Tesis sobre la violencia de la modernidad capitalista: ontología y semiótica[1]

Thesis on the violence of capitalist modernity: ontology and semiotics

Tese sobre aviolência da modernidade capitalista: ontologia e semiótica

Ricardo Orozco[2]

 

Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el auténtico revolucionario se guía por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar a un revolucionario auténtico sin esta característica.

Che Guevara

 

Tesis I. Toda violencia es una performación social que responde a procesos y determinaciones civilizatorias concretas

¿Qué es violencia? La respuesta a este cuestionamiento, más que la pregunta misma, se presenta, ya en el terreno de las ciencias sociales o en el de los discursos biologistas,[4] como un recurso trillado: argumento falaz alrededor del cual se construye una serie de tautologías que, en el mejor de los casos —cuando la tarea de desentrañar la complejidad de la categoría no es confinada al plano de la absoluta determinación de la psique humana— la presentan como una relación social omniabarcadora, inmanente a la totalidad de los horizontes existenciales de los sujetos individuales y comunitarios que, de manera simultánea, subordina su intelección a un amplio conjunto de conceptos que designan desde su origen hasta los medios que utiliza, la intensidad de su ejercicio, la escala de su aplicación, la forma de manifestarse, el objeto sobre el cual se ejecuta, las consecuencias de su desdoblamiento, etcétera.

Así, abstraer el significado de la categoría tiende a transitar, por regla general, por la caracterización que es posible obtener a partir de la arbitraria selección particular del conjunto de conceptos subordinantes tejidos en su enunciación: ya por valoraciones que la adjetivan como inhumana, cruel, avasallante, atroz; pero también por nominalidades que la diseccionan en violencia física, pública o estatal, de género, emocional, sicológica; así como por mediaciones según las cuales es portadora innata de la naturaleza humana, de la ira, de la agresividad, de los instintos de supervivencia, de la competitividad del individuo, y así ad infinitum.

En este sentido, y ante su fracaso en la elaboración de una exégesis ontológica de la violencia, dentