Identidades en conflicto: indígenas y misioneros en la península de California, 1697-1769

Realizamos un breve acercamiento al conflicto suscitado en la península mexicana de California durante el siglo XVIII, producto de la interacción, por un lado, del proyecto evangelizador de la Compañía de Jesús y la población indígena, que se vio sometida a los modos de vida y conducta que este modelo trató de imponer. Auscultaremos la manera en que ambos esquemas culturales entraron en conflicto y los intentos por construir en esas lejanas tierras el ideal jesuita de la época: la ciudad de Dios en la tierra.

Palabras clave: misión, California, identidad, resistencia

 

A fines del siglo XVII llegaron a Europa informes respecto al establecimiento de una colonia permanente en la provincia novohispana de Californias.[1] Esta “isla”, escurridiza y esquiva, había representado para muchos un sitio imposible de conquistar y los fallidos intentos por ingresar en ella lo habían comprobado una y otra vez. Muchos aventureros, desde simples navegantes desconocidos hasta el mismo Hernán Cortés, conquistador del imperio mexica, habían intentado establecerse y controlar aquel territorio, con la esperanza de obtener prestigio y ganancias económicas, y habían fracasado.

Si bien una primera colonia, establecida por Cortés hacia 1535 no pudo nunca considerarse próspera, sobre todo ante la imposibilidad de cultivar aquel territorio desértico, y lo que es más, no logró siquiera las suficientes ganancias para cubrir los costos de la ardua empresa que había sido llegar hasta ahí, muchos pensaron que se obtendrían cuantiosas riquezas de los recursos que –al menos hasta entonces- se creía que California poseía, como: perlas y metales y piedras preciosas en abundancia; así como de su ubicación, en pleno Mar del Sur y en el trayecto que seguía cada año el Galeón de Manila en su ruta a la especiería de Oriente, es decir, una de las rutas comerciales más prósperas hasta ese momento, lo que costearía el su bastimento desde la contracosta.

Muchos habían sido los intentos por conquistar esta península. Desde su descubrimiento 1513 y durante los siguientes 150 años, aventureros, comerciantes y científicos se habían internado en las aguas del Mar del Sur con la esperanza de encontrar la mítica isla de California, mencionada en la literatura caballeresca de la época, siempre relacionada a sitios como El Dorado y las míticas Siete Ciudades de Cíbola y Quivira. Esperaban encontrar un reino, gobernado por la hermosa reina Calafia, poblado únicamente por mujeres, donde el oro abundaba de tal manera, que hasta los animales lucían ornamentos de dicho metal, así como perlas de tamaño considerable. Obras como Las sergas de Esplandián (1510) y El cantar de Roldán (siglo XI) daban cuenta de la existencia estos sitios de ensueño. Como vemos, este relato mítico trascendió a la esfera de la realidad, convirtiéndose en el motor de estas las expediciones.

Sin embargo, todos los que lograron arribar a California, dejaron atrás sus ilusiones al enfrentarse a la realidad: no era en absoluto el reino rico que esperaban. Todo lo contrario. Encontraron un sitio en medio de la nada, desértico, en el que sus habitantes parecían sacados de uno de esos libros fantásticos, tan comunes en la época, en estado salvaje, cazadores-recolectores seminómadas y sumamente hostiles. Aun así, siempre hubo alguien dispuesto a emprender tan ardua empresa, aun después de que se prohibieran todas las exploraciones. Y es que:

[…] el deseo de recompensar con grandes y extrañas noticias el desconsuelo que producían las desgracias de las empresas para su conquista, avivado por aquella satisfacción que causa la suspensión y admiración de los oyentes en quien se refiere haber sido testigo de vista de extrañas novedades, hizo que muchos lograsen la ocasión de hacerse plausibles, amontonando fábulas al volver desairados de las expediciones.[2]

Si bien abundaba la pesca de perlas,[3] esta no era tan profusa como describían las crónicas y nunca fue lo suficientemente redituable como para sufragar los altos costos de viaje y permanencia en el lugar, por lo que todas estas expediciones, más temprano que tarde, terminaron en fracaso.


“Seno de Californias y su costa oriental nuevamente descubierta y registrada
desde el cabo de las Vírgenes hasta su término que es el río Colorado...”, 1746.
AGI, MP-México, 576. www.pares.mcu.es

De ahí que desde fines del siglo XVI, cuando prácticamente se habían perdido las esperanzas de colonizar esta escurridiza “isla”, y los religiosos de la Compañía de Jesús solicitaron se les otorgara una oportunidad de arribar a California para beneficio de aquellas “pobres naciones”, las expediciones ya habían sido suspendidas hasta nuevo aviso.[4] En esos años, el jesuita Juan María de Salvatierra envió a sus superiores una solicitud de entrada en la que manifestó:

[…] siempre he estado proponiendo el entrar a los indios mansos de San Ysidro y San Bruno en la California, y ninguno de los padres provinciales, antecesores de vuestra reverencia, me lo ha negado, sino diferido […] tampoco vuestra reverencia me ha negado el paso, sino diferido […][5]

Siguiendo los consejos del también jesuita Eusebio Francisco Kino, un alemán que había estado en California durante un año y medio en una de las muchas fallidas “entradas”, la del almirante Isidoro Atondo, cuyo uno de sus mayores méritos fue el establecimiento del poblado de San Bruno en el que, aunque a duras penas, los habitantes sobrevivieron, hasta que les fue imposible continuar, y una exploración exhaustiva de las costas peninsulares  del Mar del Sur, donde dio nombre a algunas bahías y playas. Sin embargo, la prolongada sequía, el desabasto de víveres y las dificultades para conseguirlos, dieron al traste con este proyecto, en el que Kino cumplía el papel, además de cosmógrafo, de misionero. A pesar de dicho contratiempo, en su mente persistió la idea de volver y más tarde influiría en Salvatierra para emprender juntos esta labor.

Más tarde se sumaron a esta iniciativa otros ignacianos, entre ellos José María  Piccolo y Juan de Ugarte, quienes pertenecieron a la primera “generación” de misioneros, mismos que sentaron las bases en que se construyó la identidad jesuita sobre la base del sistema misional, y la del indígena californio, con respecto a su peculiar papel en ese nuevo país que los extranjeros habían inventado, el que aunque aún era el suyo, ya no le pertenecía del todo, porque debía compartirlo con los forasteros, que no compartían su modo de vida.

Ahora bien, ¿cuáles fueron las motivaciones que llevaron a estos primeros misioneros a emprender la colonización?, ¿cómo concebían a los indígenas californios y cómo se modificó su percepción en las etapas posteriores al contacto?, ¿cómo era el californio en el imaginario europeo, y hasta qué punto esta concepción influyó en los jesuitas europeos que a lo largo del siglo XVIII deseaban y solicitaron “pasar” a California? Consideramos importante dar cuenta de estos procesos, dada su injerencia en los pobladores actuales de dicha península.

 

Encuentros y desencuentros

La conquista europea en América generó una serie de reacciones contradictorias. Más allá del archisabido y frecuentemente estudiado “encuentro de dos mundos”, existió un fuerte conflicto entre las partes implicadas, no sólo en cuestiones militares o políticas. Significó la creación de una nueva identidad, relacionada al contacto y la manera en que sus realidades se enfrentaron y convergieron. Tanto conquistadores como conquistados recibieron la influencia cultural del “otro”, lo que llevó a la conformación de un imaginario ajeno a los que lo complementaron. Por supuesto que este proceso no se desarrolló de la misma manera en todos los sitios donde se estableció el contacto; una multiplicidad de factores dio a cada región determinadas características que lo hicieron singular.

En el caso de la aculturación en Baja California, una combinación de factores, ambientales, económicos y culturales, contribuyeron a la conformación del “ser californiano”. En la península -como en otras partes donde se estableció contacto- este fue un proceso lento y complicado, lleno de contradicciones para los nativos. Por un lado, los misioneros estaban en su territorio para sacarlos de la ignorancia e integrarlos a la vida civilizada, como ellos mismos testimoniaron, al tiempo que su calidad de indígenas, con poca o nula capacidad de raciocinio les quitaba toda posibilidad de participar de la vida como un colono de misión cualquiera –ya no digamos tener algún puesto de responsabilidad- y les negaba la integración a la vida cotidiana de la misión.

 

Principios básicos: a la mayor gloria de Dios

El 27 de septiembre de 1540 se publicó la bula Regimini Militantis Ecclesiae, que decretaba la creación de una nueva orden religiosa, con un nombre peculiar: Compañía de Jesús. Su fundador, Ignacio de Loyola, era un ex militar lisiado que había “encontrado” a Dios en una época tardía de su vida, a raíz de una lesión en batalla que lo postró en cama varios meses y que lo dejaría con secuelas el resto de su vida. Aficionado a los libros de caballería, como muchos de sus contemporáneos, y poseedor de una fuerte tradición castrense, Loyola trasladó muchos códigos de conducta militar a esta orden en la que él era Padre General, y que, según sus principios fundacionales tenía como propósito: “la propagación de la fe mediante el ministerio de la palabra, los ejercicios espirituales y las obras de caridad”.[6] El lema de Loyola, “a la mayor gloria de Dios”, sostenía que todo lo que una persona hiciere a lo largo de su vida, debía ser con el objetivo de la glorificación divina.

El pensamiento humanístico[7] determinó muchos de los procedimientos de la orden en cuestiones relacionadas a la labor misional, porque permeó su manera de concebir este trabajo, y los grupos de personas con que debería alternar. Si bien compartían una visión del indígena similar a la de otras órdenes, para los misioneros el establecimiento y fructificación misional, en todos sus aspectos ­-económico, político y religioso­­- significaba la realización de la utopía cristiana, a saber, el establecimiento del reino de Dios en la tierra.


“Un pagano y una pagana vienen con su hija e hijo de la
serranía a la misión para bautizarse”, Ignaz Tirsch,
Codex Pictoricus Mexicanus. http://digit.nkp.cz

Esta utopía, tenía una clara relación con la Utopía de Tomás Moro, quien concibió un mundo perfecto, con un funcionamiento ideal, protegido de la maldad         humana y con todas las posiblidades de florecimiento de la paz, el amor, la justicia y la belleza, un ámbito celeste y perfecto, alejadas de la imperfección humana, una “ciudad celeste”, o “ciudad de Dios”.

 

Predicar en el desierto: la resistencia indígena a la evangelización

Dada la importancia que tenía la evangelización en las regiones más remotas del mundo, en el imaginario jesuita California representó la oportunidad de recrear el reino de Dios en la tierra. El desierto, como “morada del demonio”, era también un sitio de reflexión por tradición. Cómo olvidar el relato bíblico sobre los cuarenta días que Jesucristo pasó en el desierto, donde fue tentado por el demonio y salió airoso de dichas pruebas.[8] Así, el desierto era presentado como sitio de prueba, donde existía la oportunidad de glorificar a dios, al tiempo que se mostraba la calidad personal de la fe. El Diccionario de autoridades define misión:

La salida, jornada o peregrinación que hacen los Religiosos y varones apostólicos, de pueblo en pueblo, o de provincia en provincia, predicando el Evangelio, para la conversión de los herejes y gentiles, o para la instrucción de los fieles y corrección y enmienda de los vicios. La tierra, provincia, o reino, en que predican los misioneros.[9]

El término misión era utilizado no sólo como sinónimo de “encomienda” o “encargo”, sino que significaba además al territorio al que era asignado el misionero, el “eclesiástico que en tierra de infieles enseña y predica nuestra santa religión”,[10] por lo que se deduce que la misma labor misional era considerada un trabajo arduo y peligroso, pero que redundaba en grandes recompensas, en tanto que se daba a conocer la palabra divina y se rescataban las almas de los infieles.

En el imaginario jesuita, la reducción de los “infieles” a la vida misional significaba la realización del reino de Dios en la tierra, lo que llevaría al clímax la máxima  de Loyola: a la mayor gloria de Dios. En un mundo hostil, lleno de desafíos, y en un territorio difícil en todos los campos, pasar la “prueba” aquí demostraba sin lugar a dudas que contaban con el apoyo divino, porque de no ser por ello, habrían fracasado, como todos los demás expedicionarios. Estos indígenas, los californios, vivían en un estado de perfección, en cuanto a la corrupción humana. Gracias a su casi total aislamiento e incultura, no habían asimilado las costumbres y prácticas de otras naciones americanas, como los mexicas, quienes estaban completamente dominados por el demonio. Si bien tenían un defecto: su completa ignorancia de los preceptos divinos los tenía por completo a merced del demonio, por lo que había que salvarlos, enseñándoles la doctrina. A los ojos jesuitas el indígena no dejaba de ser un niño al que se debía cuidar y educar. Sin embargo, “el odio infernal del demonio, principalmente se muestra y declara contra las iglesias donde la palabra de Dios se predica y se deshacen los embustes y marañas con que trae engañadas a estas gentes”,[11] por lo que el inevitable choque cultural y el posterior conflicto fueron inevitables.

La mayoría de las fuentes documentales –muchas de ellas provenientes de la misma orden- destacan la adaptabilidad como una característica propia de la Compañía, la cual resulta esencial para comprender el éxito que tuvieron sus proyectos misionales. A diferencia de otras órdenes, que hacían lo imposible por imponer sus normas conductuales en sus neófitos y no permitían muestras de debilidad o reincidencia en los ya convertidos, ellos se adaptaron a los patrones culturales de los pueblos que estaban a su cargo. Así, muchos de ellos no tuvieron inconveniente en adoptar algunas costumbres o prácticas del lugar en el que estaban, lo que contribuyó a una mayor aceptación de su presencia.[12]

Si bien la resistencia a la evangelización siempre estuvo presente, sobre todo entre la población mayor, que a diferencia de los jóvenes o niños, que eran fácilmente impresionables,[13] los jesuitas lograron una mayor aceptación en la medida en que se mostraban más tolerantes con las costumbres de los nativos, aunque eso no impidió que expresaran severas críticas. Las crónicas de la orden están repletas de testimonios que hacen referencia a sus costumbres “idólatras”, que a menudo les causaban frustración, ante la aparente inutilidad de sus esfuerzos.


“San Joseph del Cabo llamado también centro de San José,
a pie de san Lucas en California…”, Ignaz Tirsch,
Codex Pictoricus Mexicanus
. http://digit.nkp.cz.

Las principales fuentes para el análisis de los procesos evangelizadores y culturales en Baja California son las crónicas escritas por viajeros y misioneros, que plasmaron en ellos sus impresiones de lo vivido durante su periodo misional o algunos más, como Francisco Javier Clavijero, que nunca estuvieron en la península, recuperaron los testimonios existentes y presentaron su propia interpretación de lo vivido en las misiones[14] que, aunque representan un valioso testimonio de la vida cotidiana de los californios en la época del contacto, tienen una gran limitante, y es que la mayoría de estas crónicas fueron realizadas a fines del siglo XVIII, tras la publicación de la Pragmática Sanción, decreto de expulsión que desterró a todos los jesuitas de los terri torios español y portugués. Estos testimonios fueron recopilados en el exilio, con la doble intención de recuperar las memorias de los misioneros que estuvieron en el lugar, lo que exaltaba su labor misional y al mismo tiempo les permitió justificar su presencia en aquellas tierras, defenderse de las acusaciones realizadas contra la orden, relacionadas al acaparamiento de riquezas, la explotación de los indios bajo su cuidado, y en el caso de California, de controlar el acceso a los potenciales explotadores de los yacimientos perlíferos con el fin de beneficiarse de su usufructo, pretextando el cuidado de los indios de la influencia de extranjeros, que sólo los distraerían de sus labores dentro de la misión:

[…] falsos rumores esparcidos maliciosamente contra los jesuitas por sus enemigos, que no podían sufrir que un jesuita hubiera llevado al cabo aquella empresa que habían intentado en vano muchos hombres valerosos a tanta costa y con tan grande aparato de navíos, armas y gente; ni podían comprender cómo un hombre bien nacido, dotado de talento y adornado de conocimientos, quisiera espontáneamente privarse la compañía de sus caros hermanos, y de las comodidades y honores que podía disfrutar en su colegio, por ir a países remotos e incultos y llevar una vida congojosa entre los salvajes, sino animado de segura esperanza de enriquecer. Como el hombre animal, según dice san Pablo, no entiende las cosas del espíritu de Dios, no puede tampoco imaginarse que haya alguno capaz de sacrificar a la sola gloria divina todas las comodidades de la vida y todos los bienes del mundo. La California se había hecho famosa por la abundancia de sus perlas, cuya pesca había enriquecido no pocos; y aunque a todos era notorio el poco aprecio que los misioneros hacían de esta pesca, que no hacían por su cuenta ni permitían a los colonos sus dependientes […] los que no habrían tenido valor  para envidiar los trabajos, penalidades y peligros de los misioneros, envidiaban el capital de la misión.[15]

Tomar en cuenta estos precedentes reviste suma importancia al adentrarse en el estudio de esta problemática, toda vez que el contexto histórico en que se escribieron resulta un factor determinante en las líneas discursivas.

 

Conquistar con las palabras. La originalidad del método jesuita

Ya hemos mencionado antes sobre los repetidos y fracasados intentos de conquistar California por parte de exploradores europeos, la mayoría españoles, quienes a pesar de sus esfuerzos no lograban establecerse en este territorio. Aunque de manera muy precaria y atravesando graves dificultades que ponían constantemente su subsistencia en peligro, los asentamientos jesuitas lograron mantenerse durante casi cien años. La estrategia ideada por Salvatierra pudo resolver la mayor parte de los problemas a los que se enfrentaban los anteriores intentos, teniendo a las misiones de la contracosta -Sinaloa y Sonora- como principales apoyos.

La estrategia misional jesuita pretendía una total dependencia indígena a la misión. Para ello la cuestión alimentaria resultó esencial, toda vez que una de las estrategias usadas por los misioneros era la de atraer a los indígenas obsequiándoles una ración de comida.[16] Si bien el principal modo de subsistencia de los californios antes del establecimiento de las misiones dependía totalmente de la recolección, poco a poco los bastimentos obtenidos en la misión se hicieron indispensables. Y ya que la recepción del alimento era condicionada a la de la doctrina, el trabajo y la recepción de los sacramentos, esto resultó un método por demás efectivo, dado que obligó a los indígenas a integrarse al modo de vida de la misión. Hay que aclarar que los recursos siempre fueron limitados, y no es probable que hayan logrado siquiera saciar su hambre de manera aceptable, aún así, su dependencia en cuestión alimentaria es indudable.

El uso del idioma español era exclusivo de los misioneros y soldados que custodiaban la misión, lo que significó una eficaz forma de dominio, ya que hacía a los indios totalmente dependientes de los misioneros para todo tipo de cuestiones que implicaban un acercamiento a las autoridades civiles y militares.[17] De esta forma, lograron un completo aislamiento y los hizo sumamente vulnerables ante los habitantes que arribaron a la península tras el extrañamiento de los jesuitas. No sólo el sistema de la misión, sino la concepción cristiana prohibía prácticas comunes entre los californios, como la poligamia, que por obvias razones fue prohibida. Todos estas cuestiones motivaron la rebelión de 1734, el intento más significativo de la historia misional por quitarse el yugo jesuita, que finalmente fue extinguida, junto con casi toda la población.

