a la dictadura. La crisis económica tiene su incubación en los procesos de privatización y monopolización que se habían ido gestando de forma ortodoxa desde 1975, sobre la base de las prácticas con que los grandes conglomerados consiguieron concentrar la economía en sus manos: “otorgarse préstamos bancarios dentro de un mismo grupo sin el debido resguardo, o la de endeudarse excesivamente en el exterior -lo cual fue- generando un ambiente especulativo” (Pinto y Salazar, 2012: 52), que en conjunto con una completa desregulación de las operaciones económicas dan lugar a las condiciones internas para la crisis. Ante esta crisis económica sectores ciudadanos-poblacionales se volcaron a las calles a demandar el término de la dictadura militar. Estas formas de acción colectiva expresadas en protestas nacionales vinieron a cuestionar la continuidad y legitimidad del régimen así como del  neoliberalismo en cuanto ideología legitimadora de la dictadura y del proyecto de refundación nacional (Pinto y Salazar, 2002). Ante aquello la dictadura de Pinochet emprendió una nueva política de represión sistematizada que conllevó la muerte de muchos disidentes sólo superada por la perpetrada durante el periodo inicial del régimen, lo cual no quiere decir que en otros momentos no hubo persecución o terrorismo de estado, siempre estuvo presente pero con mayores y menores grados.

Por último, el cuarto momento del régimen (1988-1990) se caracteriza por la implementación la hoja de ruta de transición hacia la democracia una vez derrotado Pinochet en el Plebiscito y una acelerada tramitación de leyes para terminar de consolidar el proyecto sociopolítico y socioeconómico implementado antes del fin de la dictadura. Es así, como en el llamado proceso de transición pactada a la democracia entre la dictadura y algunos sectores de oposición aglutinados en la Concertación de Partidos por la Democracia, triunfante en la elección presidencial de 1989, se caracterizó por una conservación de la ortodoxia neoliberal por parte del nuevo gobierno democrático, valga decir, el “reconocimiento del mercado como principal mecanismo asignador de recursos, subsidiariedad del Estado frente a la iniciativa privada, defensa de los equilibrios macroeconómicos” (Pinto y Salazar, 2012; 58), y una continua privatización del sistema público.

Ahora bien, en cuanto a algunas de las formas de supresión de la memoria colectiva en las que incurrió la dictadura para conducir al olvido selectivo del periodo sociopolítico anterior, proponemos plantear dos: primero lo que llamaremos las políticas de reparaciones y de persecución, y segundo, políticas de institucionalización ideológica y disciplinamiento.  

 

Utilización de la memoria: Políticas de reparaciones y de persecución

Para nadie es desconocido que durante el periodo en que gobernó la Unidad Popular e inclusive con anterioridad en los gobiernos del Partido Demócrata Cristiano de Frei Montalva y de la derecha con Alessandri Rodríguez se implementaron políticas campesinas destinadas a reestructurar el control de propiedad de las tierras agrarias para así impulsar un intento de modernización del mudo agro-rural y superar de cierta forma la clásica estructuración latifundista de carácter semi-colonial que aún existía en Chile. Esto se llegó a conocer como las políticas de Reforma Agraria.

El gobierno de Alessandri se vio comprometido para 1962 a promulgar una primera Ley de Reforma Agraria N° 15.020, debido a las presiones que se extendieron desde los sectores del campesinado rural principalmente de la zona central del país e instituciones sociales como la Iglesia Católica (Guerreo y Valdés, 1988), pero también, por una política interna y externa de modernización capitalista. Determinante para ello parece ser la participación de Chile en la Conferencia de Cancilleres en Punta del Este donde se firma el Pacto de Alianza para el Progreso, instancia promovido por los Estados Unidos sobre Latinoamérica con el objetivo político último de modernizar las estructuras productivas, políticas y sociales de la región para disminuir la potencial influencia de las ideas socialistas, comunistas y de la Revolución Cubana. No es menor que el objetivo 6 del título primero señale referente a una Reforma Agraria para la región:

Impulsar dentro de las particularidades de cada país, programas de Reforma Agraria Integral, orientada a la efectiva transforaaci6n de la tierra donde así se requiera, con miras a sustituir el régimen de latifundios y minifundios por un sistema justo de propiedad de tal manera que, durante el complemento del crédito oportuno y adecuado, la asistencia técnica y la comercialización y distribución de 1os productos, la tierra constituye para 1os hombres que la trabajan, base de su estabilidad económica, fundamento de su progresivo bienestar y garantía de su libertad y dignidad” (Ministerio de RR.EE., 1962).

