Desmistificando la dualidad andina, desde la violencia de género en Chipaya

Demystifying the Andean duality, from gender violence in Chipaya

Desmistificar a dualidade andina da violência de gênero em Chipaya (Bolívia)

Daniela Ricco

Investigadora independiente

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Recibido: 15-01-2020
Aceptado: 30-03-2020

 

 

Introducción

Las principales investigaciones antropológicas sobre los chipayas presentan una evidente ideología androcéntrica. La mayoría de los investigadores que llegaron al lugar eran hombres y les era difícil entrar en el mundo femenino; por tanto, las descripciones en relación a la vida de las mujeres son parcas o están relacionadas a explicaciones más generales sobre el mundo de los hombres, que ha sido y aún es entendido como la cultura en sí, como la representación de toda la sociedad. Llama la atención que cuando se trata de investigaciones cuyos informantes son hombres, éstas suelen referirse a temas de la sociedad en general. Mientras que cuando se incluye género, se especifica que se trata de una temática femenina o que la investigación incluye a mujeres

Consideramos que son varias las razones por las que no existen investigaciones que visibilicen las relaciones de género entre los chipayas.[1] Una de estas puede deberse a que, frente a las preguntas de extraños, los hombres responden con más diligencia que las mujeres, las mujeres son en general bastante más “tímidas” y recluidas a los espacios privados. Este factor ha podido ser restrictivo en el trabajo con mujeres y llevar a los investigadores a centrarse en las actividades de los hombres por ser este su punto de referencia. Pero, sobre todo, las actividades de los hombres han sido consideradas más importantes para entender el sistema de organización social, cultural y económico; lo que se presentaba como un sistema total que incluye hombres y mujeres, pero en la práctica excluye la participación del mundo femenino o por lo menos no lo incluye de manera directa.

La invisibilización de las relaciones de poder entre hombres y mujeres, ha contribuido a idealizar el mundo andino. Estas relaciones frecuentemente ha sido entendidas como opuestos complementarios, y se ha resumido al ya conocido “chachawarmi”.[2]

 

Los chipayas desde la colonia

Hay que resaltar que el Altiplano, antes de la llegada de los españoles, estaba compuesto por una serie de distintos grupos. Dentro de esta diversidad, bajo el nombre de urus se esconden sociedades heterogéneas de las que poco se conoce por la falta de fuentes históricas. Sin embargo, estos diferentes grupos de urus, tienen en común ser parte del eje acuático altiplánico y vivir (en diferente medida) de productos lacustres. Lo que ahora conocemos del pueblo uru, es el resultado de siglos de importantes cambios como la colonización española y el Estado Republicano en la zona andina.

Si bien los urus ocuparon una gran parte de lo que es el altiplano, fueron cediendo terreno a otros grupos, como los aymaras, y su territorio se redujo considerablemente. Al punto que, algunos grupos urus quedaron sin tierras y tuvieron que basar su subsistencia en productos lacustres. El acceso a tierras fue diferente para cada grupo, algunos accedían a espacios de tierra en las orillas, mientras que otros grupos tenían un acceso más limitado. A diferencia de sus vecinos aymaras, agricultores y pastores, los urus basaban su subsistencia en la pesca, la caza y recolección. Por lo menos hasta el siglo XVI, los urus se mantienen en base a los productos de la zona acuífera, principalmente pescados y plantas lacustres como la totora en algunos lugares o el kiwi en otros. De manera general, su agricultura, en el caso de los grupos que la practicaban, era marginal, pero no inexistente. Su base económica en torno a los productos animales y vegetales del agua es lo que los lleva a considerarse “jas soñi”, hombres del agua, en oposición a los aymaras, denominados como “hombres secos”, por basar su subsistencia en la agricultura y ganadería, actividades de la tierra y no del agua.

Mujer chipaya entrando a la comunidad. Santa Ana de Chipaya, 2016
Imagen 1. Mujer chipaya entrando a la comunidad. Santa Ana de Chipaya, 2016. Foto de Daniela Ricco.

Estas catalogaciones del siglo dieciséis, conllevan jerarquías sociales en las que los urus son percibidos como gente inferior frente a sus vecinos agricultores: los aymaras; “fueron objeto de un rechazo verdaderamente racista, no solo por otros indios, incluyendo a nuestras mejores fuentes, quienes los ubican al margen de la humanidad ”[3] (Wachtel, 1986, pág. 283). Este margen, que incluso pone en duda su humanidad, se sustenta en el salvajismo que se les ha atribuido por no tener como principal actividad la agricultura. Para entonces, las sociedades agrícolas suponían un mayor desarrollo civilizatorio, frente a las sociedades de cazadores – recolectores.[4]

Ludovico Bertonio, en su Vocabulario de Lengua Aymara, de 1612 da cuatro significados para la palabra Uru: 1) ‘Una nación de indios despreciados entre todos, que de ordinario son pescadores, y de menos entendimiento’; 2) ‘Dizen de uno que anda sucio, andrajoso, o zafio, Sayagües, rústico’; 3) ’El día’; 4) ‘Pospuesto a los nombres significa Día, o tiempo de entender en lo que el nombre dize. Dia de entender en la chacara, en escribir, en orar, en trabajar’ (Díez, 2009, pág. 50).

 

Los cronistas europeos han adoptado el punto de vista de los indios dominantes: los aymaras y describieron a los urus como “indios bárbaros”. Polo de Ondegardo, señala que “Ellos nunca fueron considerados hombres y tampoco se consideraban ellos mismos así”[5] (Wachtel, 1986, pág. 288). Por tanto, no tuvieron el estatus de contribuyentes. Durante la colonial, la administración española impuso que los urus pagasen la mitad de tributo de lo que pagaban sus vecinos aymaras, lo que ratificaba su inferioridad y la idea de pobres y miserables frente a las sociedades de agricultores, capaces de tributar el doble.

Este ha sido un factor para que, desde muy temprano en la colonia, se dé un proceso de aculturación o “aymarización”. Si bien, ser aymara implicaba pagar el doble de tributo, muchos urus prefirieron aymarizarse porque eso representaba un reconocimiento social de su integridad, dejaban de ser vistos como “salvajes” y pasaban a ser individuos ya no con una humanidad en duda. Wachtel llama la atención sobre el decrecimiento población de los urus en el siglo XVII, pues su población pasó de 16.950 habitantes (visita Toledo, 1573-5) a 1.243 (Visita La Palata, 1683-5) con una pérdida de más del 90 por ciento. De tal forma, “la mayoría de los urus ha desaparecido desde fines del siglo XVII, no por extinción física, sino por ‘fusión’ con el resto de la población indígena” (Wachtel, 2001, pág. 397).

Los urus que quedaron, fueron aún más discriminalizados. A falta de títulos de tierra y derecho de uso de la misma, por lo menos hasta la segunda mitad del siglo XVII, el pequeño número de chipayas estaban reducidos a una situación de servidumbre frente a sus vecinos aymaras. Los aymaras obligaban a los chipayas a cuidar su ganado y los chipayas debían pagar, por el ganado que se moría de viejo o enfermo; como no podían pagar, entraban en deuda con el dueño del ganado. Por los precios desequilibrados impuestos por los aymaras, los chipayas siempre terminaban debiendo a sus amos, a pesar de que trabajaban con sus mujeres y sus hijos para cubrir sus deudas.

Este sistema de servidumbre,[6] se basaba en un espiral de endeudamiento y cuando los deudores no podían pagar las deudas, los aymaras los vendían a los dueños de minas a cambio de la deuda pendiente. En el caso de muerte, la deuda era heredada a los hijos y la mujer que debían servir a los aymaras o a los españoles, dueños de minas, en caso de que el deudor haya sido vendido a las minas.