Mas llegó el año de 1734 (después de treinta y siete de haber entrado, haberse extendido y haber triunfado la fe en las Islas Californias) en que quiso Dios, para prueba de sus escogidos, castigo de los obstinados, ejercicio de los ministros evangélicos, desatar al demonio o darle tanta cadena que lo pareciese […] Mas todo lo permitió Dios para avivar más la fe, para aumentar más la esperanza, para ser más admirable su asistencia y para que se sintiera, viera y tocara su inmenso e infinito poder, y con esto el sumo cuidado, la singularísima atención, el especialísimo cariño con que mira por sus ministros evangélicos.[18]

 

Enfrentamientos culturales

El resultado de los primeros acercamientos entre indígenas y misioneros fue el inevitable conflicto. Apenas habían arribado a la costa californiana cuando los indios atacaron el campamento, lo que en su informe a la Audiencia de Guadalajara en 1702, Francisco María Piccolo atribuyó a la influencia maligna:

El demonio […] hizo todos sus esfuerzos para dar al través con nuestra empresa, e impedir el buen suceso. Los pueblos a cuyas costas arribamos, no pudiendo ser informados del fin que nos llevaba, de sacarlos de las profundas tinieblas en que yacen sepultados, y de trabajar en su salvación eterna, porque no entendía nuestra lengua, ni había siquiera uno entre nosotros que entendiese la suya; imaginaron que íbamos a su tierra a despojarlos de la pesca de las perlas, como en tiempos antecedentes habían otros pretendido.[19]

A pesar de su anhelo por evangelizar estos territorios, imperaba en Salvatierra y los primeros misioneros el imaginario occidental de la época que concebía a los indígenas americanos como “bárbaros” y “enemigos de nuestra santa fe”, lo que muestra que para los evangelizadores, el indio era, en el mejor de los casos, semejante a un niño, cuando no algo muy inferior, comparable con una bestia. A pesar de que todos los jesuitas que pasaron a California poseían un nivel educativo considerable, la gran mayoría aún conservaba la concepción medieval del nativo americano como un salvaje, incapaz de razonar por sí mismo, “indios sin ley, ni rey, ni asiento, sino que andan a manadas como fieras y salvajes”[20]

 

El reino de Dios en California


La evangelización americana en general tuvo como objetivo convertir a los indios a la fe católica, toda vez que se consideraba indispensable para la salvación de las almas. Los jesuitas, en su papel de evangelizadores de las remotas regiones fronterizas de la Nueva España –California y la Pimería en Sonora y las misiones del Paraguay en el sur del continente- sentían que el apoyo divino se hacía evidente en la medida en que sus reducciones tenían éxito. No importaban los padecimientos, las fatigas o los peligros a los que debían enfrentarse, partir a las misiones de indias significaba la forma ideal de mostrar su fe. Esto justificaba además su presencia en aquellas lejanas tierras. Más allá de esconder sus fines de dominación de recursos esta visión providencialista de la misión justificó el proyecto de una nueva organización social capitaneada por la orden, que era el sueño de las otras órdenes: formar en un punto alejado de la sociedad un mundo nuevo, en el cual instaurar los preceptos y prácticas de la primitiva religión cristiana.

La prosperidad de las misiones era garantía del apoyo divino en esta empresa, por lo que la instauración de la ciudad de Dios en la tierra no era sino una prueba más. En el caso de California, el hecho de triunfar donde otros habían fracasado, era una prueba más que fehaciente del apoyo divino. Los indígenas, sometidos a la do minación del demonio debían ser protegidos, de ahí la importancia de mantenerlos aislados de la corrupción proveniente del exterior.

