Temas para una revisión crítica de la intelectualidad latinoamericana contemporánea

Subjects for a critical review of contemporary Latin American intellectuality

Temas para uma revisão crítica da intelectualidade contemporânea latino-americana

Lautaro Rivara[1]

 

Lo que es “política” para la clase productiva se convierte en “racionalidad”
para las clases intelectuales. Lo extraño es que haya marxistas
que consideran superior a la “racionalidad” a la política.
Antonio Gramsci

 

Antropológica, política y utópica: la concepción intelectual de Antonio Gramsci

Antonio Gramsci (1891-1937), marxista italiano, oriundo de la isla de Cerdeña para ser más precisos, fue parte de la constelación histórica de la Italia campesina, periférica y meridional de su época. En tanto dirigente político, periodista, intelectual y organizador, se convirtió no solo en un imprescindible teórico clásico para pensar a las categorías intelectuales de su tiempo, sino que su contribución resulta inestimable para reflexionar sobre ellas en lo que va de este vertiginoso siglo latinoamericano y caribeño. En tanto marxista y filósofo de la praxis, Gramsci parte de pensar la vinculación orgánica de estas categorías con las clases productivas, es decir, con las clases fundamentales del sistema capitalista. Para nosotros su concepción resulta matriz. De ella partimos, y ella marca nuestras coordenadas fundamentales, aunque pretendemos actualizar y trascender su propio marco categorial, o al menos ejercer lo que el marxista peruano José Carlos Mariátegui llamaría un ejercicio de “traducción” (Mazzeo, 2013). Ya otros autores, en algunos textos clásicos como los de Aricó (1998) o Portantiero (1983), han reflexionado extensamente sobre la versatilidad y la pertinencia de la filosofía de la praxis para pensar nuestra especificidad nacional y continental, por lo que a ellos nos remitimos.

Partimos de identificar tres concepciones de lo intelectual en Gramsci, que se despliegan orgánica y conflictivamente. La primera de ellas, la más abarcativa, es de tipo antropológica, dado que lo intelectual, entendido como capacidad más que como función, aparece como una característica humana, considerando que “humano” no viene a significar “natural” ni “biológico”, sino que refiere a una corporalidad pensante, a una biología socializada, a una humanidad siempre indefectiblemente socio-histórica. En este sentido, todo ser humano es un intelectual, sin importar el nivel de bestialización a que sea sometido por las reglas de la producción capitalista, o por sistemas de dominación precedentes o asociados. El tristemente célebre “gorila amaestrado” del que hablaba el organizador “racional” del trabajo Frederick Taylor para referirse al obrero ideal, fuerza bruta, puro músculo despojado de cerebro, es una utopía reaccionaria no muy alejada de las “robinsonadas” de los teóricos clásicos del liberalismo económico. Existente, por tanto, tan sólo en las mentes febriles de los teóricos del status quo. En palabras de Gramsci:

Cuando se distingue entre intelectuales y no-intelectuales, en realidad se hace referencia sólo a la inmediata función social de la categoría profesional de los intelectuales, vale decir, se tiene en cuenta la dirección en que gravita el peso mayor de la actividad específica profesional, si en la elaboración intelectual o en el esfuerzo muscular-nervioso. Eso significa que, si se puede hablar de intelectuales, no se puede hablar de no-intelectuales, porque no-intelectuales no existen (1981: 29).

 

La segunda concepción de lo intelectual que encontramos en el filósofo sardo, entendida ésta vez como función y no como cualidad, es eminentemente sociológica y política, tal como queda plasmado en la “primera cuestión” planteada al respecto: “¿son los intelectuales un grupo social autónomo, o bien cada grupo social tiene su propia categoría de intelectuales?” (1981: 49). Las respuestas son dos: 1) Efectivamente, “cada grupo social, al nacer sobre la base original de una función esencial en el mundo de la producción económica, crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o más capas de intelectuales” (1981: 49), dando lugar así a los llamados “intelectuales orgánicos”. Pero, a su vez, 2) dado que una sociedad es una entidad en permanente desenvolvimiento, encontramos también categorías intelectuales preexistentes originarias de otros ciclos históricos, que Gramsci llamó “intelectuales tradicionales”, entre los que va a destacar como ejemplo más diáfano al grupo de los eclesiásticos. Esta categoría intelectual, como otras remanentes no ligadas productivamente a las clases sociales fundamentales, tenderán a insertarse orgánicamente en los agrupamientos de algunas de ellas, más aún en los momentos de agudización de la lucha de clases, llegando incluso a fracturar solidaridades corporativas preexistentes. Al respecto es interesante seguir la trayectoria del bajo clero de la iglesia católica latinoamericana a lo largo del proceso de radicalización de las décadas del ´60 y ´70, e incluso de la década del ´80 al menos para el caso de América Central y el Caribe. 

Cabe mencionar que esta distinción gramsciana entre intelectuales tradicionales y orgánicos resulta ininteligible sin comprender la fractura de la Italia de su época entre el norte industrial y el sur agrario y campesino, zonas de desarrollo desigual y combinado que el filósofo sardo tematizara como la “cuestión meridional” en estudios precursores de lo que diferentes teóricos latinoamericanos como Pablo González Casanova, Rodolfo Stavenhagen, Silvia Rivera Cusicanqui y Walter Mignolo llaman “colonialismo interno”. Así, las diferentes categorías intelectuales parten no sólo de una especificidad histórica, sino que se ligan a las asimetrías socio-regionales connaturales al desarrollo de formaciones sociales-nacionales capitalistas o tendencialmente capitalistas.

