Actos de la nación. Conmemoración, identidad y representación: análisis del Bicentenario mexicano

Acts of the nation. Commemoration, identity and representation: analysis of the Mexican Bicentennial

Atos da nação. Comemoração, identidade e representação: análise do Bicentenário mexicano

Donovan Adrián Hernández Castellanos[1]

RECIBIDO: 20-05-2016 APROBADO: 11-10-2016

Resumen

Resumen: En este ensayo se elaboran elementos para una teoría pragmática de la política, la cual analiza retóricamente los discursos públicos así como las ceremonias conmemorativas a partir de la categoría foucaultiana de la aleturgia. Se defiende que las identidades nacionales, como las de género, son performativas: postulan una norma en la que los sujetos se reconocen de manera condicionada. Se analizan, en particular, los signos de los festejos del Bicentenario de la Independencia de México desde una perspectiva crítica.

Palabras clave: fiesta, aleturgia, actos de la nación, barroquismo de la identidad, política del signo.

Abstract

Abstract: This paper works on a pragmatic theory of politics. It proposes an rhetoric analysis of public discourses and commemorative practices from the foucaltian category of alethurgués. The argument is as it follows: national identities, as gender, are performative practices that postulates the norm in which social subjects finds themselves in a condicional way. The paper analyses the semiotics of Mexican Bicentenary celebration from a critical theory.

Key words: celebration, aleturgués, nation acts, identity barrosquism, the politics of sign.

Resumo

Resumo: Neste ensaio elaboram-se elementos para una teoria pragmática da política, a qual analisa retoricamente os discursos públicos bem como as cerimônias comemorativas a partir da categoria foucaultiana da aleturgia. Defende-se que as identidades nacionais, como as de gênero, são performativas: postulam una norma na qual os sujeitos reconhecem-se de maneira condicionada. Se analisam, em particular, os signos dos festejos do Bicentenário da Independência do México desde uma perspectiva crítica.

Palavras-chave: festa, aleturgia, atos da nação, barroquismo da identidade, política do signo.

 

No todo es político en la sociedad porque tenemos muchas formas sociales sedimentadas que han desdibujado las huellas de su institución política originaria, pero si la heterogeneidad es constitutiva del lazo social, siempre vamos a tener una dimensión política por la cual la sociedad –y el pueblo- son constantemente reinventados.

Ernesto Laclau, La razón populista

 

I. Teoría

¿Es posible afirmar que los actos conmemorativos de las gestas heroicas del pasado, así como las formas de arte público al que han dado lugar, nos permiten comprender algo acerca de la instancia de lo político que es constitutiva del lazo social? De ser afirmativa nuestra respuesta, ¿qué implicaciones tendría para el análisis teórico de sociedades postcoloniales como las nuestras? Aún más, ¿la poscolonialidad sería el referente (teórico o temporal) adecuado y suficiente para instaurar el trabajo crítico del análisis de las prácticas identitarias en América Latina? Sin duda, para más de uno sería extraño sostener que naciones como México, Colombia o las del Cono Sur son sociedades poscoloniales, dado que sus guerras de independencia se han librado predominantemente en el siglo XIX mientras que la presencia colonial, administrativa tanto como militar, en Asia y África es todavía reciente. No obstante, esta supuesta lejanía en la historia no debe impedirnos hacer patentes los efectos que aún tiene la colonialidad del poder sobre la geopolítica imperante. En este sentido, una tarea crítica para el pensamiento contemporáneo es pensar desde la diferencia colonial sobre los efectos de la desigualdad constitutiva de la globalización en curso. Por cierto que uno de los supuestos menos cuestionados de este proceso de fusión de mercados consiste en asumir que el ordenamiento de los Estados-nación está en franco declive. Sin dejar de reconocer que las formas tradicionales de soberanía han sido modificadas por el desarrollo del capital financiero, es posible diagnosticar que el papel del Estado y sus narrativas nacionales, lejos de desaparecer, ha adoptado formas multiculturales de administración de la diferencia y la alteridad al interior de sus ordenamientos políticos. La cultura, de este modo, es parte de la gestión biopolítica de las poblaciones. A reserva de profundizar en este argumento, cabría preguntarse ¿cuál es la relevancia de analizar las conmemoraciones, particularmente los Centenarios y Bicentenarios de la Independencia, en los países de América Latina? Plantear esta pregunta presupone interrogarnos por las políticas de la historia que actúan en nuestra reflexión del régimen de temporalidad moderno.

Sostengo que el estudio teórico de los actos conmemorativos nos permite elaborar lo que denominaré una “analítica de las pragmáticas de la nación”, que se centrará en el estudio de las prácticas performativas por las cuales la Nación se reitera a lo largo del tiempo social mediante la repetición en diferencia –iterabilidad (Derrida, 2008)- de ceremonias y conmemoraciones públicas. Si, como sostiene Laclau en el epígrafe de este ensayo, hay formas sociales sedimentadas que han desdibujado la institución política originaria de una sociedad, también es posible atender al hecho de que, dada la heterogeneidad constitutiva del lazo social, hay una serie de prácticas discursivas por las cuales el pueblo es constantemente reinventado y reconocido en un “régimen de veridicción” que cobra forma en actos públicos, festejos populares y, sobre todo, conmemoraciones (oficiales o en disputa) de un pasado que, de este modo, se hace común mediante las formas narrativas de la experiencia. En este sentido, cabe argumentar que no hay identidad nacional, social o popular que se sostenga sin el recurso de los festejos públicos, las liturgias cívicas (Mosse, 2005) o, según habría argumentado Michel Foucault, sin ceremonias aletúrgicas.

 

Aleturgia, poder y ceremonia

Para el teórico francés, quien impartió en 1980 el curso El gobierno de los vivos como parte de su cátedra en el Collége de France, la gubernamentalidad –vale decir, la racionalización del ejercicio de poder en términos de la relación entre gobernante y gobernado- necesita, supone e induce el reconocimiento público de la verdad, su celebración y su manifestación. Así pues, no hay gobierno que no establezca su propio régimen de veridicción. No obstante, esta correlación entre verdad y gobierno no se refiere a una lectura simplificadora, demasiado abundante por desgracia, en la cual la relación entre saber y poder se plantearía de forma meramente instrumental. Para Foucault la relación entre el saber y el poder, lejos de ser exclusivamente funcionalista, sólo puede ser entendida desde una historia política de la verdad y el régimen discursivo que instaura. De tal modo que a esta “manifestación de la verdad correlativa al ejercicio de poder” le corresponde una palabra inventada por un gramático del siglo III o IV de nuestra era, que denomina alethurgés, es decir, lo verídico. A partir de esta palabra, Foucault propone un concepto para el análisis de las relaciones entre gobierno y manifestación de la verdad, que denomina aleturgia: se trata del “ensamble de procedimientos posibles, verbales o no, por los cuales se saca a la luz lo que puede ser considerado como verdadero por oposición a lo falso, a lo escondido, a lo indecible, a lo inesperado, a lo olvidado, y diré que no hay ejercicio de poder sin algo así como una aleturgia.” (Foucault, 2012: 8)


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Para el francés, a diferencia de Gramsci, la noción griega de hegemonía se debe comprender desde la gubernamentalidad; esto es, desde la conducción de los otros y el establecimiento de los límites de la acción de los gobernados. Foucault diría que no hay hegemonía sin el ejercicio de la aleturgia. En este sentido, el concepto analítico de aleturgia vincula la gubernamentalidad, el régimen de veridicción y las escenas públicas y aneconómicas del poder, las cuales constituyen un gasto excesivo que escapa a la lógica utilitarista con la que solemos comprender la relación entre poder político y régimen fiscal, por ejemplo.

Desde el inicio de su curso, Foucault describe la escenificación del poder político dispuesta por Séptimo Severo, emperador romano, quien mandó pintar el cielo estrellado en el techo de su palacio de gobierno. Pero no se trataba de cualquier cielo: muy por el contrario, era el cielo de su nacimiento, con las estrellas en el punto en que se encontraban ese día. De este modo Séptimo Severo trataba de mostrar que su llegada al poder no era un suceso aleatorio ni el efecto de la coyuntura de fuerzas, sino que se encontraba inscrita en el orden mismo de las cosas, como una llamada del destino. De esta escena aletúrgica del poder, Foucault deriva algunas señalamientos que serán relevantes para nuestro propio trabajo: a) primera observación, que hay un cierto fasto, un brillo de la manifestación de la verdad que acompaña el ejercicio mismo del poder y que desborda el mero empleo de los conocimientos que serían útiles para el ejercicio del gobierno; b) segunda, que más allá de los saberes, como el jurídico y económico, hay una manifestación suplementaria, excesiva, y en suma no económica, de la verdad que tiene lugar en ceremonias públicas; c) tercera, que esta manifestación excesiva se trata, en el fondo, de una “manifestación pura de la verdad”: “Manifestación pura, manifestación fascinante que está esencialmente destinada, no solamente a demostrar, a probar alguna cosa, a refutar lo falso, sino a mostrar simplemente, a dar a conocer la verdad.” (Foucault, 2012: 7) Dicho de otro modo, no se trata de una serie de procedimientos que tratan de demostrar la verdad de una proposición, sino de la serie de acciones por las cuales se hace surgir la verdad misma, desde el fondo de lo desconocido, de lo oculto, de lo invisible, desde el fondo de lo impredecible. Por último, d) se trata siempre de una escena ritual, altamente codificada, de la manifestación de la verdad. Foucault dijo, ante el auditorio que lo seguía con atención, “y esto que quisiera intentar resarcir un poco, es la naturaleza de las relaciones entre este ritual de manifestación de la verdad y el ejercicio del poder.” (Foucault, ídem) La tesis que se defiende en este trabajo es precisamente que los actos conmemorativos del pasado común y la ruptura, en los países de América Latina, con el pasado colonial pueden considerarse como ejemplos de escenas aletúrgicas del poder. La consecuencia sería, justamente, que eso que la teoría política tradicional descarta por no formar parte del campo puro de los conceptos, como los festejos y las ceremonias de transición del poder en las democracias contemporáneas, no es sólo un dato anecdótico o secundario sino que forma parte de la dinámica misma del ejercicio del gobierno en las sociedades poscoloniales. No hay gubernamentalidad sin cultura política y prácticas conmemorativas de la identidad nacional.

 

Hacia una teorización performativa de la política

Sería posible, sin duda, mostrar que Foucault, al proponer la categoría analítica de la aleturgia, se muestra como un lector audaz de La parte maldita de Bataille. En su teoría general de la economía, Bataille sostiene: “no es la necesidad, sino su contrario, el ‘lujo’, quien plantea a la materia viva y al hombre sus problemas fundamentales.” (Bataille, 2007: 21) El lujo, en el sentido de gasto excesivo e irreductible a la lógica utilitarista, es un suplemento necesario del ejercicio del poder y no hay Estado que no recubra su simple existencia con el ornato de la gloria y lo memorable. En este sentido, hay que ver en las ceremonias de conmemoración, y particularmente en los festejos por el Bicentenario de la Independencia, el signo donde las manifestaciones de la verdad del Estado-nación y el ejercicio del gobierno se ensamblan. Me interesa desarrollar algunas proposiciones teóricas que soportan el enfoque analítico que propongo fundamentar en torno a las “pragmáticas de la nación”. Se trata, en todo caso, de desarrollar, como sostuvo Judith Butler, una visión de la política en clave performativa. Al proponer su teoría del género como la formación discursiva que posibilita el enunciado de la diferencia sexual (o a la diferencia sexual como enunciado en el régimen discursivo de la modernidad), Butler, de forma sumamente perspicaz, se interrogó si su teorización podría ser extensiva a otras categorías identitarias. Así, escribe la pensadora norteamericana en el Prefacio de 1990 a El género en disputa: “¿Qué otras categorías fundacionales de la identidad –el marco binario del sexo, el género y el cuerpo- pueden verse como producciones que producen el efecto de lo natural, lo original y lo inevitable?” (Butler, 2013: 37) El silencio de los lectores de Butler a este respecto sigue siendo un misterio. Por mi parte, considero que categorías como las de “ciudadanía”, “nación” y “pueblo” pueden analizarse en este registro de producciones discursivas y políticas que producen el efecto de lo natural, lo original y lo inevitable.

Después de todo, así como los seres humanos adscribimos a un género para tornar nuestra existencia inteligible y reconocible por y para los otros, sucede lo mismo con categorías fundacionales de la identidad como la ciudadanía. Apenas habría algún ser humano en la tierra que, por decisión propia, careciera de ciudadanía o adscribiera a algún Estado-nación, so pena de tornar su existencia como algo ininteligible en la matriz de poder imperante. Del mismo modo, esta teorización asume que, al igual que el género, la ciudadanía y la nacionalidad son formas de poder que, a la vez que someten a los sujetos, los posibilitan y trazan vías para que nuestras vidas sean vivibles y reconocibles. En este sentido, el modelo para el análisis performativo de la identidad nacional está tomado del trabajo crítico de Butler sobre el género, el sexo y el deseo. No obstante, el análisis performativo de las “pragmáticas de la nación” se distingue de la teoría butleriana en algunos puntos nodales.

Podríamos sintetizar los argumentos de Butler en torno al género, con el riesgo de ser demasiado reductivos, en tres aspectos fundamentales: i) el género hace posible la diferencia sexual en el régimen discursivo moderno, de tal modo que no hay una diferencia sexual previa a su formación discursiva; ii) el género tiene una estructura melancólica, pues ningún hombre o mujer puede identificarse por completo con la norma de lo masculino y lo femenino imperante sin encontrar, necesariamente, una falla en su incorporación; iii) finalmente, el género es una serie de actos paródicos que se reiteran a lo largo de la temporalidad social, razón por la cual el género, menos que una serie de roles externos al sujeto, es una normatividad que produce al sujeto sobre el cual actúa y no sólo eso, sino que dada su estructura iterativa el género produce el “efecto de sustancia” de la identidad sexual. Dicho de otro modo, creemos que los enunciados “soy hombre” o “soy mujer” son constativos y que describen hechos de orden biológico en el mundo, cuando en realidad son performativos y producen una estilización en nuestros cuerpos que es reiterada (iterabilidad) y necesariamente fallida (melancolía). Butler nos ha mostrado que tanto la drag queen como el varón más heterosexual realizan una serie de actos paródicos de la norma de género para llegar a ser “hombres” o “mujeres”; a su vez, la norma somete al sujeto y lo produce en ese doble movimiento para sedimentar los actos, el sentido y la identidad del individuo. Como escribe Butler: “no existe una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye performativamente por las mismas ‘expresiones’ que, al parecer, son resultado de ésta.” (Butler, 2013: 85)

Ahora bien, ¿este esquema puede aplicarse a otras categorías fundacionales de la identidad? Me interesa particularmente el análisis de los actos que reiteran la identidad nacional e incorporan la normatividad y la narrativa del Estado-nación en la formación de sujetos nacionales. A su manera, tanto el género como la nación son ficciones reguladoras del sujeto y aún poseen una soberanía determinante. Considero que es posible adoptar algunas conclusiones butlerianas sin trasplantar sus conceptos acríticamente. En particular, creo que la teoría de la melancolía freudiana, tan importante para Butler, es un obstáculo para el estudio de las identidades nacionales, toda vez que éstas se producen mediante la incorporación de la norma pero no en su ausencia, sino en su festejo y celebración; motivo por el cual, considero que la categoría de fiesta es más pertinente para el estudio de las “pragmáticas de la nación” que el análisis de la melancolía de género en Butler.

Si esto es así, creo que es posible plantear 3 argumentos principales como base teórica del análisis propuesto: i) la Nación es la “matriz de inteligibilidad” de la diferencia cultural, esto es, la diferencia cultural es posible como enunciado por el surgimiento de las narrativas de la nación; ii) la Nación tiene una estructura festiva, de tal modo que la incorporación de sus normas y narraciones es posible gracias a la serie de actos aletúrgicos que conmemoran, muestran y glorifican una relación de gobierno; iii) finalmente, la Nación obtiene su “efecto de sustancia” de la serie de actos que la reiteran en la temporalidad social bajo la forma de la fiesta pública, que es siempre la celebración de la ley y a menudo de los nombres del padre. Consecuentemente, enunciados como “soy mexicano” o “soy peruano, boliviano, colombiano”, etc., no deben ser considerados como constativos sino como performativos; pues estilizan los cuerpos y los gestos de los sujetos, a la vez que son producidos por una relación de poder que somete/posibilita y vuelve inteligible la vida de las poblaciones. Parafraseando a Butler, podríamos argumentar que la identidad nacional se produce performativamente por las “expresiones” sígnicas que, al parecer, son resultado de su trabajo narrativo, normativo y regulador. De donde se sigue que el signo tiene el efecto de significación retroactivo y actúa, desde sus distintos soportes, sobre el sujeto y las condiciones de la enunciación.


