El anarquismo en México (1861-1900): fuentes para contar su historia

Anarchism in Mexico (1861-1900): sources to tell its history

Anarquismo no México (1861-1900): fontes para contar sua história

Arturo E. García Niño [1]

Recibido: 12-12-2014 Aprobado: 30-12-2014

 

El turno de la cuestión (introducción)

Toda búsqueda empieza por el afán de encontrar/descubrir algo, por ubicar en el horizonte el sujeto u objeto susceptibles de ser alcanzados, aprehendidos. Tal es el punto de arranque de cualquier pesquisa -independientemente de las circunstancias, características, condiciones u objetivos de ella- como una aventura con punto de llegada definido: el encuentro o descubrimiento. Así, entre salir y llegar media(n) la(s) pregunta(s) que convocan eventuales y transitorias respuestas; partimos "siempre de una conjetura… de lo que creemos que es la realidad. Entre el puerto de salida que es la elección de un problema y el levado de anclas se interpone… la conjetura, el ideal, la prefiguración del puerto de llegada." (González y González, 1988: 83). En tal sentido, este trabajo es resultado de tres premisas con orígenes distintos, pero coincidentes en el tiempo y el espacio: la primera generada por nuestra práctica docente y la pertinencia de mostrar <de bulto> a los estudiantes una manera de acercarse a la crítica de las fuentes informativas –eneste caso secundarias– para el hacer científico; la segunda debido a la simpatía y ciertas preocupaciones historiográficas por  rastrear el andar vital de un puñado de seres humanos conjuntados "en su terquedad, en su fidelidad al intento por transformar radicalmente el planeta, en su maravillosa terquedad." (Taibo II, 1998: 12); y la tercera por una suerte de vocación para el trabajo de albañilería, de levantamiento de andamios y de pavimentación de caminos, para poner a disposición de quienes se interesen en los tópicos que a continuación se expondrán un conjunto de fuentes acerca de los susodichos tópicos.

Ubicados, pues, los motivos para ir en pos de los anarquistas mexicanos del último tercio del siglo XIX, vale explicar el porqué de las fuentes incluidas y de los criterios en que sustentamos su elección, cuestión que no es muy complicado hacer: por un criterio de suficiencia, ya que consideramos que los textos aquí incluidos son los más importantes y sólidos en torno al tema; aclaramos que lo anterior no anula la riqueza posible que puede haber en algunas fuentes primarias, inclusive teniendo en cuenta que, según puede derivarse del seguimiento que hicimos, éstas parecen haber sido agotadas por los autores que consultamos.[2] De cualquier manera, la selección es suficiente para los objetivos que perseguimos. ¿Cuáles son éstos? Más bien es uno solo: ubicar el origen, manifestación e incidencia del anarquismo en nuestro país a fines del siglo XIX, esbozarle una historia mínima a partir de las fuentes secundarias respecto al tema; y para llegar al origen mencionado partiremos de una conjetura: los trabajos acerca del anarquismo en México han versado sobre las relaciones de sus postulantes más conspicuos con los movimientos gremiales y/o sociales, dejando de lado el discurso de los mismos; se ha dado más importancia a lo organizativo que a lo discursivo, lo que no significa que lo hecho hasta hoy carezca de importancia y trascendencia para la comprensión del anarquismo. Y no, no carece de importancia, pero estamos seguros que también es de suyo importante lo que se dice, porque ello deviene guía de acción sobre el mundo como reproducción expresiva de la actuación sobre el mismo mundo, dado que el "discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se lucha." (Foucault, 1985: 53). Valga decir que la conjetura citada sufrió algunos raspones a lo largo del periplo rastreador, pero en términos generales funcionó bien como una guía de forasteros conducente a evitar perdernos en el pantanoso terreno de nuestras pocas certezas y muchas especulaciones.

Acerca del anclaje en el lapso que transcurre entre 1861 y 1900 baste decir que, según la fuente más confiable de las varias consultadas (Valadés, 1984), y en la cual abrevaron las demás, es precisamente en 1861, el extremo inferior de nuestro corte histórico, cuando arriba a México, procedente de Barcelona, Plotino Rhodakanaty [3], un griego considerado por todas las fuentes <el padre del anarquismo nacional>; y en lo referente al extremo superior porque quisimos dejar la indagación hasta antes del surgimiento de Regeneración y las organizaciones embrionarias de lo que posteriormente sería el Partido Liberal Mexicano de los hermanos Flores Magón.[4] Asimismo, 1861 resulta relevante para nuestro objetivo porque sólo a partir de ese entonces podemos hablar de ideas anarquistas como tales, y 1900 porque las tales ideas van a cobrar otras características al soportar orgánicamente una organización específica como lo sería el partido floresmagonista.

 

Algunos precedentes nacionales

Mucho antes de que los españoles llegaran a estas tierras las utopías ya formaban parte del imaginario prehispánico, mismo que, al entrar en contacto con las visiones del mundo oriundas de occidente, produjo un sincrético utopismo comunitario que en muchos lugares  llegó   a servir de sustento ideológico a las luchas que conformaron algunos de los Estados Nación hoy existentes[5]. Este tipo de utopismo socialista se desarrolló durante el siglo XIX en los países latinoamericanos y sus pioneros "fueron los agentes de un importante proceso de expansión ideológica, que vinculaba a los centros intelectuales del mundo como los de Europa Occidental con nuestro Nuevo Mundo." (Rama, 1977: X). Lo anterior generó que, a partir de la segunda mitad del siglo y sobre todo en el último tercio del mismo, aparecieran corrientes híbridas bajo la influencia y la mixtura de las ideas de Bakunin, de Kropotkin, de Prohudon, de Fourier y de Marx y Engels. Sin embargo, estas corrientes no entran en lo que, para efectos de este trabajo, entenderemos como socialismo libertario o anarquismo, el cual tuvo arraigo en México a fines del siglo pasado en su corriente anarcosindicalista, la cual sustentaba su propuesta ideológica y de acción en una posición apolítica -entendida como el no participar en elecciones para cargos de elección popular-, pugnar por la desaparición del Estado, crear asociaciones igualitarias de trabajadores unidas entre sí al través de confederaciones, tomar como centros de la estructura organizativa al sindicato y al municipio; y los primeros conatos gregarios de esta corriente ideológica serían las mutuales, formas organizativas originadas en el viejo continente cuyas características eran "el idealismo, el heroísmo, el espíritu de sacrificio y la santidad".  (Hobsbawm, 1978: 123)[6]. Vale decir que entre estas corrientes y la acción anarquista de los hermanos Flores Magón -sobre todo de Ricardo-, de Sarabia, de Guerrero y de Rivera, existieron vasos comunicantes.[7]

Rastrear entonces el andar del pensamiento anarquista en nuestro país a fines del siglo XIX lleva  ineludiblemente a encontrarse con las obras que se expondrán más adelante y que constituyen el objeto de este trabajo., pero antes haremos, a manera de preámbulo genético, una escala en el camino, un paréntesis en torno a la vida social  en el medio siglo del México decimonónico y la emergencia en él de formas modernas de sociabilidad y de organización.

 

El escenario de la paradoja

Si una leal compañera de viaje tuvo el siglo XIX mexicano fue la constante tensión social en la búsqueda de la legitimidad de un gobierno central que intentaba articular al Estado Nación emergente,[8] que buscaba estructurar al país bajo la égida de una nueva sensibilidad, de un modo inédito hasta entonces al cual hemos dado en llamar modernidad. La idea de un Estado liberal moderno, concebido por las elites intelectuales mexicanas que abrevaron en la ilustración como fuente ideológico política, se convirtió, según Francois-Xavier Guerra (1988, I), en un proyecto de nación resultante del consenso de las elites mencionadas, autoasumidas como la síntesis de una imaginaria voluntad popular encarnada en ellas -en las elites-, cuyos miembros eran, en muchos casos, integrantes de la oligarquía o, en el mejor caso, mantenían cercanía con ésta y terminarían siendo parte de la misma en momentos posteriores, dada su capacidad -de la oligarquía- para refuncionalizar su actuar y control (Romano, 1992). Esta presunta vanguardia política y cultural integrada por los liberales se enfrentó, siempre según Guerra (1993), a una sociedad tradicional, anclada en formas de vida propias del <antiguo régimen>, sustentada en actores colectivos tradicionales que veían aparecer al individuo vuelto ciudadano como el eje articulador de la política moderna. Pero esa tensión entre modernidad y tradición, que tenía al XIX como arena, no era tan simple ni obedecía a la pura voluntad de las elites, como parece creer Guerra, sino que estaba sobredeterminada históricamente por la herencia ontológica colonial que, según Edmundo O’Gorman (1969: 7), matizó el actuar y los proyectos tanto de liberales como de conservadores durante el siglo de marras, en el entendido de que ambas facciones estaban conformadas, en su mayoría, por criollos que, más acá de todo su liberalismo o su conservadurismo, tenían la impronta de haber abrevado culturalmente en la América hispana que <cristianizó la modernidad>, a diferencia de la sajona que se construyó sobre la <modernización del cristianismo> producto de la reforma protestante (O’Gorman, 1984), y cuyas características primarias, basadas en la tradición y la antimodernidad, eran el absolutismo en política y el catolicismo en la ideología y como verdad absoluta guiadora de su acción social (O’Gorman, 1977: 21-23). De esta manera, la gran paradoja tanto de los liberales como de los conservadores miembros de las elites -de los criollos, pues- fue que estando imbuidos de lealtad a una presunta esencia providencial e inamovible en el tiempo que les otorgaba su originalidad y distinción frente a los europeos, tenían ganas de ser modernos como los estadounidenses, cometido imposible de lograr por doquiera que se le viera, porque no podía darse por generación espontánea en la América española lo que, para el caso de la América anglosajona, se había constituido históricamente como “un modo de ser, concretamente, el modo de ser del hombre moderno.” (O’Gorman, 1977: 72-73); no era posible imitar el modelo estadounidense sin renunciar a la herencia colonial, a la tradición esgrimida como esencia de la nación en construcción. Tal situación, que más que una lucha en la arena social entre los de arriba, ilustrados y modernos, y los de abajo, tradicionales per se -como lo cree Guerra (1988 y 1993)-, es una suerte de <conflicto existencial> entre el querer ser sin dejar de ser lo que se es, propia de liberales y conservadores; era también el resultado de un proceso histórico específico y signaría al siglo XIX, hasta el momento en que, como ya señalamos, ambos bandos asumirían sus coincidencias ya integrados al régimen porfirista. (O’Gorman, 1977).



