Cultura, percepción y literatura: los símbolos del universo sonoro

Ricardo Melgar Bao

El universo sonoro forma parte constitutiva de cada cultura. La producción sonora suele expresar la identidad del ser o un disfraz y dista de constreñirse al campo de la música. Desde una perspectiva antropológica abriremos algunas líneas de reflexión jugando entre varios tiempos y sentidos, entre el Occidente y nuestras marcas amerindias y mestizas. Signaremos las mudanzas de la tradición sonora y subrayaremos el papel que juega en nuestra cultura contemporánea el ruido. Cerraremos nuestra lectura con la relación entre la ficción literaria y la cultura de lo sonoro en el mundo andino rastreando algunos pasajes notables de la obra de José María Arguedas.

Palabras clave: Arguedas, sonido, ritual, ruido, tradición

 

Se sorprenderían nuestros lectores, si prestasen por unos minutos, una atención a los sonidos de su propio cuerpo, no siempre controlables ni deseables. Se sorprenderían también de todas las creencias, tradiciones y  prácticas culturales sonoras que poseemos. En estos tiempos en que se ha transfigurado nuestro sensorium cultural sonoro y se han abatido las fronteras entre el ruido y lo sonoro, el tema viene a cuento, aclarando que es asunto denso, algunas de sus entradas pueden ser hedonistas, y otras manifestar el poder o la resistencia. En los espacios urbanos varios de sus habitantes, en su mayoría jóvenes, se han incorporado dispositivos sonoros, inducidos por las nuevas tecnologías y consumos culturales que orientan sus comportamientos cotidianos. Por estas razones, resulta relevante aproximarnos al universo cultural de lo sonoro.

 

Cultura, percepción y sonido

La unidad de análisis primaria nos remite al sonido, y considerando su particularidad, no sentimos obligados a una lectura transdisciplinaria. Diremos en primer lugar, que el sonido tiene materialidad, y para que no haya duda al respecto, la certidumbre epistémica de nuestro tiempo, nos brinda un instrumento de medición llamado Sonómetro, el cual mide y comprueba sonidos, ritmos, frecuencias  e intervalos musicales, así como intensidades sonoras. Las mayores frecuencias audibles se logran durante nuestra juventud, siendo comprendidas entre los 16 y 20.000 Hz. Un espectro muy amplio de sonoridades diversas.

El sonido implica la existencia o manifestación de un agente físico que despliega  vibraciones mecánicas de puntos materiales que, al propagarse en el medio circundante, llegan al oído y perturban su equilibrio provocando la sensación sonora. Se habla de sonido propiamente dicho cuando las oscilaciones son periódicas, y de ruido en caso contrario. Una muy didáctica descripción neurofisiológica pinta el dicho proceso de recepción en los siguientes términos:

"Las olas de sonido avanzan como una marejada hasta nuestros oídos, donde hacen vibrar el tímpano; éste a su vez mueve tres huesecillos de nombres pintorescos (el martillo, el yunque y el estribo), que son los huesos más pequeños de todo el cuerpo. Aunque la cavidad en la que se encuentran es de apenas un centímetro de ancho y algo menos de medio centímetro de profundidad, el aire queda aprisionado allí por las trompas de Eustaquio y es lo que les produce a los esquiadores y pasajeros de avión tanta molestia cuando cambia la presión. En el oído interno, los tres huesos presionan un fluido contra unas membranas, que a su vez rozan diminutos pelos que despiertan las células nerviosas cercanas, y éstas telegrafían los mensajes al cerebro: oímos." [1]

La temporalidad del sonido depende de la fuente emisora, voluntaria o no, variable en intensidad, modalidad y alcance. Y mirada la producción cultural de sonidos en la historia de nuestros pueblos, nos permiten explorar los cambios de sensibilidad, de usos, de significados, de tecnologías, artefactos y tradiciones. Los sonidos tienen también una relevante dimensión espacial, ellos se proyectan sobre el territorio habitado, marcándolo, contrariándolo y disputando en su heterogeneidad, la hegemonía en los espacios privados y públicos. En los espacios no habitados los sonidos revelan sus condicionantes topográficos, climáticos, de flora y fauna. En lo general:

"Las categorías espaciales de la ciencia occidental se subvierten desde el "mundo mágico del sonido". Según Ogn y McLuhan, el sonido transmite la presencia dinámica de los objetos, mientras la vista es más neutral". [2]

La primera señal sonora y polisémica de nuestra especie borra frontera entre el gritar y llorar y posee una alta carga afectiva. El pathos de lo sonoro está en la música, en la oralidad, en el ruido y ello lo distancia del canon perceptivo de la modernidad, subordinado a la razón y a la hegemonía de la vista, acaso por su estrecho entrelazamiento con el capital letrado y por ende, con el saber. Pero la oralidad que pertenece al campo sonoro, genética y funcionalmente en la sociedad condiciona e interacciona con la escritura y su canon visual.