En toda esta concepción gramsciana se destacan dos cualidades que van a convertirse en sinónimos de lo intelectual: la cualidad de organizador y la de educador. Es decir que un intelectual no es sólo un elaborador de símbolos, ideas y otras abstracciones, sino que el intelectual cubre (o debe cubrir) el conjunto del proceso intelectivo, que es siempre teórico y práctico, es decir, práxico. En otras palabras, el intelectual debe generar, deducir, sintetizar o significar ideas y símbolos, pero también debe elaborar sus mediaciones con la realidad concreta. Un intelectual, individual o colectivo, no puede limitarse a ser una formulador, sino que debe dotar a su praxis de un carácter organizador y pedagógico. A contrapelo de quiénes han pretendido ver un Gramsci superestructuralista y culturalista, su filosofía de la praxis se ubica con claridad en el andarivel de las reflexiones clásicas del marxismo, desde los aportes de “La ideología alemana” de Marx y Engels hasta el Mao Tse Tung de las “Cinco tesis filosóficas”: “Una vez dominadas por las masas, las ideas correctas características de la clase avanzada se convertirán en una fuerza material para transformar la sociedad y el mundo” (Tse Tung, 1968). La primacía, por tanto, está puesta en las correlaciones de fuerza, y la organización será siempre una de sus más importantes determinaciones. Como afirmó el filósofo francés Michel Foucault, tantas veces deudor de Gramsci: “Creo que no hay que referirse al gran modelo de la lengua y de los signos, sino al de la guerra y de la batalla. La historicidad que nos anima y nos determina es belicosa; no es habladora. Relación de poder, no relación de sentido” (1992: 180). Por eso es que el objetivo del intelectual orgánico es promover nuevas relaciones de fuerza más favorables a las clases subalternas. Es el sentido el que constituye un episodio de las relaciones de fuerza, y no la fuerza la que constituye un episodio de las relaciones de sentido. Es precisamente esta centralidad de las relaciones de fuerza, este carácter belicoso de la realidad, lo que llevará a Gramsci a optar por el uso de metáforas bélicas para definir las coordenadas de la lucha política en diversos contextos y latitudes: guerra de movimientos, guerra de posiciones, guerra de asedio, guerra subterránea, etc. Aunque no dejará de señalar la salvedad de que “la experiencia de guerra sólo puede dar un estímulo, no un modelo” (1981: 134).

Entonces, podemos decir que no alcanza con la capacidad interpretativa del intelectual, dado que la transformación no se dará por el desplazamiento de viejas ideas por nuevas ideas, sino por la confrontación decisiva entre fuerzas materiales o entre ideas que se han materializado en su irrigación capilar entre las masas. El horizonte, por tanto, es la construcción de hegemonía, o su correlato, la contrahegemonía. “Los intelectuales tienen una función en la 'hegemonía' que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad y en el 'dominio' sobre ella que se encarna en el Estado, y esta función es precisamente organizativa o conectiva: los intelectuales tienen la función de organizar la hegemonía social de un grupo y su domino estatal” (1981: 49). Nuevamente debemos sustraer el concepto de hegemonía de su captura culturalista. La hegemonía no es la primacía de ciertas ideas que se imponen en una colisión metafísica por su carácter abstractamente superior. La hegemonía, nuevamente, refiere a la imposición de relaciones de fuerza, que implican simultáneamente elementos coactivos y consensuales, tal como fuera analizado por Gramsci para el caso del momento jacobino de la Revolución Francesa. “El ejercicio 'normal' de la hegemonía en el terreno que ya se ha hecho clásico del régimen parlamentario, está caracterizado por una combinación de la fuerza y del consenso que se equilibran” (1981: 48).

Ya distintos autores han señalado con sobradas razones los vínculos históricos y la confluencia espontánea entre el marxismo de Antonio Gramsci y el de José Carlos Mariátegui (por ejemplo, Beigel, 2005). Por eso, pese a que al momento de conocerse ambos filósofos el primero aún no otorgaba a la reflexión sobre el hecho intelectual la importancia que tendría en sus indagaciones ulteriores, no debe sorprendernos hallar una afirmación tan afín a la suya en el Mariátegui de “Aniversario y balance”, tributaria sin dudas de un ambiente intelectual compartido en el período de entreguerras” “No vale la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los hechos, a la realidad cambiante y móvil; vale la idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento” (1928).


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Entonces, se trata de que cada clase fundamental se dota de sus propias categorías intelectuales, que vendrán a fungir como una mediación que las clases establecen consigo mismas en su proceso de re-flexión y auto-organización. Estos intelectuales, formas de la autoconciencia, orgánicos a su clase, pueden ocupar distintas posiciones específicas: pueden ser periodistas, literatos, dirigentes, militantes, empresarios, sindicalistas, funcionarios, docentes, artistas y un largo etcétera. Claro que hay gradaciones entre estas funciones específicas, algo que Gramsci dejó muy en claro. No tienen la misma densidad intelectual las tareas del capataz que gestiona la fuerza de trabajo de una pequeña unidad productiva, que la de un teórico de la cientifización de los procesos productivos a gran escala como lo fue el mencionado Taylor.  