La relación con los aymaras, les permitió conocer los caminos a los valles chilenos donde los aymaras intercambian productos, práctica que más tarde adoptan los chipayas, de manera independiente, lo que les permitía contar con una variedad de productos de valles, de mar y de llanos. Adoptaron también el tipo de organización basado en ayllus[7] y esquematizado en dualidades complementarias. Antes de este periodo, los datos históricos nos llevan a señalar que los chipayas se organizaban en un solo grupo. Cereceda analiza que mientras que los tejidos aymaras cuentan con un taypi o centro que une las dos mitades complementarias, que están representadas de igual manera en la organización social; los tejidos chipayas no cuentan con un espacio central, lo que nos lleva a pensar que la organización en dualidades no era parte de su forma de vida. Si bien en la actualidad el sistema de ayllus entre los chipayas es reconocido como una forma ancestral de organización propia, es en realidad un modelo adoptado de los aymaras. 

En la década del ’40 del siglo XVIII, las autoridades coloniales reconocen a los chipayas un territorio en la zona lacustre, lo que indica su tipo de asentamiento y corrobora su forma de vida. Según los relatos de Wachtel (2001), unos años más tarde los chipayas se van instalando poco a poco en las dunas de arena de lo que ahora es Ayparavi (uno de los cuatro ayllus del pueblo Chipaya) donde empiezan a practicar agricultura en base al manejo de la arena. Con los años adquieren derecho sobre este territorio, en las primeras décadas del siglo XIX.

Antes de la década de 1920 del siglo XX, practicaban agricultura en las dunas de Ayparavi, bajo un sistema de propiedad individual que se mantiene hasta la actualidad. Es decir, cada familia “cría” su duna en la que produce quinua, las mismas que son heredadas a los hijos y a las hijas en ausencia de hijos hombres. La distribución de la propiedad de las dunas es desigual, mientras algunas familias tienen varias dunas, otras apenas cuentan con una mitad. La importancia de las dunas está en la tierra fértil, con cierta humedad, que deja la arena al moverse con el viento. En estos espacios relativamente reducidos (se liberan de 10 a 20 metros de tierra fértil anual por el avance del viento), los chipayas siembran quinua. La arena que avanza, al tiempo de dejar tierra cultivable, estropea los cultivos; para evitar esto, los chipayas plantan paja con lo que direccionan el avance del viento y de tal forma “crían” dunas.

Hasta el siglo XX, la agricultura de los chipayas era marginal, su sistema agrícola - de inundación de campos para lavar la salinidad del suelo y acarrear sedimentos en los campos de cultivo – como lo conocemos hoy en día, es relativamente reciente:[8] “Varios datos permiten situar su aparición en los años 20 [del siglo XX] […] Al secarse el clima vino un descenso de las aguas, de modo que los lagos dejaron una tierra húmeda y cultivable” (Wachtel, 2001, pág. 277). Los chipayas emepezaron a utilizar hace casi 100 años un sistema de producción de quinua lavando la sal de la tierra, que es una de sus características actuales. El sistema consiste en desviar agua del río, inundar una parte seca y después de un tiempo retirar el agua para que se seque. Por la alta salinidad del suelo, está técnica busca lavar la sal del suelo, al evacuar el agua, la tierra es más apta para el cultivo. Al año, el sal vuelve a subir a la tierra y el suelo se empobrece, se traslada entonces el cultivo a otro terreno preparado de la misma manera, con anterioridad. La preparación de la tierra cultivable son obras de ingeniería que demandan de mucha mano de obra y, por tanto, un trabajo colectivo de gran envergadura; mientras que el cultivo es dividido por parcelas de manera individual. Solo los hombres tienen acceso y derecho al uso de suelo para la producción agrícola.

El viraje de actividad económica hacia la agricultura como actividad principal, generó una verdadera explosión demográfica. Entre 1930 y 1970, la población se duplica.  Este crecimiento y el resurgimiento de conflictos por el territorio con Huachacalla, han dado pie en primera instancia a la creación de un tercer ayllu: Ayparavi y posteriormente, al cuarto ayllu: Wistrullani.

Ritual de agradecimiento por la cosecha. Ayllu Aransaya, 2016
Imagen 2. Foto de Miko Meloni. Ritual de agradecimiento por la cosecha. Ayllu Aransaya, 2016.

 

De Chipaya a Chile

Las terribles condiciones del territorio Chipaya, extremadamente seco, frío y con alta salinidad del suelo, obligan a gran parte de la población a sobrevivir en base a los recursos obtenidos en periodos de trabajo en Chile. Hasta hace poco no era común que las mujeres dejen el ayllu, lo usual era que los hombres vayan a trabajar a Chile de manera temporal y retornen a Chipaya con dinero para vivir durante el año. Actualmente las mujeres migran más que los hombres.

La residencia chipaya es estrictamente virilocal y hasta hace unas décadas, los matrimonios eran endogámicos, estaba prohibido tener pareja que no fuera del propio ayllu y mucho menos de otra etnia; “la niña va donde su madre a visitar, prohibían su marido porque no quieren que vaya, es un tradición, ‘traicionera’ le decían”.[9] Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XX, la situación ha ido cambiando.  De todas maneras, las mujeres que se casan con hombres que no pertenezcan a los ayllus chipayas, no pueden llevarlos a vivir a su comunidad, además de que éstos no tendrían acceso a la tierra. Por esta razón, son más mujeres que hombres las que viven fuera de Chipaya. Actualmente es común que las mujeres chipayas que migran a Chile de manera temporal, se queden allá con una pareja chipaya, aymara o chileno. “Ahora con cualquiera están juntando las niñas […] Algunas con chileno, con de La Paz, de Oruro, no sabemos quiénes son”.[10]

Tanto para hombres como para mujeres, los meses de migración dependen de la situación económica de las familias, los hombres de familias empobrecidas, migran una cantidad mayor de meses, mientras que los de familias con mejores ingresos (más ganado) migran únicamente un par de meses. Los hombres que son nombrados para ser autoridades originarias, se van a Chile con el fin trabajar y ahorrar dinero para afrontar los gastos de la responsabilidad con la comunidad. La migración temporal a Chile les permite a los chipayas sostener aspectos fundamentales para su cultura, como la rotación de las autoridades originarias que demanda elevados gastos.

A pesar de las altas tasas de migración, hay que señalar que los migrantes mantienen importantes lazos con los ayllus; esto se puede ver, entre otros factores, en la adquisición de terrenos en la comunidad. Muchos de los migrantes en Chile han comprado su lote en Chipaya; los más céntricos valen Bs. 2 (equivalente a 0,30 de dólar americano) por metro cuadrado y los más alejados Bs. 1,50 (equivalente a 0,22 de dólar americano). El hecho de que ya no existan lotes disponibles señala la intensión de muchos de volver a vivir en la comunidad. También es importante notar que los lotes han sido adquiridos independientemente del ayllu de pertenencia de las personas, lo que sugiere que si bien en la actualidad la residencia se enmarca en el ayllu de pertenencia (con muy pocas excepciones), en un futuro puede ser que esta distribución varíe y que el tipo de asentamiento sea más mezclado, basado en una lógica urbana.

Desfile cívico en el ayllu de Ayparavi, 2016
Imagen 3. Desfile cívico en el ayllu de Ayparavi, 2016. Foto de Daniela Ricco.

 

Sin hilacatas no hay comunidad

El sistema de cargos es el eje de la organización comunal de Chipaya. Todos, o casi todos los comunarios deben pasar cargo en algún momento de su vida, se considera este deber como un “servicio a la comunidad”. Una persona que no pase cargo, es vista como alguien que no aporta, egoísta, que no contribuye al bienestar de todos. “Uno tiene que ser hilacata porque si no el pueblo te mira mal, dicen: ‘él no ha pasado cargo, no ha aportado a su comunidad’, por eso la gente quiere ser hilacata también”. El aporte que se espera, es tanto de trabajo para la comunidad como de dinero que se invierte. Precisamente por esto, los cargos comunales están estrechamente relacionados a la jerarquía social y prestigio de cada familia dentro de los ayllus. Una autoridad que realice una buena gestión e invierta tiempo y dinero, va a obtener un reconocimiento social por parte de los miembros del ayllu y será visto como alguien que ha cumplido con sus deberes con la comunidad.

