Los amores de Quito con el Perú

Jorge Núñez Sánchez

 

Artículo recibido: 20-11-2012; aceptado: 14-12-2012

Hispanoamérica colonial fue un espacio abierto a la integración económica y social de nuestros países. Un ejemplo de ello fue la Gran Región Surquiteña–Norperuana, vinculada desde la época de los pueblos originarios y muy transitada por el comercio colonial. El elemento articulador fue el intercambio comercial de productos agropecuarios, manufactureros y de recolección, lo que a su vez estimuló importantes migraciones humanas. Tras la independencia, las fronteras de los nuevos Estados dividieron regiones antes integradas y aislaron a gentes que por siglos habían estado comunicadas. Entonces, en busca de evitar su división, esa Gran Región impulsó un proyecto político liderado por el mariscal José de Lamar, que finalmente fue derrotado por los poderes nacionales de Colombia y Perú. Empero, esa experiencia de integración es la firme base sobre la que hoy levantan Ecuador y Perú su nueva relación de paz.

Palabras clave: Hispanoamérica, Región, Integración, Intercambio, Paz

 

“Hispanoamérica existió primero. Esa fue la
Patria por la que pelearon nuestros próceres.
Las republiquitas asomaron después.”

Ricaurte Soler

 

Las Viejas Rutas Humanas

La independencia y el surgimiento de los Estados Nacionales marcaron la apertura de nuestros países hacia nuevos horizontes políticos y sociales, pero también trajeron consigo la desvalorización o clausura de muy antiguos horizontes históricos. Tras imponerse una salida reaccionaria en el proceso de emancipación, Hispanoamérica, que fuera la Patria de nuestras luchas comunes, fue olvidada y sustituida por republiquitas, hechas a la medida de las ambiciones de los caudillos militares o de los apetitos oligárquicos. Desde entonces, al marcar con una línea de frontera el ámbito de sus respectivas soberanías, los nuevos Estados recortaron antiguos espacios abiertos, dividieron regiones antes integradas y aislaron a gentes que por siglos habían estado comunicadas.

Uno de esos antiguos espacios de integración divididos por los poderes republicanos fue la Gran Región surquiteña – norperuana. Desde muchos siglos atrás, este espacio socio–histórico había sido construido por las antiguas  culturas del occidente sudamericano (Valdivia, Chimú, Vicus, Guangala, Narrío, Tallán. Tumpi, Huancavilca, Cañari, Palta, Ayabaca, Huancabamba, Guayacundo y otras), que hallaron en él un escenario geográfico adecuado para representar el gran drama de su vida social y su desarrollo histórico. Los estudios de Jaime Idrovo, Dominique Gomis, Anne Marie Hocquenghem, Félix Paladines y otros investigadores contemporáneos revelan la riqueza de las migraciones humanas, los flujos comerciales y los intercambios culturales que hubo en esta región durante su primera historia. Esos intercambios permitieron que un país con escasos recursos auríferos, como el antiguo Perú, levantara sin embargo las más altas culturas del oro, gracias al aporte aurífero de los pueblos del actual Ecuador. Igualmente, ellos determinaron que pueblos que no producían cobre, como los de la región guayaquileña, pudieran fabricar y utilizar masivamente las “hachas–monedas”, primera moneda metálica del continente americano. En fin, gracias a ellos la concha “Spondyllus” y el “mullu” circularon generosamente por la costa del Pacífico Sur americano y adquirieron su trascendental valor de uso y valor de cambio.

La dominación colonial afectó a los elementos supervivientes de ese intercambio, pero las autoridades coloniales buscaron preservar, hasta donde fuera posible, la integración espacial de aquella Gran Región, para mejor beneficiar a los intereses de la corona. Así, ella fue rfuncionalizada de acuerdo a los intereses del sistema colonial, bajo la autoridad del Virreinato del Perú, situación que no se alteró con la creación de la Audiencia de Quito, en 1563, cuyos límites sureños quedaron marcados por una línea que iba, de Oeste a Este, desde el puerto de Paita hacia Piura, Cajamarca,  Chachapoyas, Moyobamba y Motilones.

La producción económica de ese gran espacio sufrió profundas transformaciones bajo el sistema colonial. La búsqueda y explotación de metales preciosos se convirtió en el eje de la labor económica colonial y condicionó el desarrollo de todos los demás sectores de la economía. En ese marco, el “Cerro rico de Potosí” se convirtió en el motor de la economía colonial sudamericana, a la que alimentaba de recursos monetarios y de la que recibía variados productos primarios y manufacturados.

Eso tuvo grandes efectos en el agro. En vez de las antiguas economías locales de subsistencia, que poseían un componente limitado de intercambio comercial, afloraron economías regionales orientadas a la exportación. Sin exportación no había posibilidad de acceder a los recursos monetarios ni de integrarse al creciente mercado colonial, por lo cual las regiones no exportadoras se quedaban encerradas en sí mismas, desmonetizadas y con economías de autoconsumo.

La balsa manteña, vehículo de transporte precolombino que fue usado en el Pacífico Sur hasta comienzos del siglo XX
La balsa manteña, vehículo de transporte precolombino que fue usado en el Pacífico Sur hasta comienzos del siglo XX.

La economía de exportación iba de la mano con el sistema de hacienda. El latifundio, expresión de la dominación y del despojo impuestos a los pueblos subyugados, era también el ámbito adecuado para la producción agropecuaria y el espacio de concentración social de los colonizadores españoles. Pero el latifundio, la hacienda, tuvo una importancia que iba más allá de lo estrictamente económico, pues era, sobre todo, un símbolo de poder, que marcaba la dominación sobre grandes grupos de hombres y reflejaba, por tanto, el poder social de su poseedor. De ahí que la hacienda, como símbolo de poder, estuviera estrechamente asociada al otro símbolo de poder colonial, que era la nobleza, con lo cual, en última instancia, ser hacendado equivalía a ser noble. Esas múltiples significaciones de la hacienda atrajeron hacia ella el interés de otros grupos de poder colonial, tales como los mineros o los comerciantes, que acumulaban riqueza en sus respectivas ocupaciones, pero invertían buena parte de ella en la adquisición de tierras, en busca del poder real y simbólico que daba la hacienda.

Un elemento fundamental para el desarrollo del sistema económico colonial fue el aprovechamiento de los viejos caminos y senderos indígenas, que pasaron a convertirse en caminos de herradura, dado el uso creciente de animales de tiro y carga traídos por los españoles, y preferentemente de ganado caballar. Los caballos, los asnos y especialmente los mulos se convirtieron en importantes elementos de producción, puesto que permitían transportar gentes y productos de una región a otra. De este modo, las antiguas rutas indígenas del mullu, del oro o de la coca fueron sustituidas en importancia por las nuevas rutas del ganado, de la sal, del algodón (tejido o en rama), del tabaco y del jabón.

 

La formación de una región

Durante los siglos XVI y XVII se desarrolló una nueva economía regional, basada en la producción agropecuaria y manufacturera y en un activo intercambio comercial entre las zonas del sur quiteño y el norte peruano. Hablando en términos generales, esa economía tuvo las siguientes características:

1º. La base del sistema fue la propiedad concentrada de la tierra, expresada en la posesión de grandes latifundios o haciendas en las zonas de grandes valles, o en la posesión simultánea de varios fundos o estancias en las áreas de pequeños valles (latifundio disperso). Esa propiedad latifundaria subordinó a las otras formas de tenencia de la tierra presentes en la región: de comunidad, parcelaria o de pequeños fundos privados. En general, las tierras más fértiles y con riego (haciendas, fundos y estancias) pertenecían a la minoría blanca y las de peor calidad o las “tierras de montaña” se hallaban en manos de indios y mestizos.

2º. La producción estaba especializada, en el lado norperuano, en la agricultura de subsistencia, el cultivo del algodón, la elaboración de azúcares y aguardiente, la crianza de ganado cabrío, la fabricación de jabones y la producción de sal. A su vez, en el lado surquiteño, la producción se especializaba en la agricultura de subsistencia, el cultivo de caña para la elaboración de azúcares y aguardiente, la crianza de ganado caballar (mulas) y la fabricación de textiles.