El universo complejo del simbolismo fonético puede transfigurarse,  nos los recuerdan los gritos de guerra, también las  expresiones silábicas rituales de la danza del yumare en la región raramuri, ya no traducibles a su lengua pero que siguen siendo inteligibles desde la lógica del símbolo y del proceso ritual. La extinción del venado y la contracción en general de la fauna, debido a la tala indiscriminada de árboles, y a la mercantilización minera de la montaña han incidido en este impacto lingüístico-cultural de pérdida semántica.

Afirman algunos lingüistas que:

"Con frecuencia se han buscado en las palabras una significación que derivara de la significación intrínseca de los sonidos (o de las letras) que las componen (es el simbolismo fonético). Esta significación se debería a las condiciones de la articulación y, eventualmente, de la percepción. Por ejemplo, i "significa" agudo: o, redondez, etc. A pesar de los estudios estadísticos y psicolingüísticos dedicados a estos problemas, no puede afirmarse la universalidad de tales significaciones. Sin embargo, es indudable que en el interior de una comunidad lingüística se crean asociaciones estables entre un sonido y un sentido." [3]

Nuestra percepción auditiva tiene ciertos rangos de registros que dependen de nuestro ciclo de vida, de nuestra salud, así como del aprendizaje cultural que nos ha entrenado para discriminar e identificar las fuentes emisoras, así como para desplegar prácticas  sonoras y valorar sus formatos y productos artificiales y naturales. Cada cultura puede discriminar los referentes sonoros de lo masculino y lo femenino, lo cual tiene un asidero muy humano, considerando que: “…las frecuencias principales de la voz humana son entre cien ciclos por segundo para los hombres y ciento cincuenta para las mujeres”.[4] Existen en algunas culturas de la región surandina peruano-boliviana una diferenciación de los sonidos macho y hembra salidos del instrumento musical zampoña o sicu tocado por los quechuas y aimaras. La zampoña o sicu de tubos pares es macho (Ira) y la de siete tubos es hembra (Arca). (Valencia, 1990: 62).

A diferencia de nuestra percepción visual que podemos subordinarla hasta cierto punto a nuestra voluntad, cuando decidimos bajar los párpados, colocarnos un antifaz o llevarnos las palmas de la mano hacia los ojos, la auditiva es más renuente. En el caso de la percepción auditiva, los tapones de oído o la presión de las palmas de las manos sobre las orejas distan de ser tan eficaces. En cambio, frente a la heterogeneidad de sonidos a calle abierta podemos clasificar e identificar culturalmente algunos sonidos. Tiene razón Ackerman cuando dice: "En una calle transitada, a la hora punta, a pesar del rugido del tráfico y del roce de miles de extraños apurados, podemos reconocer la voz de un amigo que nos saluda desde lejos."[5]

Las ocasionales experiencias sensoriales cenestésicas pueden conjugar lo visual y lo auditivo, la experiencia cotidiana reafirma las diferenciaciones perceptivas entre ambos campos.  "El oído, según resume Walter J. Ong en sus estudios de la transición entre la oralidad y el alfabetismo, es sensitivo a las interioridades y posee una capacidad sintética, mientras la vista sólo capta las superficies y se caracteriza por disecar la realidad, propensión a la que se da una valoración positiva en la filosofía de Descartes."[6] Y Deleuze agrega otra valiosa distinción complementaria: "Si la función de la vista consiste en doblar, desdoblar, multiplicar, la del oído consiste en resonar, en hacer resonar." [7] Y si de éctasis  y de Rave juvenil se trata, doblar y resonar se conjugan.