Imagen 1. Mexico Museum of Mormon History

Previo a ello, en el arranque del siglo, el año de 1808 vendría a ser la clave para entender el origen de esa tensa búsqueda de la legitimidad ya mencionada, cuando inicia la revolución liberal en España y América está en la antesala de las revoluciones que conducirán a sus independencias, y a partir de ellas las elites liberales, tradicionalistas por criollas, reivindican paradójicamente en el discurso a la moderna Revolución Francesa como el faro guía de su proyecto presuntamente modernizador. Ilustración es para ellos sinónimo de modernidad, “de un conjunto de mutaciones múltiples en el campo de las ideas, del imaginario, de los valores, de los comportamientos, en parte comunes y en parte diferentes a las que llevaba consigo el absolutismo.” (Guerra, 1993: 85) Una transformación de la vida política y cotidiana inicia despegue, todavía restringida a una minoría que intenta romper ataduras con la cultura de la sociedad tradicional existente, envuelta en la

[…] paradoja de un sistema que querría hacer coincidir el poder con el Pueblo [y que] engendra elites políticas, con una base de poder que es el conocimiento de los mecanismos de una imagen de lo social y de un lenguaje profundamente extraños a los de una sociedad que [al igual que ellas, que las elites] es sin discusión, en el momento de la Independencia yaún en la víspera de la Revolución Mexicana, una sociedad holista con un sistema de valores, de vínculos y de sociabilidades de tipo tradicional. (Guerra, 1993: 165)

Contexto inmediato para la primera mitad del XIX, lo anterior permea a la Revolución de Ayutla en 1855 y se instala definitivamente en el blanco y negro de la Constitución de 1857; por otra vía inunda la vida social con la creación de nuevas formas de sociabilidad: instancias, espacios e instituciones que serán las principales difusoras de la modernidad. Sin embargo, la paradoja, tozuda y respondona, continuará para la segunda mitad del ámbito decimonónico mexicano, donde las tertulias, las logias masónicas, los clubes políticos y las mutuales –formas en sí modernas, pero también embrionarias de otras venideras– coexistirán en un abigarrado escenario, en el cual tradición y modernidad se imbricarán para hacer <descender> esa nueva cultura que signará en parte también al siglo que ya se avecinaba.

 

Los actores: la nueva piel y la vieja ceremonia

Del liberalismo original como discurso al liberalismo como práctica social coyuntural hay un terreno donde caben variantes, tendencias y corrientes que, en ocasiones, llegan a ubicarse unas frente a otras, porque, como “cualquier modelo político, el liberalismo tuvo un desarrollo lento, con múltiples cambiando a lo largo del tiempo hasta adquirir el perfil que más o menos corresponde al ideario más conocido.” (Annino, 1995: 50). Así, para el tránsito del XIX al XX, por ejemplo, se habían perfilado dos grandes corrientes opositoras al liberalismo porfirista, resultantes éstas de la amalgama con las ideas anarquistas que llegan en el albor de los años sesenta al través de gente como Plotino Rhodakanaty (Hart, 1974; Valadés, 1984; Illades, 1991, 1996, 1997, 1999, 2008; Pérez Toledo, 1996; Bastian, 1991; Rama, 1977): una que retoma los valores liberales en sí y apela al respeto al estado de derecho, al respeto a las instituciones, cuyas metas serán la “protección de las libertades civiles, la creación de instituciones representativas, la separación de poderes, el federalismo y la autonomía municipal [que] servirían para proteger al individuo contra el ‘despotismo’” (Hale, 2002: 16), pero que no va a cuestionar la propiedad privada; y otra que, partiendo de la concepción liberal de que los individuos deben estar libres de ataduras gubernamentales o corporativas y ser iguales ante la ley, asumirá el anarquismo –o socialismo libertario– como vía de acción social e intentará abolir la propiedad privada para colectivizarla. Pero arribar a esto fue producto de un intenso viaje por el mundo de la teoría política, del discurso y la acción sociales que, bajo el paraguas legal de la Constitución del 57, le moldearon el rostro a las últimas cuatro décadas del XIX. De tal palo son las astillas de la breve historia  de esas dos formas de sociabilidad que se consolidan a fines del siglo XIX en México: las logias masónicas –preámbulos modernos, en algunos casos, de los clubes liberales o, en otros, coexistentes con éstos– y las mutuales de artesanos y del proletariado emergente; las primeras convocan y acrisolan, principalmente, a las elites intelectuales y a algunos militares y comerciantes, y las segundas, a las clases subalternas[9], integradas por el artesanado urbano y el incipiente proletariado. Sin embargo, ni unas ni otras son puras, y llegan a contener en su seno una variopinta gama de sujetos, provenientes de diversos orígenes sociales. Ambas, consideramos, son definitivamente modernas por sustentarse en solidaridades voluntarias, decididas por actores individuales, por ciudadanos, a diferencia de las sociabilidades tradicionales, no voluntarias, guiadas y articuladas por la costumbre como soporte de un conjunto de valores y valoraciones aparentemente sin posibilidad de mutación alguna. Pero es cierto también que mantienen aún ciertos resabios de la sociedad tradicional -lazos amistosos como piedras de toque que originan prácticas sociales convenidas de manera moderna o redes familiares que facilitan el encuentro de los sujetos-. Modernas ambas, sí; con lógicas propias y autónomas, sí; viviendo una constante circulación <en ascenso> y <en descenso>, sí; democráticas en su esencia y en su práctica, sí y a veces.



Imagen 2. Charles Fourier www.ephemanar.net

 

Las logias

Los primeros masones aparecen en México hacia 1785 y las logias iniciales se crean entre 1817 y 1818, originadas por la influencia sajona del embajador estadounidense Joel R. Poinsett y por la vertiente francmasona, llegada desde Cádiz vía los diputados asistentes a las Cortes. Son las <matrices de la modernidad política> que va a procesar una sociedad política muy diferente, donde la igualdad individual, y las garantías homogéneas para cada individuo como elemento nodal y cimientos de una ideología moderna, van a multiplicar variadas organizaciones, con nuevos valores y nuevos <imaginarios>, propios de una modernidad política que, sin embargo, albergará a una minoría de individuos que conformarán una oligarquía cultural, la cual generará al grupo que ejercerá del poder sobre una sociedad fuera de esa política moderna. De tal manera que, irónicamente, los liberales tuvieron que gobernar al través de algunos puentes tradicionales, como los caciques regionales y locales existentes en un país integrado aún por un conjunto de regiones. En este caldo de cultivo se inserta un nuevo actor social producto del XIX: el político (Monsiváis, 1998), unido a sus iguales por su pertenencia a un mundo cultural privado -las logias y clubes- que se volvió parte de la esfera de lo público, que tiene códigos comunes y un imaginario social y político con valores y comportamientos específicos. Productos de su tiempo, las logias asumieron las contradicciones del mismo y, como indica Jean-Pierre Bastian -a contrapaso de la hiperimportancia que Guerra (1988; 1993) le otorga a las logias como propulsoras de la crítica y la oposición al poder establecido, posición que pondera a las elites y que es cuestionada por O’Gorman (1969; 1977) y Romano (1992), por ejemplo-, éstas, “cumplieron un papel ambiguo, por ser tanto un instrumento de los liberales en el poder para hacer llegar el consenso porfirista hacia la sociedad civil, como un espacio de resistencia hacia esta política, […] servían de espacio de formación de clientelas políticas durante este mismo periodo de tensiones intraliberales.” (1991: 403-404)[10]

 

Las mutuales

La existencia de formas de sociabilidad paralelas a las logias se dio de manera creciente durante el último tercio del XIX, fueron espacios en las cuales, al igual que en aquellas, se reprodujeron existencias, proyectos e ideologías; funcionaron como articuladoras de los artesanos en sentido orgánico y organizativo y les otorgaron una identidad colectiva. Teniendo sus antecedentes en los gremios y las cofradías como formas estructurantes de vínculos solidarios al interior y al exterior del taller (Thompson, 1989, I), las sociedades de apoyos mutuos o mutuales fueron las instituciones elegidas por los artesanos y la naciente clase obrera para estructurar la defensa de sus intereses inmediatos -lo referente a sus solidaridades como grupo- y mediatos –la defensa frente a los patrones–, así como la autogestión productiva –la creación de talleres cooperativos–. “Estas agrupaciones fueron por lo general laicas, aunque respetaban las creencias religiosas particulares de sus miembros; genéricamente recibieron el nombre de sociedades de auxilios mutuos. En el tránsito a la modernidad, el gremio y la cofradía artesanales fueron relevados por las sociedades cooperativas y las sociedades de auxilios mutuos” (Illades, 1996: 68), organizaciones que practicaron la democracia interna y generaron una práctica política moderna que se fue diseminando desde la ciudad de México hacia el resto del país, al través de la movilidad de la mano de obra –signo inequívoco de un mercado que se iba cimentando–, la cual viajaba llevando consigo un background para ser compartido con <sus hermanos de clase> (García Díaz, 1990, 1997; Trujillo Bolio, 1998). Bajo esta lógica, a principios de la década de los cincuenta se constituyen las primeras sociedades mutualistas en la capital del país.

La Sociedad Particular de Socorros mutuos abrió la brecha en este terreno.Se cuenta que la causa inmediata que propició la creación de esta asociación fue la muerte de un sombrerero [Y con el apoyo de ésta] se organizó en el mismo año de 1853 la Sociedad el Ramo de Sastrería para Auxilios Mutuos. Los sastres dieron a su agrupación un perfil gremialista, al permitir que se incorporaran a su sociedad  únicamente quienes trabajaran en el oficio y no tuvieran un capital mayor de cien pesos. Este segundo requisito tenía como fundamento la decisión de excluir de su organización a los propietarios. (Illades, 1991: 329)

Es notable que, a diferencia de las logias, las mutuales son decididamente formas de sociabilidad de los trabajadores y manifiestan un claro deslinde clasista de éstos con otros grupos, como algo que ocurre en el terreno de las relaciones cotidianas históricamente construidas.[11] Y estamos hablando aquí del grupo de trabajadores más importante en términos cuantitativos: según el Padrón Municipal de 1850, el 38% de los adultos, de un total aproximado de 200 000 habitantes en la ciudad de México, pertenecían a este núcleo laboral (Illades, 1991) y, para “1854, existían en la República, cincuenta fábricas de hilados y tejidos con una valor de diez millones y medio de pesos, dando ocupación a 12 mil quinientos obreros.” (Valadés: 11)

Si relacionamos las cifras de Valadés para todo el país con las que da Illades para la capital: “a mediados del siglo XIX la ciudad de México tenía más de 11,000 artesanos.” (Illades, 1997: 123), vemos la importancia del artesanado en la época. Y así como en las logias coincidía una elite que devino vanguardia cultural, en las sociedades mutualistas de artesanos coincidían, afirma Illades, “trabajadores calificados y, dado su nivel de alfabetización, conformaban un grupo social permeable a las ideas sociales y políticas de vanguardia (entre sus preocupaciones principales estaba el fomento de la biblioteca existente)… [y en la elección de los libros se daría prioridad] a aquellos que se relacionen con las artes, la historia y los derechos del ciudadano. (1997: 332)

Formas modernas y democráticas en su funcionamiento por doquiera que se vea, las mutuales fueron también correas de engrane de la difusión de ideas al editar publicaciones que, en conjunto, formaron una prensa obrera crítica, de oposición y pedagógica. Fueron, asimismo, apolíticas, en el sentido de abstenerse de participar o hacer propaganda por algún o algunos políticos; ello, en cierta medida, por decisión propia, pero también “dadas las limitaciones legales que tenía el derecho de asociación, reconocido por la Constitución de 1857 y formalizado por el Código Civil publicado en 1871, las cuales lo encasillaron en los ámbitos económico y social.” (Illades, 1997: 130) Eran de carácter defensivo frente al capital, sí, y promovieron el cooperativismo en la producción –en 1873 fundaron el primer taller cooperativo en el ramo de sastrería–, se mantuvieron en los linderos de la sociedad política, aunque llegaron a plantear la articulación con ésta mediante la creación de una república democrática del trabajo dentro de la república nacional: la Gran Confederación de las Asociaciones de Trabajadores de los Estados Unidos Mexicanos, que tuvo corta vida, pero sirvió de experiencia para acciones posteriores de índole ya estrictamente política (Illades, 1996 y 1997).

Cierto que las logias fueron difusoras de ideologías modernas y que, en su momento, manifestaron una oposición decidida al régimen porfirista –ejemplo de ellas es la de los ferrocarrileros de Puebla, que sería a la postre un baluarte del maderismo en ese estado–, (Cockcroft, 1971) que fueron espacios coincidentes de algunos personajes que encontramos, al arribar al siglo XX, en los clubes liberales en San Luis Potosí y otras ciudades, así como de anarquistas y socialistas que formarían el floresmagonista Partido Liberal Mexicano; un crisol, a fin de cuentas, del cual emergen dos líneas claras: una reformista y otra radical, que tienen sus diferencias en las vías de acción, en las estrategias de lucha y en su origen social: para unos los culpables son las fuerzas del pasado, mientras que, para los radicales, lo es el gobierno, que por su política de conciliación se ha transformado él mismo en una fuerza del pasado. Y las formas de lucha son, para los primeros, la educación del pueblo y la acción política, mientras que los segundos optan por la conspiración y la insurrección, a tal grado que la vuelven, algunos, proyecto de vida, como en el caso de Ricardo Flores Magón, Juan Sarabia, Soto y Gama o el consecuente Librado Rivera, quien luego de regresar deportado desde una cárcel estadounidense -estuvo exiliado 18 años, de los cuales más de 11 los pasó en prisión- llega a México en los años veinte del siglo pasado para integrarse a la CGT, organizar huelgas en Tampico, editar un periódico –Paso– y morir en esa ciudad en marzo de 1932, a los 68 años, luego de ser atropellado por un automóvil (Taibo II, 1988).

Las sociedades mutualistas generaron imaginarios mucho más radicales y cuestionadores del estado de cosas, “con un arraigo tanto en los sectores ‘modernos’ del campo como entre los obreros, [que] ofrecían una mayor autonomía frente al gobierno liberal, cuya clientela directa se encontraba en las logias.“ (Bastian: 403) Estas sociedades de ideas fueron escenarios de prácticas democráticas de un pueblo de electores en construcción y se manifestaron tanto en el ámbito rural como en el urbano, en ellas, continúa Bastian, “se inculcaban las prácticas y los valores nuevos, modernos, en el seno de una sociedad global profundamente marcada por los actores colectivos y las prácticas corporativas […] El aprendizaje político consistió en elaborar estrategias para pasar de las redes de asociaciones privadas a un frente político abierto, capaz de escapar de la represión.” (407)

 

El encore de rigor

Luego de haber pasado revista a las logias y a las sociedades de auxilios mutuos quedan las certezas de su decisivo carácter moderno y de su incidencia para la difusión de las ideas y la conformación del imaginario colectivo en la segunda mitad del siglo XIX, pero también queda la certeza de matizar algunas afirmaciones en torno al papel de las logias -es el caso de Guerra- y sobre la existencia de un proceso lineal que ubica a éstas como antecedentes directos de, por ejemplo, el Partido Liberal Mexicano -es el caso de Cockcroft y también de Guerra-. Éste señala que “no hay una ruptura entre las formas de organización del liberalismo del siglo XIX y el radicalismo y el anarquismo del siglo XX, sino una continuidad clara de ambientes y tipos de organizaciones [como] el resultado de una estructuración descendente de los obreros por los modos de organización y las ideologías de las minorías más radicales de las elites.” (1988, I: 172 y 179); de igual manera, Cockroft ve una relación causal entre las movilizaciones -huelgas y revueltas- impulsadas por el PLM y la caída de Díaz, así como, de manera un tanto romántica, un triunfo de los radicales con la promulgación de la Constitución de 1917, la cual, “para horror de los moderados, recorrió un largo camino para sentar las bases de un cambio social y económico radical de México” (216); ello a pesar de que el propio autor reconozca como resultados de la Revolución a “un campesinado vencido, un movimiento laboral inválido y dependiente, una burguesía sangrante pero victoriosa y para un pueblo mexicano dividido, un triunfo de papel: la Constitución de 1917” (216). Frente a estas afirmaciones que, insistimos, es necesario matizar, se encuentran posiciones como las de Jean-Pierre Bastian, ya señalada líneas atrás, y las de Alan Knigth, quien considera que es una práctica común analizar el proceso histórico de generación de ideologías y acciones sociales de ellas derivadas como una relación mecánica de causa–efecto, donde se pierde de vista lo medular: que los sujetos y actores sociales son, sí y por supuesto, seres humanos que abrevan en expresiones culturales <pasadas> que juzgan compartidas por fuerza de su persistencia en el tiempo, pero que, sobre todo, su presente es el que define con qué tipo de ideas y acciones enfrentarlo, porque ante él deben dar las respuestas políticas de acuerdo al proyecto de vida y mundo que esgriman.[12]

Bajo esta perspectiva, tanto las logias masónicas como las mutuales del XIX son fuentes y formas de sociabilidad en las cuales abrevaron movimientos y actores sociales posteriores, pero las acciones de éstos no tuvieron una relación mecánica con aquellas, sino que obedecieron a situaciones y retos de su tiempo, a las coyunturas y exigencias inmediatas a las cuales tuvieron que dar respuesta, lo que no es obstáculo para considerarlas como antecedentes, importantes sí, aunque no definitivos ni únicos. Y ya metidos en el terreno pantanoso de las especificidades podemos hacer algunas precisiones, como que las logias fueron formas modernas de sociabilidad precursoras de los clubes y los modernos partidos políticos en México en la segunda y tercera décadas del siglo inmediato pasado, así como las sociedades de apoyos mutuos, influidas por el anarquismo ya presente en nuestro país –las cuales pasaron de una acción defensiva a una organizativa y cooperativista en torno al mundo del trabajo para llegar a la política por medio de la idea de una república del trabajo–, fueron precursoras de los sindicatos radicales en los años veinte del siglo XX. La vieja y persistente ceremonia de la vida social continuaría requiriendo de nuevas pieles que a su vez se reconstruirían tomando en cuenta las precedentes, en el continuo andar de la historia donde todo viejo tiempo fue un nuevo tiempo, como todo nuevo tiempo será, a la postre , un viejo tiempo.

A fin de cuentas, el escenario que era la conflictiva vida social del último tercio del siglo XIX en un México que intentaba romper amarras con su pasado novohispano cuya sombra continuaba abrazándolo y guiándolo paradójicamente, sería el terreno fértil al cual arribarían las ideas anarquistas para iniciar su tránsito en la historia, tiñendo ideológicamente el actuar de los sectores subalternos nacionales durante los tiempos finiseculares del XIX y las primeras cuatro décadas del siglo XX. Historia cuyos orígenes iremos rastreando y precisando al través de las páginas de cada una de las obras/fuentes que a continuación expondremos.

 

Las fuentes

Gastón García Cantú, un autor ubicado en la corriente que bien pudiéramos denominar de izquierda nacionalista, surgida de la Revolución Mexicana como abigarrado crisol y que alcanza su cima durante el cardenismo, completa con El socialismo en México, siglo XIX (1969) un camino iniciado en 1963, cuando publica Utopías mexicanas (1986), antecedente ineludible del texto que nos interesa. Su postura de izquierda y nacionalista se verá confirmada en un texto posterior, publicado en 1971: Las invasiones norteamericanas en México, así como en su trabajo como analista político en diarios y revistas durante los años sesentas y setentas del siglo pasado. Ello, su ideología, lo conduce a mostrar simpatías por los actores sociales de los que escribe y, en ocasiones, lo lleva a mostrar cierto populismo en su análisis. Asimismo, coloca como socialistas a corrientes ideológicas diversas, que van de utopistas católicos hasta anarquistas y marxistas pasando por impulsores de falansterios. Como quiera que sea éste es un texto que, de manera sistemática y sin muchos prejuicios, aborda las luchas y movimientos sociales comunitarios durante el siglo XIX y, asimismo, recopila algunos documentos que en conjunto devinieron una especie de compendio de fuentes primarias concentradas.

