Heroísmo y Derrota: las organizaciones armadas argentinas

El vasto contingente de militantes que se incorporaron a la práctica política a mediados de los sesentas lo hizo en un contexto de agudización de las luchas sociales, crisis institucional y fuerte descreimiento de los mecanismos propios de la democracia representativa. Al menos tres grandes temas ocuparon un lugar relevante en el pensamiento social de esos años: la lucha armada como vía de acceso al poder en el marco de una estrategia que desechaba la propuesta “etapista” y las tareas democrático-burguesas como programa de cumplimiento obligado en el proceso revolucionario; el socialismo como objetivo a la orden del día y como único camino válido para cumplir con éxito las tareas antiimperialistas y antioligárquicas y el papel secundario, casi desechable, de la llamada “burguesía nacional”, reducida en cierta literatura, a un papel puramente “gerencial”.

Palabras clave: lucha armada; socialismo; peronismo; dictadura; represión

 

En el ámbito del ejercicio del compromiso militante cobró fuerza la conformación de organizaciones de carácter “político-militar”, se acentuó el rechazo a los partidos tradicionales y a los procesos electorales y se promovió la actividad armada como una forma de radicalizar el conflicto social y demostrar la vulnerabilidad de las fuerzas de seguridad del Estado.

Las acciones de las organizaciones armadas resultaron eficaces durante el enfrentamiento a la dictadura que se mantuvo en el ejercicio del poder durante el ciclo 1966-1973. El llamado a elecciones y el triunfo electoral peronista en marzo de 1973, abrió una etapa más compleja y con nuevos actores en el escenario político. Las organizaciones armadas trataron de adaptarse dificultosamente a un escenario para el que se requerían otras respuestas, sin embargo, se optó por apresurar la reaparición del accionar armado y esperar el derrumbe del gobierno constitucional.

El golpe de estado de marzo de 1976 cerró la etapa de crecimiento de la guerrilla y creó las condiciones óptimas para que el régimen dictatorial pusiera en marcha, sin obstáculos legales, la más dura estrategia de exterminio de la historia argentina. El saldo en miles de muertos y desaparecidos es el epílogo trágico del sueño que empezó diez años antes, para una generación que puso heroísmo y compromiso detrás de un proyecto que parecía cercano y promisorio.

En junio de 1966 se consumó un golpe de Estado de trámite operativo miserable – apenas un par de bombas de gas lacrimógeno en los despachos de la Casa Rosada – ese acto marcó, sin embargo, el inicio de un ciclo de enorme relevancia en el terreno del pensamiento social y de la práctica política. Toda una generación de jóvenes que se asomaban al mundo de las luchas sociales en esos años, entendió que el pronunciamiento de las fuerzas armadas que habían derrocado al presidente Arturo Illia, era la confirmación de la inviabilidad de la democracia representativa en la Argentina. La sublevación militar aparecía ante los ojos de la opinión pública como la confirmación de la fragilidad institucional democrática y la gravitación de las fuerzas armadas como garantes de los intereses de los grupos dominantes. Había antecedentes suficientes para pensar que la vía electoral era un engaño destinado a vaciar las protestas del movimiento popular y dilatar la instrumentación de políticas que ampliaran la base social del Estado y mejoraran la distribución del ingreso. Los golpes militares de 1930, 1943, 1955, 1962 y 1966 daban sustento a las lecturas más pesimistas sobre el futuro político del país, poco o nada podía esperarse del régimen democrático cuando el veto de las fuerzas armadas  constituía la barrera con la cual se topaban las fuerzas políticas que aspiraban al ejercicio de la función pública apelando al respaldo del voto ciudadano.

Los años sesentas representan, como lo estableció con rigor Oscar Terán (1993), un punto de ruptura con ciertas formas de entender la política y leer la crisis de las instituciones. Los caminos tradicionales de formular las demandas y resolver los conflictos parecían agotados ante el juego viciado en el cual se confrontaban los partidos políticos. La proscripción de la mayor fuerza social del país, el peronismo, establecía un condicionante de origen que quitaba legitimidad a los gobiernos elegidos mediante procesos electorales a partir del golpe de estado de 1955 que derrocó al gobierno constitucional del general Perón. Ni Arturo Frondizi (1958-1962), ni Arturo Illia (1963-1966) lograron conformar a una sociedad crecientemente politizada y permanentemente inconforme con los pactos cupulares que se amarraban con la ausencia del peronismo. Más lejos aún estaba la posibilidad de consolidar acuerdos institucionales de largo plazo por parte de los presidentes de facto. Los generales Pedro E. Aramburu (1955-1958) y Juan Carlos Onganía (1966-1970) buscaron por la vía de la exclusión política y de la represión en un caso y por el camino de la cooptación de los sindicatos en el otro, neutralizar al peronismo. Ni la represión posterior al golpe de 1955, ni las concesiones salariales del general Onganía  lograron resolver el tema de fondo, el juego electoral de los partidos tradicionales era el producto de un sistema al que le faltaban dos soportes fundamentales para alcanzar acuerdos institucionales de largo plazo que le dieran estabilidad al bloque dominante: las políticas económicas continuaban, con variantes y ajustes coyunturales, respaldando la estrategia de sustitución de importaciones sin resolver la principal debilidad de ese modelo definido por algunos economistas, como de “industrialización protegida o de crecimiento hacia adentro”. El flanco débil era la ausencia de un sector industrial capaz de generar los bienes de capital y los insumos complejos que se requerían para darle un sustento más sólido a la economía argentina y cortar la dependencia de importaciones de bienes y equipos que resultaban costosos y se pagaban con los excedentes de las exportaciones agropecuarias. De esta forma, a cada período de auge de la industria seguía una crisis del sector externo y la protesta de los grandes productores rurales que manifestaban su inconformidad por el manejo de recursos que en su mayor parte provenían del campo y se destinaban a subsidiar a otros sectores económicos.

Cada ciclo de crisis económica se tornaba en un cóctel inflamable que combinaba los reclamos de las grandes corporaciones rurales y las demandas salariales de los sindicatos buscando sostener el ingreso de los trabajadores al parejo con las tasas de inflación. Es fácil entender que al no existir un sistema de representación partidario que actuara como vía eficaz de canalización de los intereses sectoriales de los grupos sociales confrontados, el arbitraje final se trasladara a las fuerzas armadas. Por la misma naturaleza de los institutos armados el camino más expedito para desempatar el conflicto y evitar desbordes sociales que afectaran al conjunto del sistema fue, en la mayoría de los casos, el veto de ciertas medidas de gobierno, el requerimiento más o menos disimulado destinado a sustituir a los ministros más cuestionados o el  golpe de Estado reemplazando al titular del Poder Ejecutivo por un alto oficial del ejército. Ya con el gobierno en sus manos, las fuerzas armadas prometían orden y elecciones en pocos años o bien se ofrecían como garantes de una administración estable y capaz de consolidar las instituciones en el mediano y largo plazo. Si los partidos políticos, como  representantes naturales de la ciudadanía para participar en la administración de los asuntos públicos, demostraron su inoperancia en el momento de resolver las crisis de conducción del Estado, el “partido militar” se incorporaba al escenario político como reserva moral y garantía de disciplina social y crecimiento económico.


¿Cómo se entendía esta realidad desde la izquierda y cual era su papel en un escenario que parecía actuar sin necesidad de su presencia? Es necesario apuntar que al mismo tiempo en que los acontecimientos nacionales parecían confirmar los diagnósticos más pesimistas sobre un posible desarrollo de la Argentina “burguesa”, en el terreno internacional una sucesión vertiginosa de acontecimientos alimentaban un proceso subterráneo de ruptura con las concepciones tradicionales de la izquierda histórica – principalmente socialista y comunista – lo que se tradujo en la multiplicación de agrupaciones políticas y estudiantiles con un nuevo perfil al que se puede denominar “nueva izquierda”.

El enorme impacto del triunfo del Movimiento “26 de Julio” en Cuba, la generalización de las luchas independentistas en la antiguas colonias africanas con dos casos nacionales que se transformaron en paradigmas para la nueva izquierda argentina (el Frente de Liberación en Argelia y el liderazgo de Patricio Lumumba traicionado por algunos de sus colaboradores en el Congo) así como la consolidación de movimientos revolucionarios en el Sudeste asiático, fueron elementos que aún proviniendo de realidades sociales muy diversas, alimentaron un debate que se centró en por lo menos dos cuestiones centrales: la necesidad de considerar la lucha armada como camino factible de acceso al poder y la urgencia de reconsiderar el papel de la llamada burguesía nacional en la composición de los frentes poli-clasistas, aún cuando se tratara de alianzas electorales coyunturales o de acuerdos destinados a responder a emergencias políticas del momento: golpes de Estado; intentos de desestabilización institucional o acefalías en las máximas jerarquías del gobierno.

La sistematización que el Che Guevara efectuó de la lucha revolucionaria en Cuba y que se plasmó en discursos, conferencias y libros constituyó una fuente de consulta teórica relevante. Algunos textos, como el del francés Regis Debray (Revolución en la Revolución) pese a cierta ligereza teórica, alimentaron un razonamiento un tanto lineal acerca de la viabilidad de la lucha armada en América Latina. En pocos años fue creciendo la idea de que la violencia revolucionaria no podía estar vinculada solo a programas antioligárquicos y antiimperialistas, las condiciones objetivas – se entendió entonces - reclamaban también la formulación de un objetivo socialista.

El otro punto de confrontación con las antiguas concepciones de la izquierda tradicional fue el debate sobre la existencia de una franja del empresariado local al que en términos marxistas pudiera reconocerse como expresión legítima de una “burguesía nacional” con proyecto propio. La discusión corrió diversas suertes y la producción teórica de los años sesentas ofrece un panorama tan variado como desigual. Según se considere el factor que se tomaba como punto de referencia para el análisis – la composición del paquete accionario de las empresas (argentino o extranjero); el destino de la producción (mercado interno o exportaciones); el origen de los establecimientos o grupo de empresas asociadas en un corporativo (productores locales o inversionistas externos) y en algunos casos las posiciones políticas de ciertos grupos patronales en relación a los distintos gobiernos, las conclusiones podían diferir radicalmente. Con el tiempo no tardaron en decantarse dos posiciones claramente dibujadas: para algunas corrientes de la izquierda la tarea histórica de la burguesía nacional argentina se había agotado con la experiencia del gobierno peronista en el ciclo que se inicia en 1945 y culmina en 1955 con el golpe de Estado que derroca a Perón. Ya no tenía sentido hablar sobre las reformas “democrático-burguesas” en la medida que ese programa se había cumplido a cabalidad con la administración peronista durante los años señalados. Por lo tanto, resultaba casi irrelevante la contribución que podía esperarse de sectores burgueses debilitados por la concentración monopólica y en buena medida dependientes de los favores del Estado en materia de créditos y subsidios.

