Rosa Luxemburgo y dos momentos de la Revolución Rusa, 1905-1917[1]

Rodrigo Quesada Monge[2]

RECIBIDO: 13-09-2016 APROBADO: 09-11-2016

 

El levantamiento de octubre de 1917 de los bolcheviques dirigidos por Lenin, no sólo salvó a la Revolución Rusa, sino también salvó el prestigio del socialismo mundial.

Rosa Luxemburgo[3]

I

Podría argumentarse que existen dos vertientes historiográficas sobre la Revolución Rusa. Por una parte, están aquellos historiadores quienes sostienen que dicha revolución fue llevada a cabo por un partido político en particular, el de los bolcheviques, dirigidos por Lenin. Y aquellos otros quienes enfocan sus intereses en el hecho de que este proceso revolucionario, fue llevado a cabo por todo el pueblo ruso. La distinción operativa entre Revolución Rusa y Revolución Bolchevique tiene resonancias políticas sobresalientes, si se opta por la esfera de los meros hechos organizativos que condujeron hacia ella. Es evidente que la versión centrada en la Revolución Bolchevique fue promovida por los historiadores del partido en el poder. Es decir, se refiere a la oficialización de una historia, la cual no tiene por qué ser objetiva o puramente materialista. Se trata, entonces, de la historia alentada por los expertos del Partido Comunista de la vieja Unión Soviética.

Quienes han sostenido, por décadas, que la Revolución Rusa fue una revolución llevada a cabo por todo el pueblo de ese inmenso país, han atendido con cuidado a un enfoque que busca recuperar la cotidianidad y el grado cierto de involucramiento de las personas, hombres y mujeres, en un cambio de sus vidas que iba a trasformar no sólo las suyas, sino las de todos los pueblos de Europa y del planeta en su totalidad. La historia de la Revolución Rusa, como la llamaba León Trotski, el gran dirigente revolucionario ruso, y, quizás, uno de los intelectuales de izquierda más brillantes del siglo veinte, es la historia de toda una nación comprometida con un cambio que, entre otras cosas, buscaba deshacerse, tan pronto como fuera posible, de la tremenda carga histórica que representaba la autocracia zarista; y, por otro lado, con el descubrimiento de nuevos caminos que les brindaran a los seres humanos una salida diferente a la ofrecida por el capitalismo en guerra, en ese momento.

Hablar de historia de la Revolución Rusa sugiere entonces, el aprovechamiento metodológico de los descubrimientos realizados por los historiadores no soviéticos, es decir, sobre todo ingleses, franceses, alemanes y norteamericanos; y, al mismo tiempo, la utilización de las interpretaciones y resultados producidos por una historiografía soviética, cargada con un denso compromiso político e ideológico, en las luchas de la mayor parte de los pueblos explotados del planeta. En la Historia de la Revolución Rusa, escrita por León Trotski[4], durante los años treinta del siglo anterior, se encuentran, perfectamente, imbricados ambos grupos de alcances teóricos, políticos e ideológicos, resultado de un estudio detallado y minucioso sobre el que ha sido considerado, con justa razón, uno de los procesos sociales decisivos en el desarrollo político del siglo veinte[5].  

  Si es cierto que con la Revolución Rusa se inicia, prácticamente, la guerra fría entre Oriente y Occidente, como insinúa un destacado profesor inglés[6], entonces dicho proceso revolucionario nunca hubiera ido más allá de ser un simple acontecimiento, entre muchos otros, de una larga cadena de eventos que explican, mal que bien, la historia de los conflictos y rivalidades entre “naciones civilizadas”, es decir, los así llamados pueblos occidentales, y las “naciones atrasadas”, o sea, el amplio abanico de pueblos orientales, siempre recelosos de los adelantos y de los progresos de los primeros. Esta clase de enfoque, por simplista y frívolo que pueda parecer a primera vista, tiene un gran empuje en ciertos sectores de alguna academia europea, que sigue renegando de los destrozos causados por un movimiento revolucionario, que vino a transformarlo todo en la tranquila y anodina vida de los imperialismos europeos del momento.

La utilidad política e ideológica de este tratamiento de la historia de la Revolución Rusa es evidente; no ha dejado de ganar fuerza y no ha dejado de crecer, cada día, desde que Lenin y los bolcheviques se hicieron con el poder, desalojándola de ahí, a una de las detestadas autocracias euroasiáticas, de los últimos trescientos años. A muchos aristócratas del conocimiento  actuales, este proceso revolucionario les sigue doliendo en el alma, de forma penosa. De la misma manera que algunos historiadores europeos también, encuentran en los procesos de independencia en América Latina, un motivo de desasosiego y desencanto, que no acaban de asimilar. Quien quiera que estudie las atrocidades cometidas por los colonialistas franceses en Haití, a finales del siglo XVIII, entenderá tanto desasosiego de parte de uno de los imperios más violentos de la modernidad[7].


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Pues resulta que la Revolución Rusa tuvo lugar; lo mismo que las guerras de independencia en América Latina y el Caribe, contra todos los pronósticos en sentido contrario, después de trescientos años de dominación; y la historia de la Humanidad, a partir de ese momento, ya no fue la misma. Para comprender esto, se requiere una cabal asimilación del significado que tienen en la historia los cambios, sin los cuales, la historia misma, como proceso, no tendría sentido. La uniformidad, la linealidad, si cabe el término, en los movimientos históricos, sólo puede ser el producto de una concepción de la disciplina, en la que, únicamente, se busca la confirmación de las supersticiones y de los tabúes más acendrados. Porque la Revolución Rusa hizo rodar por los suelos todos esos espejismos, los cuales sostenían, y sostuvieron, por siglos, una vergonzosa desigualdad, humillación y explotación de grandes contingentes humanos, para solaz del buen recaudo, de un grupo de privilegiados que, solo Dios sabe, cómo adquirieron dichos privilegios.

Uno de los grandes descubrimientos de los fundadores del marxismo y del anarquismo, durante la segunda parte del siglo diecinueve, consistió en llamar la atención sobre la llegada de un nuevo sujeto social, a la historia económica occidental. La Revolución Francesa de 1789-1793 evidenció que se abrían otras sendas para los trabajadores y los campesinos hacia la conquista de espacios políticos y sociales inéditos, hasta ese momento. Aunque ello significara rasgar los márgenes ideológicos facilitados por la burguesía en ascenso, vigorosa y pujante en su lucha contra la nobleza y la monarquía, era posible detectar que la lucha de clases, a partir de ese momento, estaba dando pasos novedosos en dirección a la cristalización de los límites sociales y de la conciencia de los trabajadores[8].   

En el trayecto que media entre la citada Revolución Francesa y la Comuna de París de 1871, los avances realizados por los trabajadores en términos organizativos, en la elaboración de una consciencia de clase sofisticada y compleja, y en la clarificación de sus objetivos políticos e ideológicos a corto y mediano plazo, son realmente notables. La redacción del bello y ruidoso panfleto que fuera El Manifiesto del Partido Comunista, preparado y escrito por Marx y Engels en 1848, resumió de manera espectacular, precisamente, esa extraordinaria historia de los trabajadores en el período mencionado. El punto cimero de toda esta evolución reside en la fundación de la Primera Internacional de los Trabajadores en 1864[9].

Llegado el momento en que los trabajadores mostraran abiertamente su cara, lo harían con toda la fuerza y la claridad que la pasión por las convicciones pudiera facilitarles. Los ejemplos eran muy ricos en ese sentido. Baste citar los levantamientos obreros que tuvieron lugar entre 1848 y 1871, para hacerse con una idea, al menos modesta, de la vitalidad con que los trabajadores, los campesinos y las mujeres habían llegado al nuevo escenario creado por la Revolución Industrial capitalista en Europa y el mundo en su totalidad, desde finales del siglo dieciocho. Los niveles de opresión, explotación y maltrato que esta revolución trajo consigo, continúan vigentes, aunque velados tras la cortina de humo de las nuevas tecnologías con que los capitalistas tratan de limpiarse el rostro[10].

Entre 1871 y 1905, la milagrosa agresividad, la capacidad de liderazgo, y el surgimiento vertiginoso de las organizaciones sociales radicalizadas por tan humillantes condiciones de trabajo, hicieron posible imaginar y construir una consciencia de clase que no reposaba solamente en las buenas intenciones de los perjudicados, sino también en el riguroso estudio, la cotidiana confrontación con la realidad y la férrea voluntad para darle forma a un sueño que, poco después de la Revolución Francesa, apenas se vislumbraba. La redacción y publicación de el primer volumen de El Capital de Marx, en 1867, es parte de ese largo proceso de cristalización de la consciencia de clase de los trabajadores, que encontraría en Rusia, en 1905, uno de los primeros y mejor logrados acercamientos a la realidad, la cual solamente se había imaginado durante siglos[11].

Si Marx y Engels habían sostenido con perfecta lucidez que el sistema capitalista traería al mundo a su propio sepulturero, en aquellos casos particulares donde la Revolución Industrial y tecnológica había logrado avances brillantes, como sucedía en los casos de Inglaterra, Francia, Alemania y los Estados Unidos, nunca imaginaron que, al final de sus días, estarían concibiendo una revolución proletaria muy factible en países donde antes hubiera existido una larga trayectoria de producción social comunitaria, como en la Rusia primitiva[12]. La autocracia de los Romanov, que se había enquistado en el poder, durante más de trescientos años, no sólo destilaba opresión sino que también contaba con una historia social rica en huelgas, protestas, levantamientos y atentados de toda la Europa monárquica.