El autor hace un aporte importante como filón analítico, tanto contextual como ideológico: los liberales, en sus varias corrientes y grupos, fueron enemigos del socialismo, a tal grado que en la mayoría de sus actos coincidieron con los conservadores. Sin embargo, hubo algunas excepciones, como la de Ignacio Ramírez, quien es visto como precursor del liberalismo que le otorgará su sello a las demandas sociales de la Revolución Mexicana asentadas en la Constitución de 1917 (García Cantú, 1969: 11); otros, como Guillermo Prieto, fueron <ganados> por lo justo de las luchas, sin dejar de manifestar sus dudas, y hubo los que decididamente apoyaron las causas de los desposeídos sin ser abiertamente socialistas, como Ignacio Manuel Altamirano (46-54), o como Melchor Ocampo, de quien se sabe que conoció la obra de Proudhon pero, según García Cantú, ello no se manifestó ni en la obra ni en la acción de este liberal. (146-148). En lo general el socialismo -como lo entiende el autor, que conste- era, para liberales y positivistas "el desenfreno, la concupiscencia y el desconocimiento de Dios y la familia. Daba paso a la bestia humana, al caos y a la confusión." (54)

Sobre los orígenes del anarquismo en nuestro país García Cantú retoma a José Valadés -fuente a la que pudiéramos llamar originaria-, a Juan Hernández Luna y a Manuel Díaz Ramírez -fuentes nada confiables, como veremos más adelante-, señalando lo que después retomarán todos los autores que han trabajado sobre el tema: que Plotino Rhodakanaty  llega a México en 1961, proveniente de Barcelona; que antes, en París, había trabado contacto con la obra de Prohudon, Fourier y Hegel, quienes le hablan impresionado; que fue a Francia con la intención de conocer a Prohudon; que llegó atraído por las muy difundidas  ofertas del gobierno de Ignacio Comonfort para la colonización de tierras; que era de origen griego; que fundó una escuela en Chalco -origen de una comuna y lugar donde conoció a Julio Chávez López  o Julio López, quien a la postre serla el cabecilla de una gran insurrección agrarista ácrata-; que antes conoció a Francisco Zalacosta, Hermenegildo Villavicencio y Santiago Villanueva -conspicuos anarquistas y luchadores sociales-, con los cuales formó el Grupo de Estudiantes Socialistas al no poder crear una comuna; que formó, en 1865 y en compañía de sus originales compañeros de lucha, el grupo anarquista más importante hasta entonces: "La Social"; que era, según García Cantú, un "socialista cristiano" y que su obra manifiesta esta esencia, sobre todo en su Cartilla, la cual está estructurada de manera semejante a los Evangelios (72-179, 420-422, 458-462).



Imagen 3. Portada de La Conquista del Pan.
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En torno a las rebeliones campesinas, para nuestro autor sólo dos pueden ubicarse bajo las banderas del anarquismo: la de Julio Chávez López o Julio López o Julio Chávez o Julio López Chávez –para García Cantú el nombre correcto sería el último, aunque Valadés adopta el penúltimo como el válido y en los documentos de la época aparece como Julio López–, en Chalco, y la de Sierra Gorda. En el primer caso su dirigente surgió de la Comuna de Chalco, donde Rhodakanaty , Zalacosta y Villanueva formaron una escuela libre en 1866. Abrevando en el anarquismo el discípulo pasó del trabajo colectivista y comunitario al decidido enfrentamiento con los hacendados y el gobierno en pos de la redención de los pobres del mundo. Fue una rebelión concebida en el terreno largo del pensamiento del hombre que comandó la primera insurrección que ideológicamente estaba amparada en la acracia y que influyó de manera específica a la de Sierra Gorda, baste para ello cotejar el Manifiesto a todos los oprimidos y pobres de México y el Universo, de Chávez, y el Plan Socialista de la Sierra Gorda (55-71).

El texto abunda y aporta información referente a la prensa y los libros de la época con una presencia "socialista" (9-101, 116-122), además de la compilación de documentos incluidos en la Tercera Parte de la obra (267-414). Se ofrecen por entonces El Capital -en francés y en dos versiones: resumido o ¿completo?-, obras de Paúl Lafargue -obvio: El derecho a la pereza-, de Proudhon, de Blanc, de Víctor Hugo, de Dumas, de Lamartine (116-117). Algunas <noticias> más allá de lo que sería lo especifico de la lucha social se encuentran en el apartado "La fraternidad universal", una suerte de miscelánea que tiene interés para algunas cuestiones en torno a lo contextual cotidiano. Acerca de El Gran Circulo de Obreros, organización generadora de la mayor parte de las asociaciones laborales, fundada en septiembre de 1872 bajo el estimulo de La Internacional, se extiende por más de cuarenta paginas (93-134, 181-206, 326-338, 411-422) y sobre esta última organización  también lo hace (235-237, 81-98, 180-196, 316-320).

Dejando de lado lo cronológico, García Cantú edifica su texto asentado en fuentes primarias como colecciones de periódicos, obras de la época, archivos –por ejemplo el de Relaciones Exteriores– y ediciones de archivos -el de Porfirio Díaz y el de Benito Juárez- y fuentes secundarias de variadas y encontradas tendencias; cuenta su historia a saltos, atravesada por un hilo conductor: lo que él llama "el socialismo durante el siglo XIX", fuerza e idea telúrica que dio a la luz su último manifiesto en 1891, a punto de concluir el siglo, y que continuó viva de alguna manera hasta manifestarse en las huelgas de 1906 en activistas como Esteban Baca Calderón, en Cananea; o Manuel Ávila, José Rumbia y José Neyra, en Río Blanco (Aguilar Camín, 1981: 110-124; García Díaz, 1997: 98-156). "¿Quiénes mantuvieron vivo el fuego de la protesta, de las proposiciones, de las demandas, hasta llegar el año de 1906? No conocemos, hasta hoy, la obra de los propagandistas anónimos... En la historia social las ideas no desaparecen. Toman otras formas, otras voces, se bifurcan en varias corrientes, se fragmentan, pero no desaparecen." (García Cantú: 128-129)

Carlos M. Rama, un agudo y acucioso uruguayo seguidor de los movimientos señalados en sus libros Historia del movimiento obrero y social latinoamericano contemporáneo (1976), Utopismo socialista 1830-1893 (1977) y, en coautoría con  Ángel J. Cappelletti, El anarquismo en América Latina (1990)  inició a partir de la década de los cincuenta la investigación que sustenta su Historia del movimiento obrero... -es también el autor de una cincuentena de libros en torno a la sociología, la literatura, la historia y el pensamiento latinoamericano, que no intenta ocultar su punto de vista marxista y, en algunos pasajes, dependentista y populista-, obra que estructura bajo una primera parte introductoria donde analiza tres momentos: la época colonial, el XIX independentista y la América moderna -que arranca en 1910, con la Revolución Mexicana, y alcanza su cima en 1959, con la Revolución Cubana-; pasa lista a la participación popular en el Río de la Plata durante 1810-1830 y a los movimientos sociales en nuestro continente durante el XIX; ve a América Latina en el contexto de La Primera Internacional y revisa los movimientos sociales de 1900 a 1961; pondera el movimiento obrero y social de 1929 a 1939 en Argentina, Chile y Uruguay; concluye con la nueva izquierda latinoamericana e incluye dos Apéndices: uno sobre la Revolución Mexicana y Uruguay y otro sobre la historia del campesinado en nuestro continente.

Como puede notarse el libro es, antes que un todo integrado, un conjunto de ensayos con el objetivo de llevar a cabo una interpretación o interpretaciones sobre historia de la clase obrera y los movimientos sociales. En nuestro caso, y para el objeto del rastreo en que andamos metidos, es importante, por lo que señalaremos en la critica/conclusión, el apunte que hace sobre la obra de Víctor Alba –Historia del movimiento obrero en América Latina–, definido como un mexicano escritor de un libro que, "aunque voluminoso, es escasamente científico, y lo inspira la lucha ideológica inmediata." (Rama, 1976: 11). Y lo importante de la afirmación estriba en que el texto de Alba fue, durante mucho tiempo, tomado como fuente nodal por muchos autores. Por otro lado, Rama ubica como causas de las primeras mutuales, asociaciones de artesanos y gremiales en Latinoamérica, durante la mitad del siglo pasado, la emigración de trabajadores europeos hacia acá y la llegada, entrados ya en los setentas del siglo XIX, de las ideas de Proudhon, Blanqui y Bakunin, sobre todo a Buenos Aires, Montevideo, La Habana y México -entendemos que se refiere a la capital. Lo que resulta interesante dado que rompe con el acuerdo en torno a ubicar 1861 como la llegada a nuestro país del anarquismo, pero aún no es tiempo de abordar aquí esto.

Rama hace las obvias referencias a Rhodakanaty , Zalacosta, Villanueva, Villavicencio, al Gran Círculo de Obreros, al Primer Congreso Obrero de 1876, a las relaciones de La Social con la AIT; para todo esto echa mano, como fuente única, de José Valadés, y las pistas sobre el anarquismo en México las distribuye en su texto (30, 51-53, 58, 63-64) basado en fuentes de índole secundaria, en su mayoría, y en uno y dos libros de la época para los casos de Colombia y Argentina, respectivamente.

Utopismo socialista, la otra obra de Rama, es, en nuestra opinión, el trabajo más amplio publicado hasta ahora sobre el tema. Editado por la Biblioteca Ayacucho, en 1977, se construye bajo la estructura general de la colección -cada volumen fue encargado a un escritor o científico social latinoamericano, el cual hace un estudio sobre la obra de un autor, corrientes ideológicas o movimientos sociales, e incluye una antología de textos de él, del autor, o de ellos, los movimientos, así como un mapa o plano para el seguimiento histórico-. Aquí, Rama hace mención a su libro ya comentado y lleva a cabo una precisión que compartimos respecto a los movimientos campesinos entre 1869-1881: que tuvieron "una ideología en que se mezcla el utopismo fourierista con el anarquismo, que hace... de detonador revolucionario," (XV), traza la ruta ya conocida del anarquismo en México, basado en, de nueva cuenta, José Valadés   -menciona el texto de éste sobre la colonia de Topolobampo-; también se apoya en Leticia Reina y su tesis de 1973, que fue publicada como libro en 1976 por Siglo XXI Editores -Movimientos campesinos en México en el siglo XIX-, y en García Cantú (1969), así como, a pesar de su crítica -que vuelve a manifestar-, en Víctor Alba.

Rama divide el corpus del libro en cuatro partes: la primera incluye el estudio crítico del autor sobre el tema -alrededor de setenta páginas que abarcan de 1830 a 1893-; la segunda son una selección de la obra de los utopistas Flora Tristán, peruana autora de la frase "Proletarios de todos los países, uníos", que mantuvo relaciones personalmente con Fourier, Robert Owen, Marx -quien, por cierto, la menciona en La sagrada familia- y Engels -quien se inspiró en sus obras Los paseos en Londres y La unión obrera para escribir La situación de la clase obrera en Inglaterra-, de Esteban Echeverría, de Domingo Faustino Sarmiento, de Santiago Arcos Arlegui y de José Ignacio Abreu e Lima; la tercera son lo que el autor llama "proyectos utópicos", e incluye a sus autores: Robert Owen -la petición, en 1928, al gobierno mexicano para crear una colonia utopista-, Plotino Rhodakanaty  -su famosa Cartilla Socialista-, Víctor Considerant -sus cartas sobre la situación de México en 1865-, Albert Kinsey Owen –su sueño de lo que sería la colonia de Topolobampo– y Giovanni Rossi –sobre la experiencia de 1890-1893 en la comuna Santa Cecilia, en Brasil–; la cuarta es un plano cronológico, de gran utilidad, que contempla tres áreas de manera horizontal: los hechos y personas incidentes en el utopismo latinoamericano, los hechos y las publicaciones generales en América Latina a nivel mundial, todo ello contemplado en el corte histórico fijado por el propio título del texto.