Por el contrario, desde otras corrientes de la izquierda se insistía en la permanencia de una franja identificable de capitalistas nacionales vinculados al mercado interno, y aunque siempre sujetos a los apoyos de las instituciones públicas, actuaban como un sector enfrentado a la oligarquía agroexportadora y a las corporaciones extranjeras.

Pese a que las fuentes de consulta solían ser las mismas, las conclusiones resultaban antagónicas, para la izquierda que reivindicaba la experiencia peronista era imprescindible que en toda propuesta frentista o en el diseño de una plataforma de gobierno popular, se contara con el apoyo de estos grupos empresariales. Cabe señalar, que el debate se tiñó, en muchos casos, de componentes más ideológicos y políticos que de argumentos sociológicos o económicos. Aunque con ciertos matices, la izquierda peronista afirmaba que los acuerdos con algunos grupos patronales era un paso sustantivo en el desarrollo del proceso revolucionario, por su parte, los partidos y agrupaciones ajenos al peronismo saldaban el tema con propuestas de alianzas tácticas como una vía de neutralización de un sector que en esencia era enemigo de clase.

Inspirada en referentes históricos que provenían de las revoluciones democráticas europeas o de los programas de liberación nacional de los países africanos y asiáticos, para esta corriente de la izquierda (no-peronista) las tareas democráticas estaban asociadas a reformas estructurales profundas como el reparto agrario, el control del Estado en sectores clave de la economía y la participación popular en las instancias públicas de decisión política. De esta manera, el “momento” de las reformas democráticas era parte de la ejecución de medidas antioligárquicas y antiimperialistas, un capítulo de un proceso único cuya culminación era la instauración del socialismo. La revolución cubana abonó esta idea, el salto cualitativo entre la primera y segunda Declaración de La Habana (1960 y 1961) parecía ser la confirmación empírica del vínculo que ligaba al programa de “liberación nacional” con el tránsito a una economía socialista.

Desde esta lectura solía olvidarse que en el caso argentino las dos experiencias democráticas de mayor relevancia, la del presidente Yrigoyen (1916-1922) en términos institucionales y la de Perón (1946-1955) en el plano de la justicia social, habían sido el resultado de procesos electorales y de movilización social relativamente pacíficos y desplegados en el marco jurídico heredado de la República conservadora diseñada en 1880.

 

El punto de ruptura: la lucha armada y el socialismo

Poco antes de que las organizaciones guerrilleras ganaran presencia y protagonismo en el escenario político argentino, se habían registrado dos antecedentes desde los cuales se propuso  enfrentar a las fuerzas de seguridad del sistema en el campo de la confrontación armada. Curiosamente ambos intentos se llevaron a cabo durante la vigencia de gobiernos constitucionales, aunque debe señalarse que en los dos casos el peronismo no pudo participar por encontrarse proscripto y sus dirigentes presos o perseguidos. El primer grupo, de orientación peronista, se instaló en la siempre conflictiva provincia de Tucumán, fue en 1959 durante la presidencia de Arturo Frondizi y bajo el nombre de Uturuncos procuró captar a los sectores obreros de los ingenios azucareros y pobladores de barrios marginales (Salas, 2003). De vida efímera y desconectado de la fuerte estructura sindical del peronismo, el grupo había quedado desarticulado hacia 1960.


El segundo intento, con mayor logística y mejor preparado, surgió con fuerte apoyo del gobierno cubano, en particular del Che Guevara y estuvo encabezado por el periodista Jorge Masetti, fundador de la agencia Prensa Latina.  El grupo que encabezó Masetti se dio a conocer como Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) y se instaló en la norteña provincia de Salta a mediados de 1963, cuando el país estaba gobernado por Arturo Illia, un presidente civil dispuesto al diálogo pero políticamente débil al triunfar en elecciones de las que fue excluido el peronismo. A principios de 1964 el intento de abrir un frente de lucha armada en esa zona tuvo un final trágico de purgas internas y del más absoluto aislamiento social. La mayoría de sus integrantes murió por hambre o fue detenido o muerto por la Gendarmería Nacional. El intento naufragó sin que dejara rastros de un verdadero combate con las fuerzas de seguridad ni de la más mínima implantación territorial.[1]

Ambas experiencias quedaron rápidamente en el olvido y restringidas al trabajo de los abogados encargados de llevar a cabo la defensa de los detenidos del EGP. Para la izquierda fueron antecedentes que no merecieron un balance cuidadoso de la derrota, el dato más revelador es que ni Masetti ni otros integrantes de los grupos que fueron pioneros en defender la causa de la lucha ramada como vía de acceso al poder, hayan merecido una reivindicación explícita por parte de las organizaciones guerrilleras surgidas a fines de los sesentas.