3º. La mano de obra indígena era mayoritaria en la subregión quiteña y también en la subregión peruana (70% en promedio), pero, en la costa peruana, la población indígena (55%) compartía tareas con pardos libertos (12%), esclavos negros (2%), una creciente población mestiza (sobre el 20%) y las llamadas “castas”.

4º. El sector más poderoso de esa sociedad regional era el de la nobleza terrateniente, aunque ya emergía con vigor el grupo de comerciantes.

Como ha precisado Susana Aldana en varios de sus trabajos, las partes quiteña y peruana de esa región fueron integrándose firmemente, pese a no tener un gran elemento productivo que los articulara, como la producción minera en el sur peruano o la actividad obrajera en el centro–norte quiteño. El elemento articulador fue el intercambio comercial de productos agropecuarios, manufactureros y de recolección, cuya lógica se impuso a los límites administrativos y las trabas burocráticas existentes entre los virreinatos de Perú y  la Nueva Granada. De este modo, productos quiteños como mulas, textiles, cacao y cascarilla (quina) circularon libremente por el norte peruano, mientras que productos de ahí se consumían en el sur quiteño, principalmente algodón, jabón, sal y tabaco.

El mercado de circulación y consumo de esos productos vino a definir el ámbito geográfico de esa Gran Región, que abarcaba por el norte hasta Guayaquil, en la Costa, y Cuenca, en la Sierra; por el Este hasta Jaén; por el Suroriente, hasta Chachapoyas, y por el Suroccidente hasta Trujillo, pasando por Tumbes, Piura, Paita, Chiclayo y Lambayeque.

En el interior, varias rutas vinculaban su territorio: una iba de Trujillo a Chiclayo y a Piura, centro nodal de las vías de comercio regional; desde ahí, una ruta iba por la zona montañosa de la provincia, donde estaban los pueblos de Frías, Huancabamba y Ayabaca, hacia Loja, Cuenca y Quito, mientras otra ruta iba hacia el Norte andino por Sullana y Suyo, y una tercera ruta avanzaba por la Costa piurana hacia Tumbes, Santa Rosa y Guayaquil.

También había una activa ruta exterior, de carácter marítimo, que vinculaba a Paita –el puerto de Piura– con La Bola –el puerto de Cuenca en el Pacífico– y con Guayaquil. Esa ruta exterior se extendía, por el Sur, a El Callao, Pisco y Chile, y por el Norte al Chocó y Panamá. Por ello, esta ruta exterior cumplía una función complementaria de las rutas interiores: permitía la salida de los productos regionales de exportación, como la cascarilla, hacia sus mercados finales; facilitaba el intercambio de productos entre los extremos regionales (p. e., productos norperuanos hacia Guayaquil y productos guayaquileños hacia Paita y Trujillo); y finalmente volvía accesible el intercambio con otras regiones próximas, como el sur peruano, los valles chilenos, el Chocó y Panamá.

Naturalmente, un intercambio comercial tan intenso y prolongado no solo implicó la circulación de mercancías y capitales, sino la creación de unos intereses complementarios entre el norte peruano y el sur quiteño.

En unos casos, esos intereses fueron generados por determinaciones geográficas, como ocurría en el caso de la sal, que para los cuencanos y lojanos era más fácil, seguro y barato recibirla de Paita que de Guayaquil, en razón de los fáciles caminos hacia el norte peruano y la difícil ruta hacia Guayaquil, casi imposible de transitar en los largos meses de invierno. Esa misma facilidad de tránsito, por los caminos secos y seguros del norte peruano, determinó que la mayor parte de la cascarilla producida en el sur de la Audiencia de Quito se transportara por tierra hasta el puerto de Paita, para su exportación.

En otros casos, esos intereses complementarios estaban causados por razones estrictamente productivas, como ocurría con la producción textil. Es evidente que no se hubiera desarrollado la agricultura del algodón en las zonas de Piura y Saña de no haber existido el creciente requerimiento de la fibra por parte de los manufactureros y artesanos de Loja y Cuenca, quienes luego enviaban gran parte de su producción textil a la zona andina del norte peruano (Cajamarca), a donde no llegaban los textiles ingleses o llegaban con alto costo.

 

Los intercambios regionales

La ganadería parece haber sido en la primera etapa colonial la dedicación preferencial de la economía regional, junto con la agricultura. La misma colonización impuso una creciente necesidad de cabalgaduras y animales de carga, indispensables para el transporte local o el comercio inter regional de productos y mercancías. Igualmente, para tal tarea resultó indispensable el desarrollo de una ganadería de carne (cerdos y vacas), que pudiera proveer a los viajeros de carnes secas (“cecina” y “charqui”) para una larga subsistencia. Pero, a partir del siglo XVII, los productos de mayor demanda serán los provenientes de la agricultura, la ganadería y la manufactura.

Desde el área peruana, se exportarán hacia el norte productos como el algodón, el jabón, la sal, el aguardiente, las aceitunas y el aceite de oliva. Empero, el producto fundamental de esa exportación va a ser, según algunos historiadores (Reyes Flores, Restrepo) el algodón, aunque Aldana sostiene que esta materia prima fue superada en importancia, durante el último periodo colonial, por un producto elaborado, el jabón, fabricado en las famosas “tinas” de Piura.[1]

Un terrateniente colonial del Perú, pintado por Moritz Rugendas
Un terrateniente colonial del Perú, pintado por Moritz Rugendas.

Dados los crecientes requerimientos de materia prima que tiene la manufactura textil del sur quiteño, las haciendas y aún las propiedades menores del área de Piura van a dedicarse al cultivo preferente del algodón, que "se produce en aquel territorio, como la maleza en los campos; venden mucho en rama para Loja, Cuenca y otros lugares de las partes de Quito".[2] La alta calidad del algodón peruano, especialmente el de Piura y el de Saña, caracterizado por su fibra larga y fuerte, lo convirtieron en elemento muye deseado por los obrajeros y artesanos textileros del sur quiteño, que con sus hábiles manos y sus graciosos tinturados lo convertían en textiles (tocuyos, macanas, calzas y calcetas) muy apetecidos en toda la región y en producto de exportación hacia el mercado peruano. De este modo, como ha señalado Reyes Flores, el algodón era "la sangre que vivifica(ba) las expectativas económicas de hacendados, medianos y pequeños propietarios de la tierra piurana”.[3] Y nosotros podríamos agregar que también era la sangre que circulaba por las rutas de comercio de la Gran Región, en forma de fibra que iba hacia el norte o textiles que volvían hacia el sur.

Una producción bastante lucrativa, muy estrechamente relacionada con las haciendas o estancias del norte peruano, fue la de jabones y cordobanes (cueros suaves) elaborados a partir del ganado cabrío. Según lo ha demostrado Aldana, esta producción fue tan importante que puede considerarse como el motor de la economía piurana en la última etapa colonial.[4]

Como hemos señalado antes, el continuo ir y venir de mercaderías entre el sur del actual Ecuador, el norte del Perú y Lima, volvió indispensable el uso de grandes recuas (”piaras”) de mulas, sin cuya presencia no hubiera sido posible tan intenso tráfico mercantil.

Ya en la época colonial, el Mercurio Peruano se refirió a las mulas de Piura, de las que dijo que se reputaban "por las mulas más finas y mejores del Perú".[5] La realidad de esa cría de mulas en la región ha sido estudiada por historiadores peruanos contemporáneos. Así, Susana Aldana, que ha establecido que "el grueso de los que se dedicaban a la cría de mulas estuvieron establecidos en la sierra aunque también hubo alguna hacienda como Tangarará que se dedicaba a la reproducción de sus animales de carga".[6]

Por su parte, estudios ecuatorianos sobre la región de Loja revelan que ella se especializó en el periodo, y hasta casi mediados del siglo XX, en la producción y exportación de mulas, precisamente para atender los requerimientos de transporte de carga existentes en la región sur del Ecuador, que hasta los años cuarentas del siglo pasado aún mantenía fuertes vínculos comerciales con el norte peruano, expresados en un activo tráfico por los caminos de Huancabamba y de Macará, entre otros.

Junto con las mulas, otro elemento indispensable al tráfico mercantil en la región fue la elaboración de “cecina” y “charqui”, carnes secas y saladas de cerdo y vaca, respectivamente, que eran usadas como alimento por los arrieros y viajeros, y que también eran objeto de exportación desde la región lojana hacia el Perú.