Recordaremos que Franz Boas (1858-1942), el antropólogo alemán radicado en los Estados Unidos y de imborrables recuerdos para la fase fundacional de la antropología mexicana, realizó algunos apuntes de especial interés para el tema que nos ocupa.  Franz Boas, físico y etnógrafo cultural exploró la dimensión sonora como lo demuestra su temp  rano ensayo intitulado On alternating sounds (1888). La "ceguera del sonido" fue un polémico tema por aquellos años, y nuestro autor, en su ensayo se posicionó críticamente frente a las tesis formuladas por Granville Stanley Hall (1844-1924) desde las páginas del American Journal of Psychology. [8] "Los experimentos sobre la oralidad realizados por Hall inspiraron a  Boas para afirmar que "los sonidos no son percibidos por el oyente tal cual se pronunciaron por el hablante"; más bien, el escucha los "apercibía”, "mediante sonidos similares que había oído antes." [9] Según Boas si no se rebasaba el umbral de la línea diferencial sonora entre estímulos distintos y medibles, no habría posibilidad de diferenciarlos. Esta práctica que tiene entradas diferenciadas de asociar, evocar y acción de identificación de las manifestaciones sonoras alternantes, puede, en ciertos casos, borrar la frontera entre lo real y lo imaginario sonoro. 



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Coincidimos con Stocking cuando afirma que: "...las implicaciones de "sonidos alternantes" definieron la agenda en gran parte de la antropología del siglo XX- incluyendo manifestaciones tan divergentes como son la antropología lingüista de Sapir, el configuracionismo de Benedict, la etnociencia, hasta llegar aún, en años recientes, al desarrollo de una antropología reflexiva, interpretativa y simbólica." [10]

Una entrada diferente a la dimensión cultural de lo sonoro en nuestros imaginarios nos revela otro punto de fricción o antagonismo con los valores de la racionalidad moderna. En esa dirección, sostenemos que nuestra percepción auditiva puede regis  trar distorsiones de sentido y aún alucinaciones, en parte condicionadas culturalmente. Y éstas, son mucho más frecuentes que las de carácter visual. Los saberes sobre los espejismos visuales han penetrado el horizonte de la cultura popular, no  en la misma medida los relativos a los espejismos auditivos. Ruidos, voces, sonidos temidos o deseados, forman este abanico de ficciones auditivas. No pocas veces, el consumo de sustancias alteradoras de conciencia, las pueden provocar, aproximándose sin confundirse, a las generadas por ejercicios místicos o ciertas patologías de la personalidad. [11]

El caso de los relatos sobre espantos, no inusuales en las viejas casonas y barrios urbanos despliegan experiencias cenestésicas: "La intensidad de la "experiencia" se encarga, expresivamente, a la presencia de una sonoridad y/o luminosidad (imbricadas muchas veces) excepcionales, que dan a la aparición un carácter aterrador. Esa presencia es el soporte "sensorial" del dramatismo del encuentro -fuego/candela en la oscuridad, cascos, silbar del viento, respiración agitada, llanto, carcajada, grito -que ancla metonímicamente entre el relato y los imaginarios de los escuchas, ya que se alimenta de los materiales del entorno cultural y se construye en una atmósfera que el relator "reescenifica." [12]

 

La tradición sonora y el mito

Mirada la tradición sonora de Occidente a través de la historia de larga duración, revela la centralidad de algunos instrumentos musicales y el desplazamiento de sus funciones, también la fuerza de sus mitos sonoros. Desde el occidente periférico y aún desde las culturas que resistieron su influjo en África, Asia, Oceanía y América Latina, tenemos una serie de vetas culturales de alta significación.

La oralidad nos ha transmitido los más diversos relatos míticos acerca de eficacia simbólica de lo sonoro, nos lo recuerdan los relatos sobre el flautista de Hamelin (Callejo, 2005: 146). Y las sirenas, entre el occidente y el no occidente. En el siglo XIII las tres representaciones de la sirena vinculan sus diferenciados cantos a la muerte del varón que las escucha y se duerme (Martín Sánchez, 2002: 318). 

En el imaginario occidental le siguen a la sirena otros personajes míticos femeninos greco-latinos: las ninfas y las musas. Lo sonoro en las tradiciones medievales europeas potenciaron su:

“…gran poder evocador y embaucador de connotaciones sexuales y eróticas del arte sonora, lo que a la postre terminaría por desterrar a la música instrumental de los lugares de culto cristiano, sino per saecula saeculorum, sí por un larguísimo periodo de tiempo”.[13]

La sirena es un símbolo sonoro femenino más que visual que suscita efectos mágicos que bordan la fascinación en el imaginario occidental. La sirena en América Latina y el Caribe tiene varias expresiones visuales sonoras. En el mundo andino la sirena está asociada al don de la música. No es el único mito sonoro femenino que gravita en nuestro continente considerando el muy extendido el relato mítico sobre “La Llorona” aunque cada variante expresa referentes propios cada cosmopercepción étnica. En todos los casos es el llanto nocturno femenino su principal referente simbólico. Puede ser vinculada como en el Paraguay al ave urutaú o gemí-cué, mientras que en dos regiones culturales de Colombia recibe nombres y figuras distintas: María Pardo en Antioquia y Tarumana en Pasto (Ocampo, 2006: 172).

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Entre el occidente y la periferia, se presentan varios casos de reelaboraciones míticas de los instrumentos musicales. La película germano-suiza “El acordeón del diablo” del director alemán Stefan Schwietert, narra la relación que existe entre este instrumento y don Francisco Rada, un concertista virtuoso y muy conocido en sus lares colombianos. El Diablo, celoso de sus cualidades musicales, lo retó un día a un duelo de acordeones, en el cual fue vencido. A partir de entonces, fue rebautizado como Francisco el Hombre.

En occidente, por ejemplo, la trompeta, aquel instrumento musical bíblico determinaba ritualmente los cortes culturales del día ordinario o anunciaba los días y momentos extraordinarios. Las trompetas podían servir de alegórico vehículo de destrucción como en el caso de Jericó,  función análoga a la que anunciaban durante la segunda guerra mundial  las sirenas de los temibles stukas nazis que sembraban el pánico en las ciudades europeas, minutos antes de su mortífero  y despiadado bombardeo.

El arpa ceremonial tiene una larga inserta en diversas tradiciones civili  zatorias entre el Occidente y el No occidente. El microcosmos del arpa operaba como una representación sonora del drama humano, entre sus tensiones materiales expresadas en el marco de madera y las aspiraciones personales reveladas vía las vibraciones sonoras armónicas o no de sus cuerdas. El conocido canto del Arpista en el antiguo Egipto, exaltaba la búsqueda de la felicidad cotidiana ante la certidumbre de la inevitabilidad de la muerte y su incierto mundo. Tocada por los dioses del Norte, el arpa, se ubicaba en la dimensión onírica, aquella que su liminaridad permitía  el tránsito al más allá. El arpa une con su peculiar lógica sonora al cielo y la tierra.

 

Modernización y hegemonía del ruido

José María Arguedas, gracias al papel que les asigna al ruido, la bulla, la gritería en su obra literaria y etnográfica, configura una trama densa de sentido que modela la dimensión cultural de los paisajes sonoros ficcionalizados, observados o experimentados. El novelista antropólogo, al ficcionalizar el antagonismo cultural en la novela Yawar Fiesta dice que: “Los ayllus hicieron bulla en la plaza cuando oyeron la risa de don Julián”. (Arguedas, 1958:69). La relación bulla/risa expresaba una contradicción social identificable, la cual va a desplegar a través del proceso ritual de la corrida del Misitu, el toro mítico de los ayllus, los horizontes encontrados del poder y la resistencia, así como de la tradición hispano-criolla del toreo opuesta a una de de sus reelaboraciones andinas.

La bulla al ser significada como “gritería o ruido que hacen una o más personas” por el diccionario (RAE, 2001), queda fuera del ámbito musical. En el pasaje aludido, la bulla, por ser expresión colectiva y subalterna, se opone a la risa individual de quien tiene poder, también a su ira y voz de mando. Otro pasaje de la misma novela, presenta a la “aulladera” de la plebe andina en resistencia frente al subprefecto, figura que simboliza la injerencia estatal en los espacios provinciales y locales. La “aulladera” o ruido de las masas es tan sonoramente transgresora del orden como lo es la música de los wacawacras, la que sale de los cuernos de toro que han sido convertidos por los runas en trompetas.

