La hora azul. La herencia de la culpa y el discurso de los victimarios

La hora azul. The legacy of guilt and speech by offenders

La hora azul. O legado de culpa e fala infratores

Carlos Arturo Caballero

Recibido: 06-10-2014 Aprobado: 15-12-2014

 

Introducción

La mayor parte de la producción crítica sobre La hora azul (2005) coincide en afirmar que se trata de una novela que representa la concepción de las élites limeñas acerca de la reconciliación posterior al conflicto armado interno[1] en el Perú, la cual consiste en un tratamiento piadoso a las víctimas de la violencia política. Los artículos del novelista Miguel Gutiérrez (2007) y los críticos literarios Víctor Vich (2009) y Juan Carlos Ubilluz (2009), entre otros, se inscriben en esta interpretación de la novela de Alonso Cueto. Sin embargo, estas lecturas no exploran otras implicancias sugeridas por el discurso de esta novela. Al respecto, mi hipótesis sobre La hora azul discute aquella lectura generalizada, pues considero que esta novela de Alonso Cueto no solo describe la visión paternalista y piadosa de las élites peruanas sobre la reconciliación post conflicto armado interno, sino que la enjuicia inscribiendo el discurso de los victimarios en un contexto adverso al esclarecimiento contextual de la verdad sobre los hechos ocurridos durante las dos últimas décadas del siglo XX que dejaron, en palabras de Salomón Lerner Febres, presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, una marca de horror y deshonra para el Estado y la sociedad peruana (IF CVR, 2008: 9). En tal sentido, me interesa indagar en el discurso de los victimarios narrado en La hora azul, aspecto que considero más significativo que las lecturas que destacan el protagonismo de las víctimas y el trato piadoso que reciben. En suma, sostengo que, en última instancia, no se trata de una novela de la piedad o de la frivolidad de las élites acerca de la reconciliación posterior al conflicto armado interno, sino que reformula la crítica sobre la importancia del discurso de los victimarios[2] con vistas a la elaboración de un discurso sobre la reconciliación y la memoria del conflicto armado interno. 


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El análisis crítico del discurso (ACD) en la línea de Teun van Dijk y la crítica del discurso social de Marc Angenot orientan el desarrollo de mi hipótesis de lectura. A través de los planteamientos de van Dijk, analizaremos el discurso de los victimarios  observando las relaciones entre el uso del lenguaje (texto de la novela), la cognición social (ideologías en conflicto) y la interacción social (contexto) a fin de evaluar la performatividad del discurso analizado (Van Dijk 2000: 22-23). Asimismo, se acudirá a los principios teórico-metodológicos propuestos por Norman Fairclough y Ruth Wodak  para el análisis crítico del discurso (2000: 387-399). Además, partimos del supuesto que existe un discurso social, como señala Angenot (2010: 20), que organiza la dispersión de discursos que narran y argumentan diversos tópicos: «las distribuciones discursivas, los repertorios tópicos que en una sociedad dada organizan lo narrable y lo argumentable, aseguran una división del trabajo discursivo, según jerarquías de distinción y funciones ideológicas a cumplir y mantener», o sea, a la totalidad de la producción social de sentido, de modo que un discurso social se entiende como «la totalidad de la producción ideológico-semiótica propia de una sociedad» (24). En el presente análisis, me interesa la performatividad del discurso de los victimarios en La hora azul, tal como es enunciado por el personaje Alberto Ormache y emprendido por su hijo, Adrián, por lo cual para reconstruir el discurso social donde se inscribe aquel se contrastan dos discursos sobre la memoria (memoria de salvación y memoria para la reconciliación) que agrupan y distribuyen las narrativas sobre la memoria del conflicto armado interno, cuyo texto fundamental es el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

La noción de discurso social de Angenot es complementaria con el orden del discurso de Michel Foucault, quien pregunta ¿cuál es el peligro con la proliferación de los discursos? En El orden del discurso (2004), Foucault sostiene que en toda sociedad existen procedimientos para el control de los discursos. Prueba de ello, señala, es que no todos estamos autorizados a hablar sobre cualquier tema. No se refería al simple hecho de manifestarse, sino a la autoridad que acredita que lo dicho es relevante o banal. A Foucault le interesó desentrañar los mecanismos de producción y control de los discursos en la sociedad para lo cual propuso un enfoque crítico de los discursos en cuestión, que analice sus condiciones de producción y las coacciones que ejerce, y una genealogía que rastree su evolución y transformación. Si como aseveró Foucault, el discurso está vinculado con el deseo y el poder, entonces quien controle el discurso dominará a sus sujetos destinatarios. En esa tarea, las instituciones cumplen un rol fundamental, pues producen, reproducen y amplifican los alcances del discurso que conviene a sus intereses. Pero también los sujetos cumplen una función. El discurso, dice Foucault, obtiene poder de los sujetos, quienes son constantemente interpelados por diversos discursos muchos de ellos contradictorios. Por esta razón, entiende que el discurso es un campo de batalla por el poder, el poder de controlar la subjetividad y las identidades.

El sujeto contrasubversivo y el sujeto subversivo son el reflejo especular uno respecto al otro: ambas representaciones, aunque antagónicas, reposan sobre la misma lógica, ya que esta dicotomía es sostenida por el mismo principio estructurador, el cual opera sobre los sujetos del conflicto armado (subversivo y contrasubversivo) una reducción a la irracionalidad, la invalidación anticipada de su verdad y el confinamiento al espacio del mal puro[3]. En consecuencia, se consolida un discurso sobre la memoria del conflicto armado interno que no admite matices acerca de la participación de las Fuerzas Armadas en la lucha contrasubversiva ni de los movimientos subversivos, así como de la recepción de sus respectivos discursos en un contexto de justicia transicional. Revelar los matices que introduce el discurso de los victimarios en el debate sobre la memoria y la reconciliación post conflicto armado interno —en el cual  no se los admite o se hace con mucha resistencia— es una manera de repensar no solo alguno de los discursos confrontados sino la lógica misma que estructura la contradicción.

¿Es La hora azul una novela sobre la mirada señorial de las élites o un cuestionamiento sobre dicha mirada? Para abordar esta pregunta es menester avanzar hacia una interpretación que examine lo que ha desatendido un amplio sector de la crítica literaria respecto a La hora azul: el discurso del sujeto contrasubversivo quien, de acuerdo al relato, es representado como victimario.

 

La hora azul y los discursos sobre la memoria del conflicto armado interno

La forma cómo se cuenta, difunde y consolida una narrativa sobre la violencia política influye decisivamente sobre la manera cómo se la recuerda, es decir, sobre la memoria: «cuando las narrativas logran conquistar cierta legitimidad simbólica y eficacia social, se constituyen en memoria» (Barrantes; Peña, 2006: 16). Así, La hora azul establece un diálogo con dos discursos ampliamente difundidos sobre la memoria del conflicto armado interno. Memoria que oscila entre la salvación y la reconciliación[4]. Según la primera, el gobierno de Alberto Fujimori, respaldado por las Fuerzas Armadas, fue el único responsable de la derrota de Sendero Luminoso (PCP-SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), por lo cual era el único que podía garantizar la seguridad interna en un contexto de gran agitación política y social; en consecuencia, la nación, en lugar de exigirles cuentas por las violaciones a los derechos humanos (costo considerado desde esta postura necesario e inevitable para ganar la guerra), les debe gratitud permanente a quienes libraron al país de la amenaza terrorista.  La segunda consiste en extraer del pasado una lección ejemplar para dirigirse hacia el futuro sin perder de vista que la justicia para las víctimas y el esclarecimiento de la verdad son indispensables (Barrantes; Peña, 2006: 19-21).