Es esta historia, entre 1894 y 1905, la que Rosa Luxemburgo utilizó como telón de fondo, para contextualizar sus afanes explicativos y críticos del proceso revolucionario que se llevaba a cabo en Rusia. Sin contar con la riqueza teórica, analítica y protagónica del trabajo de León Trotski sobre el mismo tema[13], Rosa Luxemburgo logró heredar a la posteridad un lúcido análisis de la Revolución Rusa[14]. Ella, como podrá verse, no estaba interesada únicamente en el año 1905; aunque su pasión y su activismo colaboraron para que el SPD (Partido Socialdemócrata) alemán la enviara al lugar de los hechos. Aprovechó el prestigio conquistado como la experta más competente del partido en cuestiones relacionadas con Polonia, para asistir a uno de los eventos revolucionarios decisivos de la historia europea reciente. No obstante, sus reflexiones sobre 1905 estarían incompletas sin su valioso panfleto sobre la Revolución Rusa de 1917. Escrito en prisión, poco antes de ser asesinada, este es un documento destacado sobre el significado y las dimensiones de la democracia revolucionaria, una vez que los trabajadores hubieran tomado el poder. 

 

II

La forma en que Rosa Luxemburgo empieza el primer capítulo de su obra, brinda la ocasión para que se puedan escribir cientos de páginas, sobre ese magno capítulo de la Gran Guerra, como dicen algunos historiadores y políticos, que pudo haber sido la Revolución Rusa de 1917[15]. Es decir, en alguna historiografía occidental todavía se analiza a esta revolución, como parte de las consecuencias inevitables de la Gran Guerra. Este criterio ha distorsionado la tendencia general de aquella revolución, en el sentido de que fue una ruptura definitiva con la civilización occidental y sus esfuerzos por incluir en ella a la cultura rusa, que siempre ha defendido su identidad y su independencia. Rosa Luxemburgo hizo algo que nadie, en momentos anteriores, se atrevió a realizar: estableció una relación dialéctica entre las lecciones generadas por la experiencia de 1905; y, además, tendió un vínculo historiográfico, muy original, entre la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa de 1917, sin contaminar su análisis con prejuicios ideológicos y tabúes raciales, donde el único perjudicado habría sido el proceso revolucionario ruso y, por supuesto, el alemán.

Las enseñanzas metodológicas y teóricas obtenidas de esta manera constituyeron, posteriormente, un legado muy valioso en términos de la forma en que, a partir de ese momento, se evaluarían las dos etapas de una revolución que todavía se estudia en el presente con mucho interés, debido a la importante cantidad de factores sociales, políticos, ideológicos e históricos involucrados en ella. No se olvide, además, que fue el punto de referencia histórico para muchos de los procesos revolucionarios antiimperialistas, que tuvieran lugar en África, Asia y América Latina, después de la Segunda Guerra Mundial. Pero, además, lo sigue siendo hoy día en países que se dicen herederos de las enseñanzas de Lenin y los bolcheviques, tal es el caso de Cuba, Venezuela, Ecuador y Nicaragua, para mencionar  algunos ejemplos en América Latina. 

En primer lugar, a muy pocas personas se les hubiera ocurrido establecer un puente metodológico entre los resultados políticos de 1905 y 1917; a no ser a figuras como León Trotski o al mismo Lenin, para quienes el proceso revolucionario en el que estaban involucrados, les podría haber nublado la vista sobre las consecuencias inmediatas, en la vida cotidiana, de lo acontecido en ambos episodios. Bien lo señalaba otra protagonista mayor en este escenario; Emma Goldman (1869-1940), quien pensaba que la crítica del bolchevismo debería hacerse por vía de la crítica a la democracia burguesa[16]. No debería atribuirse a Rosa Luxemburgo, únicamente, la realización de esta clase de evaluaciones porque, para los anarquistas como Goldman, nunca hubiera sido posible comprender a cabalidad lo que se estaba construyendo en Rusia, sin una asimilación superior de lo que se estaba demoliendo[17]. Y, por otra parte, puede resultar de mucha utilidad señalar que la relación historiográfica establecida por Rosa Luxemburgo, entre la Gran Guerra y la Revolución Rusa de 1917, es un camino todavía poco transitado, en términos de las consecuencias diplomáticas y políticas de largo alcance, que dicha relación pudo haber generado.

Para los bolcheviques ambos extremos del conflicto militar mundial tenían una relevancia decisiva, si se piensa en que la construcción del poder popular en Rusia, todavía bajo los efluvios de la derrotada autocracia zarista, pasaba por el desmantelamiento total de cualquier forma de oposición a sus designios. Con pensadoras como Rosa Luxemburgo o Emma Goldman, el poder popular que imaginaban hombres como Lenin o Trotski, no se podía erigir sobre el destripamiento de diferentes formas de oposición, algo sobre lo cual habían hablado los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial. De tal manera que ligar históricamente a esta Gran Guerra con la Revolución Rusa de 1917, implicaba un conocimiento muy solvente de las distintas fuerzas que se movían detrás de los acontecimientos cotidianos. Rosa Luxemburgo, como Emma Goldman, sabía que el poder popular se construía en la calle, en el ejercicio de la cotidianidad inmediata de las masas trabajadoras. La cuota de sufrimiento que éstas habían tenido que pagar, a lo largo de los siglos, podía emerger con una violencia inusitada, con derivaciones históricas inéditas. Una fuerza de esta magnitud debía ser orientada hacia terrenos creativos y no convertirla en un peso muerto, como excusa política para levantar una maquinaria burocrática mortecina, lenta e ineficiente.

La discusión, entonces, se orientaba hacia las mejores semblanzas, sobre lo que podría ser una revolución, expresadas en el imaginario colectivo de los hombres y las mujeres de la calle, quienes realmente vivían el día a día de la construcción de ese poder popular que tanto añoraban Lenin, Trotski y los bolcheviques. Los errores cometidos por un movimiento verdaderamente revolucionario son más fructíferos que la infalibilidad supuesta del mejor de los comités centrales, decía Rosa Luxemburgo[18]. Fueron afirmaciones como éstas las que le ocasionaron una seria confrontación con los bolcheviques en el poder y con sus sucesores. Era evidente que la democracia socialista en la que ella estaba pensando, no tenía nada que ver con la dictadura obrera con la que estaban soñando los bolcheviques en Rusia. Rosa Luxemburgo tenía perfectamente claro que la Revolución Rusa dependía, en grado sumo, del curso que tomaran los acontecimientos internacionales. El hecho de que los bolcheviques basaran sus movimientos políticos, en torno a una lúcida comprensión de los eventos políticos internacionales, evidenciaba su fuerza y su visión del curso que debería seguir la Revolución Rusa, a pesar del griterío de una oposición que tenía un precario sentido de la oportunidad[19].

Ese precioso sentido del internacionalismo hizo que Rosa Luxemburgo, con frecuencia, estuviera comparando el desarrollo de la Revolución Rusa, con las revoluciones burguesas que tuvieron lugar en Inglaterra, durante el siglo XVII, y en Francia, a finales del siglo XVIII. La percepción que Rosa tenía de estos otros procesos revolucionarios le permitió, a su vez, desarrollar un preclaro sentido de la orientación internacional, cuando se trató de extraer las mejores enseñanzas teóricas y metodológicas del quehacer de los bolcheviques; no tanto en el ejercicio mismo del poder, como en la cosecha de resultados recogida por las clases populares en todos aquellos procesos revolucionarios antes mencionados[20].

El aislamiento internacional en el caso inglés, lo mismo que en el caso francés, debía ser tomado en cuenta, como un síntoma de la capacidad desarrollada por el antiguo régimen, para reprimir y sostener al mismo tiempo, un conjunto de relaciones a escala mundial, a través de las cuales era posible sabotear los avances logrados, a sangre y fuego, por los grupos sociales recién llegados, que se habían hecho con el poder político, y que emprendían enormes esfuerzos por abrir nuevos espacios que les permitieran permanecer en él. Las críticas de pensadores como Edmund Burke (1729-1797) dirigidas a la Revolución Francesa, por ejemplo, habían logrado rematar de un solo plumazo, no tanto el efecto que dicho proceso tendría en Francia, como la reconfiguración a escala mundial que el mismo produciría, de las líneas de fuerza que habían dominado a Europa y al mundo conocido hasta ese momento[21]. Para un pensador de este calibre era fundamental entender lo que estaba aconteciendo en Francia, para fortalecer las estructuras y las ideas del antiguo régimen en Inglaterra. Esa capacidad de arrastre que parecía desplegar la Revolución Francesa, incluso en el lejano Haití en el Caribe, debía ser contrarrestada incluso con la violencia. Algo similar sucedería luego con la Revolución Rusa. 

Rosa Luxemburgo, con su aguda percepción de la dinámica del mercado, y de la economía capitalista en general; pero también de la ideología y de la cultura burguesas, tanto que muchas de sus ideas serían utilizadas por los economistas neoclásicos, más tarde en el siglo XX, había logrado entender que la Revolución Bolchevique, iría a  responder a problemas similares a los enfrentados por los procesos revolucionarios referidos; pero también, que su herencia y legado tendrían un impacto decisivo en la nueva cartografía de las relaciones internacionales que surgirían después de 1917.

Debe quedar claro que el levantamiento de octubre de 1917, encabezado por los bolcheviques y liderado por Lenin, Trotski, Stalin y otros, no  sólo salvó a la Revolución Rusa, sino también  al prestigio del socialismo mundial. Los bolcheviques habían logrado empalmar, con sabiduría política inigualable, los avances alcanzados con la revolución de 1905-1907, en el campo de la representatividad parlamentaria burguesa, con las radicales medidas populares introducidas en 1917, en los terrenos agrario, industrial, militar y diplomático. Sostener que el triunfo de la Revolución Rusa de 1917 era un obsequio de los alemanes, para liberar presión en el frente oriental, durante la Primera Guerra Mundial, es seguir argumentando que dicha revolución había venido al mundo con su destino preestablecido; algo que resulta a todas luces inaceptable si se repara en los resultados que generó la nueva distribución de fuerzas económicas y militares, surgida de Brest-Litovsk (1918), que no impidió, de ninguna manera, la internacionalización del socialismo y el fortalecimiento de los movimientos antiimperialistas, surgidos de aquella negociación[22].


