Aproximación biopolítica a la Carta Abierta a la Junta Militar,de Rodolfo Walsh[1]

Biopolitical approach to the Open Letter to the Military Junta, by Rodolfo Walsh

Abordagem biopolítica da Carta Aberta à Junta Militar, de Rodolfo Walsh

Marco Antonio Braghetto Gallardo[2]

RECIBIDO: 03-12-2013 ACEPTADO: 04-01-2014

 

Introducción

"Los textos, los libros, los discursos comenzaron a tener realmente autores (…) en la medida en que el autor podía ser castigado, es decir en la medida en que los discursos podían ser transgresores" (Foucault, 1983: 12)[3].

 

Michel Foucault puso en evidencia el señorío total del poder sobre la vida en la era moderna, aquello que dio en llamar biopolítica (Foucault,2007). A la luz de este concepto, nos preguntaremos por la especificidad del testimonio que el periodista argentino Rodolfo Walsh dejó a sus lectores en la Carta Abierta a la Junta Militar, su última palabra pública antes de desaparecer como consecuencia de la represión dictatorial de su país en 1977(Cfr. Walsh, 2007). Buscamos explicitar el carácter marginal de este texto, situado, por así decirlo, en los límites de lo que podía comunicarse en las restrictivas condiciones de una de las más recientes dictaduras latinoamericanas. Ello permitirá, a su vez, reflexionar sobre estos mismos límites, esto es, sobre lo que era aceptable de acuerdo a los mecanismos que regulaban la producción del discurso (Foucault, 2004) en la dictadura de la Junta Militar que designó a Jorge Rafael Videla como presidente de facto entre 1976 y 1981[4]

Las condiciones de tal etapa se originan durante el período anterior, que va desde la autodenominada “Revolución Libertadora” que derrocó a Perón en 1955 hasta el Golpe de Estado en 1976. Como sostiene Barros, durante estos años el espacio político argentino estuvo configurado básicamente por dos campos contrarios: el polo peronista (sindicatos, organizaciones juveniles, grupos de izquierda y nacionalistas de derecha, sectores nacionalistas de las Fuerzas Armadas, etc.), versus la oligarquía liberal, las clases medias, la Iglesia Católica y los sectores más liberales de las fuerzas armadas: el polo anti-peronista. Así, “el espacio político estuvo estructurado alrededor de vínculos hegemónicos débiles y precarios, excluyendo la posibilidad de prácticas hegemónicas estables”(Barros, 2003) y ninguno de los tres gobiernos civiles del período (iniciados en 1958, 1963 y 1973, respectivamente) pudo completar sus mandatos, así como ninguna de las administraciones militares alcanzó sus objetivos. Con ello, Argentina estuvo caracterizada, grosso modo, por la aparición, crisis y desintegración cíclicas de gobiernos civiles y militares. En este escenario, cuando Perón volvió del exilio en España y ganó las elecciones por tercera vez en 1973, necesariamente debió gobernar y desarrollar medidas concretas, lo que significó que, a pesar de sus esfuerzos,

dejó de funcionar como la encarnación de la unidad que representaba hasta el momento. La situación empeoró considerablemente y explotó de manera violenta luego de la muerte del líder en julio de 1974. El mal manejo político de su esposa y vicepresidenta, M. E. Martínez de Perón, aceleró el ritmo de la crisis. La última etapa del gobierno peronista puede ser caracterizada como una crisis orgánica(Barros, 2003).

Sin grandes sorpresas ni resistencias, las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno de Martínez de Perón el 24 de marzo de 1976. Comienza, así, la dictadura en Argentina,

con un credo neoliberal en lo económico y con la supuesta intención de terminar con la actividad de las organizaciones guerrilleras. Esta excusa, en realidad, sirvió para reprimir de manera sistemática toda forma de protesta social, a través de un régimen de terrorismo de Estado. Entre sus primeros actos se contaron el establecimiento de la pena de muerte a los acusados de subversión, la suspensión de las libertades ciudadanas, la disolución del Congreso, la remoción de los miembros de la Corte Suprema de Justicia, la intervención de los sindicatos obreros y las universidades, la anulación de la actividad de los partidos políticos y la censura de los medios de comunicación (Azcona, 2011: 4).