Pese al destino poco feliz de ambos intentos y a los antecedentes no muy exitosos de otros casos similares en Guatemala, Venezuela y Perú, la impronta “guevarista” marcó profundamente a los grupos que se consolidaron en el escenario político argentino poco después. Un sesgo de origen vició la lectura de los textos de Guevara y el mismo análisis del proceso revolucionario cubano, la generación que se incorporaba de lleno a la militancia a principios y mediados de los años sesentas exaltó los componentes éticos y el compromiso de lucha y entrega que encarnaba el discurso guevarista, pero no dimensionó la propuesta estratégica y los métodos que el propio Guevara decidió asumir como el camino más adecuado para promover la revolución latinoamericana. De esta forma se entendió que la emergencia del factor militar suponía, en todos los casos, un detonante para la profundización de los antagonismos sociales y la radicalización de las luchas populares. El ejercicio de la violencia se justificaba a partir de la simple constatación de la desigualdad social y aunque en sentido estricto, fueron pocas las organizaciones que se manifestaron como “foquistas” algunos de los postulados básicos que sistematizó el Che Guevara acerca de la lucha armada estuvieron presentes en casi todas ellas. El principio de que las acciones militares eran una forma eficaz de establecer presencia, difundir consignas y afirmar – ante el conjunto de la sociedad – que se estaba gestando una identidad desde la cual se podía replicar a las fuerzas del sistema, ganó aceptación en la nueva izquierda y justificó acciones violentas como parte de la “propaganda armada”. El papel de las llamadas condiciones “objetivas” fue relegado en el entendido de que el accionar ejemplificador de la vanguardia  podía quemar etapas y relativizar el peso de factores como las condiciones económicas coyunturales o diluir la composición política de los gobiernos de turno, sobre esto último, si bien se aceptaba que el inicio de la tareas propiamente militares debía llevarse a cabo contra gobiernos dictatoriales, las organizaciones armadas demostraron enorme dificultad para adaptarse al proceso electoral que se puso en marcha en 1971, bajo el gobierno del general Lanusse y al ciclo democrático abierto con las elecciones de marzo de 1973.

La decisión de entrenar a sus militantes y hacer acopio de armas, excedía por mucho el principio de “autodefensa”, la propuesta sostenía que el embrión responsable de instrumentar los primeros golpes, algunos de carácter puramente propagandístico, era el núcleo gestor del futuro ejército popular y portador del programa socialista. El concepto de “integralidad de los cuadros” sesgó las políticas de reclutamiento, la representatividad de los militantes que se incorporaban tenía que ser acompañada de una formación militar acorde al nivel de responsabilidad que le asignaba la organización. De esta forma, dirigentes y delegados sindicales o estudiantiles y en general, personas con cierto nivel de compromiso y representatividad en los llamados “frentes de masas” pudieron sortear con éxito la estrategia represiva del Estado mientras funcionaron las instancias judiciales y la eliminación de los opositores tuvo un costo político muy alto para el sistema. A partir de 1975 con la aparición de grupos para-militares de combate a la “subversión” (Triple A) y de manera brutal y sistemática desde el golpe de Estado de marzo de 1976, los espacios destinados a proteger a los cuadros de superficie fueron insuficientes y las caídas en serie de las franjas intermedias de las organizaciones no pudo detenerse.

Como paradigmas del derrotero trágico de las organizaciones que desde mediados de los sesentas y por lo menos hasta la instauración de la dictadura militar del general Videla en marzo de 1976, sostuvieron la vía armada como estrategia de acceso al poder, se incluyen en este ensayo algunas reflexiones acerca de hechos que ilustran los momentos de expansión y derrota del PRT-ERP y de la organización Montoneros. Ambos agrupamientos político-militares surgieron desde distintas lecturas de la realidad social argentina pero coincidiendo en condenar la inoperancia del régimen tradicional de partidos y en la necesidad de ofrecer una alternativa política nueva que rebasara las limitaciones de la izquierda reformista. Desde ambas miradas la transformación revolucionaria de la sociedad argentina constituía la tarea de la hora, en el caso del PRT-ERP se buscaba ofrecer un programa y un espacio de encuadramiento que superara los programas y métodos de lucha de la antigua izquierda y del populismo encarnado en los primeros gobiernos peronistas (1946-1955). Por su parte, Montoneros optó por definirse como peronista desde su aparición pública y el primer acto en el que expresa su identidad es el secuestro y ejecución del general golpista de 1955, Pedro E. Aramburu en mayo de 1970.

Aunque se lo buscara por distintos caminos  – unos fuera y otros dentro del peronismo – la transformación revolucionaria del capitalismo dependiente  era concebida como una estrategia continua de carácter  antiimperialista y socialista. Esta lectura y cierto optimismo sobre el desenlace cercano y exitoso de la lucha emprendida,  resultó abonada por el crecimiento de la conflictividad social a fines de los sesentas con episodios de protesta popular como el “Cordobazo” (mayo 1969) por el estallido de numerosas huelgas en esos años y por la consolidación de un proceso alentador de democratización de algunos sindicatos de empresa (SITRAC y SITRAM de las fábricas Fiat en Córdoba) o de gremios relevantes como el de Luz y Fuerza en la misma Provincia, el sindicato metalúrgico en Villa Constitución y la Federación Gráfica Bonaerense, entre otros.