Los californios, al ver invadidos sus territorios y a sí mismos obligados a adoptar pautas de comportamiento distintas a las que le eran habituales, respondieron al llamado de la supervivencia y trataron de resistir los intentos de los extranjeros, siendo la resistencia bélica la forma más socorrida. Los enfrentamientos armados ocurrieron desde los primeros días de presencia jesuita en la península, como lo relató Salvatierra:

[…] después de haber puesto el pie de paz entre estos bárbaros; después, entrando en ellos la codicia de nuestros bastimentos, trataron de acabar con nuestras vidas y destruirnos. Fuimos asaltados en un tiempo de cuatro naciones por cuatro lados de nuestra trinchera, y peleando desde mediodía hasta ponerse el sol, finalmente, con el favor de María, quedaron vencedores estos pobres conquistadores.[21]

Estos ataques, y otros que se sucedieron hasta la rebelión de 1734, más que meros enfrentamientos por los víveres de los extranjeros muestran ser intentos por expulsar al enemigo de su territorio, y conservar sus modos de vida tradicionales. Otras formas de resistencia se hicieron manifiestas por parte principalmente de los ancianos y “hechiceros”, que resistieron, más que los jóvenes o niños la injerencia misional. La dominación de los grupos seminómadas del noroeste mexicano se vio permeado por las características de su modo de vida: eran evasivos y difíciles de someter a un sistema que les imponía permanecer en el mismo sitio. Como arma, el miedo resultó ser efectivo, por lo que no perdían oportunidad de mostrar el poderío de las armas de fuego y hacer alusiones a los horrores del infierno u otros castigos.[22] Lamentablemente, las fuentes documentales sólo permiten un acercamiento parcial a los procesos de recepción por parte de los indios, toda vez que no poseemos testimonios directos.

Más tarde, sus esfuerzos por ser tomados en cuenta en la vida cotidiana de las misiones, que paulatinamente se habían extendido por la península, producían mayores conflictos, toda vez que, aunque no se les permitía seguir reproduciendo su vida y creencias anteriores, tampoco podían integrarse a las nuevas poblaciones.

 

Reflexiones finales

El proceso de conquista de la península de California, como en otros sitios del Nuevo Mundo generó una serie de conflictos y sinsabores entre las partes implicadas, toda vez que en el estira y afloja se vieron implicados sus referentes culturales e identitarios, siendo los subordinados los principales afectados. El conflicto generado en California terminó por extinguir totalmente a la población indígena, que paulatinamente perdió aquellas características que le otorgaron originalidad. La creación de la ciudad divina se vio frustrada al hacerse manifiesto de que ese reino perfecto imaginado por los primeros misioneros no era tal.

 


Notas:

[1] El virreinato de la Nueva España, el de mayor extensión de los territorios españoles de Ultramar, estaba conformado por las provincias de México, Yucatán, Nueva Galicia, Nueva Vizcaya, Nuevo Reino de León y Nueva Extremadura, que comprendía los territorios más septentrionales del virreinato, entre ellos California. Esta división se mantuvo hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando las Reformas Borbónicas modificaron sustancialmente la demarcación territorial, quedando California bajo supervisión directa del virrey, aunque esto no modificó prácticamente en nada el estado de casi total marginación que siempre caracterizó a la península, mismo que se prolongó hasta bien entrado el siglo XX.

[2] El viajero universal…: 18.

[3] La pesca de perlas propició durante la época colonial centenares de expediciones a lo largo del continente dando paso a la creación de centros urbanos en los sitios de explotación, como ha sido el caso de Venezuela y, por supuesto, California. Las perlas californianas se han considerado desde siempre entre las más valiosas. Las descripciones geográficas de la península incluyeron siempre referencias a la abundancia de perlas: “en toda la costa, y en especial en las islas adyacentes, dice el padre Piccolo, hay tantos placeres que se pueden contar por millares; y esta copia de perlas es la que ha hecho célebre en el mundo a la California, y el blanco por casi dos siglos de los deseos humanos, por cuyo tesoro han emprendido tantos su descubrimiento, y han visitado sus playas y las visitan continuamente sin más fin que el de las perlas”, El viajero universal…: 36.

