La guerra contrainsurgente de hoy

Exploramos las características de las guerras y sus modalidades, específicamente las contrainsurgentes y sus implicaciones económicas, políticas y en materia de derechos humanos.

Palabras clave: guerra, contrainsurgencia, derechos humanos, autonomía, terrorismo

 

Introducción

En los últimos años, pero con casi excluyente centralidad en la última década, a partir de los ataques al World Trade Center y al Pentágono, el tipo de guerra que se desarrolla en el mundo es contrainsurgente. Incluso las campañas desarrolladas por fuerzas convencionales multinacionales en Irak y Afganistán no tuvieron una matriz regular ni siquiera en su primera fase, que fue la de instalación en el territorio. Ni las fuerzas iraquíes, desgastadas después de las guerras con Irán y la primera guerra del Golfo, ni mucho menos las afganas, que prácticamente carecían de estructura, pudieron oponer resistencia real a los invasores. Militares observadores se preguntaban con lucidez si a partir del 1° de mayo de 2003, fecha en que Estados Unidos dio oficialmente por concluida la guerra en Irak, no habría comenzado realmente la guerra,[3] lo que, con el tiempo, quedó demostrado. Esa guerra real fue de corte contrainsurgente.

La cuestión de la guerra contrainsurgente instala, inmediatamente, la problemática sobre la tortura, los crímenes de guerra y de lesa humanidad. Su íntima relación con el terrorismo estatal o las intervenciones militares imperialistas reactualizan sistemáticamente la preocupación, entre otras, por la violación a los Derechos Humanos y el genocidio. Sin embargo, esta casi automática vinculación de un problema con otro en los últimos años está cruzada por otras tres asociaciones que van ganando presencia y espesor. Por un lado, existe una tendencia teórico-política que intenta vincular a la insurgencia con la violación a los Derechos Humanos para quitarle legitimidad política, es decir, sostener que se trata de actos “terroristas”. Esta línea argumentativa tuvo entre sus pioneros a la República Argentina en tiempos de la última dictadura militar, pero que ahora es esgrimida por importante cuadros orgánicos (militares, académicos e intelectuales) de las fuerzas armadas norteamericanas.[4] Esta perspectiva busca forzar una inversión de la “carga de la prueba”, esto es, que los insurgentes deban demostrar que no violan los derechos humanos. Por otro, una línea impulsada explícitamente por George W. Bush que habilita el llamado “intervencionismo humanitario” con fuerzas armadas en la supuesta defensa de los Derechos Humanos.[5] Fundándose en los muy difusos derechos de tercera generación (derechos colectivos) se arguye desde esta perspectiva que la “comunidad internacional” tiene la obligación de intervenir en el territorio de un Estado cuando éste vulnere los Derechos Humanos de sus ciudadanos.

Finalmente, también durante la administración de G. W. Bush, se reactualizó la muy vieja y olvidada doctrina medieval (tomista) de la “guerra justa”, ahora bajo el nombre de “guerra preventiva”[6], con lo que pretendidamente se anticipan las amenazas antes de que estas se concreten, situación que, desde el punto de vista lógico, constituye una profecía autocumplida, pero desde el punto de vista político, es un argumento que aumenta las posibilidades de intervención militar.


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Con estas tres fundamentaciones queda abierto el camino a la invasión militar e, inclusive, se criminaliza la resistencia, que puede ser estatal (de hecho se mencionan Estados “canallas”) o insurgente, o bien la una devenida la otra.[7] Tales iniciativas, evidentemente, buscan mellar la fuerza de la primera definición que se sustenta en la probada relación entre contrainsurgencia y “guerra sucia”, confirmando un verdadero contragolpe ideológico contra una certeza cargada de evidencia empírica y horror. Los países imperialistas, por ejemplo, acusados de grandes matanzas de población se postulan enérgicamente a favor de los Derechos Humanos tras el lanzamiento de cada misil, procurando pasar del lugar de verdugo al de víctimas con derecho a defenderse.[8] Esta manipulación tiene notables consecuencias políticas, que incluso llegan a nuestra vida cotidiana. Ambas van conformando el sustento de la nueva doctrina contrainsurgente que acompaña las invasiones norteamericanas.

 

La economía de la violencia en la guerra y sus orígenes

Las inquietudes humanitarias para limitar la violencia de todo tipo de confrontación armada se remontan a muchos siglos atrás. Los aztecas restringían el número de combatientes, determinaban los días de duración y el lugar de la batalla según acuerdos que hacían con sus enemigos; las antiguas civilizaciones hindú, egipcia y hebrea establecieron pautas para el tratamiento de prisioneros y población no militarizada en tiempos de guerra, y el la Edad Media el código de caballería reglaba los combates entre caballeros y creó un conjunto de normas respecto de la captura, el trato y el rescate de prisioneros.[9] Actualmente el llamado Derecho Internacional Humanitario,[10] el denominado Derecho de la Haya y más reciente orientación política que procura limitar anticipadamente a que se desaten los choques bélicos propiamente dichos ciertos métodos y medios para hacer la guerra –conocida como la “rama de Nueva York”– tienen anclaje en la perspectiva de brindar protección a las víctimas de las conflagraciones o paliar los efectos traumáticos que promueven los conflictos armados.[11] Hacen a la búsqueda de la regulación de la guerra, en una tendencia que incluye, incluso, su criminalización.

Esta pretensión encuentra un hito muy importante para su expansión en un momento histórico donde, producto de la guerra, se establece el reconocimiento de quienes serían los sujetos habilitados para practicarla y, asimismo, la asignación de un espacio legítimo para su ejercicio. A partir de 1648, con la firma en Westfalia de los tratados de paz con los que culminó la “guerra de los Treinta Años”, los convenidos suscriptos dieron el fundamento a los Estados nacionales modernos. Se establecieron las bases de un nuevo orden interestatal europeo, luego extendido al resto del mundo, de cuyas bases se desprenden, entre otras cosas, dos cuestiones importantes para nuestro análisis: a) la delimitación de fronteras estables, que posibilitó una estructuración del espacio más estable; b) el reconocimiento de los Estados como únicos agentes legítimos de la guerra, es decir, el cese del uso de los ejércitos privados que permitían a cualquier señor o príncipe contar con fuerzas militares para emprender sus guerras.[12]

La demarcación de fronteras precisas implicó un “adentro” y un “afuera”, es decir, un estatuto de ciudadanía y de extranjería. Aquende las fronteras habitan nacionales; allende las mismas, extranjeros. Los primeros con ciertos derechos e incluso privilegios respecto de los segundos. Todavía no se ha instaurado la ciudadanía, pero ya existe uno de sus fundamentos y condición de posibilidad, que es la delimitación espacial de la misma. Por otra parte siendo los Estados los únicos agentes legítimos para la gestión de la violencia, tanto interna como externa, se cancela la posibilidad de existencia de ejércitos errantes: todos los habitantes estaban igualmente desarmados frente a la maquinaria militar del Estado; sus habitantes no son ni pueden ser combatientes entre sí. La guerra es un asunto externo, no interno: queda delimitado así su lugar específico. La determinación de la especialidad estatal construye, al mismo tiempo, la espacialidad para el gran combate. En tal sentido son muy ilustrativas las justificaciones de los contractualistas, particularmente de Thomas Hobbes, quienes elucubran un discurso que, lejos de ser demiúrgico, aparece como una forma de racionalización de la situación política que de hecho se fue configurando en los albores del capitalismo. Para la visión de Hobbes la conformación de los Estados generaba un “estado de naturaleza” internacional; por eso recomendaba estar siempre preparados para la guerra. [13]


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Carl Schmitt sostiene, en la misma línea que venimos argumentado, que el acotamiento de la guerra, vía el Derecho de Gentes, se produce con la consolidación del Estado, que a su vez supone la liquidación de la guerra civil y reduce la guerra a un enfrentamiento entre Estados: “la igualdad de los soberanos los convierte en partenaires de guerra con derechos idénticos y evita los métodos de la guerra de aniquilación”.[14] Queda establecido así un primer límite fundamental para economizar violencia, aunque su incidencia fuera más ideológica que real. El westfaliano es un ordenamiento internacional “espacializado”,[15] un entramado geopolítico donde los conflictos se estructuraron entre Estados nacionales. En dicho marco –en el cual fue acuñada la teoría “clásica” de la guerra, elaborada por Karl von Clausewitz– las guerras se desarrollaron de acuerdo a una dinámica relativamente estable que llevó a considerarlas “guerras regulares”. Características de este tipo de guerras son: el enfrentamiento entre dos o más Estados, con tropas total o parcialmente profesionalizadas e identificables, la disputa en (y por) un territorio delimitado, en una línea temporal fácilmente determinable (es decir, que era sencillo establecer cuándo comenzaban y terminaban las guerras). La definición de la misma surgía del “combate decisivo”, en función del cual se desarrollaban las distintas estrategias y sus respectivas tácticas, y el fin solía cobrar alguna forma cuasi jurídica, sea mediante un acuerdo de paz o un armisticio.