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           Éste es el contexto represivo en el que aparece en 1977 la Carta Abierta a la Junta Militar de Rodolfo Walsh, un destacado periodista comprometido con las causas populares nacido en 1927 en el pueblo de Lamarqué, como relata Martin (2007)[5].

En 1944, Walsh empezó a trabajar como corrector y traductor de la editorial Hachette, y en 1951 entró en el periodismo, escribiendo en algunas revistas. En esa década, el diario La Nación quiso incorporarlo a su equipo, pero él se negó por considerarlo un órgano de prensa de la oligarquía argentina. 

Un hecho cambió su carrera. En 1956, el General Juan José Valle encabezó un intento de golpe para derrocar a la “Revolución Libertadora”, que había quebrado la democracia para erradicar al movimiento obrero peronista de Argentina. El intento fracasó y fue silenciado. Pero en una ocasión en que Walsh jugaba al ajedrez en un bar, un hombre le dijo: “Hay un fusilado que vive”. Y con esa frase su vida daría un vuelco. La frase se refería a un hombre ejecutado junto a otros por orden presidencial. Walsh decidió entonces denunciar la represión del gobierno escribiendo Operación Masacre, libro que demuestra fusilamientos a mansalva. El “fusilado que vive” era Juan Carlos Livraga, quien logró escapar de la muerte y dar con Walsh. El periodista investigó por cerca de un año y tuvo que abandonar su casa por precaución, con un revólver y una identidad falsa.

En 1959, Walsh se integró a la agencia cubana de noticias Prensa Latina. Trabajó en la isla por dos años. De vuelta en Argentina, ganándose la vida en la compraventa de antigüedades, escribió cuentos y realizó artículos de investigación. En 1965 se montó su obra teatral La granada, que permaneció dos años en exhibición. Y por esos años Walsh se acercó también al guevarista Movimiento de Liberación Nacional (MLN), donde militaba su hija Vicky. Para 1970 ya militaba con todos los miembros de Avellaneda de la Acción Revolucionaria Peronista (ARP) que se habían pasado a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), pese a que siempre mantuvo desconfianza hacia Perón. El grupo era partidario de la lucha armada para derrocar a la dictadura de la época, y contaba con instrucción militar y conocimiento del marxismo.

Walsh, sostiene Martin, entendía que el sujeto histórico de entonces pasaba por el movimiento peronista. Militó en las FAP, pero no quería que lo llamaran militante. Montó el servicio de informaciones y en 1972 creó el Semanario Villero, una suerte de escuela de periodismo en villas miseria para que sus propios habitantes hablaran de sus experiencias y necesidades. También aprendió a interferir las frecuencias de las transmisiones policiales con un aparato de radio, en conjunto con otras personas. Pero quería ser combatiente. Entonces, en abril de 1973, luego del triunfo del Frente Justicialista de Liberación, definió su traspaso a Montoneros junto a su hija “Vicky” y a casi todo el grupo de inteligencia de las FAP. Pasó a ser jefe de inteligencia de Montoneros y se sumó al aparato de prensa de la organización, quedando a cargo del archivo del diario Noticias.

Walsh alternaba su trabajo en el diario con otras tareas militantes. En ocasiones se desempeñaba como redactor, hasta que Noticias, El Descamisado y otras publicaciones de organizaciones políticas fueron cerradas. A partir de entonces, se dedicó por completo a las tareas de inteligencia. Era uno de los militantes de mayor edad en Montoneros. Elaboraba informes internos para analizar los aciertos y errores de la organización y proponía correcciones, contándose entre los integrantes más críticos de la Conducción Nacional de Montoneros, pero sin abandonar la agrupación, donde era muy respetado.

Martin refiere que, poco después del golpe militar de 1976, la dictadura abatió a las organizaciones guerrilleras, dejándolas con poca capacidad operativa y socialmente aisladas por el terror. Sólo quedó la opción del enfrentamiento de aparato contra aparato, donde los guerrilleros estaban en desventaja. Walsh pasó entonces a dirigir la Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA), informando sobre los crímenes de los militares a todas las redacciones de los grandes medios y sus periodistas. La agencia funcionaba con una red de informantes solidarios: abogados, fuentes de las grandes empresas y periodistas, entre otros.

