La campaña del desierto de 1833 en Argentina

Martha Eugenia Delfín Guillaumin

 

La forma como se llamaba en la Argentina decimonónica al territorio no ocupado por la población blanca era Tierra Adentro o Desierto. Allí vivían los indios de la pampa. Se le decía “desierto” no precisamente porque no hubiese allí seres vivientes (entre ellos los indios), sino porque la gran llanura y lo infinito de su extensión en el horizonte provocaban un gran sentimiento de soledad. Cierto es que había tierras secas carentes de aguadas y árboles, pero también lo es que existían y existen sitios con lagunas, bosques y excelentes pastos que servían de alimento a los baguales (caballos indómitos) y a los animales silvestres. No todo era suelo llano, también la Tierra Adentro tenía serranías como la Sierra de la Ventana (Muñiz, 1931: 11).[1] En las quebradas y montes cubiertos de sauces de esa sierra, los indígenas guardaban sus rebaños y caballadas.

Según Sarmiento, el mal que aquejaba a la República Argentina era la extensión, el desierto que “la rodea por todas partes”, la soledad, el despoblado sin una habitación humana, la inmensidad de la llanura, el horizonte

siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva, señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al Sur y al Norte acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambres de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y sobre las indefensas poblaciones (Sarmiento, 1983: 49-50).

 

Las rastrilladas eran las vías o caminos de leguas de longitud que unían los centros habitables de la pampa; eran las rutas que conducían a las tolderías, a las lagunas, pastos, vados y, en general, apunta Rómulo Muñiz, a todo paraje estratégico de esas soledades. Las rastrilladas eran las “arterias del desierto”; con la pisada de las bestias (reses y caballos robados que llevaban al Neuquén y a Chile) el piso se endurecía. Estas rastrilladas atravesaban los mejores campos, evitaban el guadal, y los pasos difíciles en los cañadones. Cada 10 o 12 leguas se encontraba el viajero con buenos pastos y las mejores aguas (Mansilla, 1940: 26-27).[2]

Según Muñiz, antes de la época independiente se tenía un conocimiento más profundo de los campos del desierto (pampa) y que, exceptuando el tiempo del tirano Rosas, las nociones topográficas de esas vastísimas tierras pasaron por un “eclipse singular”, inclusive el camino “tan trillado en época de los virreyes” que llevaba a Salinas Grandes[3], quedó, en la época independiente, completamente ignorado. La fijación astronómica de muchos lugares fue debida a los españoles y pasaron largos años antes de volver a verificarlos o a aumentar su número. La exploración de los ríos Colorado y Negro también sufrió tales abandonos. En la época de los virreyes, como le llama este autor, la primera expedición de reconocimiento de esos ríos la realizó el jesuita Falkner a mediados del siglo XVIII. Posteriormente Basilio Villarino reconoció tres veces (1780, 1781, 1785) la desembocadura del Colorado y en 1782 surcó la corriente del río Negro, llegó a la isla de Choele-Choel y prosiguió hasta la confluencia del Neuquén y Limay, penetrando por el río Limay. Cincuenta años más tarde (1833), Nicolás Descalzi reconoció de nuevo los citados ríos y Feliciano Chiclana trazó la dirección del Colorado señalando en un plano los rumbos y puntos importantes de la corriente. Este reconocimiento se realizó durante la campaña del desierto del general federal Juan Manuel de Rosas. En 1879, durante la campaña del desierto del general Julio Argentino Roca, los datos proporcionados por los planos de Chiclana fueron de valiosísima utilidad a los expedicionarios para recorrer los ríos Negro y Colorado (Muñiz, ob. cit.: 62-63; 208-209).

Antes de la campaña del desierto de Rosas en 1833, los indígenas de la pampa habían sido castigados por la naturaleza, ya que hubo una gran sequía que diezmó los rebaños por la falta de agua y pastos (1829-1832). El hambre se dejó sentir en los toldos indios y esto seguramente orilló a los indígenas a incursionar (malonear) en las estancias criollas en busca de alimento.