Estas guerras “regulares” fueron progresivamente reguladas (en el lábil sentido de las normas internacionales). Si bien siempre se atendieron a los usos y costumbres, una creciente estructuración jurídica fue cerniéndose en torno a la guerra: el ius ad bellum o derecho a la guerra y el ius in bello o derecho en la guerra, que conforman los pilares de esta juricidad.[16] Al primero corresponde la regulación de los bandos beligerantes y las formas de actuar: no cualquiera puede desarrollar una guerra;[17] también a las formas de comienzo y finalización: la declaración formal de una guerra, y el tratado de paz que la concluye. Asimismo, justifica la guerra sólo cuando un Estado enfrenta un peligro real y luego de haber procurado la solución al conflicto agotando las diferentes vías pacíficas, permitiendo sólo un daño al enemigo proporcional a la agresión recibida. El ius in bello, en cambio, tiende a regular las acciones dentro de la guerra, estableciendo una clara distinción entre personal militar (combatiente) y civiles (no combatientes). Estos últimos deben ser resguardados de los efectos directos de la guerra.[18] Pero aún para el personal militar se generaron una serie de regulaciones tendientes a protegerlos de toda incidencia más allá del combate.

Los principios elaborados tuvieron un reforzamiento en el Congreso de Viena de 1814-1815 que vigorizó las nociones del Derecho de guerra europeo –que luego se denominaría “Derecho de guerra clásico”– diferenciando claramente a la guerra de la paz, a los combatientes de aquellos que no lo eran y a los enemigos de los “criminales”, siendo enemigos de un Estado únicamente otro Estado, quedando reservada la figura del criminal para el combatiente irregular. [19] Este proceso en procura de acotar la guerra se profundizó en 1864 con al firma del primer “Convenio de Ginebra para el mejoramiento de la suerte que corren los militares heridos en los ejércitos en campaña”, al concluir la conflagración entre Dinamarca y la alianza austro–prusiana. Por entonces se desarrollaba lo que se considera la primera guerra que tuvo las características propias de las conflagraciones del siglo XX, que fue la guerra civil estadounidense, que ocasionó más de 600.000 muertos y 1.100.000 heridos. [20]

En 1906 se suscribió el segundo “Convenio de Ginebra para el mejoramiento de la suerte de los militares heridos, enfermos o náufragos en las fuerzas armadas en el mar”. Hubo que pasar por la traumática experiencia de la primera guerra mundial para que en 1929 se acordara el tercer “Convenio de Ginebra para mejorar la suerte de los heridos y enfermos de los ejércitos en campaña y el Convenio de Ginebra relativo al trato de los prisioneros de guerra”. Pero lo que se considera la base del derecho internacional humanitario son los cuatro tratados firmados en la misma ciudad luego de concluida la segunda guerra mundial, con un saldo de varios millones de muertos entre todos los bandos. En diciembre de 1949, es decir un año después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se rubricaron cuatro tratados: I) “Convenio de Ginebra para Aliviar la Suerte que Corren los Heridos y Enfermos de las Fuerzas Armadas en Campaña”; II) Convenio de Ginebra para Aliviar la Suerte que Corren los Heridos, los Enfermos y los Náufragos de las Fuerzas Armadas en el Mar; III) Convenio de Ginebra relativo al trato debido a los prisioneros de guerra; y IV) Convenio de Ginebra relativo a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra.[21]

Como puede observarse, toda esta estructura jurídica –de escaso acatamiento, por cierto– se fundamenta en la distinción original “westfaliana” de combatiente-no combatiente, robustecida por el Congreso de Viena. Pero, asimismo, se sientan sobre otros principios dignos de destacar. Las guerras entre Estados a partir de Westfalia tienen legalidad y legitimidad y se caracterizan por ser enfrentamientos entre fuerzas relativamente simétricas, atributo que abrió la posibilidad de desarrollar “…una forma especial de sujeción de la guerra a normas jurídicas…”.[22] En la firma de la Paz de Westfalia las partes se consideraban iguales, idea fuerza de la soberanía estatal, principio que fue condición de posibilidad para establecer el derecho internacional.[23] Los Estados podían declarar la guerra, los asistía ese derecho, pero obedeciendo a ciertas normas como la prohibición de torturar a prisioneros o las ejecuciones sin juicio

 

La cambiante realidad de la guerra: el surgimiento de la contrainsurgencia moderna

En paralelo al avance de las normas jurídicas sobre el derecho de guerra y el derecho a la guerra estructurado en base a tales consideraciones, la propia beligerancia como fenómeno social que tiene regularidades propias, fue cambiando de manera cualitativa en el último medio siglo. Aunque toda guerra es un fenómeno particular, es posible encontrar elementos o circunstancias más o menos invariantes que permiten tipificarlas de acuerdo a estas repeticiones; el problema surge cuando la acumulación de “pequeñas” variaciones en las regularidades culminan, al cabo de un tiempo, conformando un fenómeno con atributos que escapan a las tipificaciones previas.

Podríamos afirmar que la guerra insurgente y, por ende, su contrapartida la guerra contrainsurgente, es tan vieja como la propia guerra.[24] Sin embargo es preciso señalar que el peso de la insurgencia como alternativa de combate armado fue cambiando en la historia. Remite a una forma de lucha no convencional que supone la asimetría de fuerzas entre los oponentes: es un enfrentamiento entre diferentes; no es polar la relación por cuanto las fuerzas insurgentes no son asimilables a una tropa regular.[25] Así estamos frente a una modalidad de confrontación que se aleja de los moldes trazados por el Tratado de Westfalia, distancia que supone al mismo tiempo el apartamento de los contratos establecidos entre los sujetos estatales. Conocida como guerra irregular, eclipsada un largo tiempo por la guerra convencional post Westfalia, una de las maneras más habituales para aproximarse a ella transita el camino de la constitución histórica de la personificación del “partisano”, como paradigma del combatiente no sujeto a las reglas pactadas por los Estados. Se pueden localizar antecedentes en la “guerra de los Treinta Años” en Alemania (1618-1684), en los combates de los independentistas norteamericanos contra el regular ejército inglés (1774-1783), en los enfrentamientos entre jacobinos y Chouans en la Vendée (1793-1796), en las guerrillas españolas (1808) y tirolesas (1809) contra la invasión napoleónica.[26] Esta presencia junto a otras figuras combatientes como los francotiradores, que generalizaron su accionar a partir de 1870, ganaron un lugar en la consideración de la agenda de los estados mayores.[27] El inquietante grado de letalidad alcanzado por estas formas irregulares de lucha que rompían con las reglas de juego formalizadas entre Estados generó como contrapartida la necesidad de otras instancias de combate. Se fueron sintetizando así diferentes experiencias prácticas de maniobras contrainsurgentes en la línea de formular algunas prescripciones para enfrentarlas con algún éxito. Su orientación básica general desde mediados del siglo XX se dirige a “combatir la revolución”.[28]

En la primera guerra mundial el partisano y sus acciones irregulares fue una figura marginal, pero puede postularse la segunda guerra mundial como un momento en que con claridad aparece el ejercicio extendido de la insurgencia irregular y, en consecuencia, la contrainsurgencia como práctica[29] -aunque todavía ni una ni otra recibían esta denominación.

Ante la primera oleada del ejército alemán, con los ejércitos aliados relativamente diezmados en el continente europeo, los mandos comienzan a apoyar a incipientes organizaciones de civiles resistentes. Esta política se encuadraba aún en el pensamiento clásico de Clausewitz: aumentar la fricción del ejército ocupante, es decir, ralentizar sus movimientos, tornarles más costosa la ocupación, etc. Lo que escapó del libreto es que algunas de estas formaciones partisanas fueron más allá y lograron vencer en el terreno a las fuerzas ocupantes. El caso de Josip Broz Tito es paradigmático, pero también los italianos, los polacos, los griegos y, en gran medida, la resistencia francesa ocuparon un lugar destacado en la derrota alemana en sus territorios.[30] Los efectos de esto se vieron inmediatamente después de culminada la guerra: la dificultad de desmovilizar a estas organizaciones que reclamaban, con cierta legitimidad, su participación en el gobierno. La situación más aguda se dio en Grecia, donde los resistentes se organizaron en guerrillas que siguieron combatiendo hasta bastante después de terminada la guerra. Fue a partir de la segunda guerra mundial entonces que la contrainsurgencia se fue constituyendo como una práctica expandida, acompañada muy lentamente por el esbozo de una doctrina.[31]

En la posguerra, la instalación paulatina de un nuevo tipo de guerra reclamaba una nueva base doctrinaria que fundamente la práctica militar. Cada vez más, los conflictos armados que se fueron librando incurrieron en el patrón de la insurgencia–contrainsurgencia, tomando el legado teórico de Mao Tse Tung principalmente, y la práctica histórica de los partisanos de la segunda guerra. El formato de la lucha insurgente emergió plenamente en las guerras de descolonización, en particular en la primera importante de ellas, que fue la de Indochina. Repasemos algunos antecedentes.