Un importante elemento del comercio regional fue la cascarilla. Desde su revelación por parte del cacique lojano Pedro Leiva a un cura jesuita, como una medicina para curar la malaria (paludismo), la quina o cascarilla fue objeto de una activísima explotación en los bosques tropandinos de Vilcabamba, Cajanuma y Urisinga, y luego en los de Cuenca, Guaranda y otras regiones quiteñas. Al transformarse la quina en la primera medicina de uso masivo del mundo moderno, crecieron notablemente los requerimientos de este antifebrífugo y se amplió su explotación a los bosques de la Nueva Granada, a la región de los Yungas, en la Audiencia de Charcas (“Quina callisaya”) y a ciertas regiones peruanas fronterizas con la Audiencia de Quito, tales como “el cerro de Paratón, en la Doctrina de Guarmaca (y) Sondor anexo de Guancabamba.”[7]. Sin embargo, las quinas quiteñas siguieron siendo las más apetecidas en el mundo dada su excepcional calidad (riqueza de alcaloides) y ello determinó que su explotación y comercio atrajeran incluso a poderosos personajes. Fue el caso de don Clemente Sánchez de Orellana, Marqués de Villa Orellana, un influyente aristócrata terrateniente de la capital quiteña, quien,  pese a los prejuicios nobiliarios sobre el comercio (al que por entonces se estimaba como “tarea vil e impropia de gentes nobles”), se dedicó al negocio de recolección y comercio de cascarilla, usando la ruta del sur (Cuenca–Loja–Piura–Lima) y haciendo de Cuenca el centro de sus actividades mercantiles. Igual podemos decir de otro aristócrata quiteño, don Miguel de Gijón y León, poderoso terrateniente y obrajero de Otavalo, que se dedicó también al negocio de recolección y comercio de cascarilla en la ruta Cuenca–Lima, aventurándose luego a comerciarla a nivel internacional e instalándose en España, donde presentó lucidos discursos sobre la conveniencia del libre comercio entre España y América, en la “Sociedad de Amigos del País” de Madrid.

Para cerrar este capítulo, debemos mencionar que otra de las mercancías comercializadas en esta gran región fueron los esclavos. La poca presencia de mano de obra esclava revelaría que ella ya no resultaba rentable para los procesos productivos, en razón de abundancia y/o baratura de la mano de obra indígena y mestiza. Cabe, entonces, preguntarse por qué motivo se negociaban negros en la región comprendida entre Guayaquil, Cuenca y el norte del Perú. Quizá la respuesta hay que hallarla en la permanencia del uso de esclavos como signo de distinción social, por lo cual muchas familias ricas buscaban poseer uno o varios esclavos de servicio para remarcar su riqueza e importancia social.

En 1783, el peruano don Miguel Serafín del Castillo vendió un esclavo a Manuel Ruiz, de Loja, en 400 pesos. En 1797, un rico comerciante español asentado en Piura, don Joaquín Helguero, compró dos esclavos de casta banguela y carabalí a María Antepara, de Guayaquil, en 820 pesos. Y en 1818, ya bien entrado el siglo XIX, el poderoso Corregidor de Riobamba don Martín de Chiriboga y León, vendió dos esclavos a don Manuel Dieguez, por intermedio de su apoderado en Piura y por el valor de 600 pesos. Pero, según parece, el negocio de la esclavitud andaba de capa caída ya desde mediados del siglo XVIII. De este modo se explica que don Bernardo Ruiz y Noriega, factor del asiento de negros de Tierra Firme (Panamá) se radicara en Piura y se dedicara a vender ropas de Castilla traídas por el Istmo y a comprar cascarilla de Loja para enviarla a Panamá.[8]

 

La ruta exterior

Mientras millares de arrieros circulaban con sus recuas (“piaras”) de mulas por las rutas interiores de la Gran Región, un buen número de comerciantes preferían usar la ruta marítima para sus intercambios, ya fuera usando embarcaciones de alto bordo, capaces de viajar por mar abierto, o utilizando “chatas”, falúas y pequeñas naves adecuadas para el comercio de cabotaje, que viajaban bordeando la costa. En su mayor parte, esas embarcaciones habían sido construidas en los astilleros de Guayaquil, aprovechando la abundancia de maderas de esa región y la excelente ingeniería naval guayaquileña, que aunaba los conocimientos técnicos indígenas y españoles. Y la actividad de ese astillero fue tal que a mediados del siglo XVIII Guayaquil poseía ya una notable flota mercante, así como todo un complejo sistema mercantil–naval, integrado por armadores, maestres, tripulantes, prácticos, aviadores, consignatarios, guardiamarinas, oficiales de aduanas, estibadores, etc.

Usando su flota mercante, Guayaquil exportaba hacia el Perú una variedad de productos, entre los cuales figuraban maderas para construcción y ebanistería, catres, bateas, crucifijos, rosarios, cedazos, piedra pómez, balaustres, objetos de alabastro, ajonjolí, arroz, cacao en grano, manteca de cacao, chocolate, molinillos, baúles, lienzo de algodón, jerga, paños azules de Quito, sayales, tocuyos, alfombras, pinturas, esculturas, sombreros de Jipijapa, cascarilla, cacao, café, tabaco, pita floja y torcida, suelas, zarzaparrilla, cocos, goma de zapote, miel de abejas, tamarindo, cera de palo y velas.[9]

A su vez, desde el sur del Perú se traía vinos y aguardientes de uva de Pisco, Nazca e Ica, vinagre, aceite y aceitunas, y desde Paita y Trujillo, ya dentro de la Gran Región, se traía dátiles, higos, cajetas de dulce, turrones, anís, orégano, pan abizcochado, azúcar de Trujillo, sal de Paita. harinas, pescado salado, cordobanes, jabón, granos, aceitunas, lonas y algodón.[10]

Entre los comerciantes y navieros más destacados de Guayaquil en el comercio con el Perú figuraban Francisco y Antonio Sánchez Navarrete, Jacinto Rodríguez de Bejarano, Damián Arteta, José Cortázar, Bernardo Roca, Ernesto Zorrilla, Ignacio Cádiz, Domingo Vásquez, Juan Casilari, Manuel de Puga, José Alcívar, José Ostolaza, Martín Iturralde, Domingo Zeleta, Martín Izaguirre, Vicente Escudero, Anselmo Ollague, Simón Maltés y Juan de Mendiburu.

Un terrateniente colonial del Perú, pintado por Moritz Rugendas
Un terrateniente colonial del Perú, pintado por Moritz Rugendas.

Deseamos resaltar que entre ellos figuraban peruanos asentados en Guayaquil (Escudero, Ostolaza) y también algunos comerciantes y armadores de origen judío sefardita, como los Sánchez Navarrete y los Rodríguez de Bejarano, quienes prácticamente monopolizaban el tráfico mercantil del vino chileno, el aguardiente de uva peruano y la sal, además de controlar el comercio del “copé” (petróleo) de Santa Elena y Amotape, con el que se impermeabilizaban las famosas “vasijas peruleras”, usadas para transportar vinos y aguardientes.

Mas la cuestión no quedaba ahí: esos grandes comerciantes marítimos, que traficaban al por mayor, controlaban también en buena medida las rutas de comercio interior, por cuanto poseían vínculos de negocios y/o étnicos (en el caso de los judíos sefarditas) con los arrieros y comerciantes  al por menor que laboraban en ellas. De este modo, los tentáculos mercantiles de los Sánchez Navarrete, los Rodríguez de Bejarano y otros similares, llegaban hasta Ica, Trujillo, Piura, Loja, Cuenca, Alausí y Chimbo, e incluso hacia ciudades y poblaciones más interiores, como Riobamba, Quito e Ibarra.

 

Los actores sociales

Ciertamente, ese notable intercambio comercial, del que los mercaderes y transportistas eran la parte más visible, estaba sostenido en su base por toda la estructura socio–económica de la región. De ahí que resulte indispensable dar al menos una mirada a los sectores fundamentales de la misma.

Sostiene Alejandro Reyes Flores que “en el último tramo de la vida colonial peruana, los hacendados en Piura, Ayabaca, Frías, Huancabamba y Chachapoyas se mantuvieron como el sector social con mayor poder económico, social, político, militar, eclesiástico y vecinal. Es cierto que en Piura se observa el declinar de algunas familias de raigambre hacendaria, pero surgen otras que van ocupando su lugar y, por tanto, como sector social se mantienen conformando la elite dominante regional.”

En cuanto a los comerciantes, el mismo autor precisa que “si bien es cierto que algunos, en forma especial los de Piura, lograron adquirir importancia social en base a sus actividades mercantiles, no pusieron en peligro la hegemonía de los hacendados.” Agrega que únicamente en la medida en que “consiguieron insertarse en el agro piurano mediante la compra de alguna hacienda, estuvieron en condiciones de asimilarse a la elite de los hacendados e incluso lograr un buen matrimonio”, puesto que regularmente se casaban con gentes de su propio círculo social.

Los estudios sobre la economía colonial de la zona sur de la Audiencia de Quito (antiguos distritos de Cuenca y Loja) muestran realidades parecidas a las del norte peruano, por la estructura económica semejante.[11] De una parte, la solidez del sistema hacienda y la preeminencia social, política y económica de la nobleza terrateniente; de otra, la vigorosa presencia de un activo grupo de comerciantes y manufactureros, cuya dinamia económica era mayor que la de los terratenientes. Es más, el ejemplo de José María Vásquez de Noboa, molinero y comerciante, estaría revelando que, para la hora de la independencia, estos grupos emergentes de la sociedad cuencana habían igualado a los terratenientes en preeminencia social e incluso los habían superado en proyección política.

Un grupo social que merece particular atención es el de los nobles terratenientes del centro quiteño, que, deseosos de escapar de la crisis textilera y hallar nuevos mecanismos de acumulación, se inmiscuyeron en el comercio, rompiendo de este modo el viejo código cultural nobiliario, que concebía al comercio como una tarea vil. Como un referente general podemos tomar el ejemplo del Marqués de Selva Alegre, don Juan Pío Montúfar y Larrea, y de sus hermanos, quienes se dedicaron al comercio en la ruta del norte (Quito–Cartagena) y alcanzaron por este medio grandes utilidades económicas y una serie de beneficios políticos. En cuanto a la región del sur, un ejemplo equivalente es el del Marqués de Villa Orellana, poderoso terrateniente que, movido por iguales intereses que los Montúfares, se dedicó al negocio de recolección y comercio de cascarilla, usando la ruta del sur (Cuenca–Loja–Piura–Lima) y haciendo de Cuenca el centro de sus actividades mercantiles.

En fin, hallamos que también merece una mayor atención de parte de los historiadores la presencia y acción del grupo étnico de los judíos sefarditas, muy notoria en el área surquiteña y especialmente en Loja, Cuenca, Alausí, Chimbo y Guayaquil. Los estudios de Ricardo Ordóñez Chiriboga, Félix Paladines, Jesús Paniagua Pérez y Débora Truhan y los propios nuestros[12] demuestran el importantísimo aporte social, económico y cultural que hicieron a esta región los sefarditas o sefaraditas, identificados generalmente en la documentación colonial con el patronímico de “portugueses”. Ellos abrieron y mantuvieron rutas de intercambio entre regiones, aportaron nuevas formas de comercio (ventas al fiado, trueque, consignación), ejercieron como prestamistas y, en general, dinamizaron la economía regional.

Uno de esos comerciantes de origen sefaradita fue Juan Manuel de Espinoza, vecino de Loja y comerciante de la carrera de Quito, que se avecindó en Piura a fines del siglo XVIII. Acusado por sus rivales de negocios de tener abandonada a su esposa en Loja y compelido por la autoridad eclesiástica a volver a esa ciudad, él se defendió argumentando que  “no había abandonado a su esposa, pero que por su trabajo se veía obligado a residir en Piura, negociando con algodones y, en diciembre –fecha de la cosecha–, tenía que cobrar por las mercaderías que había dejado, configurando con sus declaraciones, un comercio de trueque.”[13]

De igual origen étnico provenía otro activo comerciante de esta región en el último tercio del siglo XVIII, el capitán Gregorio Espinoza de los Monteros, pariente de los poderosos terratenientes Sánchez de Orellana, quien prestaba dinero y entregaba mercaderías en consignación a comerciantes de Piura, Loja y Cuenca. Aunque negociaba “por montos no considerables, de todas formas promovió la circulación de productos en esta vasta región.”[14] Uno de sus corresponsales de comercio era otro lojano de origen sefaradita, Juan Rojas, también residente en Piura, a quien Espinoza de los Monteros prestó en 1775 la cantidad de 312 pesos, con la condición de que los pagaría "en cascarilla fina de Loja", al precio de cinco pesos la arroba y puesta en Piura.[15]

El estudio de Reyes Flores sobre los hacendados y comerciantes del norte peruano a fines del siglo XVIII revela el uso generalizado de sistemas de comercio típicos de los sefarditas. En efecto, este historiador peruano revela que “en Piura la mayoría de comerciantes –tal como lo registran los documentos– fueron medianos y pequeños intermediarios en la compra–venta de la producción que se originó en el norte peruano y sur quiteño, con la particularidad de que buen número de transacciones fueron, en la práctica, intercambios de productos; de igual manera ... la mayoría de compra–ventas, se hizo al "fiado", con largos plazos para su pago: 4, 6, 8, 12 meses. Por supuesto que hubo compra–ventas al contado, pero fue minoritario; también los comerciantes adelantaron dinero para la compra de productos e, incluso, prestaron ‘en metálico’.“[16] De lo expuesto podemos concluir que no hubo propiamente escasez de moneda en la región, sino que esos usos respondían a prácticas comerciales utilizadas por los sefaraditas para controlar y afirmar su clientela.[17]

Otros elementos que revelan la condición judaica de esos comerciantes mayores son sus apellidos (Helguero, Távara, Espinoza de los Monteros, Fernández de Otero) y sus prácticas matrimoniales, que siempre se realizaron en una cerrada endogamia. Así, don Vicente Fernández de Otero casó con doña Josefa Ruiz Martínez, hermana del comerciante Baltazar Ruiz Martínez; Miguel de Arméstar casó con María Espinoza de los Monteros, hermana del comerciante y prestamista Gregorio Espinoza de los Monteros, y Juan Miguel de Larraondo casó con una sobrina de éste, Fernanda Guerra.[18]

También hubo pequeños comerciantes de origen sefaradita, vinculados a la arriería. Como lo ha demostrado la historiadora portuguesa María de Gracia Ventura, el manejo de esta forma de transporte fue fundamental para los negocios de los “cristianos nuevos” en Hispanoamérica y en particular en el Virreinato del Perú.[19] Pues, bien, este parece haber sido el caso de un pariente pobre de la poderosa familia quiteña de los Sánchez de Orellana, el lojano José Ramírez de Arellano, hijo de Juan Ramírez de Arellano y Catalina de Angulo y Montesinos, y casado con la piurana Juana Tinoco.[20] Al otorgar testamento, en 1785, no mencionó la posesión de grandes bienes, pero si hizo constar que José Jaramillo le debía dos yeguas.[21]

 Y ya que hemos mencionado a la influyente familia de los Sánchez de Orellana, integrada por notables aristócratas terratenientes quiteños, es preciso mencionar que provenían también de origen sefardita, según lo ha demostrado el erudito estudio de Ricardo Ordóñez Chiriboga titulado “La herencia sefardita en la Provincia de Loja”.[22]

 

Las redes familiares

Al estudiar los procesos económicos que se producían en el siglo XVIII en esta región sudamericana, es indispensable precisar lo que ocurría en el ámbito de lo humano, puesto que ese formidable intercambio comercial fue ejecutado por una verdadera multitud de personas, que a su paso y repaso por las rutas de tránsito fueron dejando su huella vital y “creando una articulada maraña de vinculaciones socio-económicas, (puesto que) la estrategia mercantil implicaba establecer vínculos parentales en el espacio en que se llevaba a cabo la realización mercantil.”[23]

En el caso de esta Gran Región, salta a la vista la lenta pero segura formación de esas “redes familiares”, que finalmente terminarán por constituir un estrecho entramado social, vinculado por el parentesco sanguíneo, el parentesco religioso (compadrazgo) y los negocios compartidos. Esa red tiene sus centros principales en las ciudades de la región, pero abarca con su trama a los pueblos próximos y aún a poblaciones lejanas, donde se asientan parientes emigrados y corresponsales de negocios, o hasta donde llegan las rutas de comercio. De este modo, la región de nuestro estudio abarcaba por el Sur hasta Trujillo, por el Este hasta Jaén, por el Norte hasta los confines de la provincia de Cuenca y por el Noroccidente hasta Guayaquil.