Precisamente, para Gramsci, una de las características propias del sistema capitalista es la proliferación de las categorías intelectuales: “En el mundo moderno, la categoría de los intelectuales, así entendida, se ha ampliado de forma inaudita. Han sido elaboradas por el sistema social democrático-burocrático masas imponentes, no todas ellas justificadas por las necesidades sociales de la producción, aunque sí justificadas por las necesidades políticas del grupo dominante fundamental” (1981: 1). Queda claro que, así como Gramsci afirma que “todo empresario es un intelectual”, lo mismo podríamos decir, por ejemplo, de un periodista o de un juez: y no por su vinculación estricta con la producción, sino con las mencionadas necesidades políticas, que no son otras que las de la gestión y la reproducción de un sistema social de desigualdades. Esto se debe a que la relación del intelectual con la producción cuenta con dos mediaciones significativas: la sociedad civil y el Estado. Ningún observador atento al actual escenario latinoamericano y caribeño podrá dudar de la justicia de estas afirmaciones, aún más pertinentes hoy que en la época en que Gramsci reflexionó y actuó.

Pero aún sugerimos una tercera acepción de lo intelectual en Gramsci, que llamaremos utópica. Ésta permite identificar la prospectiva histórica de sus reflexiones. Si la intelectualidad es una cualidad humana inalienable (punto de partida antropológico), y dicha capacidad es constreñida por un sistema de relaciones sociales que escinde violentamente las tareas intelectuales y las manuales (presente histórico), hasta el colmo de producir la doble degradación del olvido del propio cuerpo y de la maquinización y bestialización de lo humano mediante el más completo desestímulo de sus funciones intelectuales y creativas, es posible prefigurar la existencia de otra organización social alternativa, no capitalista, no alienadora de las funciones intelectuales y manuales, en las que la potencia intelectual pueda ser cultivada y libremente desarrollada. Es decir, una sociedad que sea la realización empírica de esa potencia intelectual humana y por lo tanto inalienable. Esta bestialización, esta degradación, no implica sólo la reducción compulsiva del tiempo vital al tiempo trabajo-mercancía o, añadimos nosotros, al tiempo doméstico-reproductivo, sino la propia desintelectualización y descolectivización de un trabajo que podría ser, al decir de Ernesto Guevara, “algo creador, algo nuevo”.

En esa línea, bajo la sociedad de los hombres y las mujeres libres, la organización no alienada del trabajo y su carácter irreductiblemente social, implicarían un recupero del carácter intelectual, creador, pleno, colectivo e incluso místico del trabajo humano. Un trabajo, en suma, en dónde la intelectualidad en tanto cualidad humana y la intelectualidad en tanto función social específica se religarían en una única y misma colectividad. Queda claro que el carácter “utópico” que asignamos a esta concepción tiene que ver con su carácter futuro y lógicamente plausible, y no con un carácter presuntamente irrazonable o quimérico.

 

Los académicos de izquierda y la intelectualidad “anfibia”

¿Cuál es el aporte más decisivo de Gramsci y la guía más perdurable para precisar hoy el debate sobre la intelectualidad latinoamericana en este siglo? Pues la idea de que la definición de lo intelectual no puede buscarse en lo específico de la actividad, en su carácter técnico, sino en el sistema de relaciones en el que las categorías intelectuales se inscriben (1981: 49). Desde este ángulo nos proponemos visitar la definición de lo intelectual como categoría autónoma, híbrida o bien anfibia, en la definición acuñada por la socióloga argentina Maristella Svampa. Veamos una definición sucinta de dicha concepción:

Desde nuestra perspectiva, creemos que es posible integrar ambos modelos que hoy se viven como opuestos, la del académico y la del militante [sic], sin desnaturalizar uno ni otro. Podemos establecer como hipótesis la posibilidad de conjugar ambos modelos en un solo paradigma, el del intelectual-investigador como anfibio. ¿Por qué utilizamos la metáfora del anfibio? Porque a la manera de esos vertebrados que poseen la capacidad de vivir en ambientes diferentes, sin cambiar por ello su naturaleza, lo propio del investigador-intelectual anfibio consiste en desarrollar esa capacidad de habitar y recorrer varios mundos, generando así vínculos múltiples, solidaridades y cruces entre realidades diferentes. En este sentido, no se trata de proponer una construcción de tipo camaleónica, a la manera de un híbrido que se adapta a las diferentes situaciones y según el tipo de interlocutor, sino de poner en juego y en discusión los propios saberes y competencias, desarrollando una mayor comprensión y reflexividad sobre las diferentes realidades sociales y sobre sí mismo (Svampa, 2007).

