Comunidad Argenmex: a 40 años del exilio argentino en México

José Miguel Candia

 

 

Los descriptores son como esas palabras comodín, frecuentes en el sentido común, de uso generalizado y sobre las que nadie pide explicaciones. Las tomamos como propias porque facilitan el diálogo y hacen  más ágil la narrativa escrita. El colectivo de exiliados políticos argentinos que se formó en la segunda mitad de los setenta, pasó a llamarse, por decisión propia,  argenmex, en una referencia obvia al país de origen y al nombre del país adoptivo. Sin embargo, no todo se salda con la empatía y la reivindicación de experiencias comunes. Al respecto caben algunas preguntas, de esas que parecen innecesarias ya que las percibimos como valores entendidos. Sin embargo, es útil dejar constancia de algunas de ellas. Que ocurriría si alguien nos pregunta ¿Por qué no incluimos a la  cantante Libertad Lamarque exiliada en México en 1946 – después de un sonoro conflicto con Eva Perón – como parte de la comunidad argenmex? ¿Sólo porque en esos años no se usaba esa denominación? ¿Y al grupo de intelectuales, gente del medio artístico y figuras universitarias que llegó a este país harto de la inestabilidad institucional y de la censura cultural en los años sesenta? O algo mucho más cercano ¿Cómo identificar a los jóvenes que hace 10 o 15 años abandonaron Argentina por falta de oportunidades,  y que ya forman un  núcleo significativo de población en la comunidad rioplatense? Este año 2016, se cumple el 40 aniversario del más relevante exilio político de ciudadanos argentinos en México y es, por lo tanto, una magnífica ocasión para reflexionar sobre el tema y abrir nuevos caminos exploratorios.

En sentido estricto, la salida de perseguidos por razones políticas y gremiales inició  en 1974. Poco después de la muerte del presidente Perón, el uno de julio de ese año, comenzaron a llegar a México las primeras familias que solicitaron asilo, de manera formal, ante la representación diplomática mexicana en Buenos Aires. Las amenazas, a veces verbales y muchas veces cumplidas, de la organización para-policial Triple A no dejaban espacio para quienes eran mencionados de manera pública, como activistas o cómplices de la “subversión”. El cerco represivo se fue extendiendo y metió en un mismo saco, a intelectuales y docentes universitarios, científicos y exfuncionarios públicos, artistas y gente del mundo de la cultura, sindicalistas democráticos y militantes de la izquierda política. Aún con alguna resistencia, ya inútil para esos momentos, la mayoría entendió que por cierto tiempo, era necesario tomar distancia del territorio argentino como un camino para salvaguardar la seguridad  personal y reencauzar sus vidas dentro de parámetros de relativa normalidad.

El golpe de Estado de marzo de 1976 marca un cambio sustancial en la profundidad y sistematización de las políticas represivas. El objetivo primario de aniquilar a las organizaciones guerrilleras se articuló con el  desmantelamiento de las agrupaciones de los frentes de masas, sindicales y estudiantiles en particular. Desde este enfoque, inspirado en la doctrina de la “seguridad nacional”, se ampliaron los espacios del accionar represivo en intensidad y violencia, a territorios que habían sido castigados de manera menos persecutoria por los anteriores regímenes de facto.

Lo que fue un exilio con cuenta-gotas en los primeros dos años, se transformó en un fenómeno colectivo de magnitud insospechada a partir de 1976. No hay antecedentes equiparables en la historia argentina contemporánea de la salida forzada de ciudadanos  huyendo de la persecución política en una cantidad similar. Los regímenes dictatoriales establecidos en 1930, 1943, 1955 y 1966  provocaron el exilio de sectores muy específicos de la sociedad que no tardaron en reintegrarse a la vida del país en un tiempo relativamente breve. La dictadura que asumió el control del Estado en 1955 con el derrocamiento del general Perón, suprimió la vida sindical y encarceló a dirigentes identificados con ese signo político, en particular líderes obreros y ex-funcionarios del gobierno peronista. En 1966 el régimen del general Onganía arrasó con la autonomía universitaria y provocó el exilio de un grupo importante de investigadores y docentes, pero salvo el caso de algunas figuras de especial relevancia política, el exilio – como fenómeno masivo – era casi desconocido para la sociedad argentina.