Con una visión radical de la política y con la certeza de que el socialismo era un horizonte cercano que no pasaba por la lucha parlamentaria ni por las contiendas electorales, una generación completa se incorporó a la militancia desde el campo ideológico y cultural del marxismo, del peronismo y de algunas corrientes nacidas de las filas del cristianismo revolucionario. La política fue concebida como un espacio de renunciación a las cuestiones personales y de involucramiento total con proyectos que parecían destinados a triunfar en el corto o mediano plazo. Si el socialismo estaba a la vuelta de la esquina el compromiso con la causa que se defendía debía ser tan completo y sacrificado como las circunstancias lo exigieran. En ese ámbito, el mundo de las aspiraciones personales y de los espacios privados bien podía ser postergado con miras a fortalecer un proyecto colectivo que prometía resolver los males del conjunto de la sociedad sin importar las expectativas que cada militante tuviera sobre su propio futuro.

 

La coyuntura electoral de 1973: euforia y derrumbe

El accionar de las organizaciones armadas, en particular los dos agrupamientos de mayor desarrollo a los cuales nos estamos refiriendo, resultó funcional al reclamo de los partidos políticos y en general de la sociedad argentina, acerca de la urgencia de normalizar la vida institucional del país. El ciclo abierto con el pronunciamiento militar del 28 de junio de 1966 había agotado sus argumentos y después de tres presidentes surgidos del ejército (Onganía, Levingston y Lanusse) nadie parecía dispuesto a otorgar un nuevo cheque en blanco para que las fuerzas armadas continuaran al frente de los asuntos públicos.

El último presidente de lo que pomposamente se llamó “Revolución Argentina” debió administrar la crisis en el peor de los mundos, el general Lanusse cubrió su mandato (1971-1973) en medio del auge de las luchas sindicales y estudiantiles, del reclamo de los partidos tradicionales y del golpeteo insistente de la guerrilla. De esta forma, las particularidades de la coyuntura hicieron posible la confluencia de tres actores y de tres prácticas políticas distintas y relativamente autónomas, las cuales- más por la fuerza de las circunstancias que por un acuerdo explícito- acotaron los caminos de negociación al gobierno de Lanusse y le quitaron fuerza a la hora de imponer condiciones políticas a los partidos que preparaban sus estructuras para la contienda electoral. De esta manera sindicatos, centros de estudiantes, organizaciones armadas y partidos tradicionales empujaron en una misma dirección, sin embargo, la propia dinámica del acontecer social pondría poco más tarde, a cada actor en su lugar y lo más grave, demostraría hasta que punto no se supo comprender plenamente la naturaleza de la coyuntura nacional que posibilitó este fenómeno.

El triunfo electoral del candidato Héctor Cámpora del Frente Justicialista el 11 de marzo de 1973, abrió una etapa de enorme vértigo político y de riesgos que pocos imaginaron en medio del júbilo popular que acompañó el arribo del peronismo al gobierno después de 18 años de represión y proscripciones. La posición de las dos organizaciones armadas  a las que nos estamos refiriendo fue divergente, el PRT-ERP caracterizó el proceso de normalización institucional como una salida destinada a engañar al movimiento popular detrás de banderas democráticas que no representaban los intereses de la clase trabajadora. Si bien no saboteó de manera explícita las campañas de los partidos no valoró en plenitud el fenómeno social que estaba en marcha con la participación del peronismo en las elecciones y el inminente regreso de su líder derrocado en 1955. La caracterización partía de principios generales que eran correctos, nadie podía afirmar que mediante el voto ciudadano se abrirían las puertas para la instauración del socialismo en la Argentina, por la tanto las elecciones constituían un intento de salida “burguesa” a la crisis. Pero lo que el PRT-ERP no lograba apreciar en toda su dimensión, era la amplitud de las fuerzas sociales que se encolumnaban detrás de los partidos políticos, en particular del peronismo fuertemente arraigado en sólidas estructuras sindicales y con presencia  electoral mayoritaria en todo el país. De esta manera, el regreso a las antiguas formas de la democracia representativa no constituía un dato de mayor relevancia para una estrategia que ponía todo su esfuerzo en la construcción del “partido revolucionario de combate” y en la profundización de la guerra popular.[2] La importante tradición reformista de los sindicatos argentinos, que fueron el soporte de la enorme obra social del peronismo, ni la presencia política de partidos de “centro” de marcado arraigo en vastas capas medias de la sociedad, constituían un dato de mayor relevancia para una estrategia que fincaba sus apoyos en sectores pobres del proletariado azucarero de Tucumán y en la clase obrera de algunos centros industriales en los cuales se habían llevado a cabo las experiencias de democratización sindical más importantes desde que el cordobazo de 1969 le diera la estocada final a la dictadura de Onganía (los metalúrgicos de Villa Constitución; las empresas automotrices de Córdoba y General Pacheco en el Gran Buenos Aires; Astilleros y Propulsora en Ensenada, entre otros).