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Fiesta y barroquismo de la identidad

Para concluir con este apartado donde desarrollo el utillaje teórico para el estudio crítico de las “pragmáticas de la nación”, diré dos palabras acerca del uso de la noción de fiesta que, desde el pensamiento latinoamericano, ha tenido un desarrollo notable. Ciertamente el Colegio de Sociología y Antropología de lo Sagrado que reunió a pensadores como Bataille, Leiris y Caillois planteó una serie de reflexiones sobre el fenómeno del sacrificio, la soberanía y la fiesta en sus dimensiones eróticas para el conjunto de la sociedad; pero me interesa más, en este contexto, la teorización que hace Enrique Dussel de la noción de fiesta en su obra clásica La filosofía de la liberación. En ella, el pensador argentino plantea una reflexión filosófica sobre la proximidad, como fenómeno fundamental de la comunidad humana; en esta proxemia, tanto la primera (relación madre-hijo) como la última (sociedad sin clases) poseen estructuras temporales que se desprenden de la relación cara-a-cara, una relación metafísica que, en la línea levinasiana de argumentación, es siempre la ética: ésta, la ética, es la filosofía primera pues la relación con el otro es práctica antes que especulativa (cognitiva o instrumental). En este sentido, en toda comunidad se vive la reciprocidad originaria de la proximidad como sincronía; mientras que en la historia económica, política, lingüística, etc., el tiempo se vive como diacronía, pues el sujeto debe esperar a que sus necesidades, postergadas, sean satisfechas. Así, escribe Dussel: “Pero en la inmediatez de la proximidad misma el tiempo se vuelve sincrónico: mi tiempo es tu tiempo, nuestro tiempo es vuestro tiempo, el tiempo de la fraternidad en justicia y fiesta… La sincronía de los que viven la proximidad se torna acrónica: el instante de la proximidad de los tiempos distintos y separados convergen y se disuelven en la alegría del estar juntos.” (Dussel, 2014: 49)

La fiesta es la acronía inespacial del instante sin mediaciones; la unidad resuelta de la comunidad en el estar ante sí y para sí. Esta unidad del instante sincrónico sin mediaciones, éste estar-ante-sí-misma de la comunidad es la estructura temporaria de la fiesta pensada aquí. “Tanto la primera como la última proximidad son siempre fiesta. La fiesta indica una categoría metafísica de la proximidad cumplida, como alegría; si se entiende por alegría la realización de lo real; la satisfacción de la coincidencia del deseo y del deseado.” (Dussel, 2014: 50) Indudablemente, el filósofo piensa en la fiesta política de los conciudadanos que celebran victorias ante el dominador enemigo, o bien que han logrado éxitos políticos y conquista de derechos.

El sentido metafísico de la fiesta es la liturgia y diaconía de la comunidad en júbilo. “La proximidad –escribe Dussel- es fiesta, pero fiesta de la liberación y no de la explotación, injusticia o profanación. Es fiesta de los iguales, de los libres, de los justos, de los que esperan un orden de proximidad sin contrarrevoluciones, retrocesos.” (Dussel, 2014: 51) La noción dusseliana de fiesta, como instante metafísico de acronía e igualdad, contiene el momento de la unidad política de la comunidad. No obstante, los festejos conmemorativos, aunque son liturgias cívicas que manifiestan una verdad públicamente, suelen ser momentos políticos que reinventan la identidad nacional, comunitaria y al pueblo sin que la estructura temporaria de la “originalidad metafísica” de la liberación dusseliana esté necesariamente en juego. Sin embargo, más que analizarlas como festividades pseudoconcretas (i. e., que enajenan o pervierten el sentido de la liberación) quisiera analizar su momento político en términos más cercanos a los de Laclau: la heterogeneidad constitutiva de la sociedad requiere de la reinvención constante del lazo político que se performa ritualmente en los festejos conmemorativos de la Independencia, al menos en el caso de América Latina. Retomo así la estructura temporaria de la sincronía y la acronía de la fiesta en Dussel, sin asumir su metafísica levinasiana subyacente. A mi juicio, no hay ningún sentido originario en los conceptos, sino el trabajo de la diferencia que hace que el sentido del signo, al igual que el de la fiesta, esté siempre por-venir. En todo caso, hay conmemoraciones porque no hay coincidencia del deseo y del deseado ni unidad originaria de la comunidad política.

Sostengo que la nación, al igual que el género, “es la estilización repetida del cuerpo, una sucesión de acciones repetidas –dentro de un marco regulador muy estricto- que se inmoviliza con el tiempo para crear la apariencia de sustancia, de una especie natural del ser.” (Butler, 2007: 98) Me parece que el trabajo de la genealogía nos permite mostrar las rupturas y discontinuidades en el régimen de veridicción contemporáneo; al mismo tiempo, sostengo que una lectura deconstructiva (tropológica) de las retóricas nacionales, cívicas y públicas nos permite analizar críticamente la apariencia sustantiva de la nación en sus acciones constitutivas. Como argumentó Butler, revelar “los actos contingentes que crean la apariencia de una necesidad naturalista –lo cual ha constituido parte de la crítica cultural por lo menos desde Marx- es un trabajo que ahora asume la carga adicional de enseñar cómo la noción misma del sujeto, inteligible sólo por su apariencia de género, permite opciones que antes habían quedado relegadas forzosamente por las diferentes reificaciones del género (y de la nación, agregaría) que han constituido sus ontologías contingentes.” (Butler, ídem) En todo caso, lo que podemos ver es de qué modo, al reiterar las normas performativamente, los sujetos también desplazan los límites de los marcos del reconocimiento, para poner en juego figuras y diferencias en los actos mismos que performan a la nación. Interrogarse por las ilusiones que crean identidad puede ser también una oportunidad para una interrogación política de primer orden en los estereotipados debates liberales sobre el multiculturalismo biopolítico.

Me parece que, en este ámbito crítico, viene a cuento argumentar que hay un barroquismo constitutivo de toda práctica identitaria como tal, siempre y cuando se entienda por barroco a esa modernidad pensada por Bolívar Echeverría en su filosofía de los ethos de la Modernidad. Sin duda, los trabajos de Echeverría en torno a los modos de ser moderno, que ensamblan dialécticamente tanto las formas de subjetivación como los modos de producción (instancia subjetiva y objetiva), forman parte de la genealogía que parte de Max Weber y su estudio sobre el protestantismo y el espíritu del capitalismo, se prolonga en Walter Benjamin y su lectura de Baudelaire, y llega hasta el Michel Foucault de las prácticas de sí. Es bien sabido que Bolívar Echeverría sostiene en La modernidad de lo barroco que hay cuatro ethos históricos de la modernidad: el cásico, el realista, el romántico y el barroco. Me interesa sobre todo el cuarto. El ethos barroco, lejos de ser una forma de resistencia u oposición al capitalismo, es una donación de forma que permite sobrevivir en un entorno adverso y, a la vez, es la reconstrucción de un código clásico de semiosis. No obstante, quien forma parte del ethos barroco ha perdido irremediablemente el arraigo en un código cultural propio. Se trata, indudablemente, de una categoría que nos permite pensar en los problemas culturales e identitarios de la América Latina. A lo largo de su obra, hay muchas variaciones de este tema tan caro a Echeverría; me interesa particularmente su descripción de cómo el canon clásico pervive, aunque desplazado, en la actitud barroca de la modernidad. Bolívar Echeverría sostiene, no sin razón, que Bernini intenta, al igual que la Compañía de Jesús, rimodernarlo: actualizar el canon clásico de la dramaticidad de Dios; su drama, empero, es que al reactivarlo, lo ha transformado en otra cosa. Lo barroco es la reconstrucción del canon de lo clásico en un mundo moderno, pero al costo de la pérdida del original y de generar una tercera opción nueva, inédita, que no estaba contemplada ni en el original ni en su copia. Se trata, también, del drama vivido por los criollos en América; pues éstos han perdido la cultura autóctona de los naturales de estas tierras y nunca formaron parte de la cultura europea peninsular propiamente dicha. En su esfuerzo por revivir el canon clásico de los nativos y de lo europeo, han terminado por conformar un tercer código cultural que, como el barroco, no es ni uno ni otro, sino una tercera realidad inédita. Escribe Bolívar Echeverría:


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Son los criollos de los estratos bajos, mestizos aindiados, amulatados, los que, sin saberlo, harán lo que Bernini hizo con los cánones clásico: intentarán restaurar la civilización más viable, la dominante, la europea; intentarán despertar y luego reproducir su vitalidad original. Al hacerlo, al alimentar el código europeo con las ruinas del código prehispánico (y con los restos de los códigos africanos de los esclavos traídos a la fuerza), son ellos quienes pronto se verán construyendo algo diferente de lo que se habían propuesto; se descubrirán poniendo en pie una Europa que nunca existió antes de ellos, una Europa diferente, “latino-americana”. (Bolívar Echeverría, 2011: 82)

 

En este sentido, el proceso de reconstrucción o reconstitución del código cultural dominante en el mundo de la vida, es un trabajo de iterabilidad que desplaza la norma que imita para hacerla vivir: se trata de actos performativos que forman parte de las prácticas identitarias de género, de nación, de ciudadanía, etc. Se diría que el ethos barroco es un “proceso de re-creación completa de lo mismo, al ejercerse como transformación de un mundo preexistente.” (Echeverría, 2011: 61) Habría que sostener, entonces, que lo barroco no es sólo una de las cuatro formas del ethos histórico de la modernidad, sino que es una instancia constitutiva de las prácticas identitarias en su articulación social, cultural y política. Cabría, pues, hablar de un barroquismo de la identidad.