 

Esto sentó las bases para que a partir del gobierno de Frei Montalva se desarrollara un proceso de Reforma Agraria promovida tanto por los diferentes agentes políticos institucionales desde el gobierno y el parlamento, pero también por sectores del campesinado quienes desarrollando una acción de tomas de predios y fundos autónoma ya desde 1965, indicando a las autoridades con esta acción las limitancias de la legislación de 1962, ya que en el ámbito rural aún existían cuantiosas problemáticas sociales que necesitaban pronta solución:  

Jerarquización de clases sociales, en cuya cúspide se encontraban los dueños de la tierra y cuya base, ampliamente mayoritaria, la componía el campesinado pobre y el peón de hacienda, objetos de un trato autoritario y paternalista. Esta situación permanecía invariable desde las primeras décadas de la República. Otra característica de la población campesina era el alto analfabetismo, que alcanzaba al 34.8% de la población rural, en cambio, en la población urbana, llegaba al 11,9%. En materia de vivienda, en 1952 el 61% de los campesinos vivía en ranchos o chozas. En salud, estaban lejos de los beneficios que tenía la población en áreas urbanas. A todas luces, una situación socialmente desmedrada” (Serani, 2013: 185).

 

Frei se había comprometido en las elecciones a impulsar un nuevo proceso de Reforma Agraria, política que junto a la Chilenización del cobre y a la promoción popular constituyeron las llamadas “tres vigas maestras” en que se sostendría la política pública del futuro gobierno democratacristiano. Esto último junto a las tomas autónomas contribuyó a que al interior del Partido Demócrata Cristiano se privilegiara con premura una nueva legislación sobre las estructuras económicas del mundo agrario, significando una nueva legislación social que consideró la apertura, legalización, crecimiento y fortalecimiento de la organización campesina en la ley N° 16.625 de Sindicalización Campesina (Radovic, 2005) que hasta el momento no estaba legalizado, y una nueva ley sobre Reforma Agraria –Ley 16.640- en la que se consideraban los objetivos de:  

En primer término, aumentar la producción y la productividad de la tierra chilena; en segundo lugar, generar los mecanismos para que ello ocurriese, es decir, romper con las grandes extensiones de tierra improductiva y generar un sistema de mejores salarios y de capacitación para acceder y hacer producir la tierra; y finalmente, el apoyo técnico y financiero para aumentar la producción” (Serani, 2013: 194).

 

Antes de su aprobación, el proyecto de ley suscitó un amplio debate como Serani (2013) relata, en el que se posicionaron en apoyo de la reforma los dueños de la industria y del comercio, de amplios sectores campesinos, clases medias y el proletariado industrial. Además casi todos lo partidos políticos como el Radical y los marxistas del Partido Socialista y Comunista apoyaron la instancia, siendo sólo los sectores más conservadores y de derecha los que se opusieron. También se opusieron activamente los latifundistas y quienes defendían la propiedad privada como un derecho natural inviolable, los que por medio de la Sociedad Nacional de Agricultores (SNA) entre otras organizaciones agrarias, buscaron oponerse hasta cierto punto al accionar del gobierno democratacristiano. También los medios de comunicación de masas escritos con mayor tiraje y con influencia en la elite intentaron jugar un rol determinante en contra del proyecto publicándose en sus páginas, especialmente en El Mercurio y en El Diario Ilustrado notas y opiniones dirigidas a su descredito.

Pero las leyes fueron aprobadas para 1967 y con ello comenzó un nuevo ciclo exponencial de expropiación, redistribución y colectivización de las tierras agrícolas, que para el final del gobierno de Frei Montalva suman un total de 1.408 predios intervenidos con 3.564.580 hectáreas confiscadas o redistribuidas –un tercio del total para todo el proceso de Reforma Agraria hasta 1974-, con las participación de unos 826 nuevos asentamientos productivos. Mientras que la sindicalización alcanzó a aproximadamente 140,000 trabajadores agrarios, casi la mitad del universo total con posibilidad de sindicalizarse, acrecentándose el movimiento sociopolítico campesino, contando para 1970 una acumulación de casi 1,580 movilizaciones y 456 tomas de terrenos y fundos (Radovic, 2005).  

Por su lado, en el gobierno de Allende y de la Unidad Popular, como también es sabido, buscó profundizar la Reforma Agraria, ya que está se concebía dentro de un marco más amplio de reformas estructurarles de la economía chilena que intentó modificar el régimen de producción capitalista a otro de carácter más social con mayor participación del Estado y de otros sectores productivos provenientes del mundo popular, campesino y de trabajadores. En el análisis que se hace del mundo rural en el Programa Básico de Gobierno de la Unidad Popular publicado en diciembre de 1969, se realizó la siguiente lectura de las problemáticas que suscitaba el sistema agrario latifundista no solucionadas por el gobierno democratacristiano:

El latifundio es el gran culpable de los problemas alimenticios de todos los chilenos y responsable de la situación de atraso y miseria que caracteriza al campo chileno. Los índices de mortalidad infantil y adulta, de analfabetismo, de falta de viviendas, de insalubridad son, en las zonas rurales, marcadamente superiores a los de las ciudades. Estos problemas no los ha resuelto la insuficiente Reforma Agraria del gobierno democratacristiano. Sólo la lucha del campesinado con todo el pueblo puede resolverlos. El actual desarrollo de sus combates por la tierra y la liquidación del latifundio abre nuevas perspectivas al movimiento popular chileno” (1969: 9).

