Angélica Aranguren Paz

 

Se me ha invitado a escribir una semblanza sobre mi amigo Ricardo Melgar Bao. Puedo optar la estructura que yo quiera, y enfocarme en los aspectos de mi interés. Así que he decidido escribir sobre Ricardo en la vida cotidiana, y no centrarme en una lectura académica o política sobre él. Otros amigos y conocidos podrán hacerlo. Me ocuparé de lo que en realidad nos unió, una amistad basada afectos desinteresados e inspirada en la colaboración y ayuda mutua del Ayni. Una tradición prehispánica de reciprocidad, aún vigente y arraigada en nuestra tierra andino-amazónica. Nuestra amistad también se fortaleció por una profunda lealtad, amor a nuestro pueblo y a la tierra sagrada que muchos reconocemos como Pachamama. Las diversas expresiones de la entraña de la tierra como son las fallas geológicas, cuevas, volcanes y grietas conectan a ríos, lagunas y los mares que forman el cordón umbilical que nos une a la “Pacarina”. Las raíces de donde nacemos y a donde retornaremos al final, siempre nos conducirán a la Pacarina.

Por eso, no me interesa hablar de lo que todos hablan sobre Ricardo, sino de lo que me tocó vivir con él en mi experiencia como amiga. La amistad con Ricardo nació de la nada. Nunca escuché hablar de él, ni fui su compañera de estudios o de trabajo. Aunque yo fui alumna del Departamento de Antropología y Arqueología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM), cuando Ricardo ingresó allí para cursar la especialidad en Antropología, yo ya era docente en el departamento. Pude haber sido su profesora. Sin embargo, no coincidimos porque en ese entonces yo realizaba un trabajo de campo que duró dos años continuos en la Puna de los Andes, a más de 4000 msnm. Era una investigación inspirada en conocer el impacto de la epidemia de Brucella Melitensis que diezmó a la población de pastores de camélidos sudamericanos y de ganado de la estación de La Raya (Instituto de Investigaciones Tropicales y de Altura o IVITA de la UNMSM), y de la Estación del Ministerio de Agricultura de Perú. Cuando me reincorporé a las aulas de San Marcos, Ricardo ya no era estudiante. Tampoco supe nada de él y ninguna circunstancia nos hizo coincidir.

¿Cómo nos conocimos entonces? Llegamos a ser amigos por extrañas circunstancias en la que él me confundió con otra Angélica; una compañera de estudios de cuando él estudió Educación, en otra universidad.

Al inicio de la década de 1990 recibí una carta de Ricardo a través de un amigo común, Antonio Rengifo. En la carta Ricardo, a quien entonces yo no conocía, me pedía que escribiera un artículo sobre el “tráfico de coca” para ser publicado en México. La carta venía acompañada de la separata de un artículo suyo. Estuve tentada de escribir el artículo, luego lo desestimé. Algunos estudiosos sobre el tema habían terminado muertos; además de que entonces había tenido la mala experiencia de entregar dos artículos para su publicación sobre los que no se hizo nada, y después descubrí que fueron plagiados. Tomé la decisión de que, si yo no tenía los medios para publicar, no entregaría ningún otro artículo; salvo las ponencias que se presentan para las memorias de los congresos, aunque a veces éstas tampoco son publicadas.

Ricardo se esmeró en mantener contacto conmigo y me siguió enviando diversas separatas con sus artículos. Cuando llegó el día de encontrarnos en Lima, Ricardo cayó en cuenta de que yo no era la Angélica que él pensaba. No obstante, me conservó fraternalmente como amiga por las siguientes casi tres décadas, hasta su deceso.

A lo largo de nuestra amistad, Ricardo siempre me insistió en que yo publicara algún artículo. Yo le bromeaba diciéndole: mis alumnos toman nota de todo lo que les enseño de primera mano, no necesito escribir y –guardando las distancias– sigo el camino de Sócrates, solo espero contar con mi Platón. En mi carrera como docente he puesto el mayor empeño en enseñarle a mis estudiantes todo lo que he podido, y de formar antropólogos profesionales.

