Catolicismo y Revolución Cubana

Catholicism and Cuban Revolution

Catolicismo e Revolução Cubana

Blanca I. Pedroza Gallegos

Recibido: 15-12-2014 Aprobado: 28-12-2014

 

Introducción

La Constitución de 1940, fue elaborada por una Constituyente que logró reunir una amplia representación de las fuerzas políticas de la época en Cuba. Aunque las facciones más reaccionarias lograron bloquear el esfuerzo de las representaciones progresistas para responder a mayores demandas de la población que seguían pendientes desde el proceso revolucionario que había terminado con la dictadura de Gerardo Machado, el resultado fue una Constitución que superó con mucho a la de 1901 en el sentido de que fue más allá de un régimen democrático burgués y se posicionó como una de las más avanzadas del mundo. Como buena parte de las sesiones de la Asamblea Constituyente se transmitieron por radio, los cubanos pudieron enterarse de las propuestas e identificar a quienes promovían las medidas más favorables para ellos (Guerra y Loyola, 2012: 73).

La constitución estableció asistencia social para los pobres, seguro social como derecho irrenunciable para los trabajadores (con el concurso del Estado, los patronos y los propios trabajadores) jornada laboral máxima de ocho horas, descanso remunerado de un mes por cada once de trabajo, avanzadas garantías procesales, igualdad jurídica, civil y laboral para las mujeres, protección de la maternidad obrera y de las demás empleadas; además, proscribió el despido injustificado y dispuso el fomento de la vivienda para los obreros por parte del Estado. También reconoció la legitimidad de la propiedad privada pero expresamente prohibió el latifundio, cuyo máximo de extensión para cada tipo de explotación sería señalado por la ley, la cual también debería limitar la adquisición y posesión de tierras por parte de personas y compañías extranjeras y adoptaría medidas para revertirlas a los cubanos.

Sin embargo, ni el gobierno constitucional del militar Fulgencio Batista, asumido mediante elecciones celebradas ese mismo año, ni los de sus sucesores, promovieron el cumplimiento de la Constitución mediante la instrumentación de las leyes e instituciones necesarias para ello. Por el contrario, la corrupción y deterioro económico generado por la crisis del azúcar, condujo a Cuba hacia una mayor dependencia de Estados Unidos y a un mayor deterioro social.

Además, después de la Segunda Guerra Mundial, etapa que se distinguió por una gran inversión de Estados Unidos en el continente americano, las inversiones norteamericanas directas en Cuba fueron declinando pues, de 919 millones de dólares en 1929, pasaron a 553 millones en 1946 y, aunque experimentaron una recuperación hasta alcanzar los 850 millones de dólares en vísperas de la revolución cubana, ello representaba una cifra mínima para la Isla en relación con el resto de los países de América Latina (Pierre-Charles, 1985: 63).

En todo este periodo, la oposición se reconfiguró de diversas maneras sin concretar una vía idónea para una liberación integral, que necesariamente tenía que contemplar el reforzamiento de la soberanía cubana frente a Estados Unidos. El golpe de Estado de Fulgencio Batista en marzo de 1952, en contra del gobierno de Carlos Prío, enfiló la actividad de algunos sectores de la oposición especialmente de los estudiantes, quienes se propusieron derrocar al gobierno usurpador mediante una revolución popular, ya que la vía institucional partidista había demostrado su incapacidad para ello. La Constitución de 1940, consideraba ilícita la formación y existencia de organizaciones políticas contrarias al régimen del gobierno representativo democrático de la República, o que atentaran contra la plenitud de la soberanía nacional (Art. 37). Estas disposiciones sirvieron de pretexto a Fulgencio Batista para la represión de todo movimiento sindical o social que contrariara su régimen, con todo y que su gobierno era de facto y que también se consideraba punible todo acto por el cual se prohibiera o limitara a los ciudadanos participar en la vida política de la nación (Art. 38). Aunque no se cuenta con documentos que comprueben el número de personas asesinadas por la represión batistiana, es corriente en Cuba la afirmación de que sobrepasó las veinte mil.

El asalto al Cuartel Moncada en julio de 1953 terminó en un fracaso pero fue el inicio del movimiento revolucionario 26 de Julio que, después de una breve etapa de reorganización desde México, llevó a cabo el proceso de liberación por la vía armada liderando una revolución popular a nivel nacional. El joven Fidel Castro entraba en el escenario nacional para nunca más abandonarlo.

 

La Iglesia católica en la vida política cubana

La Constitución de 1901 había establecido la tolerancia religiosa y el libre ejercicio de todas las religiones, además de la separación entre la Iglesia y el Estado. Nada de esto se modificó en la Constitución del 40. La preponderancia de la Iglesia, numérica e ideológica, era indiscutible y el pueblo cubano estaba habituado a su injerencia en la vida política nacional. Por esto, los obispos de Cuba se sintieron con el derecho de dirigir un escrito a los delegados de la Asamblea Constituyente de 1940 donde expusieron cinco puntos: 1) La futura Constitución deberá sancionar la libertad de enseñanza; 2) La Constituyente deberá, además, acordar la enseñanza obligatoria de la religión en las escuelas públicas, respetando la libertad de conciencia de quienes no la deseen; 5) que la Asamblea Constituyente redacte una Constitución que tienda a analizar la armónica comprensión entre el capital y el trabajo. Los puntos 3 y 4 solicitaban la protección y validez legal del  matrimonio religioso (Episcopado Cubano, 1940).

La Constituyente supo mantener la soberanía ante las pretensiones de la Iglesia por lo que en el artículo 55 de la Constitución quedó establecido que la enseñanza oficial elemental sería laica y gratuita. Aunque se permitían los centros de enseñanza privada, éstos estaban sujetos a la reglamentación e inspección del Estado, si bien conservaban el derecho de impartir educación religiosa, separadamente de la instrucción técnica. Las demás peticiones que hacía la Iglesia también fueron soslayadas.

A pesar de esto, cuando finalmente se firmó la Constitución, el entonces vicario capitular, Manuel Arteaga, emitió una circular donde rendía “acciones de gracias al Altísimo, pues si bien es cierto que la perfección, tan difícil de alcanzar en toda obra humana, no se puede proclamar en nuestra Carta Magna, nada es peor que la incertidumbre de una revolución sin fin en un Estado democrático sin su necesaria base” (Arteaga, 1940).

De lo anterior se puede conjeturar que en el tema de la enseñanza, preocupación de la Iglesia desde mucho antes de la revolución de 1959, más que un simple derecho a tener colegios privados, lo que ésta defendía era la libertad de enseñanza y sobre todo ¡la enseñanza obligatoria de la religión en las escuelas públicas! A mi ver, no era tanto una cuestión económica sino, sobre todo, ideológica. Lo mismo puede afirmarse de sus desvelos por atacar el fantasma comunista, claramente expresado en su quinta exposición a la Constituyente, donde pide que se analice la armónica comprensión entre el capital y el trabajo.

Como se ha dicho, muchas de las disposiciones constitucionales se quedaron en letra muerta, en particular lo relacionado a la reglamentación e inspección del Estado en la enseñanza privada. Durante la dictadura de Batista, la Iglesia tenía motivos para no confrontarla directa y conjuntamente, pues el presidente de facto supo granjear a los obispos a través de distintos medios como son un discurso enérgicamente anticomunista, la no implementación de las leyes constitucionales sobre la enseñanza, y a través de relaciones amistosas con algunos altos prelados como ocurrió con el ya para entonces arzobispo de La Habana, Manuel Arteaga.

En la cuestión anticomunista el dictador se había ganado la confianza no sólo de la Iglesia sino del propio Estados Unidos. Por esto, cuando Batista inició relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y concretó transacciones comerciales, donde la más importante fue la compra de una enorme cantidad de azúcar a Cuba, no fue motivo de protesta para ninguno.

Los católicos por su parte consideraban que la represión del gobierno de Batista volvía urgente una postura clara por parte de la Iglesia pero ésta llegó de un modo tibio y sólo por parte de algunos de los obispos. No obstante, la actuación de la gran mayoría católica, entre quienes se contaron incluso integrantes de organizaciones laicales, como Acción Católica entre otras, sugiere un alto nivel de autonomía de éstos frente a la jerarquía eclesiástica.

 

El catolicismo cubano en la Revolución

En el caso de la Revolución cubana es claro que contraponer el pueblo revolucionario a un catolicismo conservador y reaccionario dada la aparente identificación con el régimen batistiano de la jerarquía católica frente a un creciente apoyo popular a los rebeldes de Sierra Maestra, carece de sustento histórico. En la práctica, los católicos se fueron adhiriendo de una manera activa a la lucha liberadora como reflejo de lo que fue ocurriendo con la generalidad de la población cubana, incluidas las altas capas sociales cuyo repudio a la dictadura y a sus prácticas represivas fue en aumento. También podríamos suponer una tipificación elemental del catolicismo donde por un lado estuviera la jerarquía (sacerdotes y obispos) y por otro los laicos. En el discurso, el gobierno revolucionario solía distinguir dentro el clero, con diversas expresiones, lo que podríamos llamar, para usar un término martiano, una “mala Iglesia”, en contraposición a un clero sinceramente al servicio del pueblo.



Imagen 1. Blanca Pedroza, 2005.

En los hechos, durante el periodo inmediato anterior y posterior al triunfo de la revolución, esto es, desde el golpe de Estado perpetrado por Batista, hasta algunos meses después de la declaración socialista de la Revolución, el catolicismo adquirió facetas muy complejas que impiden catalogar a los actores en grupos claramente delimitados con base a sus posturas frente a la revolución. El punto de inflexión no fue ciertamente la revolución, sino el carácter comunista que ésta fue adquiriendo hasta definirse como tal. La pugna comunismo vs anticomunismo puede ser y de hecho ha sido una perspectiva de lectura recurrente desde la cual se ha abordado el estudio del papel jugado por los católicos en Cuba revolucionaria.

Por otra parte, atenernos únicamente a los escritos y discursos pronunciados por los católicos, sea eclesiásticos o laicos, y por los ideólogos de la revolución respecto del asunto tan en boga en aquella época, esto es, la implantación en Cuba del comunismo, puede resultar insuficiente debido a la comprensible carga demagógica que encontramos en ellos. Lo mismo puede suponerse de la prensa. Sin embargo, son éstas las fuentes de que se disponen pues quedaron muy escasos testimonios, sobre todo de la gente común, en los que se narrara la forma como vivieron y resolvieron en sus propias personas este aparente conflicto. Rescatar aquellas vivencias del pueblo de a pie es una tarea aún pendiente que todavía hay oportunidad de realizar con los actores directos, la generación de los jóvenes de la Revolución cubana, muchos de ellos católicos activos durante el proceso. Incluso los entonces niños podrían aportar mucho pues, si bien no fueron los protagonistas en quienes recayeron las decisiones, mucho pueden contarnos de lo que vieron y oyeron de sus padres, abuelos o en su medio cercano.

Una fuente interesante son los informes que rendían los embajadores y otros agentes diplomáticos a sus gobiernos. Se trata de puntos de vista, de interpretaciones personales de los hechos desde una perspectiva ideológica concreta, pero también son hechos y datos. Lo mismo puede decirse de las fuentes periodísticas internacionales. Sin embargo, no todos se interesaban en la Iglesia y aún menos en la gente, desde el punto de vista de su religión. Un caso excepcional es el del embajador de España en Cuba, Juan Pablo de Lojendio quien, entre 1952 y 1960, dirigió detallados informes al Ministerio de Asuntos Exteriores del Gobierno de Franco, precisamente sobre la Iglesia católica en relación con la revolución cubana.

El motivo por el cual el gobierno de Franco mostró particular interés en la Iglesia cubana durante el proceso revolucionario es comprensible dada la cercanía de la Iglesia española con la dictadura franquista, y que un alto porcentaje del clero cubano, así como de las órdenes religiosas masculinas y femeninas eran españoles (De Paz, 2000: 283). No obstante, las causas de la presencia de eclesiásticos españoles en Cuba a mediados del siglo XX son diversas por lo que no es conveniente pensar en claves generalizadoras.

Dichos informes revelan que los católicos tomaron diversas posturas ante el proceso revolucionario, independientemente del lugar que ocuparan en la Iglesia y que esas posturas no fueron inmutables sino que fueron evolucionando sobre todo durante 1958 (De Paz, 2000: 283). La simpatía hacia los rebeldes al mando de Fidel Castro se encontraba en todos los niveles de la Iglesia, incluida la alta jerarquía pues surgía, como se ha dicho, de una creciente repulsión a las acciones de la dictadura batistiana. El arzobispo de Santiago, Enrique Pérez Serantes, quien pasó a la historia como el salvador de Fidel Castro y de sus compañeros sobrevivientes al fallido asalto del Cuartel Moncada en 1953, no fue un caso excepcional pues, de Lojendio, quien por cierto consideraba que la cercanía de la jerarquía católica con el gobierno era la actitud habitual “cuando las relaciones entre ambos poderes son correctas y normales”[1] (De Paz, 2000: 295) informaba que Monseñor Alberto Martín Villaverde, joven obispo de Matanzas, era afecto a la causa revolucionaria, lo mismo que el obispo de Pinar del Río, Evelio Díaz, quien redactó una “Oración por la paz de Cuba” la que dispuso se leyera en todas las iglesias de su diócesis y cuyo rezo se extendería más tarde a todos los templos de la Isla, lo que causó mucho disgusto a Batista. Actitud más distante con la Revolución y tolerante con la dictadura mostraron los obispos de Camagüey y el auxiliar de La Habana y, por supuesto, el arzobispo de esta última, Manuel Arteaga.

La actitud del arzobispo de Santiago, Enrique Pérez Serantes estaba lejana de ser una condena enérgica a los crímenes del régimen. Sin embargo, durante los sucesos desatados en el asalto al Moncada, realizó gestiones directas con el Jefe del Ejército en la región de Oriente y aparentemente confiaba en que sus gestiones rendirían frutos y cesaría toda persecución y se restablecería la paz, según lo dice en su carta pastoral del 29 de julio de 1953: “Tenemos la promesa personal y formal del Jefe del Ejército de esta Región, y confiamos en su pundonor militar y en su palabra de caballero, lo mismo que confiamos en los servidores de la Patria a sus órdenes” (Pérez, 1953a).