 

Señalando en las páginas venideras del mismo Programa que la Reforma Agraria a la que apostaba la Unidad Popular era “concebida como un proceso simultáneo y complementario con las transformaciones generales que se desea promover en la estructura social, política y económica del país, de manera que su realización es inseparable del resto de la política general” (1969: 21). Con lo que se planteó modificar la distribución y organización de la tierra mediante la aceleración de las expropiaciones de los latifundios que así la ley lo permitiese –sobre las 80 hectáreas-, incorporación al cultivo agrícola de las tierras fiscales mal explotadas o llanamente abandonadas, organización cooperativa de la productividad, entrega de títulos de dominio a campesinos sobre los predios y casas que trabajan y habitan pero indivisibles de la cooperativa a la que pertenecen crenado un nuevo sector productivo, y una preocupación especial respecto a la devolución de tierras a los pueblos indígenas a los que se les reconoce haber sufrido una situación de permanente usurpación territorial. 

Y a pesar de que como señalan Pinto y Salazar (1999) este nuevo ímpetu de la reforma condujo a nuevos escenarios de conflicto y de disputas territoriales entre los diferentes actores agrarios, clase terrateniente, de grupos campesinos en disputas internas entre aquellos que ya disfrutaban los beneficios de la Reforma y los que no, y de una nueva oleada de tomas autónomas por parte de otros sectores del campesinado empeñados en profundizar más la vinculación de la Reforma Agraria con un proyecto sociopolítico destinado a erradicar totalmente el latifundio inclusive superando y desbordando la propia ley, induciendo a no pocos conflictos con el propio Gobierno de la Unidad Popular, en término cuantitativos entre 1971 y 1973 se expropiaron 4,490 predios y se redistribuyeron algo más de 6,6 millones de hectáreas (Chonchol, 1976).

Con respecto al movimiento campesino, también durante la Unidad Popular vivenció nuevos procesos, conflictos y trayectorias. Para 1973 habían 313,700 afiliados en 881 sindicatos comunales y a cooperativas campesinas (Gómez, 2002), vinculados principalmente al Partido Demócrata Cristiano por medio de la Confederación El Triunfo campesino de Chile, a los partidos de la UP en la Confederación Sindical Ranquil, y menormente a la Confederación Nacional Campesina Libertad asociada a la Iglesia Católica y en el Movimiento Campesino Revolucionario que respondió a la política de Frentes Intermedios de Masas desplegada por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).

Paralelo al proceso de Reforma Agraria que hemos descrito, la Unidad Popular también proponía en su programa de gobierno la construcción de una Nueva Economía que buscaba “como objetivo central de su política reemplazar la actual estructura económica, terminando con el poder del capital monopolista nacional y extranjero y del latifundio, para iniciar la construcción del socialismo” (UP, 1969: 7). Esto se lograría mediante la implementación de un Área de Protección Social de la economía, el cual, debía cumplir el rol de acrecentar el papel económico del Estado en aquellas áreas estratégicas para terminar con los monopolios nacionales y extranjeros –una de las aristas que se consideró y se materializó fue la nacionalización de empresas extranjeras, en especial en el campo de la extracción minera. Esta política económica se vinculaba a la política de democratización social que se planteaba desde la Unidad Popular al asignar un rol preponderante a los sectores de trabajadores industriales, concediéndoles espacios en la administración de las empresas, llegando en numerosos casos, como el de la fábrica textil Yarur S.A., a existir una co-administración entre la autoridad de gobierno y los representantes de los trabajadores (Barros, 2013). Con estas medidas el nuevo gobierno entrante en 1970 esperaba poder romper con lo que consideraba el circulo vicioso de la economía chilena, dominada por un número reducido de firmas que concentraban el poder económico, el cual a su vez contribuía a afianzar y consolidar un poder político elitista de carácter capitalista, oligárquico y latifundista (Ruiz, 2005), forjando así un sistema en el que las clases populares rurales y urbanas se perpetuaban en la dominación.

