Utopías y miradas cruzadas sobre el Pacifico.
Los Zorros de José María Arguedas

Se analizan los símbolos religiosos y profanos que representan global o fragmentariamente, al "gran lago" o mar Pacífico en la narrativa arguediana. Ellos condensan diversas historias y utopías que nos remiten al marco de la conflictiva trama interétnica del emergente puerto industrial de Chimbote en el Perú. Los Zorros..., representa la más importante novela latinoamericana sobre el Mar del Sur.

Palabras clave: Pacífico, símbolos, literatura, identidad, etnonarrativa

 

Los antropólogos sociales, conmovidos por la crisis de paradigmas y el desdibujamiento de límites entre los diversos relatos científicos, humanísticos y literarios, no podíamos dejar de pasar revista a nuestra propia práctica escritural, particularmente aquella que silenciosa y gradualmente venía borrando frontera entre el relato etnográfico y la narrativa (cuento y novela). Destacados colegas  latinoamericanos, nos han brindado un selecto conjunto de sus obras narrativas, que nos orillan a repensar su espacio escritural más allá de los canones formales de la etnografía y de la literatura. Bajo este horizonte, la relación entre la ficción y la objetividad, alcanza un punto de tensión que merece ser problematizado y discutido a partir de casos concretos. Recordemos, para tal efecto, a cuatro ejemplos notables: Juan Pérez Jolote (1948) de Ricardo Pozas Arciniegas, Biografía de un cimarrón (1968) de Miguel Barnet, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969) de José María Arguedas y Mayra (1983) de Darcy Ribeiro.[1]

Por otro lado, la propia práctica escritural de los narradores latinoamericanos, viene llamando la atención de los antropólogos. En ellos, se viene afirmando la idea de que detrás de las representaciones ficcionales literarias, se expresan las diversas cosmoperceciones etnoculturales, a las que están adscritos los narradores.  El universo literario ha abierto dos posibles lecturas: una desde la Antropología Simbólica, aunque muy centrada en el Teatro y  el Perfomance,[2] y otra, más "interdisciplinaria", que gira sobre el "ciclo mimético" y su matriz sacrificial, presente en clásicas obras literarias de Occidente.[3] Más puntualmente, la narrativa latinoamericana ha sido reivindicada como objeto antropológico, por la novísima Antropoliteratura como la designa Áxel Ramírez (1997) o por su reconocible sinonimia, la Etnoliteratura.[4]


A pesar de lo anterior, existen interrogantes que argumentan por la ausencia de respuestas consensuadas en favor de este audaz e innovador mirador antropológico: ¿Son homologables las claves no modernas de la racionalidad mítica a las claves modernas de los productos de esta peculiar etnonarrativa latinoamericana?, ¿Ciertos símbolos anclados en el imaginario social son capaces atravesar los relatos míticos y novelísticos contemporáneos?

Washington Delgado, poeta y crítico literario, ha dicho provocadoramente y con acierto que "José María es un escritor religioso", no obstante su ausencia de credo. La religiosidad arguediana puesta en evidencia por nuestro sagaz crítico ensancha las lecturas y debates sobre sus obras.[5] Desde  este horizonte simbólico-religioso ensayaremos nuestra propia lectura.

 

Las hierofanías y lo maravilloso

Si lo maravilloso, en su sentido primigenio occidental, subrayó en su dimensión visual un rasgo fundamental: "la idea de aparición", a partir del siglo XVI y sobre los escenarios amerindios, presentó una nueva complicación intercultural. El nuevo curso inquisitorial católico que venía filtrando y diferenciando los sentidos de lo milagroso, de los conferidos al amenazante y maligno campo de lo sobrenatural en el mediterráneo europeo, se tuvo que ir ajustando al universo de las idolatrías amerindias, al campo difuso suscitado por las diversas hibridaciones y traducciones nativas de lo sagrado occidental. La plasticidad de la noción colonial de idolatría, ha sido retomada aunque con desigual énfasis por dos connotados historiadores, para dar cuenta del universo de cultos, creencias, saberes propios de la magia, la hechicería y el shamanismo.[6] Del lado andino, la categoría nativa de "huaca" en su polisémica acepción, parece corresponderse y enfrentarse de parte a parte, con la española de idolatría. Ya en el siglo XVII, la direccionalidad experiencial de lo sagrado se proyecta conflictivamente, desde su polo idolátrico y su polo cristianizado, es decir, a través de sus patrones de religiosidad nativa o "hacia una nueva organización de la visión inspirada en las hierofanías cristianas".[7]

En las cosmopercepciones criollo-mestizas, la mirada, se presenta como el modo de aproximación y comunicación con lo milagroso o sobrenatural para los escogidos. La mirada  gracias al impacto de la modernidad en hegemónica  El loco Moncada le explica a don Esteban su acceso a la imagen del enano rojo en la cima del médano Cruz de Hueso: "Un hombre como usté y yo, vemos”.[8] En uno y otro caso, la posibilidad de ver está marcada por el sufrimiento cotidiano en los escenarios de lo bajo en Chimbote, anudado a la esperanza, al deseo de salvación o utopía. Aunque la extraordinaria visualización de lo sagrado muchas veces va acompañada de una peculiar sonorización, anclaremos nuestra lectura en las imágenes.

Lo maravilloso en su sentido más amplio, agrega como uno de sus rasgos sustantivos "el carácter de lo imprevisible" en la vida cotidiana.[9] La hierofanía debe ser adscrita al mundo de lo maravilloso por su modo de acceso a lo sagrado desde  la vida cotidiana. Lo maravilloso exhibe tres atributos: la función compensatoria o carnavalesca frente a la trivialidad y regularidad cotidiana, relacionada muchas veces con el cuerpo y la sexualidad; la función de seducción en la sociedad y la cultura, y la función de resistencia cultural frente al humanismo como ideología oficial del cristianismo.[10] Arguedas, al borrar la frontera entre lo humano y la naturaleza, propone una lectura diferente de lo sagrado y opuesta al catolicismo oficial. El cristianismo popular y el culto a las huacas en Chimbote, cruzan sus respectivos  códigos culturales y sus símbolos.

Hemos de hacer notar, siguiendo a Le Goff, que entre los lugares de lo maravilloso se encuentran: los cerros, las islas y los árboles, tan recurrentes en el texto arguediano, a los que habría que agregar las aguas y los humos. En el inventario de Le Goff sobre los personajes maravillosos, se afirma que éstos pueden ser hombres y mujeres con particularidades físicas o psíquicas, que en Los Zorros nos hacen recordar a personajes como el violinista ciego, el "huaco" indígena, el "mudo" o el tartamudo: también animales, como el pelícano (según lo veremos más adelante), o seres biformes, que como los que se expresan a través de las  hibridaciones sorpresivas y efímeras que hacen del Chaucato un ser con rasgos de lobo marino o culebra, o las que suscitan las parciales mudas zorrunas en don Ángel, en don Diego y en la Paula Melchora.