Expediciones y exploraciones en el siglo XVIII (Muñiz, 1931)
Imagen 1. Expediciones y exploraciones en el siglo XVIII (Muñiz, 1931)

Juan Manuel de Rosas asumió, después de la “revolución de diciembre” (1828) en la que murió fusilado el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Manuel Dorrego, la jefatura de los federales. Rosas fue gobernador de la mencionada provincia en dos ocasiones: de 1829 a 1832 y de 1835 a 1852 cuando fue derrotado por el general Justo José de Urquiza en la batalla de Caseros. Además de jefe federal, Rosas era estanciero y junto con Francisco Ramos Mexía (poderoso estanciero de Buenos Aires) mantenían buena relación con los indios pampas; inclusive tenían indios pampas trabajando en sus estancias como peones “dispensándoles un trato justo y leal”, lo que propiciaba el crecimiento del prestigio de ambos ganaderos entre los indios y el afianzamiento de la alianza con los pampas. Sin embargo, en 1821, el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, que había salido a atacar a José Miguel Carrera y a sus indios aliados ranqueles y pampas de los caciques Anepan y Ancafilú[4], agredió injustamente a los peones pampas de la estancia de Miraflores, propiedad de Ramos Mexía. Este hecho ocasionó que la paz con estos indígenas se rompiera y, en consecuencia, los pampas y ranqueles se unieron para atacar a las estancias y poblaciones blancas.

En 1825, durante el gobierno del general Las Heras en la provincia de Buenos Aires, se logró establecer la paz con los indios voroganos, pampas y ranqueles en el parlamento de Laguna del Guanaco. Los indios se comprometieron a mantener la paz con todas las provincias y a reconocer al Soberano Congreso, Los criollos, por su parte, les permitieron el comercio a los indígenas y les proporcionaron alimentos, yerba mate, azúcar y alcohol.

En 1826, siendo presidente Rivadavia, los indios pampas y ranqueles realizaron nuevos malones[5]. En las campañas punitivas se destacó el coronel prusiano Federico Rauch quien logró varios triunfos sobre los indígenas (Laría, 1979: 48-50). Rauch consolidó la paz con los caciques Llampilcó o cacique Negro (huilliche) y Catriel (pampa), situación que fue aprovechada por Juan Manuel de Rosas años más tarde, durante la campaña del '33. Es preciso señalar que Rauch es considerado también como un genocida por otros investigadores críticos como Osvaldo Bayer.[6] Incluso tiene el apodo de “el carnicero Rauch”.[7]

En otro orden de cosas, existe una anécdota que retrata muy bien a Juan Manuel de Rosas, es decir, su trato afable y diplomacia:

Un día encontró Rosas tres indios que le habían carneado [destazado] una yegua y se la repartían. Los bárbaros se asustaron al verle y sobre todo por la brillantez del jinete. Cogidos in fraganti quisieron presentarle sus excusas, pero Rosas les habló en lengua pampa y los tres salvajes saltaron en sus caballos y lo siguieron; Rosas les había dicho: “No roben, yo les daré yeguas” y uniendo la acción a la palabra los condujo a las manadas y les regaló una punta de animales que los indios se apresuraron a llevar a sus toldos con la noticia de la gentileza del nuevo mayordomo de Anchorena [rico estanciero y pariente del joven Rosas]. Con estos rasgos empezó a dominar el espíritu de los indios, como había dominado con otros característicos el de los gauchos (Pelliza, 1929: 39).

 

La alianza que realizó Rosas con los indios vorogas comandados por los caciques Rondeau, Melin y Cañiuquiz, y los jefes pampas Catriel, Cachul, Llanquelen y Antuán, así como la desaparición de los Pincheira, favorecieron grandemente la organización y desarrollo de la campaña militar contra las “hordas salvajes del desierto”[8], en 1833, por lo menos a la división bajo las órdenes de Rosas. La presencia de indios amigos en las filas de los expedicionarios fue de gran utilidad, ya que aquéllos conocían las costumbres de la gente de la llanura y el territorio indio, amén de tener “la vista avezada para descubrir en múltiples señales, la presencia del adversario, su número, su proximidad y hasta su disposición” (Muñiz, ob. cit.: 180).

Según afirma Correas, la expedición al desierto proyectada por Rosas contó con el franco auspicio de todo Cuyo (Provincias de Mendoza, San Luis y San Juan). Generalmente se dice que el mismo Rosas tuvo que afrontar erogaciones de su propio peculio para llevar a cabo la campaña, pero Enrique M. Barba refiere que este personaje no sólo recibió la ayuda del gobierno de Balcarce (gobernador de Buenos Aires en el tiempo que se realizó la campaña), sino que, de cierta forma, salió notablemente favorecido con la organización de la expedición puesto que en esa época ser proveedor del ejército era una de las actividades económicas más codiciadas: proporcionaban caballos y ganado vacuno, y el pago lo recibían con elevados intereses. Rosas fue, junto con otros ricos estancieros (Terrero, Anchorena, Pereyra, Ramos Mexía y varios más), proveedor de la expedición; de esa forma no sólo recuperó lo invertido, sino que, al ganar nuevas tierras para la provincia de Buenos Aires despojando a los indios de ellas, pudo extender sus estancias y haciendas.

Se suponía que la campaña iba a realizarse con 1’500,000 pesos de la época, pero según los datos proporcionados por Barba[9], los gastos fueron mucho mayores, no sólo por las vacas compradas (que inclusive llegaron a sobrar después de finalizada la operación militar pues era tan grande su número que no se llegaron a consumir durante la misma), sino por el pago de los soldados; la compra de un bergantín, una goleta y un lanchón que sirvieron para navegar por los ríos Colorado y Negro; así como el gasto por la adquisición de una partida de bayeta colorada, que, según Rosas, debía ser el color de los uniformes de sus soldados con el prestigio que ese tono tenía entre la tropa. También la provincia de Mendoza le proporcionó víveres, armamento, utensilios de cocina y herramientas de trabajo, carretas, mulas, yerba mate, aguardiente, vino, café, higos, pasas de uva, quesos y aceitunas, galleta, harina y azúcar. Como se ve los expedicionarios iban bien surtidos y el negocio que esta empresa significó para muchos comerciantes e interesados fue excelente. Para los vicios fueron provistos 500 rollos de tabaco negro al gusto de la tropa. Asimismo, se adquirió suficiente jabón para la higiene de los soldados. Inclusive, se sospecha que el gobierno provincial pudo haber aceptado el pedido de Rosas para proveer de doscientas mujeres públicas -que no pasaran de treinta y cinco años- al ejército. Los prostíbulos trashumantes, como los denomina Barba, eran cosa corriente en los ejércitos de esos tiempos. El empréstito que autorizó el Poder Ejecutivo para costear los gastos de la expedición afectaba a su cargo a la tierra pública y asignaba para el servicio de los intereses un impuesto de doce reales que se pagaría por cada cabeza de ganado introducida para el consumo y saladeros. Este crédito también amparaba las operaciones realizadas en Mendoza, pues se cubrieron los sueldos y gastos del Regimiento de Auxiliares de los Andes.[10]

Rosas veía en la campaña del desierto contra los indios la posibilidad de ensanchar sus dominios (políticos y territoriales); supo aprovechar muy bien la coyuntura política y económica que se le presentó, sobre todo, por el hecho de que para los habitantes de la provincia de Buenos Aires la actividad ganadera era considerada la base de las actividades económicas, el vínculo que unía a la provincia con el comercio internacional por la venta de cueros principalmente. Por eso resultaba urgente agrandar el área de las tierras destinadas a las actividades pecuarias. Además, la campaña bonaerense había sido azotada por una fuerte sequía (1829-1832), por lo que los estancieros requerían realizar el mayor esfuerzo para reparar las pérdidas sufridas. Toda la clase dominante de Buenos Aires, la provincia entera estaba involucrada con los intereses ganaderos, y así, depositaron su confianza en Rosas para llevar con éxito la expedición que arrebataría la tierra a los indios y que serviría para extender sus estancias y rodeos. Rosas conocía a los indios y sus costumbres, hablaba su lengua y era excelente baqueano. Para Rosas significaba, como ya hemos anunciado, un doble triunfo: político y económico. Con el éxito de la empresa se aseguraba el prestigio político y podía llegar al poder sin problemas, imponiendo su ley. En el plano económico (personal obviamente) salía beneficiado igual que los demás ganaderos de Buenos Aires (Barba, 1971: 52-61).

En un principio la campaña militar contra los indios de 1833 se planeó incluyendo la acción conjunta de las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Cuyo y el vecino país de Chile, pero una guerra civil impidió a las milicias chilenas participar en la operación ya que fueron destinadas a controlar la situación política interna trasandina.

Las fuerzas argentinas se distribuyeron en tres divisiones: la de la Izquierda, al mando de Rosas: la del Centro, al mando del general José Ruiz Huidobro, y la división de la Derecha, al mando del general José Félix Aldao.

La división de la Izquierda debía operar en la pampa del sur y asegurar la línea del río Negro; la de Ruiz Huidobro debía desalojar a los indios de la pampa central, y la división de Aldao debía operar en la región andina pasando por los ríos Diamante y Atuel, siguiendo hasta el río Neuquén en donde se reuniría con Rosas, en la confluencia con el Limay.