 

Los alemanes: la práctica I

Durante la segunda guerra mundial los alemanes fueron la fuerza que sufrió más hostigamiento partisano, lo cual es lógico puesto que fueron durante gran parte de la misma la principal fuerza de ocupación en Europa. Frente a las fuerzas insurgentes los alemanes aplicaron básicamente cuatro tácticas, dos preventivas y dos represivas: a) como forma preventiva, la del control de la población, con detención e interrogatorio de sospechosos, a menudo con tormentos, en particular la redacción y aplicación de las “Directivas para la persecución de las infracciones cometidas contra el Reich o las Fuerzas de Ocupación en los Territorios Ocupados”, también conocido como decreto “Noche y niebla”, por el cual inauguraba el mecanismo de la desaparición forzada de personas; b) alimentar las tensiones entre grupos potencialmente adversos a ellos, pero con contradicciones entre sí, particularmente étnicas, religiosas y políticas; c) como políticas represivas utilizaron la de las represalias, que podían ir desde la no toma de prisioneros (ejecución de los rehenes) hasta el encarcelamiento o los fusilamientos de civiles -los italianos fueron más allá, incendiando aldeas completas en Albania, y d) las de cerco y aniquilamiento: rodear a las fuerzas insurgentes y aniquilarlas. Esta última fue empleada con éxito en las operaciones Gemsbock (gamuza) y Steinadler (águila real), en 1944 en el norte de Grecia y en el sur de Albania respectivamente.[32] También puede observarse en este caso un patrón de la guerra contrainsurgente, cual es que las fuerzas partisanas tienen mayor cantidad de bajas que las tropas regulares, situación que no afecta de manera decisiva su capacidad militar, ya que suele actuar como estimulante moral. Sin duda, las guerrillas golpearon letalmente a las fueras de ocupación. En lo relativo a lo realizado en territorio soviético, aunque la brutalidad fue máxima,[33] hubo algunos experimentos contrainsurgentes que contrariaban esa línea, aunque no prosperaron ni se generalizaron.[34]


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Las tropas alemanas y sus aliados se tuvieron que enfrentar con un fenómeno relativamente novedoso, al menos en esa escala, que eran pequeñas formaciones con escaso entrenamiento y pobre armamento, que mediante sus pequeñas pero persistentes acciones lograba enlentecer su maquinaria de guerra, diseñada para enfrentarse a otros ejércitos regulares.[35] Los alemanes actuaron más de lo que reflexionaron.[36] Quizás por ello arguyeron un instrumento jurídico para lo que se transformaría con el tiempo en una práctica secreta: la desaparición forzada de personas.

 

Los ingleses: la práctica II

Es poco frecuente el reconocimiento de la existencia de una “escuela” conformada desde las prácticas ensayadas por los británicos contra los intentos insurgentes de corte anticolonial.[37] A ellos se debe una frase que según los especialistas sintetiza un principio doctrinario básico de la lucha contrainsurgente: la necesidad de “ganar los corazones y las mentes” de la población civil en la zona donde actúa la resistencia. La idea fue puesta en esas palabras por el mariscal Gerald Templer en 1951, que en el marco de la llamada “guerra de liberación nacional antibritánica” de Malasia o la “emergencia malaya” (1948-1960) a la salida de la segunda guerra mundial (textualmente sostuvo: “la respuesta no está en introducir más tropas en la jungla, sino en los corazones y las mentes de la población”).[38] Su objetivo era aislar a las fuerzas insurgentes de su base en la población, iniciativa que se plasmó en la construcción de una importante red de inteligencia y en el traslado forzado de unas 500.000 personas a ámbitos fortificados, rememorando parte de lo hecho en la lucha contra los Boers a través de la localización de la población en campos de concentración alambrados y fuertemente vigilados.[39] Sumó a esta táctica una intervención agresiva de patrullas para perseguir a la guerrilla y establecer cercos en sus bases operativas en la selva. La forma de lucha aplicada en Malasia se transformó en un modelo para las campañas contrainsurgentes, pues estos movimientos de población se combinaron para conquistar “corazones y mentes” con medidas —y mentiras— que buscaban demostrar a la población que su futuro parecía más promisorio bajo la conducción inglesa y el gobierno autóctono tutelado por ella, que el orden social que pretendían instalar los insurgentes.[40] Estas acciones se combinaron con otras practicadas en la lucha contra las rebeliones irlandesas, como la destrucción en la década del ’20 de las viviendas de los sospechados de ser insurgentes, medida que adoptaría más tarde Israel en suelo palestino. Andre Beaufre sintetiza a la escuela inglesa señalando que buscaba poner a cargo autoridades nativas bajo su control, la gestión de la población y acciones contra-guerrilleras. La experiencia en la selva malaya, y la lucha contra los levantamientos anticoloniales en Kenia y Chipre, no impactaron de manera inmediata o directa sobre el adiestramiento de las tropas comandadas por Inglaterra ni en la doctrina. Pero en Malasia se fue desarrollando el “oficio” de combate contra las formas guerrilleras de lucha, que obviamente repercutirían en el ámbito institucional de las fuerzas armadas, como en el centro de entrenamiento “Fuerzas de Tierra del Lejano Oriente”, que formaría importantes cuadros que rápidamente se destacarían en varias acciones en suelo africano. Estas vivencias recibirían luego las elaboraciones de la escuela francesa.[41]

 

Los franceses: la reflexión

Los franceses, con un ejército adiestrado en la guerra regular, pagaron muy caro en Indochina la falta de adecuación al tipo de planteamiento militar que no propone un enfrentamiento abierto, con uso de tácticas convencionales, sino que pone en práctica como principal arma la sorpresa, el ataque inesperado, de baja letalidad pero de suma eficacia y, sobre todo, con el máximo resguardo de las propias fuerzas. Sin embargo, de su derrota sacaron lecciones: a partir de allí surge el núcleo de la doctrina contrainsurgente propiamente dicha. Entre los pioneros en esta tarea se destaca la delimitación que hacen varios oficiales franceses en la primavera de 1948 de lo que llamaron la “acción psicológica”, que buscaba “conquistar poblaciones” a partir de campañas de información y de acción social (construcción de escuelas, operativos de vacunación, etc.) perspectiva que casi en paralelo desarrollarían los británicos en Malasia. Debemos destacar asimismo al mariscal Louis Layautey y sus campañas coloniales en territorio africano a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Se suman a estas las experiencias en Indochina (1945-1954) y Argelia (1954-1962).[42] También es considerable el aporte del coronel Charles Lacheroy y su artículo “La estrategia revolucionaria del Viet-minh”publicado en el mes de agosto de 1954 y las reflexiones del general L. M. Chassin.[43] Pero fue el coronel Roger Trinquier quien sistematizó esas enseñanzas y las aplicó en Argelia, reinaugurando una asociación originalmente planteada por los nazis, tan falaz como extendida en nuestros días: la asimilación del combatiente insurgente con el terrorista.[44] En su libro La guerra moderna,[45] sostuvo que en lugar del ataque atómico el arma principal de la guerra moderna es el “terrorismo”.[46] Tomó conciencia de que en una guerra con estas características más que nunca la información es un insumo indispensable para la acción militar, premisa que lo lleva a avalar y fundamentar explícitamente el uso de los tormentos como forma de combate contrainsurgente:

“[…] el terrorista sabe que, sorprendido y capturado, no puede esperar que le traten como un criminal ordinario o que se limiten a tomarle prisionero como lo hacen con los soldados en el campo de batalla. Las fuerzas del orden tienen que aplicarle distintos procedimientos, porque lo que se busca en él no es el castigo de su acción, de la que en realidad no es totalmente responsable, sino la eliminación de su organización o su rendición. En consecuencia cuando se le interroga no se le piden detalles de su vida ni se le pregunta sobre los hechos que ha realizado con anterioridad, sino precisa información sobre su organización. En particular, sobre quiénes son sus superiores y la dirección de los mismos, a fin de proceder a su inmediato arresto. Ningún abogado está presente cuando se efectúa este interrogatorio. Si el prisionero ofrece rápidamente la información que se le pide, el examen termina en seguida. Pero si esta información no se produce de inmediato, sus adversarios se ven forzados a obtenerla empleando cualquier medio. Entonces el terrorista […] tiene que soportar sus sufrimientos, y quizás hasta la misma muerte, sin decir media palabra.”.[47]

Claramente se vulneran los límites morales humanitarios subyacentes en todas las regulaciones internacionales sobre la guerra. Pero se va más allá: se reinstala un método premoderno. Contrariando los argumentos de los modernos Beccaria (1984) y Verri (1997) acerca de la inutilidad de los tormentos para obtener confesiones -centralmente se sostiene que la tortura se vincula a la resistencia física, y no a la verdad, es decir, que el supliciado admitirá cualquier cosa cuando ya no soporte el sufrimiento- la contrainsurgencia redescubre la tortura como práctica sistemática.[48] Además de este recurso funesto, Trinquier proyectaba un “programa de protección urbana” de gran alcance elaborado como dispositivo de control poblacional que, entre otras argucias, comprendía la un censo para identificar las relaciones  familiares procurando generar un dispositivo de seguridad a través de la responsabilidad de familia, imponiendo a los “jefes” de cada grupo familiar la garantía sobre los movimientos y paraderos de sus integrantes.[49] Los franceses irradiaron esta doctrina; primero en América Latina, región donde tal vez alcanzó su mayor desarrollo fáctico, y luego en Estados Unidos donde obtuvo también su máximo punto de formulación teórica.[50]

 

Estados Unidos: la síntesis

Los Estados Unidos tienen en su historia importantes antecedentes prácticos para la elaboración de una doctrina contrainsurgente. En Norteamérica fue denominada “guerras de baja intensidad” o “conflictos de baja intensidad”.[51] La intensidad se clasifica de la siguiente manera: las contiendas “irregulares” son calificadas de baja intensidad; los conflictos regionales con uso de armas convencionales modernas, son catalogados como de media intensidad; finalmente, las conflagraciones globales o con uso de armas nucleares remiten a la alta intensidad. [52]

Como suele ocurrir en la historia, los estadounidenses habían tenido una larga trayectoria en contrainsurgencia antes de comenzar a reflexionar sobre ello.[53] En primer lugar podemos destacar como referencia a la guerra por la independencia, donde pusieron en funcionamiento distintas variantes de lucha irregular.[54] Se destaca la estrategia militar aplicada especialmente durante 1778, cuando el mando británico reconoció la necesidad de lograr un mayor arraigo en la población civil para resolver los graves problemas que tenían en el campo de batalla, generándose así salto cualitativo en ambos bandos sobre la toma de conciencia acerca del tipo de guerra que transitaban. Sin duda esta experiencia de 8 años de enfrentamientos dejó su marca en varios órdenes de la sociedad norteamericana, también en los asuntos militares.[55]