[4] El viajero universal…: 140.

[5] Carta de Juan María de Salvatierra (1696) al padre provincial Juan de Palacios, proponiéndole establecer misiones en Baja California, reproducida en: Burrus y Zubillaga, 1986, p. 389.

[6] Balderas Vega, 2009: 312.

[7] El humanismo fue una corriente ideológica que surgió en la época renacentista,  la cual buscaba el regreso a la cultura grecolationa como un medio de restaurar los valores humanos.

[8] San Mateo, cap. 4.

[9] Diccionario de autoridades, www.buscon.rae.es

[10] Ídem.

[11] Pérez de Rivas, 1985: 53.

[12] A este respecto puede consultarse Cartas edificantes y curiosas. Escritas de las misiones extranjeras por algunos misioneros de la Compañía de Jesús. Vols. I, II, III y XI, donde se destaca la adaptabilidad de muchos misioneros, principalmente en las reducciones asiáticas.

[13] Rodríguez Tomp, 2002: 154-159.

[14] Véase Historia de la Antigua o Baja California, México, Porrúa, 2007.

[15] Clavijero, 2007:104.

[16] Río, 1998: 122.

[17] Messmacher, 1997: 208.

[18] Taraval, 1996: 48.

[19] “Memorial sobre el estado de las misiones nuevamente establecidas en la California por los padres de la Compañía de Jesús, presentado a la Audiencia Real de Guadalajara en el Reino de México, a 1° de febrero del año de 1702 por el padre Francisco María Piccolo, de la misma Compañía, y uno de los primeros fundadores de dicha Misión”. Cartas edificantes y curiosas, tomo III, pp. 139-154.

[20] Acosta, 1979.

[21] Carta al virrey José Sarmiento y Valladares, fechada el 28 de noviembre de 1697, en: León-Portilla, 1997: 87.

[22] Rodríguez Tomp, 2002: 140.

 

Bibliografía:

Acosta , José de. Historia Natural y moral de las indias. 2 vols. México: Fondo de Cultura Económica, 1979.

Balderas Vega, Gonzalo. La Reforma y la Contrarreforma: dos expresiones del ser cristiano en la modernidad. México: Universidad Iberoamericana, 2009.

Burrus, Ernest, y Félix Zubillaga. El noroeste de México. Documentos sobre las misiones jesuíticas, 1600-1769. México: UNAM, 1986.

Cartas edificantes y curiosas. Escritas de las misiones extranjeras por algunos misioneros de la Compañía de Jesús. Vol. III. Madrid: Imprenta de la Viuda de Manuel Fernández, 1754.

Clavijero , Francisco Javier . Historia de la Antigua o Baja California . México : Porrúa, 2007.

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León-Portilla, Miguel, ed. Loreto, capital de las Californias. Las cartas fundacionales de Juan María de Salvatierra. México: CONACULTA-UABC, 1997.

Messmacher, Miguel. La búsqueda del signo de Dios. Ocupación jesuita de la Baja California. México: Fondo de Cultura Económica, 1997.

Pérez de Rivas, Andrés. Historia de los Triunfos de Nuestra Santa Fe entre las gentes más bárbaras y fieras del nuevo orbe; conseguidas por los soldados de la milicia de la Compañía de Jesús en las Misiones de la Provincia de la Nueva España. Vol. 2. Hermosillo: Gobierno del Estado de Sonora, 1985.

Río, Ignacio del. Conquista y aculturacion en la California jesuítica. México: UNAM, 1998.

Rodríguez Tomp, Rosa Elba. Cautivos de Dios. Los cazadores recolectores de Baja California durante la colonia. México: CIESAS-INI, 2002.

Taraval, Sigismundo. La rebelión de los Californios. Editado por Eligio Moisés Coronado. México: Doce Calles, 1995.