En una coyuntura mundial de guerra sistémica

In a global conjuncture of systemic warfare

Em uma conjuntura mundial da guerra sistémica

Hugo Enrique Sáez A.

RECIBIDO: 13-09-2016 APROBADO: 09-11-2016

 

“La estrategia de los poderosos consiste en salvar el sistema financiero, no en salvar nuestra civilización y garantizar la vitalidad de la Tierra”.
Leonardo Boff.

Los dantescos círculos de la violencia

Se dice que en una guerra la primera víctima es la verdad, y hoy el planeta entero está sumido en distintos tipos de violencia extrema. Al parecer asistimos a escala internacional a los funerales de la verdad, fenómeno que se ha denominado la era de la posverdad, palabra característica del año en 2016 (post-truth)[1], según el diccionario inglés Oxford. El control de la información, convertida en espectáculo, impide tomar conciencia de la situación de guerra sistémica en la que estamos involucrados, y ya no se puede discernir con certeza cuáles son nuestros enemigos ni dónde se hallan. Se vive con la sensación de que en cualquier momento y en cualquier lugar se puede pisar una mina de efectos mortales, ya sea en la forma de un atentado terrorista o de la represión policial; ser víctima de un asalto callejero o en la propia vivienda; también una venganza criminal es usual en el presente. El mundo está minado, e incluso hay países a los que se recomienda no visitar.

La guerra sistémica que azota al mundo en esta segunda década del siglo XXI se manifiesta en muchos frentes y con diferentes modalidades, difíciles de identificar con categorías válidas en otros conflictos. Su desarrollo refleja los esfuerzos que despliegan las fuerzas dominantes del planeta por obtener la supremacía en el terreno de las finanzas y de la producción. Así es como el bloque de poder transnacional garantiza su hegemonía política y cultural. La comprensión de esta exacerbada violencia exige que se elaboren nuevas categorías orientadas a redefinir el concepto de guerra, así como las correspondientes nociones de estado nación, legalidad, frente de combate y fuerzas beligerantes, relaciones comerciales y economía mundial, armas y tecnologías de destrucción masiva, víctimas militares y civiles, espacio físico y virtual, el papel de la ciencia mercantilizada.

Una síntesis esclarecedora sobre las guerras militares más recientes nos revela que éstas ya no se declaran, se emprenden por motivos fútiles que enmascaran los intereses políticos y económicos, como aconteció con la presunta existencia de armas de destrucción masiva en Iraq. Tampoco es necesario responder a una acción hostil -como en contra de Pearl Harbor- o a un incidente provocado, como el preparado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en el golfo de Tonkín durante el gobierno del presidente estadounidense Lyndon Baines Johnson. Los nuevos conflictos carecen de frente de batalla definido, así como de reglas de combate. Hoy la guerra no se plantea en un escenario preciso ni se reduce a la que protagonizan militares de una determinada nación.

Por supuesto, la guerra con medios militares continúa siendo el núcleo de todas las violencias en el planeta, aun cuando presente ostensibles diferencias con las conflagraciones internacionales que la precedieron. Por ese motivo, la guerra militar representa el “primer círculo de la violencia mundial”, tanto por su capacidad de exterminio masivo que posibilita el manejo electrónico de la agresión como por la insensata acumulación de bombas termonucleares en el arsenal de algunas potencias. Sus efectos de deliberada destrucción se resienten en que se acompañan de otros tipos de manifestaciones paralelas de crueldad (surgimiento de organizaciones terroristas, operaciones de mafias internacionales así como de pandillas psicópatas, trata de personas, narcotráfico mundial, migraciones masivas, pobreza que afecta a más de la mitad de la población en el planeta, delincuencia civil y corrupción gubernamental, inseguridad ciudadana).

En la concepción usual de la guerra militar, los jefes de Estado, los banqueros, los políticos, los terratenientes, los millonarios de Forbes, las empresas armamentistas, miran desde sus Castillos amurallados las masacres y mandan a las zonas calientes a soldados anónimos que ni siquiera comprenden las razones para exterminar enemigos que desconocen. En la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, un millón setecientos mil naturales de la India fueron obligados a formar parte del ejército inglés. Muchos murieron de frío por no estar acostumbrados a las extremas temperaturas invernales de Europa. A su vez, Francia recurrió a sus colonias africanas para conformar las huestes armadas del mismo conflicto. Por otra parte, de continuo se reporta que veteranos estadounidenses de la invasión a Viet Nam, a su regreso a casa, empezaron a sufrir trastornos mentales que los condujeron al suicidio o a cometer actos terroristas en lugares públicos. En las nuevas formas de la guerra sistémica, las víctimas a menudo son civiles ajenos a los intereses nacionales o a las justificaciones que esgrimen los bandos enfrentados.


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El “inmenso arsenal de mercancías” llamado capitalismo necesita, para reproducirse, que existan bancos con intereses draconianos protegidos por los fondos públicos, comercios monopolísticos, fábricas de comida chatarra y fábricas de armas mortíferas; ejércitos, policías, delincuentes y asesinos que las usen; políticos corruptos vendidos a las órdenes de las elites plutocráticas; televisión y espectáculos vacíos de ideas y cerebros desconectados del habla; explotación depredadora de la naturaleza, médicos mercantilizados, abogados cínicos, maestros ignorantes sin solidaridad con el gremio; forajidos cómplices de las autoridades, y una variopinta retahíla de monstruosidades infernales. No obstante, el aceite que posibilita el funcionamiento de esa maquinaria destructiva de seres humanos está muy al alcance de nosotros: el totalitarismo intolerante y conservador que se extiende por el planeta. Y no sólo se manifiesta en las instituciones gubernamentales y organizaciones empresariales, el autoritarismo tiende a regir en la familia, en las escuelas, en el transporte público, en el tránsito por las calles, en la publicidad consumista, en las iglesias que se reproducen a base de mentiras fabuladas, en las aulas universitarias, en el taller, en la oficina y en la fábrica, así como en el comerciante estafador y en los ídolos mediáticos.

Ahora bien, la reproducción violenta del capitalismo y de la tremenda desigualdad social y económica derivada se obtiene mediante la articulación de varios eslabones interconectados. En primer lugar, la producción de armas para garantizar la seguridad de los sectores dominantes. Desde la horda primitiva hasta los actuales ejércitos tan sofisticados como el estadounidense o el ruso, la evolución de los instrumentos de agresión y exterminio ha sido vergonzosamente espectacular. Estados Unidos, la Federación Rusa y Alemania, en ese orden, son a escala mundial los mayores fabricantes de armamentos -cada vez más mortíferos- que se detonan desde distancias enormes. De hecho, el negocio de las poderosas industrias bélicas se dedica a la fabricación de armas, de tecnología y de equipos militares, merced a los vínculos que sostiene con otros eslabones de la producción; específicamente, se incluye la investigación y el desarrollo científico. Valga mencionar que fue en la Universidad de Harvard donde se hicieron los primeros ensayos del napalm que luego se emplearía en Viet Nam, una sustancia que genera temperaturas de entre 800 y 1200 grados centígrados. Una foto se hizo famosa al mostrar a una niña de nueve años, llamada Phan Thi Kim Phúc (hoy activista por la paz), que corría aterrorizada consumiéndose por las llamas derivadas de las bombas incendiarias de napalm que en 1972 lanzó un avión survietnamita (aliado del ejército estadounidense) en contra de la población de Trang Bang.