 Los diversos estudios que se conocen muestran que, al calor del intercambio mercantil o como una expresión de las migraciones inter–regionales, en diversas áreas del norte peruano (Piura, Paita, Cajamarca, Ayabaca, Huancabamba, Chiclayo y Trubillo) se asentaron numerosas familias procedentes de las zonas quiteñas del sur (Cuenca, Loja, Zaruma y Guayaquil, principalmente).

Muelle de Guayaquil, puerto quiteño que comerciaba activamente con los puertos peruanos
Muelle de Guayaquil, puerto quiteño que comerciaba activamente con los puertos peruanos.

De entre los muchos ejemplos que podemos citar hemos tomado los siguientes: al capitán Antonio de Aguirre, vecino de la Ciudad de Loja, que a fines del siglo XVIII adquirió en Ayabaca las haciendas Suyo y Yambalai; a don Gervasio de Celi, comerciante natural de Gonzanamá, Loja, que se asentó en Piura por la misma época; a don Guillermo Valdivieso y Valdivieso, un antiguo y rico vecino de Loja que se avecindó en Piura y se convirtió en rematista de diezmos del distrito de Ayabaca; y el del general Manuel Daza y Fomiyana, Corregidor titular de Loja y Zamora, pero residente en Piura, quien remató en su favor los tributos de Loja y tuvo como asociados a tres prominentes cuencanos: el capitán don Juan Gómez de Arce, el hacendado don Mariano Ruiloba y el comerciante don Manuel Machado Alvarado.

En otros casos, los quiteños del sur no se asentaron en el norte peruano, pero ahí tenían hijos y parientes. Fue con seguridad el caso del comerciante lojano Manuel Montesinos y Carrión, que traficaba en "ropa de la tierra" en la ruta Cuenca–Huancabamba–Piura.[24] Quizá también fue el caso de los comerciantes cuencanos Bruno Cabrera y Miguel Vásquez, que llevaban textiles hasta Piura y volvían a Cuenca con jabones y algodones.

No solo los comerciantes del sur quiteño se interesaron por poner sus pies en el norte peruano. También lo hicieron los terratenientes lojanos, que entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX adquirieron buen número de propiedades en esa región, sin abandonar sus propiedades originales en el distrito de Loja. Quizá el caso más relevante fue el de don Vicente Valdivieso y Vadivieso,[25] que llegó a poseer en el Perú las haciendas Salcante (3.500 pesos), Pariguanás (22.000 pesos), Sancor y Macará[26] (35.000 pesos), todas ellas de muy alta productividad.[27] Mediante una hábil política de alianzas matrimoniales, Valdivieso casó convenientemente a sus hijos y logró una creciente influencia social, que se prolongaría en el tiempo a través de su descendencia. (Sus descendientes llegaron a ocupar altos cargos políticos en la república del Perú).

Paralelamente a la migración de quiteños hacia el norte del Perú, se produjo la migración de peruanos hacia el sur de la Audiencia de Quito, siempre alrededor de los ejes interior (Piura–Loja–Cuenca) y exterior (Paita–Tumbes–Guayaquil) de esa gran región. 

Para entender esta parte del fenómeno migratorio descrito, hemos seleccionado como ejemplos los casos de algunas familias peruanas que extendieron su red familiar hacia el sur quiteño.

Los Seminario fueron poderosos hacendados y jaboneros de Piura, que monopolizaron los grandes cargos de esa región (alcaldes mayores, alcaldes provinciales, alguaciles mayores, regidores del cabildo, etc). Posteriormente, invirtieron sus utilidades en la tierra y se convirtieron en grandes hacendados. “Por ejemplo, don Fernando Seminario y Jaime compró las haciendas Malingas, Chapairá y Terela en las primeras décadas del siglo XIX y, mediante buenos matrimonios, su familia logró una posición relevante en la sociedad piurana del siglo XIX.”[28] Paralelamente, una rama de la familia se asentó en Guayaquil, que junto con Piura era uno de los más dinámicos centros económicos de la región y que terminó por superar a ésta en importancia. Ese grupo emigrante peruano adquirió tierras y se dedicó al cultivo del cacao, que, tras la real autorización del libre comercio intercolonial, se había convertido en la tarea productiva de más alta rentabilidad de toda la región. Finalmente, ya en el siglo XX, los Seminario guayaquileños emparentaron con otra familia de poderosos cacaoteros porteños, los Aspiazu.

Para la última etapa colonial, la red familiar de los Seminario abarcaba geográficamente desde Lima hasta Guayaquil e incluía a otra familia peruana con la que se hallaban emparentados: los Del Castillo. El patriarca de esta familia, don Miguel del Castillo, fue también un importante productor de jabones (“tinero”) y, por ende, uno de los piuranos más influyentes de fines de la Colonia; ocupó los cargos de Regidor y Alcalde de Piura y su hija María contrajo matrimonio con Pedro Seminario y Jaime, hacendado y “tinero”. Luego, una rama de los Del Castillo se asentó en Guayaquil y se dedicó al comercio y la producción cacaotera, precisamente en la etapa inicial de constitución del latifundio costeño. Entonces, gracias a un conveniente matrimonio con una viuda rica, don Vicente Severo del Castillo adquirió prestancia social en el puerto y alcanzó la dignidad de regidor del cabildo de Guayaquil. Más tarde, comprando tierras y apoderándose de baldíos, formó la gran hacienda Tenguel, y a continuación, asociado con su entenado Silvestre Gorostiza, se apoderó de una gran extensión de tierras realengas hacia 1780, con ánimo de establecer en ellas nuevas plantaciones de cacao. Siete años más tarde, Gorostiza se hallaba ya en calidad de juez teniente pedáneo del distrito de Balao y Tenguel y en tal condición informaba al gobernador de Guayaquil, Ramón García de León y Pizarro, sobre los cultivos de cacao existentes en su jurisdicción, diciendo: “Don Josef Briseño tiene sembrados 6.000 árboles. He sembrado y estoy cultivando 32.310 (árboles). He cultivado, y descubierto dentro de mis propios linderos, en tres huertos, 60.000 árboles”[29]

Siguiendo un patrón migratorio similar llegaron al gran puerto quiteño los Elizalde, comerciantes de Lima que inicialmente se asentaron en Piura  (Matías Elizalde) y más tarde emigraron hacia Guayaquil, donde adquirieron prestancia social y emparentaron con una influyente familia guayaquileña, los Lamar, cuyo padre, el chapetón don Marcos Santiago  de Lamar, había sido Secretario de la Gobernación y Comandancia General de Cumaná y luego Tesorero Real de las Cajas de Cuenca y de Guayaquil.

Parecida ruta de migración en sus negocios siguieron otros comerciantes limeños de origen sefardita, los Escudero, que primero migraron a Piura y, tras consolidar su fortuna y posición social en esta región, finalmente se extendieron a Loja y fundaron la rama ecuatoriana de la familia. Esto último se dio a través de don Francisco Escudero, rico comerciante y hacendado piurano que se casó con Josefa Valdivieso, hija del hacendado lojano Luis Valdivieso y Carrión. Más tarde, una hija de ambos casó con don Vicente Eguiguren Riofrío,[30] otro rico lojano con intereses en el Perú, que a su vez dio origen a la rama peruana de los Eguiguren.

En esa nómina de familias de origen judío que migraron del Perú hacia la Audiencia de Quito hay que inscribir también a los Vega, que llegaron a la Cuenca andina desde la Trujillo americana, y que adquirieron honda raigambre en tierras del Azuay. Según informaciones de Eduardo Vega, sus antepasados se asentaron originalmente en el valle de Yunguilla, ruta de tránsito y comercio entre la Costa y la Sierra, y más tarde en Cuenca.

