Continuidad o ruptura: de dónde llegó el Papa Francisco

Continuity or rupture: where came the Pope Francisco

Continuidade ou ruptura. Onde o papa Francis chegou

José Luis González Martínez[1]

Recibido: 23-01-2016 Aprobado: 06-03-2016

 

Panorama inicial

La llegada al pontificado del papa Francisco y la responsabilidad histórica que recae sobre él, solo pueden entenderse teniendo en cuenta la trayectoria histórica  que le precede. El papa jesuita llega a su cargo tras un periodo católico de reforma y contrarreforma. La reforma la lanzó el sorprendente Juan XXIII que habiendo sido elegido,  respondiendo a una conveniencia coyuntural transitoria, para servir de puente entre Pío XII (el papa de la Segunda Guerra Mundial) y Pablo VI,  sorprendió con su audaz convocatoria del Concilio Vaticano II,  convencido de que la Iglesia necesitaba una profunda renovación. Sin embargo, el proyecto centralista,  autoritario e internamente represivo de Juan Pablo II - el papa polaco - aunque fue eficiente para marginar a gente valiosa y sanamente audaz en su iglesia,  fracasó rotundamente en sus propósitos regeneradores. Pederastia, escándalos económicos y corrupción profunda de los agentes del Vaticano campearon sin limitaciones, aunque sí con algunas insuficientes buenas apariencias.                    

Si Juan Pablo II llegó al pontificado de una gran batalla sostenida contra el comunismo polaco, hubo un antecesor suyo que llegó al mismo ministerio desde otra circunstancia crítica: Pío XII, el papa de la Segunda Guerra Mundial. A él no le tocó enfrentarse a los comunistas sino a los nazis.

Pío XII fue uno de tantos papas que, a lo largo de la historia del cristianismo,  llegaron a la cumbre de la Iglesia Católica, desde la burocracia eclesiástica; otros lo hicieron desde la política  si es que no de los campos de batalla. Un papa sin experiencia pastoral directa significaba un pastor sin contacto  con las condiciones reales de la vida de sus fieles. Toda su vida eclesiástica había pasado en la burocracia del Vaticano, siendo, en su momento, el mejor conocedor de su dinámica. La incertidumbre de Europa era tal que, antes de su coronación y como medida preventiva, redactó ante notario una carta de renuncia en el caso de que fuera hecho prisionero por los nazis.


Imagen 1. Pío XII.
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Hay razones para pensar que, si bien los ejércitos confrontados y las naciones atrapadas entre los campos de batalla  tenían los frentes definidos, el frente de batalla del papa de la Guerra era toda Europa. Posiblemente sea el personaje cuyo comportamiento y actuación hayan sido más debatidos durante la guerra y después de ella. En el caso, más álgido, del holocausto judío, los historiadores pasaron por tres etapas valorativas de su actuar claramente diferenciadas:

  1. Reconocimiento positivo de su actuación en defensa y protección de los judíos frente a los nazis (1945-1963);
  2. Condena y denigración de su posición considerada de alianza con el nazismo: idea que fue consistente desde 1963 hasta entrado el siglo XXI (Rolf Hochhuth, Daniel Goldhagen, John Cornwell y otros);
  3. Una tercera etapa, la presente, en la que historiadores de la talla de Martin GilbertRonald J. Rychlak y David Dalin vuelven a rescatar una imagen positiva del pontífice respecto al tema judío.

Las tres posiciones, a nuestro juicio, constituyen una referencia a la complejidad casi infinita  que reviste el análisis interpretativo  de aquellos hechos bélicos y de los comportamientos de sus protagonistas en ellos. Probablemente, sintiéndose parte de esa complejidad en un tema tan caliente, Einstein dejó un valioso testimonio sobre el tema, en 1940:

“Siendo un amante de la libertad, cuando llegó la revolución a Alemania miré con confianza a las universidades sabiendo que siempre se habían vanagloriado de su devoción por la causa de la verdad. Pero las universidades fueron acalladas. Entonces miré a los grandes editores de periódicos que en ardientes editoriales proclamaban su amor por la libertad. Pero también ellos, como las universidades, fueron reducidos al silencio, ahogados a la vuelta de pocas semanas. Sólo la Iglesia permaneció de pie y firme para hacer frente a las campañas de Hitler para suprimir la verdad. Antes no había sentido ningún interés personal en la Iglesia, pero ahora siento por ella un gran afecto y admiración, porque sólo la Iglesia ha tenido la valentía y la obstinación de sostener la verdad intelectual y la libertad moral. Debo confesar que lo que antes despreciaba ahora lo alabo incondicionalmente.”