Los músicos andinos que tocan las wacawacras, las peculiares trompetas andinas, transmiten una sonoridad de contrapoder asociada míticamente a los apus, los cerros que fungen como sus deidades tutelares. La alternancia y convergencia entre la aulladera de la plebe los ayllus de Puquio y los penetrantes sonidos que salen de los wacawacras, perturban y enojan al subprefecto, cuando le dice a Don Julián: “A veces se me pone negro el humor entre estos cerros. Y pura aulladera de perros; y cuando no los perros, esos cuernos que los indios tocan como para día de difuntos; si no el viento que grita en la calamina.” (Arguedas, 1958:70). 

Animalizar o naturalizar lo sonoro andino es el engranaje discursivo del subprefecto para estigmatizarlo. Esta figura del poder misti  o criollo, al perrear a los indios por sus gritos que le resultan ininteligibles aunque temibles, al decir que su música está asociada a la muerte. Por si fuera poco, el viento andino con su fuerza perturba el espacio de poder del subprefecto llevando al límite la polaridad simbólica y el desencuentro intercultural. Sin embargo, el subprefecto a pesar de que las tradiciones musicales andinas les son ajenas y desagradables, no se equivoca en vincularlas a la muerte.

La polaridad intercultural es relativa, posibilita algunos puentes de sentido. Arguedas, al inicio de la novela, interviene en una escena, en la que don Waiwa, el mejor cornetero del ayllu de Chaupi,  congrega en su casa a los alcaldes indígenas y comuneros para hacerles escuchar el turupukllay y tomar unas copas y sentencia: “ninguna tonada era para morir como el turupukllay.” (Arguedas, 1958: 35).  

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En estos tiempos en que se ha transfigurado nuestro sensorium cultural y se han abatido las fronteras entre el ruido y lo musical, su problemática viene a cuento, aclarando que es asunto denso y que algunas de sus entradas pueden ser hedonistas o trágicas, y otras expresar el poder o la resistencia:

Un ruido es una sonoridad que estorba la audición de un mensaje en curso de emisión… Así pues, el ruido no existe en sí mismo, sino en relación con el sistema en que se inscribe: emisor, transmisor, receptor. (…) para un receptor ruido es una señal que estorba la recepción de un mensaje, aunque el ruido mismo pueda tener un sentido para ese receptor… el ruido ha sido siempre resentido como destrucción, desorden, suciedad, contaminación, agresión contra el código que estructura los mensajes. (Attali, 1985: 44).

El estallido de la dinamita genera un ruido mayor, un estruendo. En Yawar fiesta: “A la media misa, cuando el dinamitazo anunciaba al pueblo que la hostia sagrada estaba en elevación…” (Arguedas, 1958:178), conmovió a Don Pancho que se encontraba preso por defender la corrida de toros al estilo andino a contracorriente del parecer civilizador criollo del subprefecto  “se persignó de todo corazón” y le imploró humildemente al “Santísimo” que le permitiese asistir a la corrida del toro Misitu.

La dinamita reaparece en el momento cubre y final de la corrida de toros andina que se resiste a ser civilizada. El fracaso del torero Ibarito auspiciado por los “mistis” y el subprefecto es celebrado por los pobladores de los ayllus. Ibarito ha perdido la capa en los cuernos del Misitu que la ha hecho jirones, mientras se refugiaba en el burladero. Compiten para releva a Ibarito el K´encho, el Tobías, el “Honrao” Rojas, el Wallpa y el Raura, representantes de los ayllus. El varayok’ Alcalde de K’ayau le entregó “un cartucho de dinamita al Raura”. El paisaje sonoro fue significado por el ruido letal de la dinamita, el canto de las mujeres y la música de los corneteros de los ayllus:

“Un dinamitazo estalló en ese instante, cerca del toro. El polvo que salió en remolino desde el ruedo oscureció la plaza. Los wak’rapukus tocaron una tonada de ataque y las mujeres cantaron de pie adivinando el suelo de la plaza. Como disipado por el canto se aclaró el polvo. El Wallpa seguía, parado aún agarrándose de los palos. El Misitu caminaba a pasos con el pecho destrozado; parecía ciego. El “Honrao” Rojas corrió hacia él.

-“¡Muere, pues, muérete sallk’a –le gritaba, abriendo los brazos!” (Arguedas, 1958: 190).