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Lo mismo ocurrió con la Guerra Civil (1861-1865) y la guerra con Filipinas de 1899 a 1902, cuando los filipinos rechazaron el dominio estadounidense tras la Guerra Hispano-americana. En este último conflicto los  norteamericanos impulsaron medidas de tipo político en gran escala. Propugnaron acuerdos con dirigentes locales en pos del establecimiento de gobiernos de todos los niveles, propusieron amnistías, construyeron escuelas, obras públicas, procuraron respetar normas culturales y se impulsaron reformas para la supuesta mejora del funcionamiento de las instituciones gubernamentales. Estas acciones fueron combinadas con el traslado forzado de población a campamentos de detención, incendios intencionales punitivos, cierre de áreas de abastecimientos de víveres, entre otras acciones para generar temor, que como reconocen los propios militares norteamericanos estuvieron plagadas de “excesos”. Sin embargo 220 mil filipinos muertos en 3 años de operaciones contrainsurgentes demuestran un “entusiasmo” por aniquilar que sobrepasa los límites de cualquier “exceso” o “efecto colateral”.[56]

Más allá de estas experiencias, y otras la lucha contra las guerrillas tras la invasión a México a finales de 1847 y la respuesta con operaciones punitivas en masa  o el enfrentamiento contra la resistencia a la ocupación de Nicaragua comandada por Augusto César Sandino, el mayor laboratorio contrainsurgente para los norteamericanos se localiza en los años que siguieron a la segunda guerra mundial. La lucha en Grecia al finalizar la guerra se constituyó en un hito muy importante para la elaboración de la concepción norteamericana de la lucha contrainsurgente. Como aseveran Klare, M. T. y Kornbluh, P: “[…] en 1946, con la doctrina Truman, Estados Unidos comenzó a desarrollar una rudimentaria estrategia contrainsurgente para encarar a las guerrillas comunistas”.[57] En efecto, el 12 de marzo de 1947 Truman volcó 300 millones de dólares, armas y asesores para frenar la presencia comunista, pidiendo a cambio la prohibición del derecho de huelga y la expulsión de funcionarios sospechados de ser comunistas, entre otras políticas represivas.[58] Otro jalón fundamental fue la campaña “antihuk” en Filipinas desde septiembre de 1950, cuando el coronel Lansdale combinó la acción militar con pequeñas unidades de asalto combinada con operaciones de inteligencia y guerra psicológica junto con promesas –muy pocas veces cumplidas– de reformas políticas, sociales y económicas como la donación de tierras o la construcción de pozos de agua. La fórmula mezclaba ayuda militar, “acción cívica” y guerra psicológica. [59]

Desde el punto de vista doctrinario y teórico, no obstante, el salto cualitativo se vive a partir del gobierno de John Fitzgerald Kennedy, como lo caracteriza Robin, “el apóstol de la guerra contra-revolucionaria” Asumió con gran determinación la necesidad de modificar el ángulo elaborado para abordar la cuestión militar en la guerra regular y nuclear; el diagnóstico era: la actualidad dictaba como requerimiento afrontar formas no convencionales de lucha, colocando a la experiencia Malaya como referencia inmediata para abordar la tarea de generar prescripciones para librar la guerra irregular con eficacia. Se inició así un camino para instalar una perspectiva ofensiva en pro de lograr la iniciativa frente a los peligros revolucionarios, especialmente en el llamado Tercer Mundo. Estados Unidos reconoce que estaba en una “guerra de fronteras imprecisas” y se mostraba favorable a la reorganización del aparato de seguridad hacia operaciones especiales, acciones encubiertas, organizaciones paramilitares e infantería ligera.[60] El gobierno de Ronald Reagan expresó otro salto cualitativo en este proceso que tiene un importante punto de llegada en 1985, año en que se puso en marcha el “Proyecto sobre Guerra de Baja Intensidad” que produjo un escrito de dos volúmenes editados en 1986 con el fin de poder aplicar los conocimientos logrados en América Latina.

Así se fue configurando una doctrina que le atribuye a los conflictos signados por la baja intensidad algunas características básicas. Su carácter es tanto político como militar; las operaciones armonizan acciones clandestinas y abiertas; y no tienen límites territoriales o frentes de combate claros (“fronteras imprecisas”). Según el propio Manual de Campo, las operaciones que comprenden son: 1) Apoyo para la insurgencia y la contrainsurgencia; 2) lucha contra el terrorismo; 3) operaciones de mantenimiento de la paz; y 4) operaciones de contingencia en tiempos de paz.[61] La primera se puede desagregar en pro-insurgencia -apoyo material (con equipo y/o instructores) a los grupos insurgentes contrarrevolucionarios en países del Tercer Mundo- y contrainsurgencia; la segunda abarca dos tipos de medidas; las propiamente antiterroristas (operaciones defensivas, para prevenir ataques) de las contraterroristas (disposiciones ofensivas para combatir “terroristas”);[62] las terceras son cada vez más comunes: “el uso de las fuerzas estadounidenses (a menudo bajo auspicios internacionales), con objeto de supervisar la ejecución de los acuerdos relativos al cese de hostilidades, o de establecer una valla entre los ejércitos rivales”. (En esta categoría entran la intervención en Somalia y las acciones multinacionales en Kosovo y Libia). Finalmente, entre el cuarto tipo de operaciones se encuentran las acciones militares puntuales para fortalecer la política exterior estadounidense, como lo son las maniobras de proyección de poder (amenazas), ataques punitivos,[63] u operativos de rescate de prisioneros. (Fue el caso de la ocupación de Granada, en 1983).[64]

Según el mismo manual,

“el conflicto de baja intensidad es una confrontación político-militar entre Estados o grupos rivales, por debajo de la guerra convencional y por encima de la competición de rutina, pacífica entre los Estados. Con frecuencia implica prolongadas luchas de competencia de principios e ideologías. […] Es llevada a cabo por una combinación de medios, empleando los instrumentos políticos, económicos, informativos y militares. Los conflictos de baja intensidad se han localizado, por lo general en el Tercer Mundo, pero contienen implicaciones para la seguridad regional y mundial” [65]

Justifica su actividad por fuera de las convenciones tradicionales, al sostener que “la revolución y la contrarrevolución desarrollan su propia concepción ética y moral, la cual habilita el uso de cualquier medio para procurar la victoria. La supervivencia se convierte en el criterio definitivo de moral.” Se enuncia así un nuevo marco doctrinario en el que no cabe pensar en términos de “errores”, “excesos”, etc., ya que trasvasa explícitamente los límites jurídicos sin disimulo ni reparos.[66]

 

La contracara necesaria

La negación que supone la práctica contrainsurgente del ius ad bellum y del ius in bello sería probablemente tan costoso en términos políticos si cobrara plena visibilidad que la tornarían impracticable. Por lo general, las poblaciones suelen censurar el uso de los instrumentos propios de la contrainsurgencia y, transitivamente, a los gobiernos que las impulsan.[67] Por eso no es paradójico que de manera paralela al desarrollo de estas prácticas, las cuales, en ocasiones, enarbolan la defensa de los derechos humanos como justificación, se refuercen las instancias jurídicas de regulación de la guerra, con la pretensión de proteger a las poblaciones, las mismas que son blancos de métodos de exterminio modulado. Con un conjunto contradictorio de buenas intenciones e hipocresía malsana, se creó en 1998 la Corte Penal Internacional, para juzgar responsables de graves crímenes contra el Derecho Internacional (genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y crimen de agresión). Es interesante observar en que uno de los hechos desencadenantes para la creación de esta Corte fue el genocidio de Rwanda, ocurrido en 1994, en el que estuvo implicado, tanto por acción como por omisión, el Estado francés. Y sin embargo Francia es uno de los países miembros de esta Corte. En teoría, la jurisdicción de esta Corte es de alcance universal. En la práctica hay países, entre ellos Estados Unidos, Rusia, India, China e Israel, que no reconocen este tribunal. En 2002 el Capitolio estadounidense aprobó la American Servicemember’s Protection Act (Ley para la protección del personal de los servicios exteriores), por medio de la cual gestiona la impunidad de su personal militar en el exterior, el que debe ser tratado con las prerrogativas del personal diplomático.

En la práctica, este tribunal sólo actúa contra dictadorzuelos de poca monta, sin respaldo internacional; nunca pasó por allí ningún militar o político occidental, independientemente de lo que hubiese hecho o avalado. Pero, no obstante, su sola existencia lava la conciencia democrática de occidente, lo que habilita a muchos Estados occidentales a seguir cometiendo crímenes impunemente en otras regiones del mundo.[68] Conforma, de hecho, parte del ariete ideológico que torna viable la contrainsurgencia como práctica, ya que se concentra el foco de atención en estos juzgamientos, quitando la mirada del resto de los crímenes, los que, cuando se visibilizan, simplemente aparecen como “daños colaterales” o con sanciones menores, como fue el caso de la aplicación de tormentos en la cárcel de Abu Ghraib. En este sentido, el servicio que prestan los medios de difusión a los centros de poder es imprescindible.[69]

Las implicancias de la contrainsurgencia de hoy


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Hoy en el marco de la llamada guerra contra el terrorismo son más tangibles las consecuencias de este tipo de planteo. Desde los ’90 se abre una nueva epata del desarrollo de la doctrina contrainsurgente que prosigue lenta pero de manera sostenida, aunque en gran parte inadvertidamente, corroyendo los pilares jurídicos del Estado nación, asentados en valores propios de la modernidad. También van quedado truncos los intentos de conformar un orden jurídico internacional. Estados Unidos, secundado con entusiasmo por Israel, avanza decididamente en esta línea, impulsando un nuevo salto cualitativo doctrinario en la dirección que adelantamos en la primera página de este artículo.

