Sergio Raúl Arroyo García

 

Ricardo Melgar Bao no fue ajeno a las utopías que iluminaron el paisaje latinoamericano desde el amanecer del siglo XX. Como Tomás Moro, intuyó la utopía como una isla en la que se llevaría a cabo un mundo mejor. Entre los fenómenos que albergaba esa isla estaba la noche, vista como una posibilidad o un tiempo alterno que permitía realizaciones inéditas y deseables para sociedades enteras, pero, sobre todo, para el sujeto individual que transitaba una modernidad plagada por los signos ominosos que marcaron el destino de la época que le tocó vivir. La noche lo mismo era el sitio de creaciones íntimas y comunes, que un continente de aspiraciones colectivas e individuales, ya desprovistas del lastre de una funcionalidad social que describe la existencia utilitaria como una de las formas de sometimiento que la realidad adopta en los territorios del capital.

Ricardo me invitó varias veces a exponer en su seminario sobre la noche que impartía en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en el que propiciaba encuentros evocativos, heterodoxos y sanamente promiscuos que incluían a Benjamin, Kracauer, Freud, Béguin, Novalis, Marx, Mariátegui, Duvignaud, junto con otros pensadores que atravesaban el universo antropológico para internarse en la literatura, el cine, la música y el arte en general. Vio en la experiencia nocturna una franja de libertad -hospitalaria y reveladora- que había quedado suspendida en el tiempo, un horizonte fragmentario que quiso asumir como algo irrenunciable. Me acompañó en mi aventura antropológico-cinematográfica con Andrei Tarkovsky, esa inmersión en la dicotomía de lo sagrado y lo profano, siendo sinodal en mi examen profesional. Después alentó, desde esa atmósfera nocturnal, mi investigación académica relativa al grafiti y los grafiteros, entendiéndolos como una especie de secta o conciliábulo que encuentra en la noche el territorio propicio para internarse en formas alternativas de comunicación, ajenas al orden institucional. Fue el primer lector de mi tesis de doctorado: donde yo planteaba una monografía, él estimulaba un ensayo, donde yo trazaba una contradicción, él, sin titubeos, establecía una paradoja.

Conocí a Ricardo tardíamente. Su nombre -el profesor Melgar- era una referencia común en la vida escolar. Su semblante, el tono pausado y elegante de su voz, su sonrisa que bajaba inteligentemente de una cabeza imaginativa a los labios, lo hicieron uno de los personajes a los que quiso acceder mi voluntad antropológica, una vez terminada mi vida estudiantil. Había sido militante de causas que no eran las mías; durante mi etapa de estudiante, el territorio académico en el que yo me movía, el de la etnología, había pintado su raya respecto a la antropología social; los dogmas, los míos en especial, también pasaban por la convivencia. El extraño acercamiento entre el profesor Melgar y yo se produjo cuando Gloria Artís, quien era directora de la ENAH al principio de la década de los noventa, me invitó a trabajar a la Secretaría de Investigación de la escuela. Allí pude conversar frecuentemente con él, con motivo de las tesis que dirigía o de sus proyectos de investigación formativa. La relación, de modo paulatino, tomó un perfil personal que creció día con día. Perú apareció una y otra vez, con su indianidad, sus espacios subversivos, su arqueología, su intrincada historia, intervenida sistemáticamente por el militarismo y la sinrazón, a la que México no era totalmente ajeno. Ahí estaban algunas de las causas que nos ligaron inexorablemente.

Ricardo Melgar Bao principios de 1990
Imagen 1. Ricardo Melgar Bao principios de 1990.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

Sin duda, Mariátegui estuvo varias veces en el centro de nuestras conversaciones. La invitación que me hizo para participar en el Coloquio Mariátegui y el futuro de América Latina, en 1993, me permitió expresar un compacto archipiélago de ideas que no solo establecía mi propia perspectiva en torno al pensador peruano, sino también algo de los contenidos culturales sobre los que gravitaba en nuestra relación. Recuerdo que discrepamos respecto de los endebles signos vanguardistas del redactor y promotor de Amauta, de su simpatía por Joyce, Dos Passos, Kafka o Picasso, siempre subsumida por la filiación a un decrépito realismo socialista que encontraba en una novela como El cemento de Fiodor Gladkov un paradigma formal. De modo fundamental disentí del latinoamericanismo como un movimiento identitario homogéneo con prospectiva común. Esos impulsos nunca mellaron el diálogo, contrariamente, lo estimularon llevándolo a un ámbito colmado de amistad. Estoy seguro que coincidimos en muchas cosas, como en la agudeza poética de aquel Mariátegui, militante del movimiento colónida, resumida en la escena, cuando secretamente, junto con Abraham Valdelomar, consiguió que en el Cementerio General de Lima, Norka Rouskaya, la bailarina prosoviética que visitaba el conservadurísimo Perú de 1917, danzara desnuda, iluminada por la luna y las notas de la marcha fúnebre de Chopin. En fin, a través de los constantes paseos con Mariátegui coincidimos en que muy pocos pueden escapar de la época en que se vive.