Recuérdese el estallido de la primera bomba atómica sobre Hiroshima en agosto de 1945; al respecto, cabe subrayar que en los arsenales de las potencias hoy día existen las bombas de hidrógeno y las bombas de neutrones que superan por más de un centenar la capacidad aniquiladora de aquélla, además de misiles transcontinentales de precisión milimétrica, a lo que se suma el más reciente instrumento de pulverización a distancia: los aviones no tripulados, o drones empleados para ejecutar presuntos terroristas. Según la página World Military Spending[2], en el año 2012 los gastos militares a escala mundial totalizaron un millón setecientos mil miles de millones de dólares (en inglés, 1.7 trillones de dólares). De ese total, el 39% correspondió a los Estados Unidos; a continuación, se ubicaron China (9.5%) y la Federación Rusa (5.2%). Se calcula que estos gastos representan el 2.7% del producto interno bruto (PIB) mundial.

La guerra ha revelado formas inéditas desde que tanto una nueva especie de terrorismo, como los bombardeos de las grandes potencias, han escogido como target a la población civil. Ya no sólo se enfrentan dos ejércitos parapetados en trincheras, que incluso en la Primera Guerra Mundial pactaron una tregua para que alemanes y franceses celebraran juntos la navidad. La muerte sorprende en cualquier lado a una multitud o a una ciudad; un avión neutral es derribado por un misil en Ucrania o turistas y empleados son exterminados en las Torres Gemelas de Nueva York; la enfermedad mental de ciudadanos “normales” que adquieren armas de guerra sin restricciones provoca masacres en los campus universitarios y otros espacios públicos. Precisamente, se calcula que en el mundo existen 639 millones de armas de fuego,[3] y la mitad de estos artefactos se halla en manos privadas; es decir, en promedio uno de cada diez habitantes del planeta posee un arma. Por consiguiente, este arsenal privado representa una plataforma de arranque para el incremento de la violencia suicida, pasional, callejera, delincuencial. En el muro de Facebook Brady campaign to prevent gun violence, se muestran estadísticas que revelan lo siguiente: en Estados Unidos cada día 309 personas en promedio reciben disparos de armas de fuego, y 93 de ellas mueren.

También se debe de tomar en cuenta que una proporción enorme de la investigación llevada a cabo hoy en diversas instituciones superiores está vinculada, directa o indirectamente, con fines militares. Y son los estados más poderosos los que poseen los arsenales a disposición de esas fuerzas entrenadas para el ataque, las que podrían acabar con la vida en el planeta. Es absurdo pensar que la proliferación de las armas sea un medio para proteger la vida, dado que el valor de uso de una pistola es herir o eliminar seres vivos. Precisamente, Amnistía Internacional afirma que en términos promedio cada minuto muere un ser humano por acción de las armas. La lógica en que se legitima esta producción de armas cada vez más sofisticadas conduce a un círculo vicioso muy difícil de evadir. El permanente incremento de los arsenales se legitima en nombre de un eufemístico concepto de “defensa”. Hannah Arendt lo había formulado varias décadas atrás.

Su objetivo “racional” es la disuasión, no la victoria, y la carrera de armamentos, ya no una preparación para la guerra sólo puede justificarse sobre la base de que más y más disuasión es la mejor garantía de la paz. (Hannah Arendt, 2006: 10).

 

De acuerdo con Noam Chomsky, el poderío militar y económico de Estados Unidos se inició con la destrucción de muchas etnias originarias en lo que es su actual superficie política.[4] Después de apropiarse de la mitad del territorio de México en el siglo XIX, a partir de 1898 la voracidad guerrera del Pentágono se extendió a controlar Cuba, reduciéndola a la categoría de auténtica colonia; en Filipinas su ejército causó miles de muertos. Desde mucho antes, en el gobierno de James Monroe (1823), se había pergeñado la doctrina que anunciaba la vocación expansiva de la excolonia inglesa: “América para los americanos “(gentilicio este último con que se designan sus ciudadanos, usurpando así el apelativo de todo un continente). Comenzó a despuntar como potencia mundial al involucrarse en la primera guerra mundial, después de que submarinos alemanes bombardearan el buque Lusitania y causara la muerte de 1198 entre pasajeros y tripulación. El trayecto Nueva York-Liverpool de la nave la exponía a ese ataque, tal como lo había advertido Londres al gobierno estadounidense.

No obstante, el poderío económico de los Estados Unido ha ido disminuyendo, dado que en la década de 1950 el país producía el 50% del producto interno bruto del mundo y en 2015, sólo el 25%. Luego de enumerar diversos conflictos bélicos sangrientos, Chomsky plantea al entrevistador:

Una de sus hipótesis más interesantes consiste en cruzar los efectos de las intervenciones armadas del Pentágono con las consecuencias del calentamiento global. En la guerra en Darfur (Sudán), por ejemplo, convergen los intereses de las potencias con la desertificación que expulsa poblaciones enteras de las zonas agrícolas, lo que agrava y agudiza los conflictos. Estas situaciones desembocan en crisis espantosas, como sucede en Siria, donde se registra la mayor sequía de su historia que destruyó gran parte del sistema agrícola, generando desplazamientos, exacerbando tensiones y conflictos, reflexiona.

Aún no hemos pensado detenidamente, destaca, sobre lo que implica esta negación del calentamiento global y los planes a largo plazo de los republicanos que pretenden acelerarlo: Si el nivel del mar sigue subiendo y se eleva mucho más rápido, se va a tragar países como Bangladesh, afectando a cientos de millones de personas. Los glaciares del Himalaya se derriten rápidamente poniendo en riesgo el suministro de agua para el sur de Asia. ¿Qué va a pasar con esos miles de millones de personas? Las consecuencias inminentes son horrendas, este es el momento más importante en la historia de la humanidad. (La Jornada, edición 7 de febrero de 2016).

 

Una conclusión de estas declaraciones es que la guerra constituye un gran negocio, para los bancos que facilitan los recursos económicos y obtienen pingües ganancias y también para la industria armamentista, a los que se suman las empresas que se dedican a la reconstrucción de los países masacrados.

Por supuesto, el problema no se restringe a las determinaciones del complejo político-militar que gobierna en Estados Unidos; otras grandes y medianas potencias están involucradas en esta desertificación física y humana del planeta emprendida por el neoliberalismo globalizador. La estructura y la acción del Estado de formalidad democrática tendió a desvanecerse poco a poco a partir del decenio de 1980, en que gobernaban Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido. La principal transformación estatal que se introdujo desde esa época fue la necesidad de que las administraciones centrales se abocaran a controlar los rangos deseados de los indicadores macroeconómicos (crecimiento del producto interno bruto -PIB-, inflación, aranceles, etcétera), por lo que la gestión de la economía se constituyó en la política fundamental del Estado. A partir del ministerio respectivo se regulaba al resto de las autoridades constituidas, en función de pautas económicas que desencadenaron una inaudita concentración de los ingresos en un sector minoritario de las sociedades.

 Así, a partir de las políticas neoliberales de los años 1980 las economías nacionales comenzaron a tornar aún más permeables sus fronteras políticas, el Estado procedió a la privatización de empresas y servicios, se instauró la desregulación de actividades económicas, se legisló la amplia apertura del mercado a inversiones extranjeras y se acrecentó la participación e integración subordinada de los agentes económicos nacionales en los mercados mundiales. Al respecto, convendría examinar una hipótesis: el adelgazamiento del Estado en América Latina fue paralelo al crecimiento de la corrupción, manifestada en que los gobernantes, con insultante avidez, han dispuesto como patrimonio propio los recursos públicos y han instaurado el cobro de extorsiones a empresas privadas, al tiempo que funciones gubernamentales ahora se ejercen ilegalmente desde el área privada. Por ejemplo, en México se calcula que dos terceras partes de las prisiones federales son controladas por los capos allí encerrados.


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En virtud de algunas de las transformaciones mencionadas, cabe modificar un concepto arcaico de la guerra, como parcialmente lo sugiere este autor.

Se dice que los Estados son esenciales para la creación de redes terroristas transnacionales, pero ¿no será precisamente la falta de Estado, la inexistencia de estructuras estatales que funcionen, el humus de las actividades terroristas? ¿No podría ser que la imputación a Estados y hombres en las sombras siga teniendo su origen en un pensamiento militar y que estemos en el umbral de una individualización de la guerra en la que ya no “guerreen” Estados contra Estados sino individuos contra Estados? (Ulrich Beck, 2003: 31)

 

En primer lugar, hay una inversión de la imagen que Karl von Clausewitz (s.f.: 4) aportaba para entender la guerra, al decir que “no es más que un duelo en una escala más amplia”. En suma, un pleito de individuos trasladado a una dimensión mayor. Lo que sucede en la guerra sistémica es que la conflagración entre entidades nacionales y redes terroristas repercute en la violencia que despliegan los individuos en su vida cotidiana. La violencia se transmite desde arriba hacia abajo. La desigualdad del sistema económico-político descarga consecuencias que afectan las relaciones entre grupos primarios y entre los individuos que los componen. En efecto, así se manifiesta una de las dimensiones de la guerra sistémica. En esta sociedad del riesgo también “guerrean” estados contra estados, organizaciones criminales en contra de estados y en contra de organizaciones rivales. En la situación de efervescencia engendrada por la apropiación de recursos naturales y económicos, se intensifica la agresión criminal de individuos programados como egoístas en contra de otros individuos, a los que se ha convertido en meros objetivos vacíos. En suma, la guerra abarca al mismo tiempo el ámbito militar y el convulso terreno de la sociedad civil; los enemigos se definen a partir de una lucha despiadada y sin reglas claras por recursos de índole diversa. Las viviendas se blindan; las cámaras en las calles registran asesinatos atroces; personas comunes se equipan con armas altamente mortíferas. La aplicación de la ley (law enforcement) en contra de la violencia se ve entorpecida o anulada por los privilegios y las complicidades de los funcionarios públicos.

En la línea del darwinismo social imperante, lo que está sucediendo es una brutal agresión de la oligarquía plutocrática del planeta en contra de los débiles, apelando a la tremenda desigualdad en la relación de fuerzas que favorece a los primeros. Los que ejercen el poder político y económico disponen de una desbordante cantidad de recursos militares, tecnológicos, legales, monetarios. En contraste, los pobres, los que mueren de hambre, las etnias explotadas y despojadas de sus recursos, los marginados de cualquier clase, los enfermos sin asistencia médica, las mujeres abusadas y asesinadas, los desempleados, los activistas conscientes, los que viven en la calle o en aldeas perdidas, a veces sólo disponen de la opción de escapar de las zonas calientes y buscar el sustento de cualquier manera. En otros casos, su frente de lucha es salir a las calles para manifestar su desesperación y su hastío. Con frecuencia se los infiltra con elementos de la policía que los invitan a cometer saqueos para que los medios de comunicación exhiban esos actos y el público pasivo y cautivo del poder asimile las protestas a la obra de delincuentes, vagos o cuadros pagados por la oposición.

Mediante el control vertical de la sociedad civil, la concepción totalitaria del poder asimila la función del Estado a la función de la empresa. Parafraseando a Clausewitz, la política es la continuación de la economía por otros medios… y lo que sigue. El Estado se basa en el derecho igualitario, mientras que el totalitarismo actual se dedica a administrar esa institución como empresa en consonancia con la acumulación capitalista, que se basa en la ganancia ilimitada. Los criterios que predominan en este tipo de funcionarios se remontan a su experiencia como patrones empresarios que exigen sumisión a los subalternos. Un asesor del gobierno de Mauricio Macri recomendó recientemente que desde el poder ejecutivo se inoculara la sensación de “incertidumbre” entre la población sometida y que los afectados terminaran por disfrutar esa situación. La minimización de políticas sociales, las alzas desmedidas de servicios públicos, el desempleo de millones de trabajadores, la discriminación étnica y de todo tipo, son líneas de acción gubernamental que marchan en esa dirección.

En ese contexto, es válido interrogarse: ¿existe la justicia -ese valor artificial del derecho y de la filosofía- entre los animales hablantes, sexuados y mortales? Un breve repaso histórico puede orientarnos hacia la respuesta. Los acuerdos de Bretton Woods firmados en 1944 dieron lugar a la fundación del Fondo Monetario Internacional y al establecimiento del dólar como patrón de intercambio comercial y financiero a escala internacional. El orden de la posguerra se mantuvo hasta 1972, en que nuevos actores de fuerte crecimiento económico (Japón y la República Federal de Alemania) modificaron el escenario mundial, competencia que obligó a que Estados Unidos asumiera un papel más agresivo en el escenario mundial.

Con posterioridad, se supone que la caída del muro de Berlín y la consiguiente extinción de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) habrían marcado el fin de la llamada “guerra fría”, en la que se enfrentaban dos sistemas económico-sociales: el capitalismo de “libre competencia” y el “socialismo real” (en realidad, una especie de capitalismo de Estado). Por una parte, se celebraba entonces “el fin de la historia” (Francis Fukuyama), entendida la frase en el sentido de una expansión inexorable del capitalismo como único modo de producción en el mundo y el desarrollo de sus mecanismos de competencia en todos los países sin oposición factible. Por otro, se formulaba un decálogo de medidas necesarias para que dicha expansión funcionara (el “Consenso de Washington”). Un moderno “arco de triunfo” (la comida chatarra de McDonald´s) se instalaba en Moscú. Quedaban atrás las depredadoras guerras del siglo XX y se iniciaría, presuntamente, una fase de la historia sin esos criminales conflictos.

No obstante, una nueva modalidad de violencia comenzó a expandirse en el planeta, que incluso afectó el territorio de Estados Unidos en septiembre de 2001, cuando dos aviones piloteados por suicidas del grupo Al Qaeda derribaron las Torres Gemelas de Nueva York. Desde que las tropas de Doroteo Arango (Pancho Villa) atacaran Columbus en marzo de 1916, ninguna organización militar extranjera se había atrevido a intervenir en el territorio de la gran potencia capitalista. La confusión en torno a los intereses que se movieron en esa acción espectacular aumenta al saber que Osama bin Laden, presunto jefe de Al Qaeda, había trabajado a las órdenes de la Agencia Central de Inteligencia.

Como se expone en el presente escrito, nos hallamos en medio de una guerra no declarada que se manifiesta en todo el sistema mundial, sin respetar fronteras, sin trincheras definidas, sin distinciones entre zona de operaciones y zona neutral. Los muertos de las Torres Gemelas, por ejemplo, eran turistas y trabajadores en su inmensa mayoría. El grueso de los jefes no había llegado a sus oficinas. Los dos edificios constituían a la vez un objeto físico y un objeto simbólico. “El objeto arquitectónico ha sido destruido, pero es el objeto simbólico el que estaba en la mira y el que se quería aniquilar”, es lo que reflexionaron Jean Baudrillard y Edgar Morin (2004: 18). Por ende, se pelea con símbolos y por símbolos que representan valores económicos, políticos, culturales y sociales.

Asimismo, como complemento de las reformas económicas impulsadas por las nuevas tecnologías, se continuó desarrollando la agresión armada entre países. Un misil militar en contra de poblaciones de Iraq, Afganistán, Siria, Palestina, causa miles de muertos anónimos calcinados desde la distancia. Se trata de la milenaria violencia de las armas, cuyo diseño se remonta a la etapa inicial del homo sapiens con fines de caza y defensa, y se han ido sofisticando hasta producir bombas atómicas que, si se llegaran a emplear, destruirían la vida en el planeta en cuestión de algunos minutos. Ahora a los misiles utilizados en las guerras se añaden los drones que bombardean objetivos poblados fuera de las zonas de guerra en Pakistán, Siria, Irak, Afganistán, Libia, Yemen y Somalia. Según la Dirección Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, entre 2009 y 2015 se planearon y se llevaron a cabo 473 operaciones de ese tipo en las que murieron alrededor de 116 civiles.[5] Y los “terroristas” abatidos sumarían 2581, según dicho informe. 

El periodista de investigación Jeremy Scahill presentó en 2016 un libro[6] en el que expone las nuevas formas de agresión bélica que, en particular, se plantean mediante la tecnología de los drones. Con total impunidad se los introduce en territorios “soberanos” para exterminar presuntos terroristas o enemigos del gobierno de los Estados Unidos, aunque se comprobó que el 90% de las víctimas no eran los objetivos buscados. “Según Scahill, el primer ataque con drones fuera de una zona de guerra se produjo hace ahora más de doce años. Sin embargo, no fue sino hasta mayo de 2013 cuando la Casa Blanca sacó un conjunto de estándares y procedimientos para dirigir dichos ataques". Estas directrices eran poco específicas, se aseguraba que el gobierno sólo atacaría "con intenciones letales fuera de las áreas que se denominaban de “hostilidades activas" si un objetivo representaba "una amenaza inminente y continua" para Estados Unidos, sin especificar qué procedimientos internos se llevaban a cabo para matar a "un sospechoso" que no ha sido imputado como tal ni juzgado.”[7]

Las organizaciones armadas como Al Qaeda, y más recientemente, el Estado Islámico (o ISIS, por sus siglas en inglés) representan una derivación de la violencia militar desplegada de las guerras mundiales, de la descolonización consecuente, así como de las confrontaciones de “baja intensidad” entre los bloques de la guerra fría. Se debe incluir también en este fenómeno a las poderosas mafias latinoamericanas, italianas, chinas y rusas, cuyos negocios ilícitos requieren de auténticos ejércitos privados para imponer sus fines criminales. En situación similar se hallan los cárteles de la droga, que se han expandido por todo el orbe. Autores como Edgardo Buscaglia documentan que los cárteles de la droga controlan alrededor del 75% de la superficie de la República Mexicana, con lo que cuestionan la soberanía del Estado sobre un territorio político, aunque existen indicios de que en la mayoría de los casos los delincuentes operan en alianza con funcionarios públicos y aprovechan la debilidad de poblaciones rurales.


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Quizá se aduzca que la violencia afecta siempre a todas las sociedades en mayor o menor medida y que, por consiguiente, no se atraviesa por un estado excepcional de guerra. Ahora bien, de acuerdo un informe conjunto del Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos (IDMC) y el Consejo Noruego para Refugiados (NRC), durante 2015 casi 41 millones de personas se vieron obligadas a desplazarse de sus lugares de residencia a causa de la violencia y de la guerra. Así, en ese mismo año 27.8 millones de hombres, mujeres y niños abandonaron sus hogares huyendo de condiciones de extrema inseguridad o a causa de catástrofes naturales, y la cifra resultó todo un récord en un solo año. Unos 8.6 millones de personas de 28 países abandonaron sus casas por la guerra y la violencia. En especial esa cifra se elevó entre los desplazados internos de los países árabes y del norte de África.

“El ACNUR dijo que hasta 700 personas podrían haber muerto durante esta semana en el Mediterráneo, tras la desaparición de 100 personas después del hundimiento de un barco el miércoles y los 45 cuerpos recuperados de un naufragio que tuvo lugar el viernes.” “Giovanna Di Benedetto, portavoz de Save the Children en Sicilia, contó a la AFP que era imposible verificar las cifras, pero los supervivientes del hundimiento del jueves contaron que unas mil 100 personas salieron de Libia el miércoles en dos barcos de pesca y en un bote.” (La Jornada, 29 de mayo de 2016). Aunque le llamen daños colaterales propios de cualquier guerra, esto es violencia inclemente de los llamados “líderes mundiales”. Asimismo, en la guerra contra el narcotráfico en México se contabilizan más de 200 mil homicidios dolosos en los últimos 10 años. El Procurador General de la República informó que en mayo de 2017 murieron en esas condiciones 2,452 personas, cifra récord en un mes después de 20 años. De hecho, los ingresos de divisas por turismo se han desplomado en las principales playas del país -Acapulco y Cancún-, dado que allí operan bandas criminales fuera del control oficial.

 

Nuevas líneas políticas imaginarias sobre el globo terrestre

La falta de acciones del Estado para apaciguar la violencia se relaciona con un hecho central de esta fase de la historia: el poder en su máxima expresión se trasladó de los políticos a las corporaciones y a los sistemas de información, en un proceso iniciado por los gobiernos de Reagan y Thatcher. Por encima de los estados nacionales se erige una trama compleja de organizaciones internacionales que intervienen en el control de las políticas en áreas diversas, ya sea de las reglas del comercio, de los contenidos y estándares de la educación, así como de la expansión de nuevos valores centrados en el hedonismo privado y el narcisismo.

El poder del Estado nación se está debilitando a causa de la hegemonía ejercida por las relaciones económicas internacionales que detona la libre circulación de mercancías y capitales en el planeta, de modo que hablar de economía nacional o producto interno bruto sólo tiene un valor contable y no refleja la presencia creciente de lo global en lo local. Mediante la acción de diversas organizaciones internacionales (FMI, OCDE, la OMC, el G8, las reuniones de Davos) y la incorporación de los países más pobres a acuerdos de “integración” económica (TLCAN, por ejemplo), las leyes de la economía neoliberal colonizan a las leyes constitucionales y eso ocasiona un caos social, político, económico y cultural en el que la gente actúa con la divisa "sálvese quien pueda" o pidiendo una mano fuerte en el gobierno, como la que ofrece Donald Trump en Estados Unidos. Los mismos ricos que han generado la desigualdad se presentan como restauradores del orden.

Las reformas económicas que se pusieron en práctica en diversos países a partir de la década de 1980 fueron sintetizadas por el economista John Williamson en una lista de diez políticas de ajuste que luego se aplicarían en América Latina como expresión del ya mencionado “Consenso de Washington”, término con que se aludía al complejo integrado por los organismos internacionales (Fondo Monetario Internacional –FMI-, Banco Mundial –BM-) radicados en la capital estadounidense, el Congreso y la Reserva Federal de este país, además de otras instituciones y expertos. El ajuste de la economía modificaría la estructura del Estado de Bienestar, que para los economistas neoliberales se erigía como un obstáculo para la libre competencia, por las excesivas regulaciones que imponía, orientadas a trabar y desincentivar las inversiones extranjeras y, por consiguiente, la libre circulación del capital. Reagan (presidente locutor de las empresas trasnacionales) había dicho que no se debía castigar a los “exitosos” (o sea, los ricos) con mayores impuestos. En el nuevo esquema se privilegiarían el impuesto al valor agregado (IVA) -que cualquiera paga incluso al adquirir un refresco- y el impuesto sobre la renta, que se asegura un universo cautivo de trabajadores.