El 25 de marzo de 1977, Walsh llegó al mediodía, desde su casa, a la estación de trenes de Constitución. Telefoneó a un contacto que tenía que informarle sobre dos reuniones para ese día, y se le confirmó otra más. Pero no pudo llegar a ninguna: a las 13:30 hrs. un grupo de tareas lo encerró entre las avenidas San Juan y Entre Ríos. Se defendió sólo con una pistola de bajo calibre, sabiendo que no tenía escapatoria… Fue visto por última vez en la Escuela Suboficiales de Mecánica de la Armada, con su pecho ametrallado.

 

Elementos para el análisis

Consideramos que ciertas herramientas teóricas nos sirven para analizar la misiva de Walsh, firmada un día antes de su desaparición pero no publicada por ningún medio en ese momento (Cfr. Introducción de Edgardo Vannucchi en Walsh, 2007: 15). Se trata de determinadas categorías foucaultianas que permiten relevar el carácter marginal de este escrito y reflexionar sobre las posibilidades discursivas que lo rodean. No obstante, hemos cuidado que nuestras herramientas no se vuelvan una camisa de fuerza ni mucho menos, nutriendo nuestra reflexión con otros antecedentes relevantes.

Pues bien, la idea según la cual, en nuestros días, ha llegado a ser una constante el ejercicio total del poder sobre la vida, ha tomado cuerpo a partir del minucioso análisis de Foucault precisamente sobre el poder y su intromisión en la propia existencia de las personas. Es una tendencia que, como sostiene el pensador francés en Historia de la sexualidad I. La Voluntad de Saber, desemboca en que “el poder político acababa de proponerse como tarea la administración de la vida” (2007: 168). Foucault revela, de este modo, el hilo conductor de una dinámica invasiva de la vida en la continuidad disruptiva (transición de una sociedad a otra) desde las sociedades disciplinarias a las sociedades de control, desde la ley a la norma o excepción que se hace regla general, desde la soberanía al biopoder. De esta impresionante dialéctica resultan las relaciones de dominio y las prerrogativas del poder sobre la vida. La singularidad de este análisis, y que está a la base de la ley de transformación de una sociedad a otra, es que Foucault toma distancia de las categorías jurídicas del poder, negándose a explicar este último desde dinámicas a-históricas o meramente ideológicas, como las de contrato social o “modelos institucionales”. No, definitivamente la vida inmiscuida que atraviesa la humanidad animando pulsiones y prácticas no se ha visto intervenida porque ciertos cambios institucionales actúen sobre las costumbres (sin que se niegue su relevancia), sino por mecanismos concretos de compromiso. Se ha gestado por dos vías paralelas: técnicas político-policiales y tecnologías de subjetivación. La modernidad ha contextualizado, de este modo, el relevo social desde el paradigma clásico de la soberanía a la era del biopoder: el primero, fundado sobre todo en el derecho de captación que permitía en el límite arrebatar la vida de los súbditos; el segundo, como señorío positivo sobre la vida: “La vieja potencia de la muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida”(2007: 169). No obstante, ambas dimensiones han sido y son las posibilidades permanentes del poder.

El propio Foucault traza la genealogía de estos fueros del poder sobre la vida. En este empeño, muestra en La verdad y las formas jurídicas que ya en la sociedad disciplinaria que irrumpe durante el siglo XIX se constituyen ciertos cambios fundamentales para el desarrollo de la dominación capitalista moderna, la misma que con tanta fuerza fue desplegada en América Latina durante el siglo XX, sobre todo en su último tercio. En este tipo de sociedad, sostiene Foucault, el control sobre los individuos no es efectuado sólo por la justicia, como sucedía en épocas anteriores, sino también por una serie de poderes laterales, como la policía y la red institucional de vigilancia y corrección, entrando así en una edad “de ortopedia social”(2003: 103).