Patricio Meller (1996), señala que la creación del Área de Protección Social de la economía, era para la Unidad Popular en su análisis marxista de la sociedad chilena probablemente el símbolo más potente de su carácter ideológico, ya que se consideraba desde la coalición que el problema de la propiedad de los medios de producción era fundamental para poder gestar los cimientos para un nuevo tipo de sociedad de carácter socialista, en el cual la producción económica estuviera colectivizada y el poder político democratizado en las capas populares y de trabajadores de la sociedad. La propiedad privada era vista como el principal medio que posibilitaba el régimen de dominación que con sus particularidades se desarrollaba en el país, por lo que se consideró que su expropiación e integración a una red de empresas estratégicas controladas por el Estado enmarcado en el gobierno popular –de izquierda-, sería fundamental para poder concretizar el proyecto de una sociedad más igualitaria, justa y sin relaciones de dominación y de explotación. Bajo esta perspectiva y siguiendo los planteamientos sobre el control de los medios de producción, se tendía a considerar que el despojo de esto medios a la clase dominante burguesa –que en Chile no era tan preponderante para 1970- y oligárquica terminaría arrebatándoles su condición de clase dominante en beneficio de las clases subalternas y subyugadas (Barros, 2013). Mientras que el fuerte proteccionismo, el rol empresarial-productivo del Estado y la sociabilización de la economía tendería a beneficiar a una resolución de la lucha de clases en beneficio del campo social.

Estas medidas en su aplicación fueron otras a las que la oposición del Partido Nacional y el Partido Demócrata Cristiano acusaron de quebrantar la ley y el derecho de propiedad privada, atentando contra la integridad patrimonial de los afectados, acusando al gobierno y a los sectores sociales proclives al socialismo, de allanar el camino para una consecución total del poder. Al mismo tiempo, y desde lo que hoy en día la historiografía tradicional ha insistido en denominar como sectores radicalizados y sobre ideologizados, como se reconocen al MIR, a un sector del PS y del MAPU, pero por sobre todo por la acción organizada de trabajadores, quienes llevaron a cabo la ocupación de un numero de fábricas adicionales a las consideradas por el gobierno, buscando un doble objetivo con ello: a) incorporarse a “los beneficios que, de acuerdo a su visión y al discurso izquierdista dominante, debía acarrearles la inserción en el Área de Protección Social” (Pinto y Salazar, 2012); y, b) consolidar el proceso pre-revolucionario iniciado, organizando las fábricas tomadas en función de defensa del gobierno y de la clase trabajadora en su lucha contra la oposición, gestando para octubre de 1972, en una coyuntura de ofensiva de la Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA), de la clase empresarial-patronal, del Partido Nacional y de la Democracia Cristiana, los Cordones Industriales como expresiones de poder popular con conciencia de la lucha de clases que se avecinaba. Y como se ha hecho notar con anterioridad, en este punto tampoco es desconocido que la toma de fábricas de manera independiente suscitó conflictos al interior de la Unidad Popular y entre sectores de ésta con los Cordones Industriales. 

Lo importante de haber señalado y graficado a manera sumamente sucinta los procesos de la Reforma Agraria y de la creación del Área de Protección Social y sus implicaciones y arraigos sociales en el periodo inmediatamente anterior al golpe de Estado, es identificar como desde estos ejemplos el régimen militar lleva a cabo lo que hemos denominado como políticas de reparación y persecución, en tanto primeras formas en que la dictadura realiza unos procedimientos de utilización y supresión de la memoria. Para ese efecto primero debemos precisar. Entenderemos como reparación el accionar que efectuaron a partir de septiembre de 1973 las autoridades militares de devolución, o lo que el Estado dictatorial en su discurso denominó como normalización de las propiedades de las tierras y fábricas expropiadas o tomadas bajo el ideario de refundación nacional. Mientras que persecución aludirá a las prácticas represivas y de terrorismo de Estado que desplego la dictadura desde el mismo día martes 11 de septiembre en contra de lo que identificaba como el enemigo interno según los preceptos de la ideología y doctrina de seguridad nacional, especialmente hasta 1975 porque, como señala Mónica Iglesias (2011), hasta aquel año se ejerció un primer periodo sistemático de represión con el objetivo de desarticular y hacer desaparecer incluso de los imaginarios sociales cualquier intento de resistencia y de reestructurar el pasado.