Mantengo en mi mente la imagen de Ricardo Melgar cruzando el patio de la escuela, el rumor acucioso de sus clases en el aula, el formidable paréntesis que nos concedió el tiempo para hacernos amigos. Pero la noche siempre estuvo presente, particularmente en sus cursos matutinos, en los que siempre dejó la puerta abierta para que entraran con su hechizo los ecos nocturnales. Nunca hay una realidad última y el antropólogo de izquierda desistió de cualquier expresión totalitaria del pensamiento.

Pocos días antes de su muerte soñé con Ricardo, fue un sueño que lo ubicaba en la selva, rodeado de vegetación y alumnos; el profesor encabezaba lo que probablemente era una práctica de campo. Desde luego, anochecía y yo podía escuchar el bullicio de los loros que poco a poco se apagaba. A la mañana siguiente quise hablar con él. Dahil, su hija, me proporcionó el número de un celular para comunicarme a Cuernavaca. Tuvimos una larga conversación, un poco de recuerdos comunes, pero sobre todo él me habló de la incertidumbre por la que atravesaba, de cómo abordaba la enfermedad desde el trabajo antropológico ¿Por qué ese sueño misterioso irrumpió y dio continuidad a una charla interrumpida varios años atrás? No lo sé, la noche con sus pasajes oníricos y sus vasos comunicantes nos plantean interrogaciones que probablemente nunca podremos contestar, allí está uno de sus encantos y una de las fronteras de nuestra frágil epistemología. El ethos romántico y el sueño recobraron una presencia que estuvo implícita desde los primeros encuentros con el profesor de antropología. Ricardo había redactado una autoetnografía: “Me falta el aire”, un lúcido testimonio de cómo vivir y sobrevivir al Covid-19. En el párrafo final de su texto aparece el siguiente mensaje:

 

La principal certeza que poseo es que vivo “la edad del desprendimiento”, esa misma que un colega mayor que ya partió me dijo que alcanzaría. Anotaré una segunda certeza: el entusiasmo y la lucha siguen presentes gracias a nuestro tejido relacional. El filósofo de Tréveris, alguna vez escribió que todo ser humano es hechura de sus relaciones sociales y sin proponérselo, nos brindó un acertado prisma al saber antropológico y, por tanto, a la autoetnografía. Eso caracteriza mi escritura y mi trayecto de vida.

 

Un día después le comenté:

 

Leí tu etnografía personal. Es conmovedora. Es bueno saber que no siempre viajamos solos. Creo que hoy me seguirás acompañando en mi sueño.

 

Una semana después me escribe:

 

Querido Sergio Raúl: anoche tuve una pesadilla asociada a la carencia imaginaria del oxígeno y mi indefensión. Hoy en la mañana me dije: somos hechura de muchos sueños y algunas pesadillas.   

 

Las palabras de Ricardo revelan a un ser que ha rehuido a la monotonía de lo sistemático y que dentro de sus afectos intelectuales ha insertado las inquietantes moléculas del pensamiento no integrado a las iglesias que nos venden falsas certezas, incluidas las iglesias de la política. La búsqueda del comienzo y del final es la más importante de cuantas deban emprenderse. Regresar a nosotros mismos, aún cerca de la muerte, recomenzar después de los periplos ideológicos, es un acto de justicia vital, una experiencia que quizá constituye el único medio de aprender; es una manera de mantenernos fieles, de no desertar, pero de tomar distancia de lo inculcado. “Somos hechura de nuestros sueños y algunas pesadillas”, esa afirmación encierra una forma de alcanzar la realidad en que se vive, una manera de deslizarse en el tiempo de manera digna, una actitud plena y coherente para abordar, en cualquiera de sus capítulos, el relato de lo que hemos sido.

El cielo de las utopías también está en esa noche que alguna vez deberemos poblar.

Ricardo Melgar Bao, Lima, 2011
Imagen 2. Ricardo Melgar Bao, Lima, 2011.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc