Subversión, criminalidad y miseria.
Geopolíticas de la violencia e intersecciones del horror en América Latina

Rafael Ojeda

 

Artículo recibido: 30-12-2012; aceptado: 31-12-2012

Históricamente, los distintos países de América Latina comparten procesos de violencia que han ido determinando ética, estética, cultural, política y económicamente fenómenos análogos, que en una cartografía social del horror, presentan procesos interseccionales y lógicas coloniales de construcción de la otredad compartidas, entre movimientos de resistencia y de criminalización, a partir de la representación de la violencia, diseminada en distintos campos disciplinarios, donde el crimen, la subversión y el narcotráfico, casi como efecto del branding publicitario está en vías de legitimación, gracias al mercado global y sus efectos en la industria cultural.

Palabras clave: Colonialismo, violencia, cartografías, miseria, subversión, narcotráfico, sicaresca

 

Introducción

Existen eventos cuya magnitud ha marcado períodos extensos de la historia, a partir de los cuales las relaciones entre sociedades, países, civilizaciones y culturas no han vuelto a ser las mismas. Eventos transformados en acontecimientos-eje que fueron determinando la discontinuidad de los circuitos lineales de historicidad, y que al trazar el quiebre definitivo de una narrativa histórica, se instauraron como hitos referenciales de rupturas cronológicas determinadas por su influencia.

Algo de esto se dio con el Descubrimiento de América, acontecimiento marcado por el ritual violento de la dominación, cuyas reverberaciones han ido determinando las vías político-sociales de la historia latinoamericana, una historia marcada, en múltiples capítulos, por lo que los marxistas llamaban “el parto sangriento de la historia”. Es por ello que ensayar un análisis fenomenológico de la violencia en América Latina, implicaría, entre otras cosas, develar su esencia u origen, en pos de desentrañar, a manera de una “sicología descriptiva”, sus vías de escape y efectos sociales; describiendo sus consecuencias y campos de realización y materialización, incidiendo en el mapeo y descripción, desde un espectro político, social y cultural que aborde sus principales representaciones simbólico-discursivas, de sus manifestaciones y repercusiones continentales más visibles, que, como incidencias del campo político en el campo social y cultural, ha ido desocultando una realidad muchas veces negada, pero plagada de contradicciones y conflictos aún no solucionados.

Es desde allí, desde donde realizamos un acercamiento parcial al fenómeno de la violencia, intentando determinar cómo las condiciones de miseria afectan la sicología de las personas y grupos sociales, motivando procesos externos a sí mismos, que abren las posibilidades de conductas transgresoras, ante las eternas asimetrías entre medios y posibilidades. Lo cual nos induce a la comprensión de la violencia como conducta discordante y respuesta a estados de miseria y crisis, a partir de acciones bifurcadas entre la criminalidad y el ímpetu revolucionario. Por lo que, observamos aquí, algunas características de la violencia política y social, analizadas como el producto contrahecho de las inequidades de un sistema que ha promovido casi únicamente la miseria material y moral de las mayorías poblacionales, que ha llevado al crimen organizado y el narcoterrorismo; además del descontento ante los desvíos y abusos del poder, que han sido detonante de los múltiples levantamientos revolucionarios ocurridos históricamente en diversos países de América Latina.

        

Construcción histórica y transferencias conceptuales

La tragedia americana se deriva de este simple hecho: de que los europeos tropezaran con América, justo en el momento en el que terminaban de desalojar a los árabes del viejo continente. Evento que fue trasladando, simbólica y  fácticamente, el espectro divino de la estigmatización y el exterminio desde el viejo continente al Nuevo Mundo, en el que Santiago de Matamoros, apóstol que guiaba a los españoles triunfantes hacia el santo exterminio de árabes, se convirtió en América en Santiago de Mataindios. Pues la guerra contra los moros había anticipado los mecanismos de dominación y sometimiento que fueron desplegados después en toda la geografía nuevomúndica. A partir de un “descubrimiento” colateral al enfrentamiento contra los árabes, y que implicó la práctica, y el despliegue económico, político, religioso y cultural de la violencia, en una guerra que, pese a parecer inscrita en los anales de la antigüedad, si analizamos los actuales acontecimientos histórico-sociales, permanece aún inconclusa.

Fotograma de la Película Ciudad de Dios
Fotograma de la Película Ciudad de Dios. http://www.revistacinefagia.com/2003/09/ciudad-de-dios/

No se puede desligar la idea del descubrimiento del de la conquista. Ambas instancias históricas han sido las dos caras visibles de la misma moneda colonialista. Por lo que, en la construcción del continente americano, como concepto, realidad y discurso, la violencia ha jugado un rol fundamental que implicó el traslado y concreción de la alteridad y el horror a la geografía del Nuevo Mundo. Pues, Colón, que buscaba para los cristianos una nueva ruta hacia Oriente, que evite la confrontación con los musulmanes que habían clausurado las rutas comerciales tradicionales, fue “interrumpido providencialmente por la aparición de América durante el auge renacentista” (Campa, 2007: 15). Evento clave que abrió definitivamente el mundo cuatrocentista, incluyendo para siempre a América en la cartografía universalista de dominación occidental.

Es por ello que no es errado ver al continente americano como el producto más entrañable de la violencia; negación extrema que implicaba la anulación del otro, presentado como encarnación del mal, de la contaminación y la impiedad, que fue graficando la fuerza fatalista de la otra versión del exterminio, cuando la violencia se extendió desde el foco de estigmatización árabe, para buscar extirpar las idolatrías de la diferencia indígena nuevomúndica. A partir de una lógica de cruzada, que pasó a afectar a los aborígenes americanos. Pero no porque los naturales americanos carecieran del misticismo y la fe enarbolados por los fieles europeos, sino porque había en ellos un diferencial místico insalvable; razón suficiente para que desencadenaran en ellos la furia del “sacro exterminio”, pues, como escribiera Baudrillard: “[para los españoles] los indios deben ser exterminados no porque no sean cristianos, sino porque son más cristianos que los cristianos”, pues exhibían una fe más profunda, y su religiosidad rotunda e implacable avergonzó a la sociedad occidental con la profanación de sus propios valores (1995: 144).