Las políticas de reparación o normalización pusieron término a los procesos de redistribución de la tierra e intervención de las industrias, comenzando una etapa que algunos teóricos han denominado de contrarrevolución o de revolución capitalista. La revocación de expropiaciones agrarias tuvo su clímax en 1974 con un total de aproximadamente 1 millón 700 mil hectáreas devueltas a sus antiguos dueños o entregadas en menor medida a campesinos que no habían participado en la toma de predios anterior al golpe de Estado, ni a militantes de izquierda –para ello se dictamino el Decreto de Ley 208- o pertenecientes a una etnia. En total se revocaron 1,749 expropiaciones y se devolvió algo más de 2 millones y medio de hectáreas, asimismo otras 697,106 hectáreas fueron constituidas en reservas naturales, 758,380 fueron cedidas a cooperativas de campesinos en un periodo en que aún no se decidía con exactitud el camino económico que seguiría el régimen militar, 1,984,528 pasaron a formar parte de proyectos de parcelación para su futura venta o transacción, se vendieron directamente 475,970, y por último quedaron sin asignar 2,863,586 hectáreas que en los años venideros pasaron a formar parte de la propiedad del Estado o fueron cedidas a entidades privadas (Fernández, 1985). Mientras que por otro lado, para 1980 el Estado dictatorial había devuelto o licitado 387 empresas de las que habían sido intervenidas o expropiadas por la Unidad Popular, quedando en su poder un pequeño número que a futuro también serían privatizadas (Pinto y Salazar, 2012).

Las utilización de la memoria por la dictadura se nos hace presente en la medida en que este programa de normalización al generar una política de devolución no sólo buscó que los sectores populares que se habían comprometido con el proceso político anterior a septiembre de 1973 se desprendieran de los beneficios materiales de los cuales habían sido beneficiarios, en tanto tierra o mejores condiciones laborales, sino que además, buscó erradicar las prácticas arraigadas e imaginarios de sociabilidad y solidaridad productiva al hacer entender con estas medidas que la política económica anterior era errónea, inclusive peligrosa y que había sido en buena parte responsable del desenlace de los acontecimientos. Es decir, se buscó despolitizar a los sectores productivos populares invirtiendo los sentidos con los que ellos habían significado el periodo anterior a la dictadura, enmarcándolos en otras significaciones que tendían a valorizar el orden jerarquizado y estructurado de la sociedad ya sea en el ámbito industrial o en el agrícola, incorporando un nuevo ingrediente de carácter neoliberal. Por ejemplo, al desprenderse del sentido original de la colectivización de tierras, parcelándolas para propiciar el surgimiento de una nueva capa social de pequeños propietarios que beneficiarían la inversión privada.

Pero la normalización como política de utilización de la memoria por la dictadura para desacreditar las políticas de la Unidad Popular y de la Democracia Cristiana, y en general de todo el proceso sociopolítico anterior y sobre todo de aquellas que se ejercieron desde las bases populares, así legitimando el nuevo proyecto de refundación nacional como la única vía posible hacia el desarrollo en armonía frente al caos del pasado, no se pueden entender sin su asociación a las políticas represivas emprendidas por los aparatos de seguridad del Estado, ya que estas acciones tuvieron como objetivo infundir el miedo y el terror sobre la población en general y en específico sobre los simpatizantes y militantes de lo que había sido la izquierda. La cultura del terror vino a constituirse en una parte fundamental de la vida cotidiana desplazando sentimientos, anhelos y percepciones que habían dominado los escenarios anteriores a la dictadura proclives y positivos en vastos sectores sociales hacia el cambio social. Ahora lo que prevalecía era la cautela, un vuelco a la vida privada, inseguridad, el respeto a las nuevas autoridades por el miedo de la violencia física que ejercían, y con ello, la vigencia de un orden que abarcaba tanto las prácticas sociales como sus imaginarios. Y si bien mucho de ese respeto en el espacio público no se condecía en el privado del hogar, no se puede negar que la desaparición de expresiones populares, la alteración de los sentidos ya mencionado arriba y la coerción disciplinadora, tuvieron un alto costo para la memoria histórica y colectiva, aunque no la fulminó del todo o no podría haber emergido para 1983 la primera jornada de protesta nacional en contra de la dictadura.

Uno de los íconos más emblemáticos que dejó la dictadura que se asocia a la supresión indiscriminada de los saberes y de las posibilidades de recuerdos con la persecución fue la quema de libros que se inició a partir de 1973. En su proyecto de reconstrucción cultural, que tenía como misión extirpar las ideas revolucionarias de la sociedad chilena la dictadura emprendió el accionar premeditado de eliminar todo aquello que dejara rastro físico e intelectual del proceso social quebrantado: se allanaron las dependencias de la editorial Quimantú y se guillotinaron alrededor de 10 mil libros, en las sedes de los partidos de izquierda se realizaron hogueras para quemar otros miles de documentos, y en cada allanamiento de hogares se revisaba las revistas y texto siendo requisados todos aquellos que pueden tener contenido marxista como con las imágenes que se recuperaron de la quema de libros en la Remodelación de la torres San Borja (Vega, 2013). Esto constituye una supresión de una memoria en la medida que significó la autocensura de la producción literaria, académica, teórica y cultural, que en muchas ocasiones no se pudo recuperar una vez pactada la democracia. 