La trama simbólica-narrativa de Los Zorros privilegia,  por reiteración, los símbolos luminosos con que los diversos actores acceden visual y afectivamente a los territorios de lo sagrado (mar, islas, cerros), mediados o no por los personajes salvacionistas o míticos (los zorros). Esta convergencia de los símbolos luminosos chimbotanos, que se retroalimentan de matrices religiosas diversas e hibridadas culturalmente, en su particularidad revelan la universalidad de su semántica sagrada. Recordaremos que en muchas de las tradiciones religiosas, incluyendo la cristiana, tanto las experiencias de la luz subjetiva como las que provee la percepción objetiva de fenómenos luminosos, son hermanadas más allá de sus diferencias.[11]

En la obra arguediana, la mirada-sentimiento, más que la experiencia interior, se afirma como la llave de acceso a lo sagrado y a lo maravilloso, trascendiendo los límites del ritual. Mas, en general, cabe la pregunta: ¿qué función cumple esta serie de símbolos lumínicos que se abren y cierran discrecionalmente, que pueden ser reveladores o engañosos, frente al universo conflictivo y diferenciado de las miradas de los actores?

Desde el mirador andino de José María, es posible leer los símbolos luminosos como una dimensión unitaria de la experiencia religiosa abierta a lo sagrado, sin discriminar sus credos de procedencia y la diversidad etnocultural que les corresponde. Las manifestaciones efímeras de las "cosas" resplandecientes no son fragmentarias sino discontinuas, guardando unidad y eslabonamientos simbólicos. Las hierofanías son las vías de manifestación de lo sagrado, a través del algún "fragmento del cosmos" (aguas, luna, islas, cerros), el cual se distancia de sus límites concretos para condensar un abanico de significaciones, "integrando   y unificando el mayor número posible de sectores de la experiencia antropocósmica".[12]

Cuando Braschi intenta entronizar a San Pedro, el patrón de los pescadores,  como ídolo falso bajo un artificioso resplandor, José María no hace más que reproducir una parodia de la imagen bíblica del culto extraviado (el becerro de oro). Esta imagen es recibida de rodillas por las putas y el "Characato":

"El Patrón San Pedro estaba brillando, con focos que alumbraban de todas partes los colores de su manto y túnica y un pescadazo de plata fabricado en Lima a imitación de lo que hacen en los pueblos del lago Titicaca para las bailarinas de la Virgen de la Candelaria.; el pescadazo se ondulaba ni más ni menos que un pejerrey vivo, con ojos de esmeralda; colgaba de las manos del Santo".[13]

Luego, este falso ícono religioso es desenmascarado, junto con sus introductores, por Hilario Caullama, el intachable pescador aymara. Diferenciar entre los malos y buenos destellos, entre lo profano y lo divino, pasa por el filtro de la mirada de privilegiados mediadores, que han cumplido su ciclo de purificación en el laberinto chimbotano de lo bajo.

Los símbolos naturales poseen un halo religioso y por ende luminoso, pero sus réplicas pueden ser engañosas. Recordaremos que las aguas, las islas y los cerros se expresan como "realidades cósmicas", siendo en primera instancia símbolos-cosas. Su naturaleza y función es aclarada por Ricoeur: "... el símbolo-cosa es, en potencia, un sinnúmero de símbolos hablados, los cuales cristalizan a su vez compactamente en una manifestación del cosmos".[14]

Rastrear el vocabulario que nombra a lo maravilloso desde el relato es la entrada más segura para referir la historia cultural de lo maravilloso.[15] Pero en un espacio multicultural y multiétnico como el chimbotano, en proceso de cambios e hibridaciones, esta vía de indagación sobre la semántica de los símbolos tiende a bifurcarse y extraviarse. La palabra como los símbolos visuales guían hacia lo sagrado, pero sus réplicas aparentes pueden confundirnos y extraviarnos, proyectándonos en dirección contraria al ámbito del laberinto.

 

Cosa de hombres, la pesca y la Mar

El puerto industrial de Chimbote y su mar adyacente, donde se realiza la pesca de la anchoveta que surte la voraz demanda fabril, enmarcan la trama narrativa de Los Zorros de Arguedas. El discurso aparente que explica la creación del Chimbote-Mundo, masculiniza formalmente sus claves a través de la pesca y la apropiación real y simbólica del mar, para finalmente evidenciar su propio límite y artificialidad mediante su amariconamiento depredador y esterilizante.


La pesca, oficio rudo y propio de pescadores que se hacen a la mar, aparece como una práctica y oficio que aproxima los conflictivos mundos de Los Zorros peruanos. No hay duda que la pesca en sí es cosa de hombres; lo resume con claridad el Chaucato:"Pa` remar la chalana, pa` aguantar el paño, pa` jalar plomo e boliche, pa` entrar en la alzada se necesita pincho".[16]

La migración andina y extranjera, así como de otras regiones del país, hacia el puerto de Chimbote hace de éste un real microcosmos. Bajo este horizonte, José María "retrata" al Perú-Mundo en sus hervores interétnicos e interculturales y sus posibles futuros. La trama novelesca la inaugura Chaucato, el patrón de la lancha Sansón I, haciéndose a la mar al mando de una tripulación de diez pescadores y un violinista extraído de la boite "El gato negro". Tres referentes simbólicos mediados marcan las caídas y/o malignidades del escenario chimbotano: Chaucato, Sansón I y "El gato negro". Aclaremos sus sentidos.

Chaucato, ese arquetipo del patrón de bolichera, con su magisterio y liderazgo,  hizo de Chimbote, bajo las órdenes del empresario Braschi un "infierno puto".