Así el colonialismo fue encarnando la voluntad de poder, de saber y de ser occidental, violentando y atrofiando sistemáticamente las posibilidades de agenciamiento y liberación de las entidades subalternas y culturas tradicionales ubicadas en el espacio americano. Lo que ha determinado una larga historia de conflictos y pugnas político-sociales-culturales, que parecen repetir la lógica de imposición, neutralización y exterminio de las cruzadas antimusulmanas, asociadas, en esta época, a los fantasmas nocivos del comunismo, bajo el tópico ideologizado de las políticas antiterroristas contemporáneas. Pues el concepto terrorismo, restringido hasta hace algunas décadas para calificar casi únicamente a las brigadas sediciosas y fundamentalistas árabes, ahora, tras la articulación de una política de terror global, legitimada tras los sucesos del 11 de septiembre en Nueva York[1], ha sido trasladada, como en el período de oficios del apóstol Santiago, desde oriente medio hacia América Latina. Resultando sintomático, por ello, que el concepto “terrorismo” que proveniente del término latino “terror”, haya sido introducido por los romanos al contexto político con el que se enfrentaron estando en Palestina, “los documentos de la época –de 132 a 135 después de Jesucristo- calificaron con la palabra “terrorista” al jefe de la revuelta judía, Barkokhba, que llevó a la destrucción total de Jerusalén, reemplazada por la ciudad romana de Aelia Capitolina”  (Jacquard, 1986: 7).

No obstante, es en las sociedades actuales, y no antes, donde los conceptos han sido reemplazados por imágenes; donde los eventos parecen obedecer a una lógica diferente, pues ya no son definidos por su simple condición fáctica o real de agentes de cambio, sino por su repercusión masmediática que le brinda protagonismo, debido a una articulación logística y geopolítica que los convierte en el referente característico de un período, como ocurrió tras los atentados del 11-S que aceleró el proceso de ideologización globalizada del proyecto antiterrorista mundial. Pues, la evidencia del terror fáctico y la lógica de confrontación, había sido ya regada por el mundo ante la evidencia de que la globalización había producido, como correlato, múltiples procesos globales, entre los que se encontraba el terrorismo internacional.

Es por ello que, tanto el terrorismo global como la guerra global contra el terrorismo, fueron configurando la nefasta ideología global del miedo, en una cartografía fragmentada, debido a las incidencias nacionales de la violencia y la diseminación del terror, a veces más simbólico que real, ante una geopolítica de dominación norteamericana neocolonialista, cuya penetración ya no produce, en los países latinoamericanos, enfrentamientos duales entre modernidad y barbarie, sino entre formas de conservadurismo tradicionalista y los múltiples movimientos progresistas de liberación y reivindicación social.

Cabe destacar que, a los procesos de dominación se le opusieron casi siempre procesos de resistencia y liberación. Resulta problemático, por ello, si disponemos únicamente de datos oficiales, intentar establecer una distinción nominal entre los movimientos de liberación, resistencia y terrorismo, pues la historia suele privilegiar a los sectores vencedores o hegemónicos, que se autorepresentan como víctimas, en tanto los otros son presentados como culpables. Asimetrías del sistema están determinado, nuevos escenarios de violencia, donde la noción contemporánea de crisis, ha llevado a considerar, en América Latina, causas como la hiperpoblación, el centralismo, los conflictos sociales y culturales, y las infranqueables brechas económicas y sociales; además de los procesos de insalubridad e inseguridad ciudadana, que han tendido a agudizarse en las principales metrópolis latinoamericanas (Ojeda, 61).

 

Descripción de la violencia en América Latina

La historia alberga estados sicopáticos que exhiben los constantes desahogos de una sociedad enferma, agobiada por la sordidez, la miseria y el extremismo, con la violencia se desbordándose en innumerables expresiones simbólicas y fácticas; manifestándose como un conjunto de sintomatologías generalizadas por la pobreza rural, urbana y suburbana, además de los índices crecientes de criminalidad, que, como respuesta al estado de marginación, miseria, corrupción política y olvido, ha tendido a agudizarse en las principales ciudades de América Latina.

Las causas de la violencia política y social desplegada durante las últimas décadas en Latinoamérica, tiene como soporte aquello que los sociólogos han llamado “violencia estructural”, detonante de múltiples episodios infaustos relacionados directamente con la herencia colonial, que condenó a la opresión y el olvido a las grandes masas poblacionales indígenas, además de las asimetrías e inequidades de un sistema que ha promovido el desborde histórico de los índices de criminalidad y violencia en América Latina. Así, lo que entendemos como “violencia estructural” alude a todas aquellas situaciones naturalizadas en la sociedad, como violencia institucionalizada, conocida también como “violencia sistémica”. Algo que observado de manera más profunda, llega a desocultar sus dimensiones ontológicas, desprendidas filosóficamente de lo que Jacques Derrida (1989: 107-210), tras la lectura crítica de Emmanuel Levinas, llamó “violencia metafísica”, violencia que se presenta en toda pretensión de predicación, articulación y normatividad (201), fundamento de un orden establecido, la mayor de las veces injusto y arbitrario. Un orden impuesto en América, desde la colonia, a partir del cual podemos definir esa suerte de identidad continental, a partir de una noción de experiencia y existencia histórica compartida, desde la casi unidad de la lengua, además de una historia común de dominación y liberación, que unifica a nuestras veinte repúblicas, dentro del espectro cultural, político y social latinoamericano. Espectro en el que los fenómenos sociales suelen presentar características similares, debido a una tradición que expende experiencias comunes, en países, cuyos gobiernos han sido marcados por experiencias dictatoriales, donde la violencia ha sido o es una extensión o manifestación del poder (Arent, 1973: 138).