Se presentaba una imagen monstruosa del Estado de Bienestar y se retornaba a la vieja propuesta de Adam Smith: dejar que la armonía social surgiera de una “mano invisible” que premia el éxito y castiga el fracaso. Se consideraba que la base impositiva era ineficiente porque los gobiernos hacían gastos excesivos con lo recaudado y su apropiación privada por parte de los funcionarios permitía la proliferación de corruptos. Además, la apertura comercial de las fronteras se exigía como condición para el ingreso de inversiones, así como de productos y servicios, sobre todo tecnológicos, que posibilitarían un desarrollo “modernizador”. Los elevados aranceles y la restricción de importaciones habrían creado una burguesía nacional incompetente, a la que se reemplazaría por empresas dinámicas y centradas en la productividad. Anzuelos para voluntades ingenuas, cuyos sueños se desmoronaron con la desigualdad en expansión y con el cáncer de una corrupción hasta ahora incontenible.

Entre las medidas recomendadas se resaltaban como indispensables la privatización de empresas estatales y la desregulación de los mercados, el descenso de los aranceles a niveles mínimos, así como el reordenamiento del gasto social, que debería asumirse privatizando la salud y la educación. Así, los gobiernos debían olvidarse del problema de la equidad y limitarse a diseñar políticas para contener a la población desfavorecida en rangos controlables con planes de apoyo que de forma simultánea sirvieran para obtener el consenso de amplias mayorías en situación de pobreza. Por supuesto, la “seguridad pública” continuaría siendo una función esencial del Estado, en prevención de disturbios y rebeldías surgidos del previsible incremento de la precariedad en diversos sectores sociales.

Desde la llamada “década perdida” de 1980 numerosos cambios se han sucedido con aceleración creciente en los países latinoamericanos. La salida de la crisis económica estuvo condicionada a una apertura de las fronteras a las inversiones extranjeras y al comercio internacional, además de obligar a los gobiernos el cumplimiento de las “cartas de intención” elaboradas por el Fondo Monetario Internacional, en las que se diseñaba una política económica con ancla en la contención inflacionaria, lo que determinó una ampliación de la brecha entre pobres y ricos, además de otros efectos sociales y culturales. Los protagonistas de la intervención en la política interior de los países fueron, además del FMI, otras instituciones internacionales como el Banco Mundial (BM), el entonces GATT –Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, por sus siglas en inglés- convertido luego en la Organización Mundial de Comercio, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), y por supuesto, el Gobierno de los Estados Unidos, epicentro de una de las tres regiones del mundo dominantes en cuanto a “desarrollo”, discutible concepto que se asocia con el mero hecho de acumular bienes y servicios en pocas firmas transnacionales.

Una situación que a veces no se menciona al analizar los dictados del Consenso de Washington es que la globalización también hizo tambalear las fronteras culturales y sociales. Una auténtica invasión de símbolos diversos se volcó desde los centros económicamente más poderosos hacia todos los países del orbe. Música, películas, series de televisión, hábitos alimentarios, se difundieron sin límites, merced a los nuevos medios de comunicación. La función asignada a las pantallas se enfoca a estructurar la sociedad del espectáculo. Si formaciones culturales anteriores se centraban en educar un ciudadano lector, las grandes corporaciones mediáticas se dedican en la actualidad a producir un espectador consumidor. En este terreno se revela la estrategia de la llamada posverdad. Se trata de circunstancias en que se divulga información falsa para impactar en las emociones y las creencias de la población. Así, para destituir a la presidenta Roussef de Brasil, la corporación Globo difundió por televisión la versión de un empresario que habría depositado sobornos en cuentas de paraísos fiscales a nombre de la mencionada política y del ex presidente Lula da Silva. En mayo de 2017 se descubrió la maniobra y la empresa se disculpó por ese “error”.

La expansión de los mercados globales para las finanzas y los servicios especializados, la necesidad de redes de servicios transnacionales debida a las fuertes alzas de la inversión internacional, el papel cada vez menos decisivo de los gobiernos nacionales en la regulación de la actividad económica internacional y el subsiguiente auge de otros contextos institucionales, y en especial el de los mercados globales y las sedes centrales corporativas, apuntan a la existencia de una serie de redes de ciudades transnacionales en las que se concentra el poder mundial, más allá de las fronteras políticas entre los estados nacionales.


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La socióloga holandesa Saskia Sassen designa este nuevo poder como “ciudad global”, concepto en el que se abarca el funcionamiento de 40 ciudades del mundo bastante diversas que concentran una suma inaudita de recursos económicos y tecnológicos. Sobresalen en su estudio, basado en datos estadísticos, metrópolis como Nueva York, Londres, Frankfurt, Shanghái, Tokio, y las únicas latinoamericanas son Sao Paulo en Brasil y la Ciudad de México. La interacción empresarial, financiera y de servicios las unifica como un territorio económico-político supranacional cuyos movimientos impactan en todo el planeta. Aunque se hallan a grandes distancias geográficas, tanto las tecnologías de la información y de la comunicación como del transporte facilitan una interacción en tiempo presente. El poder mundial se condensa en este complejo económico y tecnológico, y habría que irse despidiendo de la idea de democracia como un gobierno que representa los intereses del pueblo, dado que las corporaciones financieras ejercen la hegemonía en este territorio físico-virtual, al tiempo que toman decisiones en función del crecimiento de sus fortunas, sin consultar a los ciudadanos, mientras que los softwares del complejo tecnológico se dedican a construir el futuro, ignorado por las grandes mayorías del planeta.

La intensidad cada vez mayor de las transacciones entre grandes ciudades está creando una geografía transfronteriza de carácter estratégico que supera en parte al Estado-nación. Las nuevas tecnologías de redes, a su vez, fortalecen aún más estas transacciones, ya se trate de transferencias electrónicas de servicios especializados entre empresas o de comunicaciones por Internet entre los integrantes de diásporas y organizaciones de la sociedad civil que se encuentran dispersos en distintas partes del planeta. (Saskia Sassen, 2012: 236)

 

Con todo, no se piense que la prosperidad económica en estas ciudades sea homogénea ni equitativa con sus pobladores; al contrario, junto a ingresos millonarios de directivos en las empresas monopolísticas y en las financieras, se advierte la brecha con quienes desempeñan funciones subalternas, como la limpieza y otros servicios manuales; y también se detecta en estas mega urbes el creciente surgimiento del trabajo informal, destinado a satisfacer una demanda efectiva representada por los sectores de menores ingresos, imposibilitados de acceder a consumos provistos por las empresas de consumo suntuario.

En especial, la idea central es que la globalización echa mano de esquemas uniformes para sujetar a los miembros de las diferentes sociedades en torno a una actividad subjetiva individual, que para ellos termina siendo el centro del mundo. Dicho esquema consiste en imponer la producción en su versión mercantil. Sujetos productores indeterminados de no importa qué productos, orientados a mercados que se escalonan para abastecer a consumidores de distinto poder monetario. Tanto el trabajador rural que genera alimentos como el investigador que indaga problemas teóricos es subsumido en la categoría de empresario, determinados todos por una axiomática contable, en palabras de Gilles Deleuze (2005, Clase 2).

En lógica y matemáticas, un sistema axiomático consiste en un conjunto de axiomas que se utilizan, mediante deducciones, para demostrar teoremas. Un axioma es una proposición que opera como premisa mayor «evidente», que no requiere demostración previa. Entonces, ¿cómo se traslada este sistema hipotético-deductivo de la lógica pura a la lógica social? Marx (2011: 179) lo enunció con su célebre fórmula: D-M-D´, axioma lógico y práctico presente en todo el mundo de la producción social. En palabras más sencillas: con dinero (D) adquirir mercancías (M) que al transformarlas en un proceso se vendan a un precio mayor (D´). En el caso del capital financiero, la fórmula se simplifica (D-D´), ya que no se produce valor de uso alguno. Aun aquellas formas de producción pre-capitalistas (campesinos, artesanos y otros) se subsumen formalmente en la reproducción del capital. Desde arriba se impone esta premisa mayor como “creencia” a escala planetaria; luego, “se cree para comprender”, en vez de “comprender para creer”. El máximo rendimiento es el látigo que castiga tanto a los empleados remisos de un banco como al obrero de fábrica o al profesor universitario.  