El teólogo Gustavo Gutiérrez ha advertido sobre la carga simbólica que acompaña el nombre de Chaucato en el mundo andino, cuya nominación original corresponde a un ave andina conocida por preanunciar la presencia amenazante de la serpiente.[17] Hacerse a la mar en Chimbote parece exhibir, desde la lectura de la Paula Melchora, una connotación demoníaca: "camino de bolichera en la mar, culebra...”[18]

La Sansón I resulta igualmente arquetípica, ya que, sobre la fuerza de ella y todas sus réplicas, se levanta y sostiene el imperio pesquero. A veces las imágenes del Chaucato y la bolichera parecen fusionarse en el relato, son uno y lo mismo. Chaucato, con su presencia y su práctica pesquera, anuncia el impacto depredador de "la carga" que reproducen todas y cada una de las bolicheras, aquella que en el límite de la capacidad de la Sansón I: "Va a pesar como cagada del diablo".[19]

Éstos son en general los peligros y males que anuncia el Chaucato para el Chimbote-mundo y el Perú-mundo en el universo de Los Zorros. Pero el Chaucato en su relación con la Sansón I, la que puede levantar la mala carga,  sugiere otro sentido. Acaso para aclararlo debamos aproximarnos a la primera referencia bíblica, aquella que rememora emblemáticamente la presencia del personaje bíblico Sansón.[20] Arguedas parece aludir a Sansón, conocido personaje del Antiguo Testamento, castigador y fabricante de enigmas para los enemigos del viejo dios del pueblo escogido: los filisteos incincurcisos. Para Sansón, las mujeres extranjeras, no obstante la imponente fuerza de su masculinidad, representaron el amor negado en favor de su amigo o el amor traicionado por la causa filistea (la hija de Timanteo y Dalila); también implicaron el riesgo de muerte por dormir con una ramera de Gaza y finalmente su caída. Sansón tiene algo que ver con las zorras, las usa para el castigo: Sansón caza 300 zorras, las amarra por parejas a una tea y las suelta para propagar el fuego en los huertos de sus enemigos, los filisteos incincurcisos. Hasta aquí el pasaje bíblico.

Sansón revela simbólicamente su propio límite, su vulnerabilidad, tras las imágenes de Chaucato y de su propia lancha.  Chaucato, el Sansón de la pesca, reconoce su límite frente a lo femenino: "Le tengo miedo a ella. No me le puedo declarar. ¡Tanta puta! me pesa como plomo en la lengua cuando a ella quiero hablarle. ¿Cómo mierda le hablo?".[21]

La bolichera Sansón I representa el pasado primordial de una historia reciente. La "lancha vieja", como su veterano patrón, son reconocidos como portaestandartes de la construcción del imperio pesquero de Braschi, al tiempo que son negados en el presente y futuro pesquero industrial de Chimbote. El violinista del "Gato Negro" le encara a Chaucato el nuevo sentido de la Sansón I que marca sus límites, dadas su vejez y su pequeña capacidad de carga (100 toneladas), frente a las más modernas embarcaciones de la flota pesquera de Braschi. La debilidad está en el propio perfil y sino del Chaucato, el decano de los patrones de lancha al servicio de Braschi. Sansón y Chaucato anudan y recrean sus simbolismos primigenios. El violinista ciego ve de otro modo, más incisivo, y le revela verdades quemantes a Chaucato:

"-tú eres cumpa de Braschi, casi su padre y que has enseñado a casi todos los patrones de lancha a calar anchoveta- cómo tienes una lancha vieja y de cien cuando a esos otros nuevos, menos maestros, les han dado de doscientas y hasta doscientas cincuenta pa que ganen el doble que tú. !No Chauco! No es ofensa, al revés, es amistá, gratitud...hermano".[22]

Chaucato, el patrón de lancha se sabe ubicado en un juego de jerarquías y espacios donde cada cabeza opera demiúrgicamente. Dice el Chaucato: "San Pedro, de más güevas que yo, patrón de la mar".[23] Braschi en un plano más terreno es reconocido por Chaucato:"¡Braschi es grande! Tiene más potencia que la dinamita en la cabeza, en el culo, en la firma. Braschi! puta madre, ¡tú has hecho la pesca. Ahora comes gente".[24]

Obviamente, el Chaucato se reserva para sí otra función creadora: "Yo comencé a miar primero en la bahía pa Braschi; al agua limpita le metimos huevo (...) Yo hago parir a la mar…"[25]

Esta faz de lo demiurgo masculino sobre Chimbote no accede al mundo de lo sagrado, es decir, de lo que realmente es capaz de crear. La relación de lo femenino y lo masculino ofertan otra salida, acaso porque bajo esta lógica se opone la cultura como artificio técnico-mercantil a la naturaleza.

 

La zorra que pare peces y gaviotas


Lo femenino en la obra arguediana reviste muchos disfraces y máscaras, pero sobre todas ellas destacan sus muchas imágenes prostibularias que se sobreponen sobre sus imágenes sagradas. En cambio, el manuscrito de Huarochirí del siglo XVI, recoge diversos relatos que nombran a Chaupiñamca, como hija, esposa o hermana de Pariacaca, antes de revelar con espontaneidad su abierta e inconmensurable sexualidad. La definición mítica de la genitalidad masculina descansa en la medida de placer que fija la propia Chaupiñamca, a través de la huaca Runacacoto, el del pene grande, convirtiéndolo en piedra en lo alto del cerro Mama. La fiesta y danza en honor a Chaupiñamca se realiza en el mes de junio, confundiéndose con la celebración del Corpus Christi. En el texto mítico, ha sido observada la tensión existente entre tres imágenes corporales, la de los cuerpos desacralizados y aniquilados de los antepasados (mallquis)[26], el cuerpo gozoso de Chaupiñamca y el cuerpo sufriente y esperanzador de Cristo.[27]

En el universo simbólico de las culturas peruanas, otros cuerpos además de los ya anotados, son intercambiables. Mar, laguna, mujer, huaca femenina o paloma mutan y cruzan sus sentidos simbólicos, incluyendo sus partos, excrecencias y aromas. Las claves marinas de las representaciones de lo femenino exhiben una indiscutible centralidad simbólica. Avancemos sobre el substrato mítico de la deidad marina sobre el que Arguedas recrea y configura la trama de Los Zorros.

Una representación habla de una deidad femenina acompañada de un pez y de un ave (cusi, paloma o gaviota). Hurpayhuachac se confunde con Cauillaca en los mitos yungas, como criadora de peces y paridora de palomas.[28] Otro mito refiere el mar a partir del conflicto entre la pareja Cauillaca y Cuniraya. Cauillaca devino en madre de los peces cuando Cuniraya, enfurecido por no encontrarla al haberse sumergido en el mar, tiró todas su pertenencias, incluidos los peces que ella criaba en un pozo. Estos se multiplicaron en el mar.[29] Sobre este mito volveremos más adelante. La nominación de la deidad femenina madre de los peces, a la que le rendían culto los pescadores del litoral peruano, se confunde con un topónimo marino: la isla Urpay Huachac, al parecer una de las islas guaneras de Chincha.[30] De manera explícita Arguedas recupera en Los Zorros algunos fragmentos míticos que aluden al atrapamiento del Tutaykire por una puta o, para decirlo con sus palabras, por "una zorra"  dulce y contraria entre los yungas. Desde el cerro El Dorado, ve arriba y abajo.[31] En todos los relatos míticos el mar aparece marcado por su feminidad, y sus atributos, a través de la trasgresión: placer y fertilidad.

