Colombia: democracia de hierro y violencia política.
Una aproximación desde la Psicología Social (1960-2010)

Nicolás Armando Herrera Farfán[1]

 

Artículo recibido: 12-12-2012; aceptado: 16-12-2012

Desde una perspectiva psicosocial, el presente texto intenta describir los mecanismos por medio de los cuales se ha intervenido políticamente la subjetividad de la población nacional a fin de que se adopten posturas políticas proclives al proyecto estratégico de la clase dominante colombiana. Al hacer un análisis histórico desde la psicología política (psicohistoria) se encuentra una forma de comprensión del modelo político imperante en Colombia: una democracia restrictiva que combina eficazmente la formalidad democrática con la violencia política represiva. Este tipo de violencia desarrollada sobre el conjunto de la población se ha llevado a cabo a través de tres tipos de guerra: la guerra formal u oficial, la guerra sucia y la guerra psicológica. Se ha buscado generar miedo e inseguridad, emociones que han sido instrumentalizadas políticamente por los discursos más retardatarios asociados al proyecto económico neoliberal.

Palabras clave: Violencia Política Represiva, Colombia, Miedo, Psicología Política, Guerra Psicológica

 

El colonialismo visible te mutila sin disimulo:
te prohíbe decir, te prohíbe hacer, te prohíbe ser.
El colonialismo invisible, en cambio, te convence
de que la servidumbre es tu destino y la impotencia tu naturaleza:
te convence de que no se puede decir, no se puede hacer, no se puede ser.

Eduardo Galeano, La cultura del terror /7

 

1. Palabras preliminares

Psicología y violencia política

Los estudios sobre las relaciones entre Psicología y Política han sido temas de larga indagación y reflexión de filósofos, psiquiatras y psicólogos. Los temas analizados son traídos del universo teórico de la política con el propósito de comprender sus relaciones con la subjetividad, buscando las relaciones entre estructura social y construcción subjetiva, y entre experiencia individual y dimensión colectiva.

Quizás su primer indagador fue Wilhelm Reich, quien reflexionó, entre otros temas, acerca de las relaciones entre ideología y conciencia, y desarrolló estudios sobre el carácter. Entendía la conciencia “como un darse cuenta a nivel psíquico, y  nivel social (de las relaciones sociales)” y la ideología como “la constatación explícita de la divergencia entre conciencia social y situación social” (Lira & Castillo, 1991: 17). Frente al carácter, planteó que era la “cristalización” en el sujeto del “proceso sociológico de una determinada época”. Para él, entre carácter individual y régimen político habían isomorfismos estructurales y funcionales (Martín-Baró, 1998: 52).

Melvin Seeman, Bruno Bettelheim y los pensadores de la escuela de Frankfurt (Marcuse, Adorno y Arendt) también estudiaron las vinculaciones entre psicología y política. Por otra parte, la relación entre violencia, represión política, miedo y amenaza, referidos a contextos políticos específicos de guerra, son parte de la reflexión de Sartre, Canetti y Fanon (Lira & Castillo, 1991).

El estudio de la relación entre psicología y política se ha producido en América Latina en torno a temas como ideología, alienación e identidad nacional (Montero, 2008; González Rey, 1987; Martín-Baró, 1987), conciencia social (Montero, 1987b) organización comunitaria y construcción de ciudadanía (Montero, 2010). Frente a la relación psicología-represión/violencia política, se han estudiado los mecanismos de la represión -como la tortura y las masacres- y los objetivos que se buscaban (Bustos, 1990; CELS, 1989a, 1989b; Dobles, 1990; Montero, 1985; Patrón y Etchegoyhen, 1989), y los efectos psicológicos y psicosociales, como el miedo (Lira, 1987a, 1987b, 1994; Lira & Castillo, 1991; Rozitchner, 1990; Kordon, Edelman et. al., 2005; Garretón, 1990). Los estudios se desarrollaron en medio de dos contextos sociopolíticos privilegiados: las dictaduras militares del Cono Sur y las guerras civiles en Centroamérica.

La producción científica en torno a estos temas fue desapareciendo progresivamente de la agenda intelectual, quizás porque acabadas las dictaduras del Cono Sur y puesto el punto final a la confrontación centroamericana se abrieron nuevos campos e indagaciones: construcción del pos-conflicto, comisiones de la verdad, reparación integral, atención a víctimas, construcción de memoria y búsquedas de justicia.

La Masacre en Colombia vista por Fernando Botero
La Masacre en Colombia vista por Fernando Botero. Fuente: http://jesusmella.blogspot.com/

 

Enfoque psicosocial del conflicto colombiano

En Colombia los temas siguen estando a la orden del día, los anteriores (relacionados con la comprensión psicosocial de la guerra, los impactos psicosociales que genera y la atención a las víctimas) y los recientes (las luchas por la memoria, la justicia y la construcción del posconflicto).

Frente al tema de la violencia política, la psicología ha sumado su voz desde la terapéutica: atención a víctimas, intervenciones clínicas individuales y grupales, estrategias de acompañamientos, atención en crisis. En algunas ocasiones, su aporte ha estado en la reflexión desde la psicología cultural, analizando la “cultura de la violencia”. Las reflexiones y vinculaciones de Psicología-Represión/Violencia Política desde la perspectiva de analizar los planes militares del gobierno, la construcción de la propaganda, las estrategias de la guerra psicológica, la construcción del miedo y su instrumentalización política, la construcción ideológica del concepto de “enemigo” y sus transformaciones a lo largo de cincuenta años de guerra contrainsurgente; es decir, las “estrategias de intervención política de la subjetividad”, es muy escaso.

Considero que se ha priorizado la atención y la terapéutica, dada la magnitud de la crisis humanitaria, y porque abordar este tipo de temáticas no deja de ser un problema que complique la existencia y aún la condición vital de los investigadores. Así mismo, la subdisciplina teórica de la Psicología Política es bastante reciente y los marcos de interpretación y análisis son acotados a problemas que se consideran “estrictamente” psicológicos.

Al rededor de las relaciones entre psicología-represión/violencia política existen cuatro documentos que sirven de marco de antecedentes. Los primeros dos documentos son de Camilo Torres Restrepo (2010). En 1963 escribe el texto La violencia y los cambios socioculturales en las áreas rurales colombianas, en el que estudia el período de “La Violencia” en Colombia (1948-1953) y plantea, en la misma línea de análisis de Fanon (2009) y Martín-Baró (1983), que el contexto de violencia no solo había dejado consecuencias negativas en las comunidades campesinas, sino que constituía el cambio sociocultural más importante vivido hasta entonces, que había facilitado a los pobladores la generación de canales de ascenso propios en diferentes esferas sociales (económica, política, militar, eclesiástica, cultural), modificado su estructura de vecindario, generando un quiebre en el individualismo y transformando sentimientos de inferioridad. Concluye Camilo que la violencia estaba promoviendo la formación de una “subcultura rural”.

El segundo texto de Camilo es un documento inédito y sin fecha, hallado en un archivo privado, titulado “La psicología de la economía”, escrito quizás entre 1963 y 1965. Propone que existe una relación directa entre la forma como se construyen las relaciones sociales de producción y reproducción de la vida, y la manera como las personas afrontan la vida y construyen sus valores, sus creencias y sus proyectos. Este documento se constituye en un antecedente de la Psicología Política desarrollada dos décadas después.

Los dos documentos restantes han sido escritos por el colega Edgar Barrero Cuéllar. El primero de ellos titulado De Macondo a mancuso: conflicto, violencia política y guerra psicológica en Colombia: una aproximación desde la psicología social crítica (2008), tiene la virtud de inaugurar el debate en torno a la necesidad de pensar la violencia política y la guerra psicológica desde una perspectiva disciplinar; sin embargo, a mi juicio es limitado en el análisis del tema y no se anima a ir más allá de lo evidente. El segundo libro Estética de lo atroz (2011) analiza el gusto, el placer, el sentimiento y el disfrute de las clases dominantes colombianas, que se hallan detrás de la violencia política en Colombia. Es una continuidad del primer libro con un mayor nivel de profundidad.

 

Psicohistoria de la violencia política

En el presente documento me interesa hacer una reconstrucción de la historia del conflicto (1960-2010) desde una perspectiva de la psicología social y política. Intento comprender el efecto de la guerra sobre la conciencia política y la subjetividad de la población, es decir, cómo influye la guerra en la opción, decisión y acción política de los colombianos.

Mi hipótesis es que la sociedad colombiana ha venido en un lento pero progresivo proceso de “vuelco” ideológico hacia posiciones políticas más conservadoras y de “derecha”. Sospecho que este cambio político ha sido el resultado de un aceitado plan estratégico de guerra del gobierno colombiano (asociado a los Estados Unidos) en contra de la población civil en general, y de los activistas sociales y militantes políticos en particular, que ha combinado eficazmente el uso de armas visibles e invisibles promoviendo, en democracia, una política de miedo y terror colectivos que han sido instrumentalizados políticamente por los discursos más retardatarios de la escena nacional. Lo ideal sería verificar empíricamente la hipótesis; sin embargo, este trabajo es tan solo una aproximación al problema, fundamentado exclusivamente en referencias teóricas y deducciones documentales.

Tiendo a creer que el modelo de represión y violencia política en Colombia, que podría llamarse también Violencia Política Represiva (VPR), no se ha reducido a la defensa de la soberanía o de los intereses nacionales y tampoco a la aniquilación (física y política) del movimiento insurgente, aunque lo necesite. El objetivo de la VPR ha sido la construcción de una sociedad subordinada que acepte sin ambages los planes económicos del neoliberalismo, la expansión capitalista y los valores de la sociedad de consumo; busca establecer en la vida cotidiana de los colombianos la doctrina del shock (Klein, 2007). Como su interés está en someter a la población a una falsa conciencia que la lleve a aceptar como propia la tesis de que “no hay otra manera de vivir”, encuentra sus víctimas mayoritariamente entre pobladores indefensos, líderes sociales (campesinos, estudiantes y trabajadores), defensores y defensoras de los derechos humanos, periodistas independientes, intelectuales progresistas o portavoces del disenso y el descontento.