Al respecto, cabe interrogarse, ¿cuál es la teoría económica de Piketty que tanto molesta a los economistas y políticos neoliberales? Luego de un exhaustivo examen de estadísticas internacionales, el autor formuló la siguiente ecuación r > g (léase r mayor que g). La r es la remuneración o ganancia del capital, y g la tasa de crecimiento económico. Según Piketty, g está condenada a crecer anualmente a escala planetaria sólo a un ritmo de entre 1% y 1.5%; en cambio, el ritmo con que se expande en ese mismo período el promedio de los retornos del capital (r) será de un 4% a un 5% anual. En suma, los dueños de los medios de producción aumentan el producto (4% o 5%) que se apropian a un ritmo mayor que el crecimiento del producto interno bruto (PIB, 1% o 1.5%) en el mundo. Supongamos, si en 2017 el PIB de México se incrementara en 2.6%, la fortuna de los más ricos se habría elevado un 6% o 7%, mientras que los salarios aumentarían 3%. Su entera indagación se sustenta en la tesis anunciada desde el inicio de su texto.

Cuando la tasa de rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso –lo que sucedía hasta el siglo XIX y amenaza con volverse la norma en el siglo XXI-, el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas.  (Thomas Piketty, 2014: 15).

 

A título ilustrativo, los aumentos salariales en los países controlados por el FMI se establecen tomando como indicador la tasa de inflación del año anterior, medida que automáticamente conduce a una pérdida permanente del poder adquisitivo del ingreso de los trabajadores. Una violencia ejercida contra un amplio sector de la población sin emplear armas de fuego, aunque sí produce enfermedades y muertes reales. En México, por ejemplo, el poder adquisitivo del salario mínimo en 2017 representa el 25% del valor que ostentaba en 1982.

La soberanía nacional nominalmente existe, menguada, al borde de la agonía, aunque subordinada ahora a la tutela de las grandes potencias y a la presión que los organismos económicos internacionales ejercen sobre el Estado nacional como subsistema subalterno. Se transita por un proceso a escala planetaria en el que la obediencia a las leyes estatales se somete a la obediencia de las leyes económicas elaboradas por especialistas neoliberales, entendidas como la contribución a un crecimiento continuo de la producción y los servicios, mediante el aumento exponencial del rendimiento y la orientación de todas las actividades sociales, culturales y políticas a funcionar como empresa. Por supuesto, las leyes de la economía no son el producto de una elección popular, y las autoridades de las democracias modernas surgen de una propaganda diseñada de acuerdo con los preceptos de Goebbels: “Una mentira repetida muchas veces termina por convertirse en verdad”. Como afirma Adam Curtis en HyperNormalisation: “Vivimos en un mundo donde los poderosos nos engañan. Sabemos que mienten, y ellos saben que sabemos que mienten, pero no les importa. Decimos que nos importa, pero no hacemos nada. Nada nunca cambia. Es normal. Bienvenidos al mundo de la post-verdad”. El cinismo se expande como gas mortal.

En la coyuntura que atraviesan los estados nacionales, los partidos políticos –casi sin diferencias ideológicas- emplean todos los recursos a su alcance para apropiarse el control del gobierno, y mienten con descaro para seducir a las masas prometiendo altos niveles de consumo y bienestar, en consonancia con las leyes de la economía, reverenciadas como verdad que reveló Adam Smith. El pago que reciben por la administración de las instituciones estatales consiste en el financiamiento privado de sus campañas y la explotación de sus funciones como un negocio en que predomina la extorsión, que abarca desde la concesión de contratos a empresas hasta la propia impartición de justicia.

 

De la “guerra fría” a la “guerra sistémica”

¿Por qué designo como guerra sistémica la situación mundial? Derivada del predominio del capital financiero, la desigualdad económica, social, cultural y política se propaga en todos los continentes, paralela a la agudización de la violencia, que provoca niveles de inseguridad muy elevados. En la calle, en el transporte público, en el propio hogar, se está expuesto a los asaltos, al secuestro, al asesinato y todo tipo de crueldades, peligros que ilustran la idea de ciudades minadas. El tejido social se halla deteriorado al punto de que ya no se confía en los familiares ni en los amigos, que suelen ser los primeros investigados ante un crimen. Como dije, la sensación de pisar terreno minado en cualquier rincón predomina en la conciencia de la población. El modelo de ciudad blindada se extiende de las megalópolis a los poblados medianos y pequeños, mientras que en las zonas rurales continúa el asedio de caciques violentos, de bandas de narcotraficantes, de empresas mineras o de proyectos de presas hidráulicas que expulsan a las comunidades. En fin, las diferencias de género, étnicas, religiosas, políticas y económicas se hallan en plena ebullición y estallan por todas partes, y ello redunda en conformar una sociedad fragmentada, con grietas abismales.

La guerra en un sentido amplio es la mayor de las violencias entre seres humanos. La palabra guerra proviene del germánico werra (desorden, pelea, confusión, discordia); es decir, remite a una idea de caos, de ruptura de un cierto orden basado en normas que repercute en el corazón, que afecta las emociones, sobre todo causando miedo o terror. Y como una supuesta especie racional que somos, en este 2017 nos hallamos en medio de un estado de guerra generalizada, sin que se visualice un campo discernible de amigos-enemigos, con modalidades muy específicas, diferentes a la guerra de Troya o a la guerra de los Cien años, inclusive no se parece a ninguna de las dos guerras mundiales del siglo XX y tampoco a las de Corea o de Viet Nam. El eje en torno al que giran las violencias propias de esta guerra generalizada es el funcionamiento de la economía mundial, cuyos movimientos se reflejan en desastres que afectan a las regiones más dispares. Se argumentará que la economía siempre ha influido en desatar conflictos armados; es cierto, pero en la actualidad los movimientos de la economía se planean desde sitios interesados en la acumulación sin límites, calculando incluso la devastación y la pobreza que arrojará el desarrollo de todo tipo.

El principal agente de esta guerra generalizada no es un ejército en particular, aunque tanto los militares como los grupos armados irregulares desempeñan un papel clave en esta violencia planetaria, junto con la esclavización de personas, el hambre, la ignorancia, el desempleo, la migración obligada, la discriminación, la falta de un techo, el calentamiento global. La causa determinante es sistémica e invisible, y tenemos que identificarla en el capital financiero como termómetro de la marcha de la economía. Por ese motivo se hace referencia a una guerra sistémica, que no se restringe a enfrentamientos armados entre estados; también hay ejércitos privados de narcotraficantes y de grupos terroristas, así como una exacerbación de la delincuencia en pequeña escala, de los atentados públicos por parte de psicópatas y de la violencia doméstica, y entre vecinos.

Los movimientos en el dólar o en el euro, en la libra esterlina o en el yuan chino, son decisivos para detonar crisis en cualquier parte del mundo. Por consiguiente, son los intereses de las grandes corporaciones los que en última instancia determinan la demencial acumulación de las armas, cuyo valor de uso es matar. A su vez, las batallas políticas en el interior de los estados nacionales se dan en torno a la relación con los movimientos del capital financiero a escala internacional, al tiempo que, para alinearse a las tendencias económicas mundiales, los gobiernos nacionales emplean la cooptación de aliados mediante prebendas y extorsiones de distinta índole. Se forman grupos blindados del poder, cuyos integrantes se unen por una complicidad que preserve la impunidad frente a la corrupción. Enfrente de estos grupos de poder no se hallan los partidos ni los sindicatos como balance para el ejercicio del poder; ya pasó la época en que fungían como un efectivo mecanismo de representación de los intereses colectivos, ya sea de los ciudadanos o bien de los trabajadores. En el interior de estas organizaciones se han conformado elites cuyas “conveniencias” coinciden más con los detentadores del poder que con los intereses de sus miembros.