Como Comandante en Jefe de la campaña fue designado el general Juan Facundo Quiroga, pero no participó en ella porque alegó que “él no conocía la guerra contra los indios”. Comenta Álvarez que, “al empezar el año 33, se ponía en marcha la expedición de Rosas al desierto, y Quiroga, que debió mandar el ala derecha, sintiéndose en mala salud, prefirió quedarse a matar el tiempo y su incurable aburrimiento (cualidad que tenía en común con Napoleón I), en su tertulia de juego en el convento de la Merced en San juan, enviando en su lugar a su general Ruiz Huidobro, que a duras penas escapó de los indios en el combate de 'Las Acollaradas' al sud de San Luis, y finalmente, con objeto de asegurar en renta fija los caudales acumulados por medio del saqueo y el terror, el señor de Cuyo y del norte, se marchó a Buenos Aires…” (Álvarez, 1932: 62). El autor apela a juicios subjetivos sobre el estado de ánimo de Facundo Quiroga y no presenta las fuentes escritas sobre tal situación. Un personaje como Quiroga debió de tener razones políticas para no participar. Sin embargo, no se mencionan las verdaderas causas que generaron esta falta de interés en sumarse a la campaña emprendida por Rosas.

En dicho combate de Las Acollaradas (dos leguas al sur de San Luis), la división del Centro luchó contra el cacique Yanquetruz en marzo de 1833. Los jefes ranqueles eran Yanquetruz, su hijo Pichiuñ Guala y el cacique Paine.[11] A pesar de que en ese encuentro Yanquetruz sufrió pérdidas humanas importantes, los indios ranqueles lograron que las fuerzas de Ruiz Huidobro contramarcharan a Córdoba. Yanquetruz retornó a sus toldos en Leubucó[12], al sur de la laguna del Cuero ubicada en la parte austral de la provincia de Córdoba, y dispersó a su gente en los montes para evitar que los sorprendieran mientras que él, acompañado de fuertes partidas, vigilaba los pasos de Aldao. Rosas, furioso por la derrota, ordenó: “A Yanquetruz y su hijo Pichún se habrán de perseguir, y se me habrán de entregar sus cabezas”. No valieron de nada los esfuerzos de sus aliados los voroganos para cumplir tal orden, Yanquetruz y su gente se salvaron de ser eliminados. Finalmente, ante el fracaso de su columna, Ruiz Huidobro suspendió la campaña e hizo devolver a San Luis, Mendoza y Córdoba a los hombres, las armas y los elementos de guerra.

Por su parte, Aldao, enterado del resultado de Las Acollaradas y de la fuga de Yanquetruz, decidió emboscar a este cacique. Siguió la línea del Chadileuvú[13], y obtuvo varias victorias menores sobre los grupos indígenas diseminados en su campo de acción. Le acompañaba, en calidad de aliado, el cacique puelche Juan Goico, quien le servía de guía e intérprete. Su columna había salido el 3 de marzo desde el fuerte de San Carlos, compuesta por el Regimiento de Caballería No. 2 de Auxiliares de San Juan, el Regimiento de Granaderos a Caballo de Mendoza, el Batallón de Infantería mendocino y el Batallón No. 2 de Auxiliares de los Andes, sumando algo más de 800 hombres en total. Aldao creyó que Yanquetruz se dirigiría hacia la cordillera pasando por el río Chadileuvú, a la altura de la pampa central, pero el cacique ranquel no apareció por esos parajes. La columna de Aldao llegó hasta el Limaymahuida o Limey Maguida, una isla que forma el mismo río Salado en donde los caciques Quililan y Quinchau tenían sus tolderías. Estos caciques habían huido al ver acercarse a las tropas de la división de la Derecha. Aldao llegó a los toldos de los caciques Painequeo (moluche), quien murió el 10 de abril en sus propias tolderías de Paso de Tlascaltué, sobre la costa del Salado; Barbón (pampa), del paraje de Butanilague, a quien mataron y cortaron la cabeza el cacique Goico y sus indios puelches, la cual colocaron sobre una atalaya a la orilla del río Salado para escarmentar a Yanquetruz; Picun, Levian y Fuellef, jefes indios cuyas tolderías quedaban al norte de Butanilague y que también fueron muertos por la gente de Aldao. Pero, el jefe de la columna de la Derecha no consiguió capturar a Yanquetruz, a pesar de haber obtenido los triunfos ya comentados en donde tomó prisioneros, rescató cautivos y arrebató a los indios buena cantidad de ganado. Aldao estaba mal comunicado con sus bases e, incluso, ignoraba que la división del Centro había abandonado la campaña invalidando con eso su estrategia para capturar a Yanquetruz. Pasó junto con su gente el invierno sin víveres, con muchos enfermos y sufriendo “golpes de mano” de los indios. Por su parte, Quiroga ordenó el regreso de la columna a fines de octubre a Mendoza, sin haber cumplido los objetivos señalados por Rosas. De todas maneras, Correas opina que “es indudable que los fines perseguidos fueron alcanzados” porque se había logrado escarmentar por mucho tiempo a los atacantes del sur (Correas, 1942: 144).

