Dictadura e indigenismo peruano: Producción de estigmas y prácticas etnocidas (1948-1956)[1]

Dictatorship and Peruvian Indigenism: Production of stigmas and ethnocides practices (1948-1956)

Ditadura e indigenismo peruano: Estigmas e práticas etnocidas Produção (1948-1956)

Ricardo Melgar Bao[2]

Recibido: 17-03-2014 Aprobado: 30-03-2014

 

En este artículo analizaremos a grandes trazos el proceso de recomposición etnoclasista peruano que, agravado por las condiciones políticas reinantes a partir de la instauración de la dictadura militar entre los años 1948 y 1956, sirvió de coartada para legitimar las nuevas coordenadas políticas y culturales conservadoras durante la primera década de la Guerra Fría. Bajo este contexto, la institucionalización estatal del indigenismo en el Perú puede considerarse tardía. Por lo anterior, la concepción y práctica del indigenismo oficial durante el gobierno dictatorial del general Manuel A. Odría obliga a matizar nuestra visión del indigenismo político, al mismo tiempo que a recuperar para sí una parcial y significativa aproximación al horizonte ideológico del indigenismo cultural-creativo caracterizado por la renuencia de sus integrantes a adscribirse como indigenistas, sumada a la ausencia de un compromiso político o social propio frente a la cuestión indígena (Lauer, 1997). Nos referimos únicamente a los sentidos derivados de la cultura criolla frente a la temática periférica de lo andino. Se trata del «desencuentro» y la fallida «traducción» de lo autóctono por parte de los indigenistas oficiales en función de su publicitado proyecto integracionista. Vísperas del golpe de Estado, dicho indigenismo atravesaba por una etapa de crisis profunda, mientras se afirmaban los estigmas anti-indígenas y los prejuicios racistas de la cultura oligárquica. De otro lado, se pasa revista a los caminos de la resistencia etnocultural.

 

La obsolescencia del poder oligárquico y la resistencia rural-urbana

La coyuntura política que vivía el Perú parecía velar, tras la dictadura militar, un proceso complejo de reorientación de lo autóctono hacia lo nacional, así como una nueva trama de las relaciones interétnicas. El gobierno militar logró controlar el movimiento popular a escala nacional e imponer una relativa paz social en el medio indo-campesino hasta casi concluir su gestión gubernamental. Particularmente la promulgación y aplicación de la Ley de Yanaconaje (1949), apostó con desigual éxito a jugar un papel amortiguador en los conflictos entre las haciendas y los yanaconas comuneros, arrendatarios y comerciantes (Alberti y Sánchez, 1974: 145; Matos Mar, 1976a: 138).

Imagen 1. Guillermo Townsend en la Amazonía peruana en 1945. http://www-01.sil.org/

El cholo Odría oscilaba entre el aval oligárquico y su nacionalismo plebeyo, el cual se nutría selectivamente de las aguas populistas del peronismo argentino y del emenerrismo boliviano en materia de legislación social (Vásquez Benavides, 1949: 22).[3]  En lo que respecta a la política indigenista de Odría, tuvo mucho que ver su compromiso de llevar adelante el II Congreso Indigenista Interamericano realizado en el Cusco el 24 de junio de 1949, a pocos meses de haberse cumplido el golpe de Estado que lo llevó al poder. No podía fungir de anfitrión sin delinear un proyecto integracionista al respecto. El indigenismo oficial quedó reseñado en las palabras del General Odría al decir que:

La Junta Militar de Gobierno, cumpliendo sus postulados relativos al problema laborista e indígena, ha dictado el correspondiente Decreto-Ley creando el Ministerio del Trabajo y Asuntos Indígenas, cuya instalación tendrá lugar el 27 de octubre próximo –1949–, primer aniversario del Movimiento Restaurador de Arequipa. Esta nueva repartición estatal, atenderá en forma preferente, las decisiones tomadas por el Segundo Congreso Indigenista y propondrá los proyectos relativos para la dación de leyes especiales y para el establecimiento del Fuero Privativo destinado a garantizar la vida social, económica y política de la raza indígena (Vásquez Benavides, 1949: 24).

Los acuerdos integracionistas del II Congreso Indigenista Interamericano, permeados por los lineamientos de la Guerra Fría tuvieron una acentuada traducción controlista durante el ochenio odriísta. Bajo ese contexto, el indigenismo de la dictadura se orientó hacia una más agresiva política integracionista y modernizadora, así como a resolver el dilema sobre si las comunidades indígenas eran proclives al totalitarismo comunista o a la democracia occidental. Años más tarde, la dictadura de Odría profundizó su alineamiento con la política estadounidense, lo cual incidió en la manera de abordar la cuestión indígena. Subrayaremos su compromiso con los acuerdos tomados durante la X Conferencia Interamericana de Caracas (marzo de 1954), presidida por John Foster Dulles, entre los cuales se reconoció que el analfabetismo y el monolingüismo indígena, constituían un fuerte obstáculo para la «Democracia», aquella que respondía a la acepción autoritaria y anticomunista de esos años grises.

Bajo tales términos, fue comprensible que los grupos de poder impulsasen una ofensiva etnocida contra los pueblos originarios a través de las particularidades propias de las instituciones gubernamentales o extranjeras que las incitaban. El Ministerio de Educación, el Ejército, el clero regular y las órdenes religiosas convergieron en centrar su atención en las poblaciones comunitarias, considerados los principales focos de la resistencia etnocultural frente al mito y proyecto oligárquico nacional.[4]El proceso migratorio y de proletarización, acompañado de la oferta de sustituir sus tradiciones y señas de identidad a cambio de adoptar algunos patrones de conducta propios de ese abigarrado universo cultural mestizo no fue tan atrayente ni generoso. A lo anterior se sumó otro punto de conflicto en la comunicación intercultural, nos referimos a las prácticas racistas de discriminación lingüística frente  los hablantes de lenguas originarias, marcados por la disglosia o el bilingüismo (quechua-castellano o aimara-castellano).  

Vísperas del golpe militar restaurador se vivía una espiral de movimientos de jornaleros agrícolas, yanaconas y comuneros campesinos en demanda de mejores salarios o de tierras. Las huelgas rurales en la Costa y las tomas de tierras en la Sierra, sentaron las condiciones apropiadas para la fundación de la Federación General de Yanaconas y Campesinos del Perú, en 1947 (Fernández, 2011), poco después conocida como Confederación Campesina del Perú (CCP). Si bien los inicios del gobierno militar menguaron las luchas rurales, a partir de 1950 cobraron nuevos bríos, coincidiendo con la fase de repliegue de los terratenientes tradicionales. Se disparó gradualmente la venta parcial o total de las  haciendas, la aplicación de un giro modernizador o tránsito de la agricultura a la ganadería. Mucho más importante fue el proceso acelerado de recomposición de la fuerza de trabajo frente a las nuevas exigencias agropecuarias, las cuales fueron acompañadas de la desaparición de la transferencia servil e infamante de los campesinos quechuas en las modalidades de contratos alquiler y anticresis a los arrendatarios de tierras, como sucedió en los valles de Huancavelica (Favre, 1976: 131-132). Las concesiones terratenientes intentaban frenar los flujos migratorios tanto como la resistencia campesina. En algunos casos, como el de la hacienda Yanamarca de Jauja, el terrateniente aprovechó la circunstancia del golpe y los aires de la guerra fría para desconocer los acuerdos pactados con la dirigencia de los peones agrícolas de filiación étnica huanca acusándolos de agitadores comunistas. (Alberti, 1976: 359).