No obstante, los datos macroeconómicos no explican automáticamente el crimen de un chico de quince años para arrebatarle su teléfono móvil. La relación explotadores/explotados, aunque se cumple desde el vértice de una pirámide, atraviesa la sociedad entera, pero las relaciones de dominación y de dirección se reproducen en cada grupo humano concreto. Cabe distinguir niveles en los que se manifiesta la organización social o, por decirlo con palabras de Laclau y Mouffe, las relaciones sociales legítimas y las que tratan al subordinado como objeto.

Entenderemos por relación de subordinación aquella en la que un agente está sometido a las decisiones de otro -un empleado respecto de un empleador, por ejemplo; en ciertas formas de organización familiar, la mujer respecto al hombre, etc.-. Llamaremos en cambio, relaciones de opresión a aquellas relaciones de subordinación que se han transformado en sedes de antagonismos. Finalmente, llamaremos relaciones de dominación al conjunto de aquellas relaciones de subordinación que son consideradas como ilegítimas desde la perspectiva o el juicio de un agente social exterior a las mismas -y que pueden, por tanto, coincidir o no con las relaciones de opresión actualmente existentes en una formación social determinada. (Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, 2011: 196).


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Se ha sostenido la tesis de que esta guerra nos afecta a todos, en mayor o menor medida. En la base de una sociedad compleja siempre se ubican los llamados grupos primarios, es decir, los que entablan relaciones cara a cara, y que se reúnen con un objetivo específico (educativo, de trabajo, terapéutico, familiares, de esparcimiento), en cuyo logro se requiere que un líder aceptado tome decisiones apoyándose en reglas específicas que organizan las interacciones. En este caso, se supone que las relaciones de subordinación se aceptan, con discusiones o discrepancias intermitentes. Ahora bien, en ese contexto suelen cometerse excesos de distinto tipo (relaciones de opresión), que suscitan desequilibrios en la relación debido a que el líder concentra las decisiones a su favor. Se está en presencia de distintos tipos de opresión: del maestro respecto del alumno, del jefe con relación al empleado, del varón que violenta a la mujer. Se plantean en cualquiera de los subsistemas en que se administra el mundo de hoy. La opresión, a su vez, se suma a las relaciones de dominación que prevalecen en el conjunto social, y que se encarna vía instituciones. No hay que tener una visión romántica de la realidad. Eran jefes de tribus africanas (relaciones primarias) los que atrapaban congéneres negros para entregarlos a los traficantes blancos de esclavos (superestructura política y económica). Entre los más pobres suele haber caciques que los controlan, así como dirigentes que terminan asesinados por defenderlos. En contraste, la dirección con autoridad democrática se revela en una conducción transformadora de las personas a cargo de un líder que convence con su ejemplo.

En la Crítica de la razón dialéctica, Jean-Paul Sartre analiza la relación entre el yo y el otro, y distingue dos tipos de vínculo que están presentes entre los miembros de un grupo que se hallan en proximidad física: en un caso se verifica la oposición “reciprocidad como relación de interioridad” y en otro se asiste a la “soledad de los organismos como relación de exterioridad”. Entiéndase la “reciprocidad”, el primer caso, como la expresión de algún nivel de conocimiento o trato íntimo entre el yo y el otro (una reunión de amigos, vecinos que se llevan bien, asistentes a un seminario). Hay una percepción en que el yo interioriza al otro; mientras que en la situación de “soledad” el otro es ajeno al yo, ni siquiera se lo saluda. En las reuniones de personas que están obligadas a encontrarse anónimas en los llamados ahora no-lugares, predomina la relación de exterioridad y, por consiguiente, la mutua indiferencia.

Hay un grupo en la plaza de Saint-Germain; esperan el autobús en la parada, delante de la iglesia. Tomo aquí la palabra grupo en su sentido neutro: se trata de un conjunto de personas que aún no sé si, como tal, es el resultado inerte de actividades separadas o una realidad común que ordena los actos de cada uno, o una organización convencional o contractual. Estas personas –de edad, de sexo, de clase, de medio muy diferentes- realizan en la banalidad cotidiana la relación de soledad, de reciprocidad y de unificación por el exterior (y de masificación por el exterior) que, por ejemplo, caracteriza a los ciudadanos de una gran ciudad en tanto que se encuentran reunidos, sin estar integrados por el trabajo, la lucha o cualquier otra actividad en un grupo organizado que les sea común. En primer lugar, en efecto, hay que ver que se trata de una pluralidad de soledades: esas personas no se preocupan las unas por las otras, no se dirigen la palabra, y en general ni se observan; existen unas junto a otras al lado de una parada de ómnibus. (Jean-Paul Sartre, 1995: 396).

 

El concepto de serialidad sartreano es bastante complejo y no se reduce al hecho de que los miembros de una serie pueden ser sustituidos por otro miembro análogo. Se comienza a entender por la relación dialéctica (de mutua inclusión de los contrarios) entre el yo y los otros. YO he sido formado por el Otro, y al mismo tiempo soy diferente al otro. En mí existe un interior (conciencia, inconsciente, superyó) y un exterior (perceptible como cuerpos orgánicos similares al mío) respecto del cual yo soy yo, pero soy otro para los otros, soy exterior para el interior de los otros. ¿Se entendió? A quienes miro como objetos, me visualizan a mí como objeto. Y nuestras relaciones se basan en objetos (las pantallas de TV y del cine, del celular, esta pantalla de la computadora). El espacio/tiempo virtual nos arranca de la situación espacio/tiempo real. Hay un ser común trascendente a los objetos que posibilita la producción en serie de conductas que aparecen como absurdas a la mirada del que prescinde de esa trascendencia.

Nos movemos en un espacio planetario en el que se ha logrado identificar el desarrollo del tiempo con el movimiento acumulativo del dinero, de modo que la maximización de los beneficios económicos rige la historia. A su vez, la moneda en sus distintas denominaciones (dólar, euro, yuan o yen) circula como lenguaje universal entre los mortales. Time is money, se dice en inglés, y en todos los idiomas el valor monetario invade hasta los espacios de la intimidad humana. Y este efecto sobre la comunicación y las jerarquías sociales se produce porque el capitalismo se ha convertido en un sistema mundial que subordina a los intereses de la “acumulación infinita” todas las formaciones sociales existentes. Aun la tribu más aislada del Amazonas está sujeta a los vaivenes de la explotación mercantil de los bosques, que amenaza con hacer desaparecer las condiciones naturales en que se desenvuelven sus miembros, de manera que su destino es el exterminio o la integración como fuerza de trabajo barata a las ocupaciones urbanas más denigrantes. El hábitat natural de las diversas especies retrocede y en muchos puntos del planeta tiende a desaparecer, privando a sus habitantes del sustento que estaba a su disposición. Cada vez que paso cerca del lago de Cuitzeo en Michoacán advierto con tristeza la disminución del agua invadida por la tierra y miro con impotencia las menores parvadas de garzas.  