En fin, todo parece indicar que otra importante familia del Austro, los Vivanco, de la provincia de Loja, proceden también de un tronco peruano y más concretamente de comerciantes limeños que se asentaron en Piura y luego pasaron a Loja.

Los ejemplos referidos nos llevan a interrogarnos cuál fue la motivación de esa importante migración de capitalistas y capitales del centro peruano hacia Piura y finalmente hacia Loja, Cuenca y Guayaquil. Según el historiador peruano Jorge Ortiz Sotelo, fue la crisis de la plata lo que impulsó esa migración hacia el norte.[31] Nosotros agregaríamos que el tramo final de esa migración, enfilado hacia Guayaquil, fue estimulado por el primer auge cacaotero guayaquileño, que comenzó en las últimas décadas del siglo XVIII y se extendió hasta las primeras del siglo XIX.

Hay más. El formidable desarrollo económico de Guayaquil y su riqueza de maderas finas lo volvieron un bocado apetecido para las misma elite virreinal peruana, que empezó a solicitar a la corona la entrega de esta provincia quiteña como una necesaria compensación a la pérdida de los territorios que ahora integraban el virreinato rioplatense y la consecuente pérdida del Alto Perú y sus minas argentíferas. Y una primera consecuencia de ello fue el traspaso de la administración militar de Guayaquil al virreinato del Perú, hecha en marzo de 1803 por la Junta de Fortificaciones de América, a lo que siguió una Real Orden del Ministro encargado de Guerra, José Antonio Caballero, de 7 de julio de 1803, que dispuso que la gobernación de Guayaquil pasase a depender del virreinato de Lima, dando como únicas razones del cambio algunas de tipo militar, tales como la necesidad de una defensa más eficaz, el envío más rápido de tropas y pertrechos que podía hacerse desde Lima, y el eventual empleo “de las maderas y demás producciones de Guayaquil” para el caso de que se requiriera utilizarlas “para la defensa del Perú”.

 La confusa redacción y equívoco trámite que tuvo esa Real Orden causaron una inevitable contradicción político-administrativa, pero el pretexto bastó para que las autoridades limeñas, y especialmente su Consulado de Comercio, argumentaran que la anexión de Guayaquil al Perú era total, y tomaran medidas acordes con esa interpretación, buscando volverla irreversible en el terreno de la práctica.

El presidente Carondelet y la Audiencia de Quito, por su parte, reclamaron a Madrid por tan inconsulta medida y, en todo caso, sostuvieron siempre la opinión de que esa Real Orden se limitaba a cambiar la administración militar de la provincia costanera pero, de ningún modo, llegaba a segregarla de Quito para anexarla al Perú.

Buscando resolver “de facto” el conflicto de competencias que se hallaba planteado, el virrey del Perú, Marqués de la Concordia, decretó en 1810 la total agregación de Guayaquil al Perú, y cosa similar hizo posteriormente su sucesor, el virrey Abascal, al decretar la subordinación jurídica de Guayaquil a la Audiencia de Lima. Pero se trataba de medidas de fuerza, que no estaban convalidadas por la juridicidad y sobre cuya validez dudaban aún los mismos miembros del Real Acuerdo limeño al ser consultados por el virrey, como ocurrió el 15 de septiembre de 1807.[32]

 En síntesis, resultó que Guayaquil vivió desde entonces una dependencia dual, dividida entre dos jurisdicciones, y así lo confirmaban tanto los actos litigiosos de los particulares como los actos administrativos del mismo gobernador de Guayaquil, el brigadier Bartolomé Cucalón y Villamayor, quién, hasta 1813, continuó obedeciendo en asuntos militares y fiscales a Lima, en asuntos judiciales a Quito y en asuntos eclesiásticos al obispado de Cuenca. Es más, Cucalón defendió bravamente la autonomía jurisdiccional de Guayaquil frente al Perú, avasallada por los actos arbitrarios del virrey, y finalmente logró que el Real Acuerdo de Lima, por resolución del 16 de enero de 1809, le diera la razón y reconociera que el virrey había extralimitado su jurisdicción. Ello, a su vez, motivó que el Cabildo de Guayaquil, a propuesta del Procurador General don Pedro Santander, se dirigiera al Rey solicitando:

“que en virtud de los inconvenientes graves que se seguirían al público y al comercio con la dependencia de esta ciudad del Virreinato de Lima en toda clase de causas... que no acceda su Real Clemencia a esta dependencia absoluta y, al contrario, la deje con sujeción a la Real Audiencia de Quito, como ha estado.  ... Por todo lo expuesto, animado este ayuntamiento que Vuestra Majestad con sabia y paternal clemencia puso esta Provincia bajo el amparo de Vuestra Real Audiencia de Quito, suplica... quede en la misma posesión, por el beneficio de toda ella.”[33]

Paralelamente, dirigieron similares comunicaciones a la corona el Presidente Carondelet, la Real Audiencia de Quito y el gobernador de Guayaquil, denunciando los abusos administrativos del virrey del Perú y pidiendo la confirmación de la autoridad quiteña sobre el puerto y su provincia. En respuesta, el Consejo de Indias emitió en marzo de 1808 el dictamen siguiente:

“Se sirvió desaprobar los procedimientos del Virrey en haber admitido la enunciada capitulación, contra el tenor de la expresada Real Orden de siete de julio de 1803, que solamente le concedía jurisdicción y superioridad en lo relativo a la defensa de la ciudad y puerto de Guayaquil; y aprobar los del Presidente y Audiencia de Quito....”[34]

Por desgracia, la inmediata ocupación de Madrid por las tropas invasoras francesas impidió que este dictamen fuera comunicado a los interesados de América. Quedó, pues, en carpeta, y serviría más tarde para la resolución definitiva del problema jurisdiccional de Guayaquil.

El mariscal José de Lamar, nacido en el sur quiteño, fue Presidente del Perú y buscó crear la República del Ecuador
El mariscal José de Lamar, nacido en el sur quiteño, fue Presidente del Perú y buscó crear la República del Ecuador.

 Poco después, una poderosa razón histórica vino a convalidar políticamente la arbitraria dominación peruana sobre Guayaquil: el estallido de la insurgencia libertaria quiteña de 1809. Al interior del sistema colonial, ello pareció dar la razón a las autoridades limeñas y especialmente al autoritario virrey Fernando de Abascal y Souza, que tomó en sus manos el liderazgo de la cruzada represiva, pese a que Quito se hallaba formalmente bajo la jurisdicción del virreinato neogranadino. La capital de la audiencia quiteña fue trasladada provisionalmente a Cuenca (aunque, por lo bajo, se le ofreció la sede definitiva a Guayaquil) y su titular pasó a ser el brigadier Joaquín de Molina, un subalterno de Abascal. Y la expresión más cruda del autoritarismo de Abascal y de su deseo de aplastar para siempre las ansias quiteñas de autonomía fue la masacre del 2 de agosto de 1810, efectuada por sus tropas de pardos en Quito, y en la cual fueron asesinados algunos destacados patriotas, que hasta 1806 habían colaborado con el presidente Carondelet en la búsqueda de un destino mejor para el país de Quito.

 Aplastado el movimiento libertario del centro quiteño y plegadas mansamente las provincias de Guayaquil, Cuenca y Pasto al bando del “fidelismo colonial”, nadie parecía estar dispuesto a cuestionar las arbitrariedades administrativas de Abascal y sus planes de apoderarse de Guayaquil y aun de Cuenca, a la que Abascal y sus áulicos llamaban ahora oficialmente "Cuenca del Perú". Además, en el bajo fondo bullían soterradas ambiciones regionales y personales.

Cuenca, cuya población había crecido rápidamente en las últimas décadas hasta convertirse en la ciudad más grande del país quiteño, se vio de pronto transformada en capital provisional de la Audiencia y beneficiada con cargos y prebendas. A su vez, Guayaquil,  la ciudad más rica del país, instigada por Abascal creyó que bajo la sombra tutelar del Perú podía convertirse en la capital definitiva de la Audiencia, suplantando así a Quito, su eterna rival.