En perspectiva se fueron sentando las bases para un nuevo clientelismo político electoral en las comunidades andinas y las «barriadas» formadas por los migrantes internos. En el universo comunal ya se había iniciado en 1945 y potenciado con mayor fuerza en los comicios electorales de 1956, tras la caída de la dictadura militar. (Matos Mar, 1976a: 214). Fue ese mismo año el inicio de una fase de ascenso de gran envergadura de los movimientos rurales, en especial de los de carácter etnocampesino en la sierra central y en la región sur andina. En esa coyuntura, los migrantes afincados en sus asientos marginales suburbanos también se habían convertido en blanco de los remozados clientelismos políticos, en particular del auspiciado por Odría y su esposa, María Delgado. En su seno se cribó la base social de lo que se llamaría políticamente la Unión Nacional Odriísta.

Una nueva amalgama de objetos y temáticas urbanas colocó en el centro a los migrantes provincianos y sus urgencias sociales y culturales. Esta coexistencia se mantuvo durante el régimen militar del medio siglo XX. Acaso un papel de mediación entre los dos indigenismos fue jugado por  la naciente etnología y el folclore, dentro de los espacios académicos, los programas de antropología aplicada  y las actividades culturales de los institutos o clubes regionalistas.

La estigmatizada «mancha indígena» que dibujaba el cinturón de barriadas, es decir, de asentamientos miserables de migrantes andinos que rodeaba la ciudad de Lima, despertó en el imaginario social de las élites, añejos fantasmas acerca de la delincuencia y el bandolerismo y otros más nuevos, asociados a la amenaza comunista. En 1956 existían 56 barriadas en la ciudad de Lima, congregando a unos  120,000 migrantes internos en su mayoría procedentes de espacios rurales andinos (Kapsoli, 1977: 387).

No sin razón Dora Mayer, la precursora del Indigenismo del Siglo XX, salió al paso de estas declaraciones a principios de 1950, denunciando la voracidad de mano de obra indígena por parte de un importante gremio de hacendados y gamonales andinos, interesados en frenar e incluso revertir la migración indígena a las ciudades, para satisfacer las crecientes demandas de productos agropecuarios del mercado mundial. Para Dora Mayer el indio en la ciudad se liberaba del yugo del gamonal y se convertía las más de las veces en obrero, pero también en intelectual. Mayer  postulaba que se podían reconciliar las tradiciones andinas con el futuro: «El indio es el Perú que abre los brazos generosamente a las civilizaciones del resto de la Tierra con tal que vengan sin abusos y falsas pretensiones. El indígena es aquí el hombre de ayer y de mañana, la base y la coronación del progreso del país» (Mayer de Zulen, 1950: 57).  

La migración predominantemente rural a las ciudades había logrado un repunte importante en la década de los cuarenta, considerando a los 302,650 migrantes, de los cuales el 82.07% se concentró en Lima, y uno aún mayor, en los años cincuenta (Martínez, et. al., 1973: 21).[5] El espectro étnico-cultural de las ciudades peruanas venía sufriendo un proceso de recomposición poblacional irreversible, asociado a su nueva fase de urbanización e industrialización. Desglosados los ritmos de crecimiento de la migración urbana con respecto a la década anterior arrojaron las siguientes tasas: Lima, 74.8%; Trujillo, 99.2%;  Arequipa, 97.0%; Chiclayo, 108.4%; Cusco, 82.5%; Piura, 127.0%; Puno, 115.8%; e Iquitos, 69.5% (Martínez, et. al., 1973: 25).   

 

 El saber indigenista: estigmas, traumas y amenazas del otro cultural

Las ciencias educativas, la antropología y la lingüística dejaron huellas muy visibles de su articulación con la estrategia neocolonial norteamericana desde los inicios de la Guerra Fría y su colaboración con el gobierno dictatorial del general Odría. La población indígena, además de ser considerada potencialmente masa de maniobra del comunismo internacional, debería ser objeto de atención médica e higienista por su presunta condición mórbida. Se sumaron agresivos programas de alfabetización y de reclutamiento militar con finalidades de integración y control. El Instituto Lingüístico de Verano (ILV) mantuvo en el Perú de esos años explícitas ligas con el gobierno peruano, la marina norteamericana, el Departamento de Estado y el empresario texano Robert Le Torneau, auto denominado «socio de Dios»,  quien estaba fuertemente comprometido con su proyecto misional y la campaña anticomunista.  El régimen militar convino con el ILV para que se hiciese cargo de las escuelas bilingües en la región amazónica. (Stoll, 1985).

El evangelista de la Universidad de Oklahoma Guillermo Cameron Townsend -la figura mayor del ILV- cultivó sus redes con la burocracia de Estado, los militares y la oligarquía peruana, a partir del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Su  relación fue significativa con el general Odría, Ministro de Gobierno y Policía bajo el régimen democrático de Bustamante y Rivero y se fortaleció tras su ascenso golpista al poder.  En 1951 el senado peruano envío una carta de felicitación al general Juan Mendoza Rodríguez, titular del ministerio de Educación Pública, por la labor cumplida por el ILV bajo sus auspicios. Destacó la preparación de cartillas de alfabetización para el Servicio Cooperativo Peruano-Norteamericano de Educación (SECPANE), cuyo objetivo explícito fue “…moralización de las tribus civilizadas y salvajes de la región amazónica…” (Mendoza, 1956: 250). En 1952 se constituyó un círculo de amigos peruanos, figuras prominentes de la intelectualidad y el poder oligárquicos, liderados por el abogado Oscar Vásquez Benavides, ex embajador en México, representante legal en materia petrolera en la Amazonía de Le Torneau y Presidente del Consejo Directivo del Instituto Indigenista Interamericano en 1949. En 1954 el ILV prestó especial apoyo a la dictadura en el traslado en sus aviones de los presos políticos comunistas y apristas a la colonia penal del Sepa, en la selva peruana. (Stoll, 1985: 158-165).

El muy publicitado proyecto de antropología aplicada impulsado por la Universidad de Cornell  y el gobierno peruano en la comunidad de Vicos en la sierra central, según nos lo han recordado Willian Stein (2000) y reiterado Nelson Manrique en sus páginas de presentación revelan, por un lado, la lógica de la Guerra Fría. Por otro, Stein ha subrayado entre otros aspectos relevantes, el peso y los límites del modelo integracionista formulado por Robert E. Park de la escuela de Chicago, el cual apuntaba a despatologizar las dinámicas raciales individuales de presunto carácter irracional y premoderno en el Perú.  Frente a  la lectura del trauma cultural andino,  la cual fue compartida por  Stein en el sentido de que frente a las relaciones indo-criollas o e indo-mestizas en Hualcán, «Quizás muchos indios desean inconscientemente ser negados, derrotados, castigados», las apreciaciones de los antropólogos peruanos fueron en otra dirección. Así lo refrendaron Mario Vásquez al aludir al orgullo del vicosino frente al mestizo y Oscar Nuñez del Prado al «mínimo resentimiento» indígena emanado de su condición subalterna frente al mestizo (Mayer, 1970: 100).

Oscar Vázquez Benavides, uno de los más connotados publicistas internacionales del indigenismo odriísta,  declaró que el gobierno pretendía implementar entre los indígenas:

... una paciente y constante infiltración ideológica. Hacer que lleguen a comprender por sí mismos los beneficios que obtendrían para el progreso de sus rudimentarios métodos agrícolas y manufactureros, mediante la adopción de las técnicas y aparatos mecánicos modernos. Analizar cuidadosa y científicamente sus instituciones sociales y políticas, y sugerirles mediante razones que posean sentido y significación para el modo de pensar de ellos... (Vásquez Benavides, 1949: 37).

Manuel A. Odría, en su discurso de inauguración del II Congreso Indigenista Interamericano se preció de que su gobierno «revolucionario», en «el poco tiempo que se encuentra en el Poder, ha llevado a cabo reformas sociales de grandes alcances que han colocado al Perú a la vanguardia de los países más avanzados en legislación social» (Vásquez Benavides, 1949: 22). El sector hegemónico del indigenismo oficial peruano pensaba que tenía que lidiar con muchos riesgos frente a los nutridos contingentes  indígenas, particularmente les preocupaba una sesgada lectura antropológica deudora de la corriente cultura y personalidad, que sostenía la existencia en ellos del denominado «trauma del desprecio cultural». Este cuadro mórbido del indígena debía ser abatido y ello legitimaba la presencia hegemónica de médicos, higienistas y educadores indigenistas. La persistencia del pretendido trauma del desprecio cultural, según palabras de Vázquez Benavides, «engendra problemas de minorías desadaptadas, emotivamente inestables y potencialmente delincuentes» (Vásquez Benavides, 1949: 37). 