Es una forma de poder, un tipo de “sociedad disciplinaria”, definida “por oposición a las sociedades estrictamente penales que conocíamos anteriormente. Es la edad del control social”, sostiene Foucault (2003: 103). De modo que ya no hay solamente indagación jurídica, sino derechamente vigilancia, examen. No se trata simplemente de reconstituir un acontecimiento, sino de vigilar sin interrupción y totalmente. Es un saber organizado alrededor de la norma por el control de los individuos durante toda su existencia. Ésta es la base del poder, la forma del poder-saber que originará las ciencias humanas. Y el sentido del control es que el tiempo de los hombres se ajuste al aparato de producción capitalista de la sociedad moderna.

Hay mecanismos de control no sólo centrados en las acciones de los individuos, sino también en el discurso que ellos podrían articular, de modo que éste se atenga a las reglas. En El orden del discurso, Foucault sostiene que en cualquier sociedad “la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad” (2004: 14). Entre estos procedimientos, el pensador identifica algunos que se ejercen desde fuera (otros lo hacen desde el propio discurso), y que funcionan como sistemas de exclusión, a saber: la palabra prohibida, la separación de la locura y la voluntad de verdad. Dice Foucault:

El más evidente, y el más familiar también, es lo prohibido. Uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse. Resaltaré únicamente que en nuestros días, las regiones en las que la malla está más apretada, allí donde se multiplican las casillas negras, son las regiones de la sexualidad y la política (2004: 14-15).       


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Las prohibiciones que se ejercen sobre el discurso revelan entonces la importancia crucial y la naturaleza de éste: “el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (2004: 15).

          Comprendida ya la función del discurso en la era moderna, su rol en la dominación biopolítica y el control social, podemos entender la violenta censura ejercida por la dictadura militar argentina y el silenciamiento manu militari que practicó hacia su disidencia. El régimen que enfrentó Walsh llevó al extremo el “tabú del objeto” advertido por Foucault, puesto que la política de la Junta no podía ser dicha sin poner en peligro su propia dominación: evidenciar su práctica criminal sistematizada desestabilizaba el poder que hasta entonces había alcanzado. Tendremos esto presente al analizar su documento.

 

La carta abierta

La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años (Walsh, 2007: 18).

Así comienza la última comunicación pública del periodista cuya historia analizamos: impulsada por un imperativo ético. El profesional necesitaba, por irrenunciable dignidad personal ante los atropellos de la dictadura argentina, denunciar abiertamente los crímenes del régimen represor. Éste había sobrepasado ya para entonces todos los límites posibles para el autor, llevándose incluso la vida de su hija, muerta en combate. Es evidente que Walsh conocía, de entrada, el riesgo vital que implicaba entregar su testimonio, su punto de vista, sobre las brutalidades, ocultamientos y falsificaciones de la dictadura. Habitaba en él una voluntad de verdad que lo llevó a superar el temor y que se constituyó en un efectivo contra-poder (de incuantificable magnitud) frente a la política de muerte de la dictadura.  

Inmediatamente el periodista sitúa su texto como una respuesta al balance que la Junta Militar desarrolló en documentos y discursos oficiales a propósito de su primer año de gobierno, llamando “aciertos” a los errores, “errores” a los crímenes y callando las calamidades. Los acusa de liquidar la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo hubiera podido remediar vicios del gobierno de Isabel Martínez que ellos continuaron y agravaron. Walsh denuncia también sus aspectos económico-políticos, identificándolos como restauradores de intereses minoritarios, que son un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación, todo ello mediante el máximo régimen de terror conocido en la historia argentina. El autor entrega algunas cifras –“Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados”(19)– y expone el secretismo de los procedimientos militares, que transforman las detenciones de opositores en la posibilidad de una tortura ilimitada y una ejecución sin juicio, con la complicidad del Poder Judicial y de acuerdo a un dispositivo de gestión bastante claro, entre cuyos elementos destaca la ausencia del detenido, que impide “presentarlo al juez en diez días según manda una ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras”(19).

Walsh detalla los métodos de tortura utilizados. Algunos son antiguos: el “potro”, el “torno”, el despellejamiento en vida; otros, más nuevos: la “picana”, el “submarino”, el “soplete”(19). El discurso del autor, de hecho, se aproxima al enfoque biopolítico cuando denuncia el terrorismo desatado por la Junta como administración directa de los cuerpos, no sólo de las víctimas, sino también de los victimarios, cuyas acciones expresan la soberanía del Estado dictatorial como dominación y negación de la vida: 

(…) han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido(19).