En una carta de carácter confidencial que se encuentra en el Archivo Histórico de Mendoza, fechada el 27 de septiembre de 1833 dirigida anónimamente (al menos no aparece ninguna firma en el documento) al señor Benito de Otero, se menciona que:

Es una lástima que después de haber adelantado tanto en la guerra contra los indios y puéstolos en la angustia que se hallan, hayamos tropezado en escollos insuperables para hacer proseguir la División de la Derecha, ya que la ridícula conducta del General del Centro ha frustrado las más fundadas esperanzas; en fin ya esto no tiene remedio, ni lo tiene tampoco el regreso de la División de la Derecha, así pues es preciso sacar la ventaja que se pueda de la desmoralización en que se hallan los bárbaros, del terror que los conduce y la miseria que padecen. Este Gobierno podría hacerles entender que es su mediador para que los demás gobiernos que cansados de sufrir sus depredaciones con que los han provocado ellos mismos, son los que han llevado la guerra a sus territorios y que virtud de los pasos del Gobierno de Córdoba, los demás suspenden sus hostilidades hasta ver si ellos de buena fe cumplen lo que ofrecen, que por este motivo la División de la Derecha se retira a descansar al fuerte de San Rafael y que igual mediante se hará con el señor Rosas. Ud cuente con la cooperación de este gobierno que lo hará en cuanto esté en la esfera de sus facultades contribuyendo con lo que fuese necesario para llevar adelante este único medio de hacer el bien que nos presentan las circunstancias. Una de las condiciones necesarias que se le debe exigir a mi juicio, es el que los caciques que se presenten a los tratados sean obligados a perseguir a los indómitos y dar cuenta de los nuevos proyectos de invasión que éstos mediten contra cualquier Provincia, etcétera, etcétera. El curso de este negocio y la experiencia de lo padecido dictará las estipulaciones y garantías que deben exigirse a un enemigo que no conoce otras leyes que las que le inspiran temor o conveniencia (AHM-A, 123/8).

 

El fracaso de las columnas del Centro y Derecha dejó incompleta la obra de Rosas porque los pasos andinos quedaron abiertos “y el indio pudo circular nuevamente por los ríos Colorado y Negro llevando a Chile el fruto de sus ataques” (Laría, ob. cit.: 45).

En cuanto a la división de la Izquierda, ésta estaba conformada por un ejército que al decir de Carlos Darwin (que por esa época se encontraba en la Patagonia argentina realizando un viaje de carácter científico), parecía una tropa de “villanos y seudo bandidos” por la calidad de los integrantes entre los que había mulatos, mestizos, negros e indios, todos en número considerable (Muñiz, ob. cit.: 202). De todas maneras, se supone que el cuerpo de tropas al mando de Rosas era el “mejor equipado y fuerte”.

Salieron de la Guardia del Monte, provincia de Buenos Aires, el 22 de marzo de 1833 siguiendo rumbo sur - oeste hacia las márgenes del Colorado. Los hombres de Rosas eran 2,000 de infantería, artillería y caballería de la provincia de Buenos Aires, pero también le acompañaban médicos, geógrafos e ingenieros (el ingeniero de la expedición fue Feliciano Chiclana), 25 marinos (para las naves que se transportaron desarmadas para llegar al Colorado y navegarlo), mujeres (no precisamente las del “pedido” de Rosas, sino las esposas y cocineras de los expedicionarios), y, por supuesto, no podían faltar los vivanderos (comerciantes) que “hicieron su agosto” en la campaña del '33. Además, los indios auxiliares (amigos) comandados por los caciques pampas de Tapalqué (arroyo al sur – oeste de la ciudad de Buenos Aires), Catriel, Cachul, Llanquelen y Antuán, acompañaron a la división de la Izquierda. A pesar de ser indios amigos, Rosas los mantuvo a prudente distancia durante las marchas y acampadas, lo cual no implica que no los atendiera con el mismo cuidado que proporcionó a su tropa racionándolos adecuadamente. Como ya lo hemos mencionado, los expedicionarios contaban con gran cantidad de carretas con los abastecimientos, 6,000 caballos, yeguadas y manadas de bueyes.