Montoneros recorrió un camino inverso, pasó de la duda sobre la honestidad del llamado a elecciones a entender que por primera vez desde 1955, el peronismo podía presentar un candidato propio para contender por la presidencia de la república. Perón fue vetado por una cláusula restrictiva que impuso el gobierno de Lanusse, pero la designación de Héctor Cámpora, su delegado personal, tenía un innegable tono contestatario y una prueba irrefutable de la voluntad del líder por competir en la contienda electoral. Durante 1972 y de manera más notoria a partir de la designación formal de Cámpora como candidato, Montoneros impulsó una política de activa participación en actos públicos y en la campaña del representante peronista. Aunque la presencia de la organización no era explícita en todos los casos, resultaba evidente que las agrupaciones de superficie manifestaban las posiciones políticas ya definidas por la conducción de Montoneros. La decisión de participar en la campaña y el correcto aprovechamiento de los espacios públicos que se abrieron con la legalización de los partidos políticos fue un acierto táctico que ocultó una difícil trama de debates en la dirección y que fueron salvadas por la opinión de Carlos Hobert.[3] Las tareas en los frentes de masas y de encuadramiento de nuevos militantes  que llevó adelante la Juventud Peronista y otra agrupaciones que con nombres diversos reconocían la conducción de Montoneros, permitió multiplicar la presencia de la organización y lograr un estatus de semi-legalidad en aquellos casos en los cuales los límites entre los agrupamientos barriales, estudiantiles o sindicales y la propia estructura de la organización se confundían o eran muy difusos.

Algunos autores analizaron con rigor la importancia que tuvo la adecuación táctica de Montoneros a la coyuntura electoral y también  destacaron las desviaciones y el costo que tuvo que pagar al quedar involucrados en la lógica política que rige los vaivenes de corto plazo y los compromisos y  alianzas de un movimiento de amplia base social y con fuerte apoyo en las estructuras sindicales.[4]

El PRT-ERP fue menos sutil en sus apreciaciones de la coyuntura, la caracterización que sustentó su postura ante el nuevo gobierno surgido de las elecciones del 11 de marzo de 1973 se orientó por una definición válida en términos generales – la composición populista de la fuerza política triunfante – pero insuficiente para explicar la riqueza de los factores sociales, políticos y económicos intervinientes en un momento de reacomodos y deslindes en el bloque de poder. Desde un razonamiento lineal[5] se recibió al gobierno de Cámpora con una declaración pública en la que se comprometía a no atacar a las autoridades pero a mantener su accionar sobre las grandes empresas y contra el ejército. Resultaba obvio que no había tregua, efectuar operaciones militares sobre los dos objetivos señalados era una forma de pasarle el compromiso al gobierno y de obligarlo a dar explicaciones acerca de la violencia en momentos en que el conjunto de la sociedad buscaba en los espacios políticos una forma eficaz de hacer escuchar sus demandas. Las consecuencias de esta postura tuvieron desafortunadas y costosas manifestaciones prácticas antes de lo esperado. En septiembre de 1973 se produce el ataque a la unidad de sanidad del ejército, en momentos en los cuales los espacios democráticos estaban vigentes y la prensa del PRT, la revista El Combatiente y Estrella Roja vocero del ERP[6] podían adquirirse en lugares de concurrencia pública como puestos de periódicos y librerías.

A fines de enero de 1974 otra ofensiva a gran escala sobre un cuartel militar en la localidad de Azul llevó las cosas a un camino sin retorno. En paralelo, cierta “vietnamización” de la estrategia política condujo a una revalorización del papel de la guerrilla rural y a la jerarquización del rol protagónico del proletariado rural de los centros azucareros de Tucumán.[7] A mediados de ese año, poco después de la muerte del presidente Perón en el mes de julio y congruente con esta concepción de que la revolución bajaba del “norte hacia el sur”, el PRT-ERP instaló un destacamento en la zona boscosa de esa provincia e intentó algunos golpes espectaculares sobre cuarteles del ejército con el objeto de aprovisionarse de armas. La mayoría de estas acciones  concluyeron en costosos fracasos por las bajas entre sus militantes y potenciaron el aislamiento político.

En el caso de Montoneros[8] el crecimiento de su militancia y la presencia de algunos de sus cuadros intermedios en sectores de la administración publica nacional y provincial, le permitieron mantener un delicado equilibrio entre una línea política que no renunciaba a la lucha armada y defendía, al mismo tiempo, la legitimidad del gobierno surgido en marzo de 1973 y poco después, en octubre del mismo año, la presidencia del general Perón. Sin embargo, el tránsito de sus movimientos políticos se desarrollaba sobre un hilo muy delgado, el fuerte involucramiento de Montoneros en las luchas internas del peronismo los comprometió con propuestas y consignas que confrontaban a las estructuras tradicionales de ese movimiento, en particular la conducción de las “62 Organizaciones”[9] y la Confederación General del Trabajo. El respaldo de Perón al aparato sindical trasladó, casi por inercia, el conflicto a la figura del propio creador y conductor del movimiento.