Más adelante, Walsh plantea el ocultamiento que emprende la dictadura de sus crímenes como la producción de una ficción que busca confundirse burdamente con la realidad: “un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional”(19). Da cuenta, de este modo, de mil doscientas ejecuciones en trescientos supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas al mando de la Junta no tuvieron muertos. Muchos de los fusilados, denuncia el periodista, son personas asesinadas simplemente para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina de “cuenta-cadáveres”, a la usanza de los nazis en los países ocupados y de los invasores en Vietnam. La manipulación de la realidad por parte del Estado dictatorial queda también confirmada por los más de cien procesados abatidos en tentativas de fuga, de acuerdo a un relato oficial que

tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y los partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento (20).

No obstante, Walsh advierte a la dictadura que estas arbitrariedades no son casuales, sino que constituyen “la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las 3 Armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno” (20-21). La acción del autor muestra una valentía y dignidad insólitas: se trata de la víctima identificando, desnudando, las claves del poder, el saber-poder, los mecanismos de disciplinamiento que se encuentran a la base de las prácticas de un gobierno espurio y cultor de la muerte. Obviamente, un ejercicio que de ningún modo sería tolerado por semejante modo de ejercer la soberanía.

Pero Walsh persiste. Indica que algunos hallazgos de cadáveres trascienden por afectar a otros países, por su magnitud o por el horror provocado entre sus propias fuerzas. Denuncia la acción de bandas de derecha, aparentes herederas de la Tripla A, que actúan supuestamente al margen de la Junta, pero que el periodista identifica con ella. Se trata, en sus palabras, de “la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte” (21).

Walsh percibe la participación directa del Depto. de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, conducido por oficiales becados de la CIA a través de la AID, en la muerte de asilados comprometidos con la recuperación democrática en Chile, Bolivia y Uruguay. El cuadro no excluye el arreglo personal de cuentas. Así cobra su significado final, estima el autor, la definición de la guerra pronunciada por el Teniente Coronel Hugo Ildebrando Pascarelli en La Razón del 12 de junio de 1976: “La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal” (citado en Walsh, 2007: 22).

Relatadas todas estas violaciones explícitas a los derechos humanos, el periodista analiza la política económica del gobierno, “una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”(22). Algunas cifras que entrega: reducción del salario real de los trabajadores al 40%, elevación de 6 a 18 horas de la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar,  desocupación en un récord de 9%, baja del presupuesto de la salud pública a menos de un tercio de los gastos militares. Entre los aspectos macroeconómicos del desastre, destaca la caída del producto bruto cercana al 3%, una deuda exterior de 600 dólares por habitante, una inflación anual de 400% y una baja de 13% en la inversión externa. En contraste, afirma que 1.800 millones de dólares (equivalentes a la mitad de las exportaciones argentinas) constituyen el presupuesto para Seguridad y Defensa en 1977. Es la receta dictada por el Fondo Monetario Internacional indistintamente a diversos países. Una política económica que “sólo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S. Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete” (23).

El testimonio del autor, que evidencia su oficio, repara también en el enriquecimiento repentino de un sector empresarial que duplicó su capital en la Bolsa sin producir más que antes, gracias a la especulación, y cuestiona estos hechos en un gobierno que supuestamente acabaría con la corrupción. En una crítica que nos habla de la etapa histórica que vive Walsh, se refiere además a la desnacionalización de los bancos (que permite dejar el crédito nacional en manos de la banca extranjera), a la indemnización a grandes empresas y a la rebaja de aranceles aduaneros, que crea desocupación en la Argentina: “Frente al conjunto de esos hechos cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideología que amenaza al ser nacional” (24). Queda de manifiesto el espíritu de liberación nacional de inspiración socialista que se desarrolló durante el siglo XX en América Latina, y que Walsh canalizó a través de su militancia revolucionaria.


