México en el siglo XIX, de centenarios y bicentenarios

El presente ensayo intenta mostrar en una larga duración el proceso político y social que ocurrió en México en el siglo XIX, perfilando el espacio de la Independencia a la Revolución, tomando como indicadores las invasiones ocurridas, las relaciones con la iglesia, los problemas con la tenencia de la tierra y la estructura social para así desembocar en la revolución mexicana.

Palabras clave: México, Independencia, Iglesia, hacienda, Reforma, Revolución

 

La memoria vive en el presente.  Genera lazos para darle sentido a la experiencia vivida. El recuerdo de un evento desaparece si no es revivido, si ha dejado de tener sentido en el intercambio social.  Rememorar es ubicar en el justo sitio los eventos del pasado, ponderándolos dentro de un largo horizonte que permita integrarlos a la vida social como el espacio de la tradición.  México está celebrando el bicentenario de la Independencia y la Revolución, los hitos de la memoria nacional.  En oropel se quiere contar sus gestas, convertirlas en fantasmas muertos, en fiesta, en celebración.  Sólo una mirada irónica puede darnos perspectiva para entender el largo recorrido de la formación del Estado, sus incertidumbres y contradicciones.

 

I. Mexicanos al grito de guerra:

Las intervenciones extranjeras en México.

La construcción del Estado-Nación mexicano, más allá de su compleja estructura económica y política, estuvo permeada por el contexto internacional.  Hay que recordar que la puesta en práctica de la Constitución liberal en España posibilitó el pacto de la elite económica local con la insurgencia.  Una vez libre el país del pacto colonial, la búsqueda de legitimidad por parte del naciente gobierno fue el eje de la política exterior.  El gobierno de Monroe –por ejemplo—  en 1822 manda a un proto-embajador como Poinsett para ver el desarrollo de los acontecimientos, sin embargo, es hasta 1825 que es reconocido por los gringos el nuevo país.  Del otro lado del charco, Inglaterra firma el Tratado de Amistad y Comercio por esas mismas fechas.  Estos reconocimientos, independientemente de su valor a nivel diplomático, abrieron la puerta para el nuevo pacto colonial que se empezaba a bosquejar.  El Memorándum Canning-Polignac y la famosa Doctrina Monroe son sintomáticos de la nueva condición post-colonial.  La clave de la naciente condición radica en los nuevos niveles de deseo de las potencias: ya no solamente de tierras (los yanquis se saciaron en México), el ansia era de mercados; no sin descartar otras formas intermedias de dominación.  Cabe señalar la reestructuración económica europea, la revolución industrial y, por ende, la necesidad de mercados para la creciente industria.  El imperialismo comercial no se detenía solamente en el mercado, los intereses económicos desencadenarían posiciones políticas.  El siglo XIX mexicano es un claro ejemplo de cómo nace un país pese al contexto y paradójicamente gracias a él.  Y son esas condiciones las que harán posible el reacomodo neocolonial que se consolidará mientras el siglo avanza.

Un interesante mito configuró el esquema político mexicano: el cuerno de la abundancia como metáfora del país.  El mito es una realidad incuestionable para quien la vive, sin embargo abre caminos de interpretación, que llevados a la acción pueden configurar universos distintos.  A nivel político, el siglo XIX mexicano construyó dos utopías para la Nación, dos proyectos que el transcurso del siglo modificó, pero que en esencia, mantuvieron una coherencia significativa.  Por un lado, el proyecto Monárquico, que bajo la metamorfosis constitucional, cambió a República Centralista.  Se agrupaban en torno a la tradición los fueros y eran bendecidos desde los pulpitos.  El grupo ante las invasiones santas mantendría tolerancia e incluso apoyo; en términos de la época era la gente de bien.  El otro polo sería encabezado y abanderado, en un primer momento, por el Republicanismo, posteriormente por el Federalismo.  Con partidarios progresistas, se manejaban a nivel de la reforma y tenían en mente el libre comercio, farmes y desamortizaciones que espantaban al otro bando.  Sin embargo, el universo político bipolar no estaba tan marcado, había puntos intermedios entre ambas posiciones.  Si esto no se entiende la anarquía pareciera ser la etiqueta del siglo.  No obstante, fueron proyectos de nación en disputa, que en ocasiones establecieron comportamientos que de otra forma serían inexplicables, principalmente en épocas de intervenciones extranjeras.  En términos antropológicos podríamos decir que el ethos mexicano estaba en formación, las categorías de exclusión ante el Otro no parecían ser tan homogéneas para los grupos en disputa por el poder.  Más que ensayos gubernamentales, que supondrían una continuidad planificada que se iría perfeccionando hasta el Porfiriato, los periodos de gobierno fueron experimentos que ambas facciones promulgaron y que por razones internas o externas fueron abortados.  Un elemento clave para estos repentinos cambios fue el pronunciamiento.  Pero más allá del caudillo, lo más interesante son las fuerzas que la dan posibilidad de existencia.

En la primera parte del siglo XIX son tres entidades los abortivos más recurrentes para un gobierno: la situación financiera, el Ejército y la Iglesia.  Los dos primeros fueron sintomáticos de ambas administraciones; la tercera jugaría a favor de sus intereses.  La Iglesia amenazada fue más peligrosa que cualquier cacique o conservador suelto.  Al ser meta-nacional podía reciclarse en cualquier contexto, en caso obviamente en que le conviniera, esto fue muy claro bajo el Imperio o el Porfiriato.


Bajo este obscuro panorama, hay dos tipos de intervenciones extranjeras en México: Una puede ser caracterizada como un colonialismo político, en donde la colonización nacional era piedra angular de la misma, por motivos del reacomodo del sistema capitalista ésta ya no fructificaría: es el caso del intento de reconquista español en 1829 y el Imperio de Max en 1862-67.  El otro tipo de intervención tendría que ver con la consolidación de otro proyecto nacional, paralelo y vecino del mexicano, que por la dinámica misma de su sistema se anunciaba.  La Doctrina Monroe era su mito y a la vez su legitimación; la expansión, ya sea comprada o arrebatada era el fin.  Su producto fue el detestado año de 1847: en el zócalo desfilaron gringos.