El obispo no gustaba de la confrontación agresiva en sus gestiones, lo que pudiera interpretarse como una actitud rastrera frente al ejército, como lo demuestra su carta enviada al Jefe del Regimiento N° 1 a quien se dirige como “muy distinguido amigo” donde se brinda para ir en busca de los fugitivos que atacaron el cuartel Moncada y solicita las garantías necesarias para que depongan las armas y vuelvan a la normalidad “llevando la tranquilidad a sus desolados hogares y a toda la familia cubana, que está sufriendo preocupada por la suerte de estos muchachos y por la tranquilidad de la República” (Pérez, 1953b). Resulta chocante su coloquial manera de adular al militar a quien felicita “por sus nobles y cristianos sentimientos, por este rasgo propio de un militar altamente pundonoroso, honra y prez del Ejército… Suerte para la República, y suerte grande para Santiago de Cuba contar con un jefe así a la hora presente” (Pérez, 1953b). Pero es de suponer parte de una táctica amistosa, estratégica en momentos tan delicados.

Por estas acciones y otras, el arzobispo de Santiago llegó a ser identificado no sólo en su diócesis sino en toda Cuba como un prelado cercano al pueblo. Una vez conseguido el triunfo, la revista Bohemia publicaba: “De él no se puede decir lo que se diría de otros, que se limitaron, tibia y mansamente, sin riesgo ni gloria, a ejercer su misión rectora y vigilante desde lejos” (s/a, 1959). Por un tiempo, la Iglesia guardó silencio, incluido el arzobispo de Santiago, lo que él mismo reconocía cuando reaparecieron sus circulares abogando por la paz: “Hemos dado tiempo al tiempo, defraudando quizá más de una vez las esperanzas y las súplicas de muchas madres que, adoloridas, nos pedían actuásemos en este pleito tan enojoso…” (Pérez, 1957).  Documentos como éste resultan interesantes por su descripción de las prácticas devocionales que se implementaron en la diócesis a petición del obispo para que toda la diócesis rezara con él por la paz: “Una Hora Santa delante de Jesucristo Sacramentado, solemnemente expuesto, y se recen ante él las Letanías de los Santos, terminando con la bellísima oración por la paz” compuesta por el obispo de Pinar del Río, misma que además se ordenaba se siguiera rezando diariamente, hasta nuevo aviso, después del rezo del rosario (Pérez, 1957).

La más famosa circular del obispo fue la emitida en vísperas de la Navidad de 1958, pocos días antes del triunfo. En ésta, enérgicamente denunciaba la alarmante situación de hambre que padecían muchos habitantes de la Isla por causa de la guerra y pedía a aquellos en cuyas manos estaba remediar tan lamentable situación “que por piedad, por humanidad, por amor de Dios, por el buen nombre de la familia cristiana […] traten de poner fin a esta dolorosísima y muy prolongada pasión de nuestro pueblo” (Pérez, 1958).

El protagonismo del arzobispo no disminuyó después del 1 de enero de 1959, a través de sus documentos, como el emitido con motivo del triunfo revolucionario en el que, como era habitual en la Iglesia, enumeraba los puntos que debía considerar el nuevo gobierno en la obra de restauración que estaba por emprender (Pérez, 1959a) o aquel en que se mostraba comprensible ante el “espíritu justiciero” usado con los enemigos pero, decía, “hubiéramos querido menos severo” (Pérez, 1959b).

Pero la actitud de Pérez Serantes se puede catalogar de conciliadora frente a la de buena parte del clero, entendido como los sacerdotes tanto seculares como regulares, que se sumó activamente a la causa revolucionaria. La asistencia pastoral y participación activa que ofrecieron muchos sacerdotes en las zonas controladas por los rebeldes no ha sido objeto de análisis, con excepción del padre Sardiñas, sacerdote católico que ejercía su ministerio en el ejército revolucionario donde alcanzó el grado militar de comandante, y posteriormente ocupó cargos en el gobierno de la Revolución. Este sacerdote, lo mismo que el padre Lucas Ituretagoyena, por su cercanía con los principales líderes de la Revolución, Fidel Castro y el Che Guevara, fueron objeto de atención desde el principio. Justo después del triunfo, la revista Bohemia dedicó un reportaje al padre Sardiñas donde declaró en una entrevista concedida a Tony Delahoza (1959): “Esta revolución es genuinamente democrática y cubana”. Sin embargo, poco se ha analizado una amplia y activa participación del clero en la lucha revolucionaria antes de 1959.

Además de la jerarquía, los fieles son los que conforman realmente el espectro católico. El pueblo de Cuba pertenecía mayoritariamente a esta religión, al menos nominalmente, de acuerdo a una encuesta sin fecha realizada por la Asociación Católica Universitaria y que se sabe fue realizada en 1954. Y los católicos nunca, en ninguna parte, han sido una masa homogénea, ideológicamente hablando. Es común encontrar posturas más abiertamente contestatarias en las bases populares que en las organizaciones laicales, generalmente más cercanas a las posturas eclesiásticas; no obstante, el embajador de España, de quien hemos hablado, aseguraba, de acuerdo a lo que le había confiado un interlocutor estrechamente vinculado a aspectos directivos del movimiento revolucionario, que “entre los muchachos que acompañan en su aventura a Castro los hay de muy buena formación católica” (De Paz, 2000: 290). Según el diplomático, personalidades de buena posición social y prestigio dentro del catolicismo manifestaron su apoyo y simpatía a la causa revolucionaria, lo que tuvo un punto detonante en febrero de 1958 cuando la Juventud de la Acción Católica publicó un manifiesto en el cual justificaba la rebelión contra un sistema que —consideraban— era contrario a los principios cristianos. De acuerdo a Lojendio, “A partir de la declaración de la Juventud de la Acción Católica […] menudearon las manifestaciones de personalidades e instituciones católicas en la línea de la revolución […] algunas veces en compañía de Iglesias protestantes y logias masónicas” (De Paz, 2000: 299).

La afirmación respecto a la participación de los católicos en la Revolución cubana por parte del embajador Lojendio es categórica: “Al triunfar el 1° de Enero […] el movimiento revolucionario, la masa casi total del catolicismo cubano estaba sumada a la Revolución”. Según él, los católicos se sumaron a la alegría por el triunfo, se realizaron Te Deums (acción de gracias) en las Iglesias y en la proclamación del nuevo régimen e investidura del Presidente, en Santiago de Cuba, estuvo presente en lugar preeminente el arzobispo Pérez Serantes (De Paz, 2000: 305).

 

La “euforia” ante el triunfo de la Revolución

Naturalmente que los festejos no eran en absoluto privativos de los católicos, pues el ambiente general en toda la Isla era de una extrema alegría. En ese momento, los héroes de la Revolución no insinuaban un régimen socialista para Cuba y estaban muy familiarizados con las añejas demonizaciones que desde la Iglesia y otros sectores de derecha se hacían de los países comunistas. Solía contraponerse el sistema comunista a los sistemas democráticos. Por ello, cuando las altas personalidades revolucionarias declaraban que la revolución era “democrática” sus palabras eran comprendidas como “no comunista”. Así, se buscaban indicios que aseguraran que el nuevo gobierno iniciaría las reformas que hacían falta sin tocar los cimientos del sistema capitalista; pero el solo hecho de que el tema permaneciera continuamente en la prensa, discursos y escritos, durante prácticamente todo 1959, demuestra que existía una activa expectación y en ciertos sectores un franco temor a que la Revolución tomara un rumbo socialista.