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En perspectiva biopolítica, al final del documento se huelen como posibilidades permanentes del poder la vieja potencia de muerte, en la que se simbolizaba el poder soberano, y la moderna gestión calculadora de la vida, que es utilizada para autentificar una pretendida “verdad” oficial por parte del grupo que controla el Estado. En efecto, Walsh cuestiona la “propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados”(24) que pretende presentar a la Junta como procuradora de la paz o a Videla como defensor de los derechos humanos. Es la manipulación que el poder efectúa no sólo sobre los hechos, sino sobre la propia vida de las personas, para mantener su autoridad. Pues la administración de los cuerpos no tiene lugar sólo en dispositivos materiales, sino también en cifras que el Estado reúne acerca de la vida de las personas, estadísticas que para una dictadura como la argentina pudieron llegar a ser recuentos de papel, una broma macabra sobre la realidad o la constatación más vívida de su ilegítimo señorío.     

Walsh se despide valientemente, un día antes de su desaparición, mencionando incluso su cédula de identidad y “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”(24).

 

Análisis final

Como vemos, el que hemos presentado es propiamente un testimonio situado en el límite, con un autor que conscientemente se aparta del orden del discurso establecido, desafía al poder y desnuda sus contradicciones desde un fino oficio periodístico, precipitando así su propia muerte. Este arrojo, su determinación para comunicar su verdad, que también aspira a ser la verdad compartida con quienes en su época no se atreven o no tienen espacios para hablar, facilita la acogida de sus palabras por parte del lector, pues (a la luz de sus condiciones de producción) resulta muy difícil cuestionar su validez. Se trata, para ir más lejos, de un “decir que se sabe” que escapa completamente de la serie que Ludmer, por ejemplo, propone en Tretas del débil, a propósito de Sor Juana Inés de la Cruz: “Decir que no se sabe, no saber decir, no decir que se sabe, saber sobre el no decir”(1985: 48), esto es, de la serie a la que nos ha acostumbrado el poder: diversos niveles del silencio para poder seguir siendo quienes somos “sin molestar demasiado”, el orden del discurso. 

Para analizar esta cuestión a fondo, debiéramos preguntarnos en primer término quién es el que habla en la Carta Abierta a la Junta Militar, más allá de lo que dicta la evidencia. En efecto, es Rodolfo Walsh (y lo sabemos bien), pero, ¿cómo se constituye él en el texto? ¿Qué consecuencias le trae el situarse en el límite de lo comunicable en el contexto de una dictadura militar que comienza a introducir el recetario neoliberal en la Argentina? ¿Qué características debe adoptar su testimonio para que sea acogido por el lector? No se trata, ciertamente, de un “subalterno” a la manera de Spivak (Cfr. 2003: 297-364), sino de alguien que abiertamente disputa el poder o la hegemonía con su contraparte, pese a la notoria diferencia en la correlación de fuerzas entre los antagonistas. Walsh es un lector informado, una persona culta, de cierto renombre, en ningún caso un marginado social o alguien que esté definitivamente desplazado de la lucha por el poder (a pesar de su condición clandestina), pues pertenece a una organización guerrillera. De hecho, resulta incluso peligroso para la Junta, lo que en gran medida acelera su muerte. En realidad, Walsh asume que su derrota personal (reconoce perfectamente que será perseguido por hacer pública su carta) puede servir para empezar a escribir otra página en la historia argentina, sin asesinatos ni torturas. Quizás podría incluso sostenerse que, a través de su escrito, está inmolándose para ayudar a superar el régimen que oprime a su pueblo. En este sentido, no podemos soslayar, como sostiene Castillo, que por aquel entonces la burguesía decidió “poner en el centro el poder militar y la política del ‘terrorismo de Estado’ como forma de lograr el disciplinamiento de una clase obrera altamente combativa que en importantes sectores desafiaba a las direcciones burocráticas”(2006: 58), agregando que “esta misma clase obrera, aún con su vanguardia dispersada o aniquilada, continuó luchando bajo el gobierno militar, siendo un factor clave en el debilitamiento del poder del mismo, cuestión frecuentemente oculta en los relatos ‘oficiales’ del período” (58).

Pues bien, Walsh era consciente de que su valentía sumaba a esa lucha. Denunciar y enfrentar públicamente a la Junta constituía un mentís fuera del horizonte de posibilidades dictatorial, determinado por un cierto orden discursivo en el que las prácticas y las cosas se mostraban falsamente, sin correspondencia con la realidad.  Como señala Martínez Cabrera,

la dictadura no sólo puso en marcha el aparato legal y militar de la guerra sucia, sino también todo un aparato lingüístico que terminó constituyendo esa ficción discursiva llamada Proceso de Reorganización Nacional, reproducida por militares, funcionarios adeptos, medios de comunicación y transmitida a la sociedad civil en su conjunto(2012:110).