A pocos años de proclamada la Independencia, el memorándum Canning-Polignac, si bien protegía a las Américas de la Santa Alianza, abría la puerta a España.  El 1° de agosto de 1829 llega a Tampico con tres mil españoles el brigadier Isidro Barradas, después de algunos cañonazos, Santa Anna negocia el 11 de septiembre y se firma la capitulación.  Esa negociación fue el último sueño español de reconquista y demostraba la debilidad de España en el nuevo concierto internacional.

Las relaciones con Francia no fueron del todo cordiales.  Desde 1826 la búsqueda de reconocimiento ante ellos evidenciaba tal política.  La pertenencia de Francia a la Santa Alianza y a la Casa de Borbón hacía entendible dicha actitud.  En 1834 bajo el gobierno de Bustamante y el de Luis Felipe de Orleáns se trató de firmar un tratado de reconocimiento, siempre y cuando fueran cumplidas reclamaciones francesas, que en un contexto de guerra en México acaecieron, al igual que ciertos privilegios a comerciantes franceses.  El tratado no se firmó.  En junio del 37 Cuevas, ministro de relaciones exteriores y el Barón Deffaudis se entrevistan para negociar la deuda; en enero del 38 Deffaudis pide su pasaporte y abandona la ciudad.  Se alegaban $ 60,000 de increíbles daños a un pastelero, dos meses después, el 21 de marzo y con una escuadra marina francesa, la suma había crecido a $ 600,000.  El 16 de abril Bazoche rompe relaciones e inicia el bloqueo.  El 27 de noviembre empiezan las hostilidades y resucita, después del sueño de San Jacinto, Santa Anna.  En Veracruz, escenario del conflicto, los bombazos franceses acababan con los parapetos y con una pierna que posteriormente sería heroica.  Después de ver que el bloqueo afectaba a los intereses británicos, Pakenham interviene como mediador.  El 6 de marzo de 1839 en la fragata La Madagascar el gobierno mexicano, el inglés y el francés entran en pláticas y el 21 de marzo termina el conflicto.  Este lamentable episodio da muestra de cómo un pretexto, que concernía evidentemente a la justicia interna, era tomado como pretexto de un interés neocolonial demandante de favores mercantiles y comerciales.  La mediatización de las potencias y de las armas daría un precedente para interpretar las siguientes incursiones.

Pareciera que la guerra contra Estados Unidos es una especie de obra dramática con distintos actos que se concatenan en el tiempo de modo distinto.  El primer acto es colonial: el apetito expansivo gringo comienza con la compra a Napoleón de Luisiana, después, la compra de Florida a la Corona Española, consolidada por el acuerdo Adam-Onís en 1819, que delimitaba las nuevas fronteras.  Los gringos reclamaban que Texas pertenecía al territorio adquirido.  Una vez concluida la Independencia y con la llegada de Poinsett el interés persistía.  El segundo acto es texano: sin duda un problema central fueron las políticas de colonización.  Primero las otorgadas a los Austin, después, las de 1823 y con la promulgación de la Constitución de 1824 (que depositaba en los estados las políticas de colonización), Texas, pese a las trabas, se llenaba de sureños esclavistas.  Bajo la administración de Bustamante y Alamán, éste último aconsejado por Miér y Terán, deciden restringir la política colonizadora.  Después, al promulgarse el Congreso que aboliría el Federalismo y del cual nacerían las 7 leyes, el pretexto era idóneo.  El 7 de noviembre de 1835 Texas se declaraba independiente hasta que se restableciera la Constitución, posteriormente, el 2 de marzo de 1836, Texas proclama su independencia.  Santa Anna, presto como siempre, junta un ejército y va a combatir a los separatistas.  El Álamo y Goliat aparentaban una tranquila empresa.  Tan tranquila que el sueño cubrió los ojos del seductor de la patria en San Jacinto.  Los Tratados de Velasco el 14 de mayo de 1836 culminaban el episodio con la Independencia de Texas.  El tercer acto y culminación de ésta tragicomedia, empieza con la negativa del gobierno mexicano a reconocer la independencia texana; en cambio EU la reconoce de en 1837.  En 1844 Taylor propone la anexión de Texas a la Federación y el 4 de marzo de 1845 es aceptada por el Congreso norteamericano.  Un poco antes, en México, Herrera sube al poder con la idea de reconocer a Texas, cuando se conoce la noticia de la anexión, la guerra es inminente.  Al interior del país la disputa era evidente: por un lado, los radicales al mando de Gómez Farías; por el otro, una conspiración pro-monárquica Alamanista.  Paredes y Arriaga conspiraba también; en ese contexto el presidente Polk manda a Slidell para negociar la compra del territorio.  Se interpretó esto como una traición de Herrera y todos se levantaron contra él.  Paredes asumió el poder.  Los federalistas se sublevaron contra él.  Polk ordenó el avance al Río Grande.  Paredes atacó a los federalistas en vez de a los gringos.  El 12 de mayo Polk declara la guerra y manda a Kearhy rumbo a Nuevo México y California; a Woll hacia Nuevo León, Coahuila y Chihuahua; Taylor al interior y más tarde manda a Scott por la ruta de Cortés.  Mientras tanto en México se discutía el cambio de régimen; sin el dinero de la aduana por el bloqueo y con la “escasa ayuda de la Federación” la situación era caótica.  En ese contexto Gómez Farías decreta la hipoteca de 15 millones a la Iglesia, el 15 de enero.  Los moderados recurrieron a los polkos, que con ayuda de la Iglesia hicieron una buena distracción; Santa Anna tuvo que intervenir.  Con la victoria de la batalla de Cerro Gordo, los gringos abrieron la puerta al centro de México.  Puebla no reaccionó, tampoco el Estado de México.  Contreras cayó.  En ese momento las peticiones gringas eran aberrantes: el río Bravo como límite de Texas, Nuevo México, ambas Californias y el derecho de transito por el Istmo.  El ejército estadounidense ganó en Molino del Rey, Chapultepec y el 15 de septiembre cayó el zócalo.  El ejército mexicano todo perdió, los gringos se fueron invictos.  Santa Anna renunció y el gobierno se trasladó a Querétaro, allí Manuel de la Peña y Peña asumía la presidencia.  En 1848 se inician negociaciones y el 2 de febrero se firman los tratados Guadalupe-Hidalgo, en ellos, increíblemente sólo perdió México la mitad del territorio –dadas las circunstancias de la guerra y la política del Polk—, ocupado ya por las tropas y recibió sus 15 millones ¡de aquellos pesos!  Las consecuencias de la guerra fueron contundentes: México pierde más de la mitad de su territorio, EE.UU. consolida su posición como potencia y se crea un caos político impresionante.  La lucha entre fracciones, el peculiar y nefasto sentido del federalismo por parte de los Estados y el derrumbe de las finanzas nacionales fue la coyuntura que posibilitó la acción, sin embargo difícilmente se pudo haber evitado.  Si bien, la invasión se dice que consolido el nacionalismo, la siguiente invasión pondría eso en duda.