Imagen 2. Policía con niño. Martín Chambi, 1923. http://periodicodigitalwebguerrillero.blogspot.mx/

El núcleo duro del indigenismo oficial se cristalizó en los marcos del Instituto Indigenista Peruano y más allá de él en todos los sectores ministeriales que tenían que ver con los actores andinos dentro y fuera del espacio serrano, lo que obviamente incluía a los migrantes. La otra veta de este indigenismo oficial estaba asociada al proyecto de impulsar el turismo extranjero y nacional, construyendo imágenes exóticas y pintorescas de lo indígena, las artesanías, las danzas folclóricas, así como de algunos sitios arqueológicos emblemáticos.

Recuérdese ese montaje exótico de un pedazo de selva en la calle Bodegones, a unos pasos de la Plaza de Armas de Lima, a finales de 1949. Este espectáculo de campas y cunibos, contó con el aval y auspicio gubernamental. Su traslado y escenificación fue dirigida por el colonizador cajamarquino Raúl de los Ríos, apoyándose en cuatro grandes camiones de carga que se desplazaron por la  carretera que unió la localidad amazónica de Pucallpa con la capital.[6] Los aires de modernidad forzaban una relectura de las identidades en el Perú. El espectáculo sobre la etnicidad amazónica fue todo un éxito e, independientemente de sus tonos grises, representó un síntoma de la atmósfera ideológico-cultural de esos años, un espejo bizarro de la  nueva crisis de identidad nacional. Pero en esta coreografía de lo exótico nacional para consumo cultural del turismo velaba un tanto la cara etnocida y autoritaria del indigenismo oficial.

Creemos haber precisado hasta aquí las  coordenadas ideológicas que aglutinaban al ala dura del indigenismo. Sin embargo, nos parece que tuvo más peso el tenor controlista y etnocida definido por su matriz higienista y miasmática, acompañada del uso de imágenes y metáforas escatológicas y racistas. El estigma es un «atributo profundamente desacreditador» (Gofman, 2006: 14), usado por un sector social con cierto poder con fines discriminatorios contra una clase social, un grupo tribal, o una minoría religiosa, lo cual lo convierte en vehículo relacional y de conflicto. En el plano ideológico, el estigma prefigura un faltante en la condición humana de los estigmatizados. Imaginarlos como seres humanos inacabados, inferiores, degradados o envilecidos se presta a todo tipo de tentación autoritaria, racista o eugenésica. La desacreditación clasista y cultural de ciertos rasgos fenotípicos de la población indígena o mestiza, se proyectó sobre su indumentaria, su habla, su gestualidad, sus ocupaciones, su vivienda y vida privada y cotidiana. La fuerte gravitación del pensamiento de médicos higienistas como Luis Vásquez Lapeyre o Pedro Weiss justificó ideológicamente la intervención autoritaria y estigmatizante  de la vida privada de las familias indígenas y sus viviendas.[7] Esta visión apareció de manera reiterada en la retórica oficial de un sector significativo de los  funcionarios del indigenismo oficial.

Merece destacarse la figura de Enrique M. Gamio, abogado y filósofo limeño conservador,  a la sazón funcionario de la dictadura. Ya en 1941 se había declarado abierto partidario del blanqueamiento de la sociedad peruana apoyándose en la promoción de un flujo migratorio europeo[8] a contracorriente de quienes sostenían que la revalorización indo-mestiza estaba en curso: «La xenofobia contra razas extranjeras homogéneas impide fortalecer la etnia peruana. Las razas extranjeras sanas y fuertes benefician al elemento nacional; de la misma manera que se importa ganado para cruzarlo con el de nuestra propiedad económica para acrecentar el negocio». (Gamio, 1941, citado por Olmo, 1981: 141).

Gamio, en su calidad de jefe del departamento de la vivienda del Ministerio de Salud Pública, sostuvo  que la cuestión indígena era  alarmante: «A la enorme mortalidad infantil y alimentación deficiente se une el mal estado de sus viviendas, que junto con el alcohol, la coca y las endemias y epidemias propias del Ande: conspiran contra el capital humano mayoritario de la República» (Gamio, 1952: 17). Pero su mirada puntual, desde ese código higienista etnocéntrico execraba el cuadro de la vivienda indígena, el de sus inmundas y miasmáticas «chozas», apoyándose en un sesgado reporte de 1917 sobre el Cusco, elaborado por un prejuiciado médico sanitario, el cual subraya la «inexplicable preferencia» escatológica del indígena, bajo pretendidos usos medicinales. En este reporte, la apropiación indígena de lo excremental y lo putrefacto, cerraba el cuadro de su casi natural enmierdamiento. Gamio agregó algunos reportes de la Primera Brigada de Culturización Indígena en Puno del año 1940, tales como los referentes de hacinamiento, promiscuidad y «falta de higiene corporal». Frente a ello propone mecanismos de «vigilancia» de la vivienda indígena, así como dispositivos jurídicos y de construcción para higienizarlas, airearlas e iluminarlas (Gamio, 1952: 17-39). No fue una posición aislada si recordamos la postura de Manuel Jesús Gamarra, diputado por el Cusco, quién sostenía que para desarrollar al país, se debería castrar a los indios, para eliminar así el lastre biológico de la nación (Gamarra, 1954).


Imagen 3. Primitiva choza de indígenas Cuzco. Atribuida a Martín Chambi, 1950 ca. http://www.libroviejoymas.com/

Pero no se crea que esta visión era insular. La compartían bajo diversos matices muchos otros indigenistas autoritarios, incluyendo sus variantes culturalistas. Veamos otro ejemplo de ello, para entender esta  perversa ontología del otro que finca la suciedad y la ignorancia a su origen y condición étnica y que al mismo tiempo parece suscribir la existencia del pretendido síndrome del «desprecio cultural» en el imaginario indígena. Una cartilla de educación andina del medio siglo, elaborada por el escritor y educador  Clodoaldo Espinoza Bravo, sin márgenes de ambigüedad, responsabiliza al indígena de la forma más abyecta de su exclusión cultural por parte de los criollos. Así le dice: «...el asco del ‘misti’ (léase blanco), por el indio, sigue, sin que tú te de cuentas el por qué. De ahí que es necesario que sepas ser limpio...» (Espinosa Bravo, 1951: 23). Otras cartillas de castellanización como Pancho para el sector rural andino y Carlos y Lucila para las zonas marginales urbanas exhibían una carga higienista, menos agresiva y prejuiciada que la elaborada por Clodoaldo Espinosa Bravo.[9] Una línea de continuidad parece dibujarse entre el legado integracionista en el campo de la educación, entre el régimen de Odría y el de Bustamante. Este último había dado curso a la creación de los núcleos escolares campesinos con el fin de lograr por la vía educativa la «incorporación del indio» a la cultura nacional (Matos Mar, 1970: 206). Y que estuvo apoyado por la SECPANE,  funcionaron hasta después de la década de los de los años sesenta, siempre con apoyo norteamericano.

Esta visión del indigenismo oficial, arraigada en la matriz occidental del higienismo burgués, intentó barnizar la cuestión indígena de cientificismo médico y biológico, mezclándola con prejuicios culturales y, en algunos casos, incluso racistas. En 1950, la Dirección General de Asuntos Indígenas del Ministerio del Trabajo impulsó el levantamiento de un Mapa de Geografía Médica Indígena del Perú, cubriendo una muestra del 85 % de las comunidades andinas reconocidas por el Estado. Una reseña del mapa nos reafirma los alcances de esta sesgada valoración indigenista del régimen odriísta, que pone el acento en un programa preventivo, controlista y de tonos etnocidas:

...allí donde tienen su origen los factores etiológicos de la morbilidad y la mortalidad del indígena, entre los que podemos mencionar, como principales: a) su incultura médica; b) la prescindencia de prácticas higiénicas; c) la mala vivienda; d) alimentación deficiente e incorrecta; f) intoxicaciones habituales por el alcohol y la coca; g) el medio geográfico hostil; h) enfermedades infectocontagiosas; i) carencia de atención médico-farmacéutica (Luna Olivera, 1951: 75).

En este  periodo el programa higienista de los indigenistas se proyectó para  atacar el espacio privado indígena, su «choza», es decir, el reducto miasmático de su propio drama y estigma. El vehículo privilegiado de este programa corrió por cuenta de los maestros primarios, de las brigadas sanitarias y de culturización, del ejército y su régimen de leva y control social, de los promotores agrarios, así como del apoyo de los misioneros católicos y evangélicos. El papel de los cientistas sociales deja testimonio de su adhesión higienista en un registro oblicuo aportado por Sarah Levy a William Stein sobre los niños vicosinos: «Ellos no saben nada de limpiarse y entonces chapotean y dejan líneas de jabón, ¡pero no olvidan de arreglar el pelo! Y cuando yo y Allan (Holmberg) visitamos la escuela los alumnos trataron limpiarse mucho mejor para lucirse» (Stein, 2000: 69). William  Stein recupera estas líneas de la función muy  marginal que  ocupan en el texto de Levi para formular un  puntual y penetrante comentario:

En relación a los niños 'sucios', parecería que el poder de la modernidad no ha atravesado sus pequeños cuerpos, de manera tal que puedan llenar las condiciones de ‘bienestar físico y de salud de las poblaciones’, que llega a tomar la forma de un objetivo político y que la ‘policía’ del cuerpo social deben asegurar de acuerdo a las normas económicas y las necesidades de orden, con el fin de desplegar ‘el imperativo de salud: a la vez el deber de cada uno y el objetivo de todos’ (Stein, Ob. Cit.:70-71).

La cruzada civilizatoria debía «limpiar» los andes y «asear» a sus pobladores. El ejemplo paradigmático se expresó por la vía de los cuarteles del ejército. Al fin de cuentas, el régimen militar  publicitó y modernizó su  disciplinado programa para los soldados indígenas. 

Una de las batallas civilizatorias de mayor alcance del régimen odriísta, aunque al mismo tiempo la más polémica, tuvo que ver con la campaña de control y erradicación del consumo de la coca. En las propias filas del equipo de gobierno había fisuras en la manera de concebir el problema. Naciones Unidas, convocada por el propio régimen militar, llevó a cabo un controvertido estudio, cumplido por especialistas en el combate al consumo del opio. Las conclusiones y alcances de dicha comisión fueron, como eran de esperarse, de carácter prohibicionista aunque los resultados de laboratorio probaban, por el contrario, las virtudes de las hojas de coca por sus significativos componentes vitamínicos. El Instituto de Biología Andina a cargo del Dr. Carlos Monge, libró dentro de los márgenes de la retórica cientificista de la época una titánica batalla en los marcos jurídicos, académicos y políticos nacionales e internacionales. La acción del Dr. Monge y de los que lo respaldaron obligó  al régimen de Odría a frenar el potencial desborde depredador de su política higienista frente al consumo de la coca, aunque en el plano internacional quedó estigmatizado y penado.[10] Sin embargo, el proyecto y la retórica oficial indigenista del ochenio no permiten apreciar cabalmente las otras aristas del panorama cultural e interétnico del Perú.

 

El escenario etnocultural de la mestizofilia 

Alrededor del medio siglo, los cambios en las mentalidades de las poblaciones urbanas se hicieron evidentes a través de las nuevas dinámicas inter e intra étnicas y clasistas, reafirmando las certidumbres de que se vivía una gran conmoción en los modos de vida y de representación simbólico-cultural. La política cultural del ochenio abrió juego a la construcción o actualización de imágenes de lo mestizo, lo cholo, asociadas a la nacionalidad y el progreso.

La nueva generación  apostó con renovados bríos a la modernidad urbano-industrial y por ende a la búsqueda de nuevos símbolos de identidad nacional. Este amplio sector generacional había recibido a su vez el impacto del fuerte despliegue de la popularización y modernización de los servicios educativos.

La propia memoria de Lima, afectada por el incendio de la Biblioteca Nacional en la década anterior y las estocadas diversas contra su arquitectura colonial, se agravó aún más con la aparición vertiginosa de nuevas franjas generacionales, en donde el peso de los migrantes prefería otros usos del pasado y del entorno urbano y nacional. Este desdén por la mitología historiográfica oficial inundó la escena política del país coincidiendo con la crisis del ochenio odriísta, y fue caracterizado  como una peligrosa «segunda ofensiva de la moda González pradiana» (Chirinos Soto, 1962: 158).

En  este contexto ya no resultaban convincentes para los nuevos actores urbanos, versiones como las del historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte, quien proponía que la historia nacional fijaba sus raíces en los signos colonialistas hispanos y no en sus referentes civilizatorios indígenas. Nuestro historiador se apoyaba en los argumentos ideológicos neoconservadores de Ramiro de Maetzu y José Vasconcelos, con el fin de legitimar su ideología de la identidad mestiza a través de «savia vivificadora de la cultura hispánica» (Vargas Ugarte, 1952: 26-29). Tampoco las interpretaciones históricas sobre la república resultaron convincentes para pensar al Perú como memoria y proyecto de futuro. La versión más ponderada, la de Jorge Basadre (1946, 1948), quien años después será Ministro de Educación, construía de fondo la imagen criollo-mestiza de la nacionalidad, y legitimaba implícitamente los fundamentos de un Estado etnocrático; el mundo andino aparecía interlíneas entre olvidado  y negado. Las ciudades hispánicas tanto en la costa como en la sierra, según el parecer de Víctor Andrés Belaúnde, forjaron la auténtica nacionalidad mestiza, aquella que unimisma los valores de la hispanidad y la peruanidad, la de los mestizos (Belaúnde, 1965: 56).


Imagen 4. Indígena peruano, 1948 ca. http://www.libroviejoymas.com/

El sector más tradicional y opuesto al cambio cultural y étnico que se venía operando en los marcos urbanos no pudo dejar de expresar sus desacuerdos al mismo tiempo que su romanticismo colonial. La Asociación de Criaderos de Lanares del Sur del Perú en una editorial pretendía enfáticamente confinar a la población indígena en el campo, al mismo tiempo que desetnizarla, frenando de paso el expansivo mestizaje urbano:

El indio peruano es ante todo labriego y pastor. Ello no quita que trabaje en las minas, que negocie en las ferias y que sea ceramista y tejedor (y agregaríamos artífice de platería). Pero fundamentalmente es campesino, hombre muy ligado a la tierra. Es incomprensible que so pretexto de redimirlo y de civilizarlo quiera convertírsele en hombre de ciudad, en sujeto urbano... Para el problema indígena no queda sino una solución: asimilar las poblaciones indígenas a la cultura no indígena.[11]

La migración provinciana a las ciudades en su tenor más general, revelaba la profundidad de la crisis agraria, así como  la creciente polarización entre campesinos y terratenientes. Pero al lado de la migración, el ascenso de las luchas indocampesinas conmocionó el escenario rural y el sistema político del país. La recepción de las oleadas de migrantes generó no sólo sentimientos de desprecio y temor en las clases citadinas, como perspicazmente señalara Julio Cotler (1978), sino también una crisis de identidad urbana. Los posicionamientos de clase acentuaron sus fronteras etnoculturales con discutible éxito. En algunos casos, las posturas políticas de este sector tradicional revelaron los límites de su propia intransigencia etnocultural. Así por ejemplo, el senador Luis Faura propuso en la cámara un sistema de control policial que frenase el ingreso de los campesinos indígenas a las ciudades extendiéndoles un pasaporte y visado temporal de permanencia. Mientras que en la ciudad del Cusco, un miembro de la Corte Superior de Justicia sustentó la iniciativa de que: «las familias indígenas entregasen a sus hijos a las ‘familias decentes’, para así resolver la falta de servidumbre doméstica y ‘asimilar’ los indios a la civilización…» (Cotler, 1978: 289). Otros, bajo el gobierno de Odría, se movieron a la defensiva cultural entre la fricción y una gradual aceptación social. Entre el «cholo de mierda» y el «cholo de mi corazón», oscilaron ambivalentes y contradictorios los códigos limeños de interacción con los mestizos nativos y migrantes. La propia figura del cholo presidente aparecía representada con ambivalencia en los imaginarios criollo-mestizos. Es más, la canción popular criolla fue signada por esos ejes de tensión simbólica que se representaron durante los años 50. Así, además de  «El Plebeyo» del limeño Felipe Pinglo, contaron sus valses a «la obrerita», la campesina y la mulata de los barrios populares. De este modo, la canción limeña de los años cuarenta y cincuenta  propuso nuevos y contradictorios contenidos simbólicos.[12] Una anécdota contada por el folclorista Moisés Vivanco, esposo de la  cantante Ima Súmac, a raíz de su  apoteósico recibimiento en la Lima del medio siglo, revelaba la quiebra de un estigma etnocultural. Vivanco recordaba que unos años antes en Lima: «Nos negaron el Teatro Municipal porque éramos indios, porque la mayoría de los de mi conjunto folclórico eran serranos, feos y mal presentados. Y pensar […] que antes de nosotros, trabajaron en el mismo teatro, una ‘trouppe’ de perros comediantes» (Orbegoso, 1958: 18-19).

Del mismo modo, vistos algunos huaynos, desde el mirador del migrante andino a la capital, revelaron con otro tono ciertas tensiones culturales en el seno de las capas medias y populares urbanas. En «Negra del Alma», una composición de 1953, realizada por Alejandro Vivanco y Erasmo Medina, se remata el huayno con el siguiente estribillo: «La limeñita buena muchacha / la huamanguina mucho mejor, / cuando se sientan las dos juntitas / ay mamacita no sé qué hacer» (Vivanco Guerra, 1977: 25).

Pero también a nivel del espacio familiar urbano-criollo de las capas medias se producía otra fractura en las líneas de demarcación simbólica de las distancias etnoculturales. La demanda de la servidumbre doméstica por acceder a los programas radiofónicos fue tan espectacular como lo fue su acceso a las escuelas nocturnas y academias de corte y confección. El  legado de casta en torno a la indumentaria fue fracturado por las sirvientas-costureras cada día más numerosas, confundiendo dos términos estigmatizantes los cuales antes de los cincuenta, permanecían disociados: chola y huachafa. 

Las motivaciones económicas de los migrantes provincianos a las principales ciudades del país se cruzaron de manera explícita con sus mayores expectativas educacionales y culturales, lo que a su vez se corresponde con cierta movilidad hacia  las capas medias, sin por ello negar su fuerte presencia en el  contingente obrero (Martínez, et. al., 1973: 97, 135). A mediados de 1957, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, registraba un 42.48% de estudiantes limeños de un total de 10,442 alumnos inscritos en sus distintas facultades (Bourricaud, 1967: 60-61). De esta presencia cultural da cuenta en sus memorias Alfredo Bryce Echenique:

Llegar a San Marcos fue para mí como aterrizar por primera vez en el Perú… Descubría cosas atroces, como por ejemplo que algunos estudiantes no comían en sus casas, porque realmente eran de provincias, sino en baratos comedores universitarios… la mayor parte de los estudiantes se parecían a los mayordomos de mi casa. Eran los finales de los años 50 y principios de los 60, y en la Universidad los ‘blanquiñosos’ eran una minoría (J. J. A., 1993: 27).

Estas canteras universitarias renovadas por la recomposición social y cultural más de sus estudiantes que de sus profesores, fueron las que incidieron en nuevos debates acerca de la realidad nacional y su futuro. Mariátegui retornaba en plena dictadura bajo otras miradas y con otras proyecciones acerca de la problemática peruana y sus ligas abiertas con el mundo.


Imagen 5. Manuel A. Odría. www.deperu.com

 

Identidades y lealtades imaginarias: el comic y  el cine

Si el libro, la revista, el periódico y el folleto de filiación aprista o comunista fue  motivo de proscripción, no logró eliminar a todas sus expresiones. Por su lado, la oferta letrada de filiación oligárquica veía con preocupación la contracción de su comunidad de lectores. De otro lado, se ensayaron otras posibilidades de penetración ideológica a través de los comics. Destacó la propaganda norteamericana anticomunista, sus historietas se repartían gratuitamente entre los estudiantes secundarios a la salida de clases, tanto de los colegios privados como estatales. Mucho más eficaces fueron las películas y comics norteamericanos que modelaron sus héroes, en adalides o campeones de la lucha anticomunista para un público entre adolescente y joven interesado en el formato de «seriales». Sus relatos tejían ideas e imágenes que sacralizaban los pretendidos valores de la cultura occidental pero que no anclaban en la realidad y la cultura nacional.  

Presencias más duraderas y eficaces vinieron de los comics de los grupos de poder nacional: en particular de  los dueños de El Comercio y del clero. Los primeros editaron, un  suplemento dominical de su diario a partir del año de 1953, logrando el  mayor tiraje nacional.  La popularización de la identidad mestiza que propició este diario alcanzó su mayor impacto entre los lectores provincianos y criollo-mestizos, gracias a  la serie de historietas denominada «El Supercholo» avalado por Francisco Miró Quesada y posterior Ministro de Educación, erigiéndose en un ícono del nacionalismo cultural. Este Superman andino, jaloneado por la tradición y la modernidad, apareció como el héroe cultural del nuevo Perú. El Comercio, venía siendo marcado por un significativo giro ideológico-cultural, sin abandonar sus posturas políticas conservadoras, acicateado por la confrontación con el liberalismo pro-norteamericano de su principal diario competidor: La Prensa, dos caras de la rancia oligarquía costeña. Los flujos diversos de las literaturas regionales en los  principales circuitos urbanos, ampliaron, no sin conflicto, las maneras ver el Perú del medio siglo según los prismas de sus diferentes actores sociales.

Por su lado, la Iglesia católica no podía permanecer inconmovible a estos cambios y exigencias culturales de la sociedad peruana del medio siglo. Así, la ideología de la hispanidad del clero fue cediendo paso a una nueva lectura integracionista bajo una peculiar elaboración simbólico-cultural. La  revista misional Avanzada, portaba la idea de la integración católica nacional  a través de una historieta acerca de la acción concertada de tres niños héroes. Estos representaban a las tres regiones en términos etnoraciales: Coco (blanco-costa-ciudad), Vicuñín (indígena-sierra-rural) y Tacachito (indígena-selva-montaña). Los niños héroes bajo la tutela sacerdotal, realizaban tareas evangelizadoras cruzadas con la defensa del patrimonio arqueológico y la lucha contra la delincuencia.