Al igual que en las comunidades aymaras, hay cierto “camino” que recorrer en los cargos que se asumen. Este sistema, implica un recorrido jerárquico de las autoridades. Generalmente, se empieza asumiendo cargos que no involucran mucha responsabilidad ni gasto, como la Junta Escolar, que es relativamente de reciente creación.[11] Si bien la Junta no es un cargo muy representativo en los ayllus, es importante porque la escuela es el principal eje dinamizador de las actividades de la comunidad.

Casi toda la organización de los ayllus está dividida en torno a dos mitades complementarias, como lo masculino y lo femenino. Un ejemplo de ello es que, en los coros musicales de las fiestas, hay un coro de hombres y uno de mujeres. En las reuniones hay una mitad de mujeres y otra de hombres (más numerosos). No solo el tipo de organización socio político, es decir el ayllu en su complementariedad dual, sino también el nombre de las autoridades, es un préstamo de sus vecinos aymaras,[12] quienes denominan a sus autoridades hombres “jilaqata” y a las mujeres “mamat’alla”.

La máxima autoridad del ayllu es el hilacata. En Chipaya cada ayllu, como una unidad social y territorial, está representado por dos hilacatas: uno mayor y uno menor. El hilacata mayor asume este cargo desde principios de año hasta mediados de año, cuando pasa a ser menor o segundo y el menor pasa a ser mayor o primero. Este sistema es parte de la lógica dual de los ayllus: Un ayllu existe en contraposición y complementariedad con el otro, pero dentro de cada ayllu también existen mitades que se complementan y contraponen.

En Chipaya, las autoridades son hombres adultos, generalmente casados. Durante su gestión el hilacata debe estar acompañado de una mujer a quien se denomina “mama t’alla” o simplemente “t’alla” y que es frecuentemente su esposa. Las t’allas, tiene un rol principalmente ritual en las actividades como autoridad, pero también son las encargadas de distribuir la hoja de coca, pasar el sahumerio, cocinar y lavar. La representación de la mujer como autoridad es simbólica, pues son los hombres quienes toman las decisiones que involucran a la comunidad. Estas se refieren a asuntos agrícolas, como definir los lugares y los tiempos en los que se va a sembrar, los rituales que se van a realizar; además de la coordinación con autoridades nacionales. Aunque se dice que todas las mujeres en Chipaya son bilingües, lo cierto es que las adultas, de más de 50 años, tienen un manejo muy escaso del castellano y para muchas mujeres es imposible sostener una conversación rutinaria en castellano. Los hombres no solo son los representantes de los ayllus, sino que se asumen como los únicos aptos para decidir sobre los asuntos de la comunidad en general, pues su conocimiento de la sociedad nacional, a través del cuartel, la escuela y su manejo fluido de castellano los dotan de herramientas para negociar con instituciones nacionales y otros actores. Por esta razón, cuando se habla de las autoridades de los ayllus, se menciona solamente el nombre de la autoridad masculina y no así el de su t’alla.

El cargo de autoridad no es solamente un deber político, sino es además productivo y, por tanto, inevitablemente implica un carácter ritual. En tal sentido, una de sus responsabilidades más importantes, está ligada a los rituales agrícolas y a la organización de la comunidad. Se asume que la buena o la mala cosecha depende, en buena medida, de la gestión de las autoridades. Debido, por un lado, a su habilidad técnica para organizar al ayllu y convocar a la realización de trabajos comunales en el momento oportuno. Y, por otro lado, las autoridades deben saber manejar a través de rituales el equilibrio entre las fuerzas de la naturaleza y la comunidad y saber en qué momento hacer qué rituales, pues son las divinidades quienes van a otorgar o negar una cosecha abundante. De tal manera, si se atraviesa por un año de mala producción se asume que las autoridades no han realizado los rituales correspondientes o que no han convocado de manera pertinente a la realización de trabajos comunales que garanticen los medios para buena cosecha. Es así que, una buena gestión va a reflejarse en la cantidad y calidad de cosecha que se obtenga en el año, pero también en lo que se pueda conseguir del gobierno central y de otras instituciones.

Uno de los rituales más importantes está relacionado al manejo de los vientos, pues una buena producción depende de la intensidad de los vientos que mueven la arena. Los vientos tienen características de personalidad de los humanos y una voluntad propia, si se coordina de forma correcta pueden ayudar a mover las dunas de arena; pero si los vientos son muy fuertes y no son controlados, pueden tapar los cultivos e imposibilitar una buena producción. Para los chipayas, los vientos son tres, “cuando agarramos al viento, es como persona, entre tres caminan, tres hermanos son, no es uno no más”.[13]

Por tanto, para ser autoridad es necesario conocer los rituales, muchas veces las parejas que vuelven para ser autoridades después de varios años, se tropiezan con algunas prácticas que no conocen a cabalidad. De todas maneras, las autoridades ya no realizan los mismos ritos que hace algunos años. Se menciona que después de la entrada de las iglesias protestantes, se realizan únicamente los ritos más básicos, “ya no se hacen las costumbres como antes, lo más necesario no más hacen”.[14]

Uno de los aspectos más destacables del ser autoridad, es el gasto económico que representa. En un año, el gasto mínimo para una pareja de autoridades es de Bs. 50.000 (alrededor de 7300 dólares americanos), pero con facilidad puede superar los Bs. 70.000 (más de 10 mil dólares americanos). Es muy común que antes de ser autoridad los hombres vayan a Chile a trabajar y ahorrar para afrontar el gasto; a pesar de ello, ser autoridad representa un sacrificio enorme y puede desestabilizar la economía de una familia.

Lago Chipaya
Imagen 4. Lago Chipaya. Foto de Miko Meloni.

 

Género en Chipaya

De manera habitual, en las investigaciones sociales, género se ha utilizado como un sinónimo de “mujer”, bajo este entendido, muchas instituciones han dado pie al trabajo de la “equidad de género” incorporando a las mujeres a talleres u otras actividades, en la misma proporción que a los hombres. De esto ha resultado un trabajo de “equidad” que se visibiliza en el número de participantes, pero esconde las relaciones de poder en la cotidianidad. A eso se limitan los trabajos de género en Bolivia.

En relación a las investigaciones en la zona andina, una tendencia importante, ha sido mostrar la relación entre hombres y mujeres como parte fundamental de la “dualidad andina”,[15] sin detenerse en las contradicciones que esto supone. Bajo esta mirada se ha impulsado la idealización de las relaciones de género en los Andes; mientras que los desequilibrios de estas relaciones, han sido vistos como ajenos a las culturas andinas, es decir, como introducciones foráneas. Una idea muy difundida es que el rol de las mujeres en los Andes, era más valorado antes de la llegada de los españoles y pierde importancia a partir de la imposición de la religión católica.

En el pasado pre – hispánico, los pueblos andinos pensaban y organizaban las relaciones entre mujeres y hombres como complementarias, con sistemas paralelos en muchos contextos. Así por ejemplo, habían sistemas de autoridad femenina, incluyendo a la esposa del Inca. También las mujeres tenían sus propios cultos religiosos y el cosmos andino era visto como un equilibrio entre divinidades masculinas y femeninas.

Tanto las leyes españolas como la religión católica obraron fuertes cambios en el estatus de las mujeres. Ya no les consideraron como autoridades independientes, y en la esfera religiosa predominaban un dios y sus sacerdotes, todos hombres (Harris, 1997, pág. 33).

 

Para el caso Chiapaya, Nathan Wachtel señala que según datos de los archivos, en el siglo XVIII, las mujeres eran también autoridad o pasantes de preste de manera independiente a los maridos: “Así nos enteramos de que las mujeres como tales (y no solamente como esposas del pasante) asumían cargos religiosos, lo que ya no ocurre en el siglo XX” (2001, pág. 309).