Desde la gestión de George W. Busch se impulsó una reinterpretación del principio de igualdad soberana que retrocede a una etapa muy anterior a la Paz de Westfalia. La perspectiva esgrimida desde el 2002 “transforma la soberanía de los demás Estados en una soberanía condicionada al respeto de unos determinados valores que se declaran como universales (libertad, la democracia y la libre empresa) y de un modelo concreto de Estado basado en la primacía del Derecho, la separación de poderes, la igualdad social y de género, la tolerancia étnica y religiosa y el respecto a la propiedad privada”. La traducción de esta definición en términos políticos concretos es la siguiente: el único Estado soberano es el de los Estados Unidos que, a su vez, tiene vía libre para avasallar la soberanía en cualquier lugar del mundo, cuando se quebrantan unos valores que ellos mismos definen. Esta postura es el correlato de asumir que los Estados Unidos se encuentra “en guerra dondequiera que haya sospechosos de terrorismo, independientemente de si existe un peligro real”. Doctrinariamente, las fuerzas armadas norteamericanas quedan habilitadas para intervenir en cada lugar del mundo donde sospechen que se esconde un riesgo para su país, asignándose la facultad de actuar bélicamente en prevención de una amenaza tanto inminente, con enemigos precisos, como de un futuro peligro basado en difusos indicios y sospechas. Violenta así los criterios históricos de la Guerra Justa (ius ad bellum). Sin duda se enarbola una concepción de la “autodefensa” basada en la presunta inminencia de una agresión que los licenciaría, argumentan, para actuar militarmente aunque no exista certeza de un plan de ataque del enemigo; incluso podrían intervenir con la fuerza militar antes de que se forme una amenaza terrorista concreta [70] y Parte de todo este arsenal ideológico fue utilizado para argumentar la pertinencia de la invasión a Irak en el año 2003, para evitar el peligro que entrañaba la presunta presencia de armas de destrucción masiva en ese país. [71]

Considerando otro plano de la cuestión, dado que la guerra contrainsurgente se libra contra un enemigo “invisible”, el enemigo potencial es toda la población civil. Por lo tanto, el universo de sospechosos abarca al conjunto de la población que será pasible, entonces, de maniobras tendientes al control militar de la misma. La contrainsurgencia actual no desconoce, tampoco, que la represión pura sólo acarrea pérdida de legitimidad lo que, en el mediano plazo se traduce en la imposibilidad de controlar la situación o de “estabilizar” áreas del planeta bajo condiciones de invasión. Su ejercicio en varias épocas y situaciones, como hemos visto, aconsejan otros aditamentos. Por ello se plantea y actualiza la idea de ganar “mentes y corazones”, es decir, simpatía política e ideológica,[72] a través de ayuda material o meras promesas, sin lo cual la derrota es una perspectiva bastante cierta, como lo demuestra la historia y gran parte del presente.[73] Por eso las fuerzas norteamericanas vuelven a combinar medidas positivas y negativas para combatir la insurgencia, argucia que Andrew Birtle sintetiza con la fórmula “zanahorias y palos” (o “persuasión y coerción”), sin perder de perspectiva que las operaciones de contrainsurgencia no “son concursos de popularidad”, realismo que limita las iniciativas “positivas” por ser siempre económicamente costosas. Esta argucia, como señalamos, fue construida en muchos años de operativos contrainsurgentes y se proyecta también en las actuales circunstancias que atraviesa el conflicto armado.

La alteración de la ecuación tradicional del esfuerzo militar que supone el pasaje de la guerra regular a la lucha antiterrorista impone, obligadamente, transformar el trabajo de inteligencia en una tarea trascendental, en detrimento del combate directo, ya que la lucha se establece contra fuerzas asimétricas estratégicamente “no cooperativas”. Es preciso comprender que inteligencia no debe ser asociado a espionaje, tarea que es parte de la inteligencia, pero no la única. El espionaje, consistente principalmente en espiar, se conjuga con la “contrainteligencia”, o inducción al engaño, en principio del oponente, pero en contrainsurgencia, dado que el enemigo carece de contornos definidos, de toda la población civil. En función de ello se conciben las Psyop (operaciones psicológicas) con las que se pretende influir en los estados de ánimo colectivos y, de ser posible, instaurar certezas, es decir, representaciones (configuraciones simbólicas) por fuera de toda duda,[74] tanto en el territorio propio como en los “países anfitriones”. Por eso los especialistas norteamericanos, ante los traspiés en Irak y Afganistán, aconsejan que los soldados “expedicionarios” manejen idiomas, desarrollen más capacidad de “asesoría” a la población, tengan destrezas para trabajar en la restauración de los servicios públicos, la construcción o reconstrucción de infraestructura y la posibilidad de fomentar o inculcar el arte del “buen gobierno”.[75]

Una de las mayores operaciones psicológicas ha sido, sin dudas, la instauración del “terrorismo” como un horizonte de confrontación. Cualquier militar sabe -también y, principalmente, los estadounidenses- que el planteo de la guerra contra el terrorismo es un planteo absurdo, toda vez que el terrorismo es un método, y no un sujeto: “Si se toma en sentido literal, una guerra contra el terror es contra una táctica. Es el equivalente a responder a Pearl Harbor declarándole la guerra a los ataques sorpresas en lugar de a Japón”. Combatir el terrorismo es como enfrentar el paracaidismo, o cualquier otra modalidad, que lógicamente puede ser utilizada por cualquier bando combatiente, pero la modalidad no define ni expresa las características de quienes lo practican. En esa representación fantástica se presenta al “terrorista” como un sujeto desprovisto de racionalidad, cuya única motivación es infligir daño, movido por el odio a la libertad y a la democracia, en función de unos principios religiosos malsanos e intolerantes anclados, por lo general, en el fundamentalismo islámico. Los ideólogos norteamericanos acusan al terrorismo de atacar a civiles desprevenidos, suponiendo que su acción es diferente a otro tipo de guerra pues los terroristas toman como blanco a la población general. Argumentan que los terroristas no puede actuar sino es “empleando medidas de ataque deliberado contra personas y lugares que se encuentran protegidos específicamente por el Protocolo I de los Convenios de Ginebra”, y que les es imposible conducir la guerra “sin intencionalmente violar” esos acuerdos. No recuerdan, por ejemplo, que al ejército norteamericano no le preocupa cometer crímenes de guerra como quedó evidenciado con el ataque a las presas de Toksan y Chosan en el marco de la guerra de Corea, inundando campos de arroz a pesar de que el derecho internacional prohíbe destruir fuentes de alimentos. Un tiempo antes, en Japón con las bombas atómicas arrojadas en Hiroshima y Nagasaki no demostraron reparos a la hora de masacrar no combatientes, lo mismo que con el napalm regado en Vietnam. Tampoco tienen presente que de las 146 guerras que se registraron entre 1945 y hasta 1990, de los aproximadamente 35 millones de muertos el 75 % fueron civiles. Sin embargo estos datos son eclipsados por la argamasa ideológica que construye la inteligencia, que le asigna el “mal” al enemigo. La magnitud del éxito de esa operación puede mensurarse en el nivel de aceptación que ha tenido, en diversos países, la restricción a libertades básicas y derechos fundamentales en función de la aplicación de políticas “antiterroristas”. La llamada “ley patriota” (cuyo deliberado acrónimo devela el esmero puesto en enfatizar la finalidad por sobre los medios)[76] impuso una serie de restricciones que fueron acogidas con beneplácito por sus directos perjudicados,[77] los que operación psicológica mediante se consideraron los principales protegidos, aunque se avasallen sus derechos ciudadanos. [78]

De igual manera, los más sonados crímenes se pueden cometer con cada vez menor necesidad de ocultamiento. El retroceso ético que supone la aceptación de la contrainsurgencia puede considerarse en la escala moral propuesta por Jean Piaget en 1984 cuando investigaba la noción de la justicia en los niños. Dos de las formas más primitivas de justicia es la retributiva, es decir, lo que vulgarmente conocemos por venganza, y la culpabilidad colectiva y comunicable, son justamente los fundamentos del intervencionismo del nuevo siglo, particular -aunque no únicamente-  de Estados Unidos. Después del ataque sufrido en su propio territorio aquel famoso 11 de septiembre, decidieron que como era posible pensar que Osama Bin Laden haya estado detrás de los mismos, y al ser probable que estuviese oculto en Afganistán, todo el pueblo afgano era responsable y, en consecuencia, debía padecer los horrores de la guerra. Diez años después, finalmente dieron con el paradero del supuesto mentor de tales ataques y lo ejecutaron, sin el menor intento de procesarlo formalmente (venganza).[79] Eso, empero, hizo subir la imagen positiva de Barack Obama en varios puntos de un día para el otro,[80] a pesar de ser un burdo y cobarde asesinato de un hombre sin capacidad de resistirse a un simple arresto, y una flagrante violación de la soberanía paquistaní. Pasa casi desapercibido, asimismo, el reconocimiento de la aplicación de tormentos (submarino seco, interrupción del sueño, diversas formas de degradación, etc.) y la tenencia pública de prisioneros clandestinos, no solo en la base de Guantánamo, sino en diversos países de Europa, África, Asia y Oceanía, con lo que explícitamente se acepta la existencia de campos de reclusión semiclandestinos donde los prisioneros carecen de derechos, incluso de acusaciones formales, y su reclusión es por tiempo indeterminado.[81]