 

El Mariscal Lamar y el proyecto macroregional

Esa fue la situación en la que se produjeron las primeras guerras de independencia. Como hemos analizado en otro estudio nuestro, esa circunstancia de que Cuenca actuara por breve tiempo como capital de la Audiencia de Quito dio lugar a que algunos notables personajes locales, como José María Vásquez de Noboa, ocuparan temporalmente altas funciones administrativas, fortaleciéndose de este modo el vínculo político entre Cuenca y el Perú.

Mas esa situación cambió durante la segunda guerra de independencia. La política extorsionadora del Consulado de Lima, controlado por los comerciantes peruanos, irritó a los productores cacaoteros de Guayaquil, que resistieron la extorsión y luego, en octubre de 1820, proclamaron la independencia del puerto. La independencia de Guayaquil siguió a la campaña libertadora de San Martín en el Perú, que alcanzó a liberar del poder español la costa peruana. Eso cambió el mapa de intereses y fidelidades en toda la región sudamericana del Pacífico.

En el caso particular de Cuenca, resultó inevitable que esta provincia no pudiera mantenerse fiel al rey, como en 1810–1812, mientras sus parientes, socios y corresponsales de comercio de Guayaquil y el norte del Perú se habían proclamado ya por la independencia. Un fidelismo tal habría aislado a Cuenca en lo político y destruido a su región en lo económico. Así que los cuencanos optaron también por la independencia, pero con soberanía propia, pues, como dice el adagio popular, “preferían ser cabeza de ratón a cola de león”. Ese fue el sentido de la proclamación de la “República de Cuenca”, hecha el 3 de noviembre de 1820 por Vásquez de Noboa y otros prohombres de la región.

La proclamada república tuvo vida efímera. Las fuerzas realistas, primero, y la hábil política integradora de Sucre, más tarde, produjeron al ocaso del proyecto autonomista cuencano, a lo que siguió la proclama de integración a la Gran Colombia (marzo de 1822), república en cuyo seno los cuencanos buscaban reencontrar la tranquilidad y estabilidad perdidas. Pero no fue así. Al poco tiempo, la inestabilidad empezó a amenazarlos de nuevo, esta vez por las tensiones entre los gobiernos republicanos de Colombia y Perú, que disputaban sordamente el control de Guayaquil.

El triunfo final en Pichincha y la nueva Campaña del Perú aportaron un nuevo elemento de inestabilidad a la región austral de Quito. Ese elemento fueron los reclutamientos forzosos de hombres para la guerra hechos por el ejército colombiano, mismos que en el Departamento del Azuay alcanzaron una extremada violencia, como lo reconoció un informe del coronel Ignacio Torres, Gobernador y Comandante General de Cuenca, elevado al Libertador el 8 de marzo de 1824, que expresaba:

"..Los hombres todos habían elegido habitar en los montes más ásperos y esconderse bajo las entrañas de la tierra, por no alistarse entre las filas. Se veían con dolor despobladas las campiñas y desiertos los pajizos hogares... Fue preciso hacerme sordo a la humanidad e inflexible a las lágrimas que vertían sus desconsoladas madres, mujeres e hijos, persiguiéndoles en los lugares mismos de su asilo y en todas direcciones... El éxito ha satisfecho mis desvelos, pues en catorce meses de residencia, he logrado la suerte de entregar en Guayaquil 1.292 soldados, mozos, robustos y útiles al servicio."[35]

En el ámbito económico, estos reclutamientos privaban de brazos a la agricultura y la manufactura, arruinaban el negocio de recolección de cascarilla y desbarataban el sistema de comercio de arriería, todo lo cual afectaba gravemente a la economía austral. Si a eso agregamos los efectos de la dura y casi fanática política librecambista del gobierno del Vicepresidente Santander, que permitió el masivo acceso de productos extranjeros al mercado interno de Colombia,[36] podemos redondear el panorama de general afectación que sufrió la economía de la Sierra quiteña, incluido el Austro. Eso explica bien los términos de la carta que escribiera el mariscal Sucre a Bolívar, a fines de 1828:

“Indicaré otra vez que si no se prohíbe absolutamente en todo el Sur la introducción de los artículos manufacturados ordinarios de lana y algodón, hasta la harina de trigo, estas provincias se arruinan y como la propia conservación es el primer deber del hombre, ellas alegarán un derecho indisputable para separarse de un Gobierno que las destruye.”[37]

Y eso fue lo que pasó con el actual Ecuador, donde una reacción nacionalista empezó a dibujarse ya desde 1824, con motivo de la nueva Ley de División Territorial colombiana de ese año, que fijó como límite entre los departamentos de Cauca y del Ecuador una línea que iba de la boca de Ancón, en el Pacífico, al río Carchi, en la región interandina, lo que privó al Departamento del Ecuador de control administrativo sobre los extensos territorios de Buenaventura y Pasto, convertidos desde entonces en provincias del Departamento del Cauca.

En el caso particular del Azuay, la búsqueda de una salida política se orientó entonces hacia el Perú, país donde estaban la región económica complementaria del Azuay y sus intereses sociales equivalentes. Al fin de cuentas, la geografía y la historia le habían impuesto al Azuay unas realidades que ahora exigían reconocimiento político. Fue en ese marco que surgió ese proyecto macroregional que lideró el mariscal Lamar (Cuenca, 12 de mayo de 1778 – † San José de Costa Rica, 11 de octubre de 1830), el que buscaba un Ecuador independiente, pero asociado estrechamente con el Perú, probablemente bajo la forma de una confederación.

Nadie mejor que Lamar para abanderar ese proyecto. Era cuencano de nacimiento y mariscal del Perú, país donde se había formado y había hecho la mayor parte de su carrera militar. Estaba emparentado con los Elizalde de Guayaquil y Lima. También con los Borrero de Cuenca y, a través de estos, con los Seminario de Guayaquil y Piura. Su madre, Josefa Cortázar y Lavayen, era prima del coronel Francisco de Bejarano y Lavayen, un gran comerciante y naviero porteño, que mantenía fuertes negocios con el Perú; y también era prima de la madre de Vicente Rocafuerte. Muchos de los parientes de Lamar habían estudiado en Lima, así su tío Francisco Cortázar y Lavayen, que había sido colegial de Santo Toribio y estudiante de la Universidad de San Marcos; más tarde, una hija de éste (María Francisca Cortázar y Requena) se radicó en Cuenca y fue madre del futuro Presidente Antonio Borrero Cortázar. En fin, otro tío suyo, José Ignacio Cortázar y Lavayen, fue el quinto Obispo de Cuenca. En resumen, Lamar era un producto social y un representante nato de esa red de intereses parentales y económicos tejida entre el norte del Perú y el sur de la Audiencia de Quito.

Por lo expuesto, Lamar emergió de modo natural como el líder político de esos intereses sociales. Una primera manifestación de ello se produjo el 16 de abril de 1827, cuando sus sobrinos, los coroneles guayaquileños Juan Francisco y Antonio Elizalde Lamar, apoyados por tropas del puerto, se pronunciaron contra el gobierno colombiano y lo proclamaron como Jefe Civil y Militar del Departamento de Guayaquil. Poco después, Lamar fue nombrado Presidente del Perú por el Congreso de ese país y abandonó Guayaquil (julio de 1827) para hacerse cargo de sus nuevas funciones, con lo cual el proyecto político de la Gran Región cobró nuevos bríos y más amplias perspectivas.

Según escribió Bolívar a uno de sus generales, Lamar tenía la intención de fundar la República del Ecuador en el territorio de los departamentos colombianos del Sur, asumiendo la Presidencia del nuevo Estado y dejando a Gamarra la Presidencia del Perú.[38] Es decir, Lamar buscaba un Ecuador independiente y asociado estrechamente con el Perú, probablemente bajo la forma de una confederación, con lo cual pretendía atender debidamente los intereses de la Gran Región surecuatoriana–norperuana.

Ese fue el proyecto que se jugó la vida en la batalla de Tarqui, ocurrida en una hora en que la Gran Colombia empezaba a hacer agua y los diferentes caudillos militares colombianos calculaban cuánto les tocaría de la herencia territorial materna. Y la derrota de Lamar marcó el inicio de su ocaso político personal, pero no conllevó el olvido de sus paisanos guayaquileños y cuencanos, que siguieron recordándolo con admiración años después, como lo testimonia el bello soneto dedicado por José Joaquín Olmedo a su memoria:

 No fue tu gloria el combatir valiente,  

 ni el derrotar las huestes castellanas;  

 otros también con lanzas inhumanas  

 anegaron en sangre el continente.  