El estudio introductorio está basado, principalmente, en fuentes secundarias, y sólo para el caso chileno, el cubano y el argentino consulta obras de la época. Hay un esfuerzo de síntesis historiográfica en la recuperación de los textos incluidos en la segunda y tercera partes, así como en algunas observaciones interesantes sobre la relación entre el utopismo y el anarquismo, en el sentido de que aquél se prolonga en éste más que en ninguna otra corriente del siglo XIX y de que no debe considerársele como una etapa introductoria, sino como un ingrediente del anarquismo, el cual, para 1880, según Max Nettlau en El anarquismo a través de los tiempos, citado por Rama, mantenía "tres concepciones... la colectivista en España donde la internacional, al volver a la vida pública... la proclamó como el credo social... la comunista que se defendía en Francia, Italia, Bélgica, Suiza, Inglaterra... y la mutualista-individualista en los Estados Unidos." (LXII). Esta última, según Rama, es la que prevalecía en América Latina y, a fines "del siglo [antepasado], las nuevas orientaciones del pensamiento socialista, en particular la fuerte corriente anarquista, desplazan la vigencia del utopismo." (LXVIII). De salida es justo decir que la intención abarcadora del autor impide ver los árboles dentro del bosque, profundizar, sobre todo en la parte que ha dado origen a nuestro interés e intento: México, 1860-1900.



Imagen 4. Ricardo y Enrique Flores Magón
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John Mason Hart es un autor estadounidense cuya obra Los anarquistas (1974) es el primer intento en forma de libro para dar cuenta del socialismo libertario en México -la obra de Valadés fue publicada de manera integrada hasta 1984 y los textos de García Cantú se refieren a un espectro más amplio en términos de corrientes ideológicas-, lo que hace partiendo de una concepción de izquierda –un marxismo heterodoxo– que demuestra simpatía por los hombres y las ideas sujetos/objetos de su investigación, posición que también mostrará en posteriores trabajos como estudioso de la historia de las clases subalternas nacionales –principalmente la clase obrera– entre la cuarta década del siglo pasado y la tercera del presente, manifestada en un trabajo sobre los grupos anarquistas y la clase trabajadora que abarca de 1869 a 1931 (Austin, 1978), aún sin traducción al español, y lo que es, hasta ahora, su obra máxima, El México revolucionario (1990); es autor también de dos artículos en español cercanos al tema del anarquismo y las luchas sociales, uno sobre Miguel Negrete –(1974, julio-septiembre). Historia Mexicana, 24– y otro sobre los obreros y el Estado entre 1860 y 1931 –(1981, enero). Nexos, 37–; y dos en inglés, uno acerca de la Casa del Obrero Mundial –(1978, febrero). Hispanle American Historical Review,588– y otro en torno a las guerras campesinas en el suroeste mexicano durante los años cuarentas del siglo XIX -(1987). En Katz, F. (Ed). Riot, Rebellion and Revolution: Rural Social Conflict in México: Princeton.

Estructurado en orden cronológico, el texto de Hart empieza, y vaya en prenda la tautología, por el principio: los orígenes y sus influencias externas e internas -Kropotkin, Bakunin, Proudhon, los emigrantes españoles, estudiantes, artesanos y obreros fabriles mexicanos-, mismas que le definieron el rostro: "Aunque se decían a sí mismos socialistas su ideología anarquista los separaba del movimiento marxista... al principio se adhirieron al socialismo en la versión Proudhon-Bakunin, exportada primero a España y luego a Hispanoamérica." (Hart. 1974: 28). Dedica una buena parte al seguimiento de Rhodakanaty , sus actividades proselitistas vía la acción, sus artículos y sus libros, la formación de organizaciones: llega el griego en 1861, en 1863 forma, con Zalacosta, Villavicencio y Villanueva un grupo que, en 1865, se autodenomina “Grupo de Estudiantes Socialistas”, el que fue generador, en el mismo año, de La Social, que promovió la organización y la agitación y en cuyo seno la mujer cobró una importancia e igualdad que aún sorprenden para la época, luego, en los sesentas, La Social, que era secreta, desaparece, para emerger de nuevo en 1871; antes, en 1864, impulsan la creación de la primera mutual: la Sociedad Particular de Socorros Mutuos y resucitan a la Sociedad Mutua del Ramo de Sastrería; por su parte, los trabajadores de dos fábricas textiles, “San Ildefonso” y “La Colmena”, conforman, con la participación destacada de Zalacosta y Villanueva, la Sociedad Mutualista del Ramo de Hilados y Tejidos del Valle de México, la que el 10 de junio de 1985 estalla la primera huelga en la historia del país, misma que es derrotada; más adelante, al fundar Rhodakanaty  en Chalco la Escuela del Rayo y el Socialismo, conoce a Julio Chávez López, quien será luego el dirigente de la primera insurrección agraria de tinte anarquista en México. Por su parte Villanueva y Villavicencio impulsan la Sociedad Artística Industrial y, el 8 de julio de 1868, la primera huelga triunfante en “La Fama Montañesa”; en 1870 crean el Gran Circulo de Obreros de México que, en 1876, organiza el primer Congreso General Obrero de la República Mexicana, y en este mismo año reorganizan a La Social, para luchar al interior de esta organización y del Gran Círculo en una <guerra de posiciones> constante, con el objetivo de hacer al anarquismo corriente ideológica hegemónica, lo que lograrán, pero a costa de divisiones con los propulsores del encuentro con los políticos para insertarse en las campañas en busca de posiciones en el gobierno, lo que no impidió que a mediados de los ochentas dominaran el Congreso General y  se afiliaran a la Asociación Obrera Internacional.

Los últimos quince años del siglo serán, Hart dixit, el tiempo del declive para el anarquismo. La ofensiva del gobierno comenzó en 1880 por el presidente Manuel González, que estuvo en lugar de Porfirio Díaz hasta 1884, cuando volvió a tomar posesión el  dictador." (119) Así, el régimen de Porfirio Díaz, “consolidó un fuerte arraigo en el país y le proporcionó tranquilidad política y estabilidad económica por primera vez, [y si aunamos a ello que] el proceso de industrialización no estaba lo suficientemente avanzado [que] el número de trabajadores en las fábricas era relativamente pequeño en comparación con la población total [y que] padecían una desunión crónica” (171), podremos entender la impotencia para enfrentar la nueva y difícil situación que se les presentaba. En estas circunstancias Hart encuentra las causas del ocaso, transitorio pero realmente existente y duro, incluso para quienes como los anarquistas estaban acostumbrados a luchar  como los salmones en el río, a contracorriente y cuesta arriba.

Acudiendo a fuentes primarias –el Archivo General de la Nación, la Hemeroteca Nacional, el Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional, el Archivo de la Defensa Nacional y libros de la época–, secundarias –Valadés, primordialmente, García Cantú, Víctor Alba, Díaz Ramírez, Hernández Luna– y el testimonio oral, John Mason Hart construye, como ya dijimos, el primer trabajo sobre el anarquismo -en su especificidad ya definida- en nuestro país.

El México revolucionario es la obra cimera de este autor y, aunque está atravesada y articulada por dos tiempos que son el Porfiriato y la Revolución Mexicana, presenta, en su primera parte, un análisis de los sectores y clases fundamentales: campesinos, trabajadores urbanos -artesanos y obreros-, la pequeña burguesía y las elites provincianas, cuestión que lo conduce a retomar el contacto con el anarquismo en el siglo pasado. Así, pasa lista al bandolerismo social y a los milenarismos religiosos como "formas preideológicas de la protesta agraria", ejemplificando con la revuelta de Tomóchic y la Santa de Cabora, así como con las rebeliones por la tierra con un largo período de incubación, como la revuelta de Papantla[13], a rebeliones como la de Julio Chávez López, "preliminares de una revolución agraria ideológica, [la cual] estableció las demandas fundamentales de la insurrección campesina que se mantuvieron hasta la revolución zapatista de 1910." (67). Para el caso de los artesanos y obreros Hart retoma su análisis contenido en Los anarquistas y, sin variar en lo fundamental las conclusiones ya esgrimidas, aporta algunos datos con la intención de argumentarlas (88-99).

Partiendo de una revisión general inserta los movimientos sociales y económicos como elementos nodales en la historia nacional, y a ésta como una continua contradicción entre modernización y tradición, lo que rastrea en un sólido manejo de sus fuentes primarias: veinte archivos –trece norteamericanos y siete mexicanos–, veintiún periódicos –once norteamericanos y diez mexicanos– y entrevistas a informantes clave; sus fuentes secundarias son las más importantes producidas hasta fines de los ochentas del siglo pasado. Es ésta una obra seria que, dada su amplitud, sólo aporta tangencialmente a nuestro objeto de búsqueda, pero aporta bien y viene a complementar lo ya manejado por Hart en sus artículos y su libro de 1974.

Ricardo Melgar Bao, de origen peruano, ha publicado, hasta donde sabemos, un trabajo sobre el tema centrado en su país: Sindicalismo y milenarismo en la región andina del Perú (1920-1931), (1987), obra que puede ser leída como antecedente de El movimiento obrero latinoamericano I y II), texto que arranca con el análisis sobre algunas de las utopías surgidas a mediados del siglo pasado, las más de ellas influidas por un componente étnico –elemento éste que el autor señala como importante a la hora de hacer cualquier interpretación sobre el proletariado latinoamericano–, enseguida procede a rastrear, durante la segunda mitad del siglo, las variantes del anarquismo en lugares como Brasil, Cuba y México. Es en este apartado donde menciona algunos momentos, movimientos y personajes centrales de la acracia en nuestro país: la llegada de las ideas y la presencia de Rhodakanaty, las huelgas de San Ildefonso y La Colmena; las relaciones del anarquismo mexicano con la AIT; la publicación de la novela El monedero, del tipógrafo Nicolás Pizarro Suárez; la formación del Gran Círculo de Obreros de México y las acciones de La Social. (23, 40. 39, 83-92).