Toda esta marcha atrás moral es consecuencia y, a la vez, componente vital de la política contrainsurgente que considera un estorbo aplicar el derecho internacional humanitario, ya que su respeto generaría una apreciable desventaja militar frente al bando enemigo.[82] La guerra contra la insurgencia solo sería posible desplegarla con cierto éxito si se renuncia a los principios fundamentales de la modernidad. En tal sentido no es un dato menor la emergencia de un tipo de planteo que en su formalización jurídica se conoce como “derecho penal del enemigo”, pero cuyo formato es compatible con grandes líneas de pensamiento contemporáneo, que podríamos definir como el proyecto “anticipatorio”, la prevención por anticipación del hecho. Este formato surge de fundir la prevención con la disuasión; la primera es activa y la segunda pasiva: una cosa es tomar medidas disuasivas del delito, y otra muy distinta (aunque en este enfoque aparece como similar o idéntica) es la de anticiparse al hecho. Se funda en el contrafáctico de lo no ocurrido pero que potencialmente podría ocurrir. Tomando como verdadero lo hipotético, la acción anticipatoria aparece entonces como una “corrección” de la historia. Pongámoslo en un ejemplo. El sujeto A es un terrorista que está a punto de cometer un atentado que produciría una cantidad de víctimas; anticipándose al hecho se lo aprehende o se lo elimina, evitándose de ese modo la acción y, con ello, salvando la vida de las potenciales víctimas. Todo parece muy convincente excepto por la cuestión, no menor, de que tal sucesión de acontecimientos nunca sucedió. Frente a esta objeción, no sin encono se responde: ¿es que acaso hay que esperar a que se produzca el ataque para luego aprehenderlo? La coerción moral que se ejerce con tal pregunta puede invalidar cualquier razonamiento alternativo, pero lo cierto es que no existe certeza alguna de que los hechos se fueran a desarrollar de tal o cual manera, y que solo se trata de una especulación. Nadie puede garantizar que los hechos sucederían necesariamente o inevitablemente así. Porque no se trata de situaciones inminentes, claras y precisas de las que por supuesto se pueden colectar pruebas acerca de las intenciones de un sujeto, sino de presunciones fundadas en un formato de pensamiento especulativo y fuertemente prejuicioso en contra de determinadas figuras. El caso del ciudadano brasileño Jean Charles Menezes asesinado por la policía en el subterráneo de Londres con 8 balazos el 25 de julio del 2005 es un tipo de hecho que resulta mucho más cotidiano de lo que estaríamos dispuestos a aceptar.[83] Esta matriz de pensamiento trasvasa el ámbito estrictamente militar logrando una instalación social de gran envergadura de importantes consecuencias, creando una corriente de opinión que redundará, tarde o temprano, en su beneficio.


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Vemos que la lógica que sustenta la forma actual de la contrainsurgencia para definir su contrincante es idéntica a la lógica que se le imputa a algunos jueces “garantistas”, al reprochárseles que la excarcelación de algunos reclusos redunda en la reincidencia de éstos, tomando en consideración lo realizado después de la liberación, como si el juez pudiera saber ex ante la conducta que seguirá el liberado y mantenerlo recluido por lo que aún no ha hecho pero que, tal vez, luego hará. Esta lógica lineal, menuda, tosca e infantil, se ha explayado en vastas capas sociales, circulando profusamente por los medios masivos de comunicación, siguiendo el mismo formato anticipatorio que surge, en origen, de las políticas contrainsurgentes. Las garantías procesales, los derechos humanos y los derechos civiles se erigen, para esta concepción, en obstáculos que deben ser removidos. Se trata, en tal apreciación, de puros formalismos. Se vacía el contenido que los mismos tienen.

En tanto este formato de pensamiento se extiende como el nuevo sentido común, generalizándose tras el imperativo de la “seguridad”. Obsérvese la similitud del objetivo; la seguridad es una de las principales preocupaciones de la contrainsurgencia. Y, como toda acción de inteligencia, no quedan claros los orígenes, nunca son totalmente visibles para el público –que ha sido objeto de la operación–. Por supuesto no se trata de “inventar” una realidad de la nada, sino de brindar interpretaciones, es decir, formas de vincular elementos de la realidad, pero no de manera sistemática y con arreglo a un método, como es el análisis científico, sino con el deliberado propósito de enfatizar algunos elementos en detrimento de otros, de manera independiente de la frecuencia o relevancia que tenga la presencia de tales elementos en el despliegue de la totalidad.

Operaciones de tal envergadura no son a) de implementación inmediata, ni b) totalmente impuestas, ni tampoco c) plenamente dirigidas por un comando central, idea que se corresponde con la ingenua imagen del “lavado de cerebro”. No. Se trata de construcciones mucho más complejas, en las que ni siquiera todos los que participan de ellas son concientes de que lo hacen. Se trata de estimular determinado tipo de percepción operando sobre estructuras psicosociales muy elementales, como las del miedo y el deseo —estructuras, éstas, que se encuentras hiperestimuladas por la actividad mercantilista del capitalismo actual—, para lo cual, además, conjugan intereses tanto de índole económica como política de sectores relativamente concentrados.[84] La enorme cantidad de mensajes-estímulos que recibimos diariamente satura la capacidad de análisis crítico del habitante medio, y los mismos van sedimentando constituyéndose en certezas sobre las cuales luego se elaboran juicios. De esta manera se va acuñando una forma de pensar, de procesar la información, de producir datos, que conduce inevitablemente a un determinado tipo de conclusiones. Al tratarse de procesos sociales, y no individuales, actúan sinérgicamente potenciándose en cada sujeto. Entonces, mediante el rumor,[85] se certifican como certezas “de primera mano” las sucesivas validaciones reificatorias de un determinado tipo de pensamiento que supera y contraría los postulados de la modernidad. No se tratan los incidentes en tanto tales, sino como ratificación de las nuevas certezas: no hay delitos, sino delincuentes; no hay actos de terrorismo, sino terroristas. Se desplaza el significado de la acción hacia una ontología del sujeto: se es delincuente, terrorista, etc. Observemos las implicancias de esta operación: de acuerdo a los postulados de la modernidad una persona que comete un delito purga una pena y se reinserta socialmente; de acuerdo a la nueva forma de pensamiento vigente, el delito no se trata de un hecho incidental sino que es la acción contenida en la naturaleza de la persona, del delincuente. Naturaleza que, por otra parte, se vincula social y generacionalmente (los delincuentes viven en las villas, son hijos y padres de delincuentes, etc.). ¿Cuál es la única respuesta posible ante ello? De manera más solapada o más abierta siempre aparece: el exterminio (pena de muerte, cárcel perpetua, etc.). ¿No son acaso las mismas estructuras que promueve la contrainsurgencia?

Instaladas por medio del terror, estas estructuras operan con menor densidad en momentos históricos en los que no se requiere un mayor énfasis en su práctica debido al escaso desarrollo de la lucha de clases y la insurgencia. Pero están ahí, incólumes, fortalecidas, vueltas sentido común, constituidas en certezas, dispuestas a ser exacerbadas cuando la situación lo amerite. En el plano de la guerra los Estados Unidos proponen suspender el Derecho pues, afirman sus ideólogos, el enemigo terrorista también avasalla sus parámetros. En la vida diaria de cada uno de nosotros como ciudadanos se nos dice, una y otra vez, que los “delincuentes comunes” tampoco deberían gozar del amparo jurídico puesto que tampoco respetan la ley.

La lucha por la vigencia de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario cobra cada vez más sentido en este contexto, y el sano ejercicio de ir actualizando su contenido se vuelve una necesidad imperiosa al calor de los nuevos desafíos que nos obligan a enfrentar el retroceso inhumano que postula la política imperialista en la “guerra contra el terrorismo” y la “mano” dura en la cotidiana “guerra contra el delito”.[86] En esta dirección es auspiciosa la tarea que están abordando los organismos defensores de los Derechos Humanos en la Argentina en defensa de la represión policial contra los sectores populares donde abrevan los posibles “delincuentes”, y los casos de ejecución sumaria de sospechosos, conocidos como víctimas del “gatillo fácil policial”, asociando la lucha contra el genocidio promovido por la última dictadura con el genocidio que transcurre bajo los gobiernos parlamentarios que la siguieron.

 


Notas:

[1] Universidad de Buenos Aires – Universidad Nacional de La Plata, República Argentina.

[2] Universidad de Buenos Aires – (CONICET), República Argentina.

[3] Gassino, Riobó y Alfaro, 2004: 405/6.

[4] Parte de este argumento también es usado actualmente por los defensores de los miembros de la última dictadura militar argentina juzgados por crímenes contra la humanidad.

[5] Zolo, 2007.

[6] Caro Garzón, 2006.

[7] Aunque aludiremos al tema más adelante, es menester aclarar que los Estados Unidos también han impulsado la insurgencia, de manera abierta, tanto en Afganistán durante la ocupación soviética, como también con la llamada “contra” nicaragüense, y formas más encubiertas, como el financiamiento de las actividades desestabilizadoras previas al golpe de Estado en Chile en 1973. En esta dirección, sobre la pro-insurgencia véase Klare y Kornbluh, 1990: 80-84.