Agrega la misma autora:

Si el lenguaje cotidiano había sido colonizado por el léxico dictatorial, el lenguaje dictatorial trabajó esquizofrénicamente con eufemismos que evitaban nombrar la mecánica del terrorismo de Estado y la orientaban hacia el léxico de la burocracia, el progreso y la medicina: torturar era «interrogar», matar «mandar para arriba» o «hacer la boleta», secuestrar «chupar»; las cuadrillas de secuestro eran «patotas», los muertos «bultos» o «paquetes» y extraer una confesión bajo tortura «quebrar»[6]. La esquizofrenia colectiva provocada por el discurso dictatorial fue también resultado del contraste entre ciertas acciones incomprensibles de los agentes estatales del terror y la racionalidad de los procedimientos dentro de los centros de detención. Es lo que Pilar Calveiro (2004: 81) define como la lógica perversa del Estado concentracionario(111).

Recordamos aquí las palabras de Foucault en relación al control que en toda sociedad se ejerce sobre la producción del discurso, básicamente mediante la palabra prohibida(Cfr. 2004), mecanismo que en el caso que analizamos alcanza niveles inusitados. Entendemos, con el pensador francés, que aquí está en disputa propiamente el discurso en tanto poder: la dictadura tergiversa discursivamente sus acciones, al tiempo que opositores como Walsh intentan desbaratar sus estructuras discursivas para dar cabida a una nueva fase política de impronta popular. Se trata de una lucha por la interpretación hegemónica que se materializa en el discurso. Desigual en muchos sentidos, pero lucha al fin y al cabo. 

El control militar-neoliberal que buscaba consolidar la dictadura se transparenta en una dimensión que con Foucault pudiéramos denominar “micropolítica”. En efecto, en aquella época

no sólo el miedo configuró el “quehacer diario” de las personas, también hubo medidas económicas y culturales tomadas desde el gobierno que afectaron distintas dimensiones de la cotidianeidad. En el plano local, por ejemplo, el cierre de una fábrica, los despidos, la censura pudieron condicionar gravemente una de las tantas facetas de la vida cotidiana de la sociedad. El gobierno se propuso penetrar en los espacios micro de la sociedad y de alguna manera todos fueron alcanzados por él, aún aquellas personas que hoy recuerdan no haber vivido “cosas raras” durante ese pasado, reconocen en alguna experiencia de familiares o vecinos que su ajenidad no era tal y que muchos hábitos o prácticas mínimas fueron modificadas por la presencia militar (Lastra, 2008: 29).

Lo anterior nos lleva también a reflexionar en relación al lugar que ocupa el mal, la perversión, en su vínculo con la dictadura y el legado histórico autoritario, es decir, a pensar en la estela de terror que el régimen fue dejando tras de sí. En este sentido, observamos que lo importante, más que el hecho mismo de la violencia desatada, es la consecuente intimidación que origina a cualquier eventual adversario que pretenda oponérsele. Así, lo crucial es anular, desbaratar o adormecer la capacidad de respuesta social, aquella tendencia que en circunstancias de desarrollo democrático normal nos mueve a rechazar las arbitrariedades y a pronunciarnos al respecto, exigiendo un cambio en el estado de cosas. En otras palabras: para que se cumpla el interés de la máquina dictatorial, ha de tener lugar un “desplazamiento” de o en los sujetos políticos, de modo que éstos abandonen su carácter activo (sujeto/s de) para caer en una condición completamente pasiva (sujeto/s a), y todo ello, por así decirlo, a fuerza de metrallas. Lo central de la violencia, entonces, como estrategia política, consistiría en este caso en (sobre)determinar el ámbito de relaciones entre la sociedad civil y el Estado, despejando a este último el espacio para la más plena toma de decisiones soberanas. En este sentido, y a propósito de la Argentina dictatorial, resulta imposible no pensar en los términos de Agamben (2010), para quien la vida, en el estado de excepción, se enfrenta a la interrupción temporal del derecho y queda a disposición del poder soberano (que es el que decide sobre dicho estado), tal como sucede con el “homo sacer”, aquella figura del derecho romano arcaico que es sagrado o insacrificable pero a quien cualquiera puede dar muerte, puesto que en el estado de excepción la ley tiene lugar paradójicamente retirándose, sentando una norma que la exime a ella misma de cumplir. Estamos delante de aquello que el autor denomina nuda vida, una figura “en que la vida se incluye en el orden jurídico únicamente bajo la forma de su exclusión” (18). En esta perspectiva, de manera paralela al proceso a través del cual la excepción se torna la regla, el espacio de la nuda vida, originalmente marginal, va coincidiendo poco a poco con el espacio político, hasta que ambos dejan de distinguirse. De este modo, Agamben identifica el estado de excepción con el basamento oculto de todo el sistema político. Se trata, como vemos, de una asociación que, debido a la posibilidad que contiene, aquella de muerte sistemáticamente legitimada por la sola voluntad del poder soberano y su fundamental “excepción”, resulta sumamente perversa.