Time Magazine, 23 de diciembre de 1940

 

Concilio Vaticano II: un arrebato de osadía

Aunque parezca paradójico, si nos atenemos al comportamiento de los electores de los últimos papas,  después de Pío XII, el cónclave en el que resultó elegido Juan XXIII estuvo dominado por la presencia y peso de un ausente: el arzobispo Giovani Montini, uno de los más cercanos colaboradores del papa Pío XII  quien, en 1954 lo nombró arzobispo de Milán, la diócesis más importante de Italia. Con dicho nombramiento, Montini pasó,  por derecho,  a ser secretario de la Conferencia Episcopal italiana, el cargo más distinguido e influyente. Es conocido que el arzobispo Montini rechazó varias veces el ascender a  cardenal, honor al que Pío XII quiso elevarlo en diversas ocasiones. También fue públicamente sabido, por ciertas traviesas infidencias de algunos cardenales participantes, que desde el inicio del cónclave que siguió a la muerte de Pío XII, se impuso una convicción entre los cardenales: el más idóneo para sucederle en la Sede de Pedro en aquella coyuntura de Guerra Fría, era Montini. Pero no era cardenal. Entonces, (como en el caso del papa Francisco,  según algunas filtraciones que parecen provenir de ambientes diplomáticos cercanos al caso), los electores decidieron salir del paso optando por un papa de transición (Juan XXIII) y otro de encargo (Pablo VI). Parte del mismo consenso era el encargo,  para quien resultase  elegido, de elevar inmediatamente al cardenalato al Arzobispo Montini, en vistas al siguiente pontificado que, por la edad de Juan XXIII, todo indicaba que ocurriría pronto, como efectivamente sucedió.

Antes de Juan XXIII habían ocurrido varios conatos de convocatoria de Concilio Ecuménico, pero, por falta de consenso a causa de la incertidumbre que reinaba en los tiempos de la Guerra Fría,  ninguno llegó a buen término.[1]

Dada la complejidad de la coyuntura, la circunstancia se antojaba muy compleja, tanto en lo eclesial como en lo político. Con esos antecedentes, el hecho de que, tres meses después de su elección como pontífice de transición,  Juan XXIII convocase, por decreto, a la realización del Concilio Ecuménico Vaticano II, remeciendo los cimientos de la Iglesia católica del siglo XX, desconcertando a sus cardenales electores que se sentían desbordados (si es que no estafados) y entusiasmando a muchos de sus sacerdotes y obispos que soportaban el peso de los ministerios más arduos y comprometidos.

Nadie pudo impedir el inicio de aquel  concilio sorprendente. El papa audaz que, ocasionalmente, burlaba a la Guardia Suiza encargada de custodiarlo, se empeñó en que en aquel concilio participasen activamente los mejores teólogos e intelectuales de que disponía la Iglesia Católica en el mundo. Definitivamente, quería toda la carne en el asador, y lo consiguió hasta donde la curia romana (élite política y jurídica del Vaticano), se lo permitió.

Simplemente como un ejemplo de la profundidad de estas dificultades y de la efervescencia de la coyuntura, transcribimos un párrafo fuertemente confrontador que aquel concilio aprobó al tratar de la relación de la Iglesia con las “otras culturas” y, por ende, de su vocación ecuménica.

El texto a que aludimos pertenece al Decreto Ad Gentes (que podría traducirse como “Decreto para todo el mundo” porque aunque estaba dirigido a todas la<s comunidades católicas, tenía una intención universal:

“Dichas Iglesias reciben de las costumbres y tradiciones, de la sabiduría y doctrina, de las artes e instituciones de sus pueblos, todo lo que puede servir para confesar la gloria del Creador, para ensalzar la gracia del Salvador y para ordenar debidamente la vida cristiana.

Para conseguir este propósito es necesario que en cada gran territorio socio-cultural se promueva aquella consideración teológica que someta a nueva investigación, a la luz de la tradición de la Iglesia universal, los hechos y las palabras reveladas por Dios, consignadas en la Sagrada Escritura y explicadas por los Padres y el Magisterio de la Iglesia. Así se verá más claramente por qué caminos puede llegar la fe a la inteligencia, teniendo en cuenta la filosofía o sabiduría de los pueblos y de qué forma pueden compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y orden social con la moral manifestada por la divina revelación. Con ello se abrirán los caminos para una más profunda adaptación en todo el ámbito  de la vida cristiana… (y) se acomodará la vida cristiana a la índole y al carácter de cada cultura y se incorporarán a la unidad católica las tradiciones particulares con las condiciones propias de cada familia de pueblos, ilustradas con la luz del Evangelio.