La hora azul problematiza la oposición entre memoria de salvación y memoria para la reconciliación al inscribir una nueva lectura del conflicto armado interno en relación a cómo abordar la reconciliación y las reparaciones a las víctimas de la violencia política, específicamente, por la importancia otorgada al discurso de los victimarios y el grado de responsabilidad —pese a no haber participado de los actos que comprometen a los victimarios— de quienes no se sintieron afectados por la violencia al percibirla muy distante de su realidad. Y sobre estas dos últimas cuestiones se añaden otras: ¿el discurso de los victimarios constituye un bloque homogéneo? ¿se debe trabar o dar lugar al discurso de los victimarios? ¿la inclusión del discurso de los victimarios contribuye o perjudica la construcción de la memoria sobre el conflicto armado interno?

En general, la recepción de la crítica literaria ha enfatizado que La hora azul es una novela de la piedad, tutelar y paternalista, es decir, ha colocado en primer plano la perspectiva de las élites limeñas sobre el tratamiento a las víctimas de la violencia política, pero ha desatendido el modo cómo se representa el discurso de los victimarios, que, de acuerdo a la historia narrada, es la actuación  correspondiente a los miembros de las Fuerzas Armadas involucrados en violaciones a los derechos humanos (secuestros, desapariciones, violaciones, torturas y ejecuciones extrajudiciales).

 

¿Una novela de la piedad, tutelar y paternalista?

El argumento de La hora azul se enfoca en las repercusiones que tiene en la vida de Adrián Ormache, el descubrimiento de una verdad que compromete a su padre, el comandante de la Marina de Guerra, Alberto Ormache. Antes de morir, Alberto le ruega a su hijo Adrián —un prestigioso abogado socio de un importante estudio jurídico y muy bien relacionado en el mundo de la alta sociedad limeña—  que busque a una mujer que conoció en Huanta durante los años de la guerra interna. Luego, Adrián descubre que su padre estuvo involucrado en torturas y asesinato de prisioneros durante el periodo que tuvo a su cargo la base militar de Huanta, en Ayacucho, zona declarada en emergencia en los años más críticos del conflicto armado interno, y donde sostuvo una relación afectiva con una prisionera lo cual evitó que fuera violada y asesinada por la tropa. Sin embargo, la joven logró escapar aprovechando un descuido de sus vigilantes. También descubre que su madre, Beatriz —divorciada desde hace muchos años de Alberto Ormache—  había sido chantajeada durante varios años por una mujer, Vilma Agurto, quien amenazó con revelar información que comprometía a su padre con aquellos hechos, en especial, la violación a su sobrina, a la cual el comandante Ormache mantuvo como prisionera. En realidad, uno de los marinos subordinados de Ormache, Chacho Osorio, fue quien urdió el chantaje. Adrián inicia la búsqueda de la joven a la cual finalmente encuentra. A partir de ese contacto, Miriam y Adrián mantuvieron un fugaz romance hasta que, en circunstancias no esclarecidas, ella fallece. Adrián había prometido ayudar al menor hijo de Miriam, de quien sospecha es hijo de su padre. Su relación matrimonial, afectada por el episodio de Miriam, se fue componiendo poco a poco. La novela culmina con el lacónico agradecimiento de Miguel, hijo de Miriam, por toda la ayuda ofrecida por Adrián.

El novelista Miguel Gutiérrez (2007) califica La hora azul como una novela de la piedad, inscribiéndose de esta manera en la lectura más difundida sobre esta novela, por la cual se la interpreta como la exposición de la mirada de las élites limeñas sobre el modo de abordar la reconciliación posterior al conflicto armado interno a través de compensaciones materiales motivadas por la culpa, o a lo sumo, aspirar a una transformación subjetiva, mas no a un cambio estructural de la realidad social (Vich, 2009: 243, 245); y como una novela asentada en un discurso tutelar o paternalista con rasgos discriminatorios (Ubilluz, 2009: 41).  

Según Gutiérrez, Alonso Cueto perdió la oportunidad de explorar una línea argumental, si bien más compleja, a fin de cuentas más integral: «Dada la personalidad de Adrián, un hombre honesto e idealista, que ha heredado el espíritu de la madre […] indagar sobre la veracidad o no de estas imputaciones tendría la fuerza de un imperativo moral», pues ello exigiría un relato que mostrara «una imagen de la guerra subversiva y contrasubversiva como la que ocurrió en la historia reciente del Perú, relatando sus atroces incidencias en la vida privada de una sola de las víctimas». Sin embargo, añade, la historia se centró en el drama de Miriam, una bella joven mestiza que huyó de la base militar en Huanta donde se salvó de la tortura y la violación debido al afecto del comandante Ormache (Gutiérrez, 2007: 20). 

De otro lado, se adscribe a otras apreciaciones críticas precedentes sobre La hora azul: lenguaje estandarizado, escenarios marginales descritos superficialmente; cualidades que posiblemente, agrega, fueron previstas para acceder a un mayor público según los requerimientos del mercado editorial; diálogos artificiosos y sintaxis elemental, sobre todo, anota, cuando intervienen personajes de estratos sociales inferiores. No obstante, aclara Gutiérrez, cuando Adrián Ormache describe su entorno social (relaciones con la burguesía limeña, el mundo de los bufetes jurídicos, el confort de una vida económicamente exitosa), «el tono del lenguaje adquiere nuevos brillos, con un fraseo elegante y sobrio, como en el pasaje más cálido del libro en que Adrián evoca la figura materna […]» (2007: 21). En lo relativo a la verosimilitud, considera que «la fuga del cuartel y la carrera de la chica [Miriam] a campo traviesa entre Huanta y la ciudad de Huamanga sin que tenga que eludir a patrullas nocturnas de senderistas y soldados del Ejército resultan poco creíbles», al igual que la representación de los barrios pobres de Lima, estos últimos carentes de verosimilitud al ser narrados como espacios silenciosos, sin movimiento, descritos solo como espacios geográficos sin efervescencia humana. Advierte que la narración no explora las mejores  posibilidades que la relación entre Adrián y Miriam hubieran aportado a la historia, no porque exista alguna imposibilidad moral, empírica, psicológica o artística, aclara Gutiérrez, sino porque el narrador no penetra en la interioridad de ambos personajes, no va más allá de lo que le permiten el empleo de un lenguaje convencional en los diálogos que imprimen a la novela un tono melodramático. En cuanto a Miriam como personaje, Gutiérrez estima que Cueto perdió la oportunidad de crear un gran personaje femenino, pues no llegó a convertirse en heroína, pese a su belleza y sufrimiento. 

Su comentario de La hora azul culmina afirmando que «[…] Cueto ha narrado la historia desde una perspectiva señorial. Un examen textual revelaría la actitud, teñida incluso de racismo, del narrador» (2007: 22).