La división de Rosas tuvo más suerte que las de Aldao y Ruiz Huidobro. La alianza con los voroganos resultó importantísima para el éxito de su campaña porque quitó a los indios enemigos el centro estratégico de sus campos (Salinas de Buenos Aires) y, además, los obligó a replegarse hacia los ríos Colorado y Negro, donde les resultó fácil a los milicianos encontrarlos. El centro de la provincia de Buenos Aires había quedado resguardado gracias a los caciques de Tapalqué. Rosas atacaba a los indios por la retaguardia o de flanco. obligándolos a huir por caminos visibles. De esta forma, logró vencer al cacique Chocorí, padre de Saihueque, cuyos toldos estaban entonces en Choele – Choel, la isla sobre el río Negro; luego de batir a Chocorí eliminaron a los indios de los caciques Payllerau, Pichiloncoy y Cayupan. Otros grupos indígenas de los asentamientos de los ríos Negro y Colorado se dispersaron o se rindieron (Muñiz, ob. cit.: 206-207).

Se calculan alrededor de 1,500 indios muertos en esta campaña, aunque existen datos de que pudieron ser de 3,000 a 10,000; se quemaron tolderías; tomaron 382 guerreros prisioneros (también se estiman alrededor de 1,200); eliminaron a 11 caciques y apresaron 1,642 personas de chusma (mujeres, ancianos y niños); rescataron numerosos cautivos (de 409 a 1,000) y un botín de 2,200 vacas, 1,600 lanares, 1,800 yeguas y 2,455 caballos. Se ensanchó el territorio de la provincia de Buenos Aires y se desplazó la línea de frontera interior (con los indios) hacia el oeste de Bahía Blanca, Médano Redondo y Carmen de Patagones. Se aseguraron alrededor de 2,900 leguas cuadradas para el dominio criollo y se reconoció una inmensa extensión de tierra cuya topografía se ignoraba; se estudió el curso del río Colorado y del Negro; y se formó un cuerpo de baqueanos (guías) de las regiones invadidas.[14]

Rosas aplicó la “ley fuga”, se supone que llegó a girar instrucciones que indicaban que no le llevaran indios prisioneros y que los fusilaran: “Daban las instrucciones en nombre del oficial capaz de servir de verdugo, agregando que, si luego eran echados de menos los prisioneros, podía decirse que, habiéndose querido escapar, la guardia había cumplido su consigna de hacer fuego sobre ellos” (Barba, ob. cit.: 55).

El triunfo de Rosas no se debió únicamente a lo favorable que le resultaron las alianzas con Catriel y los boroganos, ni a los “conocimientos adquiridos por el general Rosas en su antiguo y asiduo trato con los principales caudillos de las tribus que habitan el desierto, merced a los cuales ha sido coronada la empresa que se le confió por los más prósperos resultados” como decía Tomás Guido, ministro de Relaciones Exteriores, Guerra y Marina de ese entonces. Un factor importante fue la grave sequía ya mencionada; “la carencia de subsistencias los había reducido a la miseria; cuando no encontraban qué bolear, se comían los perros y faltándoles éstos, se mantenían con la semilla de la planta llamada lengua de vaca y de raíces silvestres. En sus juntas, la cuestión principal que trataban era la falta de alimentos y sus determinaciones se reducían a conservar y engordar a sus caballos para ir a robar hacienda” (Muñiz, ob. cit.: 205-207).

La campaña al desierto de Rosas (1833))
Imagen 2. La campaña al desierto de Rosas (1833). http://bessone.blogspot.com

Luego de la campaña del '33, los restos de los grupos indígenas que sobrevivieron al desastre general volvieron a reunirse. Los naturales de la llanura trataban de organizarse.

A Rosas no le fue nada mal después de la expedición porque, como reconocimiento por la campaña, la Sala de Representantes le concedió “la isla de Choele – Choel, en propiedad para él y sucesores. Rosas la devolvió recibiendo en cambio sesenta leguas cuadradas de tierra en campos públicos de pastoreo, en lugar a su elección” (Molinari, 1968: 131).

En 1835 los indios del desierto quedaron distribuidos como sigue: los pampas de los caciques Catriel y Cachul vivían a orillas del arroyo Tapalqué. Eran aliados de los criollos desde 1825 aproximadamente y, desde entonces, Catriel y sus pampas quedaron ligados al “vaivén tornadizo de la política de Buenos Aires”.

