Nacidos para emigrar, nacidos para depredar

Hilario Topete Lara[1]

 

La obsesión de Trump, que alcanza ya dimensiones patológicas, es la construcción de un muro de 3,169 kilómetros de longitud para frenar el tránsito de ilegales desde los Estados Unidos Mexicanos hacia los United States of America; por la vía consular corre también ese muro, pero de forma sutil, silenciosa, disfrazado de una legalidad cuyo acatamiento y resultado puede ser la negación de visas. Ambas vías apuntan al mismo objetivo. Adicionalmente, aunque parezca totalmente fuera de sentido, en diversos países del orbe los ministerios y secretarías de cultura están enfilando sus esfuerzos hacia el reconocimiento de los afrodescendientes y su patrimonio cultural inmaterial. Pues bien, mientras eso ocurre, en diversos rincones del planeta se levanta el grito “¡Todos somos migrantes!”, y voces muy tímidas, apenas balbuceantes pronuncian: “¡Todos somos afrodescendientes!” Evolutivamente, esto es cierto. Todas esas voces tienen razón. Lo curioso es que ambos procesos pueden coincidir para vincularse con un libro de paleoantropología.

Si hiciéramos el recuento de los estudiosos de la hominización y la humanización, podríamos llenar páginas y más páginas con los nombres de paleoantropólogos, prehistoriadores y genetistas que suscriben la hipótesis del origen africano de la humanidad, veríamos pasar ante nuestra vista a celebridades de la talla de R. Dart, R. Ardrey, Mary, Louis y Richard Leakey, T. White, O. Lovejoy, Ph. V. Tobias, D. Johanson, C. Lalueza-Fox, B. Sykes y, entre otros a S. Pääbo. Asimismo, casi todos coinciden en que la mayor parte de las especies de Homo, además de que se originaron en África, de allí migraron al continente euroasiáticoafricano, y del extremo noreste asiático varias migraciones dieron origen a los amerindios. Todos somos migrantes y tenemos africano y, además, africano negro en el traspatio; las tonalidades de piel, estatura, complexión física y pelambre ocurrieron después de múltiples mutaciones y de adaptaciones a diversos entornos fisiográficos.


En efecto, la especie a la que pertenecemos los “hombres modernos,”  identificada como muy diferente de los homínidos que nos antecedieron (Ardipithecus ramidus, A. Ramidus kaddaba, Australopithecus anamensis, A. afarensis, A. africanus, A. ghari, A. sedibaKenyanthropus platyops, Plesianthropus transvaalensis, Paranthropus aetiopicus, P. Boisei, P. Robustus), está, en cambio, muy próxima a los homínidos del género Homo, como H. rudolfensis, H. habilis, H. ergaster y sus variantes H. erectus, H. heidelbergensis, H. georgicus, H. antecessor, H.rhodesiensis y H. neanderthalensis (Roberts, 2011; Diez, 2014; Johanson y Edey, 1993; Rodríguez, 1999 ) . Pero, ¿qué es lo que facilita esta proximidad que hace posible que todos ellos sean considerados como humanos, como indiscutiblemente se considera este H. sapiens que somos? Desde luego, para entender al humano moderno empezaremos reconociendo que no es la marcha bípeda, ni la oponibilidad del pulgar, ni la visión cromática y estereoscópica, ni la neotenia, ni una conducta sexual poco común entre los primates, ni el gregarismo entre otras características, sino un diferencial de la capacidad craneal que produjo inteligencias y culturas diferenciadas. Hasta aquí parece que hay coincidencia entre la mayoría de los paleontólogos.

Todo parece estar dicho, pero ordenar y diferenciar especies cronológicamente a partir de sus diferencias anatómicas, “a la antigüita” y de las pruebas de da  tación de estratos geológicos, palinológicos, del DNA mitocondrial y del DNA nuclear, no es una tarea fácil; tampoco es cosa mínima articular los avances de la paleobotánica y la paleozoología para reconstruir los nichos ecológicos en los que los homínidos habitaron desde hace 4.5 millones de años. Tampoco es menospreciable conformar una dupla de paleontólogos en la que uno de ellos, además asesor en locomoción, lograse –con auxilio de su estilógrafo y su arte- arrebatar la aridez a un estudio evolutivo del H. sapiens y las especies que le antecedieron hasta una profundidad de más de 10 millones de años. La confluencia de esfuerzos pudo lograrse en Agustí, Jordi y M. Antón (2015).

En el título, hay que insistir, se encuentra la impronta de una generación paleoantropológica que considera que los seres humanos existen desde hace 2.5 millones de años. El primero de ellos, Homo habilis. La evidencia, la producción de cultura. Y, ¿cómo se evidencia la producción cultural? Mediante la producción de “herramientas de piedra [es decir] primeras herramientas de piedra… muy toscas, apenas unos cantos rodados a los que se les había dado unos cuantos golpes hasta producir un filo en uno de sus bordes. Es lo que se llama cultura oldovayense…” (Agustí y Antón, 2015: 62). Pero hay algo más y es lo que constituye la hipótesis desarrollada por los investigadores a lo largo y ancho del libro: lo que caracteriza al hombre, más allá de su inteligencia es su capacidad migratoria y su cultura depredadora.

Hay en el núcleo de la tesis la insistencia sobre el hecho de que desde H. habilis, primera especie que había modificado piedras para obtener lascas, sobre cuyo diseño se pudo saltar a formas protobifaciales, es, en tanto productora de herramientas, creadora de cultura.  Así, la “industria de lascas” del shungurense es, por esta misma concepción, una de las primeras manifestaciones culturales de la humanidad (Hours, 1985: 43-44). Las tallas olduvayenses y las sucesivas tradiciones líticas (achelense, corte levaloisiense, musteriente y azilienze, por citar algunos) devienen simplemente grados sucesivos de desarrollo de la producción de herramientas y, consecuentemente, de cultura. Esto, por un lado. Por otro, además de los grandiosos logros que cada “industria” representó para cada homínido en términos de adaptación y dominio sobre la naturaleza, lo que lo convirtió en un cada vez mejor depredador, los autores rastrean los desplazamientos sobre la superficie terrestre continental y la insular. La producción de herramientas, luego el mejoramiento de las mismas, más tarde el manejo y control del fuego, combinado con industrias más eficientes, posibilitaron un proceso de colonización planetaria casi sin límites. Ergo, el hombre es un animal colonizador debido a dos factores coconcurrentes: los cambios climáticos que habían ejercido presión sobre el ser humano y la cultura como respuesta adaptativa y eficientemente depredadora al extremo de llegar a disponer de los animales que otrora los hicieran víctimas.

La tesis en general es relevante, atractiva, seductora, y que aparezca en tiempos trumpianos deviene aún más útil para la reflexión en torno de los procesos migratorios que se están presentando a nivel mundial porque la migración aparece como consustancial a nuestra especie; necesaria en condiciones de escasez, pero como una constante en la historia de la humanidad que, durante millones de años no tuvo más fronteras que la capacidad histórica y culturalmente vividas.

Sin embargo, la obra puede ser sujeta de acotaciones. Me voy a permitir un poco de insistencia sobre ideas que ya he ensayado en otros textos (Topete, 2005, 2018). Voy a principiar con la noción de protocultura (Sabater, 1992), un concepto –me parece- útil al que poca atención se le ha brindado. Sabater reconoce, como cualquier primatólogo y/o etólogo, que los chimpancés son animales –y no los únicos- inteligentes (De Wall, 2016, 2017; Herreros, 2015). Habría que agregar que su producción de mente y de conciencia tampoco están sujetos a duda, si atendemos a los recientes desarrollos de la neurofisiología (Damasio, 2015). Como animales inteligentes productores de teoría de la mente de tercer nivel (Dunbar, 2007) son capaces de utilizar piedras para romper nueces o habilitar ramas deshojadas para atrapar termitas o, entre muchas cosas más, producir esponjas para atrapar agua y beberla. En cada caso, los chimpancés han habilitados elementos de la naturaleza como –o han producido- utensilios; no han elaborado herramientas. También las nutrias de california son capaces de usar dos piedras, una como yunque y la otra como martillo, pero no han producido ni el yunque, ni el martillo: solo han habilitado elementos de la naturaleza “como” herramientas. Para el caso de los chimpancés, Jordi Sabater recuperó un viejo concepto con el cual llamar a los actos inteligentes estudiados y su cristalización en objetos: protocultura. Sabater reservó el concepto de cultura para los seres humanos, aunque omitió aclarar si los humanos serían tales en tanto elementos del género Homo.

Pues bien, la delgada frontera entre protocultura y cultura ha sido uno de los temas más omitidos en los estudios humanistas y paleoantropológicos. En realidad, son pocos los que se atreven a aproximarse a su reflexión; antes bien, se utilizan con desenfado y a partir de datos asibles, incontrovertibles, pero escasamente contundentes. En efecto, cuando se utiliza cualquier elemento de la naturaleza modificado por la inteligencia –que no es privativa de Homo, ya lo dijimos- para resolver una necesidad como sinónimo y/o evidencia de cultura, me da la impresión de que se ha vulgarizado el concepto de cultura y la noción de herramienta. En efecto, un objeto tomado de la naturaleza y habilitado para resolver un problema (siempre homeostático), lo que se ha hecho es habilitar el objeto como utensilio; se ha producido un utensilio, no una herramienta.

Una herramienta presupone la transformación de un elemento en otro, para hacer otro (aunque sólo sea para resolver un problema homeostático). Pero ni utensilio ni herramienta son cultura sino objetos hechos por un animal inteligente y en los que se deposita, se hace cristalizar técnica tecnología, conocimiento, memoria y sentido; ergo la cultura no está ni en el utensilio ni en la herramienta, sino en quien lo convierte en repositorio de lo anterior (Frondizi, 1972). En el más extremo de los casos, hoy día tenemos máquinas que hacen partes para hacer herramientas y ninguna de las herramientas, ni las máquinas, ni las partes, son cultura.

Sin embargo, hay que reconocer que una herramienta sobrepasa la complejidad de un útil y en tanto producto de un animal inteligente puede ser depositaria de cultura o de protocultura. Esto nos obliga a definir cultura para distanciarlo de protocultura. Como antropólogo entiendo a la cultura como el entramado de signos y símbolos que se expresan y traducen en textos con los cuales se da cuenta del mundo, de la vida, de la vida en el mundo; que se traducen en creencias y en prácticas; que, aunque separan en diferentes grados la aproximación o el alejamiento con el cual se garantiza la homeostasis natural, la resignifican y pueden hacerla parecer absolutamente distanciada de la naturaleza. Con una idea de cultura como esta ni los útiles ni las herramientas son cultura, pero sí pueden ser sus depositarios. Claro, esto complica las cosas porque en los orígenes los signos y los símbolos no alcanzaron la gracia de la fosilización y los comportamientos y las prácticas tampoco se fosilizan. Y las complica aún más porque cualquier intento por ubicar algún momento en el cual sea posible identificar la presencia de cultura se vuelve un terreno resbaladizo sobre el que casi nadie quiere transitar. Así parece y es una falsa percepción. Veamos.

La dupla Agustí/Antón proyectan -a momentos- cierto grado de duda cuando suscriben la tesis de que las tradiciones líticas sean la evidencia de cultura y la cultura misma, pero terminan suscribiéndola. Empero, toda vez que la lítica sufrió un proceso evolutivo y de pronto en la evolución misma aparecen evidencias de posible culto a los muertos, las dudas aparecen como certezas, lo que genera un problema del cual salen elegantemente: los primeros homínidos, “humanos antiguos” generaron una cultura evidenciada por la producción lítica; los “humanos modernos” también nos dejaron evidencia de su cultura en la lítica y en ciertas prácticas como la de los enterramientos (refiriéndose a los neandertales); ergo, es indudable que los neandertales fueron animales culturales, una idea a la cual ofrezco casi nula resistencia. Si de culto a los muertos se trata, los neandertales produjeron cultura.

Si los entierros se hubiesen realizado sólo para aislar los cadáveres de los carroñeros como una forma de autoprotección, y el polen se hubiese acumulado desordenadamente como ocurre con las deposiciones naturales ocasionadas por las corrientes de aire, los enterramientos estarían más en el sentido de la preservación del valor que es la vida. Pero cuando los enterramientos ofrecen un patrón que abandona el simple aislamiento, la intencionalidad cambia y entonces se está en condiciones de afirmar que hay un sentido que se distancia del valor de la vida y entra en otra dimensión: la dimensión de la cultura. Ahora, ¿estamos en condiciones de afirmar que con solo este argumento podemos ubicar los antecedentes más antiguos de la cultura? No, al parecer no basta, pero no fue éste un comportamiento aislado. En efecto, nos dicen los autores, hay al menos un enterramiento en el que al cuerpo fue acompañado con una biface labrada que no fue utilizada, lo que nos permite pensar que fue confeccionada para acompañar al cuerpo, de manera muy parecida a otros objetos que sí fueron confeccionados como ofrendas. Y la ofrenda es, en sí, una práctica cultural que evidencia toda una concepción de la muerte y la vida. Pero hay algo más: la elaboración de objetos suntuarios, abalorios que no tienen utilidad alguna para garantizar la vida, como pueden ser cuentas, conchas perforadas, diseños geométricos en huesos y, entre otros, apilamientos de cráneos, que no sirven para la supervivencia y más bien parecen adornos u objetos de culto, tienen todas las características para ser reconocidos como cultura. Si aceptamos esta argumentación, Homo sapiens y en cierta forma H. neanderthalensis serían los únicos animales productores de cultura.

 

¿Y la protocultura?

Nadie pone a duda que la producción de protobifaces y bifaces oldovayenses y achelenses y otras tradiciones líticas fueron realizadas por homínidos inteligentes que pasaron de la habilitación de utensilios a la elaboración de ellos y de allí al complicado proceso de producir herramientas mediante el descubrimiento y la invención de técnicas que implicaron saberes que permanecieron inicialmente por la imitación –tan natural en los primates- y luego por transmisión intencional.  Pues hay involucrado en todo ello, un elemento cultural imprescindible: el lenguaje y, en cierta forma, una valoración de la utilidad de lo logrado y quizá la aparición de las primeras normas mediante las que el comportamiento animal útil para la supervivencia se volvió la constante exigible, como ocurre entre los chimpancés contemporáneos (De Waal, 2017). A todo esto, es a lo que, en coincidencia con Sabater Pi (1992), llamo protocultura. Así, H. rudolfensis, H. habilis, H. ergaster y sus variantes H. erectus, H. heidelbergensis, H. georgicus, H. antecessor, H. rhodesiensis y, en cierta forma, H. neanderthalensis, y sus posibles contactos e intercambios hicieron posible una protocultura que en un animal con conciencia y con un tipo especial de ella, la conciencia creadora de cultura, se sentaron las bases para la gran revolución homínida: la revolución cultural. Se trata, pues de un proceso que marca una distancia cualitativa de la llamada revolución cognitiva de 70, 000 años atrás.

La conciencia capaz de crear cultura, el intercambio de experiencias mediante la interacción entre bandas, el desarrollo del pensamiento abstracto, la asimilación de saberes sobre la naturaleza y, entre otros procesos, la acumulación de conocimientos sobre  técnicas para cambiar la forma de las cosas y producir tecnología cada vez más compleja fueron las claves para la aparición de un proceso evolutivo del cual emergió el hombre que somos; pero también generó una d sus más extrañas y novedosas dinámicas: la coevolución humano-cultura. La producción de cultura no paró y, por el contrario, cada vez se volvió más un proceso vertiginoso que ha impactado a su vez en el hombre, producto y creador de cultura.

 

Notas:

[1] Profesor de Investigación Científica y Docencia, Titular “C”, adscrito a la Escuela Nacional de Antropología e Historia del Instituto Nacional de Antropología e Historia (México). Correo electrónico: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo..

 

Bibliografía

  • AGUSTÍ, J. y M. ANTÓN (2015). La gran migración. La evolución humana más allá de África. Barcelona: Critica.
  • DAMASIO, A. (2015). Y el cerebro creó al hombre. México: Booket.
  • DE WAAL, F. (2016). ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? México: Túsquets.
  • _____ (2017). El bonobo y los diez mandamientos. México: Metatemas Túsquets.
  • DIEZ MARTÍN, F. (2014). Breve historia del Homo sapiens. México: Toombooktu.
  • DUNBAR, R. (2007). La odisea de la humanidad. Madrid: Crítica.
  • HERREROS UBALDE, P. (2015). Yo, mono, Nuestros comportamientos a partir de los primates. México: Paidós.
  • FRONDIZI, R. (1972). ¿Qué son los valores? México: Fondo de Cultura Económica.
  • HOURS, F. (1985). Las civilizaciones del paleolítico. México: Fondo de Cultura Económica.
  • JOHANSON, D. y M. EDEY (1993). El primer antepasado del hombre. Barcelona: RBA Editores.
  • ROBERTS, A. (2011). Evolución. Historia de la humanidad. México: Altea.
  • RODRÍGUEZ, P. (1999). Dios nació mujer. Barcelona: Ediciones B.
  • SABATER PI, J. (1992). El chimpancé y los orígenes de la cultura. Barcelona: Anthropos.
  • TOPETE LARA, H. (2008). “Hominización, humanización, cultura” En: Contribuciones desde Coatepec (Toluca), núm. 15, julio-diciembre.
  • _____ (2018). …Mono se queda (en prensa).

 

Cómo citar este artículo:

TOPETE LARA, Hilario, (2019) “Nacidos para emigrar, nacidos para depredar”, Pacarina del Sur [En línea], año 10, núm. 39, abril-junio, 2019. ISSN: 2007-2309

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1747&catid=12