Gutiérrez cierra su comentario reafirmando su tesis inicial.

La hora azul da testimonio de la forma en que la burguesía, a través de sus élites intelectuales, entiende la reconciliación del país. ¿Es entonces la obra de Cueto una novela de la reconciliación nacional? Para que lo fuera, el autor debió cambiar su perspectiva artística, social y humana, por ejemplo confiriendo una mayor dignidad a Miriam y presentarla en pie de de igualdad con su presunto benefactor. No, La hora azul es una novela de la piedad, no exactamente de la piedad cristiana, sino de la piedad que inspira a los señores la vida de sus siervos (22).

De otro lado, el crítico literario Víctor Vich (2009) sostiene una lectura semejante a la de Miguel Gutiérrez. Según Vich, La hora azul es una novela cuyo discurso representa el modo cómo las élites peruanas interpretan que debe realizarse la reconciliación nacional, es decir, mediante una actitud caritativa, los sectores más favorecidos de la sociedad peruana alivian su sentimiento de culpa, toda vez que se ha descubierto la verdad sobre el horror de la violencia. De acuerdo al argumento de la novela, es una culpa heredada que perturba, por lo cual la acción más efectiva es buscar la reconciliación a través de la caridad. Sin embargo, ello, apunta Vich, es una forma de perpetuar una estructura tutelar que, en realidad, no reconcilia sino que acentúa la brecha social. «Obsesionada con la idea de la reconciliación nacional y siempre en la apuesta por extirpar la culpa heredada, esta novela termina con una imagen donde la restauración de los vínculos entre los peruanos» pasa por dar una «limosna como la única manera de lidiar con el país y que no hay otra respuesta que pueda encontrarse» (2009: 244).

Finalmente, Juan Carlos Ubilluz (2009) indica que en La hora azul subyace el paradigma indigenista, que esencializa las diferencias culturales y presenta al hombre andino de acuerdo a un pasado milenario que se mantendría intacto. Su análisis del personaje Guiomar, aquella mujer que mantuvo un encuentro con Adrián en Huamanga, es que ella esencializa el mundo andino porque manifiesta la convicción de que la muerte siempre estuvo en Ayacucho, es decir, que forma parte sustancial de la historia de los ayacuchanos: «Para esta mujer, la muerte no llega a Ayacucho con Sendero Luminoso, sino que ha estado allí “desde siempre”, como parte intrínseca de la naturaleza de la sierra» (2009: 37), apreciación que Ubilluz halla semejante a la expuesta por Vargas Llosa sobre los comuneros de Uchuraccay[5], por lo cual Ubilluz concluye que en el Informe Uchuraccay, Lituma en los Andes y La hora azul hay un discurso que explica el origen del dolor del pueblo ayacuchano apelando a su historia cultural (causa mediata) y no en las circunstancias concretas en que se produce la violencia, es decir, la injusticia social que dio lugar al conflicto armado interno (causa inmediata) (2009: 38). Aparte de ello, Ubilluz traslada las afirmaciones vertidas sobre Guiomar al autor de la novela: «Para Cueto, sin embargo, el hombre andino no es sujeto: es más bien una esencia monolítica para la cual, la cultura occidental moderna, no es más que un disfraz» (39), es decir, del mismo modo que homologó la visión del narrador y personajes de Lituma en los Andes con la del autor de la novela, Mario Vargas Llosa, respecto al mundo andino.


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Además, Ubilluz destaca la actitud paternalista, racista y represiva de la clase alta limeña respecto a las grandes mayorías: «Esta es, al menos, la actitud de la clase alta en la novela de Cueto, donde Adrián no se atreve a mezclar las razas llevando al hijo de Miriam a su casa de San Isidro. Y dado que él es incapaz de subvertir las leyes implícitas de una “república sin ciudadanos”, no es extraño que solo pueda expiar su culpa por los crímenes del padre, y por aventajada situación social, con la compasión y la caridad cristiana […]» (2009: 41). Y estima que la caridad de Adrián es la otra cara de la violencia del padre, pues la compasión del hijo se complementa con la violencia del padre (42). El buen Amo oligarca (Adrián-hijo) lava la imagen del mal Amo oligarca (Alberto-padre), atenúa su maldad. «[…] la criminal estrategia antisubversiva del padre hace posible la existencia del grupo oligarca, al cual pertenece el hijo. […] la culpa social no es solamente la culpa semi-abstracta de haber tenido la suerte de nacer en el pequeño grupo de los que tienen. La culpa social es también la culpa concreta de gozar de una posición social sostenida por la obscenidad del poder (las torturas, las violaciones, los asesinatos, los genocidios, etc.) (41-42)».

Según Ubilluz, la función del fantasma de la nación cercada en La hora azul es confinar al hombre andino a un estado de minusvalía e indefensión para justificar el paternalismo del buen Amo oligarca. Al describirlo como un alma sufriente, el buen Amo asume la caridad como la actitud más idónea para compensar el dolor de aquellos sumidos en una milenaria desprotección ante la violencia. «Pero además, la narración, mediante el fantasma, se desentiende que el buen Amo es directamente responsable por las causas de este sufrimiento», pues cuando Adrián restringe su ayuda al hijo de Miriam solo a la compensación material para atenuar el dolor que de una gran maldición histórica (dolor y sufrimiento esenciales al hombre andino) pero sin reconocerlo como un familiar, Adrián es causante de ese dolor, acota Ubilluz (43).

Resumiendo, tenemos que Gutiérrez, Vich y Ubilluz consideran La hora azul una novela de la piedad, tutelar y paternalista por el modo cómo la burguesía limeña enfrenta en el presente las secuelas de la violencia en las víctimas. Esta apreciación atiende a un nivel superficial del significado, pues no trasciende lo que el texto referencialmente señala como evidente. Si bien la novela expone una perspectiva tutelar de las élites sobre las víctimas de la violencia, detenerse en este punto obtura otro aspecto fundamental en la novela: el discurso de los victimarios.

 

La herencia de la culpa

Lo primero que motiva a leer La hora azul como una novela que desarrolla el discurso de los victimarios se halla en la petición agónica del comandante Alberto Ormache a su hijo Adrián, es decir, en la herencia de la culpa: «[...] oye, quiero que sepas algo, hay una chica, una mujer que conocí una vez, o sea, no sé si puedes encontrarla, allá, búscala si puedes, cuando estaba en la guerra. En Huanta. Una chica de allí. Te lo estoy pidiendo por favor. Antes de morirme» (Cueto, 2005: 23). La petición agónica de Alberto Ormache se inserta dentro de un complejo legado a Adrián. Alberto le hereda una petición, encontrar a Miriam, cuya realización confirmará la herencia de otra cualidad potencial de la cual Adrián no es consciente al momento de recibir la demanda: repetir la actuación paterna ante la misma persona en condiciones semejantes (protección, compensación y ventaja afectiva). Adrián hereda una culpa en dos niveles; en general, porque su padre estuvo involucrado en violaciones a los derechos humanos; y en particular, porque el daño infligido a Miriam es —aparte de un hecho vergonzoso que podría dañar su prestigio como abogado— una situación que solo él podría enmendar, entre otras razones, porque es el único receptor del pedido y el único interesado en satisfacer el último deseo de su padre, y porque tales actos los cometió su padre. Y aunque Adrián no acepta su propio grado de responsabilidad por tales actos execrables, la condición de ser hijo de quien los cometiera funciona como razón suficiente, según su amigo, el odontólogo Platón, para sostener que la culpa se hereda.