Frente al cine norteamericano emergieron los primeros productos del cine nacional y sus relatos identitarios. Durante los años cincuenta, el puneño Franklin Urteaga continuó a su manera la tradición de registro etno-documental de Sabogal, con filmaciones sobre «Machu-Picchu» y otras acerca de Cajamarca y Lima. Entre 1954 y 1955 obtuvo por sus trabajos fílmicos una Mención Honorífica en los festivales de Cannes y Berlín. Sin embargo, el cine de corte indigenista floreció a partir del año 1955 con los proyectos de cortometrajes cribados por Manuel Chambi, Villanueva y Luis Figueroa, animadores del denominado Club Cusco. Entre sus obras fílmicas pioneras se reseñan: «Las Piedras», con imágenes de la arquitectura cusqueña en sus épocas pre-inca, inca y colonial: «Carnaval de Kanas», alusivo al ámbito festivo de la provincia cusqueña  y  «Lucero de Nieve», dedicado a la principal fiesta de Paruro; le siguieron «Corpus» en el  Cusco y «La fiesta de las Nieves» (Lozano Morillo, 184: 88). Ya desde otro ángulo, sería pertinente evaluar el impacto del cine mexicano, el cual conquistó un público impresionante tanto entre las capas populares urbanas de la capital como de las provincias; cuya simbología idiosincrática estaba dirigida hacia los estratos pobres y migrantes con sus historias asimétricas y polarizadas.

 

Las voces disidentes y la pluralidad

La lectura antropológica ha descuidado el análisis de los discursos culturales emergentes en  los clubes de inmigrantes provincianos, que los obligaba a articular claves ideológicas locales, departamentales y nacionales, para privilegiar otros aspectos. Así fue reseñado  el frecuente faccionalismo en seno de los Clubes de Migrantes por  Mangin (Mangin, 1964: 298-305), y que, asociado a otros factores, pusieron en duda su funcionalidad (Jongkind, 1971: 19). Sin embargo, este proceso podría ser reinterpretado a partir de la búsqueda de nuevas figuras identitarias o prácticas culturales, ligadas o no a sus expectativas de  movilidad intelectual, artística, política y sindical. De manera convergente surgieron con fuerza instituciones culturales, principalmente en las ciudades andinas (Puno, Cusco, Huancayo, Ancash), que aglutinaron a un grupo selecto de intelectuales, artistas y folcloristas regionales.

La multiplicación de estas instituciones culturales marchó paralela a la conformación de los espacios festivos y musicales. En la ciudad capital, la reandinización de las fiestas de la Pampa de Amancaes y la fuerza expansiva de los coliseos ensancharon los campos festivos de sus nuevos y viejos actores étnicos. Los coliseos «Bolívar» y «Dos de Mayo», situados en conocidos barrios populares, desde el año de 1946 venían presentando una variada gama  de conjuntos de danza y música andina formados en Lima o procedentes de las provincias serranas.  Arguedas no duda en llamar al quinquenio 1946-1950 «la edad de oro» del folclore andino sostenida por las «Compañías Folclóricas» que dinamizaban la activa y floreciente vida musical y festiva de los coliseos limeños.[13]


Imagen 6. Viviendas al pie del Cerro San Cristóbal, 1950 ca. http://ganasdecontarteque.blogspot.mx/

Los cancioneros y publicaciones eventuales de los artistas e intelectuales subalternos encontraron en tales espacios su propio público lector, transcendiendo las barreras de sus redes de paisanaje. Lugares como la Plaza Unión y la Parada eslabonaron complejas redes de interacción social y mercantil. Un sector de maestros primarios participó activamente en la  reproducción o reinvención  de las identidades locales. Recordemos por ejemplo, al  maestro  cusqueño Julio Benavente Díaz, uno de los principales animadores de la música regional cusqueña. Pero los que lograrían hegemonizar la respuestas culturales y políticas provincianas saldrían principalmente de las aulas universitarias. La recomposición de la identidad regional ha sido analizada de manera cristalina a partir del proceso de  modernización y restauración de la ciudad de Cusco en los años cincuenta (Tamayo Herrera, 1981: 161-191). Por esos años, el Cusco se había erigido en el más importante polo de irradiación cultural hacia el resto del país.

En ese proceso dinamizador regional destacó Efraín Morote Best, quien recogió a su manera el legado de otro intelectual ayacuchano asentado en el Cusco, Víctor Navarro del Águila fallecido en 1948. Lo relevó en la cátedra a partir de 1952, pero su  proyección se logró a través del  Grupo Tradición, el cual abrió filiales en importantes ciudades del país: Lima, Callao, Arequipa, Ayacucho, Trujillo, Lambayeque y Piura. Morote fundó y animó de manera paralela en la ciudad del Cusco, otra entidad cultural: la Sociedad Peruana de Folklore, la cual desarrolló una tupida malla de relaciones artísticas e intelectuales en el Perú. La relación de intelectuales y artistas reconocidos vinculados por doble y hasta triple membresías y redes, da cuenta de su importancia  como expresión de un movimiento generacional.[14]  

El Instituto Americano del Arte, con sede en el Cusco, desempeñó un papel en el proceso de configuración cultural, tanto de la identidad local como surandina,  siendo congruente con uno de sus propósitos: 

El Instituto, por sus condiciones excepcionales, de ambiente, de tradición, etc., fomentará, además las investigaciones de arte folklórico, no sólo en lo que se refiere a las artes plásticas populares, sino también, a la música, las danzas y la producción literaria regional.[15]

Durante los años cincuenta  extendió  sus redes institucionales a otras ciudades a través de: Uriel García en Lima, de Aurelio Martínez en Puno y de Humberto Delgado Mendoza en Tacna. Estas redes  privilegiaron la región sur convocando concursos  o auspiciando la visita del  Conjunto de Artistas Aficionados de Puno liderado por Aurelio Martínez  en 1952 o la de los danzantes de tijeras del Conjunto de Huamanguinos de Apurímac en 1953.[16] La proyección cultural del Instituto se apoyó en los espacios brindados por las radioemisoras locales: la promoción del Primer Concurso de Solistas de Guitarra con motivo de las fiestas patrias y un ciclo de presentaciones culturales y musicales dirigida por Román Saavedra y apoyadas por el Centro Ccosco de Arte Nativo en Radio Cusco  los días  18 y 26 de noviembre de 1951, así como con el concurso de retablos de nacimiento (Santuranticuy), el cual  fue publicitado por la radio Rural. Esta entidad ejemplifica los múltiples esfuerzos de difusión y preservación de las tradiciones locales y regionales, que sus pares provinciales o departamentales desplegaron en el curso de las semanas conmemorativas de sus lugares de origen.[17]

La década de los cincuenta fue, pues muy activa en el terreno político y cultural. Los intelectuales urbanos optaron por recrear su imagen del Perú a partir de sus particulares ciclos itinerantes. La modernidad tendía nuevos nexos de aproximación trasandinos e intercosteños. La navegación aérea, los avances de la carretera panamericana así como y de algunas otras rutas de penetración hacia la sierra y selva facilitaron los flujos migratorios; y la presentación de la etnicidad como espectáculo patriótico y turístico, así como la circulación de publicaciones y de intelectuales regionales. Las redes crecientes de las universidades provincianas acicatearon estos intercambios, los cuales alcanzarían su clímax en la década siguiente.