No podemos pasar por alto la relación tan estrecha entre el relato mítico Chaupiñamca (antes Tamtañamca), que habla sobre la vieja deidad femenina del mar de los yungas en la costa peruana, la cual mantenía relaciones sexuales con todos los hombres y huacas, y el tenor del discurso cosmogónico inaugural que pronuncia el Chaucato en Los Zorros: "... la mar es la más grande concha chupadora del mundo. La concha exige pincho, ¿no es cierto, Mudo?".[32] Todas las identidades se criban y circulan a partir de esa clave matricéntrica. La "concha", símbolo marino de la sexualidad femenina, tiene un equivalente de alta centralidad en la obra de Arguedas: la "zorra", la que es capaz de congregar al zorro de arriba y al zorro de abajo, abriendo entre ellos un diálogo sostenido sobre la modernidad y el futuro nacional, y sobre la moral y las identidades. La concha, más propiamente la "zorra", preside el encuentro, la circulación y el diálogo del zorro de arriba y el zorro de abajo.

El afecto-plegaria que despliega la prostituta redimida, la Paula Melchora, hacia la gaviota, aquella ave chillona que puede remontar hacia el cielo desde las "orillas ennegrecidas de la bahía" y cosechar su alimento-vida en el mar, condensa las vías, sentimientos y deseos de los que venimos hablando. En mucho las gaviotas recuerdan frente al mar, el papel de los patos de altura frente a las lagunas andinas. La Paula Melchora, prostituta del "corral", el más miserable de los burdeles chimbotanos, había sido preñada por el Tinoco endemoniado. Su penosa ascensión al cerro-arena es el camino de su redención. En la cima se arrodilla y asume para sí la semántica del género sagrado, "Yo, yo, Paula Melchora, ¡Madrecita del Carmen!,[33] y frente a las luces y humo de Chimbote dice:

"-Gaviotas; gentil gaviota- volvió a hablar la mujer- de mi ojo, de mi pecho, de mi corazoncito vuela volando. Bendice a putamadre prostíbulo. M está doliendo me "zorrita".[34]


La Paula Melchora, al tiempo que acaba de pronunciar su palabra-sentimiento, muta su propio rostro, se vuelve como zorra:

"Se levantó; permaneció de pie. Su compañera, la que estaba a su lado, vio que los ojos de la mujer se achicaban, toda la cavidad de los ojos y parte de la frente se arrugaban, y así en esta cara apretada, vio que la gran bahía, el más intenso puerto pesquero, se concentraba en las arrugas del ojo de su compañera".[35]

La semántica del cuerpo de la prostituta ha cambiado de lo bajo, su "zorrita" a lo alto, su rostro y su ojo contenedor de la gran bahía.  Mirar, afirma Bataille, "es manchar", pero en este caso la gran bahía prostibularia se limpia en el ojo de la Paula Melchora. Si bien tiene razón Bataille al señalar que el ojo enuncia analógicamente las partes secretas y "obscenas" del cuerpo, obviamente "la zorra".[36] Esta traslación de la zorra desde lo bajo a lo alto se expresa en el rostro de la Melchora, pero sobre todo en su ojo. Cierto es que la mirada y su deseo lujurioso puede invertir el camino, de lo alto a lo bajo, pero no es el caso. El ojo-sentimiento, la mirada-deseo de la Melchora desde el "cerro-arena" se revela sagrada, sublimada, de altura. De otro lado, me recuerda más allá del texto,  dos máscaras próximas e intercambiables: por un lado la de la sexualidad abierta y espontánea de Chaupiñamca libre de pecado, y por el otro, la imagen cristiana de la ramera redimida, la de María Magdalena. La Paula Melchora, no es la una ni la otra, pero su nueva máscara simbólica, hibrida análogos sentidos.

Luego, el rito de pasaje que se anuncia, tiene que afirmarse y realizarse en el "cerro-arena",  vía el baile y el canto de madrugada bajo la luz de la aurora. Un pescador la alcanza y despliega los sentidos posibles de su ambigua identidad y delega, a través de la pregunta, que la Paula Melchora calle o diga su filiación real o imaginaria: "¿puta, mariposa, espantación eres?".[37] Uno de los vecinos que la observa a distancia y desde abajo, desde su barrio, la califica de "borracha", mientras los demás callan. ¿Por qué la señal más visible, de efímera aunque trascendental mutación, se expresa vía la mirada de la prostituta preñada que la acompaña? La irrupción de lo maravilloso escapa a la mirada de los negados para ver, existe una cierta discrecionalidad que depende de los referentes étnicos. Los migrantes andinos "ven" con mayor facilidad, salvo un avanzado grado de aculturación criollo-mestizo. En cambio, desde el campo cultural hegemónico, ve el que puede ver o ha sido escogido para ver. Si algo aclara la Melchora sobre su identidad al pescador que la asedia, es que situacionalmente no es puta: "Animal, en barriada San Pedro nunca putas. Yo canto en cerro arena".[38] Esta réplica de la Melchora se aclara por la protección de su santo patrón, patrón además de la mar y portador de las llaves del cielo. Además, el cerro-arena opera simbólicamente como un santuario, es una literalmente una "huaca". El pescador y ex-licenciado del ejército la patea, considera ofensivo el canto ritual de la Melchora al culebrear al símbolo más preciado de la sacralidad cívica: la bandera peruana. La Melchora le devuelve un castigo, echándole arena en los ojos, así lo priva de verla.

 

Las muchas aguas de Los Zorros

La universalidad del símbolo aguas que propone Ricoeur,[39] como amenaza (diluvio) y como renovación (bautismo), resulta parcial en la adscripción de sentidos tanto en la obra arguediana como en el imaginario chimbotano. La díada diluvio/bautismo no agota los sentidos primarios del símbolo cosa-aguas.

Si los dominios espaciales en que se mueven los "zorros" marcan las formas y funciones simbólicas que revisten sus distintas aguas, incluso las que sirven de puentes, intentemos reconstituir la lógica de sus sentidos en función de Chimbote. Las aguas aparecen como símbolos densos en diversos mitos de origen, incluso en muchos otros relatos y creencias en las diferentes culturas. Occidente y el no-Occidente han realizado muchas simbolizaciones y apropiaciones diferenciadas y cruzadas sobre las aguas; en la actualidad lo siguen haciendo. Las aguas son el:

"Principio de lo indiferencial y de lo virtual, fundamento de toda manifestación cósmica, receptáculo de todos los gérmenes, las aguas simbolizan la sustancia primordial de la que nacen todas las formas y a las que vuelven, por regresión o por cataclismo".[40]

Las aguas de muchos modos dan curso a la existencia de Chimbote: del propio Braschi como empresario y a su cadena fabril y pesquera, a los migrantes andinos que renacen como pescadores, a los burdeles y sus prostitutas. Las rameras se hacen tales gracias al mar y vuelven a él negándose sacrificialmente, como Orfa o redimida, como la Paula Melchora o la hermana de Asto.

José María en un encuentro de narradores recordó una anécdota que viene al caso para entender su mirador religioso sobre las aguas; rememoró un viaje a lo largo del Rhin con el lingüista Alberto Escobar al cual le dijo:

"Fíjate todo lo que el hombre ha hecho para quitarle la cara de Dios que tiene este río y no lo ha conseguido; sigue teniendo la imagen de un Dios, y eso que yo no creo en Dios".[41]

En el universo simbólico de Los Zorros las aguas cumplen la función de símbolos dominantes, y no podía ser de otra manera si el escenario principal es un puerto del Pacífico. Sobre las aguas enturbiadas del mar chimbotano por la dinámica industrial, Don Ángel, el zorro de abajo, revela el límite del infierno, al presentar desde su espejo su contrafaz complementaria: "... en Chimbote, está la bahía más grande que la propia conciencia de Dios, porque es el reflejo del rostro de nuestro señor Jesucristo".[42] Diego, el zorro de arriba, le pide al zorro de abajo que precise este sentido. Don Ángel responde: "Ahí lo ve. Turbio. Los alcatraces volando en tristeza. Pero el Perú es ahora el primer país del mundo en pesca. Sigue Dios aquí".[43]

El dios de las aguas remite a muchos nombres, relatos y credos. El agua y uno como lo designan las placeras, es el mar de Chimbote, pero también se evidencia a través de sus hijos: los pescadores en huelga, enfrentados al poder maléfico del capital pesquero.[44]

El campo liminar se ubica en las cosas-símbolo, pero también en nuestro deseo y en nuestra mirada, pudiendo transitar así de una a otra faz, de una a otra apariencia. La dualidad está en el fondo del ser, pero tiene la peculiaridad de ir mutando gracias a esta modernidad periférica. No es casual que Chimbote, al igual que el mar adyacente, sean los escenarios de lo bajo, modelados bajo el capitalismo y representados a través de la imagen de un enorme sexo femenino, el cual atrae a los campesinos empobrecidos de los andes y a los desempleados urbanos.[45]

Empero, el mar que baña la costa norte del Perú ha sido referido al ámbito de lo sagrado en clave prehispánica,[46] siendo recreado por Arguedas como un espacio dual, donde coexisten dioses y demonios. La mar chimbotana más puntualmente en su dualidad expresa los símbolos del bien y del mal, de lo sagrado y lo profano. Si bien en Los Zorros, la ostensible genitalidad femenina de la mar es caracterizada por sus aromas pútridos y sus sucias aguas de sino prostibulario, de otro lado puede revelar su profana fertilidad pariendo peces y hombres-pescadores, pero revelando igualmente al hijo del dios católico.


La trama interétnica que se suscita a partir de las migraciones andinas y extranjeras sobre Chimbote, atraídas por el boom de la industria pesquera, abre juego a las diversas lecturas sobre las aguas. El mar cobra la visibilidad mayor entre las muchas aguas existentes por obvias razones, pero no se anulan las presencias reales o imaginarias de las lagunas, los huaycos y ríos entre los actores sociales de origen andino. Las aguadas y pantanos del litoral chimbotano cuentan de viejos y nuevos modos en el abanico de representaciones que porta la obra de Arguedas.

La lectura arguediana privilegia dos códigos moral-religiosos para leer las aguas desde Chimbote, uno que remite a claves amerindias diversas, tanto de la costa como del altiplano andino, y la otra, deudora de las diversas tradiciones cristiano-occidentales. Pero, entre una y otra, los "hervores" interculturales generan inéditas hibridaciones, mezclas y entremezclas. En clave occidental, la palabra castellana mar de origen latino sostiene hasta el presente una cierta ambigüedad sobre su género: es masculino pero a veces es femenino.[47] En la lengua quechua la ambivalencia de sentidos que suscita  el término cocha, el lago y la laguna desde la que se nombra por extensión el mar, es prevalentemente femenina aunque puede ser masculina.

En primer lugar, considerando el texto arguediano desde el tiempo largo, observamos la línea de continuidad existente entre su versión contemporánea y recreada de lo mítico marino y los relatos amerindios preexistentes. Puntualmente se condensan uno y otro tiempo en ese eslabonamiento simbólico entre marconcha-peces-aves-zorros y serpientes. Y no nos referimos únicamente a Dioses y hombres de Huarochirí (1966), esa relevante y visible fuente indohispánica del siglo XVI del jesuita cusqueño Francisco de Ávila, en la que abrevó José María para armar su propia traducción del quechua al castellano y más tarde configurar sus relatos sobre Los Zorros y ese diagrama-relato sobre los diez huevos que mapean al Perú contemporáneo desde Chimbote; también deben contar los registros de tradición oral que realizó José María en los puertos de Chimbote y Supe. En esta especie de "Popol Vuh" peruano, como le llama José María al texto de Ávila, los diálogos de Los Zorros sobre la sexualidad-fertilidad son recurrentes vía las huacas y los hombres de los pueblos, los cuales concluyen anclando en el mar o en la laguna. La mar de Chimbote recuerda como un eco lejano la maldición que Huatyacuri le confiere a la mujer negada en la orilla de la laguna Anchi: "Aquí van a venir los hombres de todas las partes, los de arriba y los de abajo, en busca de tu parte vergonzosa, y la encontrarán".[48]

Cierto es que los diez huevos que explican al hirviente Chimbote-mundo y al Perú-mundo no son los cinco huevos de Pariacaca, el mítico demiurgo, que dan cuenta del origen de la cultura yunga. Cierto es también que Don Ángel y Don Diego, Los Zorros contemporáneos que presenta Arguedas, no son Los Zorros arquetípicos de la cultura yunga, pero también resulta evidente una relativa circularidad entre uno y otro relato. En este caso, no nos interesa proponer una lectura reduccionista que explique un relato por otro primordial, sino tan sólo remarcar una línea de continuidad en el imaginario social a través de sus variaciones y rupturas, hervores, diría José María.