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Si algo enseñó el proceso que condujo a la fundación de la Primera Internacional en 1864, fue que la clase obrera, a escala mundial, experimentaba condiciones sociales y económicas muy similares; pero que las fuerzas políticas y el ejercicio del poder introducían diferencias sustanciales, en la cuota de explotación obtenida por las clases dominantes; sobre todo en momentos de crisis. Los trabajadores alemanes, franceses, ingleses y norteamericanos pudieran haber estado experimentando escenarios industriales muy similares, a finales del siglo diecinueve, cuando sus reclamos y manifestaciones de fuerza, los llevaron hasta la masacre de Chicago en 1886.  Pero el ejercicio del poder político, las aspiraciones y sueños de los trabajadores en el diario trajinar de la fábrica, se expresaban de manera muy distinta; no tanto por razones lingüísticas, o puramente culturales, sino porque la relación de fuerzas, otra vez, entre burguesías muy desiguales, y organizaciones obreras que apenas lograban aglutinarse en torno a proyectos y estrategias inarmónicas y desarticuladas, condujeron a esos mismos trabajadores a cismas irracionales y de poco impacto táctico en el corto plazo. La virulenta separación entre marxistas y anarquistas, en el pleno apogeo del colapso de la Primera Internacional, demostró que las controversias en torno al ejercicio del poder político, eran un asunto que iba más allá de una cuestión esencialmente teórica o táctica[23].

La creencia sobre los poderes de la imaginación, cuando un momento revolucionario forma parte de las grandes fracturas de la historia, le dieron la razón a los bolcheviques, enfrentando toda clase de oposición y críticas, internas y externas, algo que Rosa Luxemburgo supo destacar oportunamente. Como se ha visto, los bolcheviques hicieron algo más que elaborar consignas altisonantes y estremecedoras. Sacar a Rusia de la guerra, apostando una cuota de sacrificio realmente espectacular en los Tratados de Brest-Litovsk, significó vadear la guerra fría y con frecuencia muy caliente, de un conflicto prolongado y agotador contra las potencias imperialistas, que buscaban apoderarse de las incalculables riquezas de la vieja autocracia zarista, ahora en una lastimosa languidez,  y también bloquear cualquier intento de los bolcheviques por expandir el ejemplo que le estaban dando a la historia reciente de la burguesía mundial.

Desde el poder, los bolcheviques pudieron completar y llevar hasta sus últimas consecuencias la liberación de los siervos y de las aldeas campesinas, que se había iniciado en 1861, y que había terminado abortado veinte años después debido, entre otras cosas, a la irracional inoperancia del zarismo, que en trescientos años había logrado mantener, casi inmóvil, a un sector campesino atrapado entre las redes de la rutina y la incapacidad de incorporar los adelantos técnicos que se producían por todos lados a su alrededor[24].

No podía haberse dado un giro militar y diplomático más devastador que sacar a Rusia de la guerra, pues las implicaciones de tal decisión apenas empezarían a comprenderse con alguna certeza, hasta los inicios de la Segunda Guerra Mundial, y la firma del Tratado de No-Agresión entre Stalin y Hitler, de 1939. El sentido práctico de los bolcheviques había demostrado su imbatible efectividad, a pesar de las críticas reticentes que procedían de todos los frentes. La burguesía liberal, la cual pretendía ahogar a la Revolución Rusa ahí mismo donde desapareció la autocracia zarista, recibió una lección de proporciones históricas imponderables, cuando no alcanzó a comprender que los avances logrados por los bolcheviques eran el resultado de su sagacidad organizativa y no consecuencia de otras razones, fueran éstas militares, ideológicas o de puro iluminado fanatismo.

El inmediato aprovechamiento de las fuerzas sociales, políticas y emocionales desatadas en el primer momento revolucionario, para tomar la vía directa hacia el poder, invitan a creer que los bolcheviques contaban con una estrategia revolucionaria cuya plasticidad estuvo sujeta a pruebas muy duras, como sucedió en 1905, y de las cuales habían salido victoriosos y pujantes, en virtud de que un paso atrás significaba caer en las ambigüedades heredadas por el desmantelamiento de la Primera Internacional, y que se convertirían, mayormente, en la causa esencial del desplome de la Segunda Internacional, en vísperas de la Primera Guerra Mundial.

El sustrato en el que se apoyaba esta estrategia estaba hecho de una conciencia de clase que Rosa Luxemburgo anhelaba para Polonia y Alemania. Era una estrategia elaborada con la materia prima de las grandes decisiones tomadas por los trabajadores y las clases medias radicalizadas en la revolución inglesa de 1688 y la Revolución Francesa de 1793. La extraordinaria maestría histórica, política y analítica de Rosa Luxemburgo, desplegada en este ensayo sobre la Revolución Rusa, no tiene nada que envidiarle a los mejores escritos realizados por Marx y Engels, durante los años de la revolución de 1848 y de la Comuna de París de 1871. No obstante, la comparación que ella establece entre los bolcheviques y los célebres levellers (niveladores) de la revolución inglesa y los jacobinos de la Revolución Francesa, no tuvo el impacto metodológico y teórico esperado en los estudios posteriores de marxistas ortodoxos, que vieron tal comparación con suspicacia y alguna desconfianza[25].

Si, como recuerdan G. Lukács[26] y L. Basso[27], el método de construcción del razonamiento elaborado por Rosa Luxemburgo, está estrechamente relacionado con los descubrimientos realizados por Marx en esa dirección era inevitable pensar en que, también, su método de indagación histórica formaba parte de un procedimiento en el cual las partes no podían explicarse fuera del todo y viceversa. No existe una sola afirmación que Rosa Luxemburgo haya hecho sobre cuestiones políticas, económicas, sociales e ideológicas que no tuviera, tras de sí, una reconstrucción del contexto histórico que la hizo posible.

De tal manera que, por ejemplo, toda la elaboración histórica que ella realizó para explicar el surgimiento del imperialismo como parte del desarrollo de la economía capitalista, a escala internacional, estaba sustentada en un amplio y solvente manejo de la evolución del sistema económico, con sus altos y  bajos técnicos, sociales y políticos. Si Rosa Luxemburgo no alcanzó a sistematizar sus ideas y pensamientos sobre las distintas vías para articular la lucha antiimperialista, y se limitó a acumular pruebas sobre la existencia del imperialismo como parte de la lógica expansiva del sistema económico capitalista, esto era una cuestión poco relacionada con los procedimientos lógicos y dialécticos escogidos por ella, al momento de estructurar sus balances históricos de los procesos coloniales, y escasamente vinculada a la forma en que la interpretación histórica de aquellos estaba siendo construida por ella. Es decir, las carencias descriptivas del fenómeno imperialista y colonial emprendidas por ella, no tuvieran nada, o muy poco que ver con el procedimiento metodológico seleccionado, sino, antes que nada, con la realidad histórica que ella, como investigadora, estaba viviendo.


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En este caso, el materialismo histórico fue un método profundamente certero, pues destacó que la conciencia de clase, los prejuicios y salvedades del investigador estaban en relación directa con el producto de la investigación. De esta forma puede resultar injusto, por decir lo menos, acusar a Rosa Luxemburgo de no haber practicado un antiimperialismo militante aunque los límites de su realidad histórica  tan sólo le permitieran denunciar al imperialismo y al colonialismo, como resultados indiscutibles del crecimiento del sistema económico capitalista. Denunció al imperialismo pero no hizo antiimperialismo, porque la realidad histórica vivida  únicamente le alcanzó para considerar a los pueblos de África, Asia y partes de América Latina, como entidades inertes, víctimas de una situación histórica que no podían controlar.

Estos pueblos empezarían a desmontar, describir, denunciar y combatir la realidad imperialista cuando la Revolución Rusa estableciera las pautas por seguir, para que el momento histórico indicado se produjera y no esperaran, simplemente, de forma objetivista y mecanicista, un milagro aleatorio que los liberara de su situación apremiante con relación al imperialismo y al sistema económico que lo hizo posible. Más aún, la Revolución Rusa fue, ante todo, un inmenso y rico laboratorio de experiencias históricas, sociales, políticas e ideológicas, que propiciaron un acercamiento muy fructífero con los pueblos del planeta donde aún se vivía el imperialismo como una realidad inefable, sin solución posible de continuidad entre la lógica de un sistema económico opresivo y devastador y las posibilidades reales con que contaba la gente para recuperar su identidad. Por eso es fácil sostener que la Revolución Rusa se encuentra en el mero origen de las luchas antiimperialistas que caracterizaron la cristalización de un inmenso abanico de nuevos países y naciones, durante el siglo veinte.

 

III

Desafortunadamente el imperialismo que describió Rosa Luxemburgo, en su extraordinario trabajo La Acumulación de Capital estaba muy influenciado por su teoría de las nacionalidades, en la cual no cabían ni la autodeterminación de los pueblos ni la posibilidad de que la conquista de la independencia política de los mismos hiciera posible una rearticulación de las relaciones económicas internacionales, en la que un nuevo sentido de la comunidad y de la frontera encontrara su lugar, como hubiera sucedido con la Revolución Francesa de 1789.