Constreñido por las propias líneas del trabajo, que lo llevan a ir comparando lo que ocurre en cada país, el autor no profundiza y basa sus afirmaciones en fuentes secundarias ya conocidas: Hart, García Cantú y, en el mismo nivel que los dos anteriores, Leal/Woldenberg. Asimismo, aunque su punto de vista, su óptica, es marxista, quizás la realidad específica de la cual proviene –Perú, un Estado Nación pluriétnico– lo lleva a combinar el análisis de clase con lo cultural, donde el componente étnico en la conformación de la clase obrera latinoamericana aparece como mediación importante. Al igual que Carlos M. Rama, Melgar incluye como apéndice una "Cronología del movimiento obrero latinoamericano 1848-1970", estructurado en tres niveles intercomunicados: lo que sucedía en el mundo pero incidía en el movimiento obrero latinoamericano, lo que acontecía en nuestro continente con el movimiento obrero y la literatura y hemerografía que se iba produciendo. La apuesta del autor por abarcar mucho lo conduce al resultado final: un mapa/plano/esquema del movimiento obrero latinoamericano epidérmico que nos habla de lo que aconteció, pero deja muy en el terreno especulativo por qué sucedió, dejando a la vista un rostro público y publicitado del anarquismo al que le hicieron falta las entrañas del mismo.

José C. Valadés es el autor de El socialismo libertario mexicano (siglo XIX) (1984), y a quien todo aquel que indague acerca de los orígenes y momentos centrales del anarquismo en México termina consultando, ya sea de manera directa o triangulada vía algunos de los estudiosos conocidos o por conocer. Porque decir obra nodal para referirnos al trabajo de este autor es, en el peor de los casos, siempre un acto de justicia para alguien que desde la cercanía del acontecimiento -en lo espacial y lo temporal- se echó a cuestas la tarea del ejercicio de la memoria frente a los atropellos del olvido. Historiador y militante de la izquierda –socialista libertario, en el mejor sentido del término por él acuñado–, fue partícipe de las luchas fundamentales libradas por el anarcosindicalismo en la década de los veintes –joven dirigente en el movimiento inquilinario del Distrito Federal como miembro temprano, en 21, del Partido Comunista llega a ser uno de los tres integrantes de su Secretariado Nacional y al año siguiente es expulsado del partido– y el primer documentador, metódico al extremo del detalle, de las luchas de la izquierda conformada como tal con el arribo del anarquismo a estas tierras. Es también el autor de un gran cantidad de libros y artículos diseminados en periódicos y revistas, sobresaliendo entre éstos una pionera historia de la Revolución Mexicana, sus memorias, un libro sobre las caballerías en la revolución, uno sobre las rebeliones de Tomóchic y Temosachic, uno sobre las asonadas militares y la política de los comunistas.

Valadés mantiene siempre una posición teórica desde un marxismo heterodoxo, resultante éste de su primigenia acracia, y es un temprano y precoz revisionista del Porfiriato y la Revolución Mexicana que en El socialismo libertario... enfrenta, desde la cercanía en el tiempo, la conformación de las ideas y la acción anarquista entre 1853 y 1891: de la constitución de la Sociedad Particular de Socorros Mutuos del ramo de sombrerería hasta la desaparición de la comuna de Topolobampo. Estructurado en doce capítulos el libro sigue un orden cronológico estricto ajustado por cortes históricos como escenarios temporales de los hechos, asimismo, cada tema central se divide en subtemas integradores.



Imagen 5. José C. Valadés
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Así, el trabajo de Valadés permite un seguimiento puntual, al detalle, de lo que él llama socialismo libertario. Su estilo narrativo deja que la prosa haga lo suyo y permita la aparición de apuntes críticos, interpretaciones y correlaciones entre los capítulos y su contenido. En términos metodológicos podemos decir que existe un elemento vertebrador: la tensión permanente entre las vanguardias anarquistas y su lucha, tanto interna como externa, para desarrollar un movimiento social fuera del control y alejado de los grupos gobernantes; un permanente no como foco rojo ante el canto de las sirenas. En términos historiográficos bien pudiéramos ubicar a ésta obra como una especie de historia de familia, con un escenario amueblado por el liberalismo, las Leyes de Reforma, el positivismo y el Porfiriato, la cual Valadés escribió entre 1921 y 1927, mientras era dirigente de la CGT y delegado en nuestro país de la Asociación Internacional de Trabajadores; algunos fragmentos de ella fueron publicados en el suplemento cultural del semanario argentino La Protesta, en 1928, luego de que su autor intentó sacarlo a la luz en forma de libro y no pudo hacerlo; volvió a intentarlo en 1930 y, al no encontrar editor, decidió no hacerlo en definitiva.

Durante muchos años los avances contenidos en el semanario anarquista argentino se convirtieron en el abrevadero fundamental y valedero para documentar el caminar del anarquismo –de sus teóricos y hombres de acción, que la mayor parte de las veces eran los mismos– en México durante la segunda mitad del siglo XIX, hasta que en 1984 la Universidad de Sinaloa lo editó y con ello no sólo oxigenó la historia, sino contribuyó a matar varios equívocos que Valadés no presenció por haber fallecido en 1976, antes de que Paco Ignacio Taibo II, trabajando el Archivo Valadés, obtuviera el manuscrito que en un principio su autor tituló Orígenes del socialismo en México. De tal manera que luego de pasar casi sesenta años de haber sido escrita vio la luz ésta que es, vale decirlo, la primera obra historiográfica de Valadés, misma que está basada en un alto porcentaje en fuentes primarias como el archivo de La Social, el del Gran Círculo, la correspondencia entre Zalacosta y Rhodakanaty , documentos como los manifiestos de las revueltas campesinas en Puebla y Chalco, periódicos de la época y los testimonios recogidos con algunos de los participantes -recordemos que Valadés empezó a trabajar su investigación cuando aún vivían informantes/testigos clave-; todo ello hacen de esta obra y su autor fuentes vitales para la comprensión del tema. Si clásicos hay respecto al tema ambos, José Cayetano Valadés y El socialismo libertario mexicano (siglo XIX) son de tal estirpe, por tal motivo los retomaremos como ejes centrales en el último tramo de este artículo.

Mario Trujillo Bolio centra su atención en uno de los gremios que se destacó en las postrimerías  del siglo antepasado, y en las tres primeras décadas del pasado, el de los textileros, cuya historia es una constante lucha por mejoras salariales, condiciones de higiene y seguridad en el trabajo y, en resumidas cuentas, llevar una vida digna, demandas que, por doquiera que se les vea, resultaban inaceptables para los patrones de aquellos tiempos. Ello, la cerrazón patronal y la agitación y resistencia de los gremios, produjo una permanente tensión y una cíclica confrontación. Este escenario es el que aborda Trujillo Bollo, autor de por lo menos otro trabajo sobre el tema: "La Fama Montañesa, 1830-1913", publicado en la revista Universidad de México no. 545,  de junio de 1996, el cual de alguna manera queda integrado al libro que ahora nos ocupa y que representa un serio, informado y argumentado esfuerzo por sistematizar las afluentes ideológicas, políticas y culturales que originaron la organización y movilización obrera en el periodo estudiado -cuyas condiciones económicas serán un factor más, junto a los tres afluentes mencionados-. El libro se propone, entonces, indagar sobre lo orgánico y lo organizativo como principios, pero también como respuestas, mismas que se inscriben en la cotidianidad de los trabajadores como parte fundamental de la esfera pública en la cual actúan binariamente: como trabajadores y como seres humanos.

Para nuestros intereses particulares –el anarquismo entre 1860-1900– el texto de Trujillo Bolio no arroja datos nuevos, pero en el terreno de las interpretaciones que el autor va poniendo en común encontramos algunas provocadoras vetas de análisis que complementan lo conocido. Haciendo un intento de resumen sobre el corte de nuestro interés encontramos lo que sigue, según Trujillo Bolio: que alrededor de los años cuarenta del siglo XIX se inicia el proceso de aglutinamiento de los trabajadores en sentido gremial y cultural, pero es durante los cincuentas y sesentas que se dan las primeras mutuales y se perfilan las dos tendencias que se disputarán la hegemonía en las organizaciones: la corriente liberal y la corriente anarquista o socialista; en la primera se encuentran Epifanio Romero y Juan Cano, y en la segunda los integrantes del Grupo de Estudiantes Socialistas –Rhodakanaty, Zalacosta, Villanueva, Villavicencio...– que generaron La Social. Una primera diferencia substancial al respecto, resultado de sus principios ideológicos, fue la relación con el gobierno y la política, porque los liberales mantuvieron un diálogo y apoyo a Juárez y Lerdo de Tejada, lo que los llevaba a promover el ejercicio del voto, y los anarquistas renegaban de la participación en la política y veían en el gobierno al enemigo de clase. De ahí en adelante las dos corrientes mantendrían una pugna por lograr la legitimidad como representantes de los trabajadores. Así, cuando los grupos anarquistas habían reorganizado a la moribunda Sociedad Artístico Industrial –formada por Romero, con el apoyo de Juárez, en 1861–, éste y Cano decidieron formar el Conservatorio Artístico Industrial, en 1867, nombrando a Juárez y a Francisco Mejía presidente y vicepresidente honorarios, respectivamente, lo que condujo a que de inmediato contaran con un local y un subsidio de 1200 pesos al mes, aprobado por el Congreso de la República. Esta sería la tónica de la lucha entre ambas corrientes: los anarquistas enfrentados al ala liberal del movimiento obrero que contaba con el apoyo gubernamental para tratar de minar la presencia, actividad, representatividad y legitimidad de aquéllos, lo que no ocurrió, por cierto, ya que, para 1868, cuando estalla la huelga en las fábricas textiles San Ildefonso y La Colmena, los anarquistas son la fuerza impulsora de las acciones que, según Trujillo Bolio, lo único que lograron fue el consenso para el intentar oponerse a la reducción de sus salarios, pero no fue un éxito integral (167-198).