Es por tanto de desear, más todavía, es de todo punto conveniente que las Conferencias episcopales se unan entre si dentro de los límites de cada uno de los grandes territorios socio-culturales, de suerte  que puedan conseguir, de común acuerdo, este objetivo de la adaptación”. [1]

Tal audacia se antojaba escandalosa para los más timoratos, pero el párrafo fue motivo de fiesta para los antropólogos y teólogos abiertos a la idea de que el pluralismo cultural debía ser también pluralismo religioso. Aquella ventana abierta, a pesar de ciertas mezquindades que perduraron, nunca se pudo cerrar del todo, aunque no faltaron intentos. Se debe señalar que lo que tuvo de audacia esta declaración, nunca fue asumido por los colaboradores cercanos de Juan Pablo II como programa de acción a fondo. Su teología preconciliar bloqueó lo que aquella declaración tenía de antropología  acertada. Sin embargo, más por audaces iniciativas locales que por impulso central, se abrieron espacios  que se tradujeron en acogida parcial de las infinitas identidades que integran el ámbito popular católico.

A nuestro juicio, el texto  contiene la apertura más antropológica y universal de un documento pontificio.

Se debe tener en cuenta que el catolicismo venía de muchos siglos en los que la institución se caracterizó por tres rasgos fundamentales: a.- Absolutismo teológico; b.-Dogmatismo moral y c.- Imperialismo papal. Cuando Juan XXIII convocó al concilio, los tres ámbitos eran parte esencial de todo aquello que, según el propio papa, olía a viejo y disfuncional.

Quizás Juan XXIII tuvo la corazonada de una iglesia nueva,  mucho más libre de sus tradiciones desfasadas y mucho más cerca de la vida y problemas palpitantes de la humanidad de la guerra fría. Pero aquellas aparentes veleidades  tuvieron que esperar hasta las intuiciones del papa Francisco.


Imagen 2. Juan XXIII
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A la muerte del “papa bueno”,  Pablo VI fue quien heredó el concilio sin habérselo propuesto. Tal como había sido planeado,  después del corto pontificado de Juan XXIII,  Giovanni Montini, tras ser promovido al cardenalato como se había acordado, fue el siguiente pontífice con el nombre de Pablo VI (de 21/6/1963 a 6/9/1978).

De inicio, aquel papa no solo se mostró dispuesto a continuar  el concilio en la ruta trazada, sino a impulsarlo en temas audaces que parecían próximos a ser olvidados. Todo indicaba que “el nuevo papa quería apoyar la tendencia aperturista que se había ido consolidando desde la primera sesión. Su discurso de apertura confirmó su deseo de que el Vaticano II “tendiera un puente entre la Iglesia y el mundo contemporáneo”. [1] El tema de la colegialidad episcopal (el colectivo de los obispos como autoridad máxima) apuntaba hacia reformas medulares sobre el ejercicio de la autoridad en la Iglesia. (Ibid. 561).

Sin embargo, un obstáculo inesperado se cruzó en ese camino. Fue el fundamentalismo de  Karol Wojtyla.  Se puede decir que este obispo polaco tomó posesión del gobierno de la Iglesia, a través de la enorme influencia que vino a tener sobre el anciano y enfermo pontífice, como su director espiritual.

En los últimos años del pontificado de Pablo VI, la cercanía e influencia de Karol Wojtyla sobre el papa fueron crecientes y visibles. Fue en 1967 cuando el papa entregó el capelo cardenalicio al Arzobispo de Cracovia que ya venía quitando el sueño a las autoridades polacas.[1] Pablo VI lo llenó de cargos importantes además de consultor para el concilio del laicado. Como fue frecuente repetidas veces, este comportamiento de un papa respecto a uno de sus cardenales, equivalía a una designación simulada de su sucesor. Sin embargo el indicio más fuerte de la gran influencia de Wojtyla sobre el papa, quedó  manifiesto durante los trabajos y desenlace de la Comisión Pontificia sobre el Control de la Natalidad:

“El 18 de julio de 1966, tras siete años de estudio, la comisión del papa Pablo VI encargada de este tema pasó un informe aprobado por la mayoría de miembros en donde se decía que la oposición de la Iglesia a la anticoncepción  “no podía seguir manteniéndose como un argumento válido” y que la práctica del control artificial de la natalidad no era intrínsecamente mala”. Nueve obispos votaron a favor del informe, tres en contra y tres se abstuvieron. Wojtyla era miembro de esta comisión y, aunque no estuvo presente el día de la votación, se había pronunciado enérgicamente contra cualquier cambio en la doctrina de la Iglesia en cuanto al control de la natalidad” (Bernstein-Politi 1996:128).