Para Rosa Luxemburgo, los bolcheviques cometieron muchos errores, debido a su mal manejo del concepto de autodeterminación de los pueblos. Su instrumentación, puesta en práctica después de los Tratados de Brest-Litovsk de 1918, hizo que la Rusia zarista se desplomara de una forma irreversible y peligrosa pues, ante los inmensos costos humanos y materiales de la Primera Guerra Mundial, la fragmentación nacional emergió como una solución técnica que no contemplaba las eventuales reacciones políticas y militares de los grupos dominantes, desalojados del poder[28]. De hecho, cuando los bolcheviques la proclamaron, a favor de Ucrania, Finlandia, Polonia, los Balcanes y los pueblos del Cáucaso, éstos, inmediatamente, buscaron la protección y el apoyo militar del imperialismo alemán y desdeñaron la libertad socialista ofrecida por los bolcheviques[29].

La burguesía, clase dominante del sistema capitalista, pervierte y mal utiliza aquel concepto y contra lo que piensan o sienten los trabajadores, lo utiliza en su propio beneficio; como hubiera hecho, durante la Revolución Francesa, cuando la noción de frontera cumplió otros propósitos de los imaginados por los trabajadores, quienes dieron su colaboración al proceso revolucionario con un claro sentido internacionalista, el cual iría a estar con ellos y la revolución, hasta que los bolcheviques tomaran el poder en Rusia en 1917. En el apogeo de la lucha de clases, la autodeterminación de los pueblos, es utilizada por la burguesía para consolidar su dominación.

Basta acercarse un poco a las premoniciones de Rosa Luxemburgo en ese sentido, para  adquirir consciencia de su claridad respecto a la conducta que tomarían las naciones fronterizas, liberadas por los bolcheviques, como se ha visto pues, después de la caída de la URSS en 1991 y del bloque socialista, casi todas ellas corrieron a lanzarse en brazos de la OTAN. De acuerdo con Rosa Luxemburgo, los bolcheviques perdieron la oportunidad de atraer hacia su terreno, a movimientos proletarios tan importantes como el finés o el ucraniano, los cuales habían jugado un papel decisivo durante la Revolución Rusa de 1917. Con su demagogia del derecho de las naciones a la autodeterminación, los bolcheviques, según ella, agudizaron la crisis de la Primera Guerra Mundial en materias relacionadas con problemas fronterizos y de nacionalidades, algunos de los cuales eran muy angustiantes para los constructores del socialismo, como se vería luego con el ascenso de los nazis en Alemania.

El futuro le pertenece a los bolcheviques, decía Rosa Luxemburgo, porque fueron los que se atrevieron a ser los primeros en dar el paso inicial hacia la construcción de la sociedad socialista; es decir, en Rusia se propuso, y en el resto del mundo debía realizarse. No obstante, la cantidad de limitaciones históricas, políticas e ideológicas que tuvieron los bolcheviques en Rusia, no deberían convertirse en fenómenos que se repitieran en otras partes del mundo. Si la guerra, el imperialismo alemán y la tibieza cobarde del resto del proletariado mundial, fueron condiciones que limitaron el desarrollo de la democracia socialista en Rusia, las mismas condiciones pudiera ser que no se repitieran en otras partes, con lo cual el ejemplo bolchevique dejaba de serlo.

La Revolución Rusa que analizó Rosa Luxemburgo, tanto  aquel capítulo que vivió en 1905, como el otro de 1917; y sobre lo que escribió, mientras estaba encarcelada por su oposición a la guerra mundial, constituía un proceso revolucionario al cual aplicó todo su aprendizaje teórico y práctico, adquirido en las filas del partido socialdemócrata alemán, y en las luchas contra el reformismo y el revisionismo que impulsaban los dirigentes obreros a favor del sistema capitalista, como totalidad. Es un hecho que no era posible llegar a una comprensión cabal de las lecciones metodológicas y teóricas, extraídas por Rosa Luxemburgo de la Revolución Rusia, sin ver que su concepción de la misma establecía una relación analítica entre el reformismo y lo que estaba sucediendo en Rusia, entre 1905 y 1917.

El centralismo revolucionario (¿autoritario?) de los bolcheviques, no tenía nada que ver con el reformismo y la democracia sintética que impulsaban los revisionistas en Alemania y en el resto de Europa. Aún así, el llamado de atención que ella hizo a favor de la democracia burguesa, dejó intacta la propensión totalitaria del régimen que estaban impulsando los bolcheviques en Rusia, sin mediar las probabilidades ofrecidas por un régimen parlamentario en el cual ella no creía, pero veía como viable. La Revolución Rusa, en las preocupaciones metodológicas y teóricas de Rosa Luxemburgo era, fue y será el máximo ejemplo de hasta dónde puede llegar la democracia socialista. Pero su noción de la totalidad revolucionaria le facilitó la comprensión de que, las contradicciones evidentes entre democracia parlamentaria y dictadura proletaria, no se conjuraban en el nivel puramente técnico del ejercicio de la democracia como sistema, sino en la práctica cotidiana de la imaginación revolucionaria.

El ejercicio fanático y apasionado de la democracia revolucionaria puesto en práctica en Rusia, entre febrero y octubre de 1917, hizo posible que la gente, en las calles, en las tabernas, en los parques, en los centros de reunión política y otros, llevaran a su máxima expresión un ejercicio instrumental de la libertad como nunca antes habían conocido. Por esta razón Rosa Luxemburgo criticaba las pretensiones de Lenin y los bolcheviques, de convertir a la socialdemocracia en una maquinaria blanquista o jacobina; es decir, en una secta de conspiradores, con una pobre relación ideológica y política con el resto de la totalidad del partido; ni qué decir, con el resto de la clase obrera. Para ella, el centralismo podía ser puesto en práctica en la socialdemocracia, siempre y cuando la totalidad de la clase trabajadora participara en ese proceso revolucionario, que unificaba, espontáneamente, los intereses de los trabajadores en lucha, como sucedió en 1896, 1901 y 1903 en Rusia. Lo inconsciente viene primero que lo consciente; lo histórico viene antes que el protagonismo de los trabajadores en un determinado período revolucionario, apuntaba ella.

Para Rosa Luxemburgo el centralismo extremo propuesto por Lenin generaba anticuerpos contra la democracia en el partido; y fomentaba un centralismo hacia el que era muy proclive el capitalismo en la fábrica y la oficina, por ejemplo. De acuerdo con ella, Lenin se oponía a los intelectuales en el sentido de que, para éstos, más inclinados a la indisciplina, al desorden y al anarquismo, el centralismo era un vicio y, por ello, promovían el autonomismo. Para Lenin, por instinto de clase, el proletariado se entregaba felizmente al centralismo del partido. El intelectual no[30].

El antagonismo entre un proletario de pura cepa y un intelectual universitario, procede de: 1-del sindicalismo francés; 2-del sindicalismo inglés; y 3-del economicismo de los rusos[31]. En la mayoría de los partidos socialistas europeos existía sin duda una relación entre el oportunismo y los intelectuales; y entre el reformismo y la descentralización del movimiento popular. Para Rosa Luxemburgo, era absurda la pretensión de Lenin de impedir que el oportunismo se escurriera en el movimiento popular y lo convirtiera en un simple paquete de reformas sociales. De acuerdo con el dirigente bolchevique, la única forma de impedir la epidemia del oportunismo, que tantos dolores de cabeza le había dado a la misma Rosa Luxemburgo era por medio de un comité central fuerte y monolítico, ideológicamente hablando.

Según ella, por el contrario, la clase obrera debería, históricamente, sufrir sus propias derrotas y hacerle frente al oportunismo por otros medios, con otras herramientas y por otras rutas, como lo había demostrado la historia del movimiento obrero en diversas partes de Europa. El problema seguía siendo la supuesta y poco cristalina excepcionalidad rusa, donde el capitalismo había llegado tarde impulsado desde afuera, inducido por el capital francés, alemán, inglés y japonés; tanto así que cualquier intento democrático debía sufrir la condición de desarraigo, antes de llevarse a la práctica en las organizaciones políticas rusas.


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IV

La Revolución Rusa o Revolución Bolchevique; o la primera Revolución Socialista del planeta, constituye un capítulo ineludible en todo estudio histórico del siglo veinte. No es posible tener una valoración cabal de este siglo, en todo aquello que se relacione con los movimientos sociales y en la búsqueda de alternativas culturales, políticas y económicas al sistema capitalista, sin hacer una referencia mínima a la revolución mencionada. Los dirigentes revolucionarios de este momento, como Rosa Luxemburgo, V. I. Lenin, León Trotski, Emma Goldman, Néstor Makhno (1889-1934), Alexander Berkman (1870-1936) y otros; todos ellos, sin excepción, formaron parte de un universo de ideas que estuvo vinculado, de una forma u otra, con el proceso revolucionario llevado a cabo en Rusia, entre los años 1896 y 1924.

Ahora bien, el estudio, análisis y crítica que realizó Rosa Luxemburgo de este proceso en el caso particular de Rusia, no podía desentenderse de una investigación del desarrollo histórico del capitalismo, entre los mismos años; y, a la vez, formaba parte de la historia de los movimientos sociales, como se ha visto, que despegó después de la Comuna de París, en 1871. No es tan sencillo, simplemente, argumentar que existían concepciones revolucionarias muy distintas entre Rosa Luxemburgo, Lenin y los bolcheviques. Tampoco debería perderse de vista que todos ellos, al menos desde 1905, tenían un claro sentido de las posibilidades reales, para realizar el sueño de una sociedad socialista en la cual las desigualdades, injusticias y carencias de la clase trabajadora no tuvieran lugar. La insistencia en el hecho de que las críticas de Rosa Luxemburgo a la Revolución Rusa tuvieron que ver más con su idea de la democracia burguesa que con la posible instrumentación de una democracia socialista, asentada en los datos duros de la realidad que se tenía entre manos, pudiera estar planteando una falsa polémica, pues el socialismo radical y el marxismo de ella nunca ha estado en discusión.