A lo largo de este medio siglo, la realidad política colombiana se ha constituido en una combinación de militarismo norteamericano “anti” (comunista, narcóticos, terrorista) con ritos y formalidades democráticas liberales, que da como resultado una democracia militarizada. Algunos investigadores en materia de derechos humanos como el sacerdote jesuita Javier Giraldo Moreno (2003) no han dudado en señalar que el esquema represivo llevado a cabo por el estado colombiano debe ser visto como una continuación por la vía militar del desarrollo de una democracia restrictiva y limitada que censurará de manera explícita o encubierta la participación política de la izquierda en el escenario electoral y representativo. Por su parte, Estanislao Zuleta (1998: 157-165) define el modelo político colombiano como una “democracia enigmática” habitada por el terror “en toda la trama de sus relaciones y en todo el territorio nacional”. Una democracia de “hierro” que se acostumbró a contar casquillos más que papeletas electorales.

La violencia plasmada en la obra del pintor Fernando Botero sólo refleja a Colombia y no la situación actual del estado
“La violencia plasmada en la obra del pintor Fernando Botero sólo refleja a Colombia y no la situación actual del estado”. Fuente: http://resistenciaculturaltamaulipas.blogspot.com

Hace algunos días, un doctorando de nacionalidad colombiana residente en Europa me decía que en Colombia no había triunfado la izquierda porque no tenía un proyecto político sostenible de largo plazo y porque, a diferencia de Francia por ejemplo, no había consolidado una cultura de izquierda que garantizara un caudal electoral constante que la sacara de su marasmo y de su abrumante minoría. Al mismo tiempo, en su análisis-diagnóstico de la realidad nacional, resaltaba como un gran logro de los últimos años el establecimiento de una economía dinámica y moderna que hacía pensar en que Colombia podría salir de la insularidad en la que estuvo embotellada desde su nacimiento como república.

A simple vista estos argumentos parecen contundentes: El pueblo colombiano es un pueblo de preferencia política de derecha que goza de una prosperidad económica que mejora la calidad de vida de la población y la hace sentirse más realizada y con mejores condiciones de existencia. El binomio Conservadurismo (político)-Liberalismo (económico) parecen ser los signos identitarios de la felicidad y la realización colectiva del pueblo colombiano.

Sin embargo, creo que mi interlocutor incurría en dos graves errores: uno metodológico y otro histórico. El error metodológico consiste en pretender analizar la compleja realidad colombiana con categorías eurocéntricas y pretender reducir el “mundo de la política” al resultado electoral. El problema histórico está en simplificar la vida política de la izquierda a su propia incapacidad, miopía política o pereza estratégica, desconociendo la variada y larga tradición política en Colombia (desde el Socialismo Revolucionario y el Liberalismo Radical de los años de 1920 hasta el Congreso de los Pueblos y la Marcha Patriótica de los últimos años). En ambos errores se pierde de vista la cerrazón institucional de la clase dominante colombiana y la máquina de guerra y represión que se ha echado a andar desde las esferas del poder.

 

2. Nociones conceptuales

Violencia y agresión

De acuerdo con Ignacio Martín-Baró (2003: 75), el concepto de violencia es más complejo y engloba el de agresión. Un acto violento es todo aquel “al que se aplique una dosis de fuerza excesiva”, en tanto que un acto agresivo es aquel en el que se “aplica la fuerza contra alguien de manera intencional, es decir, aquella acción mediante la cual se pretende causar un daño a otra persona”. Los actos de violencia requieren de cuatro factores constitutivos: Estructura formal, “ecuación personal”, contexto posibilitador y fondo ideológico.

La estructura formal del acto de violencia da cuenta de la forma extrínseca, pero también la formalidad del acto como totalidad de sentido. De acuerdo a la estructura, se pueden distinguir dos tipos de actos de violencia: el acto instrumental (que es usado como un medio para alcanzar un determinado fin) y el acto terminal (que constituye una finalidad en sí misma). Ahora, la “ecuación personal” hace referencia a que todo acto de violencia es explicable por el carácter particular de la persona que lo realiza. Sin embargo, en algunas ocasiones los actos de violencia pueden llevarse a cabo mediante mecanismos de “despersonalización”, a través de estructuras burocráticas que separan al ejecutante del acto de violencia, del contenido de la violencia y aún de la propia víctima.

Todo acto de violencia es llevado a cabo en un contexto social específico que posibilita su emergencia, es decir, que si el contexto social estimula el uso de la violencia a partir del establecimiento de normas y valores, formales o informales, estos actos van a emerger. Finalmente, los actos de violencia requieren un fondo ideológico, esto es, una justificación que responde a intereses de grupos sociales y económicos y que “autoriza” o “condena” determinados actos y que, en todo caso, puede llegar a “naturalizar” algunos de ellos, considerándolos como parte de la esencia propia de las cosas.

De otro lado, los actos de violencia están constituidos de tres presupuestos:

  1. Presenta múltiples formas. Si se entiende, como dijera Lubek (1979), no como un esquema comportamental definido y permanente sino más bien como un conjunto cambiante de actitudes y conductas, englobar en un mismo concepto los diversos “conjuntos de actitudes y conductas” puede llevar a una simplificación y reduccionismo cuando menos distorsionante.
  2. Tiene un carácter histórico. Todo acto de violencia responde a un contexto social específico y a una justificación/significación social. Intentar analizar un acto de violencia sin tener en cuenta los actores que lo llevan a cabo, las motivaciones que lo impulsaron, la génesis del acto y los objetivos que se perseguían, puede producir valoraciones epidérmicas y formalistas que no permiten comprender sus verdaderos significados.
  3. Sigue una lógica de espiral. Los actos de violencia social tienen un peso autónomo que los dinamiza y multiplica, en tal medida y dimensión que una vez puestos en marcha, tienden a incrementarse en magnitud, proporción y recurrencia, sin que baste para detenerlo el deseo o el conocimiento de sus raíces.

De las múltiples formas que presenta la violencia, me interesa resaltar por lo menos tres tipos distintos: La violencia delincuencial, la violencia estructural y la violencia política represiva.

<em>El Desfile</em>, del pintor colombiano Fernando Botero, retrata las décadas de violencia en Colombia
El Desfile, del pintor colombiano Fernando Botero, retrata las décadas de violencia en Colombia”.  Fuente: http://latrincheraobrera.files.wordpress.com

La violencia estructural es la misma violencia “institucionalizada” que denunciaron los obispos en Medellín en 1968, y hace referencia a un tipo de violencia que ha sido “naturalizada” (Montero, 2006b) como parte de la forma “normal” de ser de la vida en sociedad, que es mantenida por las instituciones sociales y que se encuentra justificada y legalizada. Constituye un tipo de violencia contra las personas que está incorporada a la naturaleza del orden social establecido, que puede ser interpretado como “un desorden ordenado” (Martín-Baró, 2008: 13-88). Por otra parte, la violencia delincuencial alude al conjunto de actos relacionados con las actividades delictivas propiamente dichas, como el robo y el homicidio, que son estimulados por la falta de oportunidades de trabajo y que se encuentra supeditada a los otros dos tipos de violencia.

La violencia política hace referencia al conjunto de actos violentos que son desencadenados con una intencionalidad política manifiesta o soterrada, que aluden a la defensa (conservación) o ataque (subversión) de un modelo político propiamente dicho y que se ejecutan sobre personas con la intención de impactar en su conciencia, decisión o filiación política. Siguiendo a Lozada (1986), la violencia política es “toda acción que causa daño físico significativo o amenaza causarlo a personas o bienes, y que lo hace en virtud de la identidad política que la persona profesa o del cargo público que desempeña”. Los actos de violencia política que se ejecutan con la intencionalidad de conservar el modelo político establecido constituyen un tipo de violencia instrumental: La Violencia Política Represiva (VPR). Como su objetivo es la conservación del modelo vigente de la sociedad, su “blanco” no se reduce simplemente a los opositores más visibles, activos y reconocidos, sino que busca al mismo tiempo, “el sometimiento progresivo del conjunto de la población mediante la internalización de las amenazas vitales, de tal modo que se produzca una autorregulación aprendida de la conducta social deseable”, (7) entendido como un proceso de “aniquilación, en cuanto sujetos y en cuanto proyectos personales y sociales” (Lira, 1987a). De esta manera, la VPR es al mismo tiempo un mecanismo selectivo y totalitario. Edgar Barrero (2008) no duda en señalar que este tipo de violencia “contiene una poderosa carga de intereses de todo tipo, siendo los económicos, militares e ideológicos, los principales” ( 50).

De acuerdo con Amalio Blanco (2008) las formas de VPR son perpetradas de manera racional, sistemática, organizada y deliberada en contra de personas “a las que se les ha arrebatado de manera injusta e injustificable su vida, se les ha injuriado y humillado, se ha asestado un golpe seco y repentino a su integridad mental, se ha herido su auto-estima, se les ha convertido en un objeto” (260) a merced de los que se consideran autorizados para ejercerla.

La Violencia Política Represiva (VPR) se ha llevado a cabo a lo largo del período delimitado (1960-2010) mediante la aplicación de dos modalidades complementarias. La primera de ellas, encaminada a la persecución y combate frontal a las unidades guerrilleras y que tiene como finalidad la eliminación de los combatientes (actos intrínsecos de la guerra). Es desarrollada directamente por agentes del Estado (Fuerzas Armadas o de Policía) y establece claramente los actores (militares y guerrilleros) y los objetivos de las operaciones (establecer el control del orden público y evitar la subversión). El conjunto de estas acciones constituye la Violencia Bélica Oficial o Guerra Formal.

La segunda modalidad, está direccionada en contra de la sociedad civil desarmada (el no-contendiente en la guerra) y busca desactivar cualquier forma de organización, politización o disenso que esté en contravía de los intereses y las intenciones de la clase dominante. A la población se le acusa de colaboración, contubernio, aceptación o simpatía (real o ficticia) de la acción e ideología insurgentes. Acude al uso de armas invisibles como la propaganda y los rumores (Guerra Psicológica) o de armas visibles (Guerra Sucia). Se lleva a cabo mediante un claroscuro de los ejecutantes y de los móviles y genera una distancia entre el aparato militar y los ejecutores. Esta modalidad se conoce con el nombre de Violencia Extraoficialo Guerra Paralela. La guerra paralela pretende eliminar físicamente a la oposición al mismo tiempo que lograr su conquista psíquica. “Eliminación física” y “conquista psíquica” constituyen las palabras claves de las guerras “sucia” y “psicológica”.