 

En nuestra opinión, la idea del intelectual anfibio es un intento por resituar al profesional en una definición por función, y no por sistema de relaciones. El intelectual anfibio sería así un intelectual con dos funciones: la función académica y la función política, pero degradada ésta a lo sumo a las tareas de “consultor” o “amigo de los movimientos sociales”, en una reedición del viejo modelo intelectual del “consejero del príncipe”. Nuestra tesis es que el intelectual anfibio es, en toda la regla, un intelectual académico, pero que da ocasionalmente saltos de rana hacia el campo de lo político para hablar a los movimientos o para representarlos en las esferas formales del campo intelectual y/o académico. Algo que podríamos englobar libremente bajo el concepto genérico de ventriloquización de la socióloga aymara-boliviana Silvia Rivera Cusicanqui (2010). Es un intento por volver modélico un fenómeno contingente: la seducción política de segmentos de la joven intelectualidad académica tras la emergencia en la Argentina de los nuevos movimientos sociales surgidos en las últimas décadas del siglo XX y los primeros años del XXI. Sin embargo, estos intelectuales seducidos ya sea por los movimientos piqueteros o por los movimientos de derechos humanos (por citar dos tópicos recurrentes que suscitaron entonces una verdadera avalancha de papers), nunca fueron orgánicos en el férreo sentido gramsciano. En cambio, algunos de estos lograron construir y legitimar un reducto en las academias como conocedores privilegiados de dichos movimientos: por tanto, ni la hiperespecialización ni la autoreferencialidad que Svampa cifra como característica del “intelectual experto” dejó de permear al acotado universo de los “anfibios”. De hecho, eran las cualidades del persuasor, el pedagogo y el organizador, las que Gramsci oponía al trabajo de especialista, propio de los antiguos intelectuales tradicionales.

Justamente como la organicidad fue débil, contingente, una mera fascinación temática sin compromisos duraderos, el reflujo de algunos de estos movimientos (piénsese por ejemplo en el emblemático movimiento piquetero argentino) implicó la mismísima retracción política de estos intelectuales que pronto soltaron amarras y volvieron a ser cabalmente reabsorbidos por los mecanismos burocráticos de las instituciones académicas (brillantemente analizados por Petruccelli, 2012). Para estos intelectuales la razón pareció estar siempre por encima de la política. Y cuando la política no pareció ya tan razonable, novedosa ni fructífera académicamente, la razón volvió a atrincherarse en los recintos universitarios. El problema, resituado, es entonces el problema de la organicidad. Y la disyuntiva es de hierro: el intelectual orgánico no es un modelo de intelectual, sino el único posible en sentido estricto, más allá de la especificidad técnica de intelectuales que, como ya mencionamos, lo mismo podrían oficiar de profesores o investigadores, artistas o periodistas. O se cumplen las funciones políticas ideológicas de la reproducción del sistema, o se cumplen las mismas funciones, pero en post de su interrupción. La organicidad no es una posibilidad, es una realidad estructural, salvo que se trate de categorías intelectuales remanentes de otros períodos históricos, de “intelectuales tradicionales” que se encuentren en tránsito a su desaparición o a su reabsorción en alguna de las clases fundamentales. La pregunta es, ¿a qué son o pretenden ser orgánicos los intelectuales anfibios? ¿A la academia en sentido abstracto? Pues resulta que la academia no es un lugar neutro ni muchos menos equidistante en una estructura colonial de desigualdades de clase, raza y sexo-género.


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Aún más, desde esta perspectiva se alerta sobre la deriva de los llamados “intelectuales militantes”: “el intelectual militante suele convertirse en un activista a tiempo completo, cuyo nivel de involucramiento dificulta una reflexión crítica y obstaculiza así la producción de un tipo de conocimiento que vaya más allá de la visión de los actores” (Svampa, 2007). El presupuesto para legitimar esta concepción es una sofisticación de argumentos antiquísimos: la falta de distancia, la obturación intelectiva, la neutralidad valorativa, el conflicto presunto entre pasión e inteligencia. Poco más, en suma, que una actualización de los remañidos argumentos weberianos de “El político y el científico”: liberalismo filosófico y metodológico. Al respecto, resultan esclarecedoras las palabras de Kalinowski:

Que Weber haya dudado toda su vida entre una carrera política y una carrera científica, que haya sido uno de los universitarios alemanes más dispuestos para exponer sus posiciones políticas en los diarios (con un promedio de seis intervenciones por año entre 1915 y 1920), que haya participado en la creación de un partido (el Partido Democrático Alemán en noviembre de 1918) y en la génesis de una constitución (la de República de Weimar), y que sus escritos políticos fueran reunidos, desde 1921, en un volumen de 586 páginas no cambia las cosas: para Francia fue un adalid de la “neutralidad” (2005: 1991).

 

Ésta perspectiva de la neutralidad valorativa, teorizada pero no verificada en la propia praxis de Max Weber, resulta bien contraria al principio nietzscheano retomado por Mariátegui en la “advertencia” a sus “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana” (2005): “meter toda la sangre en mis ideas”. Uno de nuestros problemas más resonantes sigue siendo entonces el establecimiento de un criterio de verdad útil y verosímil. En eso también Gramsci nos asiste con su vida y con su obra.