Imagen 1. Quema de libros en Santiago, Chile. Fotografía de Naul Ojeda, 1973.
Imagen 1. Quema de libros en Santiago, Chile. Fotografía de Naul Ojeda, 1973.

Esta primera relación de utilización abusiva de la memoria propuesta entre el vaivén de la política de normalización con la política de persecución y represión, contribuyó a suprimir acciones e imaginarios políticos del espacio público y de los diferentes grupos que habían actuado como agentes sociales y políticos hasta septiembre de 1973, y con ello la supresión paulatina en la memoria colectiva de las formas prácticas, relacionales, teóricas, emocionales, etc., con las que se habían concebido la historia recién pasada, pero que sólo se pudo verificar sus profundos efectos con posterioridad a los diecisiete años de dictadura, en la sociedad democrática –neoliberal- al existir profundos conflictos de rememoración y evocación e inclusive, y más representativo, la poca importancia que parece tener la sociedad en querer conservar y luchar contra el olvido de los recuerdos de este pasado que paradojalmente podría entregar nuevas perspectivas a los conflictos de poder, participación y democratización del presente.

 

Utilización de la memoria: Políticas de institucionalización ideológica y disciplinamiento.

Paul Ricoeur reconoce que la ideología actúa en tres niveles sobre la memoria: “recorridos de arriba abajo, desde la superficie al interior, estos efectos son sucesivamente distorsión de la realidad, de legitimación del sistema de poder, de integración al mundo común por medio de sistemas simbólicos inmanentes a la acción” (2004: 113). Por tanto la ideología siempre estará en el orden de las relaciones de poder que influenciará a un grupo de pertenencia o comunidad en la legitimación del mismo sistema ideológico al naturalizar sus significaciones y representaciones. Esto es de importancia porque como consideran Laclau y Moffe (1987) la hegemonía de un grupo social se materializa cuando un sistema ideológico y sus correspondientes estructuras institucionales se disponen en dominancia, y esto sólo se lograría cuando una ideología lograr situarse como un sistema total, es decir cuando las subjetividades de aquel sistema ideológico logran constituirse por medio de los dispositivos discursivos con los que cuenta, en la subjetividad aceptada por el conjunto social, universalizando sentidos y prácticas ideológicamente particulares, controlando, delimitando y regulando toda la verdad en función de esos preceptos ideológicos, transformándolos en el saber y conocimiento socialmente aceptable para un época determinada (García, 2006), vigilando la diferencia, sometiendo la heterogeneidad en un sistema homogéneo dominante, que afecta a la posibilidad de subjetividades, identidades, al campo político, al sistema de relaciones sociales y a la conservación de memorias alternativas.

Al respecto parece prudente considerar lo señalado por Foucault, quien plantea que toda sociedad tiene su régimen de verdad, y por verdad hay que entender: “un conjunto de procedimiento reglamentados por la producción, la ley, la repartición, la puesta en circulación, y el funcionamiento de los enunciados” (1992: 189). Un dispositivo de conocimiento objetivado que se despliega para establecer la diferenciación entre lo que en una época ha de ser considerado como el conjunto de lo verdadero frente a lo falso. Selección que tiene en nuestras sociedades efectos sobre la economía de la vida porque lo que ha de ser considerado como verdadero ha de definir la aleatoriedad de la producción discursiva y las prácticas sociales a las que conllevan. De forma que hay que entender la centralidad del discurso para la aplicación de regímenes de verdad, en tanto sistema de poder-saber dominante, que entrega los códigos, símbolos, signos y significados para la elaboración de las representaciones sociales. A esto Van Dijk (1999) lo relaciona con la capacidad de unos grupos para ejercer control y dominio al posicionar sus discursos ideológicos de manera estratégica en la agenda pública, de tal forma que el poder no puede ser concebido separado del conocimiento, ya que como vuelve a pronunciar Foucault: “debemos admitir, más bien, que el poder produce conocimiento (…) que el poder y el conocimiento están directamente implicados el uno con el otro; que no existe relación de poder sin la constitución correlativa de un campo de conocimiento” (Foucault, 1999: 27).

La producción de conocimiento para cada época puede ser leído como un proceso resultante de la episteme de cada época, pero también y más probable es que se trate de un proceso arbitrario de producción discursiva, ancladas en relaciones de poder que llegan a ejercer un tipo particular de violencia al coaccionar, hasta cierto punto, otros discursos. La voluntad de verdad y el discurso que se produce desde ella tienen sus efectos sobre las subjetividades al restituir gran parte de las prácticas de la vida cotidiana a las prácticas emanadas del discurso:

Pues bien la voluntad de verdad, como los otros sistemas de exclusión, se apoya en una base institucional: está a la vez reforzada y acompañada por una densa serie de prácticas como la pedagogía, el sistema de libros, la edición, las bibliotecas, las sociedades de sabio de antaño, los laboratorios actuales. Pero es acompañada también, más profundamente sin duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad, en la que es valorado, distribuido, repartido y en cierta forma atribuido” (Foucault, 1999: 22).