La Guerra Sucia (GS) es llevada a cabo por “agentes encubiertos” o, directamente por unidades paramilitares y “escuadrones de la muerte”. Cuando es llevada a cabo por agentes estatales como una acción “encubierta” opera como un mecanismo que se pone en marcha “en función del proyecto de sociedad, y en particular del sistema político que se intenta proteger, así como del régimen económico que se desea implantar y de sus consiguientes regulaciones de control y legitimación” (Lira, 1987b, pp. 4). En estos casos, las prácticas represivas suelen presentarse de dos maneras: una pública (denuncias, allanamientos, detenciones, etc.) amparada en una forma legal (orden de captura, de cateo, etc.) que sustenta su legitimidad social, y otra privada (detenciones nocturnas, torturas, interrogatorios, etc.) que se desarrolla en medio del silencio social y del claroscuro judicial. Por otro lado, cuando es adelantada por unidades paramilitares o “escuadrones de la muerte”, el objetivo de eliminar físicamente a la oposición se llevará a cabo evitando los “costos políticos” para la clase gobernante, esto es, salvaguardando la imagen pública de las Fuerzas Armadas.

Martín-Baró (1990) señala que la GS pretende cumplir tres objetivos: 1) desarticular las organizaciones populares de masas, 2) eliminar las figuras visibles y significativas de la oposición, y 3) debilitar la base de apoyo del movimiento revolucionario en todos los sectores: profesionales, estudiantes, trabajadores y campesinos.

La Guerra Psicológica (GPs) o Acción Psicológica (APs) pretende cumplir los mismos objetivos pero mediante la inutilización mental del enemigo. Debe ser entendida como aquella encaminada a alcanzar el dominio de la voluntad del Otro por medio de la ocupación de su subjetividad, es decir, construyendo la subjetividad en fortaleza del enemigo en un proceso de suplantación. Se trata de que acepte las ideas ajenas y contrarias como propias (Lira & Castillo, 1991), “aniquilándolo en su espíritu, modificando su ser conformando de otro modo su aparato psíquico: lograr que uno se convierta en lo contrario” (Rozitchner, 1990: 114). Este proceso de anulación termina doblegando todo lo que el ser humano ha conquistado en términos de autonomía adulta, en una suerte de “infantilización”. La modificación del aparato psíquico puede manifestarse de tres maneras: desmoralización, convencimiento sobre lo inadecuado o inútil de seguir luchando, o una comprensión nueva sobre el conflicto. (Martín-Baró, 1998).

La GPs busca que los sujetos descarten cualquier alternativa política distinta a la establecida por el organismo de poder, no porque interese en sí misma su adhesión sino como una manera táctica de restarle apoyo al enemigo; “se trata de quebrar a la persona, de acabar con su autonomía y su capacidad de oposición, no de dar campo a su libertad y a sus opciones” (Martín-Baró, 1990: 165). La idea básica es crear actitudes y sentimientos en los sujetos que les permita desarrollar una identidad y pertenencia con el grupo dominante (al que consideran propio) a la vez que desarrollen actitudes y sentimientos hostiles hacia los demás. Así pues, la GPs se constituye en un modelo de guerra continua en la cual no hay campo de paz, aboliendo progresivamente la distinción clásica de paz y guerra. (Rozitchner, 1990; Lira, 1990).

http://rondandoinambari.blogspot.com
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Aunque la GPs vea en la propaganda la herramienta privilegiada, para lograr sus objetivos de “controlar las opiniones, ideas y valores y construir la verdad histórica” necesita del control y la coordinación de todos los campos de la información, la política, la economía, la religión, la educación y la cultura. El plan psicológico de dominación de la población civil, requiere para el logro de sus objetivos la integración de las instituciones estatales con aquellas que se consideren afines (Rozitchner, 1990), porque se necesita tener un control absoluto del presente y una redefinición del pasado para poder garantizar que el futuro responda a las necesidades del grupo dominante. Esta guerra requiere que se aplique en la vida social aquél ambicioso eslogan orwelliano: “El que controla el pasado, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado”. Sólo así se podrá llegar a la convicción a la cual llegó Winston después de su período de “recuperación” cuando estuvo frente a un tablero de ajedrez: “Las blancas siempre ganan. (…) Siempre, sin excepción; está dispuesto así. En ningún problema de ajedrez, desde el principio del mundo, han ganado las negras ninguna vez”. (Orwell, 2011: 42; 303).

Martín-Baró (1990) enseñó que la guerra paralela recurre principalmente a dos sentimientos humanos: la inseguridad y el miedo. La GS crea el ambiente de inseguridad y miedo a partir de la represión aterrorizante, es decir, por medio de actos públicos y divulgados de crueldad extrema que generan un miedo masivo e incontenible: las masacres. No fueron cometidos aleatoriamente y tampoco fueron reproducidos por parte de los medios de comunicación únicamente con el propósito de informar. Tanto la acción de “masacrar” como la acción de “informar” detallada o descarnadamente traían consigo una intencionalidad política manifiesta: inmovilizar. La GPs promueve el ambiente de inseguridad y miedo, mediante la represión manipuladora, que no buscaba paralizar completamente a la población sino inhibir su rebeldía potencial mediante una dosificación de amenazas y estímulos, de premios y castigos, de actos de amedrantamiento y muestras de apoyo condicionado; esto se logra mediante la combinación efectiva de acciones cívico-militares con la militarización de la vida cotidiana de la gente, donde quede siempre latente la amenaza represiva, de tal suerte que cualquier acto de represión podrá reavivar el sentimiento de miedo. Ya Camilo Torres (2010: 108) lo había descrito en 1965: “El ejército empieza con la acción cívico militar y acaba con los bombardeos, empieza sacando muelas y acaba metiendo bala. (...) Los militares llevan una mano adelante con el pan y otra atrás con el puñal”.

Hay que decir también, que la participación de la psicología en el diseño e implementación de la guerra no se reduce a las “operaciones psicológicas”. También existen estrategias de intervención o de aplicación del conocimiento psicológico que puede llegar a convertirse en una verdadera “arma científica del terror”, por el empleo asociado de técnicas antiéticas que pervierten la terapéutica psiquiátrica o psicológica. (Lira, 1990). Un ejemplo de esto pueden ser las investigaciones desarrolladas por el psiquiatra Ewen Cameron quien al amparo y financiación de la CIA y el gobierno canadiense buscó “borrar las mentes de las personas y reconstruirlas desde cero” por medio de un uso combinado de electro-choques, cócteles medicamentosos e intervenciones y alteraciones sobre los ritmos del sueño que podían llevar a estados de coma inducidos. Los resultados estaban vinculados con un tema de interés para la CIA: El miedo (Klein, 2007).

La combinación de las dos modalidades de la VPR se constituyen en una estrategia única de control social que busca construir un “consenso social” en función de los intereses políticos, económicos y militares estratégicos de la élite nacional asociada a su par norteamericana, apoyada en el empleo  de armas visibles e invisibles que matan, amedrantan y convencen, que persuaden y disuaden simultáneamente. El resultado es la construcción de una realidad política cimentada en el miedo, el terror y la inseguridad que es administrada por la clase política dominante. Como lo asevera Adolfo Pérez Esquivel (2000), la violencia política represiva, “genera miedo y su acción somete y paraliza a la sociedad, imponiendo determinados comportamientos; lleva al silencio y la intimidación, condiciona las conductas y reduce a lo más íntimo de cada ser sus comportamientos sociales” (10).

www.hechoencali.com
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Amenaza y miedo

Desde el punto de vista de la psicología, el miedo se ha entendido como “una emoción intensa, que indica que el significado que el sujeto atribuye a la situación en la que se halla, es de peligro y el sujeto la percibe y comprende como una amenaza vital” (Lira, 1987b: 2). Dicha amenaza incluye la muerte física, la violación de la integridad corporal, una incapacidad de acceder plenamente a los medios de vida -como empleo o salario suficiente- y una imposibilidad a realizar la vida de la cada cual de acuerdo a “los valores, creencias y propósitos que se consideran inherentes a la vida humana” (Lira, 1987b:. 2). El miedo puede alterar el equilibrio emocional y el funcionamiento psíquico, desencadenando procesos psicopatológicos específicos en los sujetos que han sido víctimas de represión política, tales como el desarrollo de conductas paranoides y la generación de elementos “aparentemente delirantes”, que deben ser confrontados con las circunstancias sociohistóricas concretas donde se produjeron. Quizás, la frase coloquial de que “los izquierdistas son todos paranoicos que se sienten perseguidos”, no sea simplemente una sensación infundada.

El miedo genera dos polos de la misma experiencia: por un lado la angustia desarrollada a partir de la conciencia de la vulnerabilidad física y psicológica, que lo llevan a pensar que la única manera de librarse de esta es mediante la renuncia a “aquello que el sujeto más valora y que constituye la manera como ha concebido el desarrollo y realización de su existencia” (Lira, 1987b: 2); la angustia revela no solo el temor a sufrir consecuencias represivas sino la incapacidad de poder revertir y modificar la situación. Por otro lado, está la culpa consigo mismo y con los otros de “no haber hecho lo debido”, a consecuencia de haber renunciado a su proyecto vital, y de haberse retrotraído de ocupar un lugar en las tareas sociales y políticas. El miedo desencadena en los individuos y los grupos, conductas que pueden ser de dos tipos: o agresivas, violentas y/o proactivas (Martín-Baró, 1983; Torres, 2010; Fanon 2009) o apáticas y resignadas a las circunstancias sociales y políticas (Lira, 1987b).

Tiendo a creer, siguiendo a Elizabeth Lira y María Isabel Castillo (1991), que tanto en los procesos dictatoriales (como los del Cono Sur) como los de guerras endémicas (como el caso colombiano), “la existencia de una amenaza política permanente produjo una respuesta de miedo crónico”, pues el miedo “deja de ser una reacción específica a situaciones concretas y se transforma prácticamente en un estado permanente en la vida cotidiana, no solo de los afectados directamente por la represión, sino de cualquiera que pueda percibirse amenazado”. (7)

Desde el punto de vista de la instrumentalización política, el miedo opera como un instrumento de intervención subjetiva, que se “asienta sobre experiencias traumáticas anteriores propias o ajenas ligadas a la participación social y política” (Lira, 1987b: 7). El miedo como instrumento político apunta a dificultar la libre determinación de los sujetos, personales y colectivos, sus formas de gobierno, sus representantes y sus mecanismos de participación, constituyéndose en una “táctica de guerra y de manipulación subjetiva” aplicable al conjunto de la población buscando generar a nivel privado o público el ansiado control social. Con el miedo se busca el sometimiento y pasividad de amplios sectores sociales. El miedo va moldeando actitudes inhibitorias y autoncesuradas que impiden la consolidación de una sociedad democrática (Lira, 1990).

