Fujimori y el populismo (de derecha) como restauración del poder (del trabajo)

Fujimori and populism (right) as restoration of power (of work)

Fujimori e populismo (direita) e restauração poder (do trabalho)

John Kenny Acuña Villavicencio[1]

RECIBIDO: 13-09-2016 APROBADO: 09-11-2016

 

I

Durante las elecciones presidenciales del año 2016 la respuesta “mayoritaria” apostaba por el regreso de Fujimori al poder. La gente de las zonas más golpeadas por el capitalismo e incluso los sectores prioritarios de la sociedad peruana aclamaba el regreso del régimen de la década del noventa de la mano de la heredera del clan familiar de Alberto Fujimori. ¿A qué se debe dicha hexis? ¿Por qué el fantasma del fujimorismo sigue reavivando el corazón del pueblo peruano? Aquí subyace una pregunta central para entender una forma peculiar de democracia (Tanaka, 1998, 2005) que funcionó sin entidades representativas y partidos políticos. El acercamiento de la clase gobernante hacia el pueblo y la emergencia de elites locales conformaron ese corpus discursivo que llegó a amalgamar la dominación y restaurar el tejido social del capitalismo. La actualidad es una clara evidencia, es decir, la forma Estado populista no cumple otro propósito más que someter y controlar aquello que motiva a todo movimiento social: el trabajo.

 

II

El populismo ha vuelto a ser exhumado. En Europa y Estados Unidos cada vez es más el interés que crece para reflexionar sobre el significado de esta categoría, pues, esto tiene que ver con la emergencia de varios sectores de la derecha que están tratando de impulsar la recuperación de la nación a través de políticas más restrictivas como la penalización a la migración en masa y la recuperación de la industria nacional. El retorno de la Ford de México al país del norte es muestra de ello. No se trata de una exigencia política como lo hiciera Donald Trump  en su momento, sino del nuevo rostro del capitalismo, es decir, de la rearticulación de la fuerza de trabajo esta vez bajo elementos y categorías ligadas a las ideas de pueblo y mercado. El lanzamiento del libro: ¿Qué es un pueblo? Cumple con analizar estos cambios políticos y económicos en el mundo (Badiou, 2014). Los intelectuales que aquí discuten se ven preocupados por el respaldo logrado de varios líderes así como los partidos de la derecha como la Liga Norte de Italia, el Partido de la Libertad de Austria, el Partido por la Libertad de Holanda, Alternativa para Alemania y el Partido Republicano en Estados Unidos.


Imagen 1. https://republicakafkiana.lamula.pe

Estos líderes han empezado a reutilizar la categoría pueblo con los ánimos de promover la reorganización de la sociedad en todos los niveles. Esta necesidad de cambio se debe, según ellos, a la mala administración de los estados (progresistas), al poco patriotismo de los partidos y al colapso de la economía descontrolada.  Lo resaltante de este hecho es que la forma pueblo es percibida como un momento de reivindicación política y como un elemento primordial en la restauración del capital, pero esta vez más sujeto al control y a la administración del flujo social. Cabe recordar que años atrás en Latinoamérica estas ideas eran promovidas como eventos liberadores y en salvaguarda de la patria nostra. Así como el peronismo, varguismo y velasquismo expresaban a fin de cuentas una forma política de articulación y coalición con las luchas sociales, también el fujimorismo y otros como el menemismo se apoderaban de un discurso asentado en el pueblo que promovía la reorganización de sociedad y la economía de mercado. Este “cajón de sastre” llamado populismo (Almeyra, 2009) donde uno encuentra a diferentes voces y regímenes que obraron en nombre de todos y para todos debe ser pensado desde la existencia misma del Estado y de aquello que es advertido por Marx en el El capital: nos referimos al antagonismo existente en la relaciones capital-trabajo. El desgarramiento humano parte de este hecho. El trabajo (trabajo concreto y trabajo abstracto) sirve como mercancía pero bajo su doble carácter, es decir, tiene también “dos caras: la del valor de uso y la del valor de cambio. Más tarde, hemos vuelto a encontrarnos con que el trabajo expresado en el valor no presenta los mismos caracteres que el trabajo creador de valores de uso. Nadie, hasta ahora, había puesto de relieve críticamente este doble carácter de trabajo representado por la mercancía” (Marx, 2006: 9). Con ello pretende Marx decirnos que en el doble carácter del trabajo reside de un modo intangible la esperanza y emancipación sociales así como el secreto de la lucha de clases. Esto significa que el trabajo abstracto es la creadora de valor de cambio y está cubierta por la división social del trabajo en la sociedad capitalista; no obstante, el trabajo concreto es generadora de valor de uso y además en ésta se encuentra depositada la dignidad al igual que los sueños confinados por el movimiento del capital.  Aquí radica el interés de nuestro análisis.

¿Pero, qué hay de la forma Estado? No es acaso un elemento central en la generación de valor y sometimiento del carácter creativo del trabajo (concreto). La respuesta no es tan sencilla de abordar, pero lo cierto es que es necesario poner en tela de juicio aquellas categorías como el Estado que son propias de un mundo velado y fetichizado por el capital. El Estado es una entidad que además de devenir relaciones sociales capitalistas no hace sino someter la vida cotidiana bajo ciertas formas que en el tiempo suelen aparecer como reivindicadoras. Nos referíamos al populismo y a la manera cómo se ha sido tratada desde el poder tanto por la izquierda como la derecha.

A decir verdad, este “mágico epíteto” como menciona Bordieu (2014: 22) es un elemento importante que demuestra que el Estado sin importar la forma que adquiera cumplirá su papel de legitimador de las relaciones sociales capitalistas. En ese sentido, la forma Estado populista debe ser razonada a partir de las circunstancias en las cuales se despliegan los discursos y tensiones claro está sin dejar de lado su relación con la forma valor. Por ello, al igual que Aníbal Quijano (1996) consideramos que dicha categoría debe ser contextualizada y analizada en términos de relaciones de poder. Esto es importante porque nos permite ver la manera cómo se entrecruzan biografías y cómo son reanudadas las cartografías dominantes sobre la sociedad en su conjunto. A esto se suma el hecho de que el Estado es controlado por un grupo satélite, en este caso, una burguesía que utiliza las herramientas, regularidades y semánticas desde el poder para “dibujar cierta imagen del pueblo” con los ánimos de restaurar las relaciones capital-trabajo (Ranciere, 2014: 120).

 

III

En Perú y Latinoamérica durante los años setenta se formuló con más fuerza la idea de que desde el Estado se podía crear un verdadero desarrollo social y recuperar la industria nacional bajo el modelo de sustitución de importaciones. Esta perspectiva social había sido esquematizada y debatida por los teóricos de la dependencia y la marginalidad y como nos dice Cristobal Kay (2011) los más respetables pensadores de esta corriente como Aníbal Quijano, José Nun, Enzo Faletto, Theotonio Dos Santos y Henrique Cardoso habían centrado su atención en torno al retraimiento económico y la política en las regiones antes colonizadas. De algún modo estos teóricos compartían la idea de que este rincón del mundo era un espacio dependiente, colonial y estructurado, pero sus puntos de vista se acentuaban más alrededor de la génesis, la producción y reproducción del capitalismo.

Un aspecto importante dentro de estas matrices teóricas que no había sido atendido del todo fue la centralidad del Estado dentro del circuito mismo de las relaciones sociales capitalistas. El Estado era pensado como una entidad separada de la economía y no como lo que es: una relación social, una forma legítima e importante para reproducir el capital (Hirch, 2005; Holloway, 1994; Jessop, 2014). En cambio para nuestros teóricos desarrollistas, por no decir keynesianos, el Estado tenía la capacidad de interferir en la economía nacional y propulsar reformas salariales a favor del trabajador. Desde una perspectiva marxista el Estado “presupone la separación de las masas de la población de los medios de producción” y supone de ante mano la existencia aparente de una comunidad racional estatal (Bonefeld, 2005: 63). Lo cual, por cierto, está permeado por los conflictos sociales. Esta apariencia da cuenta de que este mundo racionalizado puede ser suturado por elementos emancipadores y ser usada para los propósitos de dicho mundo. Se trata de una instancia que imposibilita el dislocamiento del capital y esto se debe por su esencia misma, su naturaleza en tanto capital. En ese sentido, el Estado no debe percibirse como la superposición de grupos o clases, mucho menos ser concebida como “la encarnación de una voluntad popular democrática, ni tampoco un sujeto que actúa con autonomía. Es más bien una relación social entre individuos, grupos y clases, la compactación material de una relación de fuerzas sociales” (Hirsch, 2005: 169). 

En otras palabras, podemos decir que la forma Estado populista como categoría analítica ha sido reducida a un contexto político mediado por las luchas y reivindicaciones sociales. Un caso a resaltar es la postura del postmarxista Ernesto Laclau (2008), quien sostiene que La razón populista puede ser llenada de significados emancipatorios, pues, el pueblo y el Estado constituyen una relación estrecha y menos vertical.  Así por ejemplo, en los años setenta el General Velasco llegó a crear una relación directa con los trabajadores. Esto se dio a través de formas cooperativas de producción que al final de cuentas eran administradas tanto por obreros como campesinos. Este supuesto pacto igualitario entre control y tiempo de trabajo que se establecía en estas organizaciones de cooperación tuvo como fundamento no sólo la recuperación de la industria sino también el control del poder del trabajo. En otros términos, el Estado hizo lo posible para que el trabajo creativo fuese destinado a la generación de un trabajo remunerado con repercusiones sociales. De esta manera la acumulación de la economía nacional no se veía interpuesta por el tiempo no destinado a la producción y generación del valor de cambio. Al contrario, la condición de igualdad permitía que la explotación de la fuerza de trabajo no sea percibida como tal por el trabajador.


Imagen 2. www.bbc.co.uk

Sin embargo, esta forma estatal surgía como una “peligrosa ilusión”. Así como el keynesianismo dio respuesta a la crisis de inicios del siglo veinte a través de una mejora salarial para la clase obrera y la creación de sindicatos los estados populistas cumplían una etapa similar o igual en el control de la potencialidad del trabajo (Holloway, 2004). Cabe aclarar que en estos periodos de crisis el Estado cumple un rol fundamental en la recuperación del antagonismo existente en las relaciones capital-trabajo y en la consolidación de sus tejidos institucionales. Es decir, el Estado al igual que toda categoría velada por el capital debe ser analizado como una relación social que da sentido al proceso de acumulación y no como una entidad separada del funcionamiento mismo del proceso de producción capitalista. Contrariamente nos damos con la idea de que bajo los estados populistas, sobre todo, de aquellos que la izquierda ha logrado tomar el poder, la explotación del trabajo no es visto como tal sino como un momento de soberanía de la lucha. Una ilusión perversa que no toma en cuenta el papel que cumple el Estado en la sobrevivencia de este mundo condicionado por el movimiento del capital.

Como sostiene Alan Badiou las formulaciones, percepciones e imágenes que surgen de este “léxico poético” llamado Estado siempre tratan de honrar a la “masa para que el poder de la oligarquía capitalista pueda ser considerado democráticamente legítima” (2014:17). Pero, también el vacío expresado por esta categoría puede ser utilizado para reinventar tiempos de crisis de las relaciones sociales tal como ha ocurrido durante las dos últimas décadas del siglo veinte en el Perú. Durante la llamada “guerra interna” agitada por Sendero Luminoso y el Estado se dio paso a un nuevo tiempo de reestructuración de las relaciones sociales que fue cimentada bajo las fauces del neoliberalismo. Harvey (2007) nos advierte que este periodo fue el resultado de un cambio geopolítico que conmutó otras formas de acumulación basada en la marginación y la desposesión. Una nueva lucha que debía emprender el proletariado.

 

IV

A inicios de los años noventa, Sendero Luminoso anunciaba la caída inminente del viejo poder. El ejército popular más que sitiar a los aparatos estatales, puso en movimiento la filosofía pura y dura de un cosmócrota llamado Gonzalo que había advertido a la burguesía terrateniente que las estructuras económicas darían luz propia a la elaboración de una nueva etapa de emancipación popular (Degregori, 2013). Este momento conocido como el “equilibrio estratégico” fue llevado a cabo por los Profetas del odio (Portocarrero, 2015). Como bien dice Portocarrero se trataba de cierto tipo de sujetos que, enralecidos por el rencor arrastrado desde tiempo inmemorables, habían asumido la lucha de contrarios como una determinación histórica de las masas. A diferencia de otras entidades políticas como Izquierda Unida, frente que había logrado articular a todas las fuerzas, movimientos y partidos políticos marxistas, el ejército rojo entonaba sin vacilación alguna el colapso del Estado burgués-terrateniente. El Estado era pensado por Sendero como una instancia que podía despojar a la burguesía el sometimiento del pueblo y generar formas de producción de tipo popular-comunitarias. Una muestra de ello fue la puesta en marcha de los Comités Populares y la imposición de una organización asediada por una línea de combate de manuales.

Ante esta emergencia, la respuesta del Estado fue crear un estado de excepción que posibilitara la restauración de las relaciones sociales de mercado. Estos cambios y recortes del tiempo oficial no sólo fueron llevados a cabo para sosegar el antagonismo político sino, también, para superponer una noción otra de progreso. Durante el régimen del APRA y en pleno período de crisis económica, la lucha emprendida por la izquierda radical  dio apertura al quiebre de ésta y al advenimiento de un tiempo de reelaboración del proceso social productivo. Sendero expresaba la síntesis de las luchas llevadas a cabo por la izquierda. La acumulación de experiencias y avatares de las organizaciones democráticas en su asalto al poder conjugaban de algún modo otros planteamientos de resistencia no valorados del todo en aquello que Marx nos advertía en relación al sometimiento del trabajo creativo o valor de uso.

Otro punto importante que no menciona Marx, pero se entiende porque realiza una crítica de la economía política es el Estado. Se trata de una instancia que no sólo se encuentra en la economía capitalista sino que en apariencia se deslinda de los tejidos sociales y económicos. Desde luego, esta postura tiene su razón de ser en los hechos. En el Perú, por ejemplo, la necesidad de transformar la sociedad estaba articulada a una red de relaciones sociales de acumulación capitalista. Si bien en los años setenta los estados desarrollistas en Latinoamérica y sobre todo durante el velasquismo en Perú no habían tenido la capacidad de controlar el poder del trabajo, ahora con las crisis de éstas se establecía más que nunca una relación distante entre política y economía. Para ello el concepto de pueblo se había convertido en la parte neurálgica del Estado, pero, al mismo tiempo, ésta lucía más inasible.


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Bajo este mágico epíteto el Estado se movía cual si fuera el fundamento de la política peruana. En la década de los ochenta lo popular en tanto categoría formaba parte del discurso del poder soberano: los sindicatos, gremios y sectores más vulnerables eran los aliados más cercanos. A decir verdad el incremento salarial, el derecho universal a la salud y la educación gratuita se daban únicamente con el propósito de que la dominación sea menos subvertida. Este populismo de Estado si bien pudo estrechar cercanía con el pueblo generó, al mismo tiempo, una especie de sometimiento del trabajo concreto. Como ya se ha señalado, es Marx quien trata de insistir que el problema central de la lucha contra el poder (capitalista) se encuentra en develar la capacidad que tiene el trabajo para generar capital. En ese sentido, sin duda alguna, la “alianza” generada por el Estado y el pueblo es sólo el resultado de este proceso incesante del capital sobre el poder creativo del trabajo. Como se ha señalado arriba Marx señala que existen periodos de crisis que tienen que ver con la inconvertibilidad de controlar el trabajo creativo en trabajo abstracto. Esta imposibilidad de someter el trabajo produce periodos de quiebre y crisis de las relaciones sociales capitalistas. Al respecto, por ejemplo, si bien en un inicio el APRA mantuvo un ritmo económico que fue respaldado por los sectores progresistas, la poca capacidad en convertir el trabajo en valores de cambio fundó un periodo de inestabilidad social que sólo podía ser reestructurada desde las entrañas mismas del poder. Así como Keynes había formulado la idea de que el Estado era una instancia principal en la rearticulación de la fuerza productiva, ahora el Estado debía garantizar la legitimación de la acumulación del capital y consolidar una era de desregulación económica.

Lo paradójico es que la derecha se había animado en recuperar la noción de pueblo acuñado anteriormente por la izquierda y esta vez lo emplearía para imprimir los cambios políticos y económicos necesarios para garantizar la dominación sobre el poder del trabajo. Cabe aclara que ante la crisis precedente la respuesta desde el Estado fue alimentada por una nueva ideología de mercado y dirigida por una derecha (tecnócrata) que no había podido consolidarse sino hasta la victoria de Fujimori en 1990. Lo dicho guarda relación con el periodo previo de sometimiento del trabajo, pues, el colapso económico generado durante el régimen aprista había culminado con una inflación de más de 7 000 % que dio lugar a una reacción inmediata de la clase gobernante. La reducción de ésta, la privatización de la industria nacional así como la desnacionalización de la banca y el derecho a los servicios básicos resultaron esenciales para que el Estado promueva una nueva relación con el pueblo. No obstante, bajo esta aceptación estos cambios dieron lugar a que la desaparición de las fuerzas políticas de izquierda, el control de los movimientos estudiantiles, sociales y sindicales, así como la eliminación de los partidos (progresistas) formen parte de esta máquina despiadada e inventora de valores de cambio.

Cabe indicar que durante el periodo de elecciones de 1990 la izquierda con Barrantes Lingán llegaba desarticulada. En cambio la derecha un poco más organizada trataba de reasumir el mando y reconducir los destinos del nuevo capitalismo en el país. En su momento Vargas Llosa y Alberto Fujimori se habían convertido en verdaderos representantes de las idas de mercado. La derecha que acompañaba al premio nobel planteaba en términos técnicos la autonomía del Estado con respecto a la economía. El Estado sólo debía garantizar la estabilidad política para que se produzca inversiones económicas del sector privado. En cambio, el grupo que seguía a Fujimori postulaba la idea de generar un cambio en la economía nacional acompañado de la mejora social de los sectores populares. Todo esto sería posible gracias a la inversión de capitales privados. Empero, si bien esta postura fue la más aceptada, los otros sectores que acompañaban al programa electoral de Fujimori eran también grupos satélites que habían sido reducidos por las reformas nacionalistas de los años setenta y combatidos por la guerra interna llevada  a cabo por los maoístas. Los partidos políticos de izquierda no tenían cabida dentro del escenario nacional puesto que importaba más la recuperación de los espacios donde el trabajo estaba desarticulado. En ese sentido, Fujimori fue una gran palanca que hizo de éstas un sector importante en la victoria de la toma del poder. De este modo el ascenso al poder no sólo implicó la victoria de la derecha sino también el resurgimiento de nuevas élites que a fin de cuentas cumplieron un rol importante en la restauración de las relaciones sociales capitalistas y la dominación del trabajo[2].

Durante el ascenso de la derecha encabezada por Fujimori se hizo lo posible para retomar el mando y rearticuar la capacidad del trabajo a condiciones neoliberales. Una de las metas para que se suscitara dichos cambios era combatiendo a la izquierda (Cotler, 2000) y para ello era importante ejecutar planes de supresión de las libertades bajo “estados de sitio” que ya habían efectuados por Belaunde y García. Pero esta vez, la segregación política, además de ser focalizada y conducida por  comandos militares clandestinos, se dio bajo un nuevo esquema político, esto es, una forma jurídica consumada en una constitución política. Esta forma jurídica en definitiva debía garantizar la legitimación del poder y la realización plena de la acumulación del capital (Pashukanis, 1976).

De este modo, se imponía un régimen con aspiraciones dictatoriales. No en vano, Fujimori dos años después de  haber ganado las elecciones había propuesto un autogolpe para reconstituir no sólo la sociedad de mercado sino también para garantizar la reproducción de la dominación capitalista.  El 5 de abril de 1992 en nombre de todos aquellos que habían soñado con la laceración de la izquierda radical y el colapso del Estado populista de izquierda anunciaba la constitución de una forma de Estado neoliberal con rostro popular. Se escribía así una nueva etapa de lucha y sometimiento del trabajo. Aquí, la contención popular era un recurso del Estado y se daba a través de agencias políticas y sociales. Tanaka (2000: 103) menciona que luego de que ser aprobada la Constitución de 1993 se convocó a un referéndum donde: “el sí obtuvo 52.3 por ciento de los votos válidos, y el no 47.7 por ciento”:

Recordemos que el CCD se había elegido en noviembre de 1992 luego del golpe de estado que el presidente, en asociación con Montesinos y los jefes de las Fuerzas Armadas (FF.AA.), donde se destacaba el general del Ejército Nicolás Hermoza, llevó a cabo en abril de ese mismo año. La nueva constitución fue aprobada por una mínima diferencia en el referéndum realizado a fines de octubre de 1993 (Olando, 2001: párr. 7).


Imagen 4. www.larepublica.pe

Por lo expuesto, es necesario mencionar que la crisis de los años ochenta no puede ser explicada sólo a partir del surgimiento de una derecha con ambiciones dictatoriales. Al contrario, tiene que ver más con los cambios y ciclos que el capital necesitaba para seguir reproduciéndose. Con Fujimori se estableció una nueva relación de dominación del trabajo que fue legitimado gracias al golpe de Estado del 5 de abril. En esta fecha se dio paso a un nuevo orden jurídico cuyo lineamiento era la apertura de capitales privados. Aquello que en otros países como Chile o Argentina ya habían sido abordados desde el Estado con Pinochet y Menem al mismo tiempo, en el Perú se daba también inicio a un periodo de reorganización de la división social del trabajo. A finales de los noventa, los intelectuales y técnicos de la emergente clase gobernante señalaba que solo se necesitaba unas cuantas décadas para que se consolidara el neoliberalismo, esto es, el sometimiento del trabajo a un tiempo-espacio no regulado por el Estado. Fujimori lo expuso de este modo:

Más de una vez en mí despacho, sentado en ese sillón por el que los políticos son capaces de prometerlo todo, me refiero al sillón presidencial, he reflexionado sobre cómo evolucionaba esta crisis y de qué manera efectiva podrían extirparse todos esos males que ustedes conocen y que están tan arraigados en esta sociedad. Es una pregunta que se hace todo peruano, el que sea presidente de la república, no me libra de ella: todo lo contrario. ¿Quién debía tomar la decisión y dar un paso adelante y decir basta a tanta corrupción, tanta irresponsabilidad? ¿El parlamento? ¿El Poder Judicial! ¿De ellos debía partir la respuesta tanto tiempo esperada por el pueblo? Si eso debía ser así tenía que esperar sentado, cinco años, una respuesta que el pueblo y yo sabíamos nunca llegaría.

Tenía que ser, entonces, el Ejecutivo el que diera ese paso adelante para dejar atrás ese pasado que es nuestro lastre. Quedaba por resolver el problema de las formas, porque había una Constitución que impedía resolver los problemas fuera de sus cauces y canales. Nuevamente la disyuntiva: hacer o no hacer. ¿Gobernar cómodamente, con la wincha del demócrata, mientras el país era consumido por un sistema corrupto que hablaba en nombre de la democracia? Porque fíjense ustedes qué curioso: el presidente o el pueblo no podían utilizar la Constitución para el cambio, pero la Constitución y la Ley sí eran utilizadas, cómplices de por medio, para que delincuentes de todo pelaje y tamaño burlaran la justicia. Y en las narices del pueblo. Extraña democracia, ancha para los vivos y angosta para los honrados.

Para nadie es un secreto la grave crisis institucional que atravesaba el Perú el 5 de abril. El Parlamento Nacional, el Poder Judicial y los organismos de control y fiscalización estaban totalmente divorciados del país y sus necesidades y aspiraciones (Fujimori en Sánchez, 2000: 210-211).

 

Luego del golpe efectuado por el propio Fujimori se estableció un tiempo institucional de excepción entre abril y noviembre de 1992 donde primaba la autoridad plena del poder soberano. En este ínterin, no sólo Sendero Luminoso había sido abatido de manera escalonada sino, también, las persecuciones contra la izquierda (democrática) se habían convertido en la norma por excelencia. Al respecto, muchos diarios nacionales e internacionales informaban al globo que este paso era fundamental para imponer la constitución misma de un sistema de mercado capitalista. Por ello mencionaba:

La captura de Abimael Guzmán es un tremendo éxito que no se le puede negar a la administración del presidente Fujimori, que representa un buen accionar de todo el sistema de inteligencia y creo es un golpe fuerte al terrorismo (El Comercio en Peralta, 2000: 230).

 

La caída de los agentes antagónicos al poder no expresa el resultado de una forma económica por sí sola, pues, también está marcada por grupos poderosos que hacen que la dominación sea vista como algo perpetuo y para ello es necesario la búsqueda del bienestar del Otro. Hablando de ello, existe un artículo interesante que debe ser traído a colación y dice lo siguiente: “El poder simbólico se ejerce con la colaboración de quienes lo padecen, pero no por obra del libre reconocimiento de la legitimidad […] sino como parte del adiestramiento del cuerpo” (Pietro, 2002: 203). Quiere decir que estos campos simbólicos son llenados de discursos y son propicios para que el pueblo deposite en una entidad como el Estado sus esperanzas más imperecederas. Por ello, si existe corte alguno en la historia política que hablase en nombre de los marginados es el periodo en el que Fujimori capturó el poder para restablecer la crisis de las relaciones sociales y políticas.

La captura del Presidente Gonzalo en septiembre de 1992 y meses antes de que el Congreso Constituyente Democrático convocara a elecciones congresales, hizo que el Estado restableciera nos sólo el orden sino reajustara la capacidad del trabajo a condiciones de acumulación flexible y sostenida (Suanes y Roca, 2015). Se sabe que luego de la limpieza política la acumulación capitalista tuvo un crecimiento admirable. Para ser exactos, el ciclo de devaluación de la moneda y de inestabilidad política sólo podía ser transformado de tajo. Esto implicaba la depuración de los agentes políticos y sociales que condicionaban la reproducción del mercado. Así por ejemplo, en 1990 si bien la inflación era de 7650 por ciento, para 1997 ésta bajaba hasta en un 6.5 por cierto (González, 1998: 14). De este modo lo trabajadores se encontraban frente a una relación social capitalista cuya filosofía era la desregulación del mercado de trabajo.

De otro lado, durante los regímenes populistas de Velasco y García existía una relación próxima con los trabajadores, pero con Fujimori éstos y sobre todo los sindicatos cumplían un rol parasitario, porque se contraponían a los intereses del mercado neoliberal. La nueva relación con el trabajador debía darse bajo condiciones mayores de sometimiento y relación directa con los centros de producción y con aquellas que habían sido rematadas por el Estado[3]. Durante la década de la dictadura fujimorista, pensar en los sindicatos era una buena manera de recordar las luchas logradas en periodos anteriores y, sobre todo, asumir que el colapso de los estados de tipo keynesiano o desarrollista abría una larga batalla que debía ser impulsada por los trabajadores.

 

V

El cambio anunciado por la derecha no sólo trajo consigo la reconfiguración de la sociedad sino también puso en marcha una política clientelar que llegó a colmatar las voluntades reales y verdaderas del pueblo. En los años noventa, la eliminación del denominado “conflicto interno” y la recuperación de la economía dieron sustento al funcionamiento de una política de mercado más depredadora. Esta aparente transformación dio pauta para que la derecha encaminara un proyecto neoliberal que exigía el respaldo de la forma jurídica. La “aprobación” de la Constitución de 1993 fue una manera de legitimar el proceso de reproducción de las relaciones sociales capitalistas. A pesar de esto, es necesario mencionar que bajo esta política gatopardista donde “todo cambia, pero nada cambia” como nos recuerda la novela de Lampudela (2006), el Estado si bien se nutre de las necesidades del pueblo para hablar en nombre de un orden social desempeña un papel fundamental dentro del proceso de dominación y acumulación del capital.

Pero, este proceso no hubiese sido posible sin la emergencia de las elites locales y regionales, pues, éstas cumplieron un papel fundamental en la restauración del poder. La puesta en marcha de las reformas populistas y la ejecución de políticas clientelares consolidaron una época que estuvo marcada no sólo por el colapso de las instituciones democráticas sino por el (re)surgimiento de figuras locales se enquistaron en el poder, generaron una ola de corrupción y burocratización de la vida cotidiana. Este era pues en “principio” el sine qua non de una era dictatorial poco peculiar: su acercamiento con el pueblo y la poca participación de ésta en la política conformaron una simbiosis que se enraizó en los tejidos sociales y que a la fecha no parece desprenderse.

Es más, a pesar de la caída de Fujimori  a inicios de este siglo, el periodo posterior también estuvo cebado por este acontecimiento, es decir, se interpuso una relación concomitante entre poder soberano y pueblo. A decir verdad, si en los años noventa la categoría de pueblo se había convertido en un dispositivo principal para resguardar los intereses del capital, ahora ésta se reproducía desde el Estado bajo ribetes más reivindicativos. Así, por ejemplo, con Toledo y García en el poder, nuevamente, se llevaron a cabo una serie de discursos (populistas) en torno al incremento salarial, la inversión privada responsable y, sobre todo, la eliminación de la corrupción heredada por el clan político de Fujimori. Con todo esto se logró amalgamar aquello que Fujimori insistía y señalaba por la televisión antes de tomar por asalto el Congreso en 1992: cambiar las estructuras jurídicas y política para rebautizar las relaciones capital-trabajo. Aunado a lo dicho, durante las elecciones presidente de 2011, Ollanta Humala hizo una campaña en nombre de lo nacional con el propósito de reivindicar al pueblo y cuestionar la invasión del capital privado en el país. Sin embargo, ya desde el poder estas propuestas políticas no eran concretadas. Esto se debía a la manera en que había sido desarrollado la acumulación del capital y el modo cómo fue legitimado el poder soberano. La corrupción así como la burocratización de la vida cotidiana y la sujeción del pueblo a condiciones de flexibilización del mercado dieron sentido al enraizamiento producido por una forma Estado populista (de derecha) que no hizo sino restaurar el poder (del trabajo). El encarcelamiento de Ollanta y la persecución de otros presidentes como Toledo dan soporte a la idea tal que el Estado también propicia cambios internos, pero debido a su naturaleza no logra afectar en absoluto la acumulación del capital.

Por último, nos atrevemos a sostener que se ha arraigado la dominación sobre una forma Estado populista. La “victoria pírrica” de Kuczynski sobre Keiko Fujimori durante las elecciones del 2016 es una clara evidencia de ello. El discurso vertido en nombre del pueblo y el “pacto” con las organizaciones políticas progresistas no sólo demuestran la pugna que existe en la derecha, sino también el papel importante que juega el Estado en la producción y reproducción del capital. Al fin y al cabo el Estado es una instancia que no hace sino más que engendrar desigualdad y garantizar el sometimiento del hacer creativo humano. Entonces ¿qué esperanzas pudiese surgir con todo este acontecer aún presente? Todo parece indicar que ninguna, pero lo cierto es que en el pueblo radica la capacidad de imponer otros horizontes ¿no es así?

 

Notas:

[1] Doctor en Sociología por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Me especializo en temas relacionados a la violencia política y la memoria, vida cotidiana, teoría política crítica latinoamericana, sociología de la literatura y metodología de la investigación. Actualmente trabajo como profesor y Director de Posgrado e Investigación de la Universidad Hipócrates de la ciudad de Acapulco, Guerrero. Mi correo electrónico es: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[2] En 1990 las elecciones presidenciales quedaron de este modo: en primera vuelta FREDEMO, el partido de Vargas Llosa, obtuvo el 32%; Cambio Noventa de Alberto Fujimori 30%; el APRA 15%; Izquierda Unida encabezada por Henry Peace 7% e Izquierda Socialista de Barrantes 5% (El País, 10 de abril de 1990). En la segunda vuelta, en junio del mismo año, Fujimori obtendría la victoria con más del 50% de votos. Para entonces, el frente de las izquierdas, Izquierda Unida, se había divido en dos bloques. La participación de Henry Peace con Izquierda Unida y Alfonso Barrantes con Izquierda Socialista, más que articular a las fuerzas opositoras y lograr los votos en las contiendas electorales, anunciaba el colapso de la izquierda.

[3] Rocío Maldonado sostiene que durante la dictadura fujimorista hubo un desfalco total del Estado. La “mafia malbarateó empresas nacionales en beneficio propio. Tras diez años de gobierno fujimorista se había vendido gran parte del patrimonio nacional, pero en las arcas del Estado solo quedaban $ 223 mlls” (La República, 2011).

 

Bibliografía:

  • ALMEYRA, G. (2009) “Un concepto “cajón de sastre” A propósito de La razón populista de Ernesto Laclau” en Clacso, Crítica y Emancipación, año 1, no.2, disponible en: http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20120301024532/CyE2.pdf
  • BADIOU, A., y BOURDIEU, P. (comps.) (2014). ¿Qué es un pueblo? Buenos Aires, Eterna Cadencia.
  • BONEFELD, W., (2005). “El Estado y el capital: sobre la crítica de lo político”, en: Holloway, J., y S. Tishler (eds.) Marxismo Abierto. Una visión europea y latinoamericana. Volumen I. México, BUAP-Ediciones Herramienta.
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Cómo citar este artículo:

ACUÑA VILLAVICENCIO, John Kenny, (2017) “Fujimori y el populismo (de derecha) como restauración del poder (del trabajo)”, Pacarina del Sur [En línea], año 8, núm. 32, julio-septiembre, 2017. Dossier 21: Las Derechas en América Latina. Historia y actualidad.

Consultado el Viernes, 19 de Abril de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1502&catid=66