Notas sobre dos publicaciones del 2015 de textos sobre la violencia en las décadas del ´80 y ´90 en Perú. La ficción escrita por “los hijos de”

María Emilia Artigas

 

 

Hablar de un pueblo es hablar de las secuelas que perduran en la realidad o en los imaginarios de sus habitantes. Diferentes formas artísticas intentan recrear los enfrentamientos de los grupos Sendero Luminoso y el MRTA con las Fuerzas Armadas del Estado peruano. El tema aflora genuinamente como una preocupación de investigadores y estudiosos, pero también como moda de la narrativa de la memoria. Se leen novelas que tienen un afán más bien comercial, publicadas por grandes editoriales y otro grupo compuesto por obras que proponen una lectura más compleja, cuya circulación se ve limitada. Dentro de estas dos series la literatura de los “hijos de” permite una recepción distinta, como si esa filiación y relación directa con el trauma y el remanente del dolor,  les diera otro espacio en el campo intelectual. En esta dinámica en la que la materia a ficcionalizar es parte de la historia personal de los escritores, surgieron en el año 2015 obras como Los rendidos, sobre el don de perdonar de José Carlos Agüero y La distancia que nos separa de Renato Cisneros.[1]

La primera de estas obras evidencia una extraña articulación entre la intimidad del hombre que describe su contacto cercano con la guerrilla y el lugar que ocupa como intelectual de su época. En una lectura inicial podría subrayarse que el texto rompe con el tabú del tema, se asume como hijo de “guerrilleros” intentando no caer en lugares comunes de enunciación ni estereotipos propios de cierto posicionamiento ideológico ya cristalizado. Sin dudas, el hecho de ser él un historiador y poeta, hijo de senderistas lo convierte en otra figura de autor: la del hombre consciente del lugar que como sujeto sociocultural ocupa, y consciente asimismo de los estigmas -así los llama él- que dicho lugar en el campo intelectual suponen.



La distancia que nos separa de Renato Cisneros (Seix Barral, 2015) y Los rendidos, sobre el don de perdonar de José Carlos Agüero (Instituto de Estudios Peruanos, 2015).

En La distancia que nos separa, la novela de Renato Cisneros, la operatoria es clara: humanizar y desmitificar al “Gaucho” Cisneros.  Este hombre que sostuvo estratégica y discursivamente el ataque violento de las Fuerzas Armadas contra Sendero Luminoso y de quien sabemos -aunque el autor nunca se permite confirmarlo fehacientemente- ha sido cómplice de torturas y muertes de senderistas, aquí es visto como un padre, un marido, un hijo y, en una porción menor, como un militar. El afán callado de la obra es acercarse tanto al personaje como en un juego óptico en el cual la cercanía no permita ver la generalidad. De este modo, el lector advierte que la emocionalidad y la familiaridad distorsionan la figura del militar en cuestión.  La novela restablece el marco histórico con numerosos datos reales y documentación periodística, pero en esa doble operatoria de descubrimiento por parte del hijo y de distorsión -propia de la proximidad afectiva- el material de la novela se vuelve funcional al intento de “banalización del mal”, cuestión que en Agüero se detecta de manera más compleja, como un cuestionamiento con una coyuntura en el ámbito sociológico y un problema que excede lo personal.

Puede pensarse que los dos viajan por medio de su escritura hacia el origen, por ejemplo en Agüero la trayectoria se lee en sus estudios, es historiador y poeta, entonces la riqueza del texto está en ir configurando esa imagen de autor desde los paratextos, las notas marginales y las citas que intentan dar sentido a ese proceso político desde su bagaje cultural y su forma de acercarse teóricamente al conflicto. Tanto en un texto como en el otro, el discurso literario es el puente más  propicio y tal vez el más estandarizado para dar cuenta del trauma y hablar de las secuelas por parte de los hijos de la clandestinidad y la guerrilla: como niños Cisneros recibe amenazas, se sumerge en el desconocimiento, tiene pesadillas, y hasta fantasea con ser raptado por “el otro bando” Sendero Luminoso; Agüero paralelamente esconde compañeros, oculta armas y manipula cartuchos con dinamita en un espacio doméstico.

Hay algo sugestivo e  n la escritura de ambos. Agüero tematiza el trauma y descorre el velo que se la ha puesto al tabú de cuestionarse, reclamar y objetar las actitudes de los padres que prefirieron la vida política y la zozobra por sobre la contención. Reclama una lectura menos ficticia -de hecho su texto poco tiene de ficción, sino más bien de ensayo testimonial- y por su parte Cisneros, se atreve a asumir su proximidad afectiva con los militares más cuestionados. Cuenta -consciente de las posibles lecturas que puede despertar- cómo justificó el accionar de su padre en una columna del diario o cómo creó un eslogan rimado para su candidatura política en tiempos de terrorismo y violencia. Deja fluir la narración sin juzgar la proximidad o familiaridad de su padre con militares tanto del Perú como de Chile y Argentina. Entonces los dos se animan a algo que va más allá de trabajar la violencia como “moda” o pulsión escrituraria y comercial. Los dos trabajan y cuestionan su origen desde el discurso literario como hijos de sujetos ya delimitados en el imaginario y en el campo político, social y cultural.

J.C. Agüero debate el alcance de las palabras: perdón, denuncia, investigación, olvido, memoria, origen u otras que se utilizan para abordar la violencia durante los ´80 y parte de los ´90, pero también la inevitable red semántica que se articula alrededor esas palabras, desmantelando el reclamo de los hijos cuyos padres entregaron sus vidas a una causa política, y de ahí que señale los desaciertos en las decisiones y las posteriores lecturas de intelectuales y estudiosos del tema. El autor reflexiona sobre el concepto de culpabilidad proponiendo una mirada que revele las razones que impulsaron a cada miembro de Sendero Luminoso hacia la violencia. Esas controversias no intentan justificar, ni denunciar, tampoco diluir la responsabilidad de sus padres, intentan mostrar el complejo marco que circunda su propia identidad alrededor de la palabra “víctima”, como estigma social. Es natural en dicho contexto el uso del lenguaje lleno de preguntas directas o indirectas y una retórica de complejas contradicciones.[2] Aquí aparece el don de la palabra, acaso problamatizado desde el subtítulo, pero que cobra otras significaciones si pensamos por ejemplo en el título de cada apartado: estigma/culpa/ancestros/ cómplices/ las víctimas/los rendidos, términos con una carga semántica histórica cristalizadas por el registro de los sobrevivientes. Entonces el lector puede permitirse una pregunta también: cómo convive el “don de perdonar” cuando las palabras directa o indirectamente abren el universo discursivo de la búsqueda, la memoria y la denuncia. Cisneros contrariamente no genera dudas: más bien narrativiza la vida de un militar, lo humaniza, lo vuelve un ente de ficción, y no un agente crucial en la historia política peruana de las décadas del ‘80 y ‘90. Desde allí decide que el público lo conozca, siendo de este modo la desmitificación la operatoria más clara de su autoficción, en la que la “víctima” por momentos parece ser el militar.

 

Discursos otros

Hay sin dudas mucha literatura escrita a partir del conflicto armado de dicho período, y la escritura da cuenta de diferentes variables, experimentación lingüística, y formas de inspiración de autores que han sido diseminados en el campo literario con intenciones disímiles. Pero esa porosidad escrituraria y el compromiso del lenguaje con lo que se novela -aquí podrían citarse autores como Félix Huamán Cabrera o  Julián Pérez-[3] se detecta en Agüero no en la técnica, que se muestra despojada de artificiosidad, sino en la complejidad de un pensamiento haciéndose por medio de la escritura, de modo que el acto de escribir funciona catárticamente en cada trazo, para que “el hijo de los ex senderistas” pudiera reconocer las contradicciones que su identidad presenta.  

Cada autor defiende su escritura desde el ámbito en el que se desempeña, mientras que el texto de Agüero muestra una matriz testimonial y reflexiva orientada a cuestionamientos que un historiador se hace sobre esos tiempos de violencia, Cisneros, al ser periodista transcribe como fuentes más importantes las declaraciones del militar en medios gráficos y columnas de periódicos y con eso construye su novela. Los dos han encontrado en el registro literario la forma de inventarse, de cuestionar a sus padres y cobrar notoriedad pública una vez enterrados esos fantasmas. Como si ese entierro hubiera posibilitado el surgimiento de sus disciplinas públicas. El primero confiesa el alivio por la muerte de sus progenitores, seguido a la culpa que dicho alivio conlleva. Cisneros marca cómo la muerte y posterior reconstrucción de la figura del militar lo volvieron escritor. En ambos el entierro del padre posibilita el surgimiento de la identidad cultural del “yo”. Entonces ser los “hijos de” es un acontecer, una emergencia de posibilidades escriturarias e intelectuales, que parece no tener punto final en los “estudios de la memoria”.

 

 

Notas:

[1] José Carlos Agüero es hijo de  José Manuel Agüero, quien  murió durante el motín en el penal El Frontón en 1986. Su madre, Silvia Solórzano, fue asesinada en 1992. Ambos militaban en Sendero Luminoso. José Carlos, se convirtió en historiador, poeta, activista de los derechos humanos y recogió testimonios de la violencia en Ayacucho para la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Como investigador académico, fue miembro del Grupo Memoria del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) entre 2011 y 2013.

Renato Daniel Cisneros Sánchez es un periodista, escritor, poeta, presentador  de televisión y locutor. Es hijo de Federico “El gaucho” Cisneros Vizquerra a quien el Presidente Francisco Morales Bermúdez lo designó Ministro del Interior hasta 1978 y luego en 1981 fue nombrado Ministro de Guerra por el Presidente Fernando Belaúnde Terry, como tal tuvo una labor en contra del grupo Sendero Luminoso.

[2] En un análisis discursivo del texto de Agüero se lee la utilización de la aseveración con el uso del verbo “saber” en primera persona en varios pasajes y paralelamente en las mismas frases cómo edulcora el discurso por medio de frases como “me cuesta imaginarlo” o relatos en los cuales las cosas pasan “parcialmente” o “de cierto modo”.

[3] Candela quema luceros de Félix Huamán Cabrera tiene complejidad narrativa, experimentación lingüística, un reclamo desde la espesura de las posibilidades narrativas: voces que hablan desde la muerte, vivos que conversan con esos muertos, usos de distintas personas narrativas, discursos de almas en pena. Hay asimismo en Retablo de Julián Pérez una estructuración compleja que reclama un lector activo, que intente adentrase en las cosmogonías nativas, en la cultura ayacuyana, en un modo de decir que obliga al lector a pausar los tiempos de  lectura a las formas del campesinado, a respetar los tiempos “otros” del relato oral que no negocian con lo inmediato. En ambos casos las técnicas narrativas dan un valor agregado a aquello que se novela más allá de lo que quiere decir, denunciar, recordar u olvidar. Aquí la técnica es tan fructífera que incluso el tema se ve por momentos relegado por la forma.

La forma ventrílocua en la que Félix Huamán Cabrera hace hablar a los muertos, víctimas que desde la tierra reclaman justamente la doble posibilidad que los hechos de violencia exigen: el entierro y paralelamente el desentierro, o lo que es mejor: que esos muertos hablen, expliquen, digan quiénes, y cómo los mataron, con un uso del lenguaje poético, experimental, sensorial porque en Candela quema luceros los muertos están apilados reclamando que algo pase con ellos, y ese “algo” sucede en el lenguaje. En Retablo las historias se recopilan, se tejen, se intentan explicar desde su origen: un pueblo que históricamente ha sido sometido a la violencia, estigmatizado de analfabeto, y que se organiza desde múltiples perspectivas que se escuchan, se recuerdan en los viajes y los relatos del padre, o en la boca de los ancianos como Mama Auli  -una figura de la comunidad- que se reconstruye desde la oralidad.

 

Cómo citar este artículo:

ARTIGAS, María Emilia, (2016) “Notas sobre dos publicaciones del 2015 de textos sobre la violencia en las décadas del ´80 y ´90 en Perú. La ficción escrita por “los hijos de””, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 28, julio-septiembre, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1349&catid=12