Trabajé durante cinco años revisando los documentos de las haciendas jesuitas de los siglos XVII y XVIII en el Archivo General de la Nación de Perú para el Seminario de Historia Rural Andina, fundado y dirigido por el Dr. Pablo Macera. Ricardo se dedicó a escribir a tiempo completo, libros y otros escritos; consultar bibliotecas, realizar y dar entrevistas, dictar clases en México y en sus viajes internacionales. Pero todo esto no lo hubiera conseguido sin su esposa Hilda Tísoc Lindley, su columna vertebral y el amor de su vida.

Ricardo Melgar y Angélica Aranguren, Lima, 2011
Imagen 1. Ricardo Melgar y Angélica Aranguren, Lima, 2011.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

Angélica Aranguren, Hilda Tísoc Lindley y Ricardo Melgar, Lima, 2011
Imagen 2. Angélica Aranguren, Hilda Tísoc Lindley y Ricardo Melgar, Lima, 2011.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

Hilda Tísoc y Angélica Aranguren, México, 2003
Imagen 3. Hilda Tísoc y Angélica Aranguren, México, 2003.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

A Ricardo le diagnosticaron cáncer, cuando después de regresar de un viaje a España, presentó un cansancio y desánimo inexplicables. De no ser por la prodigiosa intuición y acierto de Hilda, quien insistió en llevarlo al médico urgentemente, incluso contra su voluntad, no hubiera vivido más de dos años. El diagnóstico médico inicial, que le pronosticaba cinco años de vida, prendió las alarmas entre sus amigos y familiares. Pero su unión y fuerza moral quebró todas las expectativas. Hilda era el yunque que amortiguaba las recaídas de salud y ánimo de Ricardo, y quien le inyectaba vida.

En su batalla por la salud, Ricardo experimentó con cuanto método de curación alternativa había: medicina china, tradicional, homeopática, mixta, etcétera, los cuales llevaba de manera paralela a la quimioterapia. La presencia de sus hijos Emiliano y Dahil, y del resto de su familia también fueron fundamentales.

Ricardo asumió un modus vivendi para existir y llevar adelante sus metas, y no lo hubiera conseguido sin Hilda. Ella, sin regateo alguno fue la artífice de su trabajo. Ricardo le debió vida y fama a Hilda, pues ella era la primera en leer sus escritos y su primera crítica.

Ricardo era completamente dependiente de ella. Yo misma lo presencié en nuestros años de amistad. La comunicación entre ellos era cotidiana, aun si Ricardo viajaba fuera de México. En torno a esto, quiero destacar al hombre común, sencillo, detallista y cariñoso que fue Ricardo.

Ricardo creó una red de compañeros y amigos que convirtió en su familia extendida, y de la que yo y otros amigos formamos parte. Contamos con su presencia permanente y sus llamadas de larga distancia. Le preocupaba nuestro trabajo y estado de salud. Su preocupación e interés también incluía a nuestros hijos, nietos y demás familiares a quienes tenía muy bien identificados.

Vivimos muchísimas anécdotas. En una de sus llamadas madrugadoras, me dijo que hace unos instantes había estaba hablando con uno de nuestros amigos en común, Walter Saavedra, y que de pronto algo le había pasado porque había dejado de hablar y el teléfono sonaba descolgado. ¡Llámalo!, me insistió. Lo hice, pero Walter no respondió; así que de inmediato me comuniqué con su cuñada, quien había sido mi compañera de colegio y estaba casada con el hermano de Walter. Éste atravesó todo Lima y encontró a Walter tendido en el piso, desmayado; gracias a esta cadena de llamadas que inició Ricardo pudieron brindarle a nuestro amigo la atención médica debida.

Ricardo también era enérgico e imperativo. No era agua mansa, tenía amigos y examigos con hondas discrepancias ideológicas y políticas. No se puede negar que bregó por sus convicciones y chocó una y mil veces con cualquiera de nosotros.