La guerra de Reforma parte el siglo XIX en México.  En medio de ella el proyecto liberal configuraría el Estado moderno.  El gasto humano y material fue terrible.  Sin embargo el ganador aún no se consolidaba como poder.  Al terminar ésta, las muertes de Ocampo y Degollado son síntomas de que la lucha seguiría.  En mayo de 1861 Juárez es reelecto y en junio, por la precaria situación de las finanzas, decide suspender el pago de la deuda exterior.  En ese contexto, en Estados Unidos Lincoln es electo presidente y los Estados del Sur forman los Estados Confederados.  La guerra era inminente.  Esto es fundamental por dos motivos: primeramente la doctrina Monroe difícilmente podía ejercer su poder ante un conflicto interno y en segundo lugar, las potencias europeas veían con buenos ojos a los estados sureños como táctica de mermar el acelerado crecimiento gringo.  El 31 de octubre de 1861 España, Inglaterra y Francia firman una Convención en Londres para exigir por la fuerza el pago de la deuda mexicana, comprometiéndose a no influir política ni territorialmente en México.  A principios de 1862 las tropas llegan a Veracruz y el 19 de febrero diplomáticamente se resolvían los problemas con los Tratados de la Soledad.  Solamente Francia, violando los acuerdos de la Convención se abriría a sus verdaderas intenciones: una política colonialista que en África e Indochina ya se estaba realizando, al igual que su agrado por los estados sureños con miras a su algodón.  México era el sitio perfecto para el bastión francés y con los gringos ocupados, la empresa era una posibilidad real.  Paralelamente en Europa, grupos pro-monárquicos mexicanos encabezados por José Manuel Hidalgo desde hace mucho tiempo soñaban con el Imperio.  Después de haber sido rotos los Tratados de la Soledad, los franceses avanzaban hacia la capital.  En Puebla el 5 de mayo Zaragoza, las Guardias Nacionales y los indios de Xochiapulco derrotaron a Lorencez y sus tropas.  Pasado el shock de un año, los galos avanzan, ganan y los conservadores se les unen.  Juárez sale de la Capital con los poderes al norte.  Forey crea la Junta Suprema de Gobierno que designa en la Regencia a los Generales Salas y Almonte, conservadores, y al arzobispo Labastida.  En julio la Asamblea decide restaurar la Monarquía y designar una comisión encabezada por Gutiérrez Estrada –viejo monarquista— para la “pepena” de Rey.  De noviembre a febrero de 1864, los franceses tenían Morelia, Querétaro, Guanajuato, Guadalajara y Zacatecas.  Gutiérrez Estrada llega a Miramar el 10 de abril de 1864 y con una ilusión –o votación— de notables, ofrece el trono a Maximiliano de Habsburgo, el cual ya había tenido tratos con Napoleón III.  El 28 de mayo del 64 la Novara llega a Veracruz con Max.  Mientras Juárez subía más al norte y el país luchaba –como Ocampo lo había planteado en 47— en guerrillas, se instalaba el Imperio de Maximiliano.  Un Imperio, para sorpresa de los conservadores, liberal, al grado de que expulsó al Nuncio.  El Imperio era un sueño, la última utopía de los conservadores en el siglo.  El despertar comenzaba en Europa: la empresa a Napoleón le salía muy costosa y en 1867-68, asediando Bismark con unir Alemania, las tropas del Imperio salen del país.  Un año antes los norteños habían ganado la guerra civil y la suerte de Porfirio Díaz y González Ortega mejoraba en el campo de batalla.  Miramón, Márquez y Mejía eran de los pocos fieles aún a Max.  Díaz entrega en bandeja de plata la Capital a Juárez y el bastión imperial pasa a Querétaro.  Para el 15 de junio del 67 Mamá Carlota yacía loca en Europa y en el Cerro de las Campanas, Miramón, Mejía y Maximiliano eran fusilados.  Un ejercicio de la violencia fundacional para que la República se consolidara.

La consecuencia tal vez más evidente fue que la incursión francesa destruyó el proyecto conservador como proyecto nacional –al menos por 130 años—.  El consenso y validez de los siguientes regímenes liberales hasta principios del siglo XX con base en éstas incursiones se mantendría.  Sólo serían derrocados por las contradicciones que acarrearía el nuevo pacto colonial.

 

II.  La domesticación de los pulpitos:

Las relaciones Iglesia-Estado en el siglo XIX

A principios del siglo XIX nadie podía dudar que la Iglesia continuara siendo una piedra angular del nuevo sistema, como lo había sido en la época Colonial.  Pese a los intentos reformistas de los Borbones, en la realidad pocas cosas habían cambiado.  El poder de la iglesia funcionaba al menos en tres niveles: como una filosofía, como una política y como un conjunto de rituales.  En el primer nivel, la Iglesia señalaba un esquema de pensamiento para la interpretación de la realidad.  No sólo la Escritura revelaba la verdad; la teología y su decadente hija la escolástica, dentro del paradigma científico imperante proporcionaban un cuadro del mundo.  La educación estaba mediatizada por éstos modelos.  La Iglesia era también una política: en el sentido de que a partir del control de lo Sagrado podía ejercer el poder a nivel público y privado.  Como ejemplo quede la santificación de la Corona como reforzamiento simbólico del poder terrenal.  Sin embargo su poder no paraba sólo en lo inmaterial. Con base en su manipulación, construía un edificio material nada despreciable: se habla incluso de la quinta parte de la riqueza nacional, sin olvidar sus funciones de banco ejerciendo la usura sin mayor remordimiento.  La Iglesia era también un grupo de rituales: el acceso a lo Divino pasaba por sus manos, al igual que la censura (la Inquisición); controlaba también los procesos vitales en los individuos: bautizos, comuniones, matrimonios y muertes, y lo más importante es que cobraba por controlarlos: diezmos y coacciones religiosas.  Si el poder social que ejercía entre los individuos era fuerte, más lo era el poder interiorizado que penetraba los cuerpos y que culminaba en el acto de la confesión.  Esta tríada de poderes confluía en la institución eclesiástica y ante ella, un Estado-Nación en surgimiento no podía estar tranquilo.

Ante esta esperanzadora realidad, en México difícilmente se podía realizar la añoranza del radical poeta: “habrá libertad hasta que el Rey haya sido colgado con las tripas del último cura”.  En primera, porque el Rey no estaba aquí, la Nueva España era una colonia.  En segundo lugar, la religión sustentó a varios niveles la legitimidad de la Independencia, santificando el parto, pese a la política del Vaticano.  En ese sentido, la revuelta agraria de Hidalgo contenía, sin duda, bases religiosas muy fuertes: el contexto europeo lo permitía, era una lucha no contra España, sino contra el Rey usurpador y para colmo hereje.  Otro célebre insurgente, Morelos, veía como deseable para su ideal de Nación, que la Religión Católica fuera la única sin tolerancia de otra y, que por ley constitucional, se celebrara el día 12 de diciembre en honor a “la patrona de la libertad” (segundo y décimo sentimiento de la nación).  Un punto importante para la culminación de la Independencia fue la puesta en práctica de reformas liberales en España.  Como reacción de la elite colonial se pactaría el Plan de Iguala con la insurgencia, que bajo una monarquía constitucional, garantizaría la unión entre todos los grupos sociales, la absoluta independencia ante España y la exclusividad de la religión católica; Iturbide como emperador y salvaguarda; la bandera como metáfora del país: verde la independencia, blanco la religión, rojo suspirando por España, y como remate, el símbolo nacional por excelencia: el águila y la serpiente mexicas.  Incluso Guadalupe Victoria en su mote llevaba implícito un sentido oculto.  Difícil es pensar que bajo las anteriores premisas las cosas cambiarían.  No obstante una y central sí cambió: el Vaticano canceló los derechos de Patronato Regio que desde la Conquista había entregado a la Corona.  León XII lanza la encíclica Etsi Jandui (1824) deplorando la situación de la Iglesia en lugares rebeldes y contaminados de ideas heréticas.

El Congreso Constituyente de 1824 decretó no sólo la forma republicana-federal para el país,  en su artículo 3° definía a la nación mexicana (es y será) católica, apostólica y romana.  El ambiente político nacía con dos sellos que se irían radicalizando con el tiempo: los yorkinos versus escoceses.  Los primeros pro-norteamericanos, federalistas y protoliberales; los segundos pro-ingleses, centralistas y católicos.  Esta primigenia división, décadas más tarde se consolidaría en el Partido Liberal y el Partido Conservador, dos proyectos opuestos en disputa por el poder.


Un elemento clave para entender esa supuesta anarquía del país, específicamente de sus gobiernos, es la falta de dinero.  La euforia post-independencia confió en que la riqueza del país se desarrollaría con el comercio.  Suprimió los pagos de tributos y creyó que con las aduanas de Veracruz tendrían.  Sin embargo, la carga era muy pesada: el ejército.  Vicente Guerrero terminó su mandato gracias a préstamos ingleses que circulaban en la administración.  Después de los respectivos golpes de estado, Santa Anna asume de nombre la presidencia y  designa a Gómez Farías como el responsable del gobierno.  Éste acompañado de consejeros tan interesantes como Zavala y Mora, plantea una primera separación, o más bien, control del Estado sobre la Iglesia.  Existían en la época algunos casos de reformas constitucionales frente a la iglesia: en Jalisco y Tamaulipas se financiaba gubernamentalmente el culto; en el Estado de México y en Durango el gobernador ejercía el patronato; en Yucatán se hablaba de tolerancia de cultos.  Pero estos ejemplos se daban a nivel local y estatal, siendo que el gran problema del siglo XIX era que Federalismo se entendía como una actitud bastante desobligada ante la Federación.  A nivel nacional, una política reformista nunca se había planteado.  Gómez Farías promulgó decretos que suprimían la coacción civil para el pago de diezmos y el cumplimiento de los votos monásticos; abolición del fuero militar; la incautación de los bienes de las Misiones de las Californias y de las Filipinas; reforma en la enseñanza, creando una Dirección General de que reorganizara la enseñanza superior, por ende, suprimía la Universidad.  El punto central era la desamortización de los bienes del clero, poniéndolos a subasta.  El gobierno tenía en mente la creación de pequeños propietarios.  El poder político y filosófico de la Iglesia estaba en peligro.  El poder simbólico la salvó: al grito de religión y fueros se transformó a las medidas necesarias en ese momento para la Nación, en medidas contra la fe.  Los generales Durán y Arista proponían el regreso de Santa Anna a la presidencia.  De Manga de Clavo regresó el “orden” y en 1836, Alamán y el centralismo llegaron al poder.

En 1847, bajo un contexto bélico se apela en emergencia al clero.  Gómez Farías –de regreso— hipotecando bienes de manos muertas, pensaba proporcionar al gobierno hasta 15 millones de pesos para la defensa contra los gringos, desafortunada elección: los ilustres reclutas de la Guardia Nacional de las clases decentes, se levantarían en armas apoyados por los curas, contra el enemigo, contra Gómez Farías.  Los polkos ganaron, al igual que los gringos.

Con el país mutilado regresa Santa Anna, Lucas Alamán le aconseja “conservar la religión católica, único lazo de unión entre los mexicanos, sostener el culto con esplendor y arreglar todo lo relativo a la administración eclesiástica con el Papa”.  Santa Anna se nombra Alteza Serenísima y da la puntilla para que en 1854 el Plan de Ayutla lleve al poder a una nueva generación, que desde el exilio unos, otros desde el ejército, forjarían el Estado, el nuevo Estado.  Ocampo, Juárez, Lerdo, Degollado, Prieto, Díaz Ramírez, una generación que nació ya bajo un país independiente, que se sacudió el peso de una educación escolástica en los Institutos Científicos y Literarios, no eran ni curas, ni militares de alcurnia los que llegaban al poder, eran licenciados o polígrafos como Ocampo.  El Plan de Ayutla subió a Juan Álvarez a la silla.  La idea era convocar a un nuevo Congreso, Ocampo quería privar al clero del voto en la elección del Congreso, como gobernador de Michoacán había propuesto medidas liberales, que sin embargo no cuajaron.  Juárez desde el Ministerio de Justicia expidió la Ley de Administración de Justicia y Orgánica de los Tribunales de la Nación y Territorio el 23 de noviembre de 1855.  La Ley Juárez, suprimía los tribunales especiales con excepción de los eclesiásticos y militares, que sin embargo, cesarían de conocer de los negocios civiles y continuarían conociendo los delitos comunes a su fuero.  Bajo el gobierno de Comonfort, se expidió el 25 de junio de 1856 la Ley Lerdo: Ley de desamortización de fincas rústicas y urbanas propiedad de las corporaciones civiles y religiosas; el 27 de enero del 57 la ley Orgánica del Registro Civil; el 30 de enero la Ley Iglesias de Obvenciones Parroquiales.  Bajo la Constitución del 57 se ratificarían la Ley Juárez y la Ley Lerdo, además el artículo 3° que aseguraba la religión católica en la Constitución del 24, bajo la nueva carta magna definía la libertad de enseñanza y el artículo 15 decía que no se expediría ninguna ley que prohibiese algún culto religioso, pero serían preferentemente católicos.  En las manos del Congreso quedaba legislar en torno estas medidas ya constitucionales.

Paro los Conservadores y el Clero, las medidas habían llegado muy lejos.  Era el Apocalipsis terrenal.  Desde los incendiados púlpitos, entes como Pelagio Antonio Labastida condenaban a los herejes.  En la Iglesia de la Profesa se descubrió una conspiración.  En septiembre del 56 se nacionalizan los bienes del Convento de San Francisco y se destruye en parte, construyendo una calle entre sus restos.  Era el signo del país, Una metáfora de los tiempos.  La interpretación de los liberales entendía a la calle como el progreso, los conservadores veían en ella la destrucción de la Iglesia.

La Iglesia jugaría apostando todo a la Cruzada con su séquito de nobles conservadores.  Los liberales apostaban al Estado cuyo texto Sagrado, la Constitución, sería el parapeto de su lucha.  El 17 de diciembre el Plan de Tacubaya amalgamaba a todos los cangrejos sueltos contra el presidente.  Después de coquetear Comonfort con los dos bandos, Juárez asume la presidencia al interior y Zuloaga, en la Capital, llegaba de facto al poder.  Esperaban tres años de guerra.  El desarrollo posterior del proyecto de nación se decidiría aquí.  Para ambos bandos no era posible llegar a convergencias.  Con el apoyo de la legitimidad y de la aduana de Veracruz el 12 de julio de 1860, Juárez decide separar totalmente la Iglesia del Estado: nacionalización de los bienes eclesiásticos, acabar con las órdenes monásticas y creación del Registro Civil.  Con una manita gringa, la balanza se inclina hacia los liberales y en 1861 después de pacificar Díaz la Capital, entra Juárez como presidente.  Ocampo expulsa al representante del Vaticano.

El episodio es central para observar cómo se radicaliza una reforma que en apariencia parecía en un principio no llegar a tanto.  Los tres poderes de la Iglesia se habían tocado por el Estado, ahora él se erguía frente a su edificio material.  No obstante aún quedaban resquicios de poder suficiente como para asesinar a Ocampo y a Degollado, y traer a Maximiliano.  La última apuesta conservadora fracasó patéticamente, el monarca católico resultó ser más liberal que Juárez: expulsó al Nuncio, decretó que la Iglesia cediera todas sus rentas al gobierno, decretó la libertad de cultos y se revisó la venta de bienes del clero.  El intento conservador por crear un país, quedaría fusilado en Querétaro.  Su fuerza política, pese a esporádicos renacimientos, no la recobraría ya.  Bajo el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, el come curas, parecía que la Iglesia quedaba relegada a sus dominios: el ámbito privado.  Lerdo incorporó las reformas de Veracruz a la Constitución, no sin la oposición de brotes cristeros.

En dos frases la política de Díaz ante la Iglesia puede resumirse: una política de conciliación y en términos del propio Díaz “en política no tengo amores ni odios”.  Ya no se perseguían curas, las peregrinaciones aumentaban pese a haber sido prohibidas.  Incluso en el Tercer Jubileo Sacerdotal, Díaz mandó un regalito, “un báculo de carey y plata dorado” ni más ni menos que al multiexpulsado, archiconservador e imperialista Antonio Pelagio de Labastida y Dávalos.  Regresaron también los multiexpulsados Jesuitas y en el V Concilio Provincial Mexicano en 1896 la Iglesia ordenó a los fieles “obedecer a las autoridades civiles”.  Que cambio de roles.  El poder simbólico se fortaleció –si es que alguna vez decayó—, no obstante, el filosófico y el político-económico sí sufrieron cambios.  A nivel económico, con todas las desamortizaciones, difícilmente serían como antes; en el nivel filosófico el positivismo le disputaría el paradigma, la Escuela Nacional Preparatoria y la continuación de los Institutos eran alternativas, ya no marginales.  El desarrollo de las Novelas, el cultivo de la Historia y los periódicos –pese a la censura— abrieron el universo intelectual.  Por lo demás, ya no había peligro, el lema Orden y Progreso aseguraba la síntesis más liberal del proyecto conservador.

El legado más rico de la tradición liberal mexicana decimonónica fue el proceso de laicización del Estado y la sociedad.  La religión como sistema de creencias nunca fue cuestionada, todos –salvo tal vez Ocampo y el Nigromante, que llegó a decir que “Dios no existe”— eran fieles creyentes.  La demoledora caería sobre los otros dos pilares de la Iglesia: lo filosófico y lo político.  Paralelamente se fue construyendo una nueva religiosidad, que incluso el Romanticismo alentó: una Religión Civil.  La Historia se transformó en Hagiografía, el panteón nacional se llenó con los mártires de la República.  Sin la necesidad de lo sagrado cristiano, el poder estatal creó uno nuevo: lo construyó a partir de su otredad (gringos, conservadores, curas radicales, etc.) y mitificó su ascenso.

 

III.  Allá en la hacienda inmensa:

La tenencia de la tierra y sus transformaciones

El siglo XIX mexicano tiene dos estructuras, que si bien son paralelas, no corren al parejo: una estructura política, creadora del proyecto nacional en franca lucha por el poder y una estructura económico-social, que si bien, no es lineal, sí es menos discontinua que la primera.  Tres ejes dominan el panorama de ésta última, al ser las formas de colonización: la hacienda, el rancho y la comunidad.  Y ellas son permeadas por los diferentes momentos que pauta la estructura política, como proyecto regional o nacional.  El proyecto se fincó sobre un territorio muy grande y bastante diverso cultural, social y económico.  Sin embargo con un engranaje común: un sistema colonial que había madurado dentro de él.  Es por ello que grandes continuidades se establecieron entre las formas primigenias de colonización y construcción de espacios sociales y las posteriores consolidaciones regionales que marcan los desiguales procesos, no solamente económicos, sino sociales que como conjunto estarán presentes.

El cimiento fundamental del siglo fue la hacienda.  Si bien desde su génesis, y por una tradición cultural española de apropiación delos espacios, adquiere o se asocia con reminiscencias señoriales, no es posible designarla como un señorío.  Hay tres antecedentes –siguiendo la tradición feudal— en México de ella: las encomiendas, las mercedes y los mayorazgos; no obstante no se reducen a eso, para su formación confluyen otros elementos que tienen que ver con la compra de tierras, la usurpación de las mismas y su posterior composición, que de feudales no tienen mucho y que al fin de cuantas consolidan a la hacienda como el modelo del agro.  Pese a eso, existe una estructura que pese a los diferentes momentos históricos, permanece en su constitución: en primer lugar, es una institución social y económica que tiene sus raíces y dominio en el campo; en segundo lugar, ejerce un control en tres niveles: en los individuos, ya sean residentes o temporales; en el ecosistema, para asegurarse de recursos naturales explotables; y en el mercado, ya sea regional o nacional. La estructura social interna de la Hacienda es sumamente compleja: existen diversos niveles de poder y grados de ejercicio del mismo.  Se puede hablar al menos de cuatro niveles: dueños, administradores, capataces y peones.  Los dos últimos están mediatizados por diferencias en los grados y características del peonaje, así como también por los grados de especialización internos, y de su estructura al interior de los niveles mediáticos de especialización de trabajo (mayordomos, capitanes, etc.).  Un componente interesante son los arrendatarios, que dependiendo de la coyuntura económica juegan distintos roles.

Existe diversos momentos para la hacienda en el siglo XIX.  Una primera etapa es la que ocurre de la Independencia a la Reforma, en donde las políticas de colonización, aunadas a las expulsiones de españoles, abren la puerta a una primera expansión de los terrenos de algunas.  El otro momento tiene que ver con la Reforma.  La ley Lerdo en teoría estaba encaminada a la creación de farmers tropicales, en la práctica, lo que ocurrió fue que la mayoría de las tierras cayeron en manos de latifundistas, una elite oligárquica.  El tercer momento se da en el Porfiriato, lo encabezan las compañías deslindadoras y las nuevas políticas de colonización y apropiación del suelo.  Paralelamente un nuevo sector extranjero irrumpe en la escena rural.  Para 1915 el 77.5 % del territorio mexicano pertenecía a las haciendas y a las compañías deslindadoras (55 % y 12 % respectivamente).

El otro pilar del siglo son los rancheros.  Diría Enrique Semo “campesinos enriquecidos”.  Dos elementos clave para entender esta forma de propiedad son: el volumen de inversión y la capacidad de control en los tres niveles que la hacienda domina.  Posiblemente esta era la clase de farmes-charros que Lerdo tenia en mente. Si bien el ranchero no nace en la Reforma, fue la política que recayó sobre los pueblos indígenas, los que dio un fuerte impulso al rancho.  No es de sorprender que hubiera más ranchos que haciendas, pero el problema no era el número, sino el tamaño es el que da la clave –en algunos casos—.  A diferencia de la hacienda, en el rancho el propietario tenía el control o al menos vigilaba muy de cerca el proceso productivo, ya que su éxito dependía de ello.

El tercer integrante del agro nacional fue la comunidad o pueblo.  A partir de la Conquista cayó sobre ellos un aparato colonizante, paternalista y racista: la Corona.  La política real fue de separación o segregación racial de la mano con un discurso racista que validaba el paternalismo ante ellos.  Es decir, una vez colonizados, había que protegerlos, dado que eran inferiores.  Una zona de refugio de 600 varas y una legislación especial solidificaban su existencia colonial.  Una vez independiente el país, a los indios se les desaparece jurídicamente tanto a nivel racial como federal.  Las “repúblicas de indios” mutaron en ayuntamientos, así como también, sus bienes comunales, en bienes nacionales.  El farmer-indígena-liberal difícilmente nació  con la ley Lerdo, más bien, la gestación del peón acasillado indígena comenzaba o se recrudecía.  No a todos los indios les fue mal, algunos caciques llegaron al ideal liberal.  En el siglo XIX dos despojos sufrieron los indios: su tierra y su ley, lo que nunca desapareció fue el discurso racista que siguió validando las prácticas del peonaje en las haciendas; y en los gobiernos, su actitud ante los pueblos y ante los indios, oscilaba haciéndolos pasar de huevones a conservadores con una facilidad impresionante.

La metáfora del cuerno de la abundancia se transformó en una realidad en el Porfiriato, el problema fue que la salida del cuerno deba al Norte.  La parte septentrional del cuerno estaba dominada por la gran hacienda ganadera, desde principios de la Colonia ese fue su destino.  Inmensas concentraciones de tierra en pocas manos, como las de los Terrazas y los Creel; fueron la continuación de los también inmensos mayorazgos.  El algodón caracterizó también la producción de la región.  El deslinde de las compañías en esta región, al igual que el sur, benefició al capital extranjero.  Una de las características del norte fue la falta de población, que fortalecería a las comunidades y a los peones en sus capacidades de negociación.  Los ranchos también se difundieron en el Porfiriato.  En el centro la situación era distinta, la mayor parte de la población vivía allí.  Si en el norte el promedio de la Hacienda era de 5,000 hectáreas, en el centro era de 2,000.  Salvo Mórelos, en el centro seguía funcionando como granero y ahora, con los ferrocarriles, pulquero.  En los malsanos climas costeños y sureños, las empresas agro-exportadoras principalmente extranjeras tenían sus dominios.  Ya sea por el henequén en Yucatán o por el café en el Soconusco, estos sitios eran los infiernos de la hacienda.  Una mecanización más avanzada debido al destino de los productos y una política más férrea para reclutar el personal eran su sello.

Dos herencias porfirianas persisten aún en México: El pacto neocolonial y los ferrocarriles (en extinción).  El primero se estableció de acuerdo a los intereses del sistema mundial, quién posibilitó así mismo a los ferrocarriles.  Eje central del crecimiento económico fueron las exportaciones: la tradicional minería y los nuevos metales para la producción (cobre, zinc, plomo); los cultivos para la exportación como el café, el chicle, el henequén y el hule, pasando de 20 millones en el periodo 1887-88 a 50 millones en 1903-04.  El petróleo asomaba su cabeza por primera vez.  Con las leyes de 1896 de prohibir el derecho de los estados de gravar personas o cosas, la idea era consolidar y abrir el mercado local hacia el nacional.  Sí paralelamente a esto, la velocidad de construcción del ferrocarril era de 500 km. anuales, parecía que la Dictadura cumplía con las promesas, con el orden y el progreso.  Los científicos, abuelos de la tecnocracia, con base en estadísticas construían el mundo, su mundo.

La situación del naciente país industrial puede ser comprendida haciendo un símil con los ferrocarriles.  Coatsworth da en el clavo al mostrar los diferentes eslabonamientos productivos: por un lado, no hay que olvidar que la empresa constructora –o empresas— eran proyectos extranjeros, el eslabonamiento hacia atrás se efectuaba en los países industrializados que invirtieron en su construcción, es decir, no se da un ejercicio productivo de activación económica nacional, al ser todo importado.  Por el otro lado, es el eslabonamiento hacia delante el que se siente en México, los ferrocarriles mejoraron el transito hacia las fronteras y los puertos; el utópico mercado interno se desarrolló en la medida en que confluían con estos intereses.  El resultado de este fenómeno fue una polarización aún mayor de las regiones productivas que a la larga crearían y consolidarían los siguientes subdesarrollos al interior del país.

El lema liberal del Porfiriato fue “poca política, mucha administración”.  La Dictadura es la clave para entender el periodo, el control político, solidificado en la efigie mixteca se manifestó como estado benefactor al capital internacional.  La administración –en una herencia muy liberal mexicana— socializar muy bien las perdidas cuando éstas sucedían y maquillarlas de nacionalismo.

El desarrollo económico porfirista fue el resultado del pacto neocolonial.  El dominio político directo sobre un territorio había sido abortado desde Maximiliano.  Las nuevas redes del poder se tejerían bajo los pilares trasnacionales y del capital.  La producción de materias primas a bajo costo es el sello de México y en general de Latinoamérica bajo esta nueva urdimbre decimonónica.  Si bien, no se llegó a las meridionales repúblicas bananeras, los desarrollos y subdesarrollos regionales a partir de los distintos eslabonamientos económicos, hicieron de México, una neocolonia privilegiada, con polaridades tan brutales que iban desde ganar dos reales diarios, a poseer una familia 7 millones de hectáreas.

 

IV.  Tierra y Libertad

Las causas de la Revolución Mexicana

A lo largo de la dictadura liberal el régimen se había consolidado con base en dos ejes: una atomización del poder político en la figura presidencial y en su séquito, así como también, una política económica liberal a ultranza que giró alrededor del deslinde de tierras y de dar manga ancha al Capital y a empresas extranjeras.  El primer pilar porfirista fue un anhelo del siglo XIX: estabilidad política.  Con el Congreso domesticado bajo canonjías, con la reducción del ejercito, con el manejo clánico-totémico los gobernadores, el presidente era el mito de origen del sistema.  Su control iba desde la alta política, hasta el “municipio libre” con el jefe político.  Las reelecciones eran premio a la lealtad y fidelidad.  En el caso de los gobernadores, independientemente del estado o situación política, estos puestos desencadenaban neofeudos.  Qué mejor política de Díaz, para no tener política, que dejar hacer a nivel local y pedir obediencia a nivel federal, o más bien, personal.  Sus designaciones eran estratégicas, apegadas al ¡divide y vencerás!.

La dictadura, nacida de un militar y de un golpe de estado, no era propiamente una dictadura militar.  Díaz sabía que teniendo un ejército débil, los gobiernos duraban más.  La Pax porfiriana en gran medida fue producto de la represión rural y de un brazo armado, que si bien no era invento de Díaz sino de Juárez, vigiló su política en el campo.  Los Rurales habían nacido del bandolerismo redimidos por el gobierno, pero al igual que la mayoría de las cosas del Porfiriato, eran museos andantes.  La política más efectiva para la paz era la represión.  El primigenio “matéenlos en caliente” configuró un imaginario bastante efectivo.

En el Porfiriato hubo dos consolidaciones muy importantes que desencadenarían los posteriores comportamientos en el campo: primeramente la política desamortizadora se consolidó y se radicalizó con las compañías deslindadoras.  El ya centenario conflicto entre la hacienda y el pueblo se agudizó a la vez que nacieron otros nuevos conflictos: rancho versus comunidad, comunidad versus cacique o comunidad versus comunidad.  El eje de las disputas fue la perdida de las tierras.  A la par iba la consolidación de la hacienda como dominio colonial rural y el auge de los rancheros que dieron como resultado que ambas tuvieran un control sobre la tenencia de la tierra.  Aunado al crecimiento demográfico y al despojo, los centros podían acceder a una mano de obra abundante y desposeída.  La otra consolidación fue el proyecto nacional encabezado por los ferrocarriles y las exportaciones.  Los trenes ayudarían al despojo de tierras y a crear desarrollos regionales dispares –un Torreón no se explicaría sin ellos— que darían nacimiento a sectores más progresistas –algunos autores hablan de clase media— principalmente en el Norte.  Las exportaciones con base en materias primas, pese a grados diferenciales de modernización en las plantaciones, fueron producto del lastimoso peonaje.  El México del Porfiriato navegaba en estas contradicciones y polaridades.

A este liberal caldo de cultivo revolucionario rural, se le sumaban protestas obreras como Cananea y Río Blanco.  No obstante el rompimiento vendría por otro lado.  La irrupción en el gobierno por parte de Díaz se había dado bajo la premisa sufragio efectivo no reelección, una leyenda muy distante al final del régimen.  La política de conciliación sumada al poder absoluto, daría pie a la nueva oposición en la década de 1910.  A principios de siglo nace el Partido Liberal Mexicano, al frente de él, los Flores Magón.  El régimen aún muy fuerte y rescatando la antigua tradición, los mandó al exilio.  En Estados Unidos el grupo liberal influidos por las ideas anarquistas se radicalizó y salvo algunas huelgas, continuaron en el anonimato, pero fueron un precedente fundamental.  En 1908 una entrevista, más bien retórica, al gringo Creelman se interpretó como posibilidad de cambió: el dictador veía con buenos ojos el nacimiento de partidos políticos y daba a entender que México ya había madurado lo suficiente para la democracia, y desde el paternalismo imperial planteaba la posibilidad de ceder el poder.  Sin embargo, Díaz en 1909 se preparaba para su enésima reelección bajo la fórmula Díaz-Corral.  Los cientísicos pese a algunos movimientos, seguían firmes.  Un fenómeno interesante se dio: porfiristas conservadores postulaban al ambiguo Bernardo Reyes para la “vicepresidencia”, impensable otra cosa.  Díaz lo manda –como siempre— a una gubernatura, pero el clima no se apaciguó, es más una efervescencia ya olvidada se apoderó de la política.  Díaz la aplacó.  De la zona más desarrollada del país, e hijo de una de las familias más ricas de México, el microbio comenzaba a caminar frente al elefante.  Después de fracasos en las elecciones locales, Francisco I. Madero se da cuenta de dos cosas: el Centro, con ese poder absoluto, se había apoderado de los municipios y por ende había que buscar la libre elección al interior de ellos.  El club Benito Juárez se fundó con miras a la ya olvidada tradición liberal mexicana.  Madero buscaba la vicepresidencia.  La publicación de La sucesión presidencial de 1910 y la posterior Convención de México, modificarían el proyecto: Madero a la presidencia.  Se funda el Comité Central Antireleccionista con un solo principio, el cambio político.  El advenimiento del Centenario y la confianza del poder se apoderaron de Díaz, al fin el país era suyo.  Los grupos detrás de Madero habían nacido del progreso y de la paz del régimen, cualquier revolución a sus ojos era nefasta, salvo el PLM, nadie la contemplaba.  En junio, con la mitad del comité Central preso y Madero “en solidaridad con ellos” también, se llevaban al cabo las elecciones.  Díaz aplastaba, ni en Parras votaron por el microbio espiritista.  Después de salir de San Luis Potosí, Madero cruza la frontera y en octubre lanza el Plan de San Luis.  En él sólo una cláusula tenía una tibia restitución de tierras.  Sin embargo, llamaba a las armas el 20 de noviembre.

El desarrollo desigual del México porfirista posibilitó demandas dispares: algunos clamaban la revolución política: los urbanos.  Según Alan Knight, cuatro quintas partes de las comunidades y un medio de la población campesina se localizaba atrapada al interior de alguna hacienda.  En ese sentido la revolución rural aprovechó las fracturas y huecos de la disputa política.  En todo el siglo XIX mexicano se les había sofocado, desamortizado y desaparecido, la oportunidad era magnífica con la fractura.  Morelos era la metonimia del territorio: la disputa política abrió las puertas al Zapatismo, a la verdadera revolución.  Tierra y Libertad fue la proclama más justa y que ilustraba las causas y el desarrollo posterior de los hechos.