El poder que ostentaba por su particular influencia en la persona del papa, fue decisivo. Su opinión minoritaria de oposición ética a cualquier forma de práctica anticonceptiva, prevaleció sobre el pensar de la mayoría de los expertos convocados que habían estudiado el caso por siete años. Tal es la norma vigente en la Iglesia que hoy gobierna el papa Francisco aunque ese capítulo no está cerrado.

En realidad, con estos indicios, nada tuvo de extraño que Juan Pablo II al ser elegido papa, sintiese que había recibido la misión de salvar a la Iglesia Católica de sus múltiples desviaciones liberales y libertinas que, desde su peculiar observación polaca,  el percibía. Para eso, en primera instancia, muy consciente de la osada aura de infalibilidad papal que se había definido como dogma (Vaticano I. 1870),  depura la composición de alta jerarquía de cardenales, obispos y teólogos. Se puede decir que, formalmente, no excomulga a nadie, pero margina a los mejores y entrega las principales responsabilidades a los nuevos cuadros conservadores promovidos en función de su peculiar proyecto eclesiástico.


Imagen 3. Juan Pablo II
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En muchos aspectos,  los 27 años de pontificado de Juan Pablo II fueron un periodo triunfalista restaurador, firme, (contagiado por el mesianismo polaco triunfante del comunismo) y autoritario. Ciertamente, dejando de lado su capacidad histriónica en su relación con las masas que encontraba en sus viajes,  su pontificado puede calificarse como un periodo de emotividad represora. La emotividad la gozaban las masas que enardecía a su paso por las calles. Mientras la salud le acompañó, sin duda era un papa alegre y cariñoso,  de muchas tablas que sabía utilizar para inspirar buenas motivaciones y rumbos, según los nobles objetivos que perseguía. Con todo, al morir dejó un gran enigma: ¿cómo es posible que después de 27 años de pontificado, la jerarquía que él había reconfigurado tan cuidadosamente, se viese en la necesidad de elegir consecutivamente, dos papas de transición? (Benedicto y Francisco). Es probable que en esta pregunta se esconda, además de tensiones internas no superadas,  una buena parte de los desafíos que el papa Francisco está enfrentando. Tal parece que Juan Pablo II se fue, olvidando dejar la clave para solucionar  los graves asuntos pendientes que dejaba tras él.

De esa pesada herencia, llegó el papa Francisco.

 

Las cuentas por saldar

Más allá del carisma personal de Juan Pablo II, al margen del fervor de las multitudes que apreciaban su simpatía y el buen manejo de sus escenarios de comunicación, al papa le llegaron múltiples reclamos que pedían otro rumbo para su iglesia. Pero, dotado de la infalibilidad de que se sentía revestido y arropado por los asesores de que supo rodearse,  no los asumió. Lo dicho, en nada desmerece la heroica defensa que sostuvo  de su natal Polonia frente al comunismo instalado y su apoyo a la resistencia obrera. Tampoco está en tela de juicio la caridad cristiana con que trató y perdonó al que atentó contra su vida. Sin embargo sobre el gobierno de la iglesia, sentía que poseía toda la verdad. Tras su muerte, Juan Pablo II dejó no pocos enigmas: ¿Cómo, por ejemplo,  un papa tan cerrado y rígido respecto a control de la natalidad, divorcio y sexualidad, temas  que afectaban a muchas familias,  conseguía convocar a dos millones de jóvenes en torno a la Torre Eiffel, en una de sus ocho visitas a Francia? Probablemente, las respuestas deban buscarse en la disociación que experimentaban los comportamientos  cotidianos respecto a los criterios éticos con que administraba la iglesia frente a un nuevo estilo de feligresía emergente.  El otro enigma que ronda la personalidad de Juan Pablo II y que refleja otra dimensión  del pontificado del papa polaco, es su protección tenaz del pederasta Marcial Maciel a quien su sucesor Benedicto XVI, retiró del ministerio sacerdotal tan pronto como fue elegido, reflejando, sin duda, la discrepancia mayor entre los dos pontífices.  Todo indica que, aunque había llegado tarde para definirla como dogma, él sí creía ciegamente en su infalibilidad. En consecuencia, para poder entender las señales que Francisco va dejando en el camino de su pontificado, se hace indispensable conocer los proyectos alternativos y críticos que acompañaron su andadura pontificia. No pocos  pensadores (obispos, cardenales y teólogos) mostraron  debidamente tener una idea cabal de los caminos de los que llegó Francisco al pontificado: los pontificados de sus antecesores inmediatos,  Juan Pablo II y Benedicto XVI estuvieron lejos de ser silenciosos.  Desde el interior de una iglesia que demandaba mucho más que disciplina y visitas apoteósicas,  se formularon quejas y demandas de reformas profundas. Este lenguaje crítico-constructivo tuvo dos principales rutas bien diferenciadas: la voz y los gestos del pueblo católico y las demandas de intelectuales laicos y eclesiásticos.