Una de las consecuencias de la polarización social es que se imponen políticas basadas en el rendimiento del trabajo individual como un incentivo del consumismo, es decir, el consumir tomando como parámetro las necesidades creadas por la publicidad comercial, que tiene un cariz político al producir personajes en serie que ambicionan tener la marca más renombrada de las pantallas de televisión o el teléfono móvil más complejo. Círculo vicioso entre producir para consumir y consumir para producir. Y para obtenerlo hay sectores que encuentran en la violencia física el único medio a su alcance: asaltos a casa habitación, en la calle o en el transporte público, así como en el privado. La violencia de las armas, en otros casos, se impone en nombre de valores presuntamente religiosos (Siria, Iraq, Israel, etcétera) y provoca masacres y emigración masiva de poblaciones.

Precisamente, la fuerza de trabajo se ha transmutado en una mercancía más. En el imaginario creado por las pantallas se difunde un discurso que exhorta a la productividad y a la valorización del sujeto individual. Se populariza el concepto de “capital humano” y las técnicas de coaching adecuan las voluntades para encaminarse a un crecimiento indefinido del sujeto social. En la misma línea operan los libros, los talleres, los videos de “superación personal”. Estamos en presencia del fenómeno que ya había identificado Foucault en la década de 1970.

“El homo economicus es quien obedece a su interés, aquel cuyo interés es tal que, en forma espontánea, va a converger con el interés de los otros. Desde el punto de vista de una teoría del gobierno, el homo economicus es aquel a quien no hay que tocar. Se lo deja hacer. Es el sujeto o el objeto del laissez-faire. (Michel Foucault, 2012: 310).

 

El interés individual que privilegia la acumulación de recursos económicos se erige como la ética del neoliberalismo, y subordina otros órdenes de la vida social, que adquieren un tinte de valor simbólico acorde con su valor monetario. La competencia rige en todos los ámbitos, desde el terreno económico a las elecciones políticas, que se ganan más con dinero que con talento. El triunfador no necesita argumentos al estilo del “imperativo categórico” de Kant; su logro lo encamina a posicionarse en el capital financiero. Un proyecto comunitario alternativo choca con una realidad poderosa: la atomización de los grupos sociales y la creciente individualización de los intereses; elementos que educan los sentimientos para sobrevivir en un mundo que se disputa el mínimo espacio.

En la actualidad, la capacidad aniquiladora de las armas está en condiciones de hacer estallar todas las civilizaciones, mientras que mediante sofisticadas tecnologías se explota la naturaleza con resultados desastrosos para el equilibrio ecológico del planeta. En su análisis es necesario partir del empleo del concepto de violencia simbólica, formulado en su origen por Pierre Bourdieu, a fin de que se distinga entre violencia generadora de vida (Eros) y violencia de muerte (Thanatos). En otras palabras, el carácter bifronte de la violencia (construye y destruye) nos obliga a indagar en qué consiste su naturaleza propia si queremos ayudar a la contención de la crisis mundial que perjudica principalmente a los menos favorecidos por la economía y la política. Si se sustantiva la violencia y en sí se desecha toda violencia como perjudicial en sí, no se llega a determinar cuáles violencias son creadoras y cuáles son necesarias para transformar la realidad.

En una acotación a la célebre Tesis XI sobre Feuerbach que escribiera Marx, Heidegger (2007: 362) planteaba que “una transformación del mundo así pensada exige previamente que se transforme el pensar”. Un fenómeno no se transforma si no conocemos su modo de operación, si no estamos en condiciones de responder a la pregunta sobre cómo se desencadenan los procesos violentos y qué efectos producen sobre el tejido social. Y si el fenómeno lo encuadramos en categorías pretéritas, no se ha modificado la forma de entenderlo. En particular, en una época de producción de los discursos dirigidos a aprisionar los sentimientos y las creencias, se impone determinar la especificidad de la violencia que se ejerce a escala global, proceso en el que desempeñan un papel clave los educadores de facto representados por los medios de programación de masas hegemónicos.  

Desde la acumulación originaria, descrita por Marx en el conocido capítulo XXIV, la violencia destructiva se erigió en un requisito sine qua non del desarrollo del modo de producción capitalista. La situación no se presenta distinta en nuestros días, pese a que su ejercicio es más complejo de abarcar por el creciente carácter artificial del mundo cotidiano en que nos desenvolvemos y su efecto en la conformación de las subjetividades. La necesidad de incrementar sin límite la producción y la plusvalía condujo a que el modelo capitalista no se restringiera a una región cerrada de un país. En línea con esta constante exigencia expansiva, la dinámica que asume el capitalismo a partir de la década de 1980 se transforma respecto de las pautas vigentes en la guerra fría. En especial se debe de considerar que la organización empresarial se expande a las más diversas actividades económicas, sociales, políticas y culturales. Se constituye al individuo en una empresa que se explota a sí mismo en nombre de la productividad.  La tarea que yo propongo es pensar desde abajo junto al otro, algo parecido a lo que sostenía Ulrich Beck cuando al oponerse al etnocentrismo y al nacionalismo escribió: “El núcleo del cosmopolitismo, como afirma el presente libro, es el reconocimiento de la otredad de los otros” (Ulrich Beck, 2004: 371). En la guerra sistémica la subjetividad del otro se presenta como simple carne estadística a disposición de la ética narcisista que se instituye en torno al actor de un mundo dominado por la forma mercado en los planos económico, político, cultural y social. ¿Cómo es posible que los intereses de un individuo sean convergentes con aquellos que en el mercado se presentan como sus competidores? Paradoja de Adam Smith.

Antes de ser un animal productivo, el ser humano es un animal que habla, que aprendió una lengua que instruye su animalidad biológica; el lenguaje lo ha incorporado a la sociedad y ese lenguaje es modelado para convertirlo en fuerza de trabajo, vendiéndole la ilusión del poder que brindaría el acceder al capital financiero. La distopía 1984 de George Orwell parece estar cumpliéndose al pie de la letra en cuanto a la imposición de una neolengua que poco a poco va despojando de significado a las palabras clave vinculadas con la libertad, o bien va generando contenidos antagónicos a los anteriores. Desde hace un tiempo escuchamos la expresión “lo naco es chido”, en la que se combinan palabras que en su origen designaban realidades opuestas. En el apéndice de la obra, el autor explica que se ha establecido el duckspeak (graznar como un pato): “Al final de cuentas, se esperaba que todos emitieran palabras desde la laringe sin que participaran en absoluto los centros del cerebro.” El sujeto empresario sólo requiere de un lenguaje cuantitativo, como el “dueño de las estrellas” en El Principito.

En suma, la política diseñada con la posverdad triunfante en el neoliberalismo posee dos características centrales: atomización de la sociedad en grupos regidos por un discurso políticamente correcto y privilegio del lema “creer para comprender” por encima de “comprender para creer”. La historia enseña que los eufemismos y las mentiras pueden prender en las emociones y en las creencias, pero la fuerza de los hechos terminará por vencer.

 

Notas:

[1] “Circunstancias en las que hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que lo que lo hacen los llamamientos a emociones y creencias personales”.

[2] http://www.globalissues.org/article/75/world-military-spending.

[3] Véase, http://www.globalissues.org/article/75/world-military-spending.

[4] Entrevista en el periódico La Jornada, 7 de febrero de 2016.

[5]  Periódico La Jornada, 3 de julio de 2016.

[6] The Assassination Complex: Inside the Government’s secret drone warfare program, mayo de 2016.

[7] Publicado en la edición del 14 de mayo de 2016 por el periódico eldiario.es. “Asesinatos por control remoto en la era Obama”.

 

Bibliografía:

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  • Marx, Karl (2011), El Capital, tomo I, volumen I, México, Siglo Veintiuno Editores.
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Cómo citar este artículo:

SÁEZ A., Hugo Enrique, (2017) “En una coyuntura mundial de guerra sistémica”, Pacarina del Sur [En línea], año 9, núm. 33, octubre-diciembre, 2017. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1510&catid=14