Es posible que Rosa Luxemburgo haya subestimado a la democracia y al ejercicio parlamentario, propios de la institucionalidad burguesa. Pero, igual que Marx y Engels, tampoco renunció por completo a escamotearle oportunidades a los trabajadores organizados cuando éstos aspiraban al poder de la forma que fuera, siempre y cuando la historia fuera garante de que la aspiración de los mismos iba en dirección a la conquista absoluta de su independencia económica, social, política y cultural. Sus críticas al centralismo democrático impulsado por los bolcheviques no estaban dirigidas al ejercicio individual del liderazgo, y más bien al riesgo que representaba la sustitución de la institucionalidad burguesa por la burocratizada de una clase obrera, todavía poco consciente de sus auténticas potencialidades revolucionarias.

Es obligatorio dejar evidencia de que el razonamiento de Rosa Luxemburgo se construyó a partir del tratamiento de totalidades. Su insistencia en que el diseño de un proceso revolucionario determinado conlleva, inevitablemente, una reformulación total de la vida cotidiana, con la mirada puesta en la conquista de un objetivo mayor: el socialismo, no era gratuita, y respondía a la apreciación que había desarrollado, a lo largo de veinte años, de la capacidad de los trabajadores para imaginar, crear e impulsar los cambios que los beneficiaran en el largo plazo. Pero también era consciente de la rapidez con que la derrota los podía enviar de vuelta a la sumisión y a la explotación asalariada. Sus desacuerdos con los bolcheviques, entonces, radicaban en la estrategia que debía desarrollarse para que la revolución no terminara en un marasmo burocrático, insustancial y desteñido.

Rosa Luxemburgo era plenamente consciente de que la Revolución Rusa era el producto político de una organización social donde las condiciones materiales de desarrollo capitalista, no encajaban en los postulados clásicos establecidos por Marx y Engels. Si los fundadores del materialismo histórico veían la posibilidad de liberación plena de los trabajadores, en los países capitalistas avanzados, como Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, Rusia representaba, por otro lado, para ellos mismos, un ejemplo sofisticado del desarrollo revolucionario conquistado en Europa, desde la Comuna de París. Por esta razón, Rosa Luxemburgo encontró en la Revolución Rusa, el ejemplo que los trabajadores organizados y conscientes de Alemania y Polonia, debían seguir paso a paso, diariamente. Ella pensaba que dentro del internacionalismo consecuente y de la elaborada solidaridad de clase, la lógica de la lucha de clases indicaba que seguir el ejemplo de los bolcheviques no significaba, necesariamente, implantar de forma mecánica el mismo procedimiento seguido por ellos en Rusia.

Esta discusión estuvo abierta, durante casi todo el siglo veinte, pues una de las distorsiones históricas y conceptuales a las que estuvo sometida la Revolución Rusa fue, precisamente, a la mitología de que su ejemplo debía repetirse idéntico en diferentes partes, países y naciones del mundo. Resulta que Rosa Luxemburgo, fue muy directa a este respecto y sus pretensiones de aglutinar al movimiento obrero de Rusia, Polonia y Alemania, detrás de un mismo objetivo general, el desmantelamiento del capitalismo y su reemplazo por el socialismo, respondían a su profundo espíritu internacionalista, madura consciencia de clase y lucidez respecto a la agenda política, social e ideológica que le correspondía impulsar a la organización revolucionaria al frente del proceso.

Para Rosa Luxemburgo estaba fuera de toda discusión que la burguesía rusa, de fuerte ascendiente aristocrático y financieramente asociada con las otras burguesías centro-europeas- debido a que, como se ha indicado, gran parte del capital invertido en el desarrollo industrial de Rusia, procedía de esas naciones-, jamás sería capaz de liderar una revolución en la que estuvieran en juego sus intereses de clase. Así lo había demostrado su actitud pusilánime y condescendiente con el zarismo en las revueltas callejeras que condujeron al triste episodio del Domingo Negro del 09 de enero de 1905. Esta era una tarea que le pertenecía al movimiento obrero mejor organizado y desarrollado de Europa, es decir, al movimiento de los trabajadores rusos y alemanes. El contubernio clasista que mantenía el zarismo con los otros absolutismos europeos, hizo posible que la represión del movimiento obrero ruso fuera producto de un vaivén político entre negociación y aniquilación, que desgastó profundamente a los trabajadores rusos; aunque dejó exhausta a la clase dominante rusa, sobre todo después de su penosa derrota de 1904-1905 ante el vigoroso imperialismo japonés.

Es, en este contexto, cuando el surgimiento de los soviets en 1905, les dio un giro sustancial a las expresiones tradicionales de la democracia burguesa y creó, por sí mismo, una alternativa inteligente, productiva y eficiente de organización obrera, militar y campesina, inédita en los anales de la institucionalidad democrática burguesa occidental, desde la Revolución Francesa de 1789. A partir de este momento, el perfil internacionalista de la Revolución Rusa, como proceso y no como coyuntura, adquirió proporciones incalculables, en aquellos terrenos en los que era cuestionada, por críticos como Kautzky y la misma Rosa Luxemburgo. 

 

V

Había que evitar a toda costa el aislamiento de la Revolución Rusa. Impedir que el proyecto de los bolcheviques, con todas sus limitaciones, de construir una sociedad distinta de la zarista, terminara merodeado por las burguesías internacionales. Algo de esto presentía la socialdemocracia, pues hizo lo imposible para que el ejemplo de los bolcheviques no se repitiera en Alemania y bloqueó todas las salidas de los radicales de izquierda, como Rosa Luxemburgo, para que no lograran uncir las luchas de los trabajadores alemanes a las luchas de los trabajadores rusos. Con ello, le facilitaron un tiempo precioso a los grupos conservadores dentro de la misma socialdemocracia, para que organizaran la represión, la persecución y el asesinato de los dirigentes más lúcidos y revolucionarios, aquellos que estaban cerca de los afanes liberadores internacionalistas de los bolcheviques. Pero, la extrema derecha germana sacó ventaja de la situación y tuvo tiempo para organizar una venganza que, como ya lo había previsto la misma Rosa Luxemburgo, le permitiría tomar el poder en 1933.

Era una venganza en la que se recogían todas las frustraciones que la burguesía alemana le cobraba a la aristocracia, la cual había lucido su total incapacidad para organizar la victoria contra los otros poderes imperiales del momento. La derrota del imperialismo y del militarismo alemán en 1918[32], que le costó el poder a una rancia y desencantada aristocracia militar, era la señal de combate que estaba esperando, una clase media resentida, reaccionaria y asustadiza, pero dispuesta a todo, con tal de recuperar su cuota de poder en un inédito escenario social, donde sus obsesiones nacionalistas le abrieran un nuevo espacio al sistema económico, debilitado por la guerra y por aventuras coloniales infructuosas y sangrientas[33].

Era evidente, en esta nueva coyuntura, que la clase trabajadora  tan sólo sería un compañero de ruta. En caso contrario, la aniquilación era la respuesta expedita que los nuevos amos del nacional socialismo podían ofrecerles a los trabajadores, quienes terminaron perdiendo a sus líderes, sus sindicatos y todas sus organizaciones culturales y políticas de otros tiempos, cuando la socialdemocracia alemana llegó a ser el partido obrero por excelencia de toda Europa. El nacional socialismo barrió con toda la cultura burguesa anterior a 1933; pero también hizo lo mismo con la cultura, la experiencia vivida y las conquistas logradas por los trabajadores.

Puede resultar puramente especulativo argumentar que Alemania no hubiera necesitado ir a la guerra imperialista; o que la Revolución Alemana podría haber tenido lugar mucho antes de lo sucedido; o que los dirigentes socialdemócratas de izquierda, como Rosa Luxemburgo y Karl Liebchnecht no hubieran perdido sus vidas tan temprano; o que, incluso, si la Revolución Alemana hubiera triunfado en 1918, ni el estalinismo ni el nazismo hubieran llegado al poder, y se hubiera evitado la siniestra masacre que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, todas estas inquietudes llevan implícita una respuesta, que todo buen marxista o revolucionario instrumentaliza  en el análisis político y no confunde con un simple giro de la madeja de acertijos políticos de los que está compuesta la frustrada Revolución Alemana. 


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Si la Revolución Alemana fracasó debido al aislamiento en que cayó la Revolución Rusa de 1917, al serio deterioro del movimiento popular- que trajo consigo el desplome de la Segunda Internacional en 1914, debido a la traición infame de la socialdemocracia en Alemania y otros países de la vieja Europa-, tan bien ubicado en las prácticas parlamentarias de clara signatura burguesa y a las cuales una crítica feroz, como Rosa Luxemburgo, nunca les entregó toda su confianza, se debería, entonces,  prestar un poco más de atención al argumento esbozado por ella, en el sentido de que la democracia socialista no puede construirse con el silencio de los que piensan distinto.

Podría ser injusto, pero además es un anacronismo, sugerir que Rosa Luxemburgo nunca fue capaz de aglutinar a los radicales de izquierda de la socialdemocracia alemana y fundar un partido político distinto, en el que sus aspiraciones revolucionarias pudieran fructificar, como hubiera sucedido a principios del siglo veinte, cuando objetó las aspiraciones nacionalistas de los polacos, y sus temores fueron certeros, pues luego el nacionalismo de corte fascista se hizo cargo del poder en Polonia. Sus críticas al nacionalismo polaco fueron tan válidas, como sus críticas a las potencias operativas de la consigna, impulsada por los bolcheviques, de la autodeterminación de los pueblos que tuvo otros usos muy distintos, en los países vecinos, una vez que los revolucionarios rusos tomaron el poder en 1917. Ella insistía en que el nacionalismo de este tinte era un instrumento del imperialismo para fragmentar la democracia a nivel internacional, algo que en realidad sucedió. El imperialismo atomiza la democracia y la bloquea en los países que no se someten, de la misma manera que continúa sucediendo hoy en día, en todas aquellas regiones y países que han tenido la desgracia de enfrentarse con el imperialismo.  