El error del intelectual consiste en creer que se puede saber sin comprender y, especialmente, sin sentir y estar apasionado (no sólo por el saber en sí sino también por el objeto del saber), es decir, que el intelectual sólo puede llegar a intelectual (...) si se diferencia y se separa del pueblo-nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas, explicándolas y justificándolas (...) no se hace política-historia sin esta pasión, es decir, sin esta conexión sentimental entre los intelectuales y el pueblo-nación. Al faltar ese nexo, las relaciones del intelectual con el pueblo-nación son relaciones de orden puramente burocrático. Sólo si la relación entre los intelectuales y el pueblo nación, entre los dirigentes y los dirigidos –entre los gobernantes y los gobernados- viene dada por una adhesión orgánica en la cual el sentimiento-pasión se convierte en comprensión y, por tanto, en saber (no mecánicamente sino de modo vivo), sólo en este caso, decimos, la relación es de representación y (...) se realiza la sola vida de conjunto que es fuerza social; se crea el «bloque histórico» (1970: 78).

 

Pero ataquemos los lugares comunes de las epistemologías “desapasionadas” desde otro ángulo. El sociólogo argentino Roberto Carri, en el sugerente prólogo a su libro “Isidro Velázquez: formas prerrevolucionarias de la violencia”, dice: “El formalismo positivista se basa en los hechos; la resistencia popular, en todas sus etapas desde la más incipiente, los niega. Con esto, siguiendo a Fanon, quiero decir que la certeza es adecuación a los hechos, pero la verdad para el pueblo es aquello que perjudica al enemigo” (2012). Es decir, un criterio de verdad radicalmente diferente al de la neutralidad valorativa, capaz de complementar a la perfección las tesis gramscianas.

Svampa dirá aún más:

No es ninguna novedad afirmar que las últimas décadas registran un notable cambio en cuanto al rol de los intelectuales, visible en el eclipse del compromiso político, típico de otras épocas, así como en la exigencia de la profesionalización y especialización del saber. En realidad, los quiebres político-ideológicos han sido tantos y la inflexión academicista tan creciente, que la tarea de repensar la articulación entre saber académico y compromiso político en el mundo contemporáneo es hoy más compleja que nunca. Para comenzar, hay que reconocer que la excesiva profesionalización de las ciencias sociales registrada a partir de los 80, fue también una respuesta a la sobreideologización imperante en el campo académico latinoamericano entre los años 60 y 70 (2007, las itálicas son nuestras).

 

Por nuestra parte, y en sintonía con los desarrollos precedentes, rechazamos de plano dicha tesis, ya que desde una mirada oblicua prescinde de un análisis elemental del devenir histórico continental. Dicha profesionalización (o más bien destrucción de vínculos orgánicos de las categorías intelectuales) tuvo que ver con la imposición de dictaduras cívico-militares que vinieron a desestructurar la acumulación política, organizativa e intelectual de las clases subalternas, y trajeron consigo la imposición en el campo académico y cultural de las lógicas reproductivas del capitalismo en su fase neoliberal: hiper-especialización, burocratización, despolitización, meritocracia, paperismo, etc. La larga sangría de novelistas, poetas, periodistas, artistas plásticos, docentes y dirigentes, entre otros, deberían bastar para ilustrar el proceso. Precisamente los núcleos intelectuales atacados fueron los de los sectores más sólidamente articulados con las clases subalternas. Este proceso, de hecho, es exactamente equivalente al analizado por Petruccelli para la primera mitad del siglo XX, cuando (al menos desde el campo del marxismo):

se alcanzó un máximo de fusión: los grandes intelectuales marxistas eran también destacados dirigentes políticos de partidos y movimientos de masas. Y no sólo eso, todos y cada uno tenían intereses tan amplios como diversos: la ciencia y la política acaparaban su atención, pero el arte no quedaba afuera. Esto vale para Lenin, Trotsky, Mariátegui y Rosa Luxemburgo, no menos que para Hilferding, Bauer, Berstein, Justo o Kautsky. Pero esa primavera de los intelectuales duró poco. Luego de las derrotas de los años veinte se inició un proceso de escisión. En las décadas subsiguientes los intelectuales marxistas más destacados y creativos tendían a producir fuera de las organizaciones políticas partidarias o en medio de tensas relaciones con sus dirigencias. Paralelamente, los cuadros dirigentes políticos eran cada vez menos “intelectuales” (2012: 13).

 

El modelo del intelectual anfibio supone entonces habitar acríticamente las consecuencias de una derrota y de un largo reflujo histórico, induciendo a una regresión: el tránsito del intelectual orgánico al “académico de izquierda”, una suerte de intelectual tradicional de nuevo tipo que procura sin éxito posiciones de cierta equidistancia. Por otro lado, creemos que esta propuesta aparece como tributaria de una concepción de lo social típicamente liberal que intuye la coexistencia de esferas autónomas (en este caso las instituciones académicas y las organizaciones de las clases subalternas) entre las que un intelectual puede desplazarse libremente. No hay tal solapamiento de esferas, sino un solo mundo profundamente estratificado. Entre otras cosas, la academia realmente existente prescribe una hiper-especialización despolitizante, justificada tras la presunta complejización y multiplicación de la vida, los saberes y los sentidos. Pero la vida siempre ha sido múltiple, variable, inabarcable, compleja: y más aún cuando las categorías intelectuales han dejado de ejercer una pedagogía de masas capaz de ordenarla y volverla inteligible.  Pero esta es una tendencia humana incesante, y precisamente la tarea global del intelectual es forzar nuevos sentidos totalizadores, nuevas síntesis. Es el intelectual orgánico quién debe dotar de organicidad a la propia realidad, de unidad, de coherencia, de inteligibilidad. El especialista, en cambio, es como el aldeano vanidoso del que hablara José Martí: cree que el mundo es su aldea.