 

Gloria fue tuya el levantar la frente 

 en el solio sin crimen, las peruanas  

 layes santificar, y en las lejanas  

 playas morir proscrito o inocente.  

 

 Surjan del sucio polvo héroes de un día,  

 y tiemble el mundo a sus feroces hechos: 

 pasará al fin su horrenda nombradía.  

 

 A la tuya los siglos son estrechos,  

 Lamar, porque el poder que te dio el cielo  

 sólo sirvió a la tierra de consuelo.



Notas:

[1] Alejandro Reyes Flores: “Hacendados y comerciantes. Piura– Chachapoyas– Moyobamba– Lamas– Mainas (1770–1820). En:http://sisbib.unmsm.edu.pe/bibvirtual/libros/historia/Hacen_comer/indice.htm “Tierra y Sociedad en Cajamarca. Siglos XVII-XIX”, en Alma Mater Nº9, Revista de Investigación de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1994. “Contradicciones en el Perú Colonial (Región Central 1650-1810)”, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1993.

Daniel Restrepo: “Sociedad y Religión en Trujillo (Perú) 1780-1790”, Amerika eta Euskaldunak. América y los Vascos, Tomo I, Bilbao, 1992.

Susana Aldana Rivera: “Empresas Coloniales. Las tinas de jabón en Piura”, Lima, CIPCA–IFEA, 1988. “Los comerciantes piuranos (1700- 1830). El soporte humano de una región económica”, FLACSO, Quito, 1992.

[2] Mercurio Peruano, tomo VIII, pág. 225.

[3] Reyes Flores, “Hacendados...”

[4] Susana Aldana, “Empresas...”.

[5] Mercurio Peruano, tomo VIII, pág. 226

[6] Aldana, “Empresas...”, pág. 25.

[7] Mercurio Peruano., tomo VIII, pág 208.

[8] Datos del Archivo Regional de Piura, citados por Reyes Flores, op. cit.

[9] Noticias de El Mercurio Peruano.

[10] “Estado de la Provincia de Guayaquil”, informe del brigadier Juan Antonio Zelaya al Virrey de Santa Fe, Pedro Messía de la Cerda (1765). AGI, Quito, L. 284.

[11] Ver al respecto los trabajos de Chantal Caillavet: “Fuentes y problemática de la historia colonial de Loja y su provincia”, en: Revista Cultura del BCE, No. 15, Quito, 1983, pp. 355-370. “Relaciones coloniales inéditas de la provincia de Loja”, en: Revista Cultura del BCE, No. 15, Quito, 1983, pp. 441-479. ”Mapas coloniales de haciendas lojanas”, en: Revista Cultura del BCE, No. 15, Quito, 1983, 511-531.

[12] Ver al respecto los siguientes estudios:  de Ricardo Ordóñez Chiriboga: “La herencia sefardita en la Provincia de Loja”, Ed. CCE, Quito, 2005; de Félix Paladines: “Identidad y raíces”, Ed. CCE Núcleo de Loja, 2002; de Jesús Paniagua Pérez y Débora L. Truhan: “Los portugueses en América: la ciudad de Cuenca (1580–1640)”, y de Jorge Núñez Sánchez: “Inquisición y diáspora judía: los sefarditas de Chimbo”, Ed. CCE Núcleo de Bolívar, Guaranda, 2003, y “Caminos y comercio en la ruta colonial de Chimbo”, ponencia al Primer Congreso Internacional de Caminería Andina, Quito, PUCE, 2002.

[13] Archivo Regional de Piura (en adelante ARP), Corregimientos, legajo 40, expediente 828. Citado por Reyes Flores, op. cit.

[14] Reyes Flores, id.

[15] ARP. Alcaldes Ordinarios, leg. 150, año 1775, fs. 46 v. Cit. por Reyes Flores, op. cit.

[16] Reyes Flores, op. cit.

[17] A este propósito, hemos señalado en un trabajo anterior: “Aprovechando en su beneficio el tradicional desprecio de la aristocracia española por el comercio, que era visto como un oficio vil, los sefarditas desarrollaron variadas y novedosas formas de comercio, que chocaron con los métodos tradicionales fijados por la burocracia colonial. Uno de ellos fue la venta ambulante, por la que pequeños comerciantes-arrieros se introducían por los caminos y veredas, comprando, vendiendo y trocando todo tipo de productos. Otro fue la “venta al fiado”, que les permitía establecer negocios con cualquiera persona, tuviera o no dinero en el momento, y crear una clientela propia y fiel. Y junto con esas formas comerciales, o como parte de ellas, estaba su actividad de prestamistas, muy importante en regiones aisladas donde había poca circulación monetaria, aunque ello los llevaba a chocar con los intereses de los otros prestamistas tradicionales de la colonia: la Iglesia y las órdenes religiosas.” (“Caminos y comercio en la ruta colonial de Chimbo”).

[18] Ibid.

[19] “Cristianos nuevos portugueses en la Indias de Castilla: de los negocios a las cárceles de la Inquisición (1590-1639)”, publicado en Oceanos. Lisboa: CNCDP, 1998. nº 29.

[20] El primer Marqués de Solanda fue el capitán don Jacinto Sánchez de Orellana y Ramírez de Arellano, natural de Zaruma.

[21] Reyes Flores, op. cit.

[22] Ricardo Ordóñez Chiriboga, “La herencia sefardita en la Provincia de Loja”, Ediciones  de la casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 2005, págs. 203–204.

[23] Aldana, “De la región...”.

[24] Es conocido el hecho de que los Montesinos cuencanos son familiares de los Montesinos peruanos, a los que se hallan vinculados por antiguos y nuevos lazos familiares.

[25] Vicente Valdivieso era hijo de don Pedro Javier de Valdivieso, que fuera Corregidor de Loja y  tuviera una destacada descendencia:  uno de sus nietos, Manuel Riofrío y Valdivieso, fue alcalde ordinario  de Loja y casó con la hija del corregidor Manuel Daza, mientras que otro, José María Riofrío Valdivieso, llegó a ser arzobispo de Quito y un tercero, José Félix Valdivieso y Valdivieso, sería en el futuro ministro general y jefe supremo de la República del Ecuador. Ver: Jorge Núñez Sánchez, “Familias, elites  y sociedades regionales en la Audiencia de Quito, 1750–1822”, incl. en “Historia de la mujer y la familia”, Ediciones de la ADHILAC, Quito, 1991.

[26] Esta hacienda se hallaba ubicada en Sullana y no debe confundirse con la actual población  fronteriza del mismo nombre.

[27] Los detalles en Reyes Flores, op. cit.

[28] Reyes Flores, op. cit.

[29] Gorostiza a Pizarro, el 10 de diciembre de 1787. AGI, Quito, L. 329.

[30] Jacob Schlüpmann, “Yapatera del siglo XVI al siglo XX”, CIPCA, Piura, 1990, p. 116.

[31] Ver Jorge Ortiz Sotelo, “El Pacífico sudamericano y la larga lucha por su control”.

[32]  Ver al respecto Borja y Szászdi, op. cit., pp. 73-81.

[33]  Id., pp. 87-88.

[34]  Ibíd, p. 89.

[35] Alfonso María Borrero, "Ayacucho", Cuenca, Ed. de la Casa Ecuatoriana, 1974, pp.595-604.

[36] Ver: Jorge Núñez Sánchez, “El Ecuador en Colombia”, incl. en “Nueva Historia del Ecuador”, t. VI.

[37] Sucre a Bolívar; Quito, a 28 de noviembre de 1828.

[38] Pío Jaramillo Alvarado, "El gran Mariscal Lamar",  Cuenca, Ediciones de la Municipalidad de Cuenca, 1972, pp.120-125.

 

Cómo citar este artículo:

NÚÑEZ SÁNCHEZ, Jorge, (2013) “Los amores de Quito con el Perú”, Pacarina del Sur [En línea], año 4, núm. 14, enero-marzo, 2013. ISSN: 2007-2309. Consultado el

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=612&catid=5