 En este contexto, los nuevos flujos de comunicación nacional pusieron en evidencia que ésta se ubicaba en un plano multicultural y plurilingüístico. El debate nacional involucró tanto a políticos como a intelectuales. Mientras el Dr. José León Barandiarán, rector de la Universidad  de San Marcos, se declaraba partidario del monolingüismo y de la cultura nacional criolla, emergían voces disidentes procedentes de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas (ANEA), poblada de intelectuales provincianos. La propia Universidad de San Marcos se hizo eco de este proceso de reconstituir identidades andinas. De hecho, en el  año de 1955 premia la labor de recopilación musical andina del ayacuchano Saturnino Almonacid, radicado en Lima. Mientras tanto, otro ayacuchano inmigrado, Teodoro L. Meneses, se empeñó, desde sus cátedras de Quechua y Literatura Andina, en ensanchar los espacios académicos de este discurso indianista. Fuera de Lima, la defensa del quechua y del aimara, fue reforzada a través de los primeros programas radiales folclóricos en las ciudades del Cusco (Radio Cuzco) y Puno (La Voz del Altiplano), así como de Huancayo (Radio Junín). Se pueden recordar,  entre otros: el programa «Pascana de la Tradición» del folclorista huancavelicano Sergio Quijada en «Radio Junín» y el programa «Cancionero Folklórico y Serenata Puneña», dirigido por Juan Zea Gonzáles, Miguel Angles y Enrique Cuentas, desde la emisora  local «La Voz del Altiplano». La  Radio Nacional, no podía sustraerse a este proceso. Recuérdese por ejemplo, los altos niveles de sintonía del programa del cantante Luis Abanto Morales o el programa «Takiyninchis» del intelectual cusqueño J. M. B. Farfán. En general, la canción popular y la empresa disquera fueron marcando las identidades locales y regionales. Solamente durante los años 1951-1952, la Compañía «Pachamama» grabó 86 huaynos en el sello «Odeón», recopilados por el folclorista ayacuchano Alejandro Vivanco (Vivanco Guerra, Ob. Cit.: 71). Recuerda José María Arguedas que en 1947, un año antes del golpe militar, los únicos discos de música folclórica andina que se podían conseguir con mucha dificultad, eran editados años atrás por el sello RCA Víctor que reproducía las ejecuciones del arpista ayacuchano Tani Medina. A partir de 1948, la emergente industria cultural discográfica  a través del sello «Odeón», aceptó la propuesta de Arguedas de inaugurar una «nueva era» de la música serrana, capitalizando las potenciales expectativas generadas por los asistentes a los coliseos capitalinos y radioescuchas de los programas folclóricos. Hacia fines del régimen odriísta, existían, al parecer, ocho empresas dedicadas a la edición y comercialización discográfica de temas andinos, criollos e internacionales.[18]

El Ministerio de Educación  no quedó ausente de este proceso de reconfiguración cultural del Perú. No debe olvidarse que bajo la fenecida administración de Bustamante y Rivero se había creado  la Sección de Folklore y Artes Populares, dirigida por el maestro y narrador amazónico Francisco Izquierdo Ríos, el cual, al lado de  José María Arguedas, promovió el primer inventario de  Mitos, Leyendas y Cuentos Peruanos (1947), aprovechando los canales propios del sistema escolarizado y el apoyo de los maestros rurales de las escuelas primarias. Poco después de inaugurada la dictadura odriísta y más tarde la promoción de la música andina a través de la industria discográfica. Como se sabe, Arguedas quedó al frente de dicho departamento (1950-1952), y en agosto de 1953, declinó el nombramiento de Director de Cultura, Historia y Arqueología (Merino de Zela, 1971: 138-139).

Por su parte, el debate sobre las políticas de lenguaje apareció las más de las veces eslabonadas a los proyectos políticos y educativos de la Organización de Estados Americanos (OEA), propios de los tiempos de la Guerra Fría. Alfabetizar era ciertamente para los países andinos y mesoamericanos, una campaña de castellanización obligatoria  de sus poblaciones indígenas, pero también de politización y de levantamiento de información de inteligencia con fines preventivos. Durante la X Conferencia de Caracas (1951) se reconoció que el analfabetismo y el monolingüismo indígena constituían un fuerte obstáculo para la Democracia, en la acepción autoritaria y anticomunista de esos años grises. Los ejes de la comunicación interétnica fueron descritos agudamente por José María Arguedas como una «pelea infernal con el lenguaje», es decir con el español, en especial cuando se trataba de traducir el mundo andino. De hecho el fenómeno migratorio provinciano agudizó en las ciudades la densa atmósfera de la «palabra  periférica», el estigma del hablar motoso del mestizo según el código criollo y esto debido a que el habla y la escritura reproducen una de las más relevantes marcas de distinción etnoclasista. Al respecto, es certera la caracterización realizada por  Julio Ortega, principalmente para estos años, de la limitación histórico-cultural que entraba la comunicación interétnica, y la cual se revela intensamente en el tránsito del hablar fluido del lenguaje familiar al riesgoso y conflictivo lenguaje público, oral y escrito. Para Ortega, esta condición de la palabra periférica: «ilustra la condición más terrible de una sociedad de castas. Porque también el uso de la palabra supone una jerarquía de distributiva de funciones, posibilidades y derechos. Esa jerarquía ejerce sobre las grandes mayorías, también desplazadas del lenguaje, una suerte de genocidio verbal: la progresiva condena al silencio. En las novelas de José María Arguedas asistimos, precisamente, al siniestro espectáculo de una jerarquía de la dominación expresiva: un hombre no puede hablar libremente a otro hombre; este esquema básico define verbalmente al Perú» (Ortega, 1978: 34).  


Imagen 7.Campesinos preparando el pesticida (DDT).  http://grancomboclub.com/

Daría la impresión, por lo dicho,  que los años cincuenta representaron un parteaguas en la comunicación intercultural. Y así fue. La palabra, la música y la imagen ensancharon las dimensiones culturales de esta sociedad de transición. La canción popular andina, el cine documental, la pintura, las narrativas regionales y los nuevos discursos teóricos y políticos sobre el Perú fracturaron la hegemonía de los núcleos intelectuales criollos y de sus respectivos códigos culturales que pautaban los lenguajes públicos. Difícilmente podríamos entender las motivaciones artísticas e ideológicas de un pintor limeño como Enrique Camino Brent al margen del nuevo contexto social. Para nuestro pintor, el modelo de la Revolución mexicana es destacado por los alcances políticos de su nacionalismo mestizo, frente a la realidad escindida de su patria por los nacionalismos criollos. Camino Brent es enfático cuando define su posición político-cultural:

No sé cuántas veces habré ido a Cuzco y Puno. He perdido la cuenta. Una de las veces, viví más de un año en Puno, estuve aprendiendo quechua y trabé amistad con algunos indígenas, a lo largo de mis andanzas. Tengo un hijo nacido en Puno, y me siento feliz y orgulloso de que haya sido así, porque aunque yo soy limeño, no soy limeño del Jirón de la Unión sino limeño del Perú (More, 1960: 197).

No podemos dejar de mencionar, del lado de los intelectuales de las provincias costeñas radicados en la capital, al filósofo existencialista Enrique Barboza. Su  propuesta de nación rebasó los estrechos marcos del indigenismo, al mismo tiempo que se enfrentó a los moldes integracionistas y etnocidas del nacionalismo criollo-mestizo. Sin lugar a dudas era atrevido tratar de replantear las fronteras idiomáticas en un país como el Perú de 1955, que estaba todavía bajo el gobierno dictatorial de Manuel Odría, donde aún eran visibles las huellas del legado  colonial del régimen de castas (el castellano según los modos de las ciudades costeñas y las indumentarias de moda en las capas medias y altas). De fondo, Barboza apuntaba a desestructurar el proyecto criollo sobre la peruanidad. Sabía nuestro intelectual que la propia administración colonial española, tuvo una política de lenguaje más equilibrada que la que han ostentado los criollos bajo mandato republicano, pero sabía también que en algunos países europeos de la posguerra la existencia de una lengua nacional  no frenaba el desarrollo de las demás lenguas vernáculas. En esta dirección fue que afirmó el filósofo:

Estoy en favor de todo lo que se haga  por la propagación del español. Está muy bien -y no puede ser de otro modo- que el idioma de Cervantes tenga el rango oficial. Además, el castellano es el más firme vínculo de la cultura occidental y desde luego con las mismas naciones latinoamericanas .Pero no podemos ignorar, como lo estamos haciendo, que hay más de tres millones  de peruanos que hablan el quechua y casi 400,000 que hablan el aimara, de todos los cuales hay más de un millón y medio que desconoce el español. Al fin y al cabo son nuestros idiomas nativos, los idiomas propiamente peruanos. Ignoro si en algún país civilizado se les haya ocurrido a alguien descuidar y despreciar las lenguas aborígenes... ¿desde cuándo la unidad de un país requiere unidad de lengua? (More, 1960: 266-267).