Por más que se quiera señalar las relaciones como simétricas, las mujeres antes de la colonia no tenían la importancia de los hombres, quienes eran los líderes del incario, por ejemplo. Nos arriesgamos a sostener que la colonia española y la religión católica se acomodaron o amalgamaron a una estructura de relaciones de poder entre hombres y mujeres ya existente. Así vistas las cosas, se descartaría que se ha impuesto algo completamente ajeno, pues no parece verosímil y únicamente contribuye a la idealización de una pureza étnica o cultural.

Ahora bien, en la actualidad chipaya, las mujeres son generalmente las encargadas de la casa, del cuidado de los hijos, de lavar la ropa, cocinar, pastear animales. Los hombres en cambio, tienen trabajos más duros como hacer los defensivos para el cultivo de la quinua, construcción de casa, la caza y la pesca. La mayoría de las mujeres, también participa de algunos trabajos de los hombres, en la construcción de defensivos por ejemplo; en el transporte de quinua en la cosecha o en la edificación de casas; aunque en este último, las mujeres se dedican a la cocina para atender en el ayni.[16]

El trabajo de las mujeres se considera más “liviano” que el de los hombres, que se caracteriza por ser “pesado” o “duro”. Sin embargo, las mujeres tienen horarios de trabajo más prolongados; es decir, durante el día entero, pues al llegar a casa de una faena agrícola, por ejemplo, tienen que lavar, cocinar, atender a los hijos y hacer todos los quehaceres que no han sido realizados durante la jornada de trabajo fuera de casa. Es así que, en relación al trabajo femenino, los hombres tienen mucho más espacio para el ocio y el descanso.

Hasta la década de 1990, algunas mujeres hilaban, torcían y tejían a cambio de víveres para su familia. Actualmente, no es raro que se contrate a algunas mujeres para que tejan ropa. Si bien las mujeres no migraban, generaban también un aporte económico en bienes manufacturados. En la actualidad, muchas mujeres migran y contribuyen de manera importante en los ingresos de sus hogares. Por otro lado, algunas tienen una independencia económica, por ejemplo, junto con sus parejas o solas, han invertido en tiendas de abarrotes en Chipaya y son frecuentemente las mujeres las que atienden las tiendas, hacen pan y venden pollos, que son los negocios que hay en la comunidad.

La identidad de mujer está totalmente ligada a la de madre y lo que se espera de una unión matrimonial es la reproducción. No es concebible una mujer sin hijos, ésta es asemejada a una tierra infértil, algo que “no sirve”, que “no da”.

Idealmente, la maternidad es una consecuencia de la relación de pareja después de juntarse y no antes, aunque no siempre se da así. Por lo general, los noviazgos eran bastante cortos y una pareja podía juntarse incluso a los días de haberse conocido o de empezar a enamorar. Actualmente, suelen durar más tiempo, incluso años si los enamorados no viven en el mismo lugar, por ejemplo, algunos jóvenes mantienen relaciones de noviazgo a través de aplicaciones de teléfono como WhatsApp o sitios como Facebook, con sus pares que viven en Chile, en Oruro o en otros pueblos y se ven únicamente en vacaciones o en el campeonato de fútbol en Chipaya.

En general, es el hombre el que busca a la mujer y él, junto a sus padres, va a “rogarse” a los padres de la novia cuando se pretende formalizar la relación y establecer una familia. Los padres de la novia tienen un rol determinante en la elección de la pareja para su hija. Aunque en la actualidad, las jóvenes tienen mayor poder de decisión que antes, muchas de las mujeres que tienen más de 50 años, tuvieron matrimonios pactados por sus padres.

Algunos migrantes señalan que las mujeres chilenas son muy distintas, sobre todo en el hecho de que son ellas las que buscan a los hombres y no al revés. “En chile dicen ahora mandan las mujeres[17]” (también hace referencia a que en Chile tenían una presidenta mujer). Esta es una de las razones por las que son más frecuentes los matrimonios entre mujeres chipayas con hombres chilenos; mientras que son realmente escasos los matrimonios de hombres chipayas con mujeres chilenas, pues los hombres chipayas están acostumbrados a tomar las decisiones y esto puede originar un choque con las mujeres chilenas.

Paisaje
Imagen 5. Paisaje. Foto de Miko Meloni.

En cuanto al nacimiento de los hijos, los hombres tienen una preferencia dominante por los hijos hombres; esperan que las mujeres “les den un varoncito”, sobre todo cuando es el primer hijo. El sexo del bebé es implícitamente atribuido a la responsabilidad de la mujer quien “da” los hijos. La preferencia de los hijos hombres, está relacionada, entre otros factores, con una jerarquía en la dualidad andina; es decir, si bien lo masculino y lo femenino son complementarios, no son equivalentes, pues están jerarquizados y lo masculino corresponde a lo superior, como se desarrollará más adelante.

Por otro lado, la preferencia por tener hijos varones está vinculada al derecho a la tierra y al linaje de los hijos. En Chipaya, la propiedad de la tierra es comunal y se reparte tierra a quienes trabajan en convertirla en tierra productiva. Sin embargo, los únicos que tienen derecho a acceder a la tierra son los hombres; las mujeres solteras acceden a la producción agrícola por sus padres y las casadas a través de sus maridos. De esta manera, son los hijos hombres y sus mujeres los que van a trabajar en la habilitación de zonas productivas junto con el padre. Mientras que las hijas mujeres van a trabajar en las chacras de sus maridos que pueden ser de otro ayllu. La residencia virilocal determina que sean los hijos hombres los que se queden en el ayllu de sus padres y lleven a sus mujeres a vivir allá. Es así que, tener hijos hombres garantiza tener familias extendidas más numerosas y, por tanto, más fuertes; es decir, con mayor poder de decisión dentro del ayllu.

 

Violencia de género

Para los chipayas, el mundo alrededor, aparentemente inmaterial, está cargado de una valoración simbólica y mítica.  La tierra, el viento, el agua, los cerros, entre otros, son seres que tienen vida y voluntad. También tienen un tipo de organización similar a la humana, se casan, tienen hijos, tienen emociones y deseos. En torno a ello, Cereceda menciona que: “Notamos que los vientos tienen necesidades físicas como cualquier mortal, y que no solo almuerzan para tener fuerzas antes de correr, sino que descansan y […] coquean (mascan coca)” (Cereceda, 2010, pág. 108). En el mismo texto, Cereceda cita un mito sobre uno de los vientos: soqo. Nos interesa analizar la manera en la que estos personajes míticos se relacionan como pareja, y las relaciones de poder entre hombres y mujeres porque dan cuenta de la representación de las relaciones de género entre los chipayas.

Una persona, dice, que estaba viajando en el camino y esa persona llegó al cerro… en el barranco dice que dormía una señora […]. Por nada, dice, no despertaba. Después levantó su pierna, dice […]. Entonces, terminando y abusando, el pasajero se fue por el camino. Se iba dice, tranquilo. Entonces, el viento, su marido, dice que llegó a su señora […] el viento bien le había visto su pierna. ¿Por qué está usted tan mojada así? Alguien le ha hecho la burla dice que le había preguntado a su señora. La señora contestó “no, no he encontrado ninguna persona” […]. El viento se enojó y le pegó a su señora. Y la señora que estaba llorando… el viento bien enojado, furiosos dice que estaba […] (Cereceda, 2010, pág. 104).

 

El mito, muestra cómo la mujer es doblemente abusada, primero es violada sexualmente por un viajero y luego es golpeada por su marido por haber sido abusada; el abuso sexual queda impune. El marido furioso le pega a su mujer y la mujer llora, no se defiende. No podemos afirmar que la violencia hacia las mujeres está naturalizada, pero sí que es bastante general y frecuente, al punto de ser parte de los mitos.

Otro mito, señala cómo la mujer no es participe de las relaciones sexuales, sino, al igual que en el mito del viento, no es ella quién decide cuándo y cómo tener relaciones, sino es el hombre.