 

II. Bicentenario de la Independencia en México

El 15 de septiembre de 2010 se festejó el Bicentenario de la gesta independentista, iniciada en 1810, que, según la retórica oficial, habría de separar los destinos del Virreinato de la Nueva España de los de la metrópoli peninsular; dando inicio, de este modo, a la historia de una nueva nación “libre y soberana” que, luego del breve paréntesis monárquico de Iturbide, adoptaría la forma republicana y federalista de gobierno. El contexto del festejo conmemorativo, por otra parte, no es indiferente. Luego de cerca de 80 años de gobierno ininterrumpido del Partido de la Revolución Institucional (PRI), el país dio un vuelco electoral a la derecha –marcando, con esto, una ominosa contratendencia que contrasta con los triunfos protagonizados por las izquierdas latinoamericanas- que instalaría, de forma sucesiva, al conservador Partido Acción Nacional (PAN) en el poder ejecutivo por dos sexenios consecutivos. Diversos medios comunicativos e intelectuales liberales sostuvieron que México vivía finalmente una “transición a la democracia”, esta vez de corte pluralista, con incidencia de la sociedad civil en las decisiones gubernamentales, pero que económicamente continuaría por la senda neoliberal abierta por las últimas administraciones priistas. Pese al infundado optimismo mediático, los conflictos sociales no sólo no desaparecieron sino que se recrudecieron y profundizaron. México entraba, según declaraciones del entonces presidente Felipe Calderón, en una “guerra contra el narcotráfico”. Al adoptar la estrategia norteamericana de “combate contra las drogas”, vigente para América Latina prácticamente desde la administración de Reagan, la violencia en la República Mexicana alcanzó máximos inéditos que se creían superados desde la época de las guerras civiles del siglo XIX; la gestión del conflicto revirtió en una regresión hacia formas de violencia contra la población civil, víctima del fuego cruzado entre un ejército que desempañaba labores policiacas en los estados y grupos delincuenciales fortalecidos por la omisión (cuando no colusión) de las autoridades estatales.

Dado este marco de conflictos sociales, regresiones jurídicas y violencia soberanista, los festejos del Bicentenario de la Independencia pretendían producir la homonoia y poner en marcha actos de la nación que reactualizarían el pacto entre los mexicanos y los valores e ideales de su pasado común. La historia, pues, se llevaría a escena. La verdad de la Nación se haría pública y su fuerza enfática bastaría para lograr el consenso de la unidad entre los iguales, generando un reparto policiaco de lo sensible en torno al acto aletúrgico de celebración de la identidad civil.[2] La conmemoración, si bien no es una forma de memoria colectiva,[3] sí intenta actualizar una narrativa determinada y determinante del sentido de lo rememorado: se trata de un acto noético y no sólo de contenidos noemáticos, constitutivo de una semiosis particular. En una conmemoración pública de la historia nacional, la selección de lo recordado es tan importante como los procesos de la socialización de lo recordable. Podría decirse que la conmemoración es la puesta en escena de un trabajo curatorial de selección, disposición y actualización de procedimientos que habrán de fijar qué cosa puede ser recordada y, por ende, qué suceso, evento o personajes no figurarán dentro de la metanarrativa nacional.

Las formas conmemorativas son siempre ceremonias aletúrgicas cargadas con la performatividad del acto soberano que regula, produce, selecciona e interpreta los episodios del pasado -y al pasado como “episodios”- en un relato donde la nación se articula en el tiempo vacío y homogéneo, sin cortes y rupturas;[4] el efecto de este procedimiento no es otro sino articular discursos donde la violencia fundacional del Estado es omitida, elidida u obliterada por el propio acto soberano de narrar su propio origen: en una conmemoración, el Estado se figura como el narrador que habilita la “voz” del relato oficial acerca de su origen y también se presenta como el sujeto de la hazaña histórica. El Estado es juez y parte, además de que festeja su historia -¿exige reconocimiento para continuar su ficción regulativa?- frente a sus ciudadanos-interpelados. Estas dramaturgias soberanistas, más que poéticas de la política, ejercen una violencia sobre lo recordable y sobre lo olvidable; pues determinan, siempre como acto de poder narrativo, quién o qué puede ser narrado y lo que entra en el orden de lo olvidable. Por cierto que este relato puede ser contestado desde posiciones críticas y procesos de resistencia –y siempre lo es-; me interesa, en este ensayo, trabajar sobre los procedimientos de esta dramaturgia soberanista que nos permite analizar el ensamble entre la manifestación pública de la verdad y la racionalidad gubernamental. A mi juicio, lo determinante de los actos conmemorativos de la nación es que 1) producen performativamente a la nación a la que narran y 2) la aleturgia soberanista no sólo tiene la capacidad de establecer el sentido dominante de la nación, sino que determina incluso quién es el sujeto de la nación mediante los efectos retóricos del acto de conmemoración.

Si bien la serie de actos que performaron a la nación mexicana durante 2010 es prácticamente inabarcable y sus soportes son tan diversos como para ser analizados en un artículo, me parece valioso analizar una selección breve de algunos actos que portan la fuerza retórica de lo emblemático –o al menos así han sido presentados por la propia comisión organizadora de los festejos del Bicentenario-. Con el objetivo de lograr la mayor concreción y profundizar en el análisis teórico de los actos conmemorativos que performan a la nación, me detendré únicamente en dos momentos: en el desfile alegórico, que representó la historia y produjo signos normativos acerca de qué es la nación mexicana, y en el mapping que se proyectó sobre la Catedral, el Palacio Nacional y los edificios de gobierno del Centro Histórico del Distrito Federal, capital de la República Mexicana. A su vez, analizaré el desfile alegórico en sus segmentos narrativos principales: los referidos al pasado prehispánico, el momento colonial, la independencia y la revolución mexicana, que culminaron –según la narrativa habilitada por la Comisión Organizadora- con el levantamiento de un Coloso que generó un momento significativo de indeterminación semántica, pues la población no supo reconocer a ninguna figura histórica en él y no pudo reconocerse en ese artefacto de la nación; finalmente, para el análisis del mapping sobre la Catedral metropolitana, me detendré en la proyección de una serpiente emplumada que, a mi juicio, abre un debate interesante sobre la intertextualidad de los signos que debe darse en el marco desde una reflexión poscolonial. Analizaré, entonces, el paradigma y la sintaxis de estos signos performativos de la nación.

 

Representar a la nación

Representar a la nación, en el análisis pragmático aquí propuesto, es también producir a la Nación performativamente.[5] Las representaciones de la historia en las ceremonias conmemorativas, según hemos argumentado, son normativas y determinantes, toda vez que habilitan un discurso del Estado que regula y administra el sentido del pasado por medio de una política de la experiencia. El análisis de los artefactos culturales, los relatos y sus vehículos semióticos es, en este orden de ideas, tan importante como el estudio de los conceptos articulados por la teoría política. La vida política, en sus diversos registros, no pueden comprenderse sin las retóricas, los discursos y las ceremonias en las que el poder es figurado, mostrado y reconocido por los gobernados. Como escribe J. G. Pocock: “Las sociedades existen en el tiempo y las imágenes que conservan de sí mismas forman un espectro continuo. De lo que se deduce que la consciencia del tiempo que adquieren los individuos en tanto que animales sociales es, en gran medida, conciencia de la continuidad de la sociedad a la que pertenecen.” (Pocock, 2011: 199) De ser cierto, comprender la imagen que hace de sí misma una sociedad poscolonial supone comprender la serie de mecanismos, discursivos y no discursivos, por los que se produce activamente la impresión de la continuidad en el tiempo. En buena medida, las prácticas conmemorativas forman parte de este arsenal de mecanismos y dispositivos de la representación que ayudan a fijar, pero que también desplazan, la imagen de la nación. Para Pocock, una tradición, en su forma más simple, “consiste en una repetición indefinida de series de acciones” (2011: 202), de iterabilidad en la terminología derrideana, que, además, “se trata siempre de una acción autorizada” (Ídem) La cadena de signos de una discursividad obtiene, como ha supuesto Butler, su autoridad de ser una serie de citas que provienen, de hecho, de un poder que las habilita; “cada actuación presupone una anterior, es una regresión infinita. (…) Por lo tanto, las tradiciones de este tipo resultan ser inmemoriales, se las da por supuestas y son normativas.” (Ídem) En las sociedades tradicionales el proceso de transmisión generalmente se comprime en un solo acto atemporal, antes que en una cadena infinita de acciones históricas. ¿Cómo sucede la transmisión del pasado en sociedades postradicionales como las nuestras?


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Pocock sostiene que a diferencia de la atemporalidad de la tradición, la cual reifica el pasado en una narración unívoca, el surgimiento de la historia en las ciudades-estado griegas modificó la situación: los mitos fundacionales no “surgen de la extrapolación de continuidades institucionales, sino de la adscripción de un origen épico o sagrado a la sociedad concebida en su conjunto.” (Pocock, 2011: 205) El historiador griego estaba llamado a descubrir los orígenes, preferiblemente atribuidos a inventores humanos, de las sociedades, instituciones y artes. Sin embargo, para Pocock, en lugar de asumir una postura historicista donde se suponen una línea divisoria que separa lo pre-moderno de lo moderno, puede haber formas vívidas de experimentar el tiempo que no pueden expresarse en el lenguaje institucional. “Pero –advierte prudentemente el historiador de las ideas políticas- si el tiempo institucional y el tiempo sagrado o el no-tiempo se solapan, es que la sociedad en cuestión tiene una conciencia temporal compleja.” (Ídem) Ese me parece ser el caso de las sociedades poscoloniales en América Latina. Las ceremonias de conmemoración expresan una relación compleja entre las tres temporalidades aludidas por el teórico europeo; a saber: entre el tiempo institucional de la historia, el tiempo sagrado de los sueños y mitos, y finalmente entre el no-tiempo de las sociedades tradicionales. Tres regímenes de temporalidad que, eventualmente, se intersectan en los actos conmemorativos. Se conmemoran las instituciones que, como su nombre indica, instituyeron la historia nacional, pero simultáneamente se las fija en una sincronía que aspira a ser acrónica, además de que el recurso al mito forma parte activa del festejo del pasado prehispánico en el relato articulado durante el Bicentenario –como veremos más adelante-. La conmemoración, en este sentido, es un montaje temporal tanto de la continuidad postradicional de las instituciones como del origen sagrado y carismático de la nación, que complejiza la relación entre el tiempo y la acción en las sociedades poscoloniales. Escribe Pocock:

La mayoría de las sociedades cuentan con unos padres fundadores convertidos en héroes culturales, pero si imaginamos que las tradiciones de conducta se originan en acciones específicas no hay tradición anterior que explique el poder creativo de las acciones primigenias. De ahí que las figuras carismáticas que conforman los orígenes míticos de muchas tradiciones (dioses, héroes, profetas y legisladores) aparezcan en las leyendas incluso de sociedades muy institucionalizadas, dotando a sus descendientes de una tradición que permite entender la política y otras actividades como formas de acción carismáticas (que en este caso abarca incluso a las racionalistas) más que tradicionales y concebir el tiempo como la secuencia de esas acciones al margen de la continuidad institucional. Lo que queda al margen de la tradición es carismático; allí donde el tiempo se considera la continuidad de la tradición, lo carismático puede permanecer al margen del tiempo y sacralizarse. Pero cuando una actividad se define como una sucesión de acciones carismáticas o sagradas, cabe construir una nueva visión del tiempo anclada en los momentos de creación en vez de en los de transmisión. (Pocock, 2011: 206)

 

Me parece que las conmemoraciones pertenecen a un género de actividad distinta a la creación y a la mera transmisión; habría que ubicarlas en la temporalidad espectral de la repetición que, según argumenta Bhabha, atraviesan las narrativas nacionales mediante una escisión que marca las posiciones opuestas del amo y el esclavo, discursividades en disputa constitutivas de la lucha por la hegemonía de carácter coyuntural. A juicio de Bhabha el “lenguaje de la cultura y la comunidad está equilibrado sobre las fisuras del presente transformándose en las figuras retóricas de un pasado nacional” (Bhabha, 2002: 178) Los pueblos no son simples hechos históricos, son momentos de articulación metonímica en circunstancias de disputa por el proceso de la representación. Por esta razón sostiene el pensador asiático: “Son también una compleja estrategia retórica de referencia social; su reclamo de representatividad provoca una crisis dentro del proceso de significación e interpelación discursiva.” (Bhabha, 2002: 182) Esta disputa dentro de la “política de la significación” no sólo sugiere que los significantes son flotantes y se desplazan produciendo efectos de realidad en condiciones de consenso más o menos establecidas, también le permite a Bhabha distinguir analíticamente entre los actos performativos que, como las conmemoraciones, reiteran una identidad en el “trabajo de la representación” y ponen en marcha un complejo aparato de enseñanza que fija a los sujetos dentro de la narrativa dominante. Así, el pueblo de la nación está atravesado por dos temporalidades en una tensión que no se resuelve en superación dialéctica: “los pueblos son los ‘objetos’ históricos de una pedagogía nacionalista, que le da al discurso una autoridad basada en un origen previamente dado o históricamente constituido en el pasado, los pueblos son también los ‘sujetos’ de un proceso de significación que debe borrar cualquier presencia previa u originaria del pueblo-nación para demostrar los prodigiosos principios vivientes del pueblo como contemporaneidad; como signo del presente a través del cual la vida nacional es redimida y repetida como proceso reproductivo.” (ídem)

Pese al evidente interés de esta tensión, constitutiva de la interpelación del relato nacional a decir de Bhabha, me parece posible deconstruirla; pues la performatividad que actualiza el signo nacional para fijarlo y naturalizarlo, también trabaja en el registro del aparato pedagógico de la maquinaria de enseñanza nacional. Podemos argumentar entonces que lo que produce significación no es la diferencia en el sistema de los signos, sino la repetición en diferencia o iterabilidad que desplaza al significado del significante haciendo posible su articulación múltiple en las disputas por la hegemonía.

En este registro, podemos sostener que lo pedagógico es también performativo como muestra el caso de los actos de la nación que, al conmemorar, producen una significación que abre el proceso de representación de las identidades iterables. Como bien sostiene Bhabha, la cuestión de la representación cultural de la nación no es sólo un asunto de demarcación de fronteras identitarias frente a otras naciones, es, sobre todo, una cuestión de cómo la nación está escindida en sí misma. “Nos enfrentamos con la nación escindida dentro de sí misma, articulando la heterogeneidad de su población.” (Bhabha, 2002: 184) Consecuentemente, la Nación está barrada, alienada de su proceso de autogeneración narrativa, pues vive de contarse a sí misma una y otra vez, lo que la convierte –a juicio del teórico- en un “espacio significante liminar que está internamente marcado por los discursos de minorías, las historias heterogéneas de pueblos rivales, autoridades antagónicas y tensas localizaciones de la diferencia cultural.” (ídem) En el caso mexicano, estos antagonismos fueron manifestados al tener que relatar la historia de una nación que estaba dividida de forma irremediable, tanto por los conflictos postelectorales como por la violencia paramilitarizada detonada por las estrategias de “combate contra las drogas” del gobierno federal. México es una nación dividida.

 

Desfile alegórico

La nación como espacio significante, atravesada por la diferencia y escindida, trata de negociar su heterogeneidad mediante narrativas y el trabajo retórico del discurso, aunque siempre en un contexto coyuntural donde la correlación de fuerzas es variable y contingente. Para el caso del Bicentenario de la Independencia, acto fundacional de la nación mexicana y momento de celebración de una identidad por siempre diferida, se realizó un desfile alegórico; dichos desfiles son parte del arsenal de los dispositivos de la representación nacional, sólo que en el caso que nos ocupa sus ejes narrativos no estuvieron conformados por una cronología lineal y progresiva que nos llevaría de lo pre-moderno a la modernidad del mestizaje cultural, según fue el caso de la celebración de la Independencia durante el Porfiriato. En el régimen de la temporalidad posmoderna, la estructuración del relato festivo fue compleja, constituida por una eclosión de temporalidades que hicieron saltar la idea de la homogeneidad lineal de la modernidad. Un problema se presenta para el análisis de los signos de este espectáculo,[6] pues resulta indecidible saber si el desfile conformaba un relato homogéneo articulado en diversos segmentos o bien si cada segmento del desfile alegórico constituía una unidad de sentido por sí misma, independiente de las demás. El problema entonces consiste en determinar cuál es la unidad de sentido mínima para el análisis del conjunto: ¿eran los vestidos, los dispositivos multimedia, los body-painting, los ornamentos de los vehículos?, ¿eran más bien las coreografías de los bailes, los relatos y descripciones realizadas por los comentaristas de televisión durante la cobertura del espectáculo en vivo o, finalmente, la narración oficial transmitida por las bocinas in situ durante la celebración que iría desde la avenida Reforma hasta el Zócalo capitalino del Distrito Federal?


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Si bien el análisis semiológico de cada uno de estos signos sería relevante, me parece que ninguno de estos sistemas de objetos nos daría un conocimiento crítico sobre el suceso desfile como tal y su potencial integrador que funge, simultáneamente, como soporte de un relato y como realización de un relato conmemorativo como tal. La unidad del desfile alegórico es, entonces, una unidad compleja y constituida por materias heteróclitas que producen semiosis en el espectador, aunque, como veremos, a menudo el código no era suficientemente explícito o evidente para producir interpretaciones de episodios relevantes. El desfile, por tanto, sólo será analizado aquí en términos de desfile narrado, objeto de cierta escritura o interpretación, lo que nos lleva a tratarlo no tanto como un texto actuado sino más bien a analizar el texto oral que forma parte del discurso de los directores creativos que forma parte del video Celebración de 200 años Independencia Nacional, realizado como parte de las actividades de difusión del momento preparativo para la conmemoración del gobierno federal.[7] El video de entrevistas enfatiza el sentido espectacular, la oportunidad de una ocasión invaluable para el festejo de la independencia; así, uno de los entrevistados dice: “Una gran nación se merece una gran celebración”. Esta idea abunda en el nexo de pedagogía y performatividad señalado arriba, y es parte del pensamiento cívico y nacionalista que es herencia cultural del México decimonónico.