Sólo unos días después del triunfo de la Revolución, la revista Bohemia afirmaba que “Al presente, los acontecimientos históricos posteriores al primero del año tienen tal magnitud y evidencia que nadie puede abrigar al respecto dudas de ninguna clase” pues, además de la dictadura, sólo los comunistas “minoría de minorías en Cuba”  colaboraban en difundir ese equívoco. Según la revista eso lo confirmaba “la declaración que acaba de hacer el jefe de la Revolución, doctor Fidel Castro, anunciado que el nuevo gobierno negará todo trato a los estados regidos dictatorialmente, y mencionando en primer término a la Unión Soviética” y concluía: “La Revolución que avanza inconteniblemente es cubana y democrática en intención y entraña. Nada tiene que ver con los enemigos de la libertad” (Editorial 2º Bohemia, 1959: 95).

También el Diario de la Marina, el más conservador de los periódicos en La Habana, a principios de 1959 publicaba felicitaciones al Ejército del Movimiento 26 de Julio y daba seguimiento a cada acto del presidente interino, Manuel Urrutia, y de los demás miembros de su gobierno. Particular interés prestaba a la persona de Fidel Castro, Jefe de las Fuerzas Revolucionarias y líder indiscutible de la Revolución.



Imagen 2. Revista Bohemia, 1959.

El diario seguía con evidente satisfacción el reconocimiento que los diversos países que mantenían relaciones diplomáticas con Cuba iban dando al gobierno revolucionario. No podía faltar el cable enviado al cardenal Manuel Arteaga por el papa Juan XXIII en el que decía implorar más que nunca “la protección de Dios sobre la nación, a fin de que en la paz y concordia fraternal de sus ciudadanos pueda lanzarse segura en las rutas de la grandeza nacional y de la prosperidad cristiana” (Pide su Santidad…, 1959: 1). Ilustrativa resulta una nota publicada seis días después del triunfo, en que se informaba que la prensa española difundía la ideología del líder de la Revolución, en particular a través de un artículo de Jorge Mañach en el cual explicaba el ideario y la personalidad de Fidel Castro. Según el artículo “Toda la prensa española acoge y destaca versiones fidedignas sobre la ideología triunfante explicando especialmente su carácter anticomunista”.  Debe recordarse que se trataba de la España de Franco con la que simpatizaba plenamente el Diario de la Marina, según el cual, los partidarios de Fidel Castro disponían de amplios espacios en todos los periódicos de las capitales españolas cuya actitud revelaba la profunda amistad entre España y Cuba (Destaca la prensa española…, 1959: 1).

El mismo 6 de enero de 1959 un título en primera plana informaba que el Ejecutivo gobernaría con la Constitución del 40 y en otro que el nuevo titular del ejecutivo había asegurado en entrevista para el Diario de la Marina, que su gobierno sería “nacionalista” y que se proponía “elevar la vida de los obreros”. Por esas fechas, el diario transmite un ambiente de júbilo y fraternidad que se vivía durante esta luna de miel de la Revolución; pero también, a lo largo de 1959, a través de artículos y notas, el mismo diario reflejó una latente preocupación por que el gobierno revolucionario tomara el tan rechazado rumbo comunista. Esto no lo hacía de manera directa sino a través de críticas al sistema de la Unión Soviética y de los otros países del bloque socialista o a lo que decía, era la ideología comunista, temas que se volvieron cada vez más frecuentes. Por otra parte, el Diario de la Marina, claramente identificado con la ideología católica desde su fundación a mediados del siglo XIX, prestó un servicio de divulgación extraoficial de la Iglesia cubana, declarada opositora al sistema comunista, al igual que en todo el mundo.

El miedo al comunismo estaba presente al interior mismo de la Revolución, en los sectores reformistas, quienes constituyeron una tara a las medidas populares que se implementaron desde los primeros meses de 1959, medidas que aún se encontraban lejos de modificar la estructura económica de la nación y las relaciones de producción. Y es que, si bien el poder político estaba en manos de los líderes revolucionarios, el poder económico continuaba en manos de las clases dominantes locales y sobre todo de las compañías norteamericanas (Silva, 2008). Tales medidas no fueron bien vistas por el gobierno norteamericano, que redujo la cuota de azúcar que compraba a Cuba, transacción comercial vital para la economía de la isla. El acercamiento a la Unión Soviética y el apoyo brindado por ésta en el asunto del azúcar y en otros que afectaban la economía cubana, así como la expropiación de las compañías estadounidenses y de sus propiedades a raíz de la Primera Reforma Agraria dictada el 17 de mayo de 1959, crisparon las relaciones con Estados Unidos. Pero eso preocupaba a la población cubana.

 

Evidencia de un conflicto

Al emitirse las primeras medidas del gobierno revolucionario, las reacciones de los sectores afectados no se hicieron esperar. Las motivaciones económicas no eran las únicas que se aducían pues se exaltaban por encima de éstas aquellas de tipo religioso, fuera por convicciones religiosas genuinas o por meras razones utilitarias, lo cierto es que la lucha por la no implementación del socialismo en Cuba, tomó en ciertos sectores un tinte de “guerra santa”, particularmente en la Iglesia católica, y comenzó incluso antes de que se materializara efectivamente el viraje hacia el socialismo en Cuba.

Un tema delicado lo constituyó el asunto de las lucrativas y prestigiadas instituciones de enseñanza no públicas. En enero de 1959 fue emitida la Ley No. 11 que invalidaba los títulos emitidos por las universidades privadas entre 1956 y 1958. Esto provocó el primer desacuerdo importante por parte de la Iglesia contra las medidas revolucionarias, todavía en plena alegría por la caída de la dictadura. Debido a que durante aquel periodo las universidades públicas habían sido cerradas por batista, o a que muchos de sus alumnos abandonaron los estudios por razones patriotas, el gobierno de la revolución consideraba injusto reconocer los estudios que durante ese mismo tiempo realizaban tranquilamente los estudiantes de las universidades privadas (Trujillo, 2011: 61-62). La generalización hecha bajo tales argumentos lastimó a algunos sectores de la Iglesia católica. Al ser también cierto que quedaron demostradas acciones contrarrevolucionarias en algunas de estas universidades, incluso en contra de sus mismos estudiantes, el asunto provocó un intenso debate que se ventiló en distintos espacios. Los medios de comunicación no sólo mantuvieron al día a la población sino que tomaron postura. Como era de esperar, los católicos se dolían del poco reconocimiento que el nuevo gobierno hacía del aporte de tantos de sus jóvenes a la causa revolucionaria, incluso con la ofrenda de sus vidas, muchos de los cuales eran estudiantes de estas universidades. Más allá de los casos de clérigos reconocidamente enemigos de la Revolución, la Iglesia se afanaba por presentar una Iglesia plenamente comprometida con ésta, ejemplificándolo sobre todo en la persona del arzobispo de Santiago.