La relación de Perón con el ala izquierda de su movimiento – en particular con las llamadas “formaciones especiales” – se construyó de manera tortuosa mediante una lectura muchas veces antojadiza de sus declaraciones y mensajes. El líder aparecía como el sintetizador del conjunto de las prácticas y propuestas de las distintas corrientes y sectores que lo reconocían como referente político[10] y al mismo tiempo se mostraba como el jefe astuto y pragmático que ofrecía autonomía táctica a sus dirigidos.

Montoneros privilegió los aspectos más radicales del discurso del jefe exiliado en Madrid y generó la figura del “Perón socialista”, una construcción ideológica que tendría un alto costo para la izquierda peronista cuando el líder dejó el exilio y regresó de manera definitiva el 20 de junio de 1973. El discurso con el que sancionó los violentos incidentes de ese día fue el primer aviso de que el viejo caudillo apostaba por las fuerzas históricas de su movimiento[11] y buscaba acotar el accionar de la guerrilla y de las organizaciones de la Juventud Peronista. Del conductor “socialista” –gestado desde el discurso por quienes tomaron al pie de la letra algunos enunciados nunca definidos por el líder-  al jefe populista fiel a su propia historia, hubo solo un par de meses que fueron de la breve presidencia de Cámpora[12] a la realización de nuevas elecciones y la llegada de Perón a la presidencia en octubre de ese año. El encuentro con el líder de carne y hueso coincidió con la profundización de las disputas internas entre el ala izquierda y el aparto político y sindical que ejercía la conducción de las estructuras partidarias. Para Montoneros inició una etapa que terminaría en el enfrentamiento frontal con el gobierno y el regreso a la actividad militar como forma privilegiada de recuperar espacios y presencia política.

Pese a que Montoneros se abstuvo de realizar acciones militares a gran escala mientras duró el mandato de Perón, no pudo evitar la tentación de negociar con la dirigencia oficial- y con el mismo Perón- mediante un acto de fuerza que le permitiera recuperar el espacio que venia perdiendo desde los incidentes de Ezeiza ocurridos el 20 de junio de 1973 y la renuncia de Héctor Cámpora el 13 de julio de ese año. La ejecución de José Rucci, secretario general de la CGT, se inscribe en esta línea, poco después se vería que en realidad aceleró la ruptura con las conducciones oficiales del peronismo y ahondó aún más las diferencias con el mismo Perón. Con la muerte del líder el uno de julio de 1974 Montoneros se sintió liberado de todo compromiso con el gobierno de su viuda Isabel Martínez y profundizó las acciones armadas destinadas a golpear a las conducciones sindicales y a cierto nivel de funcionarios vinculados al área policial y de justicia.

 

1975: el punto de inflexión

Los primeros seis meses del año transcurrieron en un clima de fuerte agitación social, ascenso de las luchas sindicales, estudiantiles y extendida actividad de la guerrilla con el constante deterioro del gobierno de Isabel Martínez que había asumido la presidencia al morir Perón en julio de 1974. El punto culminante de las protestas sociales se produjo en el mes de junio con las huelgas y manifestaciones que derrocaron al ministro de economía Celestino Rodrigo y abrieron espacio para que recuperara la iniciativa el sector oficial del sindicalismo peronista, transitoriamente desplazado por el “super-asesor” José López Rega quien debió dejar su cargo de ministro de bienestar social.

Ese año también representa un cambio en la estrategia represiva del Estado hacia las organizaciones armadas y en general hacia los sectores de oposición con mayor activismo social. Las tareas de combate a la guerrilla se centraron en grupos para-militares como la Triple A, presente desde 1974, quienes actuaban con un mismo patrón operativo que consistía en detectar, secuestrar y asesinar a los militantes sociales o políticos sin que mediara ninguna instancia judicial ni se reconociera el secuestro de quienes aparecían muertos. La decisión de impulsar ejecuciones extra-judiciales sin que ninguna institución pública asumiera la responsabilidad de lo ocurrido, representaba un cambio cualitativo en la estrategia de contrainsurgencia que no fue valorado en toda su dimensión por las organizaciones armadas. Los métodos represivos que se difundieron en 1975 eran el anuncio de lo que ocurriría de manera sistemática y masiva a partir del golpe de 1976. Sin embargo, este dato obvio para cualquier observador, no generó cambios importantes en las organizaciones político-militares, cuando la preservación de las estructuras clandestinas y la protección de los militantes que actuaban en los frentes de masas debió ser tarea prioritaria. Por el contrario, el PRT-ERP y Montoneros actuaban como cegados por el ascenso de las luchas obreras del primer semestre del año. No se apreció que desde el mes de julio fue notorio el repliegue del movimiento popular y que el terror de los grupos para-militares daba sus frutos macabros en importantes sectores del activismo social.

La respuesta de la izquierda armada al terrorismo de Estado fue la multiplicación de las acciones militares, sin advertir que esta decisión resultaba funcional y justificatoria de la política represiva del ejército y las policías. El PRT-ERP focalizó su accionar en las fuerza armadas mediante la ejecución de oficiales y el ataque a cuarteles, el asalto a la unidad de Monte Chingolo el 23 de diciembre de 1975 marcó el punto culminante de la debacle de una línea política que había llegado al límite de su capacidad operativa para enfrentar con éxito la estrategia represiva del ejército. El pedido de tregua al gobierno que efectuó el PRT poco después – la tregua que se le negó al presidente Cámpora en mejores condiciones de negociación – y la solicitud de ser reconocidos como fuerza beligerante tenían el tono de un intento tardío y desesperado con el fin de  detener la sangría y reunir nuevas fuerzas sin advertir que desde el Estado ya estaba decidido el aniquilamiento de las organizaciones armadas.