—Puta, le dirás que te perdone, pues. ¿Qué le vas a decir?

La voz de Platón sonaba como un rugido.

—¿Qué me perdone por qué?

—Puta, por tener un padre tan cabrón como el tuyo.

Yo no tengo la culpa de mi padre.

—Claro que sí, o sea en parte tienes la culpa, oye.

—¿Por qué?

Todos tenemos la culpa de nuestros padres, y de nuestros hijos también.

—No sé por qué.

—Porque sí.

[…]

—No sé. A mí me parece que tenemos la culpa. Son nuestros padres y nuestros hijos, no son unos cualquiera. Son como nosotros. No podemos librarnos de ellos.

—Pero no somos culpables de lo que hagan ellos, pues (Cueto, 2005: 149).

Téngase presente que la herencia de la culpa a través de la petición paterna comporta el inicio de la línea argumental central de la novela. La demanda paterna es la que indica el camino a seguir para Adrián; tal demanda, de acuerdo a como se desarrolla la trama, va adquiriendo connotaciones reivindicatorias para el padre. El pedido trasciende el hallar a Miriam, puesto que la búsqueda emprendida por Adrián va acompañada de una progresiva transformación de la negativa imagen paterna del inicio hacia otra mucho más matizada hacia el final, a consecuencia de la comprensión del contexto en que se dieron los actos cometidos por el padre. El modo en que Adrián asume la agónica demanda paterna la convierte en el fundamento de un discurso que aboga por que se comprenda su relato antes que emitir un juicio descontextualizado. En otras palabras, la demanda paterna es la historización de su relato de victimario sobre la violencia. El discurso es histórico: «No es posible la producción de un discurso sin contexto, así como no es posible su comprensión si no se toma en cuenta el contexto» (Fairclough; Wodak, 2000: 394).

Adrián hereda del padre una cualidad que se mantiene latente: la posibilidad de emular la violencia paterna en circunstancias similares a las que rodearon al padre.Las vicisitudes de Adriánencontrar a Miriam, ir a Huanta donde tuvo lugar la represión militar, acopiar y contrastar testimonios, indagar en documentos familiares y administrativos, involucrarse afectivamente con Miriam— enfatizan la importancia de la experiencia y el contexto para quien está interesado en explorar la memoria a la luz de la verdad. Así como la hipótesis de la violencia estructural[6] se emplea para explicar el surgimiento de Sendero Luminoso, de igual modo La hora azul coloca en primer plano la necesidad de una comprensión contextualizada y vivencial de la violencia sobre la base del discurso de los victimarios miembros de las Fuerzas Armadas.

Experimentar circunstancias semejantes y a la vez informarse sobre lo que hizo su padre condujo progresivamente a Adrián a atenuar la imagen negativa que mantuvo sobre su progenitor luego de comprender vivencialmente, aunque en diferentes circunstancias,  por qué su padre actuó de ese modo con Miriam. Alberto Ormache, el mismo oficial de la Marina de Guerra que fue capaz de violarla, intervino para salvarle la vida porque se enamoró;años más tarde, Adrián Ormache, en tanto hijo, recibió el mandato del padre agónico para buscar a Miriam, y al encontrarla reiteró el mismo esquema: la ayuda ofrecida para compensar el daño ocasionado por el padre se combinó con un romance fugaz. Circunstancias que se repiten en otro espacio-tiempo: Alberto en Huanta, años ochenta, durante el conflicto armado interno; Adrián en Lima, años 2000, post conflicto armado interno, pero con la misma mujer, Miriam.

¿Pese al rechazo de la imagen paterna, podría Adrián emular al padre en el presente? Al inicio Adrián continúa rechazando a su padre en el presente a través de la figura de su hermano Rubén, con quien, paradójicamente, se siente unido, pues hay algo en los dos que, a pesar de la repugnancia que le despierta reconocer al padre en la figura de su hermano, le es imposible rehuir. Ese temor se advierte en los capítulos iniciales. Adrián siente repugnancia ante su hermano, alguien quien le recuerda a un ser desagradable, su padre. Más adelante,  la violencia adquiere fisonomía humana: las descripciones de personajes como Rubén («La prematura barriga colgante, y el esbozo de papada, y los dientes gruesos» (Cueto, 2005: 21), «Rubén había heredado la voz tosca, las manos canallas y la nariz tubercular de nuestro padre. Era en cierto modo su reencarnación. Se le parecía cada vez más; un gnomo que se va asimilando al ogro que lo ha engendrado») (22); Alberto y sus compañeros de armas, Chacho y Guayo —obesos, repulsivos, procaces, rudimentarios, agresivos, machistas— refrenda la idea de que existen sujetos más proclives a la violencia o, de otro modo, que la violencia modela el cuerpo de los sujetos, donde deja sus huellas.

Por el modo en que Adrián describe a los personajes, estos poseen rasgos particulares definidos por la fisonomía que adquiere la violencia en sus rostros y cuerpos. Las descripciones físicas de personajes como Rubén —«la solidez de la grasa en sus venas, la tosquedad en su cara de cejas barridas y ojos de becerro, un hombre que caminaba pero que también estaba afrentando al mundo con su cuerpo» (2005: 30-31) —; Alberto, su padre  —«Las mejillas colgantes, los ojos levemente inflamados, los dientes anchos […]» (39) —; Chacho Osorio: «Una cara materializada desde mi infancia. Cuadrado, macizo, labios duros, nariz de pico largo. Tenía los ojos demasiado pequeños para el tamaño de la cabeza. La boca en cambio casi le excedía la cara»  (66); y Guayo —«Tenía ojos estirados como los de un gran roedor. La camisa abierta dejaba ver una selva blanca de pelos. La barriga circular, los dedos gordos, la cara arrebosada de granos y manchas, los brazos cubiertos por una artillería de lunares» (71) —, ex compañeros de armas de Alberto, refuerzan la idea de que la violencia se inscribe en el rostro y en el cuerpo de los sujetos que la ejercen. Así, los rostros de la violencia aparecen asociados al mal gusto, a lo repulsivo, a lo grotesco. En contraste, la gente bienintencionada, feliz o carente de culpas, luce grácil y en buena forma física como su esposa Claudia y Beatriz, su madre, e incluso él mismo: «Me veía bien, con esa mezcla de espontaneidad y de elegancia que algunos sabemos lucir […]. Tenía la corbata ceñida, el pelo cautelosamente revuelto […] envueltos en la cariñosa arrogancia de nuestras sonrisas, como si acabáramos de recibir un premio por ser las parejas más felices de aquella noche» (13).

Y aunque en frecuentes ocasiones Adrián manifiesta que su madre y él eran muy diferentes a su hermano Rubén y a su padre, en la potencialidad de repetir la actuación del padre, reside la única y la más importante cualidad heredada.

Era como si ambos llegaran a mí desde extremos opuestos. A un lado los susurros de las canciones de mi madre para que yo me durmiera, la fina silueta esperándome junto a la mesa del desayuno. Al otro, las risotadas de mi padre, su voz pedregosa, los nudillos pelados de sus manos (Cueto, 2005: 13).