 

La zorra y el mono.

Juguemos ahora con los viejos relatos míticos para aproximarnos a la mirada primordial sobre el mar peruano, de manera mediada o directa. Garcilaso de Vega en su clásica obra, rememora un relato prehispánico que une la zorra al símbolo hídrico por excelencia del cosmos: la luna, para explicar sus visibles manchas. El Inca Garcilaso, calificó rudamente esta narración oral indígena, adjetivándola de "bestialísima", previniéndose de las miradas inquisitoriales de su tiempo. El relato señala que: la zorra fascinada amorosamente por la hermosura de la Luna, viajó al cielo y que al momento de tomar contacto con ella, ésta la atrapó en un abrazo sin fin, manchando así su cuerpo astral.[49] Este relato reaparece en el primer ciclo de la literatura indigenista peruana a fines del siglo XIX.[50]

Otros relatos míticos de manera más directa y familiar a la lectura arguediana, eslabonaron simbólicamente la zorra y el mar. Los habitantes de la costa adoraban a Pachacamac, creador del cielo y de la tierra, de todo lo existente. Confió a una pareja humana la custodia del mar depositado en una vasija. Ésta, por un descuido, quebró el cántaro y dio origen al mar. Pachacamac castigó a los custodios, convirtiendo a la mujer en zorra y al hombre en mono.[51] La zorra devino así en deidad yunga del mar, en el mar mismo, símbolo recreado en Los Zorros. De manera análoga la imagen corporal de Braschi, el demiurgo y depredador industrial del mar, al ser descrito por el zorro de abajo (Don Ángel), parece reapropiarse de la máscara arquetípica del mito aludido: "¡Braschi es grande, el más grande capitán de industria que ha dado el Pacífico en estas dos décadas y, como usted sabe, tiene quijada de mono, de monazo fuerte!".[52] En otro pasaje, recordado por el Chaucato, la figura demoníaca de Braschi se evidencia por: "su boca de mono que tenía parece boca de volcán candela que traga, traga, traga billete mierda del mundo pa joder no más".[53] Cómo toda máscara, éstas revelan y ocultan símbolos; también los mudan de formas y sentidos. El propio Don Ángel nos lo recuerda: "Braschi es águila. Aprende rápido y vuela".[54]

Desde otro ángulo, este relato mítico nos tienta a pensar que Arguedas nos está ofreciendo en ese símbolo de la vasija un equivalente del espejo andino -luna o laguna- para mirar, contener y significar el mar. En la versión arguediana de Hombres y dioses de Huarochirí aparece de manera recurrente la sinonimia Gran Lago=Mar, Madre Lago=mar, aunque algunas veces la ambigüedad de sentido presente en el texto quechua orilla a José María a marcar sus dudas en forma de interrogación. Las pacarinas andinas, lugares donde hay agua, son los espacios privilegiados para las apariciones de hombres y animales míticos mediadores entre dos mundos. Estas aguas andinas son los espacios liminares entre éste y el otro mundo; también son mediadores los seres que las aguas crean o les permiten emerger.[55] Las pacarinas dependiendo de su ubicación, estarán relacionadas con el ganado (puna), las cosechas (pueblos). En el caso de la gran pacarina yunga (la mar), indudablemente está relacionada con la abundancia de peces y de algún modo con la existencia de las aves marinas.

El mar o la laguna tienen un centro sagrado ubicado en el fondo de sus aguas, pero también exhiben un centro complementario en la superficie: las islas, que en la laguna o en el mar son el equivalente sagrado de las montañas en tierra firme, sea en zona yunga o de puna. Las islas o las montañas son las moradas de los dioses; las jerarquías, rivalidades y hermandades de éstos dependerán de las dimensiones de sus respectivos espacios (grandes o chicos) y sus cultos. De las antiguas toponimias quechuas de las islas costeras del Perú, sólo se recuerda a Urpayhuachac [56] en las islas Chincha, nombre con el que se designaba a la deidad femenina yunga, criadora de peces y madre de palomas. Pero en el universo de Los Zorros, las islas carecen de nombre, salvo dos: la isla Blanca y la isla Corcovado. La función mediadora de las islas chimbotanas, islotes en la realidad, son descritas por el narrador desde un extremo del "corral", burdel miserable, como: "...una cadena de islas que cerraban la bahía, las bocanas que separaban las islas y por donde los centenares de barcos pesqueros entraban y salían del puerto".[57]

Acceder a lo sagrado implica sortear un intrincado laberinto simbólico, obviando las trampas de las fáciles oposiciones y sentidos. Así, por ejemplo, excremento y luz configuran una diada simbólica posible; lo refrendan las islas guaneras con sus imágenes lumínicas y aromáticas proyectadas sobre las cumbres de San Pedro.[58] Los órdenes celestes, acuáticos y terrestres (islas y cerros) se aproximan y tocan sin confundirse, reproduciendo el mismo patrón que pauta el diálogo y el intercambio entre el zorro de arriba y el zorro de abajo. Entre uno y otro, diversos seres transitan de uno a otro espacio.

La isla blanca aparece como símbolo visible presidiendo una cadena de "alumbramientos": del Chaucato nace Braschi y de éste, Chimbote: "...como quien ordeña una vaca mansa yo le parido. Y después él ha parido todo ese mundo Chimbote".[59]

Las aguas en esta obra arguediana son parte de la cadena de fenómenos luminosos que dan paso a las hierofanías, acaso porque las aguas reflejan los rostros sacros, incluyendo al de Cristo y también los fragmentos luminosos de la pareja cósmica: el sol y la luna. Pero las aguas en Los Zorros poseen muchos rostros en los espacios serranos y yungas (costeños). El primero en revelarse es el de las cascadas, quizá porque fungen como puente entre los mundos  peruanos y sus zorros primordiales, así como espejo y fuerza dual (crea o destruye). Las aguas se expresan como símbolos visuales y sonoros, y desde allí hablan de la vida y de la muerte. Dice Arguedas:

"Las cascadas de agua del Perú, como las de San Miguel, que resbalan sobre abismos, centenares de metros en salto casi perpendicular, y regando andenes donde florecen plantas alimenticias, alentarán en mis ojos instantes antes de morir. Ellas retratan el mundo para los que sabemos cantar en Quechua; podríamos quedarnos eternamente oyéndolas; ellas existen por causa de esas montañas escarpadísimas que se ordenan caprichosamente en quebradas tan hondas como la muerte y nunca más fieras de vida…"[60]

La otra cara de la cascada es el yawar mayu, el río de sangre, que puede espejear como el mar, pero también volverse turbio y desencadenar a través de su fuerza, mezclas y entremezclas.[61]

El cronos que enmarca tan peculiar simbólica de la luminosidad chimbotana aparece igualmente jaloneada desde diferentes tiempos: aquel que pauta su ciclo más cotidiano día/noche y sus mediaciones, como esos anclajes culturales que desde el Occidente y el No-Occidente juegan desde un presente constituido con la historicidad de todos los símbolos, hacia atrás, hacia el pasado y hacia adelante, hacia el futuro.