 

Álvaro García Linera: un gramsciano cabal

Álvaro García Linera es un matemático y sociólogo autodidacta, fundador del Ejército Guerrillero Tupak Katari, y también miembro del agrupamiento intelectual Comuna junto a Luis Tapia, Raquel Gutiérrez y Raúl Prada en el período 2000-2006. En la actualidad se desempeña como Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia y es uno de los intelectuales de referencia del campo progresista y de izquierda en la región. Su trayectoria intelectual parte del intento de forjar una síntesis fecunda entre lo que el mismo caracterizó como dos razones revolucionarias fatalmente desencontradas: el marxismo y el indianismo katarista (García Linera, 2005), aunque su propia praxis lo aproxime también a posiciones típicamente neodesarrollistas. Dentro de la tradición marxista, García Linera se ha encargado de rescatar y reactualizar permanentemente los aportes organizativos y teórico-políticos de Vladimir Lenin y Antonio Gramsci, y probablemente sea quién mejor encarne la concepción intelectual del marxista sardo. En una importante alocución elaboró la siguiente síntesis:

es mucho más difícil anular el orden neoliberal en el espíritu, en el habla, en la ética, en la forma de organizar cotidianamente la vida. En el sentido común pues (...) Ese es el reto que tenemos los intelectuales. Tenemos que salir de la academia. No abandonar la academia, salir de la academia (...) Hay que irradiar un nuevo sentido común revolucionario, irradiar un nuevo esquema espiritual que nos permita ordenar ética y espiritualmente el mundo (...) Esa es la manera en que el intelectual debe comprometerse. (...) Escribir, pero más allá de escribir, difundir, transformar. Ir absolutamente a todos los medios posibles de la vida cotidiana para llevar lo que sabemos hacer: ideas. Pero esas ideas y esos esquemas tienen que convertirse en sentido común, en hábito, en juicio y prejuicio, en conciencia y en pre-conciencia de la gente, y para eso tenemos que usar todos los medios (...) Somos luchadores de palabras y de símbolos. Esa es nuestra misión (2014).

 

La alocución citada pone de manifiesto una tendencia estructural en el campo intelectual crítico y de izquierda desde el colapso del eurocomunismo. Se trata de la legitimación creciente de la intelectualidad crítica y de los contenidos de teoría marxista en los medios académicos, pero teniendo como contrapartida la pérdida del carácter práxico de quiénes han prescindido a cambio de las funciones pedagógicas y organizativas que Gramsci teorizara y cultivara. Se trata de una regresión a la edad de piedra de la que habló Mariátegui en términos autobiográficos, en donde los filósofos vuelven a encerrarse en el marasmo meramente interpretativo que denunció Marx en las “Tesis sobre Feurbach” (1845. Al respecto, en el dossier número 13 del Instituto Tricontinental leemos: “La tercera tesis sobre Feurbach de Marx es a menudo ignorada: es esencial educar a quien educa. ¿Cómo educar a quien educa, a lxs intelectuales? Mediante la «práctica revolucionaria», escribió Marx. La idea de «práctica revolucionaria» se refiere tanto a una actitud hacia la sociedad como a la obligación de participar en su transformación (2019: 15).

Este proceso, que evitaremos llamar de “cooptación” dado que este concepto presupone una cierta pasividad en los segmentos presuntamente “cooptados”, se relaciona con una novedad que Gramsci identifica en la clase burguesa, respecto de las clases dominantes precedentes. Esto tiene que ver con es su carácter expansivo y asimilador, en el sentido de que la burguesía tiende a “elaborar un paso orgánico de las otras clases a la suya, esto es, a ampliar su esfera de clase “técnicamente” e ideológicamente (...) La clase burguesa se postula a sí misma como un organismo en continuo movimiento, capaz de absorber a toda la sociedad, asimilándola a su nivel cultural y económico” (1981: 2). Las instituciones académicas tendrán un rol determinante en esta asimilación de las categorías intelectuales, aun cuando estas se desplacen en su imaginada neutralidad.

García Linera reconoce la cantidad y la cualificación de una importante masa intelectual crítica, pero que acantonada en las academias, se esteriliza. Como ya mencionamos, la praxis intelectual requiere de la idea y del símbolo, pero también de todas sus mediaciones. El sistema dominante responde, entonces, permitiendo, habilitando y hasta premiando la generación de ideas críticas que son como las semillas transgénicas elaboradas por la moderna ciencia biotecnológica: nacen muertas, incapaces de reproducirse. García Linera coloca el déficit de las clases populares en este tránsito histórico en su justo punto: en la producción de sentido común, de juicio y prejuicio, de conciencia y preconciencia. No hay carencia ni de buenos libros ni de buenas ideas, más aún en un país como la Argentina en dónde las izquierdas siempre han tenido una producción académica e intelectual robusta. Es preciso volver a la idea de lo que es el sentido común para Gramsci: un palimpsesto de niveles solapados, entre la producción filosófica hegemónica y las capas últimas, raizales, del sentido común popular. Niveles entre los cuales, sin embargo, no hay jamás una separación cualitativa, sino de grado, en relación a los mayores o menores niveles de coherencia, verosimilitud, articulación orgánica, orientación concreta de la praxis, etc. No alcanza con un puñado de brillantes eruditos: la acumulación de las clases subalternas precisa de una legión de mediadores, educadores y divulgadores. Son por tanto contraproducentes las perspectivas que reclaman una demarcación aún más nítida del campo intelectual respecto del campo político, y que cifran en dicha separación el punto culmine de un desarrollo intelectual nacional típicamente moderno. Esto implica, en otras palabras, la declaración de la superioridad de la racionalidad sobre la política, que Gramsci denuncia en el epígrafe con el que dimos inicio a este trabajo.