Los ranqueles se ubicaban, con completa independencia de los blancos, desde el sur de Córdoba y San Luis hasta el Nahuel Mapú,[15] es decir, al sur su límite era el río Colorado y hacia el oeste el río Chadileuvú. Al este y sureste sus dominios colindaban con los de los indios pampas. Su cacique principal era Yanquetruz. Al ocurrir su muerte, le sucedió Painegner, padre del famoso cacique ranquel Mariano Rosas.

Los voroganos o vorogas, de origen chileno, vivían en las tierras que corrían desde Guaminí, Carhué y Salinas Grandes hacia el oeste (actuales territorios de La Pampa y Buenos Aires). Su alianza con los blancos fue efímera porque se rebelaron en 1836 y, a pesar de que fueron vencidos en esa ocasión, no volvieron a pactar con el gobierno criollo, al menos, no definitivamente. Los caciques Rondeau y Melin (aliados de Rosas durante la campaña del '33) fueron muertos a manos de indígenas chilenos en 1834. Según Muñiz, los vorogas de Chile consideraron traidores a los vorogas que se habían aliado con Rosas y por eso los fueron a atacar a sus propias tolderías de Salinas Grandes. Les sucedió Canuquis o Cañuequis en el mando, quien siguió sirviendo a Rosas contra los ranqueles fronterizos. Pero sus servicios a Rosas no le sirvieron de nada cuando, en 1836, los voroganos de las Salinas, confederados con indios chilenos y ranqueles, se rebelaron contra el gobierno de Buenos Aires, y los criollos en represión degollaron a Cañuequis para mostrar su cabeza y mataron en total 650 indios de sus tolderías, cautivaron 1,200 prisioneros de chusma (mujeres, jóvenes, y hombres sanos y robustos hasta de 50 años).

Entre los indios provenientes de Chile que atacaron a los voroganos de Rondeau y Melin en 1834 venía Calfucurá[16], de origen huilliche chileno, según Muñiz, aunque Casamiquela asegura que Calfucurá provenía de Llaima, región precordillerana del lado argentino, de origen presuntamente tehuelche septentrional y pehuenche arcaico (Casamiquela, 1979: 9). Su linaje era noble y ostentaba el grado de cacique. Calfucurá, aprovechando el vacío de poder que ocasionó la expedición de Rosas y la muerte de los tres caciques voroganos de las Salinas, se apropió del mando del grupo voroga gracias a sus dotes de guerrero, estratega y diplomático. Este cacique volvió a unir a los indios de la pampa: “Aseguradas sus espaldas a través de una cadena eslabonada por parcialidades emparentadas o amigas, guerreó y se alió, alternativamente, aparte de con los 'voroganos' y con los 'ranqueles' y con los 'tehuelches septentrionales' (y aún meridionales), del sur del Neuquén y del sur de la provincia de Buenos Aires” (ibíd.).

Si bien es cierto que Rosas no logró someter a Calfucurá, al menos las tropas de la frontera, durante su gobierno, conservaron la superioridad sobre los “jinetes de la pampa”. A la caída del Dictador o Restaurador (de estas dos formas se le llama a Rosas) en 1852, la figura de Calfucurá se volvió más fuerte y el nuevo gobierno, que desconocía el movimiento de la pampa y de la vida militar de la frontera,[17] cometió graves equívocos en la política a seguir con el indio. Los viejos federales que habían empezado su carrera militar y política en la expedición de 1833 sí conocían la dinámica de la pampa y sus moradores, pero fueron sustituidos por gente nueva, los unitarios, quienes no poseían nociones útiles sobre el escenario en que iban a actuar, opina Rómulo Muñiz.

 

Notas:

[1] La Sierra de la Ventana también se conocía como Casuhati, Casu = cerro o montaña, hati = alto, montaña alta. Queda ubicada al SO de la Serranía del Volcán, vul = juntos, unidos, cauque = base o asiento de algo, unidos por la base, los cerros que forman esa serranía del SO de la provincia de Buenos Aires.

[2] Los guadales eran zonas temidas en la pampa tanto por indios y blancos. Era tierra fofa, blanda y movediza; por más que el caballo del indio estuviera acostumbrado a los campos guadalosos era preferible no internarse en ellos.

[3] Estas salinas se encuentran al NO de Casuhati, grandes lagunas cuyas orillas y fondos cubiertos de sal eran explotadas para el consumo de Buenos Aires.

[4] José Miguel Carrera, insurgente radical chileno, se había separado políticamente de San Martín y O’Higgins, quienes se habían aliado para combatir a las fuerzas realistas de Chile. Después de la batalla de Maipú, Carrera había presentado fuerte oposición a O’Higgins y no dudó en cruzar la cordillera para pedir ayuda a los ranqueles y pampas para entorpecer la labor de los insurgentes independentistas en Chile.