En este aspecto Lenin podría haber sido, más bien, un discípulo de Rosa Luxemburgo. La Revolución Cubana, por ejemplo, siempre estuvo expuesta, desde sus inicios, a esta clase de asedio, un mecanismo que solo pudo ser contrarrestado con la unidad del pueblo cubano, con la unidad de América Latina, que siempre supo proteger y defender dicha revolución cuando fue necesario, como hiciera México, y por el apoyo de los pueblos explotados y arrinconados por el imperialismo, en África y Asia. Tenía razón, entonces, Rosa Luxemburgo, cuando sostenía que la democracia y el imperialismo son incompatibles. Hoy lo siguen demostrando. No es superfluo señalar que, sin el apoyo incondicional de la vieja Unión Soviética, la Revolución Cubana se hubiera visto en serios problemas.  

Entre la fundación del grupo revolucionario conocido como Spartakus, en 1914, y la creación del nuevo partido comunista alemán en 1919, median la guerra y los constantes encierros políticos de Rosa Luxemburgo y de todos aquellos dirigentes revolucionarios que estaban en contra del conflicto militar. Para la historia del movimiento popular, desde ningún punto de vista es útil razonar que con la salida de prisión de Rosa Luxemburgo, apenas unas semanas antes de su asesinato en 1919, era posible darle un giro definitivo a la naturaleza de la Revolución Alemana en 1918. Ella, con dificultades y sintiendo muy cerca el olor de la muerte, pudo escribir algunos artículos y algunos panfletos en los que se veía con claridad su vaticinio de la nueva dictadura militar que se avecinaba en Alemania.

Pero se le haría un flaco favor al pensamiento revolucionario de Rosa Luxemburgo, cuya vigencia en el siglo veintiuno es incuestionable, si se lo limita a sus geniales intuiciones teóricas de inspiración marxista. De sus críticas al revisionismo de Bernstein, se puede obtener la conclusión de que sus observaciones sobre la economía marxista son también revisionistas; por lo tanto, su obra no hubiera ido más allá de los límites de la creación teórica, establecidos por el pensamiento económico burgués de este siglo. La heterodoxia metodológica de Rosa Luxemburgo, dentro y fuera del marxismo, da para más, y es eso lo que hay que tratar de recuperar cuando se estudia y se analiza su corto protagonismo, no sólo en la Revolución Alemana de 1918, sino en la Revolución Rusa de 1905 y 1917.

Esa heterodoxia, precisamente, fue la que le permitió plantear las preguntas que nadie se había atrevido a esbozar, desde que la Revolución Rusa de 1905, hizo saltar en pedazos todos los convencionalismos institucionales en los que estaban atrapados los revolucionarios de ese país, desde la liberación de los siervos en 1861. Son dos los grupos de fuerzas sociales que están detrás de las revoluciones modernas, de acuerdo  con las enseñanzas que Rosa Luxemburgo les transmitió a los historiadores del siglo veinte, siguiendo a Marx y a los bolcheviques en Rusia. Pero, con sus observaciones prácticas sobre 1905 y con sus brillantes intuiciones, desde la prisión, sobre lo acontecido en 1917, elaboró una taxonomía de las revoluciones modernas, que ha sido utilizada, durante décadas y nunca se le ha concedido el debido reconocimiento. Habría que preguntarse, ¿por qué?

Por una parte, las fuerzas políticas y sociales de la democracia burguesa, con todos sus instrumentos institucionales para controlar el clamor de los sectores populares, mediante el viejo expediente de que son los votos el mejor instrumento en el ejercicio del poder, establecieron el perímetro dentro del cual era posible, al menos en Alemania, ejercer una democracia selectiva en la que los trabajadores tenían estatuido, desde el principio de su participación en ella, los linderos de sus acciones políticas. Cuando la socialdemocracia alemana dictaminaba que sólo iría a la huelga general si tales límites eran violentados por la clase dominante- a la cual le rendía la mayor de las pleitesías simpatizando con el ultranacionalismo que los llevaría a la guerra-, tenía bien claro que el apoyo de los trabajadores estaba regulado por convicciones sindicales no siempre bien sustentadas y cimentadas. A fin de cuentas, el soporte concedido por la socialdemocracia carecía de un perfil de clase bien definido.  

No se debería exprimir el argumento de Rosa Luxemburgo cuando criticaba a los bolcheviques su excesivo centralismo, pues tales críticas no siempre apuntaban a la democracia socialista posible en la que pensaban los revolucionarios rusos; si no más bien, dentro del contexto del pensamiento marxista, a la estrategia escogida para la construcción de una democracia que modificara sustancialmente la relación de clases y asestara el golpe de gracia al sistema económico. Sería aquí, en este frente de lucha, donde los trabajadores organizados y en constante movimiento cotidiano canalizarían todas sus energías, para lograr que el objetivo final, el socialismo, estuviera por encima de un simple resultado electoral como pretendían los líderes conservadores de la socialdemocracia alemana.

Creer que las reflexiones de Rosa Luxemburgo sobre la Revolución Rusa son una defensa a ultranza de la democracia burguesa y no, por contraste, una apología de la democracia socialista que estaba por construirse en ese país, es obtener un producto lógico de premisas inconsecuentes. Lo mismo vale para sus comentarios sobre el anarquismo, al cual, ella no le daba ningún protagonismo histórico de valor en la Revolución Rusa. Carece de sentido que en los cientos de páginas que escribió, para hacer entender al lector que la Revolución Rusa debería estudiarse como un proceso y no como un evento, evaluara la participación de los anarquistas en la Revolución Rusa de 1905, como si hubiera sido el producto de una decisión convulsiva y mecánica. Es claro, de acuerdo con la investigación histórica contemporánea, que en ese proceso revolucionario, los anarquistas jugaron un papel esencial, desde 1861, cuando las fuerzas sociales y políticas en conflicto se decantaron de manera precisa en Rusia[34].

En su brillante análisis de la huelga general de masas ella investigó con detalle no tanto a las huelgas aisladas que sacudieron al imperio ruso, entre los años 1896 y 1905, como al movimiento huelguístico en su totalidad. En este movimiento con todos sus contrastes así como con todos sus matices y detalles sociales, políticos, económicos y culturales, sobresalió la participación de los anarquistas y Rosa Luxemburgo no dijo absolutamente nada al respecto. Para ella, este ciclo de huelgas que movilizó a cientos de miles de trabajadores en toda Rusia estuvo encabezado, sobre todo, por dirigentes socialdemócratas (socialistas) y por una de las fuerzas sociales fundamentales en esta clase de movimientos: la espontaneidad[35].

Habría que averiguar el por qué de esta notable ausencia en su trabajo de investigación sobre las huelgas en Rusia, durante el período mencionado. Pero lo  relevante de esta discusión es que, a pesar de sus vacíos y de sus ausencias, el trabajo sobre la huelga de masas, escrito por Rosa Luxemburgo, fue un texto cargado de una riqueza metodológica inigualable. Prácticamente, en él se encuentran todas las pistas que deberían seguir los historiadores del presente, para el estudio de los movimientos sociales y de las luchas entre trabajadores y patrones, en torno a una agenda cuya especificidad histórica es inmejorable: 1-la jornada laboral de ocho horas; 2-las condiciones sanitarias de trabajo, 3- los incrementos salariales, ahí donde la productividad se encuentra con la plusvalía y la contradice; 4- los derechos organizativos de los trabajadores. Estos han sido temas y problemas a los que todos los historiadores interesados en el desarrollo de las luchas sociales del movimiento obrero industrial, se han referido de una u otra forma. 

 Hay algo muy atractivo en todo este asunto de las huelgas de masas, los anarquistas, la revolución y la espontaneidad. Está bien claro que Rosa Luxemburgo emitía sus opiniones sobre los anarquistas, a partir de las refriegas en las que se vieron involucrados éstos y los marxistas, desde las filas de la Primera Internacional de 1864. Todavía un poco de luz adicional: las opiniones de Rosa Luxemburgo sobre el anarquismo y los anarquistas reposaban sobre la masa de prejuicios que Marx y Engels se dedicaron a propalar mientras militaron en aquella organización arriba mencionada, lo que no sólo los dejó fuera de la Segunda Internacional de 1889 (a los anarquistas), sino que también los lanzó a los márgenes de las rebeliones sociales que sacudieron a Europa, entre 1864 y 1914. Las opiniones de Rosa Luxemburgo también se apoyaban en uno de los temores burgueses por excelencia: el miedo pánico al desorden, a la ausencia de autoridad, a la lejanía con que los anarquistas veían al centralismo democrático propugnado por los bolcheviques y sobre el cual Rosa Luxemburgo terminó vertiendo sus halagos más sentidos y recalcitrantes[36]

Rosa Luxemburgo no logró ver con suficiente claridad y en su debido momento, que una huelga de masas y una revolución social no son lo mismo[37]. Sin embargo es, precisamente, ese punto ciego el que es útil para fines metodológicos y teóricos, en la investigación histórica de las huelgas y los movimientos revolucionarios. Por el hecho de no ser lo mismo, una huelga general podría conducir hacia un proceso revolucionario, pero éste, no necesariamente, tendría que estar compuesto de un conjunto de huelgas, las cuales, sin relación histórica posible entre sí, no integran una revolución. Las manifestaciones, las protestas callejeras, los motines sociales, los días de paro, los mítines públicos, las barricadas y otros, componen una cadena histórica de reacciones sociales, políticas y culturales contra el sistema económico, el cual, podría estar flaqueando en aquellos puntos vulnerables donde los dirigentes sindicales no saben llegar. Pero un proceso revolucionario toma años, décadas, para ser construido y levantado con alguna seguridad. En este tema, la educación juega un papel invaluable, algo en lo que los anarquistas llevan toda la ventaja sobre los marxistas, pues años de clandestinidad, marginalidad y reclusión, dejan una marca en la piel de las personas, que ni la mejor teoría logra borrar.