El agua como la luna son espejos, pero puede mutar su sentido y perder la posibilidad de su encuentro. El agua-mar de Chimbote ha perdido su transparencia, su limpieza, su capacidad reflejante y lumínica al ritmo expansivo de la pesca industrial. El sindicalista Zavala dice, mirando a la bahía: "Esa es la gran "zorra" ahora, mar de Chimbote -dijo-. Era un espejo, ahora es la puta más generosa "zorra" que huele a podrido".[62] La dualidad simbólica del mar es negada y recuperada por la mirada de quien puede ver lo que está a su alcance. El narrador subraya la visibilidad perdida del mar chimbotano a costa del capital pesquero en los siguientes términos: "La luz de la luna no podía refractarse bien en el agua sucia de la bahía pero las bocanadas de humo candente de las fábricas flameaban en esa agua estancada".[63]

Queda claro, a la luz de estos fragmentos de Los Zorros, que la luna y el mar reiteran la función simbólica del espejo como multiplicador de imágenes y luces. Empero, el espejo posee otra función simbólica. El espejo puede representar una puerta para pasar a un mundo diferente como nos lo ha recordado en clave occidental Lewis Carroll (1832-1898), conocido narrador y matemático inglés al publicar en 1872 su novela A través del espejo;[64] pero también los mitos prehispánicos en el Perú y la propia obra arguediana recuperan ese campo liminar vía el ojo sagrado de la Paula Melchora, erguida sobre el cerro-arena.[65]

Poco después de la construcción de un acueducto a cargo de la empresa irrigadora "Chimbote", se formaron en el desierto unas ciénagas o "aguadas", como les llaman los migrantes andinos, las cuales fueron creciendo hasta convertirse en verdaderos pantanos en los que crecieron totorales.[66] Las aguadas circunvecinas a los barrios pobres de migrantes con sus aguas sucias y hediondas, con sus gusaneras y zancudos, eran a pesar de todo frecuentadas por las gaviotas, como también por Maxwell y sus ritmos andinos tocados en su charango, que veía en ellas una devaluada réplica de los totorales del Lago Titicaca. En la orilla de la aguada mayor crecía una barriada de nombre elocuente: La Esperanza.[67] La faz brillante puede ser un artificio del mal, cuando menos así parece sugerirlo, con gesto claro la Paula Melchora, cuando "extendió el brazo y señaló una aguada que las luces de las fábricas hacían brillar cerca de la playa".[68] En la noche chimbotana el capital promueve otros falsos aunque impactantes destellos, como aquel que centra la mirada de Don Diego: "¿Y qué es ese campo de tanta luz blanca, fina que está allá lejos en dirección a la carretera a Lima?". La respuesta no se deja esperar. Se trata del conjunto residencial Buenos Aires, donde viven los ejecutivos de la pesca industrial.[69]

 

La anchoveta y el alcatraz

La fauna marina o asociada a él: la anchoveta, el alcatraz, el tiburón, el lobo de mar y la gaviota reproducen un código andino que aproxima por la vía afectiva, los vínculos entre lo humano y lo animal; también abren un puente para el despliegue de los deseos desde lo profano a lo sagrado.

La anchoveta, pececito que sobreexplotado por la pesca industrial suscita las hambres de muerte de los alcatraces y la miseria de los pescadores. En el diálogo de Los Zorros la anchoveta manifiesta los límites de la luz-vida que emerge de Dios, del Mar, recuperando la centralidad del símbolo sagrado. Dice Don Ángel:

"La anchoveta no pierde todo su brillo en los tubos que la succionan y destrozan, ni en cucharas ni en rastras; no lo pierde hasta que entra a las prensas...

-¡Eso Don Ángel¡ Parece mercurio. No. Tampoco plata. Sólo la vida produce un brillo como ése que esta viendo mi ojo. Y en esta poca luz, el mar nos manda su resplandor que nosotros apagamos y convertimos en otra vida..."[70]

La anchoveta, otrora elemento natural del alcatraz, nos demanda una cierta atención. Anotaremos que Don Ángel, para dar cuenta de la contrafaz de Braschi frente a la bahía, recurre a la imagen pasada y presente del pelícano o alcatraz. Antes: "... relleno, pico fuerte abajo y ojo insolentón....El cocho de antes volaba en bandas...armoniosas, eso es, de tal modo lindas, tranquilas ornamentando el cielo como parte flor de esta bahía".[71]

Al decir de Jorge Luis Borges, el pelícano como ave simbólica, en la tradición occidental, cumple la función auto-sacrificial para revivir a sus hijos a costa de su propia sangre y vida.[72] Y aunque esta imagen borgiana del pelícano, se dibuja en Los Zorros, a través del sentido teleológico que le atribuye su vida tragicómica, en el curso de boom anchovetero, sus otros sentidos nos llevan por otros senderos mítico-religiosos. El alcatraz del tiempo de Braschi es un "gallinazo al revés". Esta figura trágica y cómica es sin duda carnavalesca:

"...el cocho de hoy aguaita, cual mal ladrón, avergonzado, los mercados de todos los puertos; en Lima es peor. Desde los techos, parados en filas, fríos, o pajareando con su último aliento, miran la tierra, oiga. Están viejos. Mueren a miles; apestan. Los pescadores los compadecen como a incas convertidos en mendigos sin esperanzas".[73]

En Los Zorros,  el pelícano o alcatraz es el que condensa simbólicamente la luz y el excremento de todas las aves guaneras, más que las islas marinas su tradicional espacio de residencia o santuario. Esta ave cumple una función mediadora entre dos privilegiados tiempos de la historia republicana y, entre la historia y la utopía. Aunque Arguedas no lo enuncia de manera explícita en su obra, la sola presencia del pelícano rememora la imagen mítica de la burguesía criolla sobre la riqueza nacional, depredada bajo su más ostensible y voluminosa forma escatológica: el guano.