Del video se desprende que el desfile alegórico estuvo planeado en 10 unidades narrativas, ordenadas con independencia de una cronología rígida, cada una a cargo de un director o directora creativo, que involucraría un total de 15 000 voluntarios y la dirección de puesta en escena de abundantes recursos humanos. Las unidades de sentido son presentadas de la siguiente manera, cada una conformando un sintagma que obtiene sentido por su diferencia, relación y valoración con las otras unidades significantes:

  1. Cultura popular: Este segmento, a cargo de Felipe Fernández del Paso, pone en escena una coreografía realizada a partir de 7 ritmos arraigados en la cultura popular, que serían montados para acompañar el trayecto de marquesinas construidas sobre carros alegóricos; además, los temas escogidos del folklore popular mexicano serían interpretados por 7 divas distintas.
  2. La gran nación mexicana: espectáculo de signos identitarios que trataban de realizar el carácter de los paradigmas monumentales del nacionalismo decimonónico.
  3. La independencia: unidad a cargo de Mauricio García Luna, quien interpreta el episodio de la independencia de forma desplazada: en su visión como director creativo la independencia remite a esperanza, así un conjunto de niños zarpan en un barco de papel que surca un mar de nopales tricolores y es guiado por un ángel, que abandona su columna en el monumento emblemático de la Ciudad de México y dirige el barquito hacia el futuro. Se trata, quizá, del segmento más connotativo del desfile, pues las elecciones realizadas aquí dependen de la capacidad asociativa del espectador, si bien son avaladas por un código transcultural para el que los niños son asociados con la esperanza (asociación explotada también en otras sociedades que padecen violencias estructurales, como ha sido analizado en el caso del cine árabe contemporáneo). Por otra parte, la metáfora del barco de papel con la nación mexicana recién nacida también juega con un alto valor de connotación; pues el barco de papel puede remitir a la infancia, pero también a la fragilidad, inestabilidad y precariedad de los materiales con los que está hecho. Pese a todo, el conjunto es kitch.
  4. Celebración de Muertos: segmento de gran calidad escénica, dirigido por Mario Espinoza, que conecta con una de las festividades populares más explotadas dentro de la imagen internacional de México, como es la festividad de día de muertos. El realizador conecta el sentido del festejo con una interpretación genérica de la muerte como renovación en el ideario náhuatl de la cultura prehispánica.
  5. Héroes y mitos: la directora Mónica Raya instala el eje narrativo en una figura famosa de la mitología maya y náhuatl: la serpiente emplumada. Presenta ambas versiones a través del dios Kukulkán y de Quetzalcóatl; dos serpientes que sobrevuelan el cielo y juguetean con los espectadores; pero también dos figuras que forman parte de formas culturales y signos singulares: por un lado, representan el culto al conocimiento en el mundo maya y, por el otro, representan la profecía que culminaría –según la narrativa más extendida- con la caída de la gran Tenochtitlán: pues los servidores de Moctezuma creerían ver en la llegada de los españoles el cumplimiento de la profecía del retorno de Quetzalcóatl, que regresaría de su exilio para otorgar grandeza al imperio azteca. Estos signos son, en todo caso, un umbral que marca el paso de la temporalidad acrónica de los dioses al tiempo de las instituciones históricas de los líderes carismáticos.
  6. Colonia y Barroco: Este segmento fue doble, pues articula nuevamente el pasado prehispánico, pero esta vez no a partir de la acronía de los dioses sino del carisma de los héroes primigenios, con el período colonial. Se trata de una relectura del encuentro de dos mundos, que tanta producción semiótica ha generado. A juicio de Claudio Valdés Kuri el pasado prehispánico y el período colonial son “madre y padre de la nación mexicana” -¿será esta figuración, un matrimonio y una normatividad heterosexual, una presentación denegada del conflicto cultural, social y político de la dominación colonial?-. Por ese motivo, Valdés trabajó en conjunto con Alicia Sánchez, directora del segmento relativo a la cultura prehispánica, en la producción de un episodio dual que vinculaba lo ancestral con lo colonial, a través de una leyenda que vinculaba las dos temporalidades antagónicas. El eje narrativo fue, en esta ocasión, la leyenda del tameme: se trataba de un héroe común, un muchacho con el que cualquiera pudiera identificarse, que se dignifica por su voluntad. En palabras de Alicia Sánchez: “se trataba de recuperar el pasado no con dolor ni tampoco con nostalgia, para recordar que tenemos algo que decirle al mundo”. Aquí el énfasis indica que el acto de producción semiótica era más relevante que el contenido del mensaje. Así, el festejo no presenta de manera independiente el pasado prehispánico y el momento colonial, sino que los sintetizan para superar la herida colonial por medio de una denegación de la especifidad de ambas herencias: se trata de un matrimonio, sin duda conflictivo, de donde proviene la nación mexicana. Por otra parte, el hecho de decir algo sin importar aquello que se dice es una forma de articular un enunciado subalterno tratando de omitir la subalternidad de la voz y las condiciones enunciativas -¿nuevamente una denegación del conflicto?-.
  7. Suave patria: Los relatos del Bicentenario se articulan preferentemente sobre visiones sincrónicas que eliden la fuerza irruptora de lo político de la historia nacional, por ello privilegian narrativas que valoren conceptos de reencuentro y reconciliación entre los mexicanos, como hace Juliana Faeser en este segmento bajo su dirección. Una razón de esta producción no conflictiva del pasado nacional no es solamente que en una conmemoración no se señalan, antes bien se omiten, los episodios de desencuentro y luchas internas entre los sentidos predominantes del relato nacional, sino que, en el contexto altamente polarizado de la sociedad mexicana y ante la pérdida del monopolio de la violencia del gobierno federal, la construcción del relato nacional enfatiza el valor de la concordia y la unidad frente a la serie de antagonismos que condicionan la correlación de fuerzas.
  8. Revolución e insurgencia: pero la denegación de la división interna de la nación, de la Nación barrada, no puede sostenerse por siempre. Así, los episodios de la revolución mexicana y las fuerzas insurgentes que romperían relaciones coloniales al exterior con España, son integrados en un mismo segmento. Jorge Vargas, director creativo de este episodio, presenta ambos momentos de violencia armada revolucionaria como una marcha a la que pretende enfocar como un fresco artesanal y mecánico integrado por marionetas de revolucionarios que replican la célebre imagen de los zapatistas “alzados”, de los indios que se aglutinaron en torno al Ejército Libertador del Sur. Este segmento del desfile, marcha de marionetas que, qua signo, integran las artesanías populares con las técnicas industriales escénicas, ellas mismas producto de dos temporalidad figuradas en signos de una beligerancia atenuada; este segmento, decimos, concluía con el arribo del desfile al Zócalo capitalino y el levantamiento, dentro de la principal plaza de la república mexicana, de un coloso monumental. Se trataba de una figura espectacular que pretendía condensar el sentido del desfile, él mismo alegoría pretendida de la historia nacional, y producir un efecto de reconocimiento de los mexicanos en su figura colosal. Debería ser, en palabras de su realizador, “un momento que calcina la mirada”. Y, de hecho, así fue, pues ni comentaristas ni espectadores supieron reconocer a nadie en particular en ese rostro colosal. Su efecto de metonimia fracasó entonces. Muchos especulaban si se trataba de Malverde, una figura que forma parte del panteón de los “santos” no reconocidos por la Iglesia católica pero que son deificados por el narcotráfico; otros, con más humor, sugerían que se trataba de Stalin, pues las figuras colosales y el hálito marcial de este sintagma recordaba los espectáculos de masas autoritarios del socialismo real. El director solamente sostuvo que se trataba de la estatua de un insurgente que dio a luz a la nueva nación (sin enfrentarse con nadie, parece suponerse). En todo caso, la figura falocéntrica y autoritaria falló en tanto que signo al no ser capaz de condensar metonímicamente el todo de la historia; este reconocimiento fallido o frustrado puede decirnos algo acerca del proceso de interpelación retórica de los signos alegóricos del desfile.
  9. Árbol de la vida: sobre el final, Sergio Vargas fungió como director de un espectáculo cuyo diseño escénico y argumental quedó a cargo del representativo artista mexicano Pedro Friedeberg. La puesta en escena tenía como relato la imaginería de un niño que, durmiendo, soñaba con su visión de México; visión colorida que daba lugar a una representación de la diversidad nacional sincrética en torno al árbol de la vida, que es una de las piezas artesanales más conocidas de la cultura oaxaqueña.
  10. Vuela México: Finalmente, el desfile alegórico culminaría con un show circense y acrobático a cargo de compañías de ballet aéreo, los cuales transmitirían el mensaje de que a México no le faltan alas para despegar e igualarse con las principales naciones de la modernidad tardía.

 

De forma provisional podríamos concluir que el desfile alegórico, parte fundamental de los festejos del Bicentenario de la Independencia, conecta una serie de narrativas que no siguen una línea continuista que llevaría del pasado al presente en cadena ascendente, sino que se integra de unidades de sentido que mantienen relaciones complejas entre sí pero que tienden a favorecer una temporalidad inversa: de la independencia llegamos a la celebración de muertos, y de ahí surgen los episodios de la acronía de las deidades que conectan las instituciones prehispánicas con la cultura colonial; finalmente, de la revolución llegamos a la erección falocrática de una figura masculina que condensa metonímicamente los orígenes insurgentes de la nación independizada. La trayectoria narrativa es, pues, compleja y posmoderna en ese orden sintagmático; la denominamos inversa porque obedece a una cronología no sólo multilineal sino, además, que remite lo anterior a lo posterior (sinécdoque). Otro aspecto destacable es que la narrativa del conjunto procura enfatizar la diversidad cultural de la nación dentro de una matriz coyuntural, que privilegia una visión de la historia ajena al conflicto (propiamente los conflictos y la violencia armada no son figurados, como si no hubieran sucedido) lo que acentúa la visión insitucional conservadora (ya que no figuran los conflictos ideológicos entre liberales y conservadores del siglo XIX). No obstante el carácter multicultural de los festejos los dispositivos de la representación privilegiaron la representación masculinista y soberanista de la historia nacional (el Coloso irreconocible), mientras que, por otro lado, denegaban la existencia de proyectos políticos que han roto relaciones con el Estado: así, por ejemplo, el zapatismo es figurado por marionetas que reivindican la herencia libertaria para el Estado, pero que, de forma oblicua, forcluyen la presencia del EZLN y la pugna por la autonomía de las comunidades indígenas. De este modo, el “trabajo de la representación” y la “política de los signos” (Hall, 2014) da lugar a la producción discursiva de sujetos de la nación calificados y reconocibles, disponiendo de un campo de significación excluyente estructurado en una correlación de poder conflictiva. ¿Es posible disputar esta política desde los propios dispositivos de la representación?, ¿se puede leer a contrapelo el discurso hegemónico de la nación desde su propia política del signo?