Teníamos redes de amigos en común, aún antes de conocernos. Mi red de amigos y las de él se cruzaron casualmente en uno de mis viajes a México en el que encontré al exsecretario de Investigación de la UNMSM, el Dr. César Montalvo Arenas. Éste estaba casado con Elena Jave, la compañera de colegio de Hilda, y de quienes yo fui testigo de sus amores. Hilda y Ricardo se reconectaron con ellos a través mío. También ayudé a que Ricardo se reencontrara con el literato sanmarquino Roberto Reyes, y con el sociólogo y economista Juan Huaylupo Alcázar. Éste había sido mi compañero de estudios, así que yo sabía que vivía en Costa Rica y pude enlazarlos. Pero el reencuentro más gratificante que le ayudé a retomar fue con uno de sus mentores, El Dr. Manuel Velázquez Rojas, quien lo alentó a migrar a México; pues durante el Gobierno militar golpista Ricardo no tenía oportunidades de trabajo en Lima.

Ricardo Melgar y Angélica Aranguren con fondo de retratos de Alfredo Torero (izquierda) y Augusto Salazar Bondy (derecha), Sala de profesores de la UNMSM, Lima, 2014
Imagen 4. Ricardo Melgar y Angélica Aranguren con fondo de retratos de Alfredo Torero (izquierda) y Augusto Salazar Bondy (derecha), Sala de profesores de la UNMSM, Lima, 2014.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

De izquierda a derecha: Francisco Amezcua, Ananías Huamán, Ricardo Melgar, Walter Saavedra y Angélica Aranguren con fondo de retratos de César Fonseca Martel, José María Arguedas y Héctor Martínez, Departamento de Antropología UNMSM, Lima, agosto de 2011
Imagen 5. De izquierda a derecha: Francisco Amezcua, Ananías Huamán, Ricardo Melgar, Walter Saavedra y Angélica Aranguren con fondo de retratos de César Fonseca Martel, José María Arguedas y Héctor Martínez, Departamento de Antropología UNMSM, Lima, agosto de 2011.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

Nuestros amigos y nuestras redes crecieron para bien. Cuando los amigos en Perú querían saber de Ricardo, se comunicaban conmigo. Las llamadas por cualquier tema fueron permanentes, cuando sonaba el teléfono sabía que era él, y hablábamos de todo; de dudas razonables y hechos inexplicables sobre los que discrepábamos con altura.

El día 7 de agosto de 2020, a las 08:44 a.m. recibí la tercera llamada suya en esa semana. Fue la última. Me preguntó qué podía hacer para el sangrado de su garganta, qué remedio conocía pues confiaba en mis conocimientos sobre medicina andino-amazónica. Le sugerí algunos, como la “sangre de grado” que se usa en el Amazonas y que se consigue fácilmente en Perú, pero por él supe que lamentablemente no en México. También le recomendé que consultara a su médico de cabecera para que le recetara algún jarabe específico, ya que en ese momento su estado de salud era delicado al ser paciente oncológico y estar convaleciente por la neumonía que contrajo después del Covid-19. Me dijo que después de una gran reunión que hizo en febrero de 2020 para festejar su cumpleaños, se había mantenido aislado.

Tras la declaratoria de cuarentena y la posibilidad de realizar trabajo virtual, su hija Dahil se trasladó a Cuernavaca para cuidarlo y acompañarlo, junto con Juan Carlos Cabrera, quien le trajo un concentrador de oxígeno desde Estados Unidos. Éste fue indispensable durante la convalecencia de Ricardo.

No obstante que las secuelas del COVID fueron debilitando a Ricardo, nunca abandonó su trabajo intelectual. Incluso escribió un texto sobre su experiencia como paciente de COVID, el cual me compartió en busca de comentarios. Dudaba si publicarlo o no. Opiné que sí, que era necesario y educativo, especialmente en tiempos del virus.

Durante los últimos años la Maestra Perla Jaimes Navarro asistió a Ricardo en el desarrollo de sus investigaciones y de la revista virtual Pacarina del Sur.

Desde la muerte de Hilda, la vida de Ricardo fue quimera tras quimera, pues había perdido su principal ancla y estaba en una barcaza a punto de naufragar. Su salud se agravó por su ausencia. Ricardo tuvo cerca a su amada Hilda, quien desde su urna mortuoria siguió siendo su compañera hasta el final. Tenían un pacto no negociable, juntos retornarían al Perú, a la Pachamama, para que sus cenizas fueran vertidas al mar y emprender el retorno a los orígenes, la Mamacocha, contra viento y marea volverían a la esencia, a la Pacarina del Sur.