Garretón (1990: 220) asegura que el miedo predominante en las dictaduras es el miedo a la muerte, pues en los regímenes democráticos se generan mecanismos de control para ciertos tipos de miedo. Sin embargo, si uno echara un vistazo a regiones azotadas por el Plan Colombia (como el sur del país) o por el accionar del paramilitarismo (como en el norte colombiano) podría poner en duda la aseveración de Garretón o la condición democrática del régimen gobernante en Colombia.

Este autor plantea que existen dos miedos vinculados al mundo de la infancia. El primero de ellos relacionado con lo desconocido que se simboliza con la referencia a la “pieza oscura”, se trata de un miedo respecto de algún mal que se sabe existe, pero que no se conoce su naturaleza exacta: “se percibe que el golpe o daño es inminente, pero se ignora de dónde y cómo viene”. El segundo miedo está vinculado a la certeza de la amenaza, relacionado a “el perro que muerde”: “se sabe, por memoria o anticipación, del mal que se va a sufrir y es a esa experiencia, cuyas dimensiones dañinas se conocen perfectamente, a la que se tiene miedo”. Estos dos miedos se expresan también en el mundo de la política, cuando se relacionan con el miedo de los vencidos y el miedo de los vencedores.

El miedo de los vencidos es un miedo primario y existencial, vinculado directamente al terror a la muerte o a la pérdida de la integridad física, la desaparición, la tortura, el destierro. Está atravesado por los sentimientos de derrota o percepción del poder invencible del enemigo que provoca fracaso propio o pérdida de la oportunidad de realización personal y colectiva. Es una combinación del miedo por certeza (terror por la represión sufrida en carne propia) con el miedo por incertidumbre (las nuevas situaciones que traen consigo amenazas). El miedo de los vencedores es un miedo al futuro (miedo por incertidumbre), producto de la sensación de que toda victoria es efímera y el día de mañana los vencidos le den la vuelta al asunto social; es un miedo cómplice tácito o explícito.

La propaganda oficial cumplirá un papel significativo en la reactivación de los miedos: mostrará recurrentemente a los vencedores qué tan cerca se estuvo de la catástrofe, y a los vencidos les señalará los éxitos de la represión, y la sociedad entera la mantendrá en vilo denunciando la presencia de “un enemigo” que aún no ha sido eliminado y que necesita de su concurso para poder destruirlo.

http://35muertos.blogspot.com
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3. Psicohistoria de la Violencia Política en Colombia

Génesis del conflicto colombiano

Desde su nacimiento como república, Colombia ha estado sometida a un proceso de guerras sucesivas que han venido mutado con el paso del tiempo, resignificando los actores, los motivos y el papel del Estado y sus funcionarios. Si se pone el oído en el corazón de la historia nacional se puede escuchar el susurro popular de aspiraciones y reivindicaciones frustradas y reprimidas sistemáticamente por parte de la clase política tradicional asociada a la clase económica minoritaria, y la voz quejosa y rabiosa del pueblo que ha seguido organizándose y rebelándose contra las verdades absolutas y los consensos políticos, defendidos con las bayonetas.

El país recibió el siglo XX en medio un clima de confrontación política y pugnas partidistas entre liberales y conservadores; mientras los primeros postulaban un gobierno federal, los segundos abogaban por un modelo central (la discusión sostenida entre Bolívar y Santander, un siglo atrás). La divergencia estalló cuando los conservadores, convertidos en gobierno a partir de 1886 derogaron la constitución federal de 1863 impulsada por los liberales e instauraron un modelo nacional centralizado. La llamada “Guerra de los Mil Días” (1899-1902) representó el punto de ruptura frente al diseño y proyecto de país impulsado por los conservadores, y profundizado por ellos mismos hasta cuando perdieron las elecciones en 1930.

La emergencia en los años de 1920 del Partido Socialista Revolucionario fue un bálsamo de esperanza política. Su propuesta de articulación multisectorial tuvo su punto álgido cuando movilizaron hacia una huelga a los trabajadores bananeros de la zona norte de Colombia para exigir demandas laborales y condiciones de dignidad a la norteamericana United Fruit Company. La huelga fue reprimida violentamente en el año de 1928, cuando los nidos de ametralladoras estatales interpretaron la primera sonata trágica de la historia en contra de los trabajadores.

El triunfo liberal de 1930 abrió un camino de secularización de la vida civil, promovió el desarrollo de la industria nacional e inició la discusión sobre el tema de la reforma agraria y la organización campesina por medio de asociaciones de labradores conocidas como Ligas Campesinas Liberales (“Ligas”) y Sindicatos Agrarios (“Sindicatos”). La política agraria y la organización campesina se convirtieron en el “blanco” de las críticas, las amenazas y la violencia política impulsada por los conservadores durante todo el período de gobierno liberal (1930-1946).

Las “Ligas” y los “Sindicatos”, impulsados por el oficialismo del Partido Liberal, en diversas regiones del país fueron tomando un cariz distinto cuando comenzaron a ser influenciadas por líderes del recién creado Partido Comunista y del Movimiento UNIR (disidente del liberalismo). Estas expresiones radicalizadas no solo pidieron reducción en los alquileres de los campos, mejoras laborales y libertad de cultivos; también reclamaron la ansiada redistribución de la tierra por medio de una reforma agraria, y para ello comenzaron a apropiarse de grandes latifundios.

Los propietarios respondieron agrupándose inicialmente en la SAC (Sociedad de Agricultores de Colombia), y luego en el SNP (Sindicato Nacional de Propietarios), bajo el lema “Propietarios del país, uníos”. Por medio de unidades de policía politizadas por el conservatismo y por ejércitos paralelos que defendían los intereses de los terratenientes y propietarios, asediaron una y otra vez a las “Ligas” y los “Sindicatos”. Un ejemplo paradigmático de aquellos ejércitos lo constituye la “PoPol” (Policía Política), una organización militar conducida directamente por los jefes del Partido Conservador: Laureano Gómez (Presidente del directorio nacional conservador) y Mariano Ospina Pérez (Presidente de Colombia, 1946-1950). La PoPol se caracterizó por un modelo de guerra sin escrúpulos que incluyó violaciones, torturas, asesinatos, hurtos y despojos de casas y tierras.

Actuaron inicialmente en el departamento de Boyacá, pero se esparcieron, como organización o como modelo de guerra, hacia otros departamentos donde era menester mantener a salvo el modelo de producción y de propiedad de la tierra (las zonas Cafeteras y de cañaverales de Caldas, Risaralda, Quindío, Cauca y Valle del Cauca) o combatir los brotes guerrilleros de autodefensa campesina en los que se había convertido varias de “las Ligas” y los “Sindicatos” para resistir el exterminio y consolidar las ocupaciones de baldíos o latifundios (como en los Santanderes, los llanos orientales, el sur de Cundinamarca, norte del Huila y sur del Tolima). Ofensiva policial y paramilitar conservadora de los propietarios (que incluye a la PoPol y a los “pájaros”, una suerte de sicarios y mercenarios de los terratenientes) y autodefensa guerrillera liberal de los campesinos, comenzaron a enfrentarse desde mediados de los años de 1930 y solo se detuvo su modelo de guerra dos décadas después.

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Para el año de 1946, autodefensa y represión avanzaron de manera significativa. Ya no existía la UNIR y el Partido Comunista había sido ilegalizado, y en los campos la estructura conservadora combatía al liberalismo. El jefe de la UNIR había sido un jurista mestizo, hijo de un librero y una maestra de escuela, que había llevado el alegato de defensa de las familias de los masacrados en 1928 y había defendido varias causas populares. Tenía su propio criterio respecto del tema de Panamá y de las concesiones que gozaba la Tropical Oil Company en la extracción petrolera. Los conservadores lo miraban como una amenaza y no dudaron en llamarlo “comunista”. Mientras se celebraba la IX Conferencia Panamericana en Bogotá fue asesinado en las calles. Se llamaba Jorge Eliécer Gaitán y lo conocían como “el caudillo del pueblo”.

El 9 de abril de 1948 el pueblo estalló de cólera, dolor, descontento y resentimiento. La pueblada nacional que encontró en “el bogotazo” su imagen más cristalizada, fue la respuesta popular. Con su muerte se alcanzó el clímax de la represión en contra de los campesinos, pero también se abrió un nuevo período de la historia nacional. Gaitán había previsto que si lo mataban “correrían ríos de sangre que no pararían por cincuenta años”. Y de eso ya ha pasado 64 años.

La represión impulsada por el gobernante Partido Conservador fue feroz. Desde 1948 y hasta 1953 Colombia asistió a una trágica realidad terror y sadismo sin límites. La PoPol y los “pájaros” masacraron y asolaron al país en una carnicería humana que solo pudo ser nombrada como “La Violencia”. El miedo y la inseguridad se convirtieron en el signo de la política nacional.

La sangre se volvió río y amenazó con inundar las casas de los propietarios y los caciques políticos, por eso la jefatura liberal-conservadora impuso un régimen militar para pacificar el país. Cuando el General Gustavo Rojas Pinilla asumió el mando, la PoPol se desarticuló. El nuevo gobierno propuso una amnistía y un programa de reconstrucción de las áreas afectadas con el que esperaba la desarticulación del movimiento guerrillero liberal. Los llaneros aceptaron la propuesta, y una vez depuestas las armas los líderes rebeldes fueron asesinados, mientras se legitimaba la concentración de la tenencia de la tierra y la contra-reforma agraria llevada a cabo en las operaciones de los para-ejércitos.

Mientras Rojas Pinilla llevaba adelante su campaña de “paz con represión” (1953-1956), los jerarcas del bipartidismo sellaban en la España franquista un pacto que consistía en la alternancia en el poder durante cuatro períodos presidenciales (16 años), la división equitativa del presupuesto nacional y una paridad en la cuota burocrática: el Frente Nacional. Consideraban que de esta manera volvería la paz al país, cerrando el paso a cualquier otra alternativa política (los fantasmas del comunismo, el unirismo gaitanista y el populismo de Rojas Pinilla). Depusieron a Rojas tildándolo de Dictador, luego instalaron una Junta Militar de transición y llamaron a las elecciones en 1958.

He aquí la genealogía del conflicto contemporáneo y de la guerra paralela y los antecedentes de una práctica sistemática de la clase dominante de oponerse a la apertura democrática y política nacional por medio de la violencia en contra de la población en general y de los militantes políticos de oposición en particular; también las consecuencias psicosociales que genera la guerra se hallan en este mismo período: la polarización política, el estereotipamiento, la promoción del miedo, la inseguridad y el terror -y su administración política-, y la guerra psicológica.

 

Tío, ¿dónde está el enemigo?”