[5] Malón, correría indígena, generalmente con fines de asalto, a las estancias criollas.

[6] “Osvaldo Bayer, un hombre crítico de Federico Rauch: ‘este pueblo no merece llevar el nombre de un genocida’” (2018). La nueva verdad de Rauch (en línea), 24 de diciembre.

[7] “En 1826, Bernardino Rivadavia llegó a la presidencia de Argentina e hizo sancionar la llamada "Ley de Enfiteusis", por la cual 538 terratenientes ocuparon nada menos que 8.600.000 hectáreas. Acompañando a esta ley empezó la deuda externa argentina, que en realidad fue para beneficiar a los “nuevos estancieros”.

También había que garantizar la seguridad a sus amigos, y para esto trajo desde Prusia a un mercenario llamado Federico Rauch.

El gobernador de Buenos Aires lo ascendió a teniente coronel y le dio el mando de los Húsares. La política de exterminio del ex mercenario produjo grandes avances en la línea de frontera. Como gratificación por los ascensos, Rauch servía fielmente al poder de turno. Sus partes militares eran del siguiente tenor: “Hoy, 18 de enero de 1828, para ahorrar balas, degollamos a 28 ranqueles”.

Fue premiado por los pobladores y estancieros de la zona por su extrema dureza y efectividad en la contienda contra los indios. Por su reputación personal en la lucha contra el indio se lo conocía como el "guardián de las fronteras", así como por sus métodos se hizo merecedor, un siglo después de su muerte, del apodo ‘el carnicero Rauch’” (Rodríguez, 2018).

[8] Estos salvajes eran los indios pampas, ranqueles, huilliches y pehuenches.

[9] Obtenida de un expediente del Archivo General de la Nación, de Montevideo, Uruguay: Razón del ganado caballar y demás gastos del ejército sobre los indios desde el 17 de diciembre de 1832. (1971, núm.  48: 52 y ss.).

[10] En el mencionado documento del 17 de diciembre de 1832 se informa que Juan Facundo Quiroga había librado en onzas de oro el equivalente a 43,250 pesos valor de cinco letras de cambio a favor de Encarnación Excurra de Rosas. Dicho dinero había sido entregado en la Tesorería de Mendoza “para gastos de la expedición a los indios”. Es sabido que doña Encarnación era la esposa de Juan Manuel de Rosas.

[11] Yanquetruz era de origen moluche chileno, pero llegó a ser cacique principal de los ranqueles. No se debe confundir con el jefe huilliche del mismo nombre de fines del siglo XVIII. Paine o Painegner (Zorro celeste) fue el padre del cacique ranquel Mariano Rosas.

[12] Leubucó, leubu = corre, co = agua: agua que corre. Nombre de una laguna al sur de Córdoba y San Luis que llegó a ser uno de los principales centros ranqueles.

[13] Chadileuvú, chadi = sal, leuvú = río, río Salado.

[14] Datos obtenidos de: Laría, 1979; Molinari, 1968: 131; Muñiz, 1931: 207-208.

[15] Nahuel Mapú, Nahuel = tigre, mapú = tierra, país: Territorio del Tigre. Una de las divisiones del territorio indio.

[16] Calfucurá, calfu = azul, curá = piedra, Piedra Azul. Dio inicio a la dinastía de los Curá en la llanura argentina.

[17] La idea de fronteras interiores entre territorio indio y territorio no indio se mantuvo vigente hasta la campaña del desierto de 1879.

 

Bibliografía:

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  • PELLIZA, M. (1929). La dictadura de Rosas. Buenos Aires: Talleres gráficos argentinos L. J. Rosso.
  • RODRIGUEZ, P. (2018). “Rauch, la historia en la tierra”. Realpolitik (en línea), 25 de marzo: https://realpolitik.com.ar/nota/30868/rauch--la-historia-en-la-tierra/
  • Sarmiento, D. F. (1983). Facundo, civilización y barbarie. Buenos Aires: Colihue.
  • SCALVINI, Jorge M., Historia de Mendoza, Ed. Spadoni, S.A., Mendoza, 1965.

 

Cómo citar este artículo:

DELFÍN GUILLAUMIN, Martha Eugenia, (2019) “La campaña del desierto de 1833 en Argentina”, Pacarina del Sur [En línea], año 10, núm. 39, abril-junio, 2019. ISSN: 2007-2309

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1744&catid=6