La sombra insolente y alegre de mi padre había revoloteado algunas veces en esa fortaleza materna por cuyas altas ventanas yo miraba el mundo. Desde muy niño yo me había instalado y acomodado en esos sólidos salones. Mi madre no había salido de ese castillo, confinada a la sombra de sus pilares morales (27).

Paralelamente, no hay una absoluta cancelación o negación de la imagen paterna: «No es que yo quisiera divulgar esa historia, me daba cuenta de los inconvenientes que podría traerme. No quería divulgar la historia pero tampoco quería ocultarla» (2005: 280). Adrián hacia el final se reconcilia con la memoria del padre, reconciliación mucho más exitosa que la fallida reconciliación con la víctima directa de la violencia ejercida por el padre. La semblanza de Alberto Ormache a través de Miriam operó un giro en la imagen que Adrián tenía de él.

Tu padre era un hombre delicado cuando estaba conmigo. Como tú, un hombre delicado. Las palabras de Miriam resucitaban a mi padre, que ahora se me presentaba de pie, en la sala con sus galones y su uniforme verde y negro. Ella había reconstruido su fantasma y me lo había devuelto. Yo sólo se lo podía agradecer. […]. El dolor que mi familia había fabricado y enterrado para mí como un tesoro antes de pedirme que lo buscara, era mi única posesión en ese momento. Debía agradecerle a mi padre el haberme dejado el botín de su pasado (272).

José Manuel Camacho considera La hora azul como un relato de las víctimas «porque trata de adoptar el punto de vista de una población que vivió la barbarie de la violencia, sin encontrar asideros ni dentro ni fuera del Estado» (2006: 250). En lo que me concierne, agregaría que también (y sobre todo) de los victimarios, por lo que estos tienen que decir acerca de las circunstancias que motivaron su accionar. Sin dejar de mencionar el horror cometido por los senderistas, la novela enfatiza la perturbada psicología de los militares torturadores. Su caracterización como personajes es mucho más detallada que la de los senderistas. La novela se detiene en algunos pasajes en los métodos empleados por los militares para combatir la subversión y para interrogar a los prisioneros.

Chacho y Guayo me habían contado que una sesión de torturas podía durar fácilmente toda una noche si estaban de mal humor. […] Muchos torturadores se vuelven adictos a los gritos, a las contorsiones, a las súplicas, las pruebas de dolor. […] Si torturaban y mataban a alguien, eso los hacía pensar que no ocurriría lo mismo con ellos. La única gran frustración de los torturadores era ver a los prisioneros morirse. […] Estaban obligados a que les gustara, como apretar una palanca en el cuerpo, ya vamos, hay que volver, a ver quién pasa primero. Y luego oír los golpes en la cara, el ruido de los cables en los testículos o en los senos (como un pequeño chasquido, me había dicho Guayo), el aullido detrás de la pared, las colas para las violaciones, la pestilencia de la propia carne […] Desde allí, para los prisioneros mirar de frente a la muerte, la palidez de la  piel, zambullirse en el túnel de las horas de torturas, una mesa, un par de sillas, esas paredes de ladrillos, un foco blanco, sigue gritando nomás, terruquito, más fuerte, grita más fuerte (Cueto, 2005: 172-173).

En su comentario sobre La hora azul, Miguel Gutiérrez anota: «[…] porque también este torturador, violador y asesino tenía un corazón noble y si hizo lo que hizo fue por defender la patria de la amenaza terrorista». En este punto, la apreciación de Gutiérrez se aproxima a mi hipótesis sobre La hora azul como una novela que expone el discurso de los victimarios, ya que, a lo largo del relato, la repulsiva imagen del comandante Ormache poco a poco se va atenuando en la medida que Adrián comprende las circunstancias en las que actuó su padre: «[…] el viejo Ormache […] representa el lado plebeyo de la familia, a diferencia de la madre de Adrián (con quien este se siente identificado), que es una dama aristocrática con los valores más nobles de las más altas clases sociales del Perú» (2007: 22).

El ACD analiza los aspectos lingüísticos y semióticos de los problemas sociales. No se interesa por el uso del lenguaje en sí mismos, sino en el carácter parcialmente lingüístico de los procesos socioculturales (Fairclough; Wodak, 2000: 387). En un contexto de justicia transicional donde las víctimas de la violencia poseen legítimas razones para exigir que se escuchen sus testimonios, el discurso de los victimarios, tal como se expone en La hora azul, también exige audiencia al introducir una verdad incómoda para los emprendedores de la memoria de salvación y de la memoria para la reconciliación. Incómoda para los primeros porque en su lectura del pasado habría que minimizar, cuando no omitir, las evidencias que coloquen en riesgo la estabilidad del presente y la imagen de las instituciones tutelares, cuyos miembros habrían combatido a un enemigo para proteger la patria, por lo cual ceder a favor del esclarecimiento contextual de la verdad se interpreta como una claudicación ante el enemigo quien aprovecharía la ocasión para atacar nuevamente. E incómoda para los segundos por el temor a que la contextualización de la verdad y la memoria se utilice para atenuar la responsabilidad de los agentes del Estado involucrados en crímenes de lesa humanidad.

 

El discurso de los victimarios

«Los victimarios son aquellos que cometieron las violaciones a los Derechos Humanos y los crímenes en el pasado violento»; sin embargo, en procesos de reconciliación posteriores a conflictos armados internos prolongados es complejo dilucidar quién y por qué se cometieron los crímenes. De igual modo, la correlación de fuerzas donde se desarrolle la transición será gravitante para determinar la condición de victimario y víctima, así como las sanciones y reparaciones impuestas (Herrera, 2009: 207). El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (IF CVR) establece que del total de víctimas y desaparecidos reportados a la CVR, 37% son responsabilidad de los agentes del Estado —Fuerzas Armadas y Policiales, comités de autodefensa y grupos paramilitares— y que de ese porcentaje, tres cuartas partes es responsabilidad de las Fuerzas Armadas (2008: 19). 

También, el IF CVR consigna que los militares destacados en Ayacucho para combatir la subversión a inicios de 1983, quienes provenían de la costa y de la selva, fueron percibidos como extraños, según testimonios de los comuneros. Los militares lucían como una alteridad ajena y extraña para la gente que habitaba en las comunidades, sobre todo durante los primeros años de la intervención militar en Ayacucho, distanciamiento que los militares no se esforzaron por reducir sino utilizaron el criterio racial para identificar al «enemigo senderista». Esto provocó que los agentes armados del Estado presuman que los civiles que a su juicio poseían el estereotipo racial del senderista, efectivamente lo fueran en realidad (IF CVR, 2004: 120-121). En el caso de la Marina, la primera fuerza armada que ingresó a combatir la subversión, la discriminación racial fue evidente: «La Marina, el arma más costeña y racista, con reclutas mayoritariamente costeños/criollos […] lejos de su alcance» (Degregori, 2011: 224).