El quirquincho andaba buscando el amor, entonces el quirquincho, observó a una chica muy linda, hija del rey que estaba tejiendo en la casa. Entonces el quirquincho al acercarse a la casa, se entró agujereando su hueco. Entonces él con dirección a la chica se puso debajo de la tierra. Se echó debajo de la tierra el uso sexual, entonces, la chica sintió “¿qué está andando en mi pierna?”, diciendo. “¿Será una araña?” se lo sacudió su ropa, no había nada. Entonces, otra vuelta dice que sentó para tejer […] y otra vuelta dice que lo echó hacia arriba apuntando derechito y le echo uso sexual el quirquincho y después dice que la chica también se paró. “¿Araña será?, ¿qué será?” diciendo, sacudió su ropa y nada, no había nada. Se lo rascaba su pierna, así. El quirquincho al terminar se fue a su lugar, la chica seguía tejiendo su trabajo. Entonces de unos cuantos meses se embaraza y se ponía en cinta […].

 

En el mito del quirquincho, la mujer cría sola a su hijo con la ayuda de sus padres. Con el tiempo, se descubre que el niño es hijo del quirquincho, pero éste no recibe ningún castigo por haber mantenido relaciones sexuales sin el consentimiento de la mujer (de hecho, en el mito, la violación parece matizada). Más bien, el padre de la mujer la entrega para que su hija sea la mujer del quirquincho, quien luego engaña a su cuñada para mantener relaciones sexuales con ella.

Todo parece indicar que la violencia, tanto física como sexual, hacia las mujeres entre los chipayas es un tema habitual. Sin embargo, la mayor parte de las investigaciones han ignorado prácticamente por completo el tema o se lo han mencionado de manera pasajera, como una cuestión en la que no valdría la pena indagar o detenerse. Ejemplo de ello es el relato del mito del viento, recopilado por Cereceda que se enmarca en las representaciones simbólicas del territorio chipaya, sin detenerse en el análisis de las relaciones de poder.

De igual manera, Nathan Wachtel, que ha realizado el estudio más serio y sostenido entre los chipayas, no se ha preocupado en ver la situación de las mujeres. Hace una única referencia a la violencia a las mujeres, de manera muy fugaz en medio de un relato acerca de las preparaciones de Todos Santos:

Más tarde Eduardo, apenas saliendo de la borrachera y completamente atribulado, se precipita a mi casa para pedir de nuevo mi ayuda. “¡Tuve una disputa con mi mujer a causa de su madre[18]; le pegué, ven a ver, está muy mal!”.

Algunos días antes de la fiesta de Todos Santos, me avisa Martin que solicitaron sus servicios en una ceremonia que seguramente me “interesará”. Se trata de edificar una tumba y renovar ofrendas para Ángela […] (Wachtel, 1997, pág. 29).

 

El relato continúa en torno a los ritos de Todos Santos y la importancia que tienen los muertos en la cultura chipaya. Sin embargo, pasa de largo el tema de la que la mujer de su amigo ha sido (¿brutalmente?) golpeada y que está muy mal.

Cosecha de quinua
Imagen 6. Cosecha de quinua. Foto de Miko Meloni.

 

Violencia legítima

Hasta hace unas décadas, era frecuente que la pareja sea elegida por los padres, de acuerdo a las relaciones entre familias dentro de sus ayllus. En la actualidad, los jóvenes tienen más posibilidades de elección, además que el matrimonio fuera de los ayllus chipayas ahora es permitido. Sin embargo, la unión de parejas sigue siendo mayoritariamente entre jóvenes chipayas, incluso entre jóvenes chipayas que viven en Chile y los que viven en los ayllus de Bolivia.

Una de las características más importantes en la elección de pareja es unirse a una persona trabajadora.

Solamente miran que mujer es trabajadora, nada más ahora. Antes, quién hilaba, quién sabía tejer, eso miraban. Ahora no es así… quién trabaja. Su hijo puede ser trabajador, quieren una mujer que sea trabajadora, eso quieren. Hoy en día todas deben ser trabajadoras, todas van a trabajar a Chile.[19]

 

Asimismo, las mujeres mantienen valores semejantes en la elección de pareja. Una mujer joven indicaba que es mejor casarse con los hombres de Sabaya[20] (pueblo aymara vecino) porque ellos son más trabajadores que los hombres de Chipaya y tienen más plata. Por otro lado, una joven señalaba que “si te casas con uno de aquí hay que tejer para él […] cuesta más tejer la ropa de hombre, da flojera tejer de hombre, con la ropa de la mujer se avanza rápido, todo café, todo blanco […]”.[21] Sin embargo, se valora que los hombres de Chipaya no abandonan a las mujeres, a diferencia de algunos hombres aymaras o chilenos que dejan a las mujeres incluso con hijos.

Cuando una mujer es abandona por el marido o el padre de los hijos, se asume que esto se debe a que es floja. “Acá la gente habla mal de las madres solteras, algunas personas dicen que no tienen marido porque son flojas”.[22] Sin embargo, las madres solteras mencionan que más bien ellas son más trabajadoras porque mantienen solas a sus hijos; si fueran flojas se buscarían rápidamente un marido que las mantenga. De todas maneras, el hecho de que una mujer sea abandonada por el hombre, es asumido como culpa de la mujer, no del hombre.

De manera general, se espera que las uniones conyugales sean permanentes, las parejas rara vez se separaban. “Antiguamente, la gente decía eso, ‘la muerte a ustedes va a separar’, decían. Ahora no… sea malo o sea bueno, tiene que vivir no más se decía”.[23] Los únicos casos en los que las uniones de pareja se rompían, era con la muerte de uno de los conyugues o con el abandono del hombre que migraba a Chile u otro lugar y no retorna. En esos casos, la mujer debe buscar otro marido, sobre todo si tiene varios hijos. Generalmente, una mujer sola puede mantener sin mayores dificultades a un hijo, pero cuando son más, necesita ayuda económica.

Aparentemente, con la migración los casos de separación son más frecuentes. En Chile, no existe la misma presión que en los ayllus de Bolivia para mantener unidas a las parejas. “Cada cual se manda, si quiere casarse se casa, si quiere separarse, se separa también, no hay obligación. Si uno se porta mal, si ambos voluntariamente, se separan. Antes no, hay obligación […] obligado a vivir [ya sea] el hombre malo o bueno”.[24]

Es a partir del matrimonio cuando se es plenamente mujer u hombre, pues a partir de entonces se ejercen los roles de género correspondientes. El matrimonio como vínculo social y económico es indispensable. A través de esta unión la mujer accede a la repartición de tierras y a la posibilidad de siembra y cosecha, a lo que de otra manera no tendría acceso. Así también, para el hombre es fundamental contar con el trabajo femenino en el tejido y la cocina. El matrimonio representa para la mujer dejar la casa de sus padres, desligarse de esta protección para pasar a formar parte de la familia del marido porque la residencia es estrictamente virilocal, ello implica para las jóvenes mujeres una mayor dependencia al marido. En generaciones anteriores, en casos de matrimonios entre pares de distintos ayllus, se intentaba evitar que las mujeres visiten a sus familiares por lealtad al ayllu de su marido.

Por otro lado, en términos generales, la violencia de género es ejercida a partir del matrimonio, de manera legítima. La mayoría de las mujeres resalta el tema de los golpes dentro del matrimonio. Lamentablemente el maltrato hacia las mujeres es una realidad que no se circunscribe al mundo chipaya, sino que es parte de las relaciones de género en los Andes en general. Por esta razón, nos apoyamos en investigaciones de Harris, por ser uno de los pocos estudios que dan cuenta de esta situación en los ayllus y que nos permite entender el abordaje al tema por parte de los antropologos.