Finalmente la ley fue modificada y, por otra parte, el gobierno no implementó ninguna prohibición de la educación en manos de particulares ni de la enseñanza de la religión en las mismas, atendidas por la Iglesia católica y, en menor grado, por las diversas iglesias protestantes e instituciones masónicas. No obstante, la circular del arzobispo Pérez Serantes “La enseñanza privada” (Pérez, 1959c) y laemitida por los obispos cubanos “Al pueblo de Cuba” (Obispos de Cuba, 1959) en febrero de ese  mismo año, dan cuenta exacta del temor que sentía la jerarquía eclesiástica de que fueran ciertos los rumores de una escuela pública, igual para todos, donde se prohibiera la enseñanza de la religión.



Imagen 3. Revista Bohemia, 1959.

En general, los católicos más comprometidos con la causa no se sintieron tomados suficientemente en cuenta. Es cierto que Fidel Castro afirmó: “los católicos de Cuba han prestado su más decidida cooperación a la causa de la libertad” (Catolicismo: la cruz y el diablo, 1959). Sin embargo, también consideraba que la participación que los católicos tuvieron en el movimiento revolucionario de Sierra Maestra debe leerse más bien, no como una postura de la Iglesia sino como un reflejo del sentir de la casi totalidad de la sociedad.  (Betto, 1985). Al respecto, el agudo embajador español informaba a su gobierno: “En los nombres que se daban a conocer para ocupar los altos puestos del Gobierno no figuraba ningún católico militante y en las palabras del líder de la revolución no se escuchaba la menor alusión reli­giosa” (De Paz, 2000: 305). Aún no ocurría aquel histórico reproche que Fidel Castro dirigió a quienes omitieron la mención de Dios incluida en el testamento político del líder católico José Antonio Echeverría, durante el homenaje en su honor, realizado en la escalinata de la Universidad de La Habana en marzo de 1962, con motivo del aniversario de su martirio en 1957, hecho que calificó de un sectarismo inaceptable desde el punto de vista del genuino marxismo-leninismo (Castro, 1962: 4). Este discurso que, si bien no es un reconocimiento como tal del aporte católico a la lucha contra la dictadura, generó muchas simpatías entre los católicos al demostrar un amplio respeto a las creencias personales de los héroes de la Revolución.

A pesar de todo, en el marco del fervor posdictatorial, los obispos cubanos dieron muestras de complacencia ante algunos cambios anunciados por el gobierno revolucionario; tal fue el caso con motivo de la Primera Ley de Reforma Agraria, promulgada el 17 de mayo de 1959. Dicha ley, aunque no era de carácter socialista, generó dura oposición de las minorías afectadas, entre ellas, empresas norteamericanas a las cuales se les confiscarían inmensas cantidades de tierra.

El 31 de mayo de 1959, monseñor Evelio Díaz, Obispo Auxiliar y Administrador Apostólico de La Habana emitió la circular “La Iglesia católica y la nueva Cuba” en la que hizo un llamado a los cristianos a la generosidad y a la esperanza en la nueva Ley Agraria que, a su consideración, se ajustaba al pensamiento de la Iglesia en cuanto al principio de justicia social planteado por los pontífices romanos desde el papa León XIII, a quien se atribuye la encíclica inaugural de la llamada Doctrina Social Cristiana de los tiempos modernos, publicada en 1891, con el nombre de Rerum Novarum y que aborda el tema de la situación de los obreros.

En dicho documento el obispo afirmaba que “La propiedad familiar de la tierra es lo más conforme a la naturaleza” y que las nuevas leyes aprobadas demandaban para algunos sacrificios y privaciones, por lo que invocaba aquellos documentos eclesiales en los que se pide interponer el bien común a los provechos y utilidades privadas. El no esperado documento de un jerarquía de la Iglesia cubana, más bien identificada con los intereses de las clases pudientes, el documento señala, respecto de la referida ley, que “su realización compromete la conciencia de todo cristiano que, como tal, deponiendo todo interés egoísta y personal, debe contribuir al "interés del bien común" generosa y pacíficamente, como buen cubano y mejor cristiano” (Díaz, 1959).

En términos semejantes se expresó, en la popular revista semanal Bohemia, Monseñor Alberto Martín Villaverde, obispo de Matanzas. El obispo afirmaba que es legítimo, en aras del bien común, sacrificar los intereses de algunos. Explicaba que un Estado “clasista” sólo se ocupa de defender una clase social, sea trabajadores o propietarios, y que ello es “anticristiano” pues debe ocuparse de todos. No obstante, aclaraba que ello no significa que el Estado deba ser “equidistante” de ambas clases sociales sino, por el contrario, debe procurar el bien de todos pero atendiendo de un modo especial a las clases más necesitadas. Su reflexión la basaba en el citado papa León XIII para quien ―continúa el documento― la clase de los ricos se defiende por sí misma pero los pobres se apoyan en el Estado (La Reforma Agraria Cubana…, 1959a).

No se quedó atrás el arzobispo de Santiago, quien a su vez emitía una carta donde aclaraba algunas afirmaciones suyas publicadas en el periódico local Sierra Maestra. En su documento dejaba asentada su aprobación a la Reforma Agraria pero manifestaba temor, por la forma en que estaba redactada, pues encontraba en ella un gran parecido con los “discípulos de Moscú” que nada tenía que ver con el Evangelio ni con las encíclicas sociales de los papas León XIII o Pío XI (Pérez, 1959d).

De los fundamentos en las encíclicas papeles para expresar su opinión respecto a la Reforma Agraria y otros temas, se advierte con nitidez que el ideario revolucionario por parte de la jerarquía católica se enmarcaba dentro de los límites de la Doctrina Social Cristiana, como bien lo advierte Maximiliano Trujillo (2011).

A finales de noviembre de 1959, se realizó en La Habana el Congreso Nacional Católico donde destacó el traslado de la Virgen de la Caridad del Cobre a la capital del país. En la organización de dicho evento participó con entusiasmo, al lado de la Iglesia y las instituciones laicales, el gobierno revolucionario. De hecho, la imagen fue trasladada desde el Cobre hasta la Habana en el avión presidencial. Además del presidente y Fidel Castro, asistieron otras personalidades del gobierno a la misa al aire libre, acto central del Congreso en el cual, se dijo, participó más de un millón de personas. El apasionado discurso pronunciado en el Congreso por monseñor Alberto Martín Villaverde, Obispo de Matanzas, titulado “Discurso en Defensa de la Caridad” (Villaverde, 1959b) proclamaba fervorosamente el derecho de los padres a la libertad en la educación de los hijos y el derecho de la Iglesia a crear escuelas que satisficieran las aspiraciones de educación de los católicos. En el marco del discurso bajo el que se movía la Iglesia, el obispo predicó un “credo social católico” en el que, entre otro temas, se exaltó la santidad de la familia, la igualdad de todos los seres humanos por ser hijos de Dios, el derecho de todo hombre a una vida decorosa y digna, la libertad del hombre en contra de los estados totalitarios y, nuevamente, se retomó el concepto cristiano de la propiedad, que subordina los intereses personales al bien común.

Al día siguiente, como parte del Congreso, se celebró una asamblea de las cuatro ramas de la Acción Católica en la que, después de uno de los muchos discursos que aquí se presentaron, los gritos de “¡Cuba sí, Rusia no!” fueron signos de un duro enfrentamiento que no tardaría en producirse con motivo del giro hacia la Unión Soviética que tomaría la Revolución y, hasta cierto punto, ineludible dada la erosión de las relaciones políticas y económicas con Estados Unidos.