A través de su lucha, Walsh intenta precisamente desmarcarse a sí mismo y a su pueblo de ese destino funesto, pugnando por restituir la legalidad que conoció en otros tiempos, respetuosa de la vida y del estado de derecho. Por su oficio periodístico, nuestro autor sabía bien de detalles, de nimiedades, y de cómo la suma de éstos permite hilar historias, narraciones, vidas completas. Había investigado crímenes, analizado y relatado comportamientos; los había vertido en el papel como periodista o como escritor. Es así cómo, finalmente, la minuciosidad con que describe el actuar de la Junta en la carta que analizamos se torna un dispositivo que apunta a desactivar la política del terror poniendo de manifiesto su ignominia, detallándola fríamente, hasta que su terrible realidad se vuelve incuestionable para el lector, aún más teniendo en cuenta que resulta francamente difícil, si no imposible,poner en duda la veracidad del testimonio de quien se atreve a entregar su vida por darlo a conocer. De esta forma, la valiente acción de Walsh comienza a abrir tempranamente, ya en los primeros años de la dictadura, el camino hacia la democracia, un camino que pasa necesariamente por la reivindicación de la vida y del derecho a la palabra. En este sentido, para romper con el legado histórico autoritario es preciso reconstruir el derecho, empresa que sólo pueden llevar a cabo los(as) propios(as) ciudadanos(as). Existe en este empeño, sin embargo, una precaución de fondo que es de esperar que las sociedades democráticas puedan resolver en lo por venir: ¿podrá ser pensada la constitución de la democracia, como estado de derecho, más allá o más acá de la excepción soberana que permite, precisamente, suspender el estatuto mismo de la democracia, en su naturaleza?



Notas:

[1] Artículo escrito a partir de un ensayo elaborado en el marco del curso “Caras y contracaras del testimonio latinoamericano: memoria, teoría, poética”, dictado en 2012 por Elzbieta Sklodowska para los programas de Magíster y Doctorado tanto en Literatura como en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile.

[2] Magíster en Comunicación Política de la Universidad de Chile. Estudiante de Doctorado en Estudios Latinoamericanos de la misma casa de estudios. Becario de Fundación Volcán Calbuco.

[3] Las cursivas y la traducción del francés son nuestras.

[4] Otros hombres sucederían a Videla en el cargo hasta 1983, bajo distintas Juntas Militares.

[5]           Para todos los datos biográficos sobre Walsh que, desde este punto, hemos incluido en este acápite, recurrimos a este texto de Gabriel Martin. 

[6] La autora comenta en este punto, como nota al margen, que “Calveiro (2004) y Martyniuk (2004) recogen a lo largo de sus ensayos un amplio repertorio del léxico eufemístico de la Junta Militar”.

 

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Cómo citar este artículo:

BRAGHETTO GALLARDO, Marco Antonio, (2014) “Aproximación biopolítica a la Carta Abierta a la Junta Militar, de Rodolfo Walsh”, Pacarina del Sur [En línea], año 5, núm. 18, enero-marzo, 2014. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=888&catid=4