Las condiciones políticas que se vivieron a partir de la segunda mitad de la década de los setenta marcan un punto de ruptura y abren una etapa sustancialmente distinta de lo que se había conocido en Argentina con otros gobiernos de facto. El terrorismo de Estado suprimió las libertades públicas más elementales, cercó los espacios de confluencia de los sectores sociales contestatarios – sindicatos, centros de estudiantes, agrupamientos políticos – y encarceló, secuestró y desapareció a miles de opositores al régimen.

Renzo Gostoli
Imagen 1. © Renzo Gostoli
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El exilio fue visto como una salida natural ante una situación extrema de protección personal y familiar ante la posibilidad cercana de sufrir la cárcel o afrontar muerte. El resguardo en un puerto seguro resultó la decisión más sensata mientras la situación argentina no ofreciera garantías mínimas para regresar. Algunos países de Europa ofrecieron un apoyo acotado a las familias que escapaban del terror, pero principalmente México, fue el destino  con mayores posibilidades de inserción laboral y protección jurídica.

La comunidad que se constituyó como resultado del exilio tuvo al menos, dos componentes principales. Por un lado, quienes tomaron la decisión oportuna de abandonar el país y tuvieron los recursos necesarios para hacerlo. Tramitar un pasaporte, acudir a una agencia de viajes y comprar un pasaje o gestionarlo a través de terceros, requiere no solo dinero, es necesaria la cobertura que ofrecen las redes de amigos, colegas profesionales, parientes y compañeros de trabajo. Este tipo de salida respondió a una marcada impronta “clasemediera”  que se hizo más notoria cuando las actividades del exilio otorgaron la primera fila de la representación política a periodistas, escritores, cineastas, investigadores y docentes universitarios, todos ellos parte de un importante activo de la comunidad argentina, que contribuyó de manera valiosa, a denunciar los horrores de la dictadura y desarrollar tareas de solidaridad con las familias que seguían llegando a México.

La otra vertiente del exilio provino de los militantes políticos y sindicales que se encontraban legalmente detenidos y hacían uso del artículo 23 de la Constitución argentina. Esa disposición legal otorga el derecho de opción para abandonar el país a quienes revisten en condiciones de detenidos a disposición del Poder Ejecutivo. Un número considerable de los exiliados que llegaron a México bajo la modalidad que se menciona, eran trabajadores manuales, personas con diversos oficios, estudiantes con ciclos escolares inconclusos y delegados gremiales o militantes de agrupaciones obreras perseguidas por la dictadura. Electricistas, plomeros, carpinteros, albañiles, obreros industriales, trabajadores gráficos y empleados de comercio, entre otros, fueron el rostro menos visible de un fenómeno exiliar que castigó como nunca a la sociedad argentina. No es casual que a unos los identifiquemos con nombre y apellido y otros hayan quedado registrados en nuestra memoria,  por apodos: Cotota, Yiya, Coquena, “Negro” Hugo, Pancuca, “Petiso” Raúl, Deo, Cuchi, Yacaré, Sampa, Tití y un montón de figuras que permanecen gratamente en el recuerdo.

Con el paso de los años y con una vinculación laboral y cultural más arraigada en la vida mexicana, surgió el vocablo que se popularizó en la comunidad de exiliados y que se transformó rápidamente en seña de identidad, una especie de “marca registrada” que nadie se atreve a impugnar. Ser argenmex era poco más, poco menos, que ser parte de ese fenómeno que como todos entendían, no hacía falta explicarlo: personas nacidas en un mismo país y radicadas en México por causales principalmente políticas.

Ahora bien, con el descriptor mencionado existe el riesgo que se presenta con el uso y abuso de los lugares comunes que suelen encontrarse en la narrativa periodística o en la literatura testimonial. Ante una denominación tan laxa, todo aquello que guarde similitud con la denominación de origen puede ser incluido. Pensemos, en principio, y de manera un tanto arbitraria, en algunas notas comunes partiendo de una pregunta genérica: ¿Quiénes son argenmex? Es posible ampliar el abanico agrupando  algunos rasgos básicos: 1. El que, en sentido estricto, dio nacimiento al vocablo y tiene que ver con el origen nacional, la temporalidad y las razones que explican su llegada a México; 2. Rioplatenses que han incorporado a su dieta las salsas mexicanas y que ya toleran sabores “exóticos” como el cilantro y el mole; 3. Aquellos que han entendido que la cultura es un mundo de valores relativos y que no tiene sentido discutir si el tango es más relevante que el bolero o el corrido; 4. Personas que ya no repiten a los gritos, vocablos de origen como el “vos” y el “che” procurando que el público mexicano, que comparte la fila de la caja en el supermercado, les pregunte sobre su procedencia; 5. Quienes ya comprendieron que el “ahorita” pueden ser 15 minutos de espera o una demora difícil de calcular en función de sus propias urgencias; 6. Los que aceptan que frente a las sinrazones burocráticas más vale paciencia – mucha paciencia – que explotar con un arrebato verbal que empeore las cosas. Pueden ampliarse los argumentos y las variables que ponen el sello de la calidad argenmex, pero entendemos que las condiciones mencionadas, permiten delimitar el campo de preocupación de estas reflexiones.