Algunos hombres son conocidos por ser mucho más violentos que otros, pero todos los hombres casados son considerados como golpeadores de mujeres. Las viudas a menudo dicen 'no me quiero volver a casar y ser golpeada nuevamente’ (Harris, 2000, pág. 150).[25]

 

Queda claro que el ejercer violencia es una cuestión de voluntad y de carácter y el hombre tiene derecho a ejercerla. Para el caso de los ayllus del norte de Potosí, Harris señala que:

Pero la mayoría de la gente no aprueban cuando los hombres pegan a sus mujeres, ni los hombres se jactan de ello abiertamente (aunque a menudo se dice que persuaden sus novias para casarse con el fin de poderlas golpear) […]. ¿Por qué entonces los hombres golpean a sus esposas? Pueden justificarse alegando que tuvieron muchos amantes antes de casarse, que pasaba demasiado tiempo con su familia de origen, que ella estuvo coqueteando con otro hombre, o había bebido demasiado (2000, pág. 154).[26]

Campo sembrado de quinua
Imagen 7. Campo sembrado de quinua.  Foto de Miko Meloni.

El matrimonio está directamente relacionado a la posibilidad (o el hecho) de sufrir violencia de género. Una cita de Harris en el Norte de Potosí hace referencia a lo evidente de ello: “ha de pegarme, marido es pues”. Asimismo, la siguiente conversación, es un ejemplo que da cuenta de la percepción que las mujeres tienen sobre el matrimonio.

 

A[27]: ¿Cuándo vas a tener tu marido?

B[28]: No quiero marido yo, por ahí me pega

A: Pero, uno buenito te vas a conseguir. El mio es malo. No le deseo ni a mi mejor enemiga uno [un hombre] de aquí.

Daniela: ¿Por qué?

A: Grave. Grave a mi me pega, casi me mata. Malo es, aquí todos son así.

 

El hecho de formar parte de una unión que es reconocida por la sociedad, le permite al hombre ejercer violencia porque la mujer pasa a ser de su propiedad o estar bajo su tutoría. La violencia es un derecho y una característica masculina y por eso es socialmente aceptada. En relación a la violencia rutinaria, la defensora de la niñez de Chipaya, menciona que: “Si yo los llevo a un proceso tendría que llevármelos a todos. Si te das cuenta, violencia intrafamiliar existe en todo el pueblo, me llevo a todo el pueblo, sin comunarios se quedarían…”.

Sin embargo, hay que señalar que no todos los hombres en Chipaya golpean a sus mujeres: “Algunos son buenitos, mi cuñado es así, mi hermana dice no conozco ni su patada, ni su puñete”.[29] Es común hacer referencia a los hombres “malos” para aludir a los golpeadores y “buenos” para referirse a los que no lo son: “Mi marido malo es”. Muchas mujeres adultas, tienen secuelas de las golpizas de sus maridos cuando eran más jóvenes: Cicatrices en la cara y el cuerpo, dolores de espalda, sangrado repentino de nariz y otros malestares.

Cuando preguntaba a las mujeres adultas por qué no se separaban si eran maltratadas, me decían como respuesta que estaban casadas, señalando que sencillamente no se podía remediar: “así es”. En la sociedad chipaya, el matrimonio es una institución que no puede romperse por el hecho cotidiano o intrascendente de la violencia. Más bien, en los casos de separación es generalmente el hombre el que termina la unión, ya sea porque se va con otra mujer o porque migra a trabajar y no vuelve.

El maltrato físico a las mujeres, es más usual cuando los maridos están borrachos. Algunas mujeres comentaban que cuando sus maridos salen a tomar, ellas se escapan de sus casas, se van a dormir a la casa de algún pariente porque saben que él llegara y las golpeará. Un ejemplo de ello es la fiesta de la escuela, en la que muchos hombres se quedaron tomando por tres días,[30] llegaron algunas mujeres al hospital a solicitar un certificado que demuestre que han sido golpeadas, este certificado es requisito para denunciar la violencia contra las mujeres, aunque casi nunca se denuncia.

Aquí no tratan de denunciar, a veces me comentan y yo estoy utilizando lo que es la ley, [que] dice: ’cualquier persona que sepa del caso de violencia tiene que ir [a denunciar]’ y como defensoría lo que estoy haciendo es citar a las partes.[31]

 

Al ser legítima la golpiza que un hombre propine a su mujer, las autoridades originarias no intervienen. Si bien la mayoría de los hombres golpea a sus mujeres, “algunos exageran”.[32] ¿Cuál es la frontera entre la violencia aceptable y la violencia exagerada?

 

“Algunos exageran”

Si bien la violencia de género es naturalizada en Chipaya, parece haber una frontera sutil en los diferentes tipos de violencia. Esta frontera es quizá cuando la comunidad critica los hechos, por ser “exagerados”. Es decir, cuando a los hombres “se les va la mano” y los hechos llegan a ser públicos en la comunidad, aunque no se los denuncia a las autoridades nacionales. Tampoco en esos casos extremos las autoridades de la comunidad hacen algo al respecto. Un ejemplo de ello es el caso de una mujer adulta en Chipaya que fue víctima de violencia durante su primer matrimonio, como a tantas su marido “casi la mata”, pero murió él primero de una manera trágica. Su hija, sin embargo, fue víctima de violencia hasta que su marido efectivamente la mató a patadas y dejó a una niña huérfana que vive con el padre. Después de la golpiza, sus familiares la llevaron al hospital de Oruro donde murió. A pesar de estos hechos, el caso no fue denunciado y el ex marido fue elegido autoridad y vive en la comunidad con su hija huérfana, su nueva mujer e hijos.

Otro tipo de hechos de violencia son menos “sonados”, pero no menos brutales. Uno de estos casos fue relatado por la Defensora de la Niñez: “las amarran en la cama como si fuesen animales, entonces ahí las amarran, las dejan días sin comer y las pegan más de paso. Mano y pie amarrada a la misma cama, a un lado de la cama…”. Parte de esta violencia “exagerada” ha causado las olas de suicidio que surgieron entre mujeres chipayas hace una década. Una revista de periódico del año 2008, afirma la existencia de casos extremos de violencia:

Resulta que la violencia intrafamiliar no tenía coto entre los chipayas. Los jefes de familia golpeaban constantemente a sus esposas por efectos del alcohol consumido en las fiestas. “Llegaban con hematomas” [afirma el médico de entonces]. Por ello, entre el 2005 y 2006, relata el galeno, hubo entre 10 y 20 casos de mujeres intoxicadas con shampoo y raticida. Todas ellas pretendían suicidarse. Romero [el médico de entonces] no tuvo más alternativa que comunicar su preocupación al Alcalde y los jilacatas. Estos tomaron medidas extremas. Comunicaron a los ayllus que las féminas que actuasen de esa forma no iban a ser enterradas en el cementerio de sus antepasados y también endurecieron las penas contra los abusadores. “Eso produjo un cambio rotundo porque en el 2007 solamente tuve un caso de esas características. Es increíble el respeto que tienen a los muertos” (Revista Domingo. La Prensa, 28/01/2008).

 

En el relato se menciona que los hilacatas y el alcalde endurecieron las penas contra los abusadores. Se ha intentado conocer cuáles son las penas a los hombres que ejercen violencia sexual o física contra las mujeres. Sin embargo, ninguna mujer ha mencionado que existan penas a los hombres violentos, ni siquiera en casos de feminicidio; más bien los golpeadores son las mismas autoridades de la comunidad. Se señaló que las autoridades no hacen “nada” al respecto o que los casos de violencia nunca llegan a las autoridades, se “resuelven” en la familia porque se considera un tema interno y frecuentemente se justifica la conducta de los hombres argumentando que estaban borrachos o que son celosos.

Cosecha de quinua
Imagen 8. Cosecha de quinua. Foto de Miko Meloni.

Queda claro que las mujeres decidían suicidarse como un único recurso de cortar con las relaciones de violencia. No obstante, se ha optado por frenar los intentos de suicido amenazando y atemorizando a las mujeres para que sean ellas, y no los hombres violentos, las que cambien de conducta. La solución que se le ha encontrado al problema, en realidad no lo resuelve, sino solamente reprime aún más a las mujeres, quienes no tienen un poder de decisión ni siquiera sobre su propio cuerpo y su vida. Si en realidad no se ha penado a los hombres por ejercer una violencia extrema, es porque la sociedad no encuentra un problema en ello.