Pero García Linera añade aún otra dimensión más a la praxis intelectual: además de las características del organizador, el erudito y el pedagogo, reclama para sí la fría razón del estadista. Y también aquí se desplaza entre las coordenadas generales de la perspectiva gramsciana, quién dejó establecido que “Los grandes proyectistas habladores lo son precisamente porque no saben ver los vínculos de la gran idea lanzada con la realidad concreta, no saben establecer el proceso real de actuación. El estadista de clase intuye simultáneamente la idea y el proceso real de actuación” (1981: 180).

Y más aún: “Todo gran hombre político tiene que ser también un gran administrador, todo gran estratega un gran táctico, todo gran doctrinario un gran organizador” (1981: 180). Ahora bien, la función de estadista reclamada por García Linera abre la perspectiva de una serie de problemas insoslayables, en relación a las vinculaciones conflictivas entre intelectuales y Estado. Al respecto, Gramsci elaboró el concepto de estadolatría:

un período de estadolatría es necesario e incluso oportuno: esta estadolatría no es más que la forma normal de la “vida estatal”, de iniciación, al menos, en la vida estatal autónoma y en la creación de una “sociedad civil” que no fue históricamente posible crear antes del acceso a la vida estatal independiente. Sin embargo, esta “estadolatría” no debe ser abandonada a sí misma, no debe, especialmente, convertirse en fanatismo teórico y ser concebida como “perpetua”: debe ser criticada, precisamente para que se desarrolle y produzcan nuevas formas de vida estatal” (1981: 130).

 

Interesante salvedad para repasar a contrapelo la propia práctica intelectual propiciada desde el Estado, aún de aquellos estados resultantes de la “voluntad nacional-popular” de clases subalternas que han soldado un bloque histórico, y también la propia praxis intelectual y política de García Linera.

En suma, su función directiva a cargo de la Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, su función educativa manifiesta en producciones eruditas y divulgativas y en sus permanentes giras continentales elaborando balances y perspectivas del ciclo político latinoamericano, y su capacidad organizativa demostrada en la articulación de amplias coaliciones como el “Pacto de Unidad” o el propio MAS-IPSP, dan cuenta del carácter integral de este intelectual gramsciano de nuestro siglo.


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Nuevos temas, nuevos desafíos, nuevas organicidades

Diremos ahora que ninguna actitud sería tan típicamente anti-gramsciana, tan contraria a los postulados de la filosofía de la praxis y a los requerimientos de una práctica intelectual siempre incesante y renovada, que limitarse a reponer, sin cuestionar, las elaboraciones clásicas del filósofo sardo. Mencionaremos para terminar algunos temas para pensar desde, contra y más allá de Gramsci, los desafíos intelectuales y políticos de este, nuestro siglo XXI latinoamericano y caribeño.

Gramsci se limitó a pensar la vinculación de las categorías intelectuales con las clases sociales fundamentales. Pero si partimos de considerar que lo intelectual es una condición ontológica de lo humano, podemos pensar que no sólo la estratificación social en clases señala hoy la única condición de la subalternidad. Cabe pensar, desde este tiempo, en otras determinaciones estructurales y estructurantes como la racial o la sexo-genérica. La articulación, en suma, de múltiples opresiones orgánicamente articuladas que el sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel resume en el concepto de “heterarquía” (2007: 17-18). ¿Basta acaso la organicidad, concepto pensado para una perspectiva clasista y nacional, para abordar las ligazones entre el feminismo y sus propias categorías intelectuales, o entre los movimientos de negritud o indígenas y sus propias reflexiones?