Mediante la comparación de fuentes primarias y secundarias el autor obtiene una conclusión importante en torno a la afirmación de Hart –éste afirma que los trabajadores mexicanos estaban aislados con respecto a los avances orgánicos y organizativos de los europeos-: los intentos por crear organizaciones nacionales en Francia, Inglaterra y España no pasaron de aglutinar a una minoría de los trabajadores, algo semejante a lo que ocurrió en México con el Circulo Proletario; luego entonces, no fueron las <líneas> de la AIT las que impulsaron el crecimiento de la clase obrera. Podemos decir, entonces, con certeza, "que el grado de desarrollo organizativo y reivindicativo de los trabajadores mexicanos no estuvo marcado, para ese entonces, por una posible afiliación... a la AIT, sino más bien en lo que los mismos habían gestado en la coalición laboral como el tipo de demandas que comenzaron a promover." (203) Más adelante, en el tránsito del gobierno de Lerdo y el primero de Porfirio Díaz, y luego de poner en claro su posición frente a la política mediante el documento leído al reorganizarse La Social, el anarquismo se constituyó como una sólida y arraigada fuerza ideológica entre los trabajadores, en el cual se declaraba: "los socialistas son ajenos a las luchas por la conquista del poder político, en lo general y en lo particular." (265).

El texto de Trujilio Bollo es el primero acerca de los movimientos sociales y laborales en el XIX después de publicado el de Valadés; el propio autor lo menciona y reconoce la validez del trabajo (339-340), pero independientemente de esto, su trabajo mantiene una verticalidad interna, una congruencia que arroja filones interesantes a trabajar a partir de las fuentes por descubrir que le dieron a este autor la posibilidad de aportar a una temática que parecía agotada. La consulta de cinco grandes archivos –AGN, Archivo Histórico de la Ciudad de México. Archivo General de Notarías de la Ciudad de México, Archivo Judicial del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México y la Benson Latín American Collection–, doce colecciones de periódicos y un conjunto suficiente de fuentes secundarias soportaron el acierto de un autor ubicado a la izquierda, revisionista y con una marcada tendencia por darle el peso justo a lo económico sin olvidar que esto es parte de lo cultural ampliado.

 

Pérdidas y ganancias

Todos somos distintos después de un viaje, cualquiera que éste sea, porque en el periplo obtenemos y otorgamos, ajustamos cuentas y dejamos algunas pendientes, posibles de pagarse en el futuro inmediato o mediato, en el terreno corto o en el largo aliento. De igual manera, todas las pesquisas son un viaje más o menos complicado, del que retornamos con respuestas a nuestras preguntas y con nuevas preguntas generadas de las respuestas obtenidas; algunas las resolvemos pronto y otras se decantan y afinan con el tiempo. Como sea, toda investigación bibliográfica en el terreno de la historia nos otorga certezas y nos genera inquietudes porque de eso se trata: de interrogar aproximándonos para, luego, interrogarnos sobre el qué hacer con las certezas; iniciemos, entonces, la exposición de éstas acerca del anarquismo en México durante 1860-1900.

La consulta de los autores incluidos en estas páginas generó varias resultantes, muchas de ellas susceptibles de repensarse, para emprender una tarea mayor sobre nuestro tema central, y también arrojó algunas que deben ventilarse. Entre éstas vale señalar la referente a la validez y confiabilidad de las fuentes, a su grado de aporte -sin que esto implique un juicio que las divida en buenas y malas. Y en este sentido la revisión nos condujo a precisar lo siguiente: que durante mucho tiempo los autores dedicados al seguimiento del anarquismo en el siglo pasado contaron con información fragmentada de la obra pionera en el asunto que es la de Valadés; sin embargo, a pesar de ello éste fue una fuente recurrente de información –Hart lo entrevistó y tuvo acceso parcial a su archivo– al través de lo publicado en La Protesta durante los años veinte del siglo pasado. García Cantú tuvo acceso también a documentos propiedad de Valadés y los demás autores aquí comentados sólo acudieron a las versiones de los dos historiadores ya mencionados, lo que no está mal de inicio, pero sí tiene sus <asegunes>, porque también consultaron y obtuvieron información –al igual que Hart y García Cantú- de tres fuentes que plagiaron y manipularon la investigación del autor original y originario que es Valadés. Estamos aquí ante un caso posible de suplantación en <bien> de intereses particulares y en detrimento de la historia. Vayamos al caso concediéndole el turno de la voz al ofendido: “remití –al semanario La Protesta– noticias sobre mis Investigaciones relacionadas con la historia social de México; noticias que plagiaron... a fin de aparecer como los descubridores de lo que en la actualidad es preciada documentación, Manuel Díaz Ramírez, Juan Hernández y Víctor Alba. ¡Qué de aplausos se ganaron con tan triste proceder! Siguieron la vieja costumbre mexicana de mentir con las ventajas del fullero.” (10)

La anterior cita es de un manuscrito encontrado en el archivo de Valadés por Taibo II, quien asegura, luego de haber confrontado el texto originario con el de Díaz Ramírez, que éste "empobrece la obra de Valadés [y que] es un plagio de la investigación de JCV adaptado al uso de la política estalinista de la época." (9) El libro de Díaz Ramírez se editó en 1936, el de Hernández Luna en 1956 y el de Alba en 1964, y todos los autores revisados aquí acudieron a estas fuentes. En su novela El Archivo de Egipto (1984), Leonardo Sciascia cuenta la historia de una impostura: la invención/falsificación de un archivo completo por parte de un clérigo que presuntamente lo está traduciendo de un idioma que ha dicho conocer, lo que no es cierto; quede aquí lo dicho en torno al <Asunto Valadés> en aras de mostrar que la realidad a veces copia a la ficción y de que también la verdad se inventa.

Durante la exposición/descripción del contenido de cada obra a propósito dejamos fuera los motivos del autor, sus objetivos, y lo hicimos así para revisarlos al final y en conjunto. Y de inicio resulta que son distintos entre sí, a pesar de mantener algunos vasos comunicantes entre ellos. García Cantú (1969) afirma que el trabajo lo inició por encargo del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM; sin embargo, de la lectura surge el motivo: hacer un seguimiento de lo que él considera el socialismo, desde los albores del siglo XIX hasta las primeras dos décadas del presente. En su descripción busca revelar la manera en que se generan y afloran los movimientos. Carlos M. Rama (1976) plantea  su deseo de "escribir una gran historia del movimiento obrero y social latinoamericano, desde sus orígenes hasta nuestros días, que sea considerada como una obra exhaustiva y definitiva sobre el punto, [para] dar una visión panorámica de un sector de la realidad histórica, no por desdeñado, menos importante.” (11) Asimismo, busca, con su obra de 1977, "establecer los derroteros del panorama continental, las grandes líneas del proceso histórico, no solamente haciendo el paralelo entre los diversos hechos y episodios que conocemos aislados, país por país, sino incluso de desarrollo de las nuevas ideas en Europa y los Estados Unidos." (X) John M. Hart (1974) no define sus propósitos, pero podemos deducir de la lectura que su búsqueda se inserta en el terreno de las constantes ideológicas que transitaron de Europa a México, para instalarse en el escenario nacional del fin de siglo y guiar la actuación de los sectores subalternos, y que llegaron al siglo XX para influir a la Constitución de 1917; y en su otra obra (1990) afirma que "la defensa de la soberanía y la economía de los regímenes sociales, estatales y locales de México fue la esencia de la revolución social de 1910 y de los levantamientos provincianos del siglo XIX que la precedieron, [y que su] estudio es un análisis del desarrollo de esas fuerzas [y] del proceder de los revolucionarios para satisfacer sus respectivos intereses durante el conflicto." (19) Ricardo Melgar Bao (1988) se acerca al movimiento obrero latinoamericano para "rastrear las contradicciones en el seno de sus vanguardias, faccionalismos sindicales y los conflictos interclasistas como el vector que norma los ritmos y estilos con que va configurando su propia identidad y su potencia de clase en el terreno de las confrontaciones interclasistas... para descubrir a las fuerzas sociales con las que se ha venido enfrentando y conformando a lo largo de más de una centuria, la clase obrera latinoamericana." (20) José C. Valadés (1984) no define objetivos, pero de la lectura misma podemos derivar que su búsqueda tenía, en un sentido, documentar los acontecimientos e impedir su olvido, mantener la memoria; en otro, precisar los avances organizativos y la persistencia histórica del socialismo libertario. Mario Trujillo Bollo (1998) busca conocer aspectos relacionados con la estructura de la clase obrera, su inserción en el espacio de la región en que laboraba, así como los rasgos culturales que se presentaron.

Variados son los objetivos como variados son los trabajos. Tal cuestión provoca que, para nuestro objetivo, unos nos hayan aportado más que otros. En el mismo orden, consideramos que el texto de Valadés continuará siendo la fuente primordial para el tema del anarquismo en el siglo XIX[14]; que el de García Cantú aporta por conjuntar documentos -manifiestos, programas- que permitan llevar a cabo un trabajo hermenéutico sobre lo dicho; que el de Hart sobre los anarquistas es, junto con los dos anteriores, una de las fuentes que tienen como tema central al socialismo libertario; y que el de Trujillo Bollo es, quizás por su recién escritura, un  aporte provocador que abre filones para indagar acerca de la manera en que se conformo estructuralmente -es decir de manera integral- la clase obrera en el siglo XIX.

Si, como señalábamos al inicio de este apartado, de todos los viajes algo se obtiene, del nuestro precisamos que para hablar del anarquismo, en el sentido que lo definimos de entrada, es preciso remontarse a la llegada de Rhodakanaty a México, porque ahí arranca su historia; que entre 1960 y 1890 los anarquistas mantuvieron una pugna ideológica y organizativa con los liberales; que las corrientes anarquistas declinaron durante los últimos tres lustros del siglo debido a la dispersión de los trabajadores, los procesos de cooptación y represión, el control de Díaz y la <tranquilidad> que instauró; que lograron mantener relaciones internacionales que serían valiosas en los años por venir -en 1869 se funda la Sección Española de la Primera Internacional, misma que se mantuvo viva desde entonces aunque cambiando de nombre (Peirats, 1977), y durante la segunda mitad del siglo llegaron al país grupos de anarquistas oriundos de la península ibérica (Clark, 1979)-, ejemplo de ello puede verse en el testimonio de Valadés (citado por Lida E. e Illades, 2001:  129), quien da cuenta de un intercambio epistolar, en 1877, entre la Federación Regional de Montevideo, asociada a la AIT, y La Social, donde ésta señala su adhesión a la mencionada AIT por intermedio de la Federación Regional Española, así como la asistencia del doctor Edward Nathan-Ganz, oriundo de San Francisco, California, y editor del periódico The An-archist, como delegado de la Confederación Mexicana Socialista -integrada por 1800 miembros de 18 secciones en el país- ante el Congreso clandestino para la reconstrucción de la AIT, celebrado en Londres el 14 de julio de 1881 (123-124); y que la persistencia del anarquismo llegaría invicta al inicio de siglo, revitalizándose en la vertiente revolucionaria del floresmagonismo y el zapatismo, para continuar, amalgamado con el liberalismo finisecular del siglo XIX, en el discurso y la acción de las organizaciones anarcosindicalistas durante la tercera década del siglo XX.