Algunos católicos que al principio habían apoyado la Revolución se replegaron o se organizaron de diversas maneras para la resistencia, especialmente los pertenecientes a los sectores sociales más pudientes, como el Movimiento de Recuperación Revolucionaria, conformado principalmente por jóvenes de la Acción Católica Universitaria y miembros de las familias terratenientes. Según el historiador ruso, José Grigulevich, este movimiento se convirtió en semillero de organizaciones contrarrevolucionarias posteriores como Alfa 66, surgida a mediados de la década de los sesenta bajo las órdenes de la CIA (Grigulévich, 1984: 297).

El año de 1960 se desarrolló en el marco de la lucha de la Iglesia por evitar la implantación socialista. En mayo, una circular del arzobispo de Santiago tuvo un carácter durísimo en contra del gobierno de Fidel Castro. En ésta manifestaba que el “enemigo”, refiriéndose al comunismo, estaba “adentro”, incluso en los comunistas bien intencionados (el documento hacía una distinción entre comunismo y comunistas). Declaraba que el comunismo es intrínsecamente perverso por lo que proclamaba: “Con Dios todo, con el comunismo nada” y sostenía que era necesario que la vida toda, individual, social y nacional  girara en torno a Dios: “cristianizar la sociedad”; por lo que consideraba que la doctrina social de la Iglesia daba solución satisfactoria a todos los problemas. Aunque el obispo se mostraba comprensivo, denunciaba casos de católicos que se habían dejado seducir, por lo que hacía un llamado a una campaña evangelizadora donde las familias o, en su defecto, “los más preparados” se dedicaran a catequizar a los demás (Pérez, 1960a). Se trataba en síntesis de una auténtica campaña anticomunista dirigida por la Iglesia.

El punto más claro en el que la Iglesia expuso su tajante oposición a que el gobierno adoptara el régimen comunista se dio con la publicación de la Circular Colectiva del Episcopado Cubano el 8 de agosto de 1960. En dicho documento los obispos, se mostraron muy preocupados por las relaciones comerciales, culturales y diplomáticas que el gobierno de Cuba había fomentado con los gobiernos de los principales países comunistas y sobre todo por las declaraciones públicas de periodistas, líderes sindicales y funcionarios gubernamentales que sugerían supuestas coincidencias entre las revoluciones de esos países y la Revolución cubana.

Los obispos argumentaron que el motivo de su honda preocupación era que “el catolicismo y el comunismo responden a dos concepciones del hombre y del mundo totalmente opuestas que jamás será posible conciliar”. Por lo anterior, condenaron el comunismo por ser una doctrina materialista y atea y porque los gobiernos que se guían por sus principios “figuran entre los peores enemigos que ha conocido la Iglesia y la humanidad en toda su historia” ya que ―sigue el documento― afirman que respetan todas las religiones pero poco a poco van destruyendo a la Iglesia “desorganizándola por dentro” y enviando a la cárcel “con los más variados pretextos, a los obispos y sacerdotes más celosos y activos”. Según los obispos, el comunismo niega los derechos más fundamentales de las personas porque establece regímenes dictatoriales que someten todo a lo económico y lo político por medio del terror policial y porque niega al pueblo el derecho a la información y no permite que acceda a otras opiniones que las que mantiene el grupo gobernante, entre otras cosas.

En el documento en cuestión, los obispos declararon que “la Iglesia nada teme de las más profundas reformas sociales siempre que se basen en la justicia y en la caridad porque busca el bienestar del pueblo y se alegra de él” y que “porque ama al pueblo y quiere su bien, no puede por menos condenar las doctrinas comunistas” (Episcopado Cubano, 1960a). La reacción que provocó el citado documento fue adversa incluso al interno de sectores católicos.

El ideal socialista como sistema político y económico para Cuba atrajo cada vez a un número mayor de personas como quedó demostrado el 2 de septiembre de 1960, cuando una asombrosa multitud votó a favor de la Declaración de La Habana. Un año más tarde, en la editorial del primer número de la revista Cuba Socialista, órgano de difusión oficial de la Revolución, Fidel Castro afirmaba respecto de la declaración del carácter socialista de la Revolución hecha el 16 de abril de 1961: “La Revolución no se hizo socialista ese día, era socialista en su voluntad y en sus aspiraciones definidas, cuando el pueblo formuló la Declaración de la Habana” (Castro, 1961: 2).

Pero en Santiago, el obispo Pérez Seretes no fue capaz de descubrir y asimilar la simpatía popular creciente por la orientación socialista y así, en un nuevo documento, hacía un recuento del masivo aporte católico a la Revolución durante la lucha armada, aún con sus vidas. Enlistaba incluso a siete sacerdotes capellanes que acompañaron a los combatientes en las sierras; y preguntaba “¿…Cuántos comunistas hicieron por la Revolución lo mismo que los nuestros…?” “¿Habremos de sufrir mansa y silenciosamente que sean ahora éstos los que vengan a dar a los héroes lecciones de patriotismo? El obispo negaba un supuesto predominio social y político comunista, consigna por la que –consideraba- se pretendía anular toda la influencia católica por lo que exigía que se dejara a los católicos y a todos los no comunistas el “disfrute del pleno derecho que a la libertad tienen los ciudadanos todos”. Afirmando una superioridad en número de los no comunistas, el prelado exigía que se les dejara ocupar el puesto que les correspondía “dentro de los justísimos cánones de la democracia” (Pérez, 1960b).

Más documentos eclesiásticos se emitieron en el complejo contexto de los meses finales de 1960, en su mayoría del arzobispo de Santiago, Enrique Pérez Serantes, el anterior aliado del movimiento revolucionario quien, en la fiesta de Cristo Rey, publicó una carta pastoral titulada “Roma o Moscú” (1960c) en la que inducía a los fieles a luchar contra el comunismo.

En diciembre de ese mismo año, en una carta abierta, los obispos reclamaban a Fidel Castro la detención de varios sacerdotes a raíz de su circular colectiva del pasado mes de agosto. Consideraban que a partir de aquel momento “comenzó una campaña antirreligiosa de dimensiones nacionales que cada día se ha ido haciendo más virulenta” (Episcopado de Cuba, 1960b). Los eclesiásticos reclamaron al para entonces Primer Ministro unas declaraciones respecto a que la Iglesia estuviera a favor de los “yanquis”, ya que siempre había predicado el amor a Cuba y su derecho a la soberanía política. Además, expresaron que sus palabras en las que había hecho referencia a “los colegios de los privilegiados” como esos “centros donde se predica el odio contra la Patria y contra el obrero y el campesino” no podían referirse a las escuelas de la Iglesia, mismas que atendían a miles de niños de humilde condición.

Los prelados denunciaban que en los mítines de los pueblos se insultaba y vejaba a los sacerdotes, que se les habían clausurado casi todo las horas de radio y televisión en las que ahora se les injuriaba y calumniaba, que se había fomentado la formación de asociaciones que se decían “católicas” cuyo fin parecía ser combatir a la Iglesia, que provocadores irrumpían en sus actos religiosos y que reiteradamente se declaraba que ser contrario al comunismo equivalía a ser contrarrevolucionario. A partir de esta carta abierta al líder de la Revolución, por su contenido y por su carácter colectivo y no personal como los numerosos documentos del arzobispo de Santiago y, más escasos, de algunos otros, puede considerarse que la Iglesia se declara oficialmente como una institución perseguida en Cuba.