 

La interpretación dualista

Pocas investigaciones han abordado el tema de la violencia de género en los Andes. Algunos estudios se han centrado en entender la relación entre hombres y mujeres como parte del universo complementario de lo femenino y masculino que es fundamental en la forma de ver el mundo en las sociedades andinas. En base a estos principios, se desarrolla el concepto de “chacha-warmi” que es principalmente un discurso ideal, más que una realidad social. En su visión idealizada hace referencia al hombre y la mujer como dos polos opuestos, que se complementan en una unidad armónica. En el fondo, este concepto ha actuado más como catalizador de los discursos de género y ha logrado esconder los desequilibrios de poder entre hombres y mujeres en las sociedades andinas.

Ciertamente, los estudios antropológicos en los Andes si han abordado la violencia de género, lo han hecho de manera marginal. Muchas veces, los antropólogos han tomado un camino más fácil explicando que la violencia hacia las mujeres es causa de factores externos, como la influencia de la colonia en general y del catolicismo en particular; sin hacer un trabajo de campo sostenido para indagar el tema. En general, los hechos de violencia han sido vistos como desviaciones de una situación armónica y complementaria precedente a la influencia externa.

Si bien es cierto que las relaciones sociales y el mundo alrededor en las sociedades andinas están caracterizados por una sexualidad masculina o femenina; (por ejemplo, los cerros y montañas, las aguas, las piedras etc.), estas frecuentemente no son relaciones equitativas, sino más están jerarquizadas. Lo masculino forma parte de lo “superior” y de “arriba” frente a los femenino o “inferior” y de “abajo”.

Zuidema (1964) ha señalado cómo, de acuerdo a muchas fuentes del siglo dieciséis, las relaciones jerárquicas entre grupos eran según género, y llamó a esto ‘jerarquía de conquista’; de la misma forma, Platt ha indicado divisiones de género en las dualidades andinas –la mitad superior corresponde a los guerreros y la fracción inferior juega el rol de las mujeres (Harris, 2000, pág. 152).[33]

 

De cualquier modo, se debe evitar abordar las relaciones de género en los Andes como relaciones forzadamente equitativas y complementarias, pues se corre el riesgo, como sucede, de esconder tras de esta percepción, relaciones muy asimétricas y frecuentemente violentas.

En las comunidades andinas y también en Chipaya, cuando la violencia hacia las mujeres es “exagerada”, es común que se busque equilibrar la situación. De tal manera, los familiares de la mujer golpeada, los hermanos, por ejemplo, golpean en contrapartida al marido agresor. Esta relación de equilibrio de fuerzas ha sido interpretada por muchos antropólogos andinistas como un equilibrio simétrico del mundo andino.

Mientras que una relación de género que es manifiestamente desequilibrada, en la que un hombre golpea a su esposa se equilibra por formas culturales que entran en el patrón de la simetría andina, cuando la mujer es reemplazada por su hermano que toma venganza (Harris, 2000, pág. 160).[34]

 

Por un lado, hay que tomar en cuenta que esta “venganza” se da cuando la violencia es “exagerada” y ha pasado un límite “legítimo” y no en casos de una violencia cotidiana legitima. Por otro lado, el maltrato a las mujeres no cambia y más bien puede legitimarse más, en el sentido que, al ser el marido también golpeado, se vuelve a un “punto cero”, en el que se supone que la situación está equilibrada. Además de ello, hay que entender que el marido golpeador es golpeado como un castigo, pero la mujer que ha sido golpeada en primera instancia está recibiendo un castigo que no merece recibir. Por último, hay que destacar que no todas las mujeres tienen la posibilidad de ser protegidas por sus familias, sobretodo tomando en cuenta que es cada vez más frecuente que las mujeres dejen su ayllu para ir a residir con su marido y su familia. Por tanto, muchas veces los familiares de la mujer no viven en el mismo lugar y no se enteran de lo que ellas pasan o no están en condiciones de vengarlas.

En este contexto, consideramos necesario esquivar las posturas esencialistas, en la que se ve “al otro”, como completamente distinto, al punto que se los exime de sufrimientos, dolores o traumas. Un ejemplo de ello es la cita de Harris, quien plantea que el impacto psicológico que viven las mujeres golpeadas en el occidente dista mucho de las mujeres del Norte de Potosí.

(...) Ya que todas las mujeres lo padecen (aunque en distintos grados), no tiene las consecuencias psicológicas familiares que tiene en occidente, donde las mujeres se sienten humilladas y aisladas, incapaces de decir a los demás lo que está sucediendo y en cierto sentido responsables de ello, y en el que su autoestima sufre un grave deterioro (Harris, 2000, pág. 154).

 

Tras la violencia de género siempre hay una relación desigual de poder y control del hombre sobre la mujer, más allá de la cultura a la que se pertenezca. Es importante desmitificar las relaciones entre hombres y mujeres y ver estas relaciones como un problema social que afecta a la comunidad en su conjunto independientemente de la identidad étnica del colectivo. Sostener que a las mujeres indígenas la violencia de género no les genera los mismos traumas, podría entenderse incluso como un tipo de racismo, pues implica que ellas están acostumbradas a soportarla, a diferencia de una mujer mestiza de la ciudad. Consideramos que, lo último que se debe hacer es esconder la violencia de género, bajo el velo de una sociedad armónica con prácticas ancestrales, como si esto garantizara bienestar.

Trabajando la tierra
Imagen 9. Trabajando la tierra. Foto de Miko Meloni.

 

 

Conclusiones

Un aspecto muy presente en relación al origen y la historia del pueblo chipaya ha sido la situación de marginalidad frente a los aymaras; la carencia de tierra y la discriminación han marcado su memoria histórica. Sin embargo, en el último siglo, los chipayas han logrado cambiar esta situación, han obtenido tierras y desarrollado un sistema de producción con obras de impresionante ingeniería, en base al manejo hídrico. Como consecuencia de tantos años de relacionamiento con sus vecinos aymaras, la sociedad chipaya lejos está de ser un enclave aislado de las influencias culturales y económicas de las sociedades que la rodean. En tal sentido, se han visto los importantes prestamos culturales de sus vecinos, que han sido apropiados por ellos y que actualmente son reconocidos como aspectos netamente chipayas.

La vida en Chipaya se da en condiciones límites, gran parte de los relatos de los chipayas están impresos por una memoria de pobreza extrema. Pese a haber obtenido tierras y mejorado su sistema de producción agrícola en el último siglo, las dificultades de habitar un territorio que presenta una serie de limitaciones para obtener recursos, ha empujado a la población a buscar alternativas económicas en Chile. Esta migración se da con mayor ímpetu en la segunda mitad del siglo XX, con la creación de zonas francas en Chile y una mayor participación de las comunidades andinas en la economía de mercado. Actualmente, todas las familias chipayas tienen más de un familiar trabajando al otro lado de la frontera y de manera general, hay una tendencia a la migración femenina.

En este contexto, un tema que ha resaltado en la investigación fue la violencia de género y los relatos desgarradores de varias mujeres. Este tópico ha permitido un análisis de la manera en la que se ha abordado la etnicidad andina. En tal sentido, la antropología en Bolivia ha emprendido una búsqueda de manera forzada de la simetría armónica en las sociedades andinas, aunque las relaciones de género señalan exactamente lo opuesto. Por tanto, consideramos que esta postura refleja, de manera encubierta posición moral de apoyo al indio, siendo una visión recortada de la realidad. Durante siglos los pueblos andinos han sido vistos por las clases medias como sinónimo de salvajismo y suciedad, hasta hace 60 años aproximadamente, los indios y campesinos no podían entrar a la plaza principal de la sede de gobierno. Sin embargo, en las últimas décadas la antropología en Bolivia ha contribuido a cambiar está visión de indios brutos por pueblos armónicos y sabios. Sin embargo, si bien hay una visión positiva es igualmente estereotipada y se limita a un amor por lo indígena que ha dificultado ver problemas internos de desigualdades y subordinación.