De la conjetura planteada al arranque poco queda y de lo mucho obtenido podemos afirmar que, a pesar de no ser el objetivo central en sus trabajos, tanto en García Cantú como en Hart, Valadés y Trujillo Bollo, hay interés en lo discursivo como expresión ideológica interiorizada y asumida como propia por amplios sectores de obreros y campesinos. Y de eso poco que queda es válido reafirmar que en todos los autores mencionados hay una ponderación de los dirigentes, de los personajes, pero también es prudente reconocer que ellos son aún hoy los únicos hilos de la madeja posibles de aprehender y que el amplio espectro de la anonimia aguarda su abordaje. Si el anarquismo caló hondo durante la segunda mitad del siglo antepasado y se revitalizó durante las tres décadas iniciales del pasado fue porque antes que ideología se manifestó como ética, como un ethos recuperador de lo elementalmente humano, donde el otro no era el ajeno, sino el complemento del mí mismo. Amor, entrega y pasión articularon el actuar de esas mujeres y hombres que avanzaban en pos de la libertad, la fraternidad y la igualdad, cuestiones que más de un siglo después todavía no logramos arraigar entre nosotros.



Notas:

[1]Universidad Veracruzana, México.

[2] Carlos Illades, sin duda el autor más acucioso en torno a la historia general del pensamiento socialista, y del anarquista en particular, en México conjuntó, editó y prologó Pensamiento Socialista del siglo XIX (2001), una recopilación de cuatro textos breves, tres cartas y seis folletos de Plotino C. Rhodakanaty, así como de diez artículos de Juan de Mata y Rivera; publicados originalmente todos ellos entre 1871 y 1873. El mismo autor compiló y publicó las obras hasta ahora conocidas de Rhodakanaty (1998), y las obras de Nicolás Pizarro en tres volúmenes (2005); asimismo publicó Las otras ideas. Estudio sobre el primer socialismo en México. 1850-1935 (2008), donde hace un seguimiento y un solvente análisis del desarrollo de las ideas anarquistas, socialistas y comunistas en el corte histórico señalado, rescata del olvido valiosas fuentes primarias de la autoría de Juan Nepomuceno Adorno, Víctor Considerant y Albert Kimsey Owen, así como documentos de otra índole -el Reglamento de la Compañía de artesanos de Guadalajara de 1850, por ejemplo. Todas estas obras han devenido fuentes contribuyentes al estudio de la historia del pensamiento anarquista y socialista en nuestro país y matizan nuestra afirmación del posible agotamiento de las fuentes primarias, pero no la invalidan dado que las obras consideradas primordiales alimentaron los textos de Illades.

[3] Una recopilación de los textos de éste pueden consultarse en Rhodakanaty,P. (1998).

[4] Para una visión general acerca del pensamiento floresmagonista puede verse Flores Magón, R. (1970) y Flores Magón, R. (1977).

[5] Una visión de conjunto acerca de la utopía, el milenarismo y el mesianismo en nuestras tierras puede verse en Ainsa (1983); González Casanova (1987); y García de León (1984).

[6] Para un seguimiento de los movimientos anarcosindicalistas a fines del siglo XIX en México puede verse Bastian, J-P. (1991); Illades, C. (1991, 1996, 1997, 1999, 2008); Pérez Toledo, S. (1996); y Trujillo Bolio,  M. (1998)

[7] Una buena muestra del pensamiento de los mencionados puede verse en Flores Magón, R. (1977).

[8] Para una interesante discusión/posición en torno a los conceptos de Nación y Estado aplicados desde el eurocentrismo hacia nuestro continente puede verse Romano (1992), quien señala al XIX como el siglo de las grandes historias nacionales que “se remontaron, en buena parte, a los orígenes no sólo del sentido de nacionalidad -que es cosa positiva- sino también del nacionalismo -que es cosa negativa-. Y como consecuencia natural, del nacionalismo se pasa al racismo -implícito y explícito-.” (238). Y estas grandes historias nacionales generan dos tipos de <naciones> -aunque aún se debatan por aquel entonces en el dilema entre cuáles sí lo son y cuáles no-: las satisfechas y las frustradas, de las cuales se van a derivar dos orientaciones bibliográficas: una orgullosa -francesa, inglesa, española-, que hará la identificación entre Nación y Estado, y otra acomplejada -italiana, polaca, húngara-, que hará la identificación entre Nación y Libertad como Independencia. Y la primera concepción, la de las naciones satisfechas, que identifica idealmente Nación unitaria con Estado unitario -concepto éste que nace en el siglo XV y se considera moderno-, se convertirá en el paradigma para los países -concepto éste que tiene como sustento una cultura compartida y asumida colectivamente y que es mucho más añejo que el de naciones- jóvenes y es el que llega, en el siglo XIX, a nuestro continente, nombrado ya como América Latina -para diferenciarla de la América anglosajona-, en el “acto de colonialismo más brutal [al] imponer a un continente entero una etiqueta con la cual nada tenía que ver.” (250) Sin embargo, esa idea eurocéntrica de Nación “como un espacio delimitado por fronteras naturales, poblado por hombres que hablan el mismo idioma y que practican la misma religión y unidos por un no mejor identificado ‘espíritu nacional’ [donde el] Estado administra... y concede algunos derechos a las eventuales minorías” (240), <rebotará> ante países multiculturales, pluriétnicos y multilingües como los nuestros -y cómo muchos de Europa también-, independientemente de que dicha concepción tenga imprecisiones de origen porque las tales fronteras naturales no lo son para todos y sí son, en la gran mayoría de los casos, productos de guerras de conquista y de manipulaciones históricas de la geografía en beneficio de, no sobra decirlo, los grandes imperios colonialistas y neocolonialistas. “¿Qué significa [entonces] un discurso constitucional europeo sobre las relaciones entre mayoría y minoría étnica encajado en la realidad americana del siglo XIX? En el Perú de los años ’30 del siglo XIX, ¿cuál habría debido ser el idioma oficial? ¿El castellano? ¿Y por qué? Los criollos son una minoría étnica. Discurso no diferente para Bolivia, Paraguay, Ecuador, México, Guatemala”. (241) Significa, respondemos, una pérdida del sentido de la realidad realmente existente tanto desde la visión de los liberales como desde la de los conservadores decimonónicos, quienes hacen suyo este discurso constitucional basado, por ejemplo, en la propiedad privada como elemento articulador de la economía, en un continente donde existen otros tipos de propiedad originales y originarios, ello sin dejar de lado que el concepto de propiedad no es algo inmutable ni en el espacio ni en el tiempo. Además de que es inválido pretender, como se hace en el XIX, hablar de una comunidad de iguales cuando en el origen hubo un <proceso civilizador> que fijó la existencia de ciudadanos de primera, segunda y hasta tercera clase, situación que no cambió ni siquiera con la Independencia, ya que el resultado del proceso armado, que fue la pretendida institucionalización del mismo, “dejó [afirma Romano] intacta la estructura interna del poder oligárquico” (246), entendida la oligarquía como ese pequeño grupo -“los propietarios”- que es dueño de todo, cuestión que, por ejemplo, autores como Guerra (1988, 1993) pierden de vista. Y así será, afirma Annino -citado por Romano-, durante todo el XIX, por “la capacidad de la oligarquía de mantener hasta la revolución... entre hechos muchas veces dramáticos, el dominio sobre el resto de la sociedad” (245), años después de que liberales y conservadores, con sus honrosas excepciones entre los primeros, descubran sus coincidencias y confluyan en el régimen porfirista. (O’Gorman, 1977)

[9] Según Gramsci, las “clases subalternas, por definición, no están unificadas [y] su historia se da trenzada con la de la sociedad civil.” (1980: 249); y el propio Gramsci utiliza, indistintamente y como sinónimos de clase, los sustantivos grupos o sectores subalternos para referirse al conjunto de todos aquellos sujetos y actores sociales que son parte de la ya citada sociedad civil, opuesta a la sociedad política que integra en su seno a las clases, grupos o sectores, hegemónicos que detentan el poder en un bloque histórico determinado.

[10] Acerca de las diferencias de fondo entre los liberales de la primera mitad del siglo XIX -Mora, Quintana Roo, Gómez Farías-y los de finales del siglo -Ramírez, Prieto, Payno, Zarco, Altamirano-, puede verse el puntual seguimiento que hace Jiménez Castillo (2007: 87-134).

[11] Entendemos aquí clase social “como algo que tiene lugar de hecho -y se puede demostrar que ha ocurrido- en las relaciones humanas.[…] La clase cobra existencia cuando algunos hombres, de resultas de sus experiencias comunes -heredadas o compartidas-, sienten y articulan la identidad de sus intereses a la vez comunes a ellos mismos y frente a otros hombres cuyos intereses son distintos -y habitualmente opuestos- a los suyos.” (Thompson: XIII y XIV)

[12] “Cuando un ancient régime cae en medio del levantamiento social, los historiadores se encuentran muy ocupados escarbando entre los escombros para encontrar las ‘raíces de la revolución’. La tendencia es buscar y encontrar principios ideológicos que sean fácilmente recuperables y que encajen con el pensamiento revolucionario posterior -como en los casos de Rousseau y los philosophes, los pensadores del Siglo de las Luces de la América Latina borbónica, los eslavófilos rusos-. Existe, sin embargo una falacia obvia: la similitud ideológica no implica una conexión causal. Es posible que los activistas revolucionarios posteriores extraigan del fondo común de ideas existentes aquellas que justifiquen lo que hicieron por diferentes razones (a menudo “no ideológicas”), o puede ser posible que tanto los ideólogos como los activistas broten como ramas separadas y diferentes de un mismo tronco sin que alguno goce de una prioridad causal sobre el otro. Las conexiones causales no pueden inferirse a partir de una cierta congruencia ideológica […] Éstas más bien deben aparecer a través de la red de acciones y decisiones de los hombres del momento.” (Knigth,1996, I: 72)

[13] Para los casos de estas revueltas pueden consultarse Valadés (1984) y Ducey (1989), respectivamente.

[14] Más aún: el rescate de la obra de Rhodakanaty, por ejemplo, no hubiera sido posible sin el propio trabajo de Valadés (1970).

 

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Cómo citar este artículo:

GARCÍA NIÑO, Arturo E., (2015) “El anarquismo en México (1861-1900): fuentes para contar su historia”, Pacarina del Sur [En línea], año 6, núm. 22, enero-marzo, 2015. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Miércoles, 11 de Diciembre de 2024.

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