Desde las voces de los pueblos indígenas, campesinos y obreros se demandaba, no más teología sino una iglesia más cercana y comprometida con la vida y la cultura de los pueblos; es decir; con su vida y sus luchas cotidianas. Es célebre la queja del líder guaraní Marcial Tupa ante Juan Pablo II (Manaus, 1980), poco antes de que fuera asesinado:

“Somos una nación subyugada por poderosos, una nación expoliada, una nación que está muriendo poco a poco, sin encontrar un camino, porque los que nos han quitado este suelo no tienen condiciones para nuestra supervivencia, Santo Padre. Nuestras tierras son ocupadas, nuestros territorios disminuidos, ya no tenemos posibilidad de sobrevivir. Considere Vuestra Santidad nuestra miseria, nuestra tristeza por la muerte de nuestros líderes fríamente asesinados por los que nos quitan nuestro suelo, aquello que para nosotros representa nuestra propia  vida y nuestra supervivencia en ese gran Brasil que se llama un país cristiano”.


Imagen 4. www.conciliovaticanosecondo.it

A juzgar por el decir de muchos teólogos que participaron en el Concilio, hacía siglos que la ética social cristiana se había escapado de los libros de muchos teólogos, de las capillas de los monasterios y del vaticano. El suelo de los indios,  otros lo habían expropiado. Las esperanzas de una iglesia comprometida con los sectores sociales más pobres que resonaron en las aulas del Concilio Vaticano II, al poco tiempo de concluirse, fueron arrinconadas y el clero comprometido con ellas, fue marginado o suspendido. Pero no todo.

 

La demanda de dos expertos

El Concilio Vaticano II entre las expectativas y la desilusión

Juan XXIII supo sorprender con la convocatoria del Concilio Vaticano II (1959-1965) orientado,  decididamente, a la renovación de la Iglesia, tras dos mil años de historia y mil vicisitudes. Su futuro y su función estaban en juego. Así lo entendió ese papa anciano, aunque lúcido, que sorprendió a todos aquellos que lo habían elegido como mero trámite. Aquel hombre tranquilo y bonachón, puso de cabeza a la vieja Iglesia Cristiana que, mayormente, caminaba por inercia. Si sorprendió mucho su convocatoria inesperada, más lo hizo el selecto grupo de invitados a participar en los trabajos requeridos. Eran las personas más capaces del momento quienes tendrían que trabajar, codo a codo con los funcionarios celosos de la conservación de unas  tradiciones que, para la mayoría de ellos eran intocables. Se comprende que, en tal contexto temático que estaba en juego, la confrontación entre conservadores  e innovadores fuese ríspida. Sin embargo, la necesidad de cambios y adecuaciones importantes era urgente. La Iglesia Católica perdía vigor y funcionalidad. Los resultados finales, aunque meritorios en algunos aspectos, fueron decepcionantes e insuficientes para muchos. Es sabido que a la muerte del Papa Juan XXIII, su sucesor Pablo VI,  aunque inició su pontificado con bríos, tanto por su enfermedad como por la influencia que ejercía sobre él Karol Wojtyla, el impulso de las reformas del Concilio quedó abatido. Juan Pablo II  resultó ser el administrador de las ilusiones del concilio. Acto seguido, las mejores cabezas que habían tenido participaciones destacadas en él, quedaron marginadas. Se iniciaba la etapa autoritaria y represiva del papa Juan Pablo II en la que la Iglesia Católica perdió a muchos de sus mejores cuadros.

A pesar de todo, las demandas de reformas pendientes y postergadas seguían vigentes. Como muestra de este tono reprimido pero no apagado, pasaremos revista a los documentos que dos importantes personajes enviaron al Papa en tal coyuntura de repliegue.