 

Notas:

[1] A lo largo del documento se mencionará Chipaya para hacer referencia a Santa Ana de Chipaya, compuesta por tres de los ayllus (Manasaya, Aransaya y Wistrullani) o al municipio compuesta por los 4 ayllus (los tres de Santa Ana más Ayparavi). Si bien el gentilicio del grupo es “uru – chipaya”, se hablará de chipaya o chipayas para hacer referencia a la cultura o a los pobladores del lugar, ya que de esta forma se denominan a sí mismos y muy rara vez se utiliza la palabra “uru” que designa a su grupo mayor de referencia.

[2] En aymara chacha (hombre) y warmi (mujer), hace referencia a una unidad conyugal complementaria.

[3] Traducción propia del original: “Thus they were the object of a truly racist rejection, not only by other Indians but even by the best of our sources, who place them at the very edge of humanity”.

[4] Esta jerarquía se representa también en las relaciones de aymaras y quechuas con pueblos de tierras bajas de cazadores - recolectores, a quienes se denominaba indistintamente como “chunchus” y quienes constituían un estereotipo de desprecio. Ibáñez señala que “el término chuncho es de origen aymara y era empleado por los campesinos de las alturas (…) para referirse a sus vecinos 'salvajes' del piedemonte amazónico” (2011, pág. 45).

Nos arriesgamos a afirmar que esta jerarquía, aunque complejizada, se mantiene hasta la actualidad. Un ejemplo de ello, es la percepción de que las carreteras van a “despertar” a las sociedades de cazadores – recolectores de la selva, llevándoles desarrollo y civilización de la mano de sociedades de agricultores.

[5] Traducción propia del original: "They were never taken for men and did not consider themselves as such."

[6] Este sistema de endeudamiento ha sido común en la Amazonía desde el siglo XIX y en muchas zonas del país se mantiene hasta la actualidad. Es frecuente que las personas que se endeudan provengan de sociedades de cazadores – recolectores que tienen una lógica económica que no privilegia el ahorro, a diferencia de las sociedades agrícolas (Ricco, 2016).

[7] El ayllu es un tipo de organización política común en la zona andina, que define una estructura social familiar, un orden geográfico y productivo.

[8] Por ser reciente, no ha sido descrito por los primeros etnógrafos que visitan Chipaya a principios del siglo XX como Zenón Bacarreza y Posnansky.

[9] Mujer adulta, Chipaya.

[10] Mujer adulta, Chipaya.

[11] Las Juntas Escolares nacen con la Ley de Participación Popular en 1994, como una forma impulsar la participación ciudadana. A partir de la promulgación de la ley Avelino Siñani – Elizardo Pérez el 2010, las Juntas Escolares cambian de nombre a “Consejo Educativo Social Comunitario”, a manera de hacer “borrón y cuenta nueva” con las políticas implementadas en los llamados gobiernos neoliberales. Sin embargo, se sigue manteniendo la organización y el nombre de Junta Escolar en la mayor parte de las escuelas de Bolivia.

[12] Ver: marco histórico.

[13] Mujer adulta, Ayparavi.

[14] Hombre joven, Chipaya.

[15] La dualidad andina es un tipo de organización social y política basado en una división de mitades opuestas y complementarias – arriba/abajo, femenino/masculino, día/noche, etc. Este esquema de organización se aplica por ejemplo en los ayllus, que tienen mitades complementarias – Aransaya/Urinsaya.

[16] El ayni es un sistema de ayuda mutua bastante difundido en los Andes. Consiste en el intercambio de cantidades iguales de trabajo. Por ejemplo, si un individuo trabaja en la cosecha de algún producto o construcción de la casa de un amigo o pariente, como retribución el dueño de la casa o de la cosecha le va a devolver el trabajo cuando toque la construcción de casa o tiempo de cosecha.

[17] Hombre adulto, Chipaya.

[18] La madre es el ‘alma’ que se va a recibir. Todos Santos es una fiesta muy importante en los Andes, porque se considera que es cuando llegan las almas de los muertos a visitar a los vivos.

[19] Mujer joven, Chipaya.

[20] Sabaya es un pueblo fronterizo con Chile que se especializa en el contrabando de productos a Bolivia. Los sabayeños son considerados como contrabandistas exitosos y por tanto, ricos.

[21] Mujer joven, Chipaya.

[22] Mujer joven, Chipaya.

[23] Mujer adulta, Chipaya.

[24] Mujer adulta, Chipaya.

[25] Traducción propia del original: “Some men are known to be far more violent than others, but all married men are thought of as wife-beaters. Widows often say ‘I don’t want to remarried men and get beaten again’”.

[26] Traducción propia del original: “But mostly people do nor approve when men beat their wives, nor do men boast of it openly (although it is often said that they coax their girlfriends into marriage in order to be able to beat them)… Why then do men beat their wives? They may justify themselves by claiming that she had had too many lovers before getting married, that she spent too much time with her family of origin, that she was flirting with another man, or had drunk too much”.

[27] Mujer joven, casada, aymara.

[28] Mujer joven, soltera, de Chipaya.

[29] Mujer adulta, Ayparavi.

[30] No todos los miembros del pueblo beben alcohol los tres días seguidos, pero muchos de ellos lo hacen y es ampliamente aceptado. Para dar un ejemplo, los 3 ayllus de Chipaya no tuvieron agua durante dos días porque el encargado del agua estaba borracho.

[31] Defensora de la Niñez y adolescencia.

[32] Mujer adulta, Ayparavi.

[33] Traducción propia del original: “Zuidema (1964) has indicated how, according to many sixteenth – century sources, hierarchical relations between groups were gendered, and termed this the ‘conquest hierarchy’; Platt has similarly pointed to the gendering of the dual divisions or Andean society- the upper moiety being the warriors and the lower moiety playing the role of women”.

[34] Traducción propia del original: “While a gender relationship which is manifestly unbalanced, in which a man beats his wife is adjusted by cultural means into one that follows the Andean canon of symmetry, when de woman is replaced and avenged by her brother”.

 

Referencias bibliográficas:

  • Cereceda, V. (2010). Una extensión entre el Altiplano y el mar. Relatos míticos chipaya y el norte de Chile. Estudios Atacameños(40), 101-130.
  • Díez, A. (2009). Los Uru Chipaya: cultura y soberanía alimentaria. En Uru Chipaya y Chullpa. Soberanía alimentaria y gestión territorial en dos culturas andinas (págs. 25-128). La Paz: Plural Editores.
  • Harris, O. (1997). Somos los hijos de los ayllus. Pasado y presente de los pueblos indígenas del Norte de Potosí. La Paz: Ministerio de Desarrollo Humano/Secretaría de Participación Popular.
  • Harris, O. (2000). To Make the Earth Bear Fruit: Ethnographic Essays on Fertility, Work and Gender in Highland Bolivia. London: Institute of Latin American Studies.
  • Ibáñez, P. (2011). El martirio de Laureano Ibáñez. Guerra y religión en Apolobamba, siglo XVII. La Paz: Foro Boliviano sobre medio Ambiente y Desarrollo.
  • Ricco, D. (2016). En este mundo todo tiene su dueño. Un acercamiento a la religión mosetén. La Paz: ISEAT.
  • Wachtel, N. (1986). Men of the water: the Uru problem (sixteenth and seventeenth centuries). En J. Murra, N. Wachtel, & J. Revel (Edits.), Antropological history of Anden polities. Cambridge: Cambridge University Press.
  • Wachtel, N. (1997). Dioses y Vampiros. Regreso a Chipaya. México: Fondo de Cultura Económica.
  • Wachtel, N. (2001). El Regreso de los ancestros. Los indios urus de Bolivia, del siglo XX al XVI. México: El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica.

 

Cómo citar este artículo:

RICCO, Daniela, (2020) “Desmistificando la dualidad andina, desde la violencia de género en Chipaya”, Pacarina del Sur [En línea], año 11, núm. 43, abril-junio, 2020. ISSN: 2007-2309. Dossier 23: Etnografías andinas.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1867&catid=68