 

El mapping y la serpiente: una lectura a contrapelo de los actos de la nación

Los debates al interior de la teoría crítica parecen elegir preferentemente dos estrategias de trabajo analítico: o bien se deben escribir contrahistorias que, en su fuerza no sólo de diferencia sino de oposición, puedan disputar con la historia hegemónica de las clases dominantes, o bien es posible leer los signos políticamente contra los propios signos oficiales. Así, en la primera opción, algunos sostienen que a las conmemoraciones oficiales deben oponérseles conmemoraciones en resistencia, que rememoren y actualicen instantes de lucha popular dotándolas de nuevos significados en coyunturas específicas, como sucede con los Bicentenarios. Estas estrategias son fundamentales, aunque a menudo refuercen las narrativas dominantes al invertirlas sin modificar el marco normativo de las memorias políticas. Por otra parte, Walter Benjamin sostuvo que el análisis dialéctico de la cultura de masas no sólo debe oponerse a la política del signo hegemónica, sino que debe producir una política de la lectura que muestre la contradicción interna al propio sistema de signos dominantes (Benjamin, 2005). De esta forma, leer a contrapelo la historia no implica necesariamente producir relatos alternativos o menores (Deleuze y Guattari, 2008), sino que puede leerse un signo contra sí mismo desde su propio desempeño retórico. Un ejemplo de esto, me parece, puede encontrarse en el momento apoteósico de la ceremonia del Bicentenario en México.

Al finalizar el desfile alegórico, el público espectador se disponía a recibir la carga habitual de fuegos pirotécnicos, pero en lugar de ellos vieron cómo, sobre los muros de la Catedral metropolitana, se proyectaba un curioso show multimedia; se trataba de un mapping en donde una serpiente emplumada emergía de las profundidades del templo católico y jugueteaba a lo largo de toda su superficie. Las formas libres y los arabescos caprichosos que su imagen lúdica trazaban, generaron un conjunto de interpretaciones encontradas, muchas de ellas muy gozosas, que dieron paso a un debate informal entre los espectadores. ¿Qué estaba ocurriendo? Una serpiente emplumada jugaba en la catedral católica por antonomasia del Distrito Federal, la capital de la república mexicana. ¿Cómo descifrar ese mensaje? En principio había confusión. Sin duda, la vida social de los signos, va más allá de las intenciones de sus realizadores: tan pronto un signo circula en la vida social puede ser objeto de disputas, de apropiaciones, reapropiaciones y exapropiaciones de sentido dentro de diversas estrategias de lectura, interpretación y decodificación. El paradigma de esa proyección era elemental, pero la combinatoria daba lugar a una imprecisión semántica: se trataba de dos sistemas de signos opuestos, pues se contaba con el código prehispánico (representado metonímicamente por la serpiente emplumada) y también con el código católico (el soporte del mapping era un conjunto de signos en la superficie de la catedral). Dos sistemas de signos, dos códigos entonces, opuestos, en competencia y en contradicción entre sí por tanto.

Las lecturas apaciguadoras trataban de fijar el sentido de maneras convencionales: se trataba de mostrar el sincretismo de la nación mexicana, el mestizaje en tanto que identidad hegemónica de un México que llegaba a la mayoría de edad y reconocía también su diversidad -algo tardíamente, pero de buena fe-. Sin embargo, esta lectura queda deshabilitada, a mi juicio, por el hecho de que la serpiente emplumada, en tanto signo, nunca daba lugar a una forma que incluyera ambos códigos en un sincretismo sintético que superara las contradicciones. El jugueteo del espectro del reaparecido, ¿no podría ser leído también como el retorno de lo reprimido que danza en los signos que lo han sepultado catacréticamente en el discurso nacional? Derrida ha sostenido recientemente que el cine, en tanto que trabajo con la imagen en movimiento y la luz del proyector, es un trabajo de la espectralidad que complica las diferencias temporales: el espectro siempre comienza por retornar, nunca hubo original ni mero simulacro, no es presencia ni ausencia pura, no viene del pasado sino de lo por-venir. En ese sentido, el espectro retorna del por-venir como una promesa: no hay historia sin ese a los espectros. Y la promesa es un performativo. Me parece, por estos motivos, que es posible realizar una lectura poscolonial, si se quiere deconstructiva, de esta representación de una serpiente prehispánica que retorna para posibilitar una apertura de sentido y debates acerca del horizonte normativo de la integración de la nación barrada. De este modo, es posible leer a contrapelo las propias representaciones del Estado y su política de la significación en la medida que se trata de un proceso social, abierto a la disputa y las luchas por la significación dentro de sociedades complejas como la mexicana. Ese espectro, entonces, ¿en nombre de qué retorna? Restituye el lugar de la herida colonial como condición de enunciación y, al mismo tiempo, retorna como una oportunidad de elaboración de los sentidos de la nación. El psicoanálisis, de donde tomamos esta terminología, distingue entre el pasaje al acto y la elaboración: la elaboración permite la distancia crítica frente al evento traumático que amenaza con retornar ominosamente, y que tiene la fuerza para desestructurar al sujeto; cuando no se elabora la vivencia traumática, esta se manifiesta con toda su fuerza en un pasaje al acto que realiza compulsivamente el suceso que amenaza la estabilidad del sujeto.

No obstante, la coyuntura del debate no permanece abierta por siempre; es preciso clausurarla en ciertos momentos, sin que ello impida que pueda surgir una nueva ocasión propicia para ponerla nuevamente sobre la mesa. A menudo las ceremonias de conmemoración, en la medida en que forman parte de un régimen de verdad mostrativo y no demostrativo, tienen como objetivo instalar una verdad de manera manifiesta acerca de la historia nacional y su concentración en el aparato de Estado; pero los objetos culturales también pueden fungir, eventualmente, como síntomas y signos abiertos a su interpretación social, lo que los convierte en objetos potencialmente insubordinados que pueden habilitar lecturas críticas, deconstructivas y poscoloniales acerca de los discursos que diseminan la nación.

 

Conclusiones provisionales

En este ensayo nos hemos propuesto realizar aportes para la formación de una teoría pragmática de la nación, que analice los enunciados como actos que inducen efectos de realidad sobre las prácticas sociales de la conmemoración. Hemos identificado, en ese sentido, a los actos conmemorativos como ceremonias aletúrgicas que instauran y realizan un “régimen de veridicción” donde los enunciados y signos responden a una normatividad constitutiva de un ejercicio del poder que, a través de la mostración de la gloria, da lugar a una dramaturgia soberanista. Dicha dramaturgia selecciona versiones y relatos de la historia que presenta como la “historia real” de los sucesos nacionales, de tal modo que postula un origen y secuencias sintagmáticas que dan sentido a los eventos hasta el presente. El Estado y los gobiernos que lo administran necesitan de relatos que actualicen su vínculo con los gobernados. Así, para una teoría pragmática de la política resulta fundamental analizar las semiologías de estos actos de poder tanto como el campo conceptual de los discursos que han superado un cierto umbral epistemológico y se han constituido como teoría política. Para las dramaturgias soberanistas resultan vitales ambos sistemas de signos. Del mismo modo, hemos tratado de demostrar que las categorías del pensamiento performativo de Judith Butler pueden ser de utilidad considerable para pensar críticamente la construcción de otras identidades fundacionales del sujeto, tales como la nación y la ciudadanía. La ciudadanía y la nación son, así, performativos que realizan el cuerpo dentro de determinados límites discursivos que pueden ser negociados, aunque no siempre como los sujetos querrían. Las normas que nos habilitan también nos sujetan, coaccionan y conminan a un marco normativo en el que nuestras acciones tienen sentido pero donde también pueden incidir para transformarlo. Toda la actividad política consiste en esta transformación paulatina de los marcos ontológicos del reconocimiento.