Confluyó en la misma dirección la  propuesta del cusqueño Andrés Alencastre, poeta quechua rescatado por Georges Dumezil y John Rowe. Alencastre fue más allá del pronunciamiento político, en tanto que apareció como autor de un alfabeto quechua y como promotor de su literatura. Alencastre fustigó la estrechez integracionista del nacionalismo mestizo:

...la verdadera unidad nacional se producirá cuando la parte mestiza, ya no hispánica, de nuestra población, reconozca el valor idiomático y nacional de ambas lenguas. Pero este reconocimiento sólo podrá lograrse oficializando ambos idiomas y haciendo que sean estudiados en escuelas, colegios y universidades, tal como son estudiados el inglés, el francés y hasta el latín (More, Ob. Cit.: 36).

No fue muy diferente la postura del filósofo marxista ayacuchano César Guardia Mayorga, residente en la ciudad de Arequipa. Para este intelectual tan próximo a la Revolución Boliviana, la política del lenguaje en su país de origen le merece un sagaz comentario, el cual  emergió más de su condición bilingüe que de su concepción teórica: 

... si bien el castellano es más racionalista, el quechua  es más rico en expresiones afectivas; y si éste no presenta las ventajas que reconocemos al castellano, ello se debe al estancamiento cultural del quechua. Pero esta misma ventaja desaparece por completo al querer implantar el castellano por la fuerza, ya que el indio, manteniéndose en sus mismas condiciones, no empleará del nuevo idioma  sino los términos que necesita para expresar su incipiente mundo ideológico. Pienso por ello que es necesario respetar y fomentar los idiomas nativos, sin descuidar la enseñanza del castellano. Al desarrollar su cultura, los indios irán enriqueciendo su idioma, como ha sucedido con todos los pueblos. No se puede fomentar la personalidad de un pueblo aniquilando una de sus expresiones básicas :el idioma (More, Ob. Cit.: 274).

César Guardia Mayorga, en uno de sus contados ensayos sobre la realidad nacional, se distanció del nacionalismo mestizo al considerar como alternativa una política cultural respetuosa de la diversidad  y  eslabonada a la urgencia de la Reforma Agraria (Guardia Mayorga, 1957: 154).

 

Conclusiones

La revisión crítica del indigenismo oficial del régimen odriísta peruano nos ha permitido revelar algunas aristas ideológicas poco conocidas como la de su matriz higienista  productora de estigmas y planes presuntamente «civilizadores» en el contexto andino, así como sus ligas con el proyecto autoritario, modernizador e integracionista en los marcos de los primeros años de la Guerra Fría.  .  Así como su padrinazgo norteamericano y los movimientos de resistencias.

No hay duda de que el indigenismo crítico y radical desde muy diversos flancos confrontó al indigenismo oficial, aprovechando parcialmente sus propios desacuerdos y contradicciones. Nuestros indigenistas disidentes apoyaron de manera decidida la defensa de la pluralidad lingüística como eje de todo proyecto nacional y el desarrollo de eventos  e imágenes culturales locales, regionales y nacionales, donde lo indígena y lo mestizo generaron un campo de tensión y proximidad simbólica, aunque convergieron en su oposición a la cultura criolla o sus estereotipos.

En general, como se puede colegir,  el curso de los acontecimientos político-culturales del medio siglo aquí reseñados abrió algunas claves que nos ayudan a descifrar las crisis contemporáneas del Perú. Las líneas de desarrollo y permanencia cultural, a pesar de las coyunturas críticas y el significado real y simbólico de sus rupturas, nos remiten a diversos tiempos, y en este caso el ochenio nos dice más que la experiencia dictatorial. En este  país, el pasado se revela en su heterogeneidad etnocultural y en su múltiple raíz temporal, demasiado densa y omnipresente para obviarlo. El pasado en el contexto andino no por casualidad puede ser leído también como futuro y ajuste de cuentas, sin mayor riesgo de caer en ese culto romántico de lo que ya no puede ni debe volver.



Notas:

[1] Agradezco las lecturas y puntuales correcciones sugeridas por los antropólogos César Delgado Herencia y Dahil Melgar Tísoc, así como las brindadas por la etnohistoriadora Perla Jaimes Navarro.

[2] Antropólogo e historiador peruano/mexicano adscrito al Instituto Nacional de Antropología e Historia (México). Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[3] Para las ligas con el peronismo véase: Melgar Bao, 1988: 389-390.

[4] «El servicio militar obligatorio juega también un papel importante en la transformación de la comunidad, al retener al comunero conscripto por uno o dos años en las principales ciudades, ya que los a1fabetiza y les enseña un oficio, a la vez que constituye el más serio esfuerzo por introducir la conciencia de nacionalidad. Similar importancia tiene la acción de las congregaciones religiosas, generalmente promovidas por sedes extranjeras que, en el cumplimiento de sus propósitos, al ganar adeptos introducen patrones culturales ajenos que dislocan las formas tradicionales, y que al afectar la superestructura, uno de los soportes de la comunidad indígena, contribuyen en forma no desdeñable a la descomposición del orden comunal». (Matos Mar, 1976b: 207).

[5] De acuerdo con este autor, entre 1951 y 1960 el número global de migrantes por ciudad fue como sigue: Lima: 348,300; Trujillo: 22,520; Arequipa: 20,780; Chiclayo: 17,960; Cusco: 13,230; Piura: 12,820; Iquitos: 7,700 y Puno: 7,270. Esta presión migratoria tiene más relevancia si consideramos que para 1961, según los datos del Censo Nacional de población, sólo dos ciudades fuera de Lima (1’838,462) rebasaban el tope de los cien mil habitantes: Arequipa (135,000) y Trujillo (100,130).

[6] «El héroe de la Selva». PAN (Lima), núm. 19, 18 de noviembre de 1948, pp. 18-19.

[7] El primero fungió bajo la dictadura militar como médico jefe de la Sección de Biología e Higiene del Instituto Indigenista Peruano. Véase su artículo «Patología y población indígena del Perú», en: Perú Indígena (Lima), vol. II, núm. 4, enero de 1952, pp. 48-55.

[8] Gamio, Enrique M., «Factores étnicos y geosociales de difusión de enfermedades venéreas», Primera Jornada Peruana Antivenérea Lima, 7-11 de Setiembre de 1941: homenaje a Ricardo Pazos Varela, Lima: Comité Abolicionista Peruano 1943.

[9] Comunicación personal del antropólogo Juan José García Miranda, 29 de julio de 2000.

[10] Véase: Inter-American Indian Institute. (1986). La Coca andina: visión indígena de una planta satanizada. México: Joan Boldó i Climent Editores.

[11] Cascabel (Lima), 12 de septiembre de 1949, p. 7.

[12] Véase los agudos comentarios de César Lévano acerca de la canción criolla limeña en su ensayo «Mariátegui, la voz del Perú Integral». En: Romero y Lévano, 1969: 103-104.

[13] Arguedas, José María. «La difusión de la música folklórica andina». En: Amezcua, 2000: 108.

[14] Para un balance puntual de Efraín Morote en el movimiento cultural cusqueño de los años cincuenta, así como la relación de adherentes, léase la «Introducción», de Osvaldo Henrique Urbano al libro de Morote intitulado: Aldeas Sumergidas: Cultura Popular y Sociedad en los Andes (Cusco: Centro de Estudios Rurales Andinos Bartolomé de las Casas, 1988, pp. IX-XXIII

[15] Revista del Instituto Americano de Arte (Cusco), 1954, p. 379.

[16] Revista del Instituto Americano de Arte (Cusco), 1953, p. 268.

[17] Revista del Instituto Americano de Arte (Cusco), 1954, p. 376-377 .

[18] Arguedas, José María. «La difusión de la música folklórica andina». En: Amezcua, 2000: 108.

 

Bibliografía:

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Cómo citar este artículo:

MELGAR BAO, Ricardo, (2014) “Dictadura e indigenismo peruano: Producción de estigmas y prácticas etnocidas (1948-1956)”, Pacarina del Sur [En línea], año 5, núm. 19, abril-junio, 2014. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=948&catid=6