La disposición congénita de la clase gobernante de promover la intolerancia y la polarización política fue el terreno fértil sobre el cual los Estados Unidos sembraron las semillas de sus estrategias y doctrinas militares, cuando acabada la II Guerra Mundial se inició la Guerra Fría. El bloque de poder, que había dejado de lado sus disputas interpartidarias en pos de la constitución de un frente común de dominación (Frente Nacional) comprendió que no se podía señalar a sí misma como “enemigo”, pues eso sería un suicidio. Necesitaba un “enemigo” al cual combatir monolíticamente.

Los Estados Unidos tenían un enemigo que emergía con más claridad acabada la II Guerra Mundial: La Unión Soviética. El Tercer Mundo aparecía ante los impávidos ojos de la Europa colonizadora, por medio de las luchas anticoloniales que brotaron en campos y selvas de Asia y África. Aunque las luchas “de liberación” no fueran inspiradas o apoyadas por los soviéticos, los Estados Unidos sospechaban que detrás de cada reivindicación nacional se hallaban los intereses geopolíticos moscovitas; en cada hambriento veían la cara de Lenin y en cada guerrilla la bandera roja izada en el Kremlin. Por eso pensaban que cada país tenía un “enemigo interno” que debían combatir y eliminar. El asunto era de “Seguridad Nacional”.

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Los Estados Unidos tenían el enemigo que la clase dominante colombiana necesitaba. Enemigo y necesidad se encontraron cuando el ejército colombiano participó en la Guerra de Corea de 1950, del lado norteamericano. La clase dominante colombiana convertida en un solo partido, simplemente tuvo que llenar de contenido el concepto de “enemigo” en función de los intereses propios y los de su jefe colonial.

El pacto se selló al inicio de la década de 1960, cuando los norteamericanos presentaron la “Alianza para el Progreso” como una manera de bloquear la influencia cubana sobre América Latina, promoviendo el reformismo político y medidas paliativas en una suerte de “Plan Marshall” para la región. La “Alianza” incluía un proyecto militar de control y de dominación, que se construía sobre la base del discurso del “enemigo interno”, lo que obligaba a los ejércitos nacionales a volcarse sobre su territorio e iniciar una purga al interior de su población. El “kit” norteamericano no se limitó a proveer el enemigo interno, también aportó la forma de combatirlos (Manuales de entrenamiento), la asesoría de expertos (oficiales militares), la academia para prepararse (Escuela de las Américas) y el marco ideológico (las “Doctrinas”).

Durante la década de 1960 América Latina se convirtió en un inmenso teatro de operaciones contraguerrilleras y de intervención militar que se inauguró con el desembarco de mercenarios en la cubana Bahía de Cochinos (1961), la invasión norteamericana a República Dominicana (1965), la caída de Camilo Torres en Colombia (1966) y la detención y fusilamiento de Ernesto Guevara en Bolivia (1967). La Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) se formuló como el marco general de acción militar durante dos décadas (1960-1970) y dio lugar a las dictaduras militares como fórmula privilegiada de poder político. Para que funcionara, la represión y el control del Estado debía estar en manos de los militares.

La década de 1980 abrió la discusión de los Derechos Humanos y se impulsó desde los Estados Unidos una política en su defensa como condición esencial para preservar las democracias (reconstruidas de acuerdo a los intereses estadounidenses luego de las dictaduras). Para poder soportar la dominación y seguir combatiendo las guerrillas (fuertes en Centroamérica) redefinieron el modelo de guerra: los militares debían hacerse a un costado, abriéndole el camino a “escuadrones de la muerte”, “Contras”, grupos paramilitares y unidades “indefinidas” que acecharan, asediaran y aniquilaran al “enemigo interno”. Se implantó la táctica de “Guerra Sucia” prototípica del Conflicto de Baja Intensidad (CBI).

Con la caída del Muro de Berlín y del campo socialista, la pérdida de las elecciones de los Sandinistas en Nicaragua, el azote a Cuba por el embargo económico y los procesos de pacificación en El Salvador y Guatemala, los Estados Unidos se quedaron sin contrapeso en el escenario mundial y el discurso de enemigo interno que habían forjado a lo largo de cuatro décadas entró súbitamente en desuso. Con la invasión de Panamá en 1989 los norteamericanos construyeron rápidamente su nuevo enemigo: el narcotráfico. Y a partir de 1990, la política antidrogas dominó la escena regional y los “esfuerzos militares”. La persecución antinarcóticos solo se redefinió en el año 2001, cuando en un hecho trágico para la historia mundial, se presenten los hechos luctuosos de Nueva York el 11 de septiembre. El enemigo global que regirá las políticas militares de los inicios del siglo XXI será el terrorismo internacional.

 

Los últimos 50 años: una mirada psicosocial

Si miro el conflicto contemporáneo desde una perspectiva psicosocial puedo establecer cinco períodos que favorecen el análisis y la comprensión:

a)      Experimentación: “Ensayo y error”. (1960-1978)

b)      Terrorismo de Estado: República Militar. (1978-1985)

c)      Guerra Sucia I: Sembrando el Miedo: Descabezando el movimiento social. (1986-1994)

d)      Guerra Sucia II: Sembrando el Terror: Expansión y consolidación Paramilitar. (1995-2005)

e)      Guerra Psicológica: Refundación de la patria y legitimación del crimen. (2005-2010)

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a). Experimentación: “Ensayo y error”. (1960-1978)

Este período está marcado por el inicio de la guerra contrainsurgente. Lo considero experimental en la medida en que tanto los Estados Unidos como el gobierno colombiano están probando el modelo de guerra que van a desarrollar en el país. Ambos parten de una base legal: el acto legislativo No. 6 de 1954 en el cual se prohíbe la actividad política del comunismo. También parten de un antecedente: la participación de Colombia en la Guerra de Corea como aliado de los Estados Unidos. El contexto político-económico está signado por la “Alianza para el progreso” y el diseño de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN). En el ámbito nacional se desarrolla el Frente Nacional (1958-1974), con un gobierno extra-Frente, el de Alfonso López Michelsen (1974-1978). El enemigo que se combatirá a partir de este período será la expresión local del comunismo internacional: la guerrilla.

La década de 1960 es de experimentación de lucha contrainsurgente, traducción de Manuales Militares, implementación de acciones cívico-militares y operaciones psicológicas, control de las Fuerzas Armadas de la judicialización de los guerrilleros o sus colaboradores en los “Consejos Verbales de Guerra”, implementación de decretos (como el 3398 de 1965) que buscaban instalar como política de Estado el paramilitarismo. Es la década de los primeros alumnos colombianos en la Escuela de Las Américas y de la aprobación del “Reglamento de combate de contraguerrillas” en 1969. Es un período de pruebas de estrategias: paramilitares, bombardeos, operaciones psicológicas, control de los medios de comunicación, acciones de inteligencia. Las acciones se llevan a cabo principalmente en las zonas rurales. El enemigo interno es el comunismo guerrillero y el objetivo buscado es la aniquilación de las guerrillas.

El período comienza oficialmente en 1962, cuando la misión militar norteamericana de la Escuela de Guerra Especial de Fort Bragg (Carolina del Norte) encabezada por el General Yarborough visitó el país en el mes de febrero. En dicha escuela funcionaba desde la década de 1950 el Colegio de Guerra Psicológica. Esta visita dejó una directriz trazada en un “Suplemento Secreto”: el gobierno colombiano debía adoptar una estrategia contrainsurgente paramilitar. Para entonces la guerrilla no existía (Giraldo, 2003).

Dos años más tarde, el 18 de mayo de 1964, 16 mil hombres del ejército colombiano llevaron adelante el proyecto de “pacificación” de las áreas rurales de Marquetalia y Río Chiquito en el sur del país en el marco de la Plan Lazo (que buscaba enlazar a las “repúblicas independientes”) que guardaba un correlato con la Plan Lasso (Latin American Security Operation) diseñada por el gobierno norteamericano. Los estadounidenses facilitaron dinero, arsenal y apoyo logístico. Hubo muchos esfuerzos para evitar la incursión militar y el bombardeo a las poblaciones campesinas (Pérez, 2009).

Este período entra en un refinamiento en 1973 cuando se desarrolló la “Operación Anorí”, que tenía como objetivo aniquilar una columna guerrillera del Ejército de Liberación Nacional (ELN) compuesta por un poco más de cien hombres y mujeres. En dicha operación el mando militar pudo desarrollar por primera vez, y de manera espectacular la violencia política represiva en sus dos vertientes (oficial y paralela), pues no solo logró la coordinación de las distintas fuerzas (policía, ejército, armada, fuerza aérea y organismos de inteligencia), en acciones abiertas de guerra (combates) en contra de las columnas guerrilleras, sino acciones directas en contra de la población civil que incluyeron detenciones arbitrarias, interrogatorios con torturas, campos de concentración, pago de recompensas, asesinato de desertores de la guerrilla, control absoluto de los medios de comunicación, censos y empadronamientos y control de la alimentación, la movilidad y las compras de los pobladores. El copamiento territorial fue espectacular, pues más de treinta y tres mil hombres ocuparon militarmente un área de veinte mil kilómetros cuadrados, y la acción psicológica sobre la población fue sin precedentes (fichas de trato  de los campesinos, propaganda, contrapropaganda y ubicuidad militar que daban la sensación de invencibilidad de la tropa). (Hernández, 2004; Villamarín, 1999; Behar, 1985).

En 1974 con la aprobación del decreto 1573, el Estado colombiano dio un reconocimiento legal y operativo pleno a la DSN. Con este decreto, a la par que se desconoció por completo a la justicia como poder público, se reglamentaron cinco frentes del poder nacional al mando de un ministerio por frente que estaban bajo la coordinación del Consejo Superior de la Defensa Nacional y el Consejo de Política Económica y Social. El Consejo Superior de la Defensa Nacional tenía participación activa del estamento militar. Al mismo tiempo, se asignó a la comandancia de las cinco brigadas más grandes del país tareas de organización de la sociedad y planificación de la guerra.

Esta reorganización estatal estuvo conducida por una alianza entre el poder militar y el poder político-económico y recurrió permanentemente a un discurso castrense (habla de “frentes”) que copó la institucionalidad pública en un país en el que legalmente no está permitida la participación política para los militares. La figura aprobada con el decreto 1573 se convirtió en el esquema de gobernabilidad para el país que dominará la escena institucional hasta 1982, cuando la DSN entre en desuso dando paso a una nueva concepción de la guerra conocida como Conflicto de Baja Intensidad (CBI).