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En ningún momento los anarquistas han sostenido que la espontaneidad y el caos son lo mismo. Para los grandes dirigentes y teóricos anarquistas del siglo XIX, precisamente, el siglo de las revoluciones sociales como podría llamársele, la espontaneidad de las masas estaba en relación directa con las posibilidades organizativas brindadas por las condiciones históricas específicas[38]. Estas últimas no eran ni deberían ser, el producto antojadizo de un comité central repleto de sabios de ocasión. Si Rosa Luxemburgo fue hipnotizada por el encanto que la espontaneidad revolucionaria le produjo en la Revolución Rusa de 1905, como la lógica consecuencia de una cadena de eventos que se remontaba a 1896, según se ha visto, dicho mesmerismo no se encuentra fuera de la evolución histórica del proceso revolucionario si no muy adentro del mismo.

Las acusaciones de Rosa Luxemburgo respecto a que la noción de espontaneidad instrumentada por los anarquistas era, esencialmente, la semilla de una “rebeldía romántica” no satisfecha[39], se sirven de la misma metodología desarrollada por ella, pues, de acuerdo con Rosa Luxemburgo el levantamiento de Kronstadt de 1921, sería un evento aislado sin relación histórica alguna con todo el proceso revolucionario anterior, cuyos orígenes remotos estarían en la ola de huelgas que sacudieron a Rusia y a Polonia, desde finales del siglo XIX. Para argumentar que los anarquistas, durante la Revolución Rusa de 1905, fueron finalmente liquidados de manera definitiva, pues no eran otra cosa que simple “lumpen”; tiburones que estaban esperando la mejor oportunidad para el saqueo y la rapiña, Rosa Luxemburgo no eligió el mejor tratamiento de la situación histórica al insistir en que la revolución y la huelga general podrían ser, en último caso, un mismo proceso histórico[40].

Los anarquistas sabían muy bien que la revolución, históricamente, no podía estar compuesta por un conjunto de huelgas desarticuladas y sin programa. De nuevo, el caso de Kronstadt era un buen ejemplo de ello. La educación y el desarrollo de la consciencia de clase de las que tanto habló Rosa Luxemburgo- como ingredientes indispensables en cualquier proceso revolucionario donde el principal protagonista fuera la clase trabajadora-, estuvieron presentes todo el tiempo, durante aquel memorable motín contra la arrogancia y el centralismo bolcheviques[41]. Aún más, es bien sabido que se puede tender un puente histórico entre el protagonismo de la clase trabajadora en las revueltas de 1905 y aquellas que tuvieron lugar en 1921. Este proceso histórico era el resultado de una “espontaneidad bien programada”, aunque la aparente paradoja metodológica no inhibe el tratamiento de un liderazgo anarquista que siempre estuvo presente, en todas y cada una de las conquistas logradas, mediante los métodos convencionales, como las huelgas y el levantamiento insurreccional de naturaleza militar.

En ese trayecto, el año 1917 constituyó el punto de quiebra entre una estrategia diseñada en el cuartel general o la oficina del burócrata y aquella otra diseñada en la calle, en las discusiones públicas, las asambleas populares y la práctica cotidiana de una agenda comunitaria que cambiaba cada veinticuatro horas, apuntalada por un dispositivo de nuevo cuño, es decir los soviets. Resulta imperdonable que Rosa Luxemburgo hubiera visto todo esto en la Revolución Rusa de 1905, e insistiera en que la idea de espontaneidad que utilizaban los anarquistas, era una forma de colaborar con la reacción y de sabotear a la primera revolución socialista de la historia.

 

VI            

La espontaneidad era un artefacto institucional y organizativo sumamente útil; no tanto para los demócratas liberales, como también para los sindicalistas, los bolcheviques, los mencheviques y los anarquistas. Todos ellos tenían una concepción distinta de lo que entendían por espontaneidad y eran, inevitablemente, los resultados prácticos los que establecían el perímetro de veracidad política con el que estaba siendo utilizado. Pero la espontaneidad, como la entendió Rosa Luxemburgo, tenía un problema: estaba más cerca de la organización revolucionaria, que del caos. Este último, valga la aclaración, nunca fue creado por los anarquistas, según se ha dicho. Porque la identificación entre caos y espontaneidad no constituye una línea directa entre aquellos que están convencidos de la utilidad práctica e inmediata de la segunda en ausencia del primero. El caos, de cualquier manera, era un concepto cósmico que se había traído a la realidad social y política de manera forzada, para explicar la ausencia de orden en términos positivistas de acuerdo con la sociología burguesa, en sus momentos iniciales[42]. La espontaneidad, en cambio, era una fuerza social y política que no renegaba de la disciplina y de la organización en el momento en que la iniciativa de las masas necesitaba de canalización para asestar sus mejores golpes, ya fuera contra la policía, el ejército, los burócratas o los autócratas que querían congelarse en el tiempo, mientras fueran dueños pasajeros del poder. Por esta razón, Rosa Luxemburgo insistía en que la espontaneidad era un elemento central en todas las huelgas de masas que habían tenido lugar en Rusia, entre 1896 y 1905[43].    

Rosa Luxemburgo estableció diferencias históricas y sociales entre la espontaneidad, entendida como la fuerza y la iniciativa de las masas orientadas por las organizaciones revolucionarias; aquellas que habían entendido el momento histórico en el que se estaban desenvolviendo y la espontaneidad entendida como caos, desorden e indisciplina. Esta diferencia operativa fue la que la acercó, metodológicamente, a los bolcheviques y a Lenin en particular. Cuando escribió su trabajo sobre la Revolución Rusa de 1917, en prisión, valga recordarlo de nuevo, ya había tomado en cuenta esta diferencia esencial entre ambos momentos pues eran la historia y el desarrollo del proceso revolucionario los que establecían la utilidad y el impacto de cada uno sobre las organizaciones revolucionarias y, esencialmente, sobre el objetivo final que se buscaba conquistar: el socialismo. La revolución creaba primero las condiciones sociales, mediante las cuales una brusca transformación de una huelga económica en una huelga política, abría paso a la huelga general de masas[44]. Con la Revolución Rusa se hizo evidente que no fue esta última la que aceleró el proceso revolucionario, sino que fue éste el que hizo posible  la huelga de masas[45].

Estos descubrimientos, hechos en la práctica cotidiana, reflexionando sobre la revolución, la espontaneidad, el caos y el objetivo final de tanta lucha: el socialismo, pudieron haber alejado, tácticamente, a Rosa Luxemburgo de los bolcheviques, aunque en la estrategia siempre estuvieron muy cerca. Tal cosa es de importancia decisiva para comprender el papel jugado por la espontaneidad en el despegue histórico de los soviets en la Rusia revolucionaria; y en la estrategia revolucionaria impulsada por los anarquistas, durante la Revolución Rusa, entendida como proceso y no  sólo como un evento histórico de relevancia.

Algunos historiadores liberales occidentales se han acostumbrado a la idea de que la Revolución Rusa es el “evento histórico” decisivo del siglo veinte, en términos de su impacto directo sobre la forma de construir civilización, de diseñar alternativas económicas, sociales y políticas, distintas a las que se habían practicado hasta ese momento, sobre todo en el capitalismo desarrollado[46]. Su énfasis sobre el punto de quiebra, representado por el año 1917 y la rica gama de eventos económicos, sociales, políticos y culturales que encierra, desnaturaliza la posibilidad de traer al escenario histórico a otras fuerzas tan significativas y poderosas como los bolcheviques dirigidos por Lenin.  Porque fueron los bolcheviques, los revolucionarios rusos inspirados en el marxismo los protagonistas de esta historia que, en caso de ser evaluada como lo que fue, un proceso complejo y de una increíble riqueza ideológica, hasta ahora no acaba de explicar y de comprender el legado de contradicciones y de promesas con que llenó el desarrollo histórico de Occidente, después de 1917. Con ello se han olvidado o  relegado a un segundo plano, potentes fuerzas sociales que podrían explicar también por qué la Revolución Rusa, liderada por los bolcheviques, feneció en la cuna.

También, casi todos los analistas e historiadores occidentales de formación liberal, coinciden en que una figura como Lenin es capital para valorar las verdaderas dimensiones alcanzadas por un proceso revolucionario en el que medió, esencialmente, un golpe de estado que le cambió el rumbo al curso de los eventos, dejó de lado un abanico inmenso de otras fuerzas sociales y le fijó el trayecto a una revolución que, luego de muerto Lenin en 1924, bañaría en sangre a Rusia hasta 1953, ahora dirigida por uno de los grandes dictadores de la historia, Josef Stalin[47]. Si Rosa Luxemburgo no hubiera sido asesinada en 1919, hubiera logrado presenciar cómo varias de sus predicciones y de sus temores se cumplían a cabalidad. Porque, a pesar de sus desconcertantes ambigüedades con relación a la Revolución Rusa, su llamado de atención sobre la rigurosidad con que la democracia debía ser aplicada en el socialismo, sigue constituyendo una imprecación inescapable para comprender el desarrollo histórico del siglo veinte.