La izquierda peronista procuró recuperar espacios con la instrumentación de una maniobra en pinzas. Puso en marcha una estructura político-electoral convocando a un grupo de dirigentes históricos (el Partido Auténtico) y al mismo tiempo escaló su propuesta militar. El 5 de octubre de 1975 un comando montonero tomó por asalto un cuartel en la provincia de Formosa. La operación arrojó escasos frutos y terminó en un fracaso militar y político de resonancia. En otros frentes se multiplicaban los choques con grupos alentados y protegidos por la policía y el ejército o con las custodias de los sindicatos. Esta línea operativa se sustentaba en una lectura reduccionista de las fuerzas confrontadas en el campo político, Montoneros afirmó su concepción de que el bloque enemigo lo integraba una amalgama de sectores que casi sin distinción interna, estaba sustentado por las dirigencias gremiales y grupos de choque encargados de sembrar el terror. Se perdía de vista que los sindicatos - aún bajo el control de dirigencias antidemocráticas – eran un instrumento reconocido para expresar las demandas de amplios sectores de la clase trabajadora, mientras que los grupos para-militares eran producto de la estrategia de contrainsurgencia y formaban parte del aparato represivo del gobierno.

En este marco de violencia y descomposición política, el golpe de Estado aparecía como una solución no solo cercana sino prometedora de mejores posibilidades para dibujar la confrontación de manera más nítida. El derrumbe del gobierno de Isabel y su reemplazo por una dictadura terminaría por quitar el velo democrático y hacer transparente el enfrentamiento entre fuerzas sociales y actores políticos antagónicos. El pronunciamiento militar del 24 de marzo de 1976 sirvió, entre otras cosas, para poner en claro una nueva definición de las políticas públicas, la de seguridad ocupó un lugar relevante, como nunca en su historia el Estado  puso en marcha con inusual crueldad, un plan de exterminio sistemático y metódico de la oposición.[13] La aplicación masiva del secuestro y desaparición de los detenidos dio resultado y para 1978 era poco lo que quedaba de las organizaciones político-militares y de sus agrupaciones colaterales. Secuestro, muerte, cárcel y exilio liquidaron el esfuerzo de una generación que nació a la política en tiempos de esperanza y cuando el triunfo de lo “popular” y del progresismo, en cualquiera de sus matices pareció formar parte de un horizonte al alcance de la mano. Los 30 mil desaparecidos y una cifra aún no estimada de muertos en combate o asesinados a sangre fría, son testigos del cierre catastrófico del ciclo que se abrió a mediados de los sesentas cuando la revolución era parte de la vida cotidiana y no un sueño eterno como lo expresó, con notable pulcritud literaria, un reconocido autor de novelas históricas al referirse a las gestas de la independencia.

 


Notas:

[1] Rot, 2000.

[2] Mattini 1996; Pozzi 2004.

[3] Perdía, 1997.

[4] Flaskamp, 2002 y 2009.

[5] el ejército sigue siendo el brazo armado de la burguesía; las estructuras jurídicas y la policía defienden los intereses de los grupos dominantes.

[6] brazo armado del Partido.

[7] Gutman, 2010.

[8] fusionado con las FAR en octubre de 1973.

[9] brazo político-gremial.

[10] grupos empresariales; sindicatos; agrupamientos juveniles y organizaciones barriales.

[11] sindicatos y empresarios aliados.

[12] mayo-julio de 1973.

[13] Calveiro, 1998; 2005.

 

Bibliografía:

Calveiro, Pilar (1998), Poder y desaparición, ediciones Colihue, Buenos Aires

-------------------(2005), Política y/o violencia, Editorial Norma, Buenos Aires

Flaskamp, Carlos (2002), Organizaciones político-militares. Testimonios de la lucha armada en la Argentina (1968-1976), Ediciones Nuevos Tiempos, Buenos Aires

------------------------  (2008), Límites y desbordes, Libros del Rescoldo, Buenos Aires

Gutman, Daniel (2010), Sangre en el monte, Sudamericana, Buenos Aires

Mattini, Luis (1996), Hombres y mujeres del PRT-ERP, Editorial La Campana, La Plata

Perdía, Roberto C. (1997), La otra historia, Grupo Agora, Río Negro

Pozzi, Pablo (2004), El PRT-ERP. La guerrilla marxista, Ediciones Imago Mundi, Buenos Aires

Rot, Gabriel (2000), Los orígenes perdidos de la guerrilla en la Argentina, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires

Salas, Ernesto (2003), Uturuncos. Los orígenes de la guerrilla peronista, Editorial Biblos, Buenos Aires

Terán, Oscar (1993), Nuestros años sesentas, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires

---------------------(2006), De utopías, catástrofes y esperanzas, Siglo XXI Editores, Buenos Aires