 

Es por ello que podemos establecer un vínculo entre la ideología y la voluntad de saber, así como con relaciones de poder, dominación y construcción de contexto que buscan ser hegemónicos, en la medida en que un discurso dominante de carácter ideológico en el que se reproducen las relaciones de dominación se naturaliza como un sentido común, interfiriendo en las representaciones y prácticas que determinados grupos o sujetos pueden realizar de la realidad sociocultural. Así, la operación universalizante a que alude García, busca por medio de la producción de la estructura discursiva que se ha dispuesto en dominancia homologar la diferencia en la lógica del todo, constituyendo “un sujeto universal y absoluto que absorbe todas las diferencias surgidas de la posición deseante en dirección a un único modo de respuesta” (2006: 36),.

¿Cómo se entiende esto para nuestro objetivo de identificar algunos de los mecanismos con los que la dictadura militar utilizó la memoria? En la medida que comprendemos que el régimen militar en su necesidad de legitimación, sobre todo luego de la implementación institucional de su segundo periodo, pero fundamentalmente en su tarea de disciplinar y controlar la producción de subjetividades, desarrollo una política de inserción ideológica sobre los valores nacionales, políticos y económicos que quería imprimir a la población. Es decir, desarrollo una tarea destinada a construir un régimen de verdad que se opusiera a lo que había prevalecido hasta 1973, mediante primero como hemos dicho la coerción física o con la implementación un sistema legal punitivo, luego con la utilización de un discurso público que contrastaba los logros del periodo dictatorial frente a los fracasos y caos del periodo marxista, y también por la puesta en marcha de un sistema educativo que pretendió fortalecer una historia oficial estatizada con héroes y villanos y sentidos preferentes tendiente a la legitimación mediante un dispositivo instruccional y por la labor del dispositivo de televisión. Ello condujo a una manipulación en la producción de memoria oficial e institucional buscando posicionarla de forma hegemónica frente a la elaboración de memorias colectivas que pudiesen o no ser disidentes.   

La instrucción educacional fue utilizada por la dictadura para modelar las subjetividades políticas de niños y jóvenes según los preceptos ideológicos de refundación moral y nacional de Chile. El mismo Pinochet daba cuenta de la estratégica labor de la escuela para la perpetuación del modelo social de la dictadura al señalar: “seréis vosotros, jóvenes chilenos, los responsables de dar continuidad a la tarea en que estamos empeñados y los más directos beneficiados con el esfuerzo que en ella ha puesto desde su inicio el país entero” (Monila, Navarro, Rodriguéz, Seves, 2011: 46). Los principales mecanismos con los que la dictadura materializó esa política fueron con la Declaración de Principios en 1974, con la Constitución Política de 1980 y con la Ley Orgánica Constitucional de Educación de 1990. En todas esas instancias institucionales se buscó resaltar mediante el curriculum oficial una Historia Patria (De la Cruz, 2006) donde los sujetos centrales eran aquellos próceres, personalidades políticas que se les daba un rol superlativo como a Diego Portales en tanto paradigma del orden, héroes como Arturo Prat y el amor a la patria por sobre todo, y grandes estadistas que se presuponen como artífices de la grandeza del país. Así mismo y por otro lado, los procesos sociopolíticos fueron abordados sin hacer referencia a fisuras políticas, sociales o culturales, con lo que se tendió a ocultar todo tipo de conflictividad social en el pasado, desde la gestación misma de la República y a desenfocar toda historia social. Lo que se buscó resaltar con esto fue la unidad patria y promover el mito de un imaginario en el que Chile siempre había permanecido unido, defendiendo lo nacional y la prosperidad, el mismo imaginario que la dictadura quería construir con su ideario de refundación nacional, en el cual no había espacio para enfrentamiento fratricidas como el que se significa en lo acontecido durante el periodo de la Unidad Popular, a la cual si es que se le aludía, se le asociaba como un proceso de inserción de ideas extranjeras imposibles de haber sido gestadas de manera propia en el país.