Finalmente, los historiadores, activistas y pensadores anarquistas recuperaron la historia del anarquismo durante el proceso revolucionario que tuvo lugar en Rusia, entre 1861 y 1924, a pesar de las deformaciones historiográficas en que cayeron muchos estudiosos, supuestamente marxistas, para quienes casi siempre fue un artículo de fe olvidar que los Mártires de Chicago de 1886 y la fundación del 1 de mayo como día internacional de los trabajadores, fueron una conquista de los anarquistas[48]. El protagonismo de los anarquistas en la Revolución Rusa está fuera de toda duda[49]. Su contribución a la idea instrumental y a la práctica de la espontaneidad como recurso político y social está también fuera de toda discusión. Pero destacar que durante buena parte de la Revolución Rusa, las organizaciones partidistas marcharon a remolque de la iniciativa y de la imaginación de las masas, a pesar de lo que hubieran dicho en sentido contrario Rosa Luxemburgo o Lenin, es un aspecto que no debería olvidarse, si realmente se quiere conservar en la memoria el verdadero significado y la potencia del concepto de espontaneidad, cuya vigencia en el presente es de una fuerza indiscutible.

La Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa hicieron evidentes la barbarie y la brutalidad de que era capaz el imperialismo, con tal de conservar su porción de ganancia. Este fue uno de los mayores descubrimientos del siglo veinte, porque detrás de esos dos grandes procesos se produjo la quiebra del viejo sistema imperialista europeo, y la humanidad ingresó en una nueva era, preñada de revoluciones, de cambios sociales y culturales.  Únicamente aquél que no tiene interés en estudiar y comprender la historia del siglo veinte a partir de los cambios suscitados, puede ignorar la enorme relevancia de la Gran Guerra y de la Revolución Rusa.

Pero esta forma de ignorancia tiene un origen, una procedencia política e ideológica que también hay que rescatar y denunciar. El oportunismo, como el vehículo más triste y desvencijado para explicar las verdaderas raíces de la consciencia de clase, en ciertos intelectuales y dirigentes de izquierda, es increíblemente dañino. Hoy, cuando el colapso del socialismo soviético en 1991, gestó una desbandada escalofriante de alguna supuesta militancia de izquierda hacia la trinchera opuesta, la derecha más fascista y reaccionaria, se hace obligatorio conocer bien los medios que utiliza el oportunismo para no dejarse seducir por sus cantos de sirena. 

 

Notas:

[1] Este artículo es un resumen del capítulo VIII de nuestro libro, titulado ROSA LUXEMBURGO. UTOPÍA Y VIDA COTIDIANA de próxima aparición, coeditado por la EUNA de Costa Rica y Ediciones Nadar de Chile.

[2] Rodrigo Quesada Monge (1952) Catedrático Jubilado de la UNA, Costa Rica. Premio Nacional de la Academia de Geografía e Historia de Costa Rica (1998) y Premio Nacional de Literatura (en la rama de ensayo) (2015).

[3] Rosa Luxemburg (1961) The Russian Revolution. Leninism or Marxism? (The University of Michigan Press. Anne Arbor. With an Introduction by Bertram D. Wolfe)

[4] León Trotski (1932)  Historia de la Revolución Rusa  (México: Juan Pablos Editor. 1972. Traducción de Andrés Nin) 2 vols.  

[5] E. H. Carr (1979). La Revolución Rusa. De Lenin a Stalin (1917-1929) (Madrid: Alianza. 2011. Traducción de Ludolfo Paramio) 

[6] Neill Harding (2003). The Russian Revolution: An Ideology in Power. En Terence Ball & Richard Bellamy (Editors). The Cambridge History of Twentieth Century Political Thought (Cambridge University Press) Pp. 239-266.

[7] Stefan Rinke (2011) Las revoluciones en América Latina. Las vías a la Independencia. 1760-1830 (El Colegio de México. Traducción de Ofelia Arrutti).

[8] Daniel Guérin (1973). La lucha de clases en el apogeo de la Revolución Francesa. 1793-1795 (Madrid: Alianza. Traducción de Carlos Manzano).   

[9] Marcelo Musto. Editor (2014) Workers Unite! The International 150 years later (New York & London: Bloomsbury) La Introducción.

[10] César Rendueles (2016) En bruto: Una reivindicación del materialismo histórico (Madrid: La Catarata).  

[11] Fernando Díez Rodríguez (2016) La imaginación socialista. El ciclo histórico de una tradición intelectual (Madrid: Siglo XXI) Capítulo VII.   

[12] Teodor Shanin. Editor (1990) El Marx tardío y la vía rusa. Marx y la periferia del capitalismo (Madrid: Editorial Revolución) Primera parte.

[13] León Trotski (1908) 1905 (New York: Random House. Translated by Anya Bostok).

[14] Rosa Luxemburgo (1904) Organizational Questions of Russian Social Democracy. En Hudis & Anderson (2004) Op. Cit. Pp. 248-265.  También Rosa Luxemburgo (1918) The Russian Revolution. En Mary-Alice Waters (Editor) (2013) Rosa Luxemburg Speaks (New York: Pathfinder) Pp. 524-568.  

[15] Rosa Luxemburgo (1961) The Russian Revolution. Leninism or Marxism? (The University of Michigan Press. Anne Arbor. With an Introduction by Bertram D. Wolfe) P. 25.

[16] Emma Goldman (1923-1924). My Two Years in Russia. An American Anarchist’s Disillusionment, and the Betrayal of the Russian Revolution by Lenin’s Soviet Union (Florida, Red and Black Publishers. 2008) Capítulos 27 y 32.   

[17] Michael Löwy. The Hammer Blow of the Revolution. Rosa Luxemburg’s Critique of Bourgeois Democracy. New Politics. Summer 2016. Vol. XVI-1.

[18] Rosa Luxemburgo (1961) P. 15.

[19] Ibídem. P. 28.

[20] Ibídem. P. 30.

[21] Edmund Burke (2015) Reflections on the Revolution in France and Other Writings (London: Everyman’s Library. La version original de esta obra es de 1790) Pp.425-657.

[22] Edmund Wilson (2011) Hacia la estación Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer historia (Barcelona: RBA. Libros. Traducción de R. Tomero, M. F. Zalén, y J. P. Gortázar) Tercera parte. Un estudio excelente es el libro de Yuri Felshtinsky (2012) Lenin, Trotsky, Germany and the Treaty of Brest-Litovsk. The Collapse of the World Revolution. November 1917-November 1918 (Miltford, CT. Russell Enterprises) Capítulo 11.

[23] Posiblemente, el mejor texto publicado hasta ahora, sobre esta cuestión del cisma entre anarquistas y marxistas, al interior de la Primera Internacional, sea el de Wolfgang Eckhardt (2016). The First Socialist Schism. Bakunin Vs. Marx in the International Working Men’s Association (Canadá, PM Press. Translated into English by Robert M. Homsi, Jesse Cohn, Cian Lawless, Nestor McNab, and Bas Moreel).

[24] Lenin (1899). El desarrollo del capitalismo en Rusia. El proceso de la formación de un mercado interno para la gran industria (México: Ediciones de Cultura Popular. 1971).  

[25] Rosa Luxemburgo (1961) P. 41.

[26] G. Lukács (1923) Historia y conciencia de clase (México: Grijalbo. 1975. Traducción de Manuel Sacristán Luzón) Rosa Luxemburg como marxista.

[27] Lelio Basso (1975). Rosa Luxemburg. A Reappraisal (London: André Deutsch. Translated from the German by Douglas Parmée)

[28] Luxemburgo (1961) P. 47.

[29] Ibídem. P. 50.

[30] Ibídem. P. 96. 

[31] Ibídem. P. 97.

[32] Sebastian Haffner. La Revolución Alemana de 1918-1919 (Barcelona: Inédita Editores. 2005. Traducción de Dina de la Lama Saul) Capítulo 1.

[33] Trotski (1930) La lucha contra el fascismo (México: Juan Pablos Editor. 1975) Vol. I.

[34] Volin (2010) La revolución desconocida (Ediciones Irrintzi. La edición original es de 1920) 2 vols. Orlando Figes (2014) La Revolución Rusa (1891-1924) (Barelona: Edhasa. Traducción de César Vidal). Paul Avrich (2005) The Russian Anarchists (Canada; AK Press). 

[35] Rosa Luxemburgo (1906). En Mary-Alice Waters (2013).

[36] Wolfgang Eckhardt (2016) Op.Cit. 

[37] Rosa Luxemburgo (1906) P. 222.

[38] Ibídem. P. 233.

[39] Ibídem. P. 231.

[40] Ibídem. P. 263.

[41] Ibídem. P. 249.

[42] August Comte (1986). La filosofía  positiva (México: Porrúa. Selección de Francisco Larroyo) Proemio. 

[43] Rosa Luxemburgo (1906) P. 272.

[44] Ibídem. P. 270.

[45] Ibídem. Loc. Cit.

[46] Orlando Figges (2010) La Revolución Rusa (1891-1924). La tragedia de un pueblo (Madrid: EDHASA. Traducción de César Vidal). 

[47] Heinz Duthel (2010) The Concise Duthel Encyclopedia of Anarchism (New York: Lulu. Com publishers) Volumen V. 

[48] Philip S. Foner. Editor (2009). The Autobiographies of the Haymarket Martyrs (New York: Pathfinder Press).

[49] Paul Avrich (1988) Anarchists Portraits (Princeton University Press).  

 

Cómo citar este artículo:

QUESADA MONGE, Rodrigo, (2017) “Rosa Luxemburgo y dos momentos de la Revolución Rusa, 1905-1917”, Pacarina del Sur [En línea], año 9, núm. 33, octubre-diciembre, 2017. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Miércoles, 11 de Diciembre de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1518&catid=5