Diversos paradigmas teóricos críticos han sucedido a la trayectoria vital de Gramsci: mencionemos, no exhaustivamente, las teorías latinoamericanas de la dependencia, la filosofía y la teología de la liberación, los estudios poscoloniales, el indianismo, los feminismos negros, migrantes, indígenas y comunitarios, las teorías del sistema-mundo, los estudios en torno al buen vivir y el post-desarrollo, las epistemologías del sur, la perspectiva decolonial y un largo etc. Movimientos ricos, diversos, teóricamente avanzados, insoslayables. Pero que, sin embargo, muchas veces han quedado a la zaga de un marxismo que ha demostrado su superioridad práxica, en tanto aún luego del colapso del eurocomunismo, alienta, organiza, estimula y conceptualiza la práctica de millares de personas a lo largo del mundo. No se trata, en nuestra opinión, de optar entre la práctica de teorías a veces excesivamente añejas, o entre la novedad intelectual pura de teorías muchas veces circunscriptas a los medios académicos o a pequeñas corrientes de opinión sin tracción de masas. Se trata de reiniciar la dialéctica trunca entre el desarrollo teórico y la praxis política. Y para ello precisamos de teorías de alcance medio, es decir, de una renovada teoría política que responda no sólo a la pregunta “¿qué es lo verdadero?”, sino a una más urgente aún y dialécticamente ligada a la anterior: “¿cómo pueden vencer los sujetos subalternos?”. Al respecto, Gramsci porfió con una prescripción muy interesante, al señalar que todas las ideologías, incluso aquellas adversarias, expresan un momento de verdad en tanto surgen de la misma estructura de contradicciones de la que el marxismo ha emergido, y responden a necesidades y características del momento histórico. El marxismo debe por tanto criticarlas, asumirlas, totalizarlas (1970: 64). La crisis intelectual y moral de nuestro tiempo a escala global, civilizatoria, implica dos fenómenos contrapuestos. Por un lado, la liberación de viejas ataduras y la expansión incesante de todo lo que puede ser pensado. Pero, como contraparte, la inmersión en un tembladeral en lo que todo puede ser pensado, pero nada parece poder ser afirmado con certeza, con suficiencia, con sustancia. De nuevo debemos historizar este proceso y leerlo como fruto de una derrota que siempre es tentativa, parcial. Dice Gramsci que la separación entre intelectuales y masas es siempre una característica asociada a un estadio primitivo, económico-corporativo, de la lucha de clases (1970: 13) y nosotros acreditamos en ello.

Es tarea de las nuevas generaciones intelectuales recoger los mejores elementos de esta diástole y llegar al momento sistólico, en el que con materiales amplios y diversos se han elaborar nuevos dogmas, nuevas cartografías, nuevos itinerarios. Más amplios, más comprensivos, más democráticos, pero también más firmes y radicales. La especulación metafísica puede nutrirse de materiales volubles, mientras que la praxis política liberadora requiere, necesariamente, de verdades rotundas y raizales. Sólo verdades robustas, compactas y unitarias pueden vencer a un enemigo siempre robusto, compacto y unitario. Y para ello diremos que nada es tan radicalmente nuevo como para no poder ser alumbrado con el inmenso caudal de luchas y reflexiones pretéritas, y nada es tan radicalmente idéntico a sí mismo como para no requerir de nuevos conceptos y categorías. Nada es tan viejo. Nada es tan nuevo. Todo es histórico.

Otro tema (y simultáneo desafío), tiene que ver con la necesidad de recuperar el radical historicismo gramsciano, brillantemente actualizado en la perspectiva de Walter Benjamin. Y partir del conocimiento obsesivo de aquello que Mariátegui llamó lo “tradicional rebelde”, contra los resquemores de perspectivas liberal-coloniales que asocian lo tradicional con lo inmóvil, lo reaccionario, lo añejo, lo insuficiente. Resulta pertinente traer aquí la sentencia benjaminiana de Rodolfo Walsh:

Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas (2006).

 

Bien haríamos en estudiar al detalle la praxis vital de Walsh, nítido ejemplo de las contradicciones de las categorías intelectuales emergentes de la pequeña burguesía en su tránsito de radicalización y de reabsorción plena en el conjunto de las clases trabajadoras. Su propio proceso subjetivo es por demás interesante: de aspirante a genio a laborioso pedagogo, con esclarecedoras reflexiones sobre el costado gris, rutinario, prosaico, de la actividad intelectual asumida. Y la práctica intelectual brillantemente definida como “el avance laborioso contra la propia estupidez” (2007).

A este historicismo fundante volverá Gramsci una y otra vez: “todos los grandes políticos activos han sido implícitamente 'historicistas' incluso cuando han justificado sus empresas según las ideologías difundidas en su época” (1981: 24). Y eso han sido, sin ir más lejos, Fidel Castro, señalando por ejemplo a José Martí como autor intelectual de la toma del Cuartel Moncada por parte del Movimiento 26 de Julio, o Hugo Chávez pesquisando la historia de cada pequeño poblado venezolano, tal cómo se cuenta en las “Cuentos del arañero”. Pero también figuras como Carlos Fonseca Amador o José Martí lo han sido. Fue justamente el intelectual cubano, escasos años antes del nacimiento del filósofo sardo, quién nos legó esta formidable frase que resume toda la perspectiva gramsciana: “Los convencidos de siempre y los que se vayan convenciendo; los que preparan y los que rematan, los trabajadores del libro y los trabajadores del tabaco; ¡juntos, pues, de una vez, para hoy y para el porvenir, todos los trabajadores!” (1889).

 

[1] Licenciado en Sociología y Doctorando en Historia por la Universidad Nacional de La Plata. Becario doctoral del CONICET, con enfoque en el estudio de los intelectuales indigenistas y los fenómenos de colonialismo interno en Argentina. Miembro del Centro de Estudios para el Cambio Social (CECS) y la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad (REDH). Docente del Seminario “América Profunda: la cuestión social desde el pensamiento crítico latinoamericano” y miembro de la Cátedra de Introducción a la Filosofía, en la Facultad de Trabajo Social de la UNLP. Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

 

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Cómo citar este artículo:

RIVARA, Lautaro, (2019) “Temas para una revisión crítica de la intelectualidad latinoamericana contemporánea”, Pacarina del Sur [En línea], año 10, núm. 39, abril-junio, 2019. ISSN: 2007-2309

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

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