            «Sólo podemos comprender la importancia del discurso en los procesos sociales y en las relaciones de poder contemporáneos si reconocemos que el discurso constituye a la sociedad y a la cultura, así como es constituido por ellas», advierten Fairclough y Wodak (2000: 390). Las narrativas hegemónicas sobre la memoria del conflicto armado interno modelan un gran relato y a la vez son modeladas a través de las tensiones que sostienen en la pugna por articular ese gran relato. Es así, que las valoraciones más difundidas sobre la actuación de las Fuerzas Armadas durante el conflicto armado interno las colocan, por un lado, como agentes fundamentales en el triunfo contra el terrorismo y el logro de la pacificación: «organizaciones civiles vinculadas a las fuerzas armadas y policiales, algunos miembros de las fuerzas del orden —en retiro y en actividad—, sectores conservadores de la derecha política y de la iglesia, élites económicas (entre las que destacan algunos gremios empresariales) y simpatizantes del régimen dictatorial de Alberto Fujimori […]» (Barrantes; Peña, 2006: 17) y, por el otro, como una institución que, en un primer periodo de lucha contrasubversiva, aplicó una represión indiscriminada contra la población sospechosa de pertenecer a Sendero Luminoso, y cuyos oficiales y personal subalterno estuvieron involucrados, en ciertos momentos y lugares del conflicto, en excesos individuales así como prácticas generalizadas y sistemáticas de violaciones a los derechos humanos; pese a que luego la estrategia de las Fuerzas Armadas fue más selectiva, ello no impidió que continuaran las violaciones a los derechos humanos (IF CVR 2008: 216, 442). Ambas valoraciones son representativas, respectivamente, de la memoria de salvación y la memoria para la reconciliación, dos discursos sobre la memoria que enmarcan la comprensión del conflicto armado interno.

En La hora azul[7], las secuelas del conflicto armado interno en las víctimas más vulnerables son narradas desde la perspectiva de la clase social más privilegiada de la metrópoli limeña. Adrián Ormache, narrador protagonista, es un exitoso abogado, posee una familia ejemplar y una vida confortable: «Yo rara vez me he resistido a las obligaciones de la vanidad. Me gustaba tener una casa bien puesta, una mujer agradable y cariñosa y buena anfitriona, unas hijas adecuadas y aprovechadas alumnas en el colegio» (Cueto, 2005: 17). Adrián y su madre, Beatriz, experimentaron en tiempos distintos la ruptura de ese mundo aparentemente estable y perfecto: Beatriz, cuando sufrió una decepción matrimonial poco después de casarse, que la instala en una realidad más áspera y menos idílica (enfrentarse con el divorcio y el estigma que ello representaba en su entorno social); y Adrián, cuando este se enteró, luego del fallecimiento de su madre, de los crímenes cometidos por su padre, el comandante de la Marina de Guerra del Perú, Alberto Ormache, durante los años más intensos del conflicto armado interno, donde además de ser responsable de torturas y desapariciones, violó y se enamoró de Miriam, una joven prisionera a la cual después protegió, pero que a la postre escapó del cautiverio.

Las secuelas de la violencia pasada irrumpen en el presente desestabilizando la burbuja social en la que vive Adrián Ormache y su entorno familiar y social que se supieron al margen de la violencia, una clase social a la cual le bastaba mirar hacia otro lado para evitarse la molestia de observar algo desagradable que les recordara que también son parte de esa realidad violenta. La hora azul confronta a esa clase social con las secuelas del conflicto armado interno: ¿cómo tratar a las víctimas de la violencia en una etapa post conflicto? ¿qué importancia otorgar al discurso de los victimarios? ¿cuál es el grado de responsabilidad de quienes no fueron afectados por la violencia ni la causaron directamente?

Un aspecto a tomar en cuenta aquí es la dificultad para evadir y silenciar un acontecimiento de tal magnitud como el horror de la violencia confiando que no haya repercusiones graves en el futuro. Tanto Adrián como su madre evadieron y silenciaron con eficacia un pasado desagradable cuando este se manifestaba en el presente, en un plano familiar, bajo la impronta del padre. Pero en el plano social, no pudieron actuar con la misma eficacia, aun cuando formaban parte de una clase privilegiada, lo cual no evitó que en el futuro las secuelas de la violencia irrumpieran desestabilizando, aunque solo momentáneamente, sus habitus —tal como Pierre Bourdieu emplea este concepto: «el habitus permite establecer una relación inteligible y necesaria entre unas prácticas y una situación de las que el propio habitus produce el sentido con arreglo a categorías de percepción y apreciación producida a su vez por una condición objetivamente perceptible» (2002: 99). La mayor amenaza que Beatriz, Adrián y Claudia, su esposa, advierten en la revelación de los crímenes del padre es una situación que coloque entredicho la honorabilidad de la familia y el prestigio de Adrián, quien es socio de un distinguido estudio jurídico. Es desde ese habitus que Adrián y Claudia establecen una valoración de los crímenes del padre y del tratamiento a otorgar a las víctimas, el cual no es otro que la conmiseración o la piedad.

No obstante, ello no debe obliterar que la agónica demanda paterna, asumida plenamente por Adrián, es la que desencadenó una serie de acontecimientos que si bien no lo transformaron en un agente que influyera sobre su entorno para que reformulen su mirada piadosa, paternalista y excluyente, significó el punto de inicio para que opere en Adrián otra transformación no menos trascendental: la matización progresiva de la negativa imagen paterna, la cual es homologable con la imagen que los miembros de las Fuerzas Armadas involucrados en delitos de lesa humanidad presentan ante un sector de la opinión pública en el Perú[8].

Hacia el final de la novela, Adrián evalúa retrospectivamente lo que ha sido su vida desde que descubrió la verdad sobre su padre hasta ese instante en que atraviesa una crisis matrimonial.  Mientras reflexiona sobre estos sucesos, se percata de que su travesía estuvo signada por una búsqueda existencial de la verdad, la cual dio sentido al ruego agónico del padre: «[…] sentado solo en mi cama, pensé que la verdadera autora de esta historia es mi madre» […] «averigua quién es esa chica, averigua quién fue de veras tu padre y quién eres tú y quién soy yo» (Cueto, 2005: 299) Si bien la demanda paterna abre la trama, esta fue direccionada, en la lectura de Adrián, por su madre.

 

Conclusiones

Discutir sobre los modelos de mundo que favorecen la reproducción de ciertos discursos que pugnan por ser hegemónicos en un espacio-tiempo es más relevante que insistir en la grandeza o liviandad del autor y de sus obras. Por ello los términos «buena» o «mala» literatura son tan elusivos y opacos que pretendiendo abarcar la totalidad de una obra literaria terminan diluyéndose en el vacío de la amplitud que desean comprender. Si fuera inevitable para la teoría y la crítica literaria asignar valores a un texto literario, estos tendrían que provenir no de la elección de uno de los tantos sentidos elegidos por el crítico sino por la magnitud del impacto del o los discursos comprendidos en el texto literario que por su performatividad inciten a la consecución de acciones, algunas de ellas posiblemente conducentes a afianzar la hegemonía de un grupo en perjuicio de otros. El potencial de reproducción de modelos de mundo opresores no está definido por la cualidad de una  «buena novela» o «mala novela». Una novela considerada «deficiente» podría ser mucho más reveladora de una ideología hegemónica que las más consagradas por la historiografía literaria.