 

Reclamo de un jesuita egipcio

Curiosamente, en su pontificado y antes de la elección del papa Francisco, hubo un jesuita egipcio, de respeto  incuestionable y destacado tanto en lo eclesiástico como  en lo intelectual - Henri Boulad - que respetuosa y firmemente le lanzó un serio desafío crítico al papa Juan Pablo II.  Era el 31 de enero del 2001.

En su carta, con una franqueza y una urgencia que admiran,  le decía a Juan Pablo II,  como preámbulo: “Santo Padre: “Le agradeceré también sepa disculpar el tono alarmista de esta carta, pues creo que "son menos cinco" y que la situación no puede esperar más”.

Dicho lo cual, el anciano jesuita señalaba al papa  los siguientes síntomas que demandaban cambios urgentes:

  1. La práctica religiosa católica está en constante declive.
  2. Seminarios y noviciados se vacían al mismo ritmo, y las vocaciones caen en picada. Cada vez más parroquias europeas están a cargo de sacerdotes de Asia o de África.
  3. Muchos sacerdotes abandonan el sacerdocio
  4. La Iglesia católica, que ha sido la gran educadora de Europa durante siglos, parece olvidar que esta Europa ha llegado a la madurez. Nuestra Europa adulta no quiere ser tratada como menor de edad.
  5. El diálogo con las demás iglesias y religiones está en preocupante retroceso hoy.
  6. La Modernidad es irreversible. El Concilio Vaticano II intentó recuperar cuatro siglos de retraso, pero se tiene la impresión de que la Iglesia está cerrando lentamente las puertas que se abrieron entonces, y tentada de volverse hacia Trento y Vaticano I, más que hacia Vaticano III.

Después de este valiente diagnóstico, el religioso jesuita egipcio se atreve a lanzar un desafío valiente:

 

Es indispensable una triple reforma:

  1. Desde una mirada retrospectiva, aparece como urgente repensar la fe y reformularla de modo coherente para nuestros contemporáneos. Una fe que ya no significa nada, que no da sentido a la existencia, no es más que un adorno, una superestructura inútil que cae por sí misma. Es el caso actual.
  2. Una reforma pastoral para repensar de cabo a rabo las estructuras heredadas del pasado.
  3. Una reforma espiritual para revitalizar la mística y repensar los sacramentos con vistas a darles una dimensión existencial, al articularlos con la vida real.


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Y concluía el jesuita en estos términos: “Tendría mucho que decir sobre esto. La Iglesia de hoy es demasiado formalista. Se tiene la impresión de que la institución asfixia el carisma y que lo que finalmente cuenta es una estabilidad puramente exterior, una honestidad superficial, cierta fachada.

 

B.- Hans  Kung (15/04/2010)  y  el reclamo de un asesor del concilio

 El teólogo alemán Hans Küng (curiosamente compañero de aula universitaria con el papa Benedicto XVI),  evaluando los primeros cinco años del pontificado de Benediccto XVI, lo califica como   como el de las oportunidades perdidas.

Kung, acorde con su talante social y teológico, no dirige su carta al papa, sino a   los “obispos del mundo”,  evocando la administración colegiada de la Iglesia Católica que se puso sobre el tapete durante el concilio, gozando de grandes apoyos y simpatías.  En esa perspectiva, expresa:

  • El Papa ha perdido la ocasión de lograr los grandes desafíos de la Iglesia.
  • No ha pedido perdón por los abusos ni ha logrado acercarse a los judíos.
  • En vista de tantas irregularidades, el silencio os hace cómplices (les dice a los obispos a los que les dirige su texto).

 

En un testimonio de excepcional fuerza, manifiesta:

“Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, y yo fuimos entre 1962 1965 los dos teólogos más jóvenes del concilio. Ahora, ambos somos los más ancianos y los únicos que siguen plenamente en activo. Yo siempre he entendido también mi labor teológica como un servicio a la Iglesia. Por eso, preocupado por esta nuestra Iglesia, sumida en la crisis de confianza más profunda desde la Reforma, os dirijo una carta abierta en el quinto aniversario del acceso al pontificado de Benedicto XVI. No tengo otra posibilidad de llegar a vosotros”.

 

Pero en lo tocante a los grandes desafíos de nuestro tiempo, añade el teólogo (refiriéndose a Benedicto XVI), su pontificado se presenta cada vez más como el de las oportunidades desperdiciadas, no como el de las ocasiones aprovechadas. Textualmente:

  1. Se ha desperdiciado la oportunidad de un entendimiento perdurable con los judíos: el Papa reintroduce la plegaria preconciliar y despectiva en la que se pide “por la iluminación de los judíos”.
  2. Se ha menospreciado la oportunidad de un diálogo en confianza con los musulmanes; es sintomático el discurso de Benedicto XVI en Ratisbona, en el que, mal aconsejado, caricaturizó al islam como la religión de la violencia y la inhumanidad, atrayéndose así la duradera desconfianza de los musulmanes.