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Es conveniente insistir, para que el término que invocamos como propio y que usamos con total naturalidad, tenga sentido, en la necesidad de jerarquizar alguna(s) de las variables mencionadas – más otras que se nos ocurran sobre la marcha – de manera tal que se acote un fenómeno social específico y sepamos de que estamos hablando.

En esta dirección, podemos arriesgar una interpretación y afirmar que si hay un aspecto que marca la cuestión “exiliar” que se vivió en la segunda mitad de los setenta y por lo menos hasta 1983, es la adopción de puntos de vista y de lectura del acontecer político latinoamericano a partir de la impronta institucional y cultural mexicana.

Sin subestimar el valor de una nueva gastronomía, ni olvidar la fuerza de los giros idiomáticos y los usos sociales que incorporamos al instalarnos en México, hay un aspecto que resultó notoriamente confrontativo y de interpretación laboriosa para las comunidades sudamericanas: las especificidades de un sistema político surgido del movimiento social conocido como “Revolución Mexicana” y la naturaleza del partido hegemónico que decía representarla.

Era notoria la dificultad que se presentó para definir al partido oficial y comprender la estabilidad lograda por las instituciones mexicanas, a partir de cierta lectura dicotómica que resolvía de manera relativamente sencilla, la actitud que podíamos adoptar frente a regímenes dictatoriales. No resultaba difícil tomar posición y condenar a gobiernos como el de Pinochet, Videla, Banzer, o denunciar las antiguas dictaduras como las de Stroessner, o Somoza, pero ¿cómo caracterizar al “ogro filantrópico” que extendía su mano amable con los recién llegados y cerraba el puño ante los emergentes sociales que escapaban de su control? Al menos a título informativo, todos conocíamos el final trágico del movimiento estudiantil de 1968 y la dureza represiva del 10 de junio de 1971 contra los estudiantes politécnicos, pero el régimen priista era eso y mucho más. Entonces ¿qué rasgos definían al partido oficial y a las instituciones que dieron sustento al Estado pos-revolucionario? ¿Era el PRI una fuerza política de centro, de izquierda o derecha?

No se trataba de agotar el debate con caracterizaciones definitivas, pero el ejercicio interpretativo fue sustancial para comenzar a leer los procesos sociales con nuevas herramientas de análisis. Entendimos que la realidad de nuestros países podía verse con otro prisma cuando se la miraba desde el norte y que los tiempos de la política - que presumimos universales e inamovibles para toda la región - eran vectores escurridizos y cambiantes. Mientras Sudamérica marchaba a paso lento y dilataba nuestras expectativas, participamos con euforia, del derrumbe de la dictadura de Somoza y el triunfo  del Frente Sandinista en Nicaragua. El eslabón débil de la cadena imperialista estaba en Centroamérica y no en Argentina, Uruguay o Chile.

La democracia llegó a Sudamérica bajo formas y tiempos que no estaban previstos en los cálculos que se hicieron en 1976. Argentina en 1983, Uruguay 1985 y Chile en 1990. No se habían cumplido ciertas predicciones apocalípticas nutridas de batallas épicas y largas marchas que bajaban de los montes para poner sitio a las ciudades burguesas. Por fortuna, para esas fechas, pudimos valorar la importancia de recuperar la “grisura” democrática y disponer de  argumentos adicionales para asimilar y explicar transformaciones menos radicales que las previstas en algún momento, pero igualmente relevantes para nuestros pueblos. Y en este sentido, la experiencia mexicana, y nuestra condición de argenmex,  son datos fundantes de un actor social que debió aprender a mirar el mundo, con nuevos ojos. 

 

Cómo citar este artículo:

CANDIA, José Miguel, (2016) “Comunidad Argenmex: a 40 años del exilio argentino en México”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 28, julio-septiembre, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Miércoles, 24 de Abril de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1346&catid=15