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Hacia el último trienio del período (1975-1978) se dio una etapa dinámica de movilización,  agitación social y protesta colectiva que comenzó en 1975 con las movilizaciones de estudiantes, trabajadores de la salud y campesinos nucleados en la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) y concluyó en 1978 con la seguidilla de cincuenta y dos paros cívicos iniciados el 14 de septiembre de 1977 con la llamada al Primer Paro Cívico Nacional. El movimiento insurgente desarrolló acciones armadas sobre las ciudades, principalmente el Movimiento 19 de abril (M-19), la Autodefensa Obrera (ADO) y el Ejército Popular de Liberación (EPL). Durante este período se abrió la polémica por la “ventanilla siniestra”, un mecanismos oscuro que permitía la compra de dólares sin control, que permitió el lavado de activos de los narcotraficantes (Medina, s/f).

La adopción e implementación de la DSN se sostuvo en Colombia gracias al establecimiento de una relación de dependencia mutua entre la fuerza armada y el poder civil (partidos políticos y poderes económicos); se profundizó un discurso democrático (acción civil) a la vez que se desarrollaron campañas militares (acción castrense) que limitaban, paradójicamente, las libertades democráticas. Si en la década de 1960 el signo es la represión y la aniquilación del movimiento guerrillero, en la década de 1970 lo fue el Terrorismo de Estado bajo la forma política de dictadura militar. El Cono Sur fue asolado por esta modalidad y Colombia se fue preparando progresivamente durante toda la década para vivir su propio modelo dictatorial que será desarrollado a partir de 1978.

 

b). Terrorismo de Estado: República Militar. (1978-1985)

Fiel al dictamen norteamericano y al sino de la DSN, era necesario que Colombia viviera su propia dictadura, que no se podía llevar avante bajo el mismo formato de lo ocurrido en el Cono Sur, sino que se requería un modelo con el cual la clase dominante en su conjunto quedara satisfecha. Así, se decidió mantener la formalidad democrática republicana bajo la condición de que los militares tuvieran el mando. De esta manera, el poder civil quedó supeditado al poder militar. Ya desde 1974, con el decreto 1573, el Estado se estaba reorganizando en esta dirección.

Tras el asesinato del ex-ministro de Gobierno, Rafael Pardo Buelvas, perpetrado por la ADO, treinta y tres generales y almirantes exigieron al gobierno de López que tomara medidas urgentes para que la institución militar “hiciera lo necesario para defender la nación”. Este reclamo castrense encontró eco en Julio César Turbay Ayala (1978-1982), quien aduciendo “graves situaciones de orden público que no pueden resolverse por los mecanismos ordinarios que dispone el Estado”, presentó e hizo aprobar el 6 de septiembre de 1978 -mediante presiones a los magistrados de la Corte, quienes recibieron amenazas de una organización conocida como “Triple A” (Alianza Anticomunista Americana)- el Decreto 1923 conocido como Estatuto de Seguridad, diseñado por el General Luis Camacho Leyva, asesorado por la CIA (Moreno, 2008). Luego profundizó las funciones militares con decretos que les permitieron a los uniformados el control de aduanas y el cumplimiento de funciones de policía judicial. Como justificativo de este rediseño del Estado, las élites económicas acudieron a la figura de “salvación nacional”, considerando las acciones militares como una “obra reparadora” en el encargo de “defender la nación” (Turbay, 2008).

Imitando el modelo uruguayo de golpe de Estado “prolongado” de julio de 1973 a 1976, los militares colombianos sostuvieron a Turbay en la figura presidencial, tal como lo hicieron en Uruguay con Bodaberry, con el fin de mantener una fachada institucional democrática a la vez que se dictaban medidas de emergencia en la justicia y se asignaban a tribunales militares los juicios de los delitos y contravenciones que pudieran ser catalogadas como “subversivas”. Las medidas de emergencia judicial garantizaron a los militares la “ocupación” de una de las ramas del poder público. Así, controlando al Poder Ejecutivo y ocupando el Poder Judicial, solo necesitaron “neutralizar” el Poder Legislativo (que había aprobado el Estatuto de Seguridad). En un proceso de ideologización cada vez mayor y con los espacios conquistados en las esferas decisorias del país durante el gobierno anterior, los militares se erigieron en los “vigilantes ideológicos” del pueblo colombiano, atribuyéndose la misión de “salvadores de la nación y la moralidad” y defensores de “los valores de la patria”, controlando los medios de comunicación y la educación, a los cuales se les aplicó la vigilancia y la censura (Turbay, 2008).

Al margen de las acciones legales, la institución militar llevó a cabo acciones encubiertas en contra del movimiento de oposición, en una violación flagrante de los derechos humanos. En muchas ocasiones, tras los allanamientos y las detenciones, sobrevinieron las “desapariciones” de los detenidos; algunos de los cuales fueron hallados posteriormente muertos con signos de tortura, mutilación y crueldad. El “blanco” principal fueron las zonas rurales donde indígenas y campesinos vieron ocupados sus territorios, allanadas sus armas de cacería y herramientas, y la captura y posterior desaparición de sus líderes. En un encuentro continental sobre “Salud Mental y Violencia Política”, terapeutas de la Corporación Avre plantearon que en Colombia no se veían víctimas de tortura porque los torturados no sobreviven (Lira, 1994).

Ejército colombiano
Ejército colombiano. Fuente: http://www.6topoder.com

Estas acciones se convirtieron en “novedad” y “cobraron relevancia” cuando se llevaron a cabo en las ciudades en contra de los sectores medios. A partir de entonces, el espectro se amplió hacia dirigentes sindicales, movimientos sociales, académicos e intelectuales, estudiantes, abogados, periodistas, miembros de comunidades religiosas (principalmente jesuitas) y médicos. La desaparición forzada se convirtió entonces en una práctica común amparada en la búsqueda y captura de personas que pudieran representar inestabilidad a la seguridad nacional. Esta práctica de represión política desencadenó una oleada de exilios y asilos de dirigentes sociales, intelectuales, líderes políticos y ciudadanos comunes y corrientes.

Las desapariciones se llevaron a cabo especialmente en las regiones del sur del país (Caquetá, Meta y Huila) y del Magdalena Medio (Santander, Antioquia, Boyacá y Caldas), zonas que estaban altamente militarizadas por ser de influencias guerrilleras; al mismo tiempo, penetraban en esas regiones los carteles del narcotráfico a los que, paradójicamente, no se les desarrolló ningún tipo de persecución o tribunal militar. El hecho de las desapariciones fue tan evidente y tan cruento que un senador de la república caracterizó la situación como “una dictadura constitucional” en la cual “las autoridades encargadas de combatir los fenómenos de la subversión y el terrorismo se han desbordado gravemente hasta poner en peligro las libertades y garantías individuales”. Toda vez que se cuestionó el Estatuto de Seguridad, los militares increparon: “Si usted es un hombre honrado, un hombre que cumple las leyes, un hombre que cumple las normas que rigen la sociedad, un hombre que no es subversivo ¿por qué va a estar contra el Estatuto de Seguridad?” (Turbay, 2008: 14).

Como bien lo señala Moreno (2008), el Estatuto de Seguridad dio inicio a un proceso represivo que criminalizó la protesta social y la lucha sindical cuando calificó de “acciones para conspirar” a las movilizaciones, las huelgas sindicales y el derecho de reunión y asociación. Por primera vez en la historia jurídica colombiana se tipificaron delitos como “perturbación del orden público” y “alteración del pacífico desarrollo de las actividades sociales”.

La decisión de tumbar el Estatuto de Seguridad y el Estado de Sitio estuvo motivada por razones nacionales e internacionales. Eran tres las razones internacionales para derogar el estatuto y levantar el estado de sitio: 1) la presión de los medios de comunicación y la opinión pública internacional que publicaron informes sobre la situación nacional y la máquina de muerte, catalogados por el gobierno nacional como “mala prensa” y “periodismo negativo”; 2) los informes internacionales de derechos humanos (Amnistía Internacional en 1980 y CIDH en 1981) que fueron considerados por el gobierno nacional como “inconsistentes” y de “violación de la soberanía”, caracterizando los resultados de “superficiales y ambiguos”; y, 3) el cambio de discurso internacional, encabezado por Jimmy Carter, que convirtió el tema de los derechos humanos en un valor político central para la consolidación democrática, independientemente de las ideologías y los sistemas políticos.

Imagen de las armas entregadas por los paramilitares
Imagen de las armas entregadas por los paramilitares. Fuente: http://www.elmundo.es

Luego de la caída del Estatuto, el cuerpo militar se dividió: una corriente encabezada por el General Camacho Leyva interpretó el nuevo contexto (derogación del Estado de Sitio, ley de amnistía y creación de una Comisión de Paz) como un retroceso en la lucha contra la subversión; mientras otra corriente encabezada por el General Landazábal Reyes consideró que había que seguir el combate dentro del parámetro legal impuesto por los civiles. Aunque hubo división de criterio no lo hubo en cuanto a lo ideológico, pues las Fuerzas Armadas estaban sobreideologizadas por el anticomunismo y con la permanencia de las guerrillas no faltaron los militares que siguieron creyendo que la estrategia subversiva, sorda y clandestina, busca infiltrarse en todas las instituciones nacionales, desde la simple célula familiar hasta los mismos organismos del Estado (Turbay, 2008).

Si bien Vergara (1989) emplea la categoría “República Militar” para designar el período de Turbay (1978-1982), consideré apropiado extenderlo hasta el año de 1985 porque el control del Estado por parte de los militares y la supeditación del poder civil al militar no se cayó con el Estatuto de Seguridad sino que continuó hasta la retoma del Palacio de Justicia el 7 de noviembre de 1985 cuando el presidente guardó silencio ante el plan llevado a cabo por los militares. Los guerrilleros del M-19 habían asaltado el Palacio el 6 de noviembre para enjuiciar públicamente al presidente por incumplir los acuerdos de las negociaciones de paz y los militares respondieron con los tanques de guerra y sus cañones. Antes de que el Palacio de Justicia ardiera en llamas (junto con los expedientes de investigación de los crímenes cometidos por los militares durante el gobierno de Turbay), el entonces capitán Plazas Vega indagado por un periodista sobre “qué estaba haciendo” respondió categóricamente: “Aquí defendiendo la democracia, maestro”.

 

c). Guerra Sucia I: Sembrando el Miedo: Descabezando el movimiento social. (1986-1994)

El movimiento opositor continuó adelante en medio de la represión (tal como ocurrió en La Violencia): al universo guerrillero se adicionaron dos nuevos mundos (el Movimiento Armado Quintín Lame y el Partido Revolucionario de los Trabajadores), el movimiento social vio nacer la Organización Indígena de Colombia (ONIC) en febrero de 1982, la organización política de masas “A Luchar” (AL) en agosto de 1984 (como una respuesta de oposición a los diálogos de paz que adelantaban el EPL, las FARC y el M-19), la Unión Patriótica (UP) en marzo de 1985 y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) en febrero de 1986. La década de 1980 significó para el movimiento social y opositor en Colombia un período de ascenso unitario.

Con la salida de Carter de la presidencia de los Estados Unidos y el imperativo de la defensa de los Derechos Humanos, el modelo propio de la DSN entró en franco desuso. No obstante, los militares norteamericanos ya tenían el sustituto de la DSN: el modelo de guerra que venían desarrollando en Centroamérica, llamado Conflictos de Baja Intensidad (CBI). Este consistía en poder continuar con la guerra contrainsurgente (el enemigo seguía siendo el Comunismo internacional y sus expresiones locales), sin poner en entredicho la formalidad democrática ni mancillar el prestigio de las Fuerzas Armadas. Se comienza a recurrir a la Guerra Sucia (GS) y se busca como “blanco” el movimiento social en auge.

Nelson Berrío, dirigente de AL lo explica claramente: “El auge del movimiento de masas coloca al gobierno frente a un nuevo opositor, a un nuevo insurgente: el opositor político”, como es un actor desarmado y legítimo en el juego democrático “el gobierno para mantener su careta democrática (…) inicia una nueva forma de operar a través de “grupos paramilitares” [quienes han] llevado a cabo su política de aniquilamiento y descabezamiento de las organizaciones de masas [y] políticas” (Harnercker, 1989: 163-164).

Cuando la UP fue a las elecciones (tuvo 13 diputados departamentales, 70 concejales, 11 alcaldes, 8 congresistas y 2 candidatos presidenciales) y AL sacó su gente a las calles (impulsó dos grandes movilizaciones entre 1987 y 1988), la bomba de tiempo no tardó en estallar. A partir del mes de agosto de 1986 se comenzaron a ejecutar los planes de exterminio en contra del movimiento social y político, siendo el más renombrado el Plan Baile Rojo. Los muertos aparecieron por todo el territorio nacional y volvieron las viejas prácticas de terror colectivo: Las masacres. A estos muertos se unieron los del movimiento Frente Popular y los de la Alternativa Democrática M-19 (partido político del desmovilizado grupo guerrillero M-19), entre ellos su líder y candidato a la presidencia Carlos Pizarro Leongómez.

El plan de “descabezamiento” del Movimiento Político y Social de izquierda se cumplió de la mano del plan político del narcotráfico el cual, amparado en la alianza con sectores estatales, participaba en la orgía de sangre unas veces en favor del proyecto contrainsurgente y en otras en su propio beneficio. Entre 1987 y 1990 fueron asesinados cuatro candidatos presidenciales, miles de dirigentes sociales-populares y militantes de base. A lo largo de la década de 1980, el modelo de GS propio del CBI daba los mismos resultados en Nicaragua, Guatemala, El Salvador y Colombia.

Sin embargo, los cambios políticos ocurridos en 1989 en el escenario mundial (caída del Muro de Berlín) y regional (derrota de los Sandinistas en las elecciones y avances en la “pacificación” de Centroamérica), y en el pensamiento dominante de la época (“fin de la historia, fin de las ideologías”), los Estados Unidos reorientaron el justificativo militar, redefiniendo el enemigo. Ya no se trataba del Comunismo, sino del narcotráfico. Y el CBI se modificó por la lucha antinarcóticos. En Colombia, el embajador norteamericano Lewis Tambs, acuñó el concepto narcoguerrilla (López, 2000) y lo único que cambió fue que dejaron fuera a los narcotraficantes de la “alianza anti-izquierda” y comenzaron a combatirlos. El principal objetivo fue el Cartel de Medellín y entre 1989 y 1993 lo desarticularon. Luego de la caída de Pablo Escobar (1993) los paramilitares pidieron su parte del pago: la legalización, y en 1994 se firmó el Decreto Ley 356, por medio del cual se creaban las Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Privada “CONVIVIR”, siendo su más entusiasta defensor el entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez.

 

d). Guerra Sucia II: Sembrando el Terror: Expansión y consolidación Paramilitar. (1995-2005)

Paramilitares colombianos
Paramilitares colombianos. Fuente: http://dignidadbolivariana.blogspot.com

El paramilitarismo, iniciado en 1981 con la creación del MAS (Muerte A Secuestradores) y el MRN (Muerte a Revolucionarios del Nordeste) fue impulsado por una alianza de militares ideologizados con el discurso anti-izquierda, narcotraficantes, políticos de derecha, terratenientes, ganaderos, industriales y esmeralderos. Se entrenó y organizó al amparo de sectores militares, incluso con la contratación de mercenarios israelíes como instructores. A partir de 1988, pero con más fuerzas desde el año de 1995 con “La masacre del Aracatazo” (Chigorodó, Antioquia), los paramilitares recurrieron una y otra vez al recurso investigado por Cameron a petición de la CIA: el miedo que desarrollaron por medio de las masacres.

Luego del giro discursivo de los norteamericanos y la redefinición de “enemigo” en 1989, los paramilitares colaboraron asiduamente en la persecución de los carteles del narcotráfico, como se ha dicho, llevando al desmantelamiento del cartel de Medellín (1989-1993) y del cartel de Cali (1994-1998). El esfuerzo de legalización paramilitar por medio de las convivir solo duró tres años (1994-1997). Con la desaparición de los carteles el negocio del narcotráfico quedó atomizado, y en algunas regiones del país fue administrado por los paramilitares. Al amparo del dinero de la cocaína, los “aportes” de terratenientes, ganaderos y esmeralderos, la financiación de algunas empresas transnacionales y el apoyo logístico de sectores de las Fuerzas Armadas el proyecto paramilitar inició un proceso de expansión, crecimiento y consolidación que se profundizó con la unidad paramilitar en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

De acuerdo con una investigación llevada adelanta por la Corporación Nuevo Arco Iris, entre 1997 y 2003 las AUC lograron tener presencia y control territorial en particular en la costa Caribe, el pie de monte llanero, el sur-occidente, occidente y centro del país (Revista Semana, 2008). Según la página web verdadabierta.com en este período se realizaron masacres en los departamentos de Antioquia, Guajira, Cesar, Bolívar, Putumayo, Chocó, Norte de Santander, Santander y Valle del Cauca.

En un proceso alterno, las FARC-EP desarrollaron una escalada militar sin precedentes que llevaron a procesos de intercambio de prisioneros con el gobierno de Samper (1994-1998) y a un proceso de diálogo y negociación con el gobierno de Pastrana (1998-2002). Por su parte, el ELN firmó un acuerdo en febrero de 1998 con el gobierno para adelantar un proceso de negociación política (Medina, 2009). Mientras las negociaciones de paz con las guerrillas exigían desmilitarizar territorios, el paramilitarismo ocupaba territorios “a sangre y fuego” y asediaba las zonas históricas de retaguardia social de la insurgencia. La década de 1990 significó un período donde los discursos de “inseguridad” y “miedo”, que ya venía desde 1986, coparon la escena política y mediática. El miedo fue el centro. Los medios revivieron los miedos de vencedores y vencidos. Al miedo a la certeza de la amenaza impuesto en el período de 1985-1994 se le adicionó el miedo a lo desconocido. Se combinó eficazmente la represión aterrorizante y la represión manipuladora, y eso fue instrumentalizado políticamente.

El país se mostró frente a la espada de Damocles: las FARC-EP podían tomarse el poder (y el gobierno de Pastrana con su negociación parecía hacerle el juego) y las AUC parecían irrefrenables, dejando su estela de sangre por todo el suelo patrio. Se percibía en el ambiente un clima de crisis de gobernabilidad, inexistencia del Estado y eclosión de los partidos tradicionales. El Estado, se decía, estaba arrinconado por dos ejércitos que controlaban el país. Se requería un candidato que al ser elegido presidente tomara las riendas del Estado, fortaleciera las instituciones y recuperara la estabilidad; alguien que pudiera enfrentar a la guerrilla y controlar a los paramilitares; alguien que administrara el dinero del Plan Colombia (aprobado en 2001) y se adhiriera al nuevo discurso norteamericano de enemigo: el terrorismo. Álvaro Uribe Vélez, con su planteamiento de “Política de Seguridad Democrática” (PSD) aparecía como “el ungido”, pues conocía a los paramilitares y tenía una disputa personal con las FARC-EP. Además, la PSD incluía entre las amenazas al nacotráfico y al terrorismo (Presidencia, 2003). El miedo estaba siendo útil políticamente.

Uribe prometió desmovilizar las AUC, combatir a las guerrillas y fortalecer el Estado. Los paramilitares, que habían suscrito un acuerdo secreto en 2001 con políticos regionales con el propósito de “refundar la patria” (conocido como “Pacto de Ralito”) aceptaron el discurso uribista y comenzaron el desmonte de sus estructuras en el año 2003. Con la seguridad que les daba tener presencia en el Congreso Nacional y que sus aliados políticos hicieran parte de la coalición de gobierno se movilizaron a dejar las armas a cambio de la aprobación de una ley que los beneficiara. El 28 de julio de 2004 en el Congreso de la República Salvatore Mancuso, jefe paramilitar dijo: “Este proceso concita a construir los instrumentos jurídicos que permitan la salida digna de la guerra para todos los comandantes y combatientes (…) como recompensa a nuestro sacrificio por la Patria, haber liberado de las guerrillas a media República y evitar que se consolidara en el suelo patrio otra Cuba, o la Nicaragua de otrora, no podemos recibir la cárcel”. Y la ley que exigía Mancuso no se hizo esperar, y un año después se promulgó la Ley 975. ( 5)

 

e. Guerra Psicológica I: Refundación de la patria y legitimación del crimen. (2005-2010)

A partir del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, la Guerra Psicológica (GPs) ha ocupado el lugar de privilegio que tuvo la Guerra Sucia (GS) desde la década de 1980. Martín-Baró (1990) habla de esta transformación en los siguientes términos:

“Su objetivo sigue siendo el mismo: la anulación del contrario. Pero los medios han cambiado: el aterrorizamiento generado mediante la eliminación física y la crueldad ha sido sustituido por el amedrantamiento mediante la militarización de la vida cotidiana y el hostigamiento sistemático; y el anonimato impune de los escuadrones de la muerte ha sido reemplazado por el ensalzamiento de los mismos ejecutores de la política represiva. La guerra psicológica constituye así una modalidad de guerra sucia requerida por la nueva fase de la guerra de contrainsurgencia (…) pero su aplicación refuerza, prolonga y, en algunos casos, hasta amplía los graves daños psicosociales del terrorismo propio de la guerra sucia”.  (159)

Durante este período, la GPs se ha desarrollado a partir de las siguientes cinco líneas de acción, de manera independiente o en relación recíproca:

-                  Control de la realidad, la “verdad” y el pasado. El control de la realidad se ha dado por un manejo absoluto de los medios de comunicación (Fernández, 2010) que establecen los parámetros de “verdad” de la realidad social a partir de la consulta exclusiva a las “fuentes oficiales”, no sólo en el ámbito militar sino en el civil. De esta manera se ha institucionalizado la mentira. Casos como los “falsos positivos” (asesinato de civiles por parte de los militares para ser presentados como guerrilleros abatidos) y las “falsas desmovilizaciones” (presentación de civiles uniformados como columnas guerrilleras o paramilitares en dejación de armas) tienen la doble intencionalidad de pervertir la realidad y servir de propaganda y son desarrollados por el estamento militar. La manipulación de las cifras de la guerra y de la vida cotidiana, es un claro ejemplo del desarrollo por parte del estamento civil. Así mismo, el discurso uribista de que “en Colombia no hay conflicto armado sino amenaza terrorista”, que “Colombia enfrenta una democracia garantista a una amenaza terrorista” pervierte el pasado en tanto desconoce un basamento político y social de la guerra en Colombia, al tiempo que deja entrever que el Estado no genera víctimas.

-                  Acción Cívico-militar. Desarrollo y perfeccionamiento de “trato a la población”, “acciones sociales en favor de las poblaciones” y papel de los militares en los “trabajos comunitarios” como mejoramiento de vías, escuelas y acciones de salud y recreación. Se destacan los programas: Familias en Acción, Familias guardabosques, soldado por un día y Lancita por un día, así como el impulso en cada Brigada de los GEOS (Grupo Especial de Operaciones Sicológicas). Como un esfuerzo de controlar toda la acción civil en función de la estrategia de guerra, el gobierno Uribe aprobó la creación del Comando Conjunto de Acción Integral (CCAI).

-      Militarización de la vida civil, ubicuidad militar e impunidad. El incremento del número de efectivos, su articulación con las empresas de seguridad privada (y de vigilancia) y con los “contratistas” (mercenarios) y la reingeniería paramilitar. Los innumerables puestos de control y retenes (algunos con su cartel promocional “Viaje tranquilo. Su ejército está en la vía”), la participación del aparato militar en la televisión (en programas y series), el incremento en recurrencia y calidad de los comerciales del ejército nacional. (Pueden buscarse en youtube.com bajo la palabra-clave: “Los héroes en Colombia sí existen”) y el desarrollo de videojuegos en internet que vinculan a los niños al conflicto.[2] Hay que incluir acá también las prebendas judiciales para los militares (fuero militar, indulto y justicia penal militar) y la supeditación del estamento civil al militar (en la vida cotidiana y en las decisiones gubernamentales) que generan la sensación de omnipotencia y omnipresencia (ubicuidad) de la Fuerza Armada y la imposibilidad de ser derrotada. Finalmente es de resaltar la aceleración del ritmo del himno nacional a fin de que suene más marcial y el cambio del video institucional de himno que da preeminencia a “lo castrense” frente a “lo civil”.

-                  Polarización política que se manifiesta en la construcción de subgrupos dentro de la sociedad civil: unos “buenos” (colombianos de bien) que son adeptos de las políticas gubernamentales, y los demás (“malos” por antonomasia) de quienes se presume adhesión, simpatía, colaboración o criptomilitancia con el “terrorismo”. En medio de este estereotipamiento, se encuentran los planes de vinculación activa de la sociedad civil en el conflicto por medio de la “red de cooperantes”, un programa de delación, y el programa “Soldados Campesinos” que recluta jóvenes de las zonas rurales de residencia para que presten el servicio militar. Estos programas apuntan a fragmentar la sociedad y al mismo tiempo buscan una cohesión social en favor de los intereses del grupo de poder. Con fragmentación social no hay revoluciones posibles.

-      Aplicación de la propaganda y la contrapropaganda. La GPs se ha encargado de redefinir la agenda mediática en forma, contenido y recurrencia en programas de entretenimiento (como las telenovelas), comerciales de televisión y cuñas radiales en los cuales insistentemente se llama a la “victoria” del Estado y a la “derrota”, “cansancio”, “traición”, “neutralización” o “entrega” de los insurgentes o de sus aliados. Las Fuerzas Armadas han desarrollado sus propios canales de comunicación (pueden consultar en la sección “Medios institucionales” de http://www.ejercito.mil.co/). La contrapropaganda incluye fuertes campañas de desprestigio en contra de los voceros de la oposición (como las operaciones desarrolladas por el DAS), el desarrollo de una guerra jurídica -que incluye montajes- y un variopinto abanico de acciones (reales o ficticias) en las cuales se evidencia que la oposición (política o militar) ha perdido sus ideales, propósitos e intereses. También ha cobrado un papel significativo la cooptación negativa (Fals Borda, 1971) de diversos voceros reconocidos en el pasado como “de izquierda” que poco a poco comenzaron a figurar como aliados, voceros o funcionarios de los distintos gobiernos de turno.

 

4. Palabras finales

Presenté un balance bibliográfico sobre la relación entre Violencia y Psicología porque me parecía importante delimitar el marco referencial desde el cual iba a mirar el caso colombiano, pues abordo el análisis desde un ángulo disciplinar poco explorado en la comprensión del tema en Colombia. Y a partir de ahí intenté hacer un recorrido desde las categorías elegidas del fenómeno de la Violencia Política a lo largo del siglo XX en Colombia.

Me pareció importante hacer una revisión de la primera parte del siglo, porque considero que hay dos elementos claves en ese período sobre los cuales se asienta la Violencia Política desde 1960. El primero de ellos es la tradición belicista, violenta y excluyente de la clase gobernante colombiana y el segundo, una necesidad inevitable a recurrir a la construcción de enemigos. Sobre esta base, la doctrina militar norteamericana encuentra acogida, eco y beneplácito a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.

Ahora bien, desde el “Plan Lasso” (por sus siglas en inglés) o “Lazo” (por sus pretensiones nacionalistas) hasta los Planes “Colombia”, “Patriota” y “Consolidación”, la clase dominante colombiana ha sido fiel al dictado norteamericano. Implementó las “recomendaciones” norteamericanas, se tradujeron los Manuales Militares, se ascendieron los egresados de la Escuela de las Américas, se recibió toda la “ayuda” militar (en dinero, capacitación, equipos y arsenal) y se aceptaron acríticamente las distintas doctrinas militares impulsadas por los norteamericanos: la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), el Conflicto de Baja Intensidad (CBI), la Guerra Antinarcóticos y la Lucha Antiterrorista. Acató sin ambages las políticas norteamericanas de seguridad y defensa en contra del “enemigo interno”. Un “enemigo” que supervivió todas las doctrinas y los modelos de guerra diseñados desde la década de 1960 hasta la actualidad y al que le fue superpuesto progresivamente los ropajes y discursos que demandaban los planes de guerra: el mote de liberal se resignificó por el de comunista, y luego se le adicionó el mote de narcotraficante y finalmente el de terrorista.

Guerrilleros colombianos
Guerrilleros colombianos. Fuente:   http://noticias.starmedia.com

El conflicto armado colombiano es un conflicto sui generis en la historia mundial por su cronicidad (Sánchez, 2006), el rol que ha jugado el aparato estatal (Cepeda & Girón, 2006), el papel protagónico que ha adquirido el fenómeno del narcotráfico en las últimas décadas y sus mutaciones (Molano, 2003). Eso me permitió encontrar las transformaciones de las diferentes doctrinas militares norteamericanas y los discursos belicistas del gobierno colombiano que adaptaron su discurso de acuerdo a los requerimientos de su amo norteamericano. La Violencia Política en Colombia entraña un carácter histórico y ha venido en un proceso de acelerado incremento, a manera de espiral, que alcanzó su clímax en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), el cual, impulsó una política que llevó al extremo el belicismo como política de Estado (Fals Borda, 2008).

Pienso que el fenómeno político que ha representado la elección de Álvaro Uribe Vélez en dos oportunidades (2002-2010) y de Juan Manuel Santos para sucederlo en el cargo (2010-2014) deben ser vistos en perspectiva de una promoción del miedo y el terror colectivo que ha operado sobre la población colombiana. Gracias a estos triunfos, se ha dado una reorganización en el bloque dominante, que parecen ser los pasos buscados por dicho bloque para convertirse a sí mismo de “dominante” a “hegemónico” en palabras de Gramsci. Bajo este mismo prisma, urge analizar el debilitamiento del proyecto de izquierda y el “vuelco” ideológico que se ha generado en, por lo menos, los últimos veinte años.

Me animó abordar en el tema anterior la esperanza de contribuir en la comprensión de la realidad de mi país y poder aportar en la tarea de “desentrañar” y desideologizar el discurso hegemónico que quiere condenar a mi pueblo al pensamiento político de derecha como sino y a otros cien años de soledad y desolación.



Notas:

[1] Nicolás Armando Herrera Farfán (Neiva, 1983). Psicólogo de la Universidad Surcolombiana (Neiva, Colombia) y Candidato a Magister en Psicología Social Comunitaria de la Universidad de Buenos Aires (Buenos Aires, Argentina). Sus temas de investigación están relacionados con la memoria social, la psicología (social, comunitaria y política), el pensamiento de Camilo Torres Restrepo y la historia política colombiana en el siglo XX. En el año 2010 publicó en compañía una compilación de escritos de Camilo Torres Restrepo: Camilo Torres. El amor eficaz (Buenos Aires, Argentina: América Libre Ediciones). Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[2] Véase la web: www.clublancita.mil.co/?idcategoria=81104.

 

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Cómo citar este artículo:

HERRERA FARFÁN, Nicolás Armando, (2013) “Colombia: democracia de hierro y violencia política. Una aproximación desde la Psicología Social (1960-2010)”, Pacarina del Sur [En línea], año 4, núm. 14, enero-marzo, 2013. ISSN: 2007-2309. Consultado el

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=601&catid=14