Propaganda del régimen anticomunista
Imagen 2. Propaganda del régimen anticomunista. Tomada de: www.taringa.net

Esto nos revela que el dispositivo educacional fue concebido como una instancia de reproducción de un tipo de conocimiento y saber funcional a la ideología de la dictadura, manipulando la historia nacional con propósitos políticos. Es notable que una de las estrategias de disciplinamiento al interior de la escuela a parte de los conocimientos impartidos fueron los ritos impuestos, como el potenciamiento a las Bandas de Guerras y desfiles, al canto del Himno Nacional todos los días lunes de cada nueva semana –incluida la estrofa que alude a los valientes soldados de la patria-, una gran ceremonialidad con ocasión de fechas emblemática de la historia reconocidas por la dictadura en especial aquellos actos bélicos donde se racionaliza el culto a la patria y la borradura de otras fechas que para algunos sectores con anterioridad al golpe de Estado tenían un gran simbolismo como la de masacres populares, formaciones de partidos políticos de izquierda o aniversarios de tomas emblemáticas. Todo aquello fue integrado en el discurso de memoria oficial que se enunciaba desde el Estado dictatorial, que contribuyó a manipular de forma descarada el pasado y a crear una sociabilidad que reproducía el orden social que se quería consolidar. Esto significó la supresión de expresiones memorialistas no vinculadas a una tradición conservadora y nacionalista, y una despolitización en términos de concientización política cifrada en significaciones populares o lo que el régimen aludía como marxista, reemplazándola por una politización a fin al mismo régimen, para ejercer precisamente una concientización de sus ideales.

Por otro lado, los medios de comunicación de masas, en especial el escrito y el televisivo jugaron un papel determinante como agentes formadores de las subjetividades, identidades e imaginarios de la población durante el régimen militar, conllevando también procesos de supresión, manipulación y olvido de memorias colectivas. Con respecto al medio televisivo, el régimen entiende tempranamente la influencia central que posee el medio para influir en el desarrollo de los acontecimientos y como agente creador de realidades “a través de su capacidad material para generar hechos políticos y operar políticamente” (Palti, 2004: 177; en Santa Cruz, 2011: 112). Por esto desde los primeros días de la dictadura, la TV fue el medio más intervenido y controlado en sus programaciones, utilizándose para transmitir todos los comunicados oficiales, noticias respectivas a supuestos enfrentamientos que en muchas ocasiones no fueron más que orquestaciones ficticias entre los canales televisivos intervenidos y agentes de inteligencias, y toda un suerte de propaganda destinada a denostar al enemigo interno y ha inducir al miedo y a la denuncia. De esta manera, “los canales de televisión dejaron de cumplir con la función de conciencia crítica de la sociedad y se transformaron prioritariamente en obsecuentes medios de comunicación de informaciones oficiales y en eficientes vehículos de distracción de un público que debía ser disciplinado” (Rolle, 2007: 124) en los valores, imaginarios y prácticas que la dictadura consideraba pertinentes.

 

Apuntes finales

Los aspectos señalados si bien son sólo unos ejemplos, con ellos podemos verificar como la dictadura buscó por distintos medios manipular los sentidos con los que se entendía el pasado y así generar un proceso de legitimación mediante la utilización de la memoria colectiva, pensando en las posibilidades que esta tiene para la construcción de identidades e imaginarios sociales. Es posible que la dictadura haya sido uno de los regímenes políticos que de mejor manera comprendió el papel de la memoria como instrumento de poder, y es posible también, que muchas de las memorias, recueros, evocaciones y rememoraciones que se dieron en el pasado hayan sido suprimidas de manera profunda para su recuerdo o (re)articulación para el presente.

Como se señaló en el comienzo, es importante considerar el papel político de la memoria como instrumento de legitimación para que en nuestro presente no se vuelvan a inducir instrumentalizaciones tales que signifiquen el rechazo de otras maneras de hacer inteligible el mundo, y con ello fortalecer los procesos democratizadores que en América Latina y en Chile siempre han estado bajo sospecha de beneficiar a unas elites políticas y económicas y de generar mecanismos de exclusión y dominación.

 

 

Notas:

[1] Nacido en Chile en 1989. Realizó sus estudios superiores en la Universidad de Valparaíso, en la Facultad de Humanidades, obteniendo el grado de licenciado y profesional en Sociología (2016). Sus líneas investigativas responden a la Teoría de la Memoria Colectiva y los pasados recientes de Chile, así como los medios de comunicación de masas y el sistema de televisión. Actualmente realiza Estudios de Diplomado de Extensión sobre Cultura, política y sociedad latinoamericana en el siglo XX en la Universidad de Chile.

 

Bibliografía:

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Cómo citar este artículo:

MORA GALLEGUILLO, Gabriel, (2016) “Instrumentalización, supresión y política. Utilización y abuso de la memoria colectiva por la dictadura militar chilena”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 28, julio-septiembre, 2016. Dossier 18: Herencias y exigencias. Usos de la memoria en los proyectos políticos de América Latina y el Caribe (1959-2010). ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

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