Gran parte de la crítica literaria ha descuidado el análisis de la voz de los victimarios en La hora azul y ha coincido en calificarla como una novela señorial, paternalista y piadosa, lectura que no explora otras implicancias centrales de su discurso novelístico como el lugar que debe asignarse en el debate sobre la memoria del conflicto armado interno a la voz de los victimarios

Las críticas que señalan a la La hora azul como una novela que expone una visión piadosa, tutelar y paternalista de la burguesía peruana respecto a la reconciliación post conflicto armado interno reiteran la postura formulada desde la corrección política: el discurso de los subversivos, por haber iniciado el conflicto armado interno y causado la mayoría de víctimas fatales, y el de los efectivos de las Fuerzas Armadas comprometidos en crímenes de lesa humanidad no son admisibles para iniciar la reconciliación en tanto no renuncien a las justificaciones de su actuación durante el conflicto armado interno. En el caso de ex integrantes del PCP-SL organizados en Movadef[9], Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso que cumple cadena perpetua, es un prisionero político, la guerra interna se dio por circunstancias históricas, exigen una solución política: amnistía para subversivos y militares. El discurso oficial de las Fuerzas Armadas señala que acudieron en cumplimiento de un deber, ya que la guerra interna fue declarada por Sendero Luminoso al Estado peruano; que obedecieron los procedimientos de lucha contrasubversivos reconocidos por el Estado peruano, el cual le confirió el control político-militar en las zonas de emergencia; y que los casos de violaciones a los derechos humanos son excesos aislados, no una conducta generalizada ni sistemática.

Sin embargo, la voluntad de saber de Adrián, opuesta a la voluntad de olvido, lo conduce indefectiblemente a contextualizar la actuación de su padre, lo cual aporta un enfoque que problematiza la memoria de salvación y la memoria para la reconciliación, pues mientras para la primera el contexto justifica las acciones de las Fuerzas de Seguridad del Estado (profunda desigualdad social, ausencia de alternativas políticas sostenibles, agudización de la crisis económica, escalada de atentados en Lima) (Degregori 2001: 118-120) para la segunda podría ser peligrosamente empleado para atenuar o eximir de responsabilidades a quienes están comprometidos en la comisión de delitos de lesa humanidad. En buena cuenta esta confrontación ideológica por la contextualización de la memoria es «una manera particular de representar y construir la sociedad que reproduce las relaciones desiguales de poder, las relaciones de dominación y de explotación» (Fairclough; Wodak, 2000: 392).

No comparto una lectura reductiva de La hora azul como una novela de clase que refuerza la hegemonía de la burguesía nacional ni como un relato sobre la frivolidad de la clase alta limeña, tampoco como una novela superficial sobre el conflicto armado interno, como afirma el escritor Ricardo Vírhuez (2010: 31). La hora azul nos coloca ante el dilema de sentenciar o comprender. El interés de Adrián por conocer la verdad acerca de lo hecho por su padre lo lleva, una vez enterado de los detalles, a intentar comprender el contexto; el análisis de las circunstancias deviene marco para juzgar las acciones de los victimarios. Para Ormache, como acota José Antonio Giménez Micó, es mucho más importante la voluntad de saber antes que la de sentenciar (2005: 293). Cumplir la petición del padre supuso indagar por la verdad, resultado  que atenuó la imagen negativa del padre al comprender las circunstancias en que actuó. Que el hijo emulara al padre con la misma mujer es un modo de experimentar la misma situación para comprender por qué actuó de ese modo en el pasado. Adrián comprendió al padre porque se informó de los hechos y experimentó una parte de ellos a través de Miriam.

  Es por ello que difiero de la lectura de Víctor Vich acerca de La hora azul. Para Vich lo que sucede con Adrián Ormache a consecuencia del descubrimiento de la verdad (que su padre había sido un militar torturador de prisioneros durante su permanencia en la zona de emergencia) es una «transformación subjetiva». Vich anota que Ormache reacciona de manera tradicional y conservadora frente a la verdad, pues opta por la caridad para apaciguar la culpa del padre en lugar de persuadir a otros sobre la gravedad de la verdad: todos quienes lo rodean permanecen igual, excepto él (Paredes 2009: 112). Vich critica que Ormache no se esfuerce por transformar a quienes están a su costado y que su transformación no trascienda más allá de su individualidad. Explica que la sociedad influye en esta limitación, pues no le ofrece alternativas para reconstruir otros vínculos con las víctimas aparte de la caridad.

Por el contrario, considero que la transformación subjetiva de Adrián Ormache representa un emplazamiento al modo de vida la clase alta limeña en lo que se refiere a su comprensión del periodo post conflicto armado interno y no una convalidación de ese proceder. Ormache tiene que lidiar con las limitaciones impuestas por un sector de la sociedad indiferente con el dolor del otro, que cultiva el olvido, esa sociedad producto de dos décadas de salvaje neoliberalismo que remeció el tejido social y casi pulverizó la solidaridad. Giménez Micó señala en relación a La hora azul que se pierde de vista el modo en que Cueto representa a la burguesía limeña: habitando un mundo idílico carente de elementos conflictivos (2005: 291)  que, convengo añadir, se acerca más a una descripción farsesca.

Al respecto, Adrián Ormache sabotea la memoria salvadora, para la cual la voluntad de olvido es fundamental, actitud ampliamente extendida en su entorno social más cercano, por ejemplo en Claudia, su esposa saber que Adrián decidió averiguar sobre Miriam: «Vas a perder el tiempo, te vas a meter en problemas, tú siempre con tus fantasías, con tus pajaritos en la cabeza, nosotras te necesitamos aquí, tú no le debes nada a una india cualquiera que conoció a tu papá, pues, oye. Si nadie ha sabido hasta ahora de ese asunto, ya nadie va a saber tampoco. Si ella no ha dicho nada, entonces no va a decir nada sobre eso. ¿Qué te ha dado con ponerte a buscarla? ¿Y cómo se te ha ocurrido?» (Cueto 2005: 133). Es muy peculiar, en este sentido, que el mandato del padre moribundo, el militar victimario en Huanta, Ayacucho, a Adrián haya sido, precisamente, no olvidar, exhortarlo hacia  una voluntad de saber.

En conclusión, La hora azul plantea superar la lectura políticamente correcta sobre el conflicto armado interno que invalida a priori el discurso del sujeto contrasubversivo al confinarlo al espacio del mal absoluto, a cuyos miembros reduce exclusivamente a la condición de represores y victimarios. Y lo hace otorgando voz al discurso de los victimarios contrasubversivos, de modo que reformula la crítica sobre su rol con vistas a la elaboración de un discurso sobre la reconciliación y la memoria en torno al conflicto armado interno. Así, La hora azul discute un sentido común muy difundido entre la crítica literaria afín a lecturas ideológicas políticamente correctas, en desmedro del análisis textual y la contextualización de la teoría, como considero que sucede en las lecturas de Vich y Ubilluz, y nos invita a preguntar por un nuevo lugar de enunciación para comprender integralmente el proceso de la violencia política en el Perú.



Notas:

[1]  El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2008) denomina conflicto armado interno a los enfrentamientos que sostuvieron el Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso (PCP-SL)  y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru contra el Estado peruano y los comités de autodefensa entre 1980 y 2000, cuyo desenlace fue la derrota del MRTA y el repliegue de Sendero Luminoso a la selva. Sendero Luminoso, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, las Fuerzas Policiales y las Fuerzas Armadas del Estado peruano, y los comités de autodefensa son los actores armados que participaron en este conflicto.