En segundo lugar, en este texto hemos analizado una serie de actos conmemorativos que performan las identidades nacionales. Se trataron así al desfile alegórico y el mapping del Bicentenario, dos piezas, dos actos que condensaban retóricamente el sentido de los festejos de doscientos años de vida independiente. Naturalmente, sólo hemos señalado algunos aspectos destacables en los límites de este texto ya suficientemente extenso. Quisiera destacar únicamente dos de estos puntos relevantes de la analítica desarrollada aquí: en primer lugar, la tendencia a figurar la historia nacional en signos falocéntricos que destacan el masculinismo soberanista y que rebasan largamente los problemas constitutivos del conservadurismo mexicano, pues se encuentran presentes en diversas manifestaciones de la cultura popular y los feminismos mexicanos continúan enfrentando sus manifestaciones de violencia sexista; así, la marca de género nos muestra que las mujeres y la diversidad sexual continúan siendo inexistentes para los signos dominantes que figuran a la nación mexicana: México es una nación que no tiene ojos para la diversidad sexual a doscientos años de su fundación. Lo segundo, es que los signos deniegan el carácter vivo y polémico de las luchas indígenas que sostienen, por razones coyunturales y una historia que excede los límites de este ensayo, la necesidad de la autonomía y el autogobierno de sus regiones. Tal es el caso de la representación de los zapatistas en las marionetas del desfile: estos objetos, de gran calidad en la factura, deniegan la presencia y la existencia del proyecto político del EZLN en Chiapas. Al no ser figurados es como si no existieran dentro de las narrativas del Estado. De este modo, la nación soberana conjura el temor conservador (omnipresente en la historia de la sociedad política mexicana) de que reconocer la autonomía de las comunidades implica una división de la soberanía del Pueblo-Uno, al que el Estado, naturalmente, “representa”.

De este modo, la categoría de “mexicanos” no es una descripción constatativa de una serie de hechos en el mundo que dan lugar a una identidad política de un conjunto humano, sino que es, de hecho, un performativo que produce la identidad a la que luego le solicita adscribir a una población dentro de un territorio regulado normativamente. Las categorías identitarias son siempre normativas que disponen políticamente un campo de poder conformador de sujetos. Ese campo es lo que denominamos, siguiendo a Foucault, una ontología histórica: se trata de problematizar nuestro ser, de mostrar hasta qué punto lo político es constitutivo de las identidades sociales y éstas se producen mediante una serie compleja de prácticas culturales y sígnicas en las que el sentido se disputa en una arena de luchas sociales. Este carácter político de los signos, nos permite mostrar que la pregunta por la identidad no es la cuestión de saber de dónde venimos, sino en qué podemos convertirnos. Se trata de una cuestión fundamental para América Latina, pero, en particular, para México, ya que la violencia política y soberanista ha trazado el camino de crisis estructurales y complejas que sobredeterminan cualquier discusión acerca de los sentidos de lo nacional, por ejemplo. México, como decíamos más arriba, es una nación dividida y ha sido el propio poder político el que ha sumido a sociedad y administraciones en un abismo sin parangón: las organizaciones populares y las luchas sociales se enfrentan a condiciones cada vez más adversas, las cuales, a menudo, les impiden realizar los ejercicios más elementales de articulación política; por otro lado, incluso a nivel institucional México dista mucho de ser un Estado de derecho en la medida en que 1) los tribunales no son independientes del poder ejecutivo, y 2) no pueden operar con normalidad en la mayor parte de los estados de la federación; de igual modo, el asesinato creciente de periodistas y activistas muestra el nivel de deterioro de las instituciones, las cuales ejercen una política discrecional, selectiva y excluyente. Ante estas circunstancias, agudizadas con el retorno del PRI y el impulso de una serie de reformas que acaban de desmantelar la soberanía del Estado sobre los recursos naturales y destruyen los derechos de los trabajadores, la sociedad civil ha dado muestras de esfuerzos heroicos de articulación que han llevado a la administración a una crisis persistente de legitimidad ante sus gobernados. Por desgracia, es imposible saber la manera en que los sucesos se desarrollarán. Vivimos tiempos de oscuridad, pero donde hay peligro crece lo que salva. En este ensayo he tratado de aportar algunos elementos para el estudio poscolonial de las prácticas, ritos y ceremonias de producción de identidades sociales, he tratado de mostrar el potencial heurístico de categorías como fiesta para el análisis de las ceremonias públicas de producción de sentido y, finalmente, he defendido la necesidad de pensar en un cierto nivel de barroquismo de la identidad que estaría presente en toda práctica normativa por la cual se trata de regular una “identidad” que está siempre por-venir, en diferencia consigo misma. Esto abre el campo liminar del significante nación, barrado y diferido él mismo, a articulaciones políticas que también están por-venir.

 

Notas:

[1] Doctor en Filosofía por la UNAM. Ha sido profesor en el Instituto Mexicano del Psicoanálisis (IMPAC), en el Depto. de Ciencias Sociales de la Universidad del Valle México (UVM) e imparte la asignatura de “Teorías políticas contemporáneas” en la Ibero. Es autor de 32 publicaciones arbitradas y dos libros sobre Michel Foucault. Ha participado en diversos medios de comunicación por internet en España como Ágora Sol Radio, donde cubrió las movilizaciones de Kiev en 2013 junto a participantes del 15-M; en México escribe la columna El color de la tierra para Revista Hashtag y ha participado en diversos programas de opinión para Rompeviento TV y la radio ciudadana del IMER. Junto con Nadia Osornio desarrolla un proyecto curatorial y de formación artística llamado Intermedial. Es tutor del diplomado Imprescindibles de la filosofía de 17, Instituto de Estudios Críticos, donde imparte cursos en la línea de género. Realiza una estancia de investigación posdoctoral en la UAM-X. Su trabajo ha combinado la participación en movimientos sociales (#YoSoy132) con el desarrollo de la teoría crítica y los estudios culturales. Ha sido panelista en el Foro Internacional Comunidad, Cultura y Paz organizado por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y la UAEM, el II Encuentro Internacional de Experiencias de Pedagogía Crítica en América Latina y el Seminario-semillero “El pensamiento crítico frente a la Hidra capitalista” convocado por el EZLN. Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[2] La noción de lo policiaco, en este contexto, remite al trabajo teórico de Jacques Rancière en El desacuerdo (2007). Ahí, el filósofo francés distingue entre lo político y lo policiaco propiamente: lo policiaco consiste en un reparto de cuerpos, tiempos y espacios de acuerdo a funciones establecidas en una concepción funcionalista de la sociedad como un todo indiscriminado; lo político, en cambio, sucede cuando una parte de los que no tienen parte en las decisiones de la sociedad se visibiliza y condensa metonímicamente las demandas del “todo”: así, los afrodescendientes que reclaman años de invisibilización y exclusiones a los estados latinoamericanos son el demos que representa coyunturalmente al pueblo y los asuntos de lo común.

[3] Al respecto, Mario Rufer (2012: 161-186) establece una distinción fundamental entre “memorias colectivas” y “conmemoraciones estatales” que suscribo en este ensayo.

[4] No obstante, la disposición del relato puede ser multilineal y posmoderna, como veremos más adelante.

[5] Si bien la noción de representación es polémica, Stuart Hall (2014) la ha reactivado con implicaciones sugerentes para el estudio de la cultural. Hall distingue tres teorías de la representación: i) reflectiva, ii) intencional y iii) constructivista; en la i) se asume que el sentido proviene de los objetos, es la teoría referencial del lenguaje, la ii) supone que el sentido proviene de los sujetos que manipulan técnicamente los signos, finalmente la iii) –a la que adhiere críticamente Hall y se suscribe aquí- la significación es construida en el medio del lenguaje. Pese a ello, empleo la noción de representación como un signo barrado, pues sólo es utilizable si deconstruimos su pesada carga metafísica proveniente del idealismo alemán; para mí los objetos culturales y las representaciones no sólo construyen sentido, sino que performan efectos de realidad. No obstante, asumo con Hall que hay un “trabajo de la representación” que produce significación socialmente en disputas políticas.

[6] Es bien sabido que el situacionismo distinguía entre dos tipos de espectáculo: concentrado y difuso. El concentrado era parte de las sociedades burocráticas y su autoritarismo de Estado; el difuso se encontraba en las sociedades de libre mercado, aunque también en estados con estructuras de bienestar. Sólo con posterioridad a la publicación de la Sociedad del espectáculo (2009), Guy Debord llegó a la noción del espectáculo total que integraba ambos registros y era propio de la globalización de las tecnologías comunicativas. Quizá habría que revisar esas nociones, pues los espectáculos contemporáneos distan de ser reducidos a estas categorías surgidas en el contexto de los años setenta.

[7] El lector puede descargar el video en el siguiente link: http://www.bicentenario.gob.mx/index.php?option=com_content&view=section&id=22&Itemid=257

 

Bibliografía:

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Rufer, Mario, “De las carrozas a los caminantes: nación, estampa y alteridad en el bicentenario argentino”, en Nación y diferencia. Procesos de identificación y formaciones de otredad en contextos poscoloniales, ITACA, México, 2012, pp. 151-186.

 

Cómo citar este artículo:

HERNÁNDEZ, Donovan, (2017) “Actos de la nación. Conmemoración, identidad y representación: análisis del Bicentenario mexicano”, Pacarina del Sur [En línea], año 8, núm. 30, enero-marzo, 2017. Dossier 20: Herencias y exigencias. Usos de la memoria en los proyectos políticos de América Latina y el Caribe (1959-2010). La conflictiva y nunca acabada disputa por las memorias en América Latina. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1419&catid=62