Como habían hecho durante todo el año, los obispos no dejaron de defender en el púlpito lo que para ellos formaba parte de los derechos de la Iglesia. En particular enfocaron sus esfuerzos a tratar de revertir la cada vez más inminente revolución socialista. Antes de cerrar el año, el arzobispo de Santiago, publicó otra circular  “Con Cristo o contra Cristo”donde condenaba una vez más el comunismo, contraponía a Dios con el materialismo ateo y emitía radicales afirmaciones como aquella de que el combate ahora era “Cristo vs antiCristo”. Aunque sostenía que el capitalismo era caduco, consideraba que el socialismo ofrece soluciones insuficientes y pobres por lo que proponía como única solución válida, la “ponderada y sabia doctrina social de la Iglesia” desconocida —dice— por la inmensa mayoría de los sociólogos “que presumen saberlo todo” (Pérez, 1960d). A estas notables cartas circulares de Pérez Serantes, seguirían otras. A partir de entonces y hasta su muerte en 1968, de partidario de la Revolución se convirtió en un duro opositor al régimen de Fidel Castro.

El año de 1960 terminó con un fuerte temor por parte de la Iglesia de que el tan rechazado comunismo se apoderada de la Revolución. La suspicacia de los obispos no era infundada y el año siguiente sus temores se hicieron realidad.

 

Revolución socialista y resistencia de la Iglesia

Después de la proclamación marxista-leninista de la revolución en abril de 1961, es muy posible que la Iglesia mantuviera la esperanza de que las actividades contrarrevolucionarias, particularmente las organizadas desde Estados Unidos con la participación de los exiliados, tuvieran éxito. El 17 de abril de 1961 ocurrió la invasión de Playa Girón. Ésta tuvo un tinte católico, ya que entre los invasores una gran cantidad pertenecía a alguna organización del catolicismo. Además, se encontraban entre ellos algunos sacerdotes españoles, antes residentes en Cuba, que habían huido a Estados Unidos.

En respuesta, el gobierno de Castro anunció el 1 de mayo la expulsión de sacerdotes extranjeros (Hageman y Wheaton, 1974: 122). Según el gobierno, las expulsiones no eran un acto de persecución religiosa, como ocurrió en otros regímenes socialistas, sino una medida de protección. [2] El Vaticano reaccionó con suma discreción. No hay que olvidar que eran las vísperas del Concilio Vaticano II. El papa Juan XXIII declaró: “Ardientemente deseamos la prosperidad de este amado pueblo, le deseamos el progreso social, la armonía interna y las libertades religiosas” (Hageman y Wheaton, 1974: 316). A pesar de las presiones del clero norteamericano e incluso de algunos cardenales de la curia romana, el papa no condenó la revolución cubana ni su viraje al socialismo.

Además de los clérigos expulsados por el gobierno de Cuba “como medida de protección”, entre 1959 y 1960 hubo un éxodo masivo de integrantes del clero, en su mayoría no cubano, así como monjas y religiosos. [3] Algunos salieron porque simplemente consideraban inaceptable la nueva política del gobierno y otros huyeron por diversos temores. La Iglesia insistía al parecer en interpretar lo que era un asunto de carácter político entre ésta y el Estado como una cuestión de persecución  religiosa.

El problema radicó en que, como lo indica María del Carmen Domínguez (2001) la construcción del socialismo en los países del bloque histórico se planteó el ateísmocomo ideología oficial. Para ser marxista no se podía profesar creencia alguna que no fuera la que dictaminaba una concepción “científica” del mundo. La Iglesia cubana, basada en la experiencia de los países socialistas, daba por hecho que las mismas condiciones respecto a la religión se verificarían en Cuba una vez implementado el socialismo.

La Ley de Nacionalización de la Enseñanza, aprobada por el Consejo de Ministros del Gobierno Revolucionario el 6 de julio de 1961, se volvió necesaria y representó uno de los pasos más firmes y contundentes dados por la Revolución para reafirmar definitivamente la independencia con que el gobierno concretaría el proyecto socialista a pesar de la oposición de la Iglesia. Esta fue una medida paradigmática que fue mucho más allá de lo proclamado en la Constitución de 1940, que permitía la educación privada y que si bien establecía que la enseñanza oficial debía ser laica, la privada, aunque sujeta a la reglamentación e inspección del Estado, conservaba el derecho de impartir la educación religiosa que deseara.

De acuerdo a lo publicado en la revista Cuba Socialista en un artículo dedicado a la nueva Ley de Nacionalización de la Enseñanza, las leyes complementarias a las disposiciones constitucionales nunca se pudieron elaborar a causa de un movimiento “agitado principalmente desde las sacristías y los confesionarios” que “tuvo como bandera principal el anticomunismo”. Según el artículo, dicho movimiento, achacado a los jesuitas y falangistas, fue socavado por las fuerzas progresistas, bajo la dirección de Emilio Roig de Leuchsenring con amplio apoyo popular, hasta prosperar en la propuesta de una Ley de Inspección y Reglamentación de la Enseñanza Privada, impulsada por el Partido Socialista Popular que representaba el senador Juan Marinello pero dicha propuesta de ley desencadenó nuevamente la reacción conservadora de la “mala Iglesia” señalada por José Martí, en tanto que la composición burguesa del Congreso evitó que prosperara. Desde entonces, las aspiraciones de una educación laica de algunos sectores progresistas no habían podido ser satisfechas hasta que la Revolución nacionalizó todas las instituciones de enseñanza privada incluidos sus bienes, mediante una indemnización por parte del Estado a los propietarios afectados que no se hubieran mostrado contrarios a la Revolución (Ferrer, 1961: 48).

El cierre de las escuelas en manos de la iglesia ha sido interpretado no pocas veces como una consecuencia directa de la actitud de ésta hacia la revolución o incluso como un acto de represalia del gobierno revolucionario por la invasión de Playa Girón. No obstante, aquello fue parte de un proceso más complejo que tenía que ver con la nacionalización de las empresas más estratégicas para la vida nacional y con una concepción específica respecto de la educación: que ésta debía ser estrictamente laica y que era un derecho de todos los cubanos que el Estado no podía delegar en particulares, ya que la única forma de garantizarlo para toda la sociedad sin distinción era su carácter gratuito. Por otra parte, también es cierto que el gobierno no podía dejar en manos de la Iglesia el adoctrinamiento de miles de niños, al tratarse de una declarada disidente en el plano ideológico.



Imagen 4. Blanca Pedroza, 2005.

El gobierno defendía la legitimidad y democracia de su política argumentando que Cuba entera, salvo los enemigos del pueblo, simpatizaba con las medidas revolucionarias:

Esta política ha venido realizándose y se realiza a través de medidas que cuentan con el apoyo entusiasta y militante de todos, religiosos y no religiosos, y son comprendidas y saludadas, incluso, por sacerdotes que, si bien en número reducido, no compartieron ni comparten las actitudes y posiciones antinacionalistas y antipopulares sostenidas por la alta jerarquía clerical. Estos sacerdotes estiman posible, en base de la experiencia práctica que adquieren en nuestro país que marcha hacia el socialismo, realizar las funciones religiosas, sin estorbo, limitación o menoscabo (Cuba, 1962: 8).

Desde finales de 1961, el gobierno de la Revolución no dejó de dedicar espacios a la denuncia de la reacción católica, aunque para entonces los obispos comenzaban a entrar en un largo silencio donde las circulares y cartas pastorales dejaron de aparecer. Esto no implica que una resistencia a todos los niveles, incluidos los fieles que se mantuvieron cercanos a la Iglesia haya desaparecido. La Revolución nunca prohibió el libre ejercicio  de todos los cultos, lo que recordaba constantemente. Sin embargo, el reconocimiento del aporte católico a la Revolución cubana no se dejó escuchar, salvo en algunos casos personales, como sí en cambio se continuó acusando a la Iglesia de haberse puesto del lado de la tiranía de batista y de los demás opresores del pueblo y en contra de la Revolución:

“Ligada, sin embargo, a los latifundistas, al alto comercio importador, a los grandes hacendados reaccionarios y a las compañías norteamericanas, la jerarquía abogó siempre contra la Revolución, contra todo cambio radical […] Pero fieles a sus tradiciones antinacionales y antipopulares, la jerarquía y sus sacerdotes reaccionarios, en la medida que la Revolución iba entrando a fondo en la solución de los grandes problemas… fueron tomando posiciones cada vez más abiertas, insolentes y provocadoras contra la Revolución” (Cuba, 1962:21-22).

El Congreso Nacional Católico de 1959 fue en adelante convertido en un símbolo de la reacción y altanería católica, con base en los discursos de la alta jerarquía y de católicos de elite que allí se pronunciaron, sin tomar en cuenta la inaudita asistencia del pueblo, sin precedente en la historia de Cuba, que genuina y sinceramente acudió para expresar su fe. Así, se acusó que “La jerarquía quiso hacer un alarde de fuerza y celebró un Congreso católico nacional para aprobar un programa opuesto a las transformaciones revolucionarias que se operaban en el país”.

Los católicos por su parte, mediante los periódicos que les eran afectos como la última versión del Diario de la Marina, establecido en Miami, tenían tiempo atizando la discusión, muchos desde la comodidad del anonimato. Tantas acusaciones de un lado y otro terminaron por resentir hondamente a la Iglesia y por alimentar desde el Estado revolucionario un imaginario sobre ésta, que la concebía como una institución contraria a la Revolución.

El 3 de enero de 1962, los periódicos del mundo difundieron la noticia de que el papa Juan XXIII había excomulgado a Fidel Castro por haberse declarado marxista leninista, con apoyo en el decreto de la Sagrada Congregación para la doctrina de la Fe emitido en 1949, durante el papado de Pio XII, en el que se impone pena de excomunión a todo el que propague el comunismo. Tal noticia tuvo su origen en la declaración realizada por un destacado canonista del vaticano, el arzobispo Dino Staffa, quien declaró que, de acuerdo al Código de Derecho Canónico que establece la pena de excomunión para quienes ejerzan la violencia en contra de obispos, Fidel debía considerarse excomulgado. Se trataba sólo de la opinión emitida por un experto en la normatividad de la Iglesia y no de una excomunión verdadera (Tornielli, 2012). Sin embargo, hasta la fecha, corre la versión de que Fidel Castro fue excomulgado formalmente; asunto que, por otra parte, no tuvo mayor importancia para el líder de la revolución cubana ni repercutió en las relaciones diplomáticas entre ambos estados, pero ha sido utilizada para argumentar una confrontación entre el Estado cubano y la Iglesia, incluso a los niveles más altos como es el Vaticano.

Ese mismo año de 1962, año de la apertura del Concilio Vaticano II, llegó a Cuba el prelado César Zacchi, que llegó a la isla como secretario del nuncio apostólico quien ese mismo año fue llamado a Roma. A partir de entonces, la diplomacia fue la función principal de Zacchi, quien comenzó su gestión como encargado de negocios interino y prelado de Su Santidad hasta que fue ordenado obispo el 12 de diciembre de 1967. Zacchi llegó a declarar en una entrevista: “la Iglesia se ha dado cuenta de que la Revolución es irreversible” y al pedírsele su opinión sobre Castro respondió que, si bien ideológicamente Castro no era cristiano pues se había declarado marxista-leninista, él consideraba que lo era éticamente (Gutiérrez, 2010).

Después del Concilio Vaticano II en 1965, la jerarquía cubana comenzó a abstenerse de emitir enconadas críticas a la Revolución socialista aunque, por casi todo el resto de 1960, tampoco se observó un notable cambio en pro de la revolución; de hecho, éste fue lento y no sin contradicciones. La Iglesia limitó su actividad a los recintos religiosos y se encerró en sí misma. Sobre esta época también se deja sentir un vació historiográfico sobre el tema, como si fuera una época de muy poca importancia para la historia de la Revolución.

El 10 de abril de 1969, ocho obispos cubanos publicaron un mensaje dirigido a las personas de buena voluntad de todos los países, exhortando a imponer el cese del bloqueo de Estados Unidos contra Cuba. Esta circular llamada “Carta pastoral colectiva del Episcopado Cubano respecto al bloqueo comercial de Estados Unidos” puede ser interpretada como el viraje definitivo de la Iglesia de Cuba aceptando la Revolución y sobre todo el sistema socialista. La diplomacia ejercida por los representantes del papa en Cuba, fue clave para que se fueran relajando las fuertes tensiones entre la Iglesia y el Estado en Cuba, hasta alcanzar una aparente aceptación por parte de la primera de que la Revolución socialista era una realidad que no podía modificar. No obstante, aún a la fecha, se dejan sentir los efectos de aquel temprano y largo desencuentro.



Notas:

[1] De la Paz incluye en su artículo el informe íntegro presentado por Juan Pablo de Lojendio en el que hacía un recuento de los hechos dentro del catolicismo cubano durante todo 1958. Las citas textuales corresponden a Juan Pablo de Lojendio pues fueron tomadas de este informe.

[2] Entre ellos se encontraba un obispo, Eduardo Boza, por sus actividades clandestinas en contra de la revolución y por la resistencia antirrevolucionaria a raíz del conflicto en la universidad de Villanueva con motivo de la Ley No. 11. En total fueron expulsados 136 sacerdotes entre los cuales, 45 eran cubanos.

[3] Según estadísticas, en 1961 no pasan de 20 los sacerdotes que quedan en Cuba. Había 745 en 1960. El éxodo mayor fue el de las religiosas pues se dedicaban a los colegios. De 2225 en 1960 pasaron a 191 en 1965 y se mantuvieron entre 200 hasta 1970.

 

Bibliografía:

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http://vaticaninsider.lastampa.it/es/vaticano/dettagliospain/articolo/cuba-fidel-castro-papa-el-papa-pope-vaticano-vatican-12303/

Consulta realizada el 16 de diciembre de 2014.

 

Cómo citar este artículo:

PEDROZA GALLEGOS, Blanca I., (2015) “Catolicismo y Revolución Cubana”, Pacarina del Sur [En línea], año 6, núm. 22, enero-marzo, 2015. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1080&catid=14