En Los Zorros, José María presenta a los pelícanos hambreados por la voracidad mercantil de la pesca mayor y la industria pesquera, constituyendo la negación de la vieja escatología. Esta imagen tragicómica del alcatraz fue real en los años sesenta y setenta a lo largo del litoral peruano. Los pelícanos, en su mendicidad y en su andar cómico, son presentados por Arguedas como los testigos agónicos de una riqueza nacional que se volatiliza en los circuitos excéntricos de la pesca industrial y de la fabricación de harina de pescado, reproduciendo sin decirlo, el ciclo del guano. Los pelícanos, en su modo de morirse de hambre y habiendo perdido por ende su capacidad excretora, se expresan como mediadores y testigos así de las dos más florecientes etapas de la historia económica del Perú republicano. De otro lado, el pelícano, reaparece como víctima sacrificial ofrendada a los dioses de la modernidad, pero también como figura emblemática del pasado-futuro deseable.

Finalmente, emerge, como dijimos, el alcatraz como mediador entre la historia y la utopía. Hilario Caullama, al llevar en la proa de su bolichera a un alcatraz  como si fuera el Inca, intuye otro tiempo. Arguedas ve en la relación entre Hilario Caullama y el pelícano, mediada por la pesca, la oferta de una utopía deseable que reconcilia la cultura y naturaleza.

 

Cerrando líneas

A lo largo de este ensayo, nos hemos aproximado a una lectura de los espejos culturales sobre el litoral peruano del Pacífico. Un ciclo de larga duración, ha presidido nuestra lectura para reubicar la función simbólica del mar, el alcatraz, la huaca, el Cristo y Los Zorros en la región yunga, así como develar su no siempre visible densidad étnica. Ciertos símbolos primordiales, al decir de Víctor Turner, pueden rebasar las fronteras de los relatos o rituales particulares que los portan, trascendiendo su relevancia en el universo cultural de la sociedad. Se puede objetar con razón que en este tiempo largo, las calas realizadas sobre nuestros símbolos, estén algo ayunas de mediaciones histórico-culturales. Sin embargo, la presencia de estos símbolos y la reiteración de sentido que siguen portando en diversos relatos marcados por su "lejanía" temporal y de género (mito y etno-novela), sostienen esta poética del fragmento.

La variabilidad de una peculiar semántica simbólica, sujeta a sucesivas traducciones derivadas de una historia intercultural, marcan redes significativas al interior y exterior del espacio literario de Los Zorros de José María Arguedas.

Hemos intentado diferenciar lo cultural andino de lo cultural yunga, como dos tradiciones propias de la diversidad amerindia peruana, en nuestras aproximaciones a los relatos míticos y al propio de Los Zorros. A partir del siglo XVI, el ámbito de la traducción intercultural de los símbolos, entre el universo de la idolatría y el de la huaca, refrendó el campo visual de lo "maravilloso" femenino y masculino, más allá de sus hibridaciones y polares desencuentros. Una obra como Los Zorros, debida a la pluma de un connotado antropólogo y narrador como José María Arguedas, "hombre de dos mundos" como él mismo se autoadscribió, no podía dejar de cruzar tiempos y códigos simbólicos y culturales diversos, invitándonos a leer de este modo su laberinto.

Esta obra, se constituye como el más logrado ejemplo de la etnonarrativa continental sobre el Pacífico, presentándonos a su autor, José María Arguedas como articulador de dos escenarios enlazados entre sí: los Andes y el Pacífico. Si antes de la llegada de los españoles, las culturas autóctonas estrecharon los lazos simbólicos y materiales que unían los Andes al Pacífico como lo han documentado Alfredo Torero en su magistral estudio El quechua y la historia social andina (2007) y María Rostworowski en su enjundioso libro Etnia y sociedad (1977) Arguedas en los Zorros, nos narra épicamente el reencuentro contemporáneo de estos mundos escindidos.

 


Notas:

[1] Rodríguez-Luis, 1997

[2] Turner, 1982

[3] Girad, 1984

[4] Melgar/Hosoya, 1985

[5] Delgado, 1990:XV-XVI

[6] Duviols, 1977; Gruzinski, 1993

[7] Gruzinski, 1993:212

[8] Arguedas, 1971:198

[9] Le Goff, 1996:13

[10] Le Goff, 1996

[11] Eliade, 1969:94

[12] Ricoeur, 1991:174

[13] Arguedas, 1971:121

[14] Ricoeur,1991:174

[15] Le Goff, 1996:9

[16] Arguedas, 1971:33

[17] Gutiérrez, 1990:70

[18] Arguedas, 1971.58

[19] Ibíd.:35

[20] Jueces 12-16

[21] Arguedas, 1971:37

[22] Ibíd.: 35

[23] Ibíd.: 36

[24] Ibíd.: 36

[25] Ibíd.: 36-37

[26] Aunque este referente escapa a la lógica de nuestro texto, no podemos obviar que el relato arguediano lo contempla. Recuérdese el modo en que los migrantes andinos y el loco Moncada, reinstalan las cruces del viejo cementerio en proceso de demolición, en un médano del desierto chimbotano.

[27] Lemlij et al, 1991:263-272

[28] Ávila, 1975:30

[29] Rostworoski, 1977:227

[30] Rostworosky, 1977: 228

[31] Arguedas, 1971:37

[32] Ibíd.:26

[33] Ibíd.: 56

[34] Ibíd.: 57

[35] Ibíd.: 57-58

[36] Bataille, 1969:190

[37] Arguedas, 1971:58-59

[38] Ibíd.: 59

[39] 1991:181

[40] Eliade, 1984:178

[41] Delgado, 1990:XV-XVI

[42] Arguedas, 1971:111

[43] Ibíd.: 112

[44] Ibíd.: 124

[45] Lienhard, 1992:328

[46] Millones, 1992: 122

[47] García- Pelayo, 1990:658

[48] Ávila, 1975:42

[49] Garcilaso de la Vega, 1982 I:169

[50] González Prada, 1966:42

[51] Rostworoski, 1977:229

[52] Arguedas, 1971:108

[53] Ibíd.: 218-219

[54] Ibíd.: 111

[55] Flores Ochoa, 1977:133-154

[56] Melgar/Hosoya, 1986:75

[57] Arguedas, 1971:52

[58] Ibíd.: 81

[59] Ibíd.: 218

[60] Ibíd.: 13

[61] Ibíd.: 163

[62] Ibíd.: 52

[63] Ibíd.: 57

[64] Alonso,1969:710

[65] Arguedas, 1971:58

[66] Ibíd.: 227-228

[67] Ibíd.::227-228

[68] Arguedas, 1971:57

[69] Ibíd.: 137

[70] Ibíd.: 143

[71] Ibíd.: 114

[72] Borges, 1983:118-119

[73] Arguedas, 1971:114

 

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