[8] El primer y escandaloso episodio en tal sentido lo ha constituido, sin dudas, el juicio de Nüremberg; no porque los nazis no debieran ser juzgados, sino porque las potencias que lo hicieron habían cometido similares y peores atrocidades, tales como los campos de concentración de civiles (tanto la Unión Soviética como Estados Unidos los tuvieron en su propio territorio), los bombardeos a población civil y, el mayor crimen de todos: el lanzamiento de bombas atómicas. Las restricciones con que actuaron los fiscales es demostrativo de las limitaciones políticas devenidas de tales situaciones.

[9] Bellamy, 2009: 41 y 21.

[10] Cabe aclarar que no debe confundirse el Derecho Internacional Humanitario y los Derechos Humanos. Véase una delimitación en tal sentido en Ramos Flores (2000).

[11] Ramos Flores, 2000.

[12] Es particularmente importante el artículo VIII del Tratado de Paz de Osnabrück, uno de los acuerdos firmados para la culminación de dicha guerra, y que se conocen genéricamente como Tratados de Westfalia.

[13] Bellamy, 2009: 118-9.

[14] Schmitt, 2005.a: 136.

[15] Zolo, 2007: 21.

[16] Sobre los alcances de cada una de estas argamasas jurídico-morales, más allá de lo aquí reseñado, véase Münkler, 2005: 82-3.

[17] Esta cuestión opera de fondo en los juicios que se desarrollan actualmente en Argentina por crímenes de lesa humanidad: la cuestión de si hubo guerra o represión está asociada a si existían o no bandos beligerantes.

[18] Decimos directos por cuanto hay efectos indirectos (pobreza, pérdida de infraestructura, etc.) de la que no pueden ser protegidos.

[19] Schmitt, 2005.b: 16-7.

[20] Muchnik y Garvie, 2006: 47.

[21] Queda constituida aquí como nueva categoría la “población civil” que desde la guerra civil española pasó a ser un blanco principal de las acciones militares (Ramos Flores, 2000: 43). El bombardeo a la ciudad vasca de Guernica es un emblema de esta tendencia y, por supuesto, las bombas atómicas lanzadas en Nagasaki e Hiroshima son el ejemplo más representativo (Bonavena y Nievas, 2009: 104). Un antecedente importante de ataque a la población civil se dio durante la guerra civil norteamericana cuando William T. Sherman bombardeó no combatientes durante el sitio de Atlanta (Bellamy, 2009: 150-1).

[22] Münkler, 2005: 82.

[23] Las derivaciones de asignarle a las partes contrayentes el carácter de iguales fueron muy importantes. Por ejemplo, “El reconocimiento como iguales ante el derecho internacional, aun cuando pudieran existir considerables diferencias a consecuencia de las dimensiones de territorio y del número de habitantes, era un importante medio para impedir que los Estados inferiores en fuerza recayeran en formas asimétricas de hacer la guerra” (Münkler, 2005: 91).

[24] Calvo Albero, 2010: 42.

[25] Nievas, 2006: 66.

[26] Para crítica a las miradas tradicionales sobre la guerrilla española anti-napoleónica véase Esdaile, 2006.

[27] El francotirador, cuya historia se relaciona al desarrollo del arma de fuego, fue una personificación que tempranamente violentó la lógica de la guerra regular y, por ende, sistemáticamente fue condenado como criminal de guerra. Siempre recibió el desprecio de los soldados regulares ya que mata con frialdad; por eso los ingleses durante un tiempo no los avalaron ya que no permitían que un soldado elija a alguien de clase social alta para quitarle la vida (Pegler, 2009: 7 y 11). El derecho de guerra y las convenciones califican al francotirador como combatiente no legítimo y el Tribunal de Nüremberg en su sentencia de 19 de febrero de 1948 declaró su accionar como crimen de guerra. VéasePortal/Foros/Ayuda e Informacion/Manuales Militares y Fichas Tecnicas”; en línea en: http://ejercitoymilitares.mforos.com/1933133/7000090-francotirador/

[28] Klare y Kornbluh, 1990: 16.

[29] Consiste básicamente en la adopción de elementos propios de la práctica insurgente en la acción militar de tropas regulares.

[30] A fin de justipreciar el esfuerzo militar ha de señalarse que el mayor escenario de la guerra no ocurrió en Europa occidental, sino en la oriental. Lo cual no quita méritos a estas formaciones partisanas.

[31] Entendemos por doctrina una serie de preceptos para la acción militar concreta, que difieren de la teoría que remite a un conjunto coherente de enunciados que dan cuenta de la naturaleza de un fenómeno.

[32] Esta táctica sería recurrentemente utilizada por el ejército nacionalista chino contra las tropas de Mao, razón por la que éste teorizó profundamente sobre ellas. Cf. Pamphlet Nº 20-260 (1986).

[33] Al respecto, el alto mando alemán tuvo una política de fuerza y terror colectivo que resultó contraproducente, ya que volcó en su contra gran cantidad de pobladores soviéticos en principio no hostiles para con ellos. Una directriz indicaba: “La insidiosa guerra partisana solo puede ser destruida con la mayor de las resoluciones y una falta de consideración por todos los factores mitigantes. El carácter bondadoso es una estupidez y la blandura puede ser criminal. Los partisanos serán fusilados y la ejecución será ordenada por un oficial. Un partisano muerto es un cero consumado.” Tomado de Willis, s/d: 15.

[34] Por ejemplo, fue arquetípica la acción del ruso anticomunista Kaminski, quien organizó brigadas antipartisanas en el área de Lokot (Willis, s/d: 23/4). En el otoño de 1941, tras la invasión alemana de la Unión Soviética, Iván K. Voskobinkov, alcalde de Lokot, ciudad de unos 6.000 habitantes al sur de Bryansk, ordenó la formación de una milicia de entre 400 y 500 miembros para neutralizar los ataques partisanos contra las vías ferroviarias de la zona y cuidar la estación ferroviaria de Brassovo. Los partisanos mataron al alcalde y gran parte de su estado mayor en 1942. Un sobreviviente,  Bronislav Valdislavovich Kaminski -había estado detenido por los soviéticos bajo la acusación de ser un espía extranjero- fue nombrado como nuevo alcalde. Cuando asumió el mando de la milicia antipartisana buscó apoyo de los invasores alemanes.  El Grupo de Ejércitos Centro comenzó a apoyarlo luego de grandes combates contra las guerrillas comunistas. Le otorgaron más autonomía a su área y tomó parte de grandes operaciones antipartisanas junto a las fuerzas alemanas, sumando a sus propias filas personal alemán como enlace. Sirvió como guías, exploradores y traductores de las fuerzas invasoras y a finales del ’42 tenía unos 10.000 combatientes. Fue llamado ejército nacional ruso de la liberación (Russkaya Osvoboditelnaya  Narodnaya  Armiya) o RONA. Los alemanes la llamaban la Brigada de Kaminski y le encomendaron, nutriéndolos de pertrechos, controlar la presencia partisana y efectuar operaciones de represalia contra la población civil. En el verano de 1943 sufrió muchas deserciones por los triunfos soviéticos. La milicia anticomunista fue absorbida como parte del Waffen SS en junio de 1944, con el nombre Waffen-Sturm-Brigada RONA. En su descomposición la brigada fue acusada de todo tipo de tropelías, entre ellas la violación y asesinato de dos mujeres alemanas. Las causas de la muerte de Kaminsky nunca quedaron claras; una versión señala que fue llevado ante un tribunal militar y fusilado, otra señala que fue asesinado cuando fue arrestado por la Gestapo y, finalmente, se dice que murió en una emboscada realizada por partisanos polacos. Véase sobre el tema Badoglio (s/d) y Medina (2011).

[35] Unos 150.000 guerrilleros soviéticos forzaron a los invasores a emplear contra ellos hasta 25 divisiones, situación que debilitó el potencial militar alemán. Sobre los logros de la resistencia en la URSS véase un detallado informe en Beaufre (1979: 206-14). Por su parte los soviéticos afirmaban que “los luchadores clandestinos y los guerrilleros soviéticos organizaron más de 21.000 descarrilamientos de tre­nes con tropas y material de guerra del enemigo; dañaron 1.618 locomotoras, 170.800 vagones; volaron y quemaron 12.000 puen­tes de carreteras y vías férreas; aniquilaron y tomaron pri­sioneros 1,5 millón de soldados hitlerianos, oficiales y sus cómplices locales; y suministraron muchas informaciones valiosas al mando del Ejército Soviético”. Rzheshevski, 1984: 210.

[36] Un antecedente contrainsurgente muy importante protagonizaron los alemanes ante el levantamiento en África del Sudoeste de los hereros (1904) y la rebelión de los nama (1903); estos últimos desplegaron una tenaz resistencia bajo la forma de guerra de guerrillas. La estrategia empleada por el Teniente General Lothar von Trotha para sofocarlas tenía como antecedente su aplastamiento de la lucha de los wahehe (1896) y los bóxeres (1900-1901). Desarrolló en todos los casos una guerra de exterminio de gran crueldad que puso en funcionamiento, entre otras tácticas, los campos de concentración y otras prácticas genocidas (Welser, 2010: 11-12). Véase también sobre el tema Chalk y Jonassohn: 2010: 306-320).

[37] Explícitamente lo hace Beaufre, 1979: 135.

[38] Calvo Albero, 2010: 42

[39] Acerca del enfrentamiento anglo-boer véase Muchnik y Garvie, 2006: 53-5. Esta guerra irregular también dejó una enseñanza a Inglaterra en lo referido a la cuestión de los francotiradores (Pegler, 2009: 17).