 

Se perdió la oportunidad de la reconciliación con los pueblos nativos colonizados de Latinoamérica: el Papa afirma con toda seriedad que estos ¡"anhelaban" la religión de sus conquistadores europeos!

  1. No se está valorando la exigencia y oportunidad de ayudar a los pueblos africanos en la lucha contra la superpoblación, aprobando los métodos anticonceptivos, y en la lucha contra el sida, admitiendo el uso de preservativos,
  2. Se ha subvalorado la oportunidad de concluir la paz con las ciencias modernas: reconociendo inequívocamente la teoría de la evolución y aprobando de forma diferenciada nuevos ámbitos de investigación, como el de las células madre.
  3. Se ha desperdiciado la oportunidad de que también el Vaticano haga, finalmente, del espíritu del Concilio Vaticano II la brújula de la Iglesia católica, impulsando sus reformas. Y ahora, a las muchas tendencias de crisis todavía se añaden escándalos que claman al cielo: sobre todo el abuso de miles de niños y jóvenes por clérigos -en Estados Unidos, Irlanda, Alemania y otros países- ligado todo ello a una crisis de liderazgo y confianza sin precedentes. No puede silenciarse que el sistema de ocultamiento puesto en vigor en todo el mundo ante los delitos sexuales de los clérigos fue dirigido por la Congregación para la Fe romana del cardenal Ratzinger (1981-2005), en la que ya bajo Juan Pablo II se recopilaron los casos bajo el más estricto secreto.


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Finalmente, sólo querría plantearos seis propuestas que, es mi convicción, serán respaldadas por millones de católicos que carecen de voz.

  1. No callar: en vista de tantas y tan graves irregularidades, el silencio os hace cómplices. ¡ No enviéis a Roma declaraciones de sumisión, sino demandas de reforma!
  2. Acometer reformas: en la Iglesia y en el episcopado son muchos los que se quejan de Roma, sin que ellos mismos hagan algo.
  3. Actuar colegiadamente: tras un vivo debate y contra la sostenida oposición de la curia, el concilio decretó la colegialidad del Papa y los obispos. Por tanto, no deberíais, estimados obispos, actuar solo como individuos, sino en comunidad con los demás obispos, con los sacerdotes y con el pueblo de la Iglesia, hombres y mujeres.

 

La apelación que os dirijo en vista de esta Iglesia en crisis, estimados obispos, es que pongáis en la balanza la autoridad episcopal, revalorizada por el concilio. En esta situación de necesidad, los ojos del mundo están puestos en vosotros.

 

Conclusiones

  1. Este es el camino recorrido por Francisco. Por él, sin pretenderlo, la crisis de la iglesia lo llevó al pontificado. La referencia a esta ruta es indispensable para poder entender el ángulo desde el que el papa vive su misión, enfrenta los desafíos pendientes y sorprende a muchos.
  2. Tal parece que la iglesia católica de hoy, no es sostenida de manera preponderante por su jerarquía sino por el pueblo. Se puede decir que el catolicismo cotidiano de hoy, no es catolicismo jerárquico; se trata, esencial y dinámicamente,  de un catolicismo popular que da sentido a la vida cotidiana, más allá de la formalidad de los dogmas y los decretos.
  3. El camino esbozado recoge las búsquedas y las tensiones por donde llegó la Iglesia Católica a nuestros días, no sin sobresaltos. Desde el final del Concilio Vaticano II,  hasta la llegada de Francisco, podría decirse que lo que quedaba de  salud,  fortaleza  y  prestigio del catolicismo actual,  descansaba más en el pueblo con sus tradiciones, que en el Vaticano con su fortaleza fingida y sus escándalos.
  4. Entre las más recientes señales que ha dejado ver Francisco en torno a la regeneración que él persigue, han sido su visita a Sudamérica (Ecuador, Bolivia y Paraguay) y su densa encíclica “Laudato Si” (18-6-2015). Por el contenido de ambos episodios, tal parece que el uno como testimonio y el otro como documento doctrinal, están marcando ya nuevas señales de ruta. Aunque es pronto para poder confirmarlo, tal parece que uno de los rasgos esenciales de la nueva pastoral pontificia será su opción ecuménica por la ecología,  la vida total y la humanidad, en nombre de Dios.
  5. Sin lugar a dudas, de este camino que nos llega desde de la ruta que viene de Pío XII, el papa de la Segunda Guerra Mundial, a Benedicto XVI, el papa que excomulgó a Marcial Maciel, deberá desprenderse el sentido y las razones que inspiraron a muchas  de las iniciativas más destacadas con que ya nos está sorprendiendo el papa Francisco.  Todos estos elementos, probablemente incidirán en una profunda transformación interna de la que hoy conocemos como Iglesia Católica y religión.  Porque de ese camino llega el papa Francisco. Su alcance, todavía es un enigma,  no obstante las expectativas que genera:

En el “Foro Internacional  por la emancipación y la igualdad” que tuvo lugar en Argentina (14-III-2015, Buenos Aires), y al que, entre otros, asistieron, los sociólogos    Gianni Vattimo y Leonardo Boff en la mesa "Tradiciones emancipatorias", Vattimo, en su intervención de entrada señaló:

No es tan inverosímil pensar en el argentino Jorge Mario Bergoglio como”la única figura que puede constituir el eje  alrededor del cual se conectan las fuerzas que luchan contra la deshumanización del capitalismo salvaje”. (Manuel Alfieri, periodista),

En este recorrido, hay algo que se impone: Un especie de ecumenismo total parece asediarnos. La elección de un papa, como es sabido,  tiene consecuencias profundas sobre la comunidad  católica  mundial.  No es un asunto ligero. No se trata tan solo de la  trayectoria de una institución, sino sobre todo, del impacto a corto y mediano plazo,  sobre el pensamiento  y  la acción de un segmento significativo de la sociedad mundial.   El momento en que el papa Francisco asume el gobierno de la comunidad católica, tiene un significado coyuntural del todo especial.  La imagen de una Iglesia Católica anclada en sus normas y cerrada al cambio, ya pasó.  Es la situación actual del mundo la que ya no permite el anquilosamiento sobre enfoques y comportamientos  caducos y asfixiantes.  Los actuales,  no son tiempos de inercias.  El Medio Oriente, Africa  y Europa están conociendo que los tiempos que  corren  no son de un devenir sosegado que,   por si mismo, pondrá orden y levantará las esperanzas. La paciencia resignada es insuficiente.  Vivimos tiempos de impaciencias  urgentes. La apacible Europa vive amenazas inéditas que socaban sus cimientos.

En esta coyuntura llega el papa Francisco y en ella  visita a México. Su talante mostrado,  no fue el de un revolucionario hacia fuera y menos, el de un represor con programa escondido de cambiar el mundo.  Todo indica que su gran preocupación  y no poca tarea, es el cambio de la propia Iglesia y comprometerla en el cambio del mundo y la convivencia humana.  Tal parece que la actitud con la cual el papa Francisco pasó por México y, en general por Sudamérica en sus viajes anteriores,  fue más de un pastor que el de un reformador. Los cambios no emanarán de sus decretos sino de sus provocaciones hacia la vida y la justicia. En tal coyuntura, las religiones no pueden soslayar  los requerimientos que pesan sobre la trilogía esencial de sus ministerios: tierra, convivencia y equidad. Tal parece que alcanzamos tiempos nuevos de exigencias inesperadas.

En síntesis, a su paso por México, deja un mensaje profundo no de imposiciones normativas, sino de la necesidad de compromiso con la vida misma y la naturaleza.  Es en ese vértice donde él hace confluir la crítica a una economía desbocada, tal como lo ha reiterado en repetidas ocasiones. En esta perspectiva, la visita del papa a México es mucho más que cortesía; se trata, más bien de una legítima provocación a la reivindicación de deberes esenciales y reivindicaciones pendientes.  Francisco no parece haber elegido la ruta mexicana como mera cortesía, sino como plataforma de una sociedad católica hacia la cual, por su trayectoria histórica, existen fundadas razones para poder exigir demandas pendientes que todavía están lejos de plasmarse en realidades tangibles. Al presente, la situación socioeconómica de México está demandando,  mucho más que peregrinaciones, innovaciones medulares que apuntan hacia dimensiones profundas de rescate de la tierra y esencia de la vida en convivencia. . El papa Francisco deja en México una propuesta de ecumenismo integral en el que confluyen religión, tierra, convivencia social y justicia. 

 

Notas:

[1] Antropólogo Social. Instituto Nacional de Antropología e Historia.

 

Cómo citar este artículo:

GONZÁLEZ MARTÍNEZ, José Luis , (2016) “Continuidad o ruptura: de dónde llegó el Papa Francisco”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 27, abril-junio, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

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