Arguedas no describe el cadáver del Misitu, sólo deja entrever su inminente derrumbe, débil, ciego, desangrado, con el pecho destrozado por la dinamita. El toro mítico de Puquio se ha inmolado conforme al dictado de los apus. En el proceso ritual de la corrida de toros, los símbolos sonoros del canto y de los corneteros, ceden a la dinamita la condición de símbolo sonoro dominante en la escena final.  La novela concluye con la palabra susurrante del Alcalde indígena al oído del subprefecto: “Estas son nuestras corridas. ¡El yawar punchay verdadero!” (Arguedas, 1958: 190).

La obra arguediana previa a El zorro de arriba y el zorro de abajo, presenta un rico panorama biosonoro, en el cual la dimensión mágica borra las fronteras entre los seres animados e inanimados. En los paisajes sonoros el canto y la música pueden ser hegemónicos o no, recordemos el zumbido de las moscas en Los Ríos profundos que cuando “zumbaban en mantos, oscurecían el aire” o que “hervían felices, persiguiéndose, zumbando sobre la cabeza de los transeúntes”. (Arguedas, 1978:127 y 160). El ruido y el zumbido en la misma obra identifican al Tankayllu, el tábano con vientre de miel que persiguen los niños  y que representa a un  auténtico illa que agita “sus alas con una velocidad alocada, para elevar su pesado cuerpo, su vientre excesivo (…) los indios no consideran al Tankayllu una criatura de Dios como todos los insectos comunes; temen que sea un réprobo.” El zumbido puede devenir en canto como en el caso del Zumbayllu, el trompo de Ernesto. El Zumbayllu se convierte en ente mágico como si fuese un coro de grandes tankayllus fijos en un sitio, prisioneros sobre el polvo.  (Arguedas, 1978: 52-53 y 55). 

El universo biosonoro que registró Arguedas en sus obras no permaneció intacto con el paso de los años. Agravó esta situación el hecho de que el capital depredador de la biodiversidad en los andes hubiese contraído las fronteras de lo biosonoro. Dos escenas tomadas de El zorro de arriba y el zorro de abajo, marcan el contraste entre la hegemonía del ruido generado por los “ciclones” que procesan la anchoveta en las fábricas de harina de pescado en Chimbote y la riqueza biosonora del altiplano rural andino. En el primero: “El ruido apagó la voz de don Ángel” (Arguedas 1992: 113). El ruido industrial aunque su mayor intensidad invirtió la relación sonora entre el margen y el centro: “El ruido de la fábrica se escuchaba más intensamente algo lejos de ella que en su propio centro.

En el segundo, el prisma biosonoro abre su diversidad a nuestra escucha en boca de Maxwell, el personaje norteamericano de la novela: “…ese silencio del altiplano que te permite oír la voz de las moléculas de las yerbas y los planetas y, más, tu palpitación, no la del corazón, no la de la vida entera y a través de ella del laberinto humano...” (Arguedas 1992: 218)

La ficcionalización arguediana de lo sonoro posee una ostensible arista mágico-religiosa, que no trasgrede los límites culturales andinos sobre lo verosímil o lo creíble por su posibilidad de ser o manifestarse. La relación entre la creación narrativa y lo real maravilloso se acoplan bien en las novelas de nuestro antropólogo y narrador andino. La cosmopercepción andina, que trasunta las obras analizadas, nos muestra la escucha comunitaria de lo sonoro como un todo, en el que la música, los gritos, los sonidos de la naturaleza, los ruidos y el silencio mismo, se complementan. 

Una mirada sobre los pasajes arguedianos dedicados al espacio sonoro, nos permiten reparar en las formas sensibles que adquieren los comportamientos culturales de los personajes en su vida cotidiana y las creencias y símbolos que son capaces de movilizar.  El escritor en sus novelas, procesa la función de lo sonoro desde el centro y los bordes de las tramas y episodios, en especial en las escenas de contenido ritual o festivo. 

El sonido modela simbólicamente el lugar, en una peculiar dialéctica de encantamiento o desnudamiento de órdenes e identidades, en la cual los sujetos juegan un papel activo o de mediación. La identidad del lugar es sonorizada. Lo refrenda una crónica cultural que Arguedas publicó en 1938 acerca de la canción de fuego en Puquio durante las fiestas locales. Un filtro de género y de edad define al canto coral que la ejecuta solo con la participación de hombres adultos, quedando excluidas las mujeres y los niños. La distribución estratégica de los contingentes cantores en la plaza mayor es registrada, no así su procedencia. Es posible que provengan de los barrios:

“Cantan con acompañamiento de flauta. Se reúnen en las esquinas, cien, doscientos hombres, y levantan la voz con fuerza. Tiene música de himno; y los indios lanzan la voz. Los muchachos no podíamos cantar este himno; nosotros también nos parábamos en las esquinas, para imitar a los indios grandes, pero no alcanzaba nuestra garganta para este canto; nos dábamos cuenta que no podíamos. …Cuando levantan la voz, parece que oyéramos que nos llaman de lejos, con voz desesperada. (Arguedas, 1985: 29)

La etnografía y la literatura se dan la mano en el develamiento cultural del paisaje sonoro de cada cultura. La obra bifronte de José María Arguedas sobre las sonoridades andinas así lo refrenda.

 

Cierre de palabras

Los territorios de lo sonoro distan de haber sido trazados en sus principales aristas histórico-culturales. Nuestra aproximación a la mitologización de lo sonoro es tentativa, provisional y parcial, tanto como nuestro ingreso al horizonte moderno del ruido y de la narrativa y etnografía andina.

El horizonte de la palabra hablada tiene muchas entradas, no los recordaba un ensayo magistral de Carlos Alberto Seguín intitulado El Quinto Oído (1964) publicado en los años sesenta en la ciudad de Lima. Las sonoridades del habla nos remiten a la capacidad lingüística y cultural de escuchar. Dejamos pendiente otras formas de sonorización cultural de nuestro cuerpo algunas vinculadas a nuestra gestualidad y capacidad de comunicación cultural. Y también queda pendiente la densa trama cultural del silencio.



[1] (Ackerman, 1992: 211-212).

[2] (Rowe, 1992:334).

[3] (Ducrot/Todorov, 1983: 295).

[4] (Ackerman, 1992: 224).

[5] (Ackerman 1992: 210).

[6] (Rowe, 1992: 333). 

[7] (Deleuze, 1994:284),

[8] (Stocking Jr., 1992: 22).

[9] (Stocking Jr., 1992: 22).

[10] (Sotcking Jr., 1992: 25).

[11] (Ackerman, 1992: 215).

[12] (Vergara, 1996: 17).

[13] Blas Relaño, 2010: 62.

 

Bibliografía

  • Ackerman, Diane,  Una historia natural de los sentidos,  Anagrama, Barcelona, 1992.
  • Arguedas, José María, Yawar Fiesta, Lima: Populibros, 1958.
  • __________, Los ríos profundos (edición a cargo de Mildred Merino de Zela), Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978.
  • Attali, Jacques, Ruidos: ensayo sobre la economía política de la música, México: Ed. Siglo XXI, 1995.
  • Blas Relaño, Jorge, “Música y dimensiones oníricas en el romanticismo alemán: de Wilhelm Heinrich Wackenroder a E. T. A. Hoffmann”, en: Pilar Andrade, Arno Gimber, María Goicoechea (Eds.), Espacios Y Tiempos de Lo Fantastico: Una Mirada Desde El Siglo XXI, Bern: Peter Lang, 2010, pp. 61-76.
  • Callejo Cobo, Jesús, Gnomos. Guía de los seres mágicos de España, Madrid: EDAF, 2005. 
  • Carpentier, Alejo, El acoso, Calicanto, Buenos Aires, 1977.
  • Deleuze, Gilles, La lógica del sentido, España, 1994.
  • Ducrot, O. y T. Todorov, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Madrid, Siglo XXI, 1983.
  • Real Academia Española Diccionario de la lengua española, Madrid: RAE, 2001 (22 edición).
  • Martín Sánchez, Manuel, Seres míticos y personajes fantásticos españoles, Madrid: Edaf, DL 2002.
  • Rowe, William, "Deseo, escritura y fuerzas productivas" en José María Arguedas. El zorro de arriba y el zorro de abajo, de Eve-Marie Fell (coordinadora), UNESCO, Colección Archivos N º 14, México, 1992, pp.333-340.
  • Valencia Chacón, Américo, El siku altiplánico: estudio de los conjuntos orquestales de sikus bipolares del altiplano peruanok, La Habana: Casa de Las Américas, 1990.
  • Vergara, César Abilio, Yo no creo, pero una vez..Ensayos sobre aparecidos y espantos, JGH Editores, Colectivo Memoria y Vida Cotidiana A.C,-Conaculta,   México, 1996.