[40] Calvo Albero, 2010: 43.

[41] Beaufre, 1979: 135; Jones, 1968: 179, 192.

[42] Paret, Peter. French Revolutionary warfare from Indochina to Argelia. The analysis of a political and military doctrine;  p. 105. Citado por García, 1995: 87.

[43] Robin, 2005: 71; Beaufre, 1979: 10.

[44] Sin duda otro antecedente importante, aunque poco destacado, fue la experiencia propia de los franceses en la resistencia contra la ocupación alemana. El capitán Paul Alain Léger personifica la relación entre la guerrilla anti-nazi y la lucha contrainsurgente en Indochina y Argelia. Véase al respecto Robin, 2005: 39.

[45] Fue publicado en Buenos Aires en el año 1963 por la editorial Rioplatense; originalmente fue editado en francés en 1961.

[46] García, 1995: 91

[47] Trinquier, 1981: 37-8. Al respecto, dice Schmitt: “El partisano moderno no espera ni gracia ni justicia del enemigo. El dio la espalda a la enemistad convencional con sus guerras domesticadas y acotadas, y se fue al ámbito de otra enemistad verdadera, que se enreda en un círculo de terror y contraterror hasta la aniquilación total” (Schmitt, 2005.b: 18).

[48] Según Trinquier la tortura no sólo no sólo es un “arma legítima”, sino que la evalúa como “natural”, “adecuada” y “obligada” para la guerra contrainsurgente. Es interesante esta conclusión de García: “Resumiendo la argumentación del coronel francés, diríamos que la tortura es al terrorista lo que el arma antiaérea es al piloto de combate y lo que la ametralladora es al soldado de infantería”. García, 1995: 92.

[49] “Los integrantes de las familias eran catalogados en grupos nucleares pequeños enumerados por casas  y  luego por relaciones de parentesco por cuadras, distritos y regiones de la ciudad. En cada nivel, los franceses implementaron una oficina de seguridad haciendo responsables a los cabezas de familia por el paradero de cada uno de sus integrantes” (François, 2009: 68).

[50] Nievas, 2006: 215-59; Izaguirre, 2009: 391-421; García, 1995: 86-93; Mazzei, 2002.

[51] Su enunciación fue hecha en el Field Manual 100–20. Véase un recuento de las denominaciones adoptadas por las fuerzas armadas norteamericanas para nominar a la guerra contrainsurgente en Selser, 1987.

[52] Klare y Kornbluh, 1990: 15.

[53] Las fuerzas armadas norteamericanas en los últimos años trabajan con el supuesto de que “un estudio de insurgencias pasadas o movimientos radicales revolucionarios pueden proporcionar un entendimiento profundo de situaciones similares enfrentadas hoy o en el futuro” (Lowe, 2004: 37).

[54] En esta guerra uno de los repertorios a destacar es el accionar de los francotiradores que con ropas civiles abatían oficiales ingleses con sus fusiles Kentoky o Pennsylvania  (Pegler, 2009: 10).

[55] Becerra, 1975: 10; Bosch, 2005: 29 y 32. Claro está, que estamos aquí frente a una anticipación también británica del planteo de Templer.

[56] Birtle, 2008; Klare y Kornbluh, 1990: 208.

[57] Cabe recordar que Truman complementó su campaña anticomunista en otros países con una política de seguridad interior que tuvo como correlato abonar el arraigo del macartismo (Nigra y Pozzi, 2009: 185).

[58] Zentner,1980: 30-3; Kolko, 2005: 298-302.

[59] Klare y Kornbluh, 1990: 207-13.

[60] Robin, 2005: 344; Klare y Kornbluh, 1990: 34-6 y 12-3.

[61] TRADOC; U.S. Army Operacional concept for Low Intensity Conflict, panfleto 525–44, cap. I.

[62] Este capítulo cobró otra entidad después del 11 de septiembre de 2001, pasando en ocasiones a constituir guerras de media intensidad (caso Afganistán o Irak).

[63] Como reconoce S. Goose, las maniobras “de «proyección de poder» constituyen básicamente un eufemismo para denominar la intervención en el Tercer Mundo”. Goose, Stephen, “Guerra de baja intensidad: sus armas y soldados”, en Klare y Kornbluh, 1990: 133. Los “ataques punitivos” son las represalias militares, como los bombardeos efectuados a la capital de Libia, intentando asesinar a Khadafi en 1986.

[64] TRADOC, 1986: cap. I; Klare y Kornbluh, 1990: 72.

[65] TRADOC, 1986: 2.

[66] Sarkesian, 1985: 11.

[67] En esto se apoyan los teóricos de la “paz democrática” (una variante de la teoría de juegos, pero también emparentada con el planteamiento kantiano de la paz perpetua). Suponen que dos naciones democráticas tienen bajísimas probabilidades de entrar en guerra entre sí debido a que los debates públicos inhiben a los gobernantes a tomar tales decisiones. Y justifican sus errores de predicción justamente en el ocultamiento de información al público por parte de los gobernantes. Waltz, uno de los impulsores de esta teoría, prefigura sus elementos en su primer gran trabajo (Waltz, 2007: cap. IV).

[68] Huntington toma debida nota de esto al reconocer que hay gobiernos reacios a sumarse a lo que consideran el “imperialismo de los derechos humanos”, vista su utilización con fines de vulnerar las soberanías de otros Estados. Cf. Huntington, 2005: 228-235, passim.

[69] La siempre difícil relación con la prensa post-Vietnam y Somalia, ha llevado al ejército de Estados Unidos a plantear una verdadera extorsión: seguridad a los periodistas a cambio de cubrir dónde y cuándo se les indique. Cf. Miracle, 2004.

[70] Bellamy, 2009: 243.

[71] García y Rodrigo, 2008: 181; Goobar, 2011: 23.

[72] “Proteger y servir a la población. El pueblo iraquí constituye el «terreno» decisivo. Trabaje con nuestros socios iraquíes para proveer a la población un ambiente seguro, respetarlos, ganar su apoyo y facilitar el establecimiento de un gobierno del lugar, la restauración de los servicios básicos y el restablecimiento económico.” Patreus, 2009: 2.

[73] “[…] ejércitos muy potentes se han visto desafiados con éxito notable por grupos insurgentes de capacidades aparentemente despreciables. Y de nuevo se han cometido los errores clásicos; dejarse arrebatar la iniciativa, no prestar la atención debida a ganar el apoyo de la población o ignorar los aspectos culturales del conflicto.” Calvo Albero, 2010: 6.

[74] Claro está que las operaciones de inteligencia en la guerra irregular tienen varios objetivos tácticos como la identificación de combatientes enemigos y las redes sociales que los sustentas. Aquí nos referimos a las acciones de mayor envergadura y con más claro peso macrosocial. Sobre el tema, véase Nievas, 2006: 90-3.

[75] Burguess, 2010: 75 y 76.

[76] La USA Patriot Act (“Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism Act of 2001”, o “Unión y fortalecimiento de América por los instrumentos adecuados necesarios para Interceptar y Obstruir el Terrorismo de 2001”) es la ley dictada luego del ataque sufrido en su propio territorio por EEUU.

[77] Un detallado análisis de los alcances de esta legislación puede verse en Vervaele, 2007. Sobre la voluntad exportadora norteamericana de los alcances de la Ley Patriótica véase Pinedo, J.; Calveiro, P.; Rodríguez, E. et. al., 2007: 235.

[78] Kellog, 2006: 65;  Kolko, 2005: 322;  Stanganelli, 2004: 31; Bonavena y Nievas, 2008.

[79] Para Durkheim (1985) a pesar de su evolución histórica, aún en la sociedad moderna, el sistema penal siempre expresa algún grado de venganza. Garland, 2010: 49.

[80] Montoya, 2011: 19.

[81] Hay un documento secreto del Departamento de Justicia de los Estados Unidos enviado al Pentágono, con la firma de John Yoo, que justifica los tormentos a prisioneros acusados de ser terroristas debido a que permitirían “salvar vidas” (Lloret, 2011: 33).

[82] García y Rodrigo, 2008: 133.

[83] Casos así se repiten por decenas en los territorios ocupados por las fuerzas norteamericanas y aliados, pero tienen mucha menor repercusión periodística.

[84] Un análisis más pormenorizado de estos procesos puede verse en Nievas, Flabián; “Medios y política. Los medios de la política y la política de los medios”, en un volumen de próxima aparición. Sobre el miedo, y su impacto en la configuración de lo social, véase de Bonavena, Pablo y Nievas, Flabián; “El miedo sempiterno”; en Nievas, 2010: 21-48.

[85] Los nazis utilizaban en los territorios ocupados como una verdadera arma la argucia de propalar rumores, con el fin de generar o profundizar las contradicciones o rivalidades entre sus enemigos. Sin duda también fueron pioneros en el uso de este recurso y su instalación como táctica contrainsurgente. Véase al respecto Earle Mead, 1968, III: 29.

[86] Para hacer observable el carácter ideológico contra toda evidencia empírica del “peligro” que supone el “delincuente”, que abrumadoramente es un varón joven y pobre, véase de Muchembled, 2010.

 

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[div2 class="highlight1"]Cómo citar este artículo:

BONAVENA, Pablo  y Flabián Nievas, (2012) “La guerra contrainsurgente de hoy”, Pacarina del Sur [En línea], año 3, núm. 10, enero-marzo, 2012. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=368&catid=14[/div2]