 

Mapeo e intersecciones cartográficas

La historia latinoamericana está construida a partir de relatos análogos e interseccionales entre sí, pero de intensidades y cronologías diferentes, distribuidas y territorializadas a lo largo de toda la conflictuada geografía política y social del continente. Un contexto en el que la cartografía se erige como un elemento clave para la construcción de memoria, describiendo las distintas formas de agenciar representaciones y la diseminación de los fenómenos locales en el espacio mayor de una sociedad, región o país, contribuyendo a la relectura de sus historias, ante la visualización y sistematización simbólica de un territorio. Donde la cartografía sirve también para el diagnóstico y representación del presente, con los mapas convertidos en documentos que sirven para la reconstrucción de un estado y una visión del mundo que contribuye a una comprensión más amplia y crítica de la sociedad.

Fotograma de la Película Ciudad de Dios
Fotograma de la Película Ciudad de Dios. http://memoriasdeunosignorantes.wordpress.com/2012/10/31/ciudad-de-dios-matar-o-morir/

En este sentido, hacer una cartografía de la violencia en América Latina, permite acercarnos a una visión comparada, relacionada con el imaginario de los distintos sectores continentales en conflicto, como productores y reproductores específicos de la violencia fáctica y simbólica, ubicada en espacios, enclaves y territorios que vienen a ser los focos de referencia, transferencia y desborde de la subversión y la criminalidad armada. A partir de procesos que han ido implicando a los Estados, a la Sociedad Civil y a los diferentes grupos alzados en armas (milicias, guerrillas, paramilitares, sicarios del narcotráfico), en sus variantes subversivas y contrasubversivas, responsables directos de las manifestaciones de la violencia sistémica y antisistémica, englobadas bajo el rótulo del “terrorismo”, como el terrorismo de los grupos alzados en armas, el terrorismo paramilitar, el terrorismo del sicariato narcotraficante y el terrorismo de Estado, ubicados en el extenso campo de la violencia en América Latina.

Pese a que los índices de pobreza y la violencia por criminalidad y narcotráfico continúan en ascenso, algunos afirman que América Latina ha entrado en un período de “posconflicto”, debido a la saturación, cansancio, anquilosamiento, desgaste o desmovilización de los actuales movimientos armados latinoamericanos, y a la eclosión textual, política y “necrográfica” de las estadísticas y estudios de las distintas comisiones de la verdad, y el desocultamiento, con sus resabios o sesgos oficiales, de la dramaticidad y postergación indígena en pleno siglo XXI. Lo que nos muestra focos históricos residuales del colonialismo aún no resueltos, pese a la promesa emancipatoria que significó la vida republicana.

Salomón Lerner, en su “Discurso de presentación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación”, en el Perú, pronunciado el 28 de agosto del 2003, decía que la Comisión de la Verdad había encontrado que la cifra más fiable de víctimas fatales en los veinte años que duró la guerra interna peruana, “supera los 69 mil peruanos y peruanas muertos o desaparecidos a manos de las organizaciones subversivas o por la obra de agentes del Estado (...) En efecto los peruanos solíamos decir, en nuestras peores previsiones, que la violencia había dejado 35 mil vidas perdidas ¿Qué cabe decir de nuestra comunidad política, ahora que sabemos que faltaban 35 mil más de nuestros hermanos sin que nadie los echara de menos?” (1). Estas simples pero emotivas estadísticas nos muestran el estado de exclusión, devastación y olvido en el que se encuentran los sectores indígenas en nuestros países, protagonistas mayoritarios en las cartografías funerarias diseñadas por la violencia política y social latinoamericana, factor detonante de múltiples revueltas y grupos revolucionarios acaecidos a lo largo de la historia de este continente.

 

Cronologías de las prácticas subversivas 

La historia continental de los últimos cincuenta años puede resumirse a partir de las tensiones producidas por el auge de la llamada “marea roja”, de los años sesentas y ochentas, con la presencia de importante de gobiernos revolucionarios, la acción de guerrillas tradicionales y movimientos subversivos de nuevo tipo, y sus tensiones relacionales con la política imperial norteamericana, que auspiciaba gobiernos dictatoriales y grupos de autodefensa paramilitar para enfrentar el peligro comunista en el continente; y los efectos contrahegemónicos producidos por el tránsito hacia la “marea rosada” de las últimas dos décadas, ante el ascenso al poder de múltiples gobiernos de corte populista o socialista, como el de Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, y Dilma Rousseff en Brasil, además de otros que fueron marcando, desde el Estado, la nueva imagen política latinoamericanista y nativista, de América Latina.

Así como las cartografías de la subversión fueron fluctuando según los diversos períodos históricos, su cronología también fue evolucionando a partir de ciclos distintos, marcados por el auge y crisis del socialismo real y los tránsitos de la Guerra Fría, como referentes internacionales de los procesos políticos internos, que fueron determinando ciclos revolucionarios importantes en la basta geografía latinoamericana, así como dictaduras sangrientas que correspondían a la reacción “anticomunista”, conservadora y totalitaria instalada en el poder.

Las tradicionales guerrillas, en auge durante los años sesentas en Latinoamérica, surgidas bajo inspiración de la revolución cubana primero -teniendo como referente el período que siguió a 1959, con el ascenso castrista al poder- y la nicaragüense después, sobre todo en países centroamericanos como El Salvador o Guatemala, marcaron una época intensa en América Latina, un ciclo que terminó de cerrarse con la derrota electoral del sandinismo en Nicaragua, y la solución negociada a la guerra civil en El Salvador. En tanto, la nueva hornada de la subversión se inicia durante los años ochentas, con el proyecto de Sendero Luminoso, que marca un punto de ruptura radical con respecto al ciclo anterior de lucha armada latinoamericana (Degregori, 1993: 81), pues, mientras las guerrillas de antaño estaban dotadas de un romanticismo y agonismo revolucionario, las del nuevo período se caracterizan por sostener un proyecto racionalista y de burocratización de la lucha armada. Carlos Iván Degregori describe el proceso de la siguiente manera:

...se trata de una ruptura con toda traza de romanticismo que impregnaba el imaginario forjado alrededor del ciclo anterior. Frente a la imagen del guerrillero heroico se levanta la del revolucionario burócrata, en el mejor y en el peor sentido de la palabra. La guerrilla clásica subestimaba el papel de la organización burocrática, recuérdese las elucubraciones de Debray sobre el partido, mientras Guzmán fue capaz de construir una organización afiatada y convertirla por propia definición en “maquina de guerra”, planificadora fría de la muerte masiva (...) Esa misma esencia burocrática es la que le permite caer sin disparar un tiro, con minuciosos archivos partidarios y exclamando, según dicen, me tocó perder.  En las antípodas, por ejemplo, del Che que cae preso en combate y luego es asesinado, o Allende que se quita la vida antes de caer en manos de Pinochet (...) proyecto que se asocia más con abogados, maestros y sacerdotes, que por siglos fueron la argamasa burocrática del poder tradicional, a diferencia de los protagonistas del ciclo anterior, más asociados a literatos, artistas y bohemios, parte de una contracultura que nacía en las grandes ciudades del capitalismo periférico.  (Ibíd, 81-82) 


http://www.liberal.cat/portada/narcotrafico-un-conflicto-social-en-america-latina/

A inicios de 1980, una célula del Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso (PCP-SL), agrupación político-militar liderada por Abimael Guzmán Reynoso, llamado por sus seguidores “presidente Gonzalo”, dio inicio a sus actividades sediciosas en el Perú, atacando las ánforas electorales de Chuschi, poblado ubicado no muy lejos de Huamanga, capital de Ayacucho, ciudad peruana que ha sido el foco desde el cual emergió Sendero. El otro grupo subversivo peruano de los ochentas fue el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), cuya última sonada acción fue la toma de la residencia del Embajador de Japón, entre los días finales de 1996 y los primeros de 1997. Las dos décadas que duró la violencia subversiva y contrasubversiva en el Perú, que se extendió desde el gobierno de Fernando Belaunde Terry hasta el de Alberto Fujimori, dejó como resultado una ingente lista de muertos y desaparecidos, además las secuelas múltiples de los excesos y traumas producidos por la violencia política y social que tuvo como principales víctimas a los sectores más pobres y desfavorecidos del país.

Es por ello que, de manera relacional, hay muchos puntos de contacto entre la violencia desplegada por la subversión en el Perú de los ochentas -período en el que también actuó el MRTA-, y los procesos de violencia política desarrollados en Colombia. Debido a la importancia mayúscula adquirida, durante este segundo período, por Sendero, y la vigencia combativa de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), no obstante que sus orígenes se remontan a 1964, año en el que el movimiento colombiano deja de ser un grupo de autodefensa campesina para transformarse en la guerrilla liderada por Pedro Antonio Marín, alías Manuel Marulanda, que albergó los gérmenes de las FARC. Se dice que ha sido la concentración de la propiedad de la tierra en el campo colombiano, definida como la "causa histórica de la confrontación de clases" lo que condujo al conflicto armado en Colombia, un conflicto que se ha extendido ya casi por medio siglo. Pero de ahí también las diferencias entre estos procesos revolucionarios, pues mientras el grupo colombiano surge en un entorno de luchas campesinas e indígenas localizadas en Marquetalia, región ubicada entre los departamentos de Huila y Tolima; Sendero surge en el departamento andino de Ayacucho, teniendo como centro logístico a la Universidad de Huamanga[2], y un entorno intelectual que tenía como líder a un profesor graduado en derecho y filosofía, autor de una tesis sobre la teoría del espacio de Kant.

A estos ciclos, que obedecen a intersecciones de realidades aún vigentes en la parte occidental del cono sur americano, debe sumársele un fenómeno que ha sido visto como parte de la posmodernización de los procesos políticos y las luchas sociales. Lo que le daría la condición de ser la última guerrilla surgida en el continente americano, como una suerte de flujo intermedio o en tránsito entre el grupo armado y el movimiento social, debido al carácter altamente mediático, sectorial y popular de sus pronunciamientos y acciones, que obedecía a un programa que recusaba de la lucha por el poder, entre el horizontalismo y el “mandato obedencial”. El Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), sale a luz en enero de 1994, en el entorno indígena y campesino de la selva Lacandona mexicana. Liderado por el enigmático Subcomandante Marcos, surge con el alzamiento armado de las poblaciones de San Cristóbal de las Casas, Altamirano, Las Margaritas, Ocosinco, Oxchunc, Huixtan y Chanal, ciudades tomadas por los indígenas rebeldes, en cuya Primera Declaración de la Selva Lacandona, declaran la guerra al gobierno de Salinas de Gotari, anunciando la lucha por la democracia, la libertad y justicia para todos, y sobre todo para los cerca de cuatro millones de postergados indígenas mexicanos, de los que cuatro millones vivían en el estado de Chiapas. Sin embargo, la primera “revolución posmoderna” del mundo, sitiada en Chiapas por el asedio militar y paramilitar, el desgaste performático de sus luchas políticas y acciones sociales, fue apagándose con el sueño inspirado en muchos altermundialistas del planeta[3]

 

Postmiseria: villas miseria y espacios de criminalidad

Ciudad de Dios, es una favela de Jacarepaguá, en Río de Janeiro, donde campea el narcotráfico, la delincuencia y el tráfico de armas. Esta villa de crimen, violencia y narcotráfico, la conocemos a partir de un sobrecogedor relato de Rubem Fonseca, integrado en su libro Historias de amor (1997), además del film de Fernando Meirelles, llamado también Ciudad de Dios (2002), basado en la novela del mismo nombre, Cidade de Deus (1997), de Paulo Lins, inspirada en una historia real.

Se dice que Ciudad de Dios es el barrio más bajo del mundo, debido a sus altos índices de criminalidad y muerte, producto de la comercialización de drogas y de armas, donde la delincuencia, los asesinatos y el enfrentamiento de bandas organizadas, son cosas cotidianas. Podemos suponer también que hay muchas ciudades de Dios en América Latina, pudiendo mencionarse, por ejemplo, Ciudad Juárez, Tijuana o Sinaloa, en México, pero también alguna otra villa miseria de Sao Paulo, en el mismo Brasil. Ese Brasil turbulento en el que también germinaron algunos movimientos sociales de resistencia a la degradación social, política y moral, como el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST).

El MST es uno de los movimientos sociales más organizados de América Latina, surgido en 1984, continuadores de una larga tradición de luchas, que se remonta a los Canudos de fines del siglo XIX,  al Movimiento de los Agricultores Sin Tierra de la década del 60, y a la Comisión Pastoral de la Tierra en  los  setentas. Tras su aparición, respondiendo a la miseria rural y urbana, no ha actuado como un simple grupo de invasores de tierras respondiendo a la falta de vivienda y demás carencias materiales –como ocurrió en otros lugares de América-, sino que detrás de sus tomas de tierras eriazas para convertirlas en productivas cooperativas agrícolas, albergaron un proyecto político de transformación social cuya acción fue extendiéndose a 23 estados del Brasil, englobando a más de 1,5 millones de personas. Para, de ser una organización restringida a sectores campesinos, transformarse, a partir de 1996, en un movimiento político social que rompía con el marco estrictamente "rural" que los había albergado, poniendo en marcha diversos proyectos urbanos, en los que organizaban a los residentes de las favelas de importantes ciudades agobiadas por la criminalidad y la miseria, como Sao Paulo o Río de Janeiro, pasando a integrar una coalición política que engloba a importantes movimientos y partidos urbanos.


http://uddipanmukherjee.blogspot.com/2012/05/women-guerrillas.html

Pero, qué duda cabe, la miseria no solo produce movimientos sociales y políticos, o agrupaciones subversivas, sino también ejércitos de criminales, desde donde algunas veces surgen personajes interesantes como aterradores. Uno de ellos es Marcos Williams Herbas Camacho, alias Marcola, calificado por algunos como “el filósofo de la violencia urbana”, es jefe del Primer Comando de la Capital (PPC) de Sao Paulo, ejercito de criminales que desde hace varias décadas viene diseminado el terror en esa conocida megalópolis brasileña. El filosofo peruano Miguel Giusti, en uno de sus textos aparecido en la revista Quehacer (N° 184), analiza las palabras de Marcola, aparecidas en una entrevista que le concediera al diario O Globo, desde una prisión de máxima seguridad de Sao Paulo, donde viene cumpliendo una pena de 40 años, y desde donde, al parecer, continúa manteniendo el control sobre su ejército, que maniobra sembrando el horror en distintas barriadas de dicha ciudad. Cuando se le pregunta sobre su rol en ese comando criminal, su respuesta, debido a la agudeza casi profética de su discurso, resulta sobrecogedora:

Yo soy la señal de estos tiempos. Yo era pobre e invisible. Durante décadas, ustedes nunca me miraron y creyeron que era fácil resolver el problema de la miseria. Su diagnóstico era simple: migración rural, desnivel de renta, pocas favelas, periferias discretas. La solución nunca aparecía... Nosotros sólo éramos noticia en los derrumbes en las montañas o en la música romántica... Ahora somos ricos con la multinacional de la droga, y ustedes se están muriendo de miedo. Nosotros somos el inicio tardío de vuestra conciencia social[4]. (35)

Marcola, cuya fortuna, obtenida gracias al negocio de las drogas y el comercio de armas, ha adquirido dimensiones incalculables, fundamenta su discurso en las contradicciones legalistas de la sociedad, apuntando a los intersticios psicomorales de la civilidad, donde las posibilidades de sobrevivencia son asimétricas si consideramos los índices de criminalidad y los alcances parametrados de la legalidad:

Hay una tercera cosa creciendo allí afuera, cultivada en el barro, educándose en el más absoluto analfabetismo, diplomándose en las cárceles... Ya surgió un nuevo lenguaje, otra lengua. Lo que tenemos delante es una especie de postmiseria. La postmiseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, internet, armas modernas. Es la mierda con chips, con megabytes (...) Ustedes son los que tienen miedo a morir, yo no. Mejor dicho, aquí en la cárcel ustedes no pueden entrar y matarme; pero yo puedo mandarlos matar a ustedes allá afuera (35-36).

En la entrevista, Marcola le explica al periodista con sorprendente crudeza que esa nueva especie es muy superior al Estado organizado: “una empresa mucho más moderna, mucho mejor armada, tecnológicamente mejor equipada, hoy incluso más globalizada y que, sobre todo, vive de la muerte y no tiene los reparos morales de la sociedad que la cobija sin posibilidades ya de reacción” (36).  Y ante la tímida pregunta del periodista de O Globo, por si ¿habrá alguna solución para este tremendo problema, alguna posibilidad de enmendar el rumbo? Él responde:

No la Hay. Y no la hay sencillamente porque ya es demasiado tarde. La magnitud de las zonas de pobreza en el Brasil es intensamente grande, el caos social en el que germina la postmiseria es de dimensiones tales que no es imaginable siquiera una solución. A menos, claro está, sostiene Marcola, aunque solo para reforzar la idea de que eso es imposible, que hubiese un gobernante de alto nivel, una inmensa voluntad política, crecimiento económico, revolución en la educación, urbanización generalizada y todo bajo la batuta de una tiranía ilustrada que pasase por encima de la parálisis burocrática secular... todo lo cual costaría billones de dólares e implicaría una transformación psicosocial profunda en la estructura política del país. O sea, es imposible. No hay solución (Loc. cit.).

Giusti analiza sus palabras de manera formidable, y nos dice: “Él se siente parte de una nueva “especie”, como él mismo la llama, diferente de los “proletarios” o los “explotados”, categorías que aún designan movimientos o grupos de algún modo pertenecientes al sistema o recuperables por él” (35). Analiza un presupuesto hegeliano, en el que el delito y la violencia pueden tener significados morales, pese a que normalmente se suele pensar lo contrario: “que la violencia o el delito representan una violación de los principios éticos y jurídicos”, no obstante que “la situación cambia si la violencia es expresión de una protesta contra la experiencia normativa incumplida” (37). Para él, esto no quiere decir que la violencia esté justificada como medio de lucha, si no que ella puede tener una raíz moral, debido a su posible carácter reivindicativo, pues la connotación moral de la violencia “procede de la existencia de una norma previa, considerada vinculante por las partes en disputa, pero que viene siendo incumplida por una de ellas de manera flagrante, lo que conduce a la otra a expresar de manera violenta la protesta ante dicho incumplimiento” (Loc. cit.). 

Esa posibilidad reivindicativa de la violencia política y social, ante el incumplimiento de las “normas sociales”, nos permite rastrear las más importantes vías del desfogue societal, ante la asfixia moral y pauperización económica que han tenido que enfrentar las poblaciones más desfavorecidas de América Latina. En sociedades caracterizadas por asimetrías e inequidades históricas, y un sistema político-económico-social, que los excluye, permitiéndonos rastrear, desde sus realidades miserables, procesos de subversión -de connotación política y antisistémica- y de criminalización -de carga conservadora y amoral-, que graficarán ese “inicio tardío de nuestra conciencia social” en América Latina, caracterizado, según nuestro personaje, por el escenario casi extraterritorial de la postmiseria.

Tal vez por ello, no resulta gratuito que Marcola, a todas luces un ilustrado, parezca citar a Mandel, en esa analogía comercial que hace del “capitalismo tardío”, bajo la anversa institucionalización de la “multinacional de la drogas”, y el crimen, como la extensión de la lógica interna de la competitividad capitalista, con la logística del marketing armado para la imposición narcocapitalista en el mercado global. Por lo que, mapear una geografía del narcotráfico y la criminalidad en América Latina, expande geométricamente el círculo vicioso de la violencia y el narcotráfico en el continente, subsumido también a esa lógica tardía del capitalismo, pero de efectos más notorios e interseccionales en países como México, Colombia y Brasil, donde la violencia y el narcoterrorismo son mucho más visibles y han instaurado ya, una exitosa cultura de la violencia y el narcotráfico.

 

Retóricas de la violencia y el comercio del terror

Hay en la literatura latinoamericana de los últimos lustros, una tendencia temática que está brindándonos algunas pautas para entender el viraje de motivos y regodeos retóricos que están afectando a la narrativa de principios de siglo. Algo ya visible en las últimas publicaciones latinoamericanas, con premios y repercusión internacional incluidas, como una tendencia que quizá deba entenderse a partir de ese gusto, en boga en los escenarios nacionales, por relatar historias sobre incidentes terroristas y del narcotráfico, que en muchos casos obedecen a las exigencias editoriales, marcadas por la rentabilidad comercial, a su vez determinadas por las demandas de un mercado internacional que impone el exotismo, como requisito de exportación y éxito asegurado.

En un escenario como este, nuestra dolorosa historia reciente, convertida en histeria colectiva, ha empezando a rendir sus frutos más saltantes. Ya no mostrándonos al mundo como exóticos aborígenes que confunden los límites entre lo real y lo maravilloso, como ocurrió durante el auge del Boom latinoamericano, por ejemplo, superados luego por la bizarra otredad de las literaturas orientales y medioorientales; sino a partir de estereotipos menos nativistas, pero igual de esencialistas, donde los nuevos “buenos salvajes latinoamericanos” son representados como exóticos terroristas y narcotraficantes violentos, para los cuales la muerte y el asesinato corresponden al deleite cotidiano.

En el Perú los procesos de violencia ocasionados por el narcotráfico y la producción de coca son notorios, pero tal vez no lo suficiente como para haber producido una narcocultura, como en Colombia o en México. Pues el espacio de la representación de la violencia en el Perú, está copado por historias derivadas del reciente conflicto armado interno, que ha producido un conjunto de novelas que podrían marcar la nueva línea narrativa peruana, territorializada en el espacio textual de la literatura de violencia política, desde Lituma en los Andes (1993), del Nóbel Peruano Mario Vargas Llosa; y Rosa Cuchillo (1997), de Óscar Colchado Lucio, solo por nombrar a dos de las más representativas, además de obras posteriores a la presentación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) (2003), con premios internacionales incluidos, como La hora azul (2005), de Alonso Cueto, o Abril rojo (2006), de Santiago Roncagliolo, escritor peruano que radica en España, autor también de La Cuarta  Espada, libro que aborda la vida de Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso, actualmente recluido en una prisión de máxima seguridad.

Resulta interesante también precisar que este auge de novelas que abordan la violencia política en el Perú -como elemento traumático nacional, pues, según la Comisión de la Verdad, el conflicto armado interno, ocurrido entre 1980 y el  2000, ha sido el más sangriento de la historia peruana, pues nos ha dejado muchos más muertos y desaparecidos, que la guerra de la independencia e incluso la guerra con Chile- obedecen también a una suerte de boga posmoderna, producto de un entorno que adolece de la herencia de cierta jerga conceptual posmoderna en la que el relato se presenta como fundamento ordenador de la realidad, pues incluso el volumen que resume el Informe Final de la CVR, terminó llamándose Hatun Willakuy, palabra quechua que en español significa Gran relato. Un  Informe cuya influencia, de alguna manera, ha terminado determinando los alcances de la ficción referida a la violencia política, producida en el Perú de los últimos años.  

Fotograma de la Película Ciudad de Dios
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Queda quizá esgrimir que los alcances de la impostura representacional de las novelas de la violencia latinoamericana, obedecen también a las exotizantes exigencias “primermundistas”, donde el nuevo estereotipo de consumo nativo de estas tierras es la del latinoamericano narcotraficante y violento. Lo que está dando las pautas de los nuevos referentes explotables y explorables, que vienen a llenar los vacíos epocales dejados por la antropología estructuralista y funcionalista en auge en los años sesentas y setentas. Ausencias cubiertas ahora por los estereotipos justificados en un realismo pretendidamente pompier, que englobado a las representaciones artísticas contemporáneas de toda América latina. Por lo que, tal vez sean las representaciones cinematográficas foráneas las que mejor enmarquen esa interseccionalidad vivencial latinoamericana, a veces entendidas en sus desfases históricos y geográficos, si tomamos, por ejemplo, películas gringas como Tráfico (2001), de Steven Soderbergh, ambientada exclusivamente en México, pero que muchos colombianos identificaron como parte de la realidad colombiana. O quizá el film Paradise Lost, de Andrea di Stefano, que empezará a rodarse en marzo del 2013, en Panamá, donde el papel Pablo Escobar, ex capo del Cartel de Medellín muerto en 1993, será encarnado por Benicio del Toro.

Quizá ese sea el caso de la nueva narrativa colombiana, donde la literatura referida al narcotráfico, llamada sicaresca, está alcanzando niveles altos de popularidad, cimentando la emoción de una narcocultura colombiana.  Se dice que fue Héctor Abad Faciolince el primero en utilizar el término sicaresca “en un artículo de 1995 titulado “Estética y narcotráfico”. Según el autor antioqueño, existe un paso del sicariato a la sicaresca, es decir del fenómeno social a la literatura” (Gaitan Bayona, 74). Algo evidente sobre todo debido al éxito obtenido por La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo, llevada al cine en 1999 por Barbet Schroeder, obra que -no obstante no ser la inauguradora del género, pues la primera novela sicaresca en ser publicada ha sido El Sicario (1990) de Mario Bahamón Dussán-, según Margarita Jácome, autora del estudio La novela sicarescatestimoniosensacionalismo y ficción (2009), “la que vendría a darle una carta de legitimidad ante el mundo por la profundidad de los personajes, la complejidad de la temática y la sólida construcción de la novela es La virgen de los sicarios” (Loc. cit).  Novelas a las que hay que agregar otras como Morir con Papá (1997) de Óscar Collazos, Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco, Sangre ajena (2000) de Arturo Alape,  Sin tetas no hay paraíso (2005) de Gustavo bolívar, además de la novela ganadora del Premio Alfaguara 2011, El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Salazar, autor nacido en Bogotá, y que actualmente reside en Barcelona.

Esta eclosión de literatura referida al narcotráfico y los crímenes del sicariato se está dando de manera similar en México, donde las llamadas narconovelas están capturando en sus historias las aristas más representativas de una bullente narcocultura, algo visible en la existencia de los llamados narcocorridos[5], subgénero musical del norte de México, que combina el tradicional corrido con la exaltación de las vivencias, la conmemoración de eventos, personajes y proezas de quienes conforman las redes del narcotráfico, presentando la imagen idealizada de “unos narcos muy machos, valientes y cumplidores, [lo] que ha contribuido a que el narcotráfico sea admitido, por muchos jóvenes, como alternativa  a la pobreza y marginalización” (Gewecke, 74). Así desfilan en la narconovela títulos sugerentes como Tierra Blanca (1996) de Leonidas Alfaro Bedolla, Juan Justino Judicial (1996) de  Gerardo Cornejo Murrieta,  La lejanía del desierto (1999) de Julián Andrade Jardí, Mi nombre es Casablanca (2005) de Juan José Rodríguez, La maldición de Malverde (2005) de Leónidas Alfaro Bedolla, Sicario. Diario del diablo (2009) de Víctor Ronquillo, además de narconovelas como Las Balas de plata, ganadora del Premio Tusquets 2007, de Élmer Mendoza, autor de otras obras que también abordan el narcotráfico como Un asesino solitario (1999) y El amante de Janis Joplin (2001).

No obstante que para todos los países latinoamericanos la historia se presenta como un elemento a todas luces traumático, hay, en esta “nueva narrativa latinoamericana”, un proceso normalización de la violencia, que se enfrenta a una noción del pasado en la medida que éste sustenta al presente, o a un presente que se autosustenta en la (re)presentación de los dramas nacionales, ante la tragedia de las comunidades arrasadas por la violencia, de las poblaciones masacradas por las guerrillas, aniquiladas por los paramilitares y por el Estado que debería de protegerlos; de los miles de individuos asesinados por sicarios al servicio del narcotráfico, de las explosiones y los secuestros al paso. Evidentemente un artista debería estar muy ciego como para que este entorno generacional no termine filtrándose en su obra hasta representarla, y opte por el realismo, desde una opción cuasi testimonial que los lleva a intentar retratarlo todo, las intersecciones políticas, sociales, culturales y deportivas de la violencia del narcotráfico, pero estas representaciones realistas, van recubriéndose en regodeos folclóricos y predecibles, recreando, muchas veces con animo turístico, la postal actual y reduccionista del violento, del narco, del drogo o del terrorista latinoamericano, rearmando el desgastado exotismo latinoamericano en una nueva particularidad, que está en camino de convertirse en el nuevo Boom latinoamericano.

La cuestión es tan compleja que su sola proliferación conlleva a postular, tal vez no una tradición sino un subgénero específico llamado narcoliteratura o sicaresca, como nicho de creación, en el que antes pudieron estar las novelas de vaqueros o las de detectives, con una estética de novela negra plagada de elementos costumbristas y picarescos que van determinando un regodeo temático, a partir de fórmulas estereotipadas, que están anulando, ante las recreaciones del horror, las contradicciones surgidas entre la persistencia de la memoria y las distensiones del olvido. Repitiendo los procesos coloniales de construcción y reconstrucción de la otredad, debido a una ausencia crítica, la manía soporífera de la repetición, la normalización y la idealización progresiva de personajes que hasta resultan glamorosos para lectores descomprometidos y autores que representan el drama de la muerte desde fuera, apropiándose y explotando experiencias y realidades ajenas. A partir de una pulsión colonialista, en la que muchos autores latinoamericanos se someten a las antiguas lógicas de construcción de la otredad, a veces impuesta en sí mismo, acatando las demandas de exotismo del mercado editorial internacional, donde la industria de la muerte y sus representaciones se han convertido en un mercado rentable.



Notas:

[1] Los atentados del 11 de septiembre 2001, en Nueva York, que coincide con uno de los aniversarios del 11 de septiembre de 1973 chileno, que determinó la caída de Allende y el inició de la dictadura pinochetista, tuvo resonancias menos memorables en atentados terroristas posteriores, asociados también a Al-Qaeda, como el del 11 de marzo en Madrid, o el del 21 de julio en Londres.

[2] La Universidad de Huamanga es la segunda fundada en el Perú colonial, luego de la Universidad de San Marcos, en Lima.

[3] El pasado 21 de diciembre del 2012, en horas de la madrugada, decenas de miles de indígenas zapatistas se movilizaron y tomaron, pacíficamente y en silencio, cinco cabeceras municipales en el suroriental estado mexicano de Chiapas: las ciudades de Palenque, Altamirano, Las Margaritas, Ocosingo y San Cristóbal de las Casas fueron el escenario de esta acción. En un “Comunicado del Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional”, fechado el 30 de diciembre del 2012, y firmado por el Subcomandante Marcos, se anuncia lo siguiente:

-Primero.- Reafirmaremos y consolidaremos nuestra pertenencia al Congreso Nacional Indígena, espacio de encuentro con los pueblos originarios de nuestro país.

-Segundo.- Retomaremos el contacto con nuestros compañeros y compañeras adherentes a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona en México y en el mundo.

-Tercero.- Intentaremos construir los puentes necesarios hacia los movimientos sociales que han surgido y surgirán, no para dirigir o suplantar, sino para aprender de ellos, de su historia, de sus caminos y destinos.

Para esto hemos logrado el apoyo de individuos y grupos en diferentes partes de México, conformados como equipos de apoyo de las Comisiones Sexta e Internazional del EZLN, de modo que se conviertan en correas de comunicación entre las bases de apoyo zapatistas y los individuos, grupos y colectivos adherentes a la Sexta Declaración, en México y en el mundo, que aún mantienen su convicción y compromiso con la construcción de una alternativa no institucional de izquierda.

-Cuarto.- Seguirá nuestra distancia crítica frente a la clase política mexicana que, en su conjunto, no ha hecho sino medrar a costa de las necesidades y las esperanzas de la gente humilde y sencilla.

-Quinto.- Respecto a los malos gobiernos federales, estatales y municipales, ejecutivos, legislativos y judiciales, y medios que los acompañan decimos lo siguiente:

Los malos gobiernos de todo el espectro político, sin excepción alguna, han hecho todo lo posible por destruirnos, por comprarnos, por rendirnos. PRI, PAN, PRD, PVEM, PT, CC y el futuro partido de RN, nos han atacado militar, política, social e ideológicamente.

Los grandes medios de comunicación intentaron desaparecernos, con la calumnia servil y oportunista primero, con el silencio taimado y cómplice después. a quienes sirvieron y de cuyos dineros se amamantaron ya no están. y quienes ahora los relevan no durarán más que sus antecesores.

Como ha sido evidente el 21 de diciembre del 2012, todos han fracasado.

Queda entonces al gobierno federal, ejecutivo, legislativo y judicial, decidir si reincide en la política contrainsurgente que sólo ha conseguido una endeble simulación torpemente sustentada en el manejo mediático, o reconoce y cumple sus compromisos elevando a rango constitucional los derechos y la cultura indígenas, tal y como lo establecen los llamados "Acuerdos de San Andrés", firmados por el gobierno federal en 1996, encabezado entonces por el mismo partido ahora en el ejecutivo.

Queda al gobierno estatal decidir si continúa la estrategia deshonesta y ruin de su antecesor, que además de corrupto y mentiroso, ocupó dineros del pueblo de Chiapas en el enriquecimiento propio y de sus cómplices, y se dedicó a la compra descarada de voces y plumas en los medios, mientras sumía al pueblo de Chiapas en la miseria, al mismo tiempo que hacía uso de policías y paramilitares para tratar de frenar el avance organizativo de los pueblos zapatistas; o, en cambio, con verdad y justicia, acepta y respeta nuestra existencia y se hace a la idea de que florece una nueva forma de vida social en territorio zapatista, Chiapas, México. Florecimiento que atrae la atención de personas honestas en todo el planeta.

Queda a los gobiernos municipales decidir si se siguen tragando las ruedas de molino con las que las organizaciones antizapatistas o supuestamente "zapatistas" los extorsionan para agredir a nuestras comunidades; o mejor usan esos dineros para mejorar las condiciones de vida de sus gobernados.

Queda al pueblo de México que se organiza en formas de lucha electoral y resiste, decidir si sigue viendo en nosotros a los enemigos o rivales en quienes descargar su frustración por los fraudes y agresiones que, al final, todos padecemos, y si en su lucha por el poder continúan aliándose con nuestros perseguidores; o reconocen al fin en nosotros otra forma de hacer política.

-Sexto.- En los próximos días el EZLN, a través de sus Comisiones Sexta e Internazional, dará a conocer una serie de iniciativas, de carácter civil y pacífico, para seguir caminando junto a los otros pueblos originarios de México y de todo el continente, y junto a quienes, en México y en el mundo entero, resisten y luchan abajo y a la izquierda”.

[4] Las cursivas son mías.

[5] El narcocorrido, subgénero cuya difusión ha sido prohibida por la ley en las radiodifusoras mexicanas, generalmente es bastante popular en Sinaloa, Chihuahua, Durango, Tamaulipas Nayarit, Baja California y Michoacán, los estados más afectados por el narcotráfico. Desde su aparición en México en tuvo aceptación en algunas regiones de Colombia, donde fueron apareciendo agrupaciones, similares a las mexicanas, que en sus letras relataban historias de secuestros, de corrupción, guerrillas, paramilitares y narcotráfico...

 

Bibliografía

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Cómo citar este artículo:

OJEDA, Rafael, (2013) “Subversión, criminalidad y miseria. Geopolíticas de la violencia e intersecciones del horror en América Latina”, Pacarina del Sur [En línea], año 4, núm. 14, enero-marzo, 2013. ISSN: 2007-2309. Consultado el

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. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=600&catid=14