[2] Entiéndase por «victimarios» para este trabajo a los miembros de las Fuerzas Armadas que en ejercicio de sus funciones durante el periodo que permanecieron destacados en zonas de emergencia o en situaciones de combate contra Sendero Luminoso o el MRTA estuvieron involucrados en crímenes de lesa humanidad. Ello no supone que los miembros de estos grupos alzados en armas fueran necesariamente siempre «víctimas» y no potencialmente «victimarios» en otras circunstancias, como efectivamente sucedió y está consignado en el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (IF CVR). La condición de victimario y víctima es móvil; eventualmente, incluso los miembros de las Fuerzas Armadas pueden ser considerados víctimas no solo en tanto efectivos abatidos por los grupos subversivos en situaciones de combate, sino ante el abandono del Estado peruano, que dispuso que las Fuerzas Armadas combatieran la subversión sin prever las consecuencias de conceder el control político de las zonas de emergencia a comandos político-militares en perjuicio de las garantías constitucionales de la población civil; y la manipulación de la clase política, que suele reducir la participación de las Fuerzas Armadas a la victoria sobre el terrorismo o a condenarlas por violaciones a los derechos humanos. En otras ocasiones, los sectores políticos y mediáticos más conservadores vinculados a la «memoria de salvación», colocan a las Fuerzas Armadas como víctimas de una persecución política de la izquierda, lo cual se observa en las críticas que formulan contra el IF CVR. (Para mayores detalles, véase la editoriales de Aldo Mariátegui en el diario Correo, «¿CVR en el colegio? ¡No!», 24 de enero de 2012; «Uchuraccay (I)», de Uri Ben Schmuel en La Razón, 17 de enero de 2013; y «Mucho cuidado, Confiep», de Luis García Miró en Expreso, 4 de septiembre de 2012).

[3] Sobre este asunto, Julián Pérez Huarancca (2009) ha rebatido la mirada de la crítica literaria sobre la violencia política que coloca al sujeto subversivo en el territorio del mal puro.

[4] Un sentido común derivado de la «memoria de salvación», fuertemente defendido durante el gobierno de Alberto Fujimori y el segundo mandato de Alan García, es que la reconciliación nacional posterior al conflicto armado interno debe realizarse pero prescindiendo de la verdad y atendiendo a los resultados prácticos: recuperación y crecimiento económico, derrota de Sendero Luminoso y MRTA y captura de sus principales líderes, y reinserción en el sistema financiero internacional. Asimismo, lo anterior evidenciaría que el Perú ha superado la época del terror. En consecuencia, detenerse a descubrir la verdad no haría más que abrir heridas, reavivar odios y poner en tela de juicio el valor de las Fuerzas Armadas en su lucha contra la subversión. En cambio, habría que incentivar la inversión extranjera para consolidar el ingreso del Perú a la globalización del mercado. Por consiguiente, toda afirmación contraria a esta tendencia, incluida la de quienes se empeñan por indagar en el pasado, es calificada como un acto que entorpece el desarrollo de la nación.

[5] «Uchuraccay es una comunidad quechua ubicada en las alturas de la provincia de Huanta (Ayacucho) a 4,000 metros sobre el nivel de mar. El 26 de enero de 1983 fueron asesinados allí los periodistas Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez y Félix Gavilán de El Diario de Marka, Jorge Luis Mendívil y Willy Retto de El Observador, Jorge  Sedano de La República, Amador García de la revista Oiga y Octavio Infante del diario Noticias de Ayacucho, así como el guía Juan Argumedo y el  comunero  uchuraccaíno  Severino  Huáscar Morales. […] El asesinato de los periodistas generó dos investigaciones. La primera estuvo a cargo de la Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay nombrada por el presidente  Fernando Belaunde Terry el 2 de febrero de 1983y presidida por el escritor Mario Vargas Llosa, la cual presentó su informe un mes después, señalando como responsables a  los  campesinos  de Uchuraccay.

La segunda investigación fue realizada por el poder judicial,  mediante  un  proceso penal sumamente confuso y dilatado,  cuyo fallo definitivo fue emitido el 9 de marzo de 1987, sentenciando por homicidio a los campesinos Dionisio Morales Pérez, Simeón Auccatoma Quispe y Mariano Ccasani Gonzáles, y ordenando la captura de otros catorce campesinos de Uchuraccay». Perú. Comisión de la Verdad y Reconciliación (2004: 121).

Por encargo del presidente de la República, Arq. Fernando Belaúnde Terry, Mario Vargas Llosa presidió la comisión investigadora integrada además por el periodista Mario Castro Arenas y el jurista Abraham Guzmán Figueroa.

[6] Siguiendo la definición del investigador noruego Galtung, Karl Kohut señala que la violencia estructural «no se puede imputar a una persona o institución determinada, sino —de una manera vaga— a las circunstancias reinantes». Se trata de un concepto que hace referencia a sistemas de opresión política, social o económica que aquejan el modo de vida de una población (Kohut, 2002: 195).

[7] Esta novela fue publicada en diciembre de 2005, dos años y medio después de la presentación del Informe Final elaborado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) ante el presidente Alejandro Toledo el 31 de agosto de 2003, y casi dos años después de la publicación de la versión abreviada del Informe Final (febrero de 2004). Es decir, que La hora azul se publicó en un contexto donde las críticas contra las conclusiones de la CVR, en particular, por la evaluación del accionar de las Fuerzas de Seguridad del Estado, adquirieron singular actualidad. 

[8] Sobre el particular, cabe recordar que durante la segunda etapa del gobierno de Alberto Fujimori, altos mandos de las Fuerzas Armadas firmaron un acta de sujeción en presencia del ex asesor presidencial y jefe del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Vladimiro Montesinos, hecho que al ser revelado durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua agravó el desprestigio de las instituciones castrenses del Estado peruano, y más aún después de conocerse detalles de su participación durante la lucha contrasubversiva a partir del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en 2003. Perú. «Ceremonia de Adhesión de Generales y Almirantes, 13 de marzo de 1999». En la sala de la corrupción: videos y audios de Vladimiro Montesinos (1998-2000). 6 Tomos. Lima: Fondo Editorial del Congreso de la República, 2004, pp. 3503-3505.

[9] Movadef: Movimiento por Amnistía y Derechos Fundamentales es una organización que congrega a abogados defensores de presos acusados y sentenciados por delitos de terrorismo, ex presos sentenciados por terrorismo, dirigentes estudiantiles y artistas quienes solicitan amnistía general y reconciliación general, es decir, amnistía para los militares y acusados por terrorismo, que ellos convienen llamar presos políticos, actualmente procesados por delitos cometidos durante el conflicto armado interno, solicitud que denominan solución política.

 

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Cómo citar este artículo:

CABALLERO, Carlos Arturo, (2015) “La hora azul. La herencia de la culpa y el discurso de los victimarios”, Pacarina del Sur [En línea], año 6, núm. 22, enero-marzo, 2015. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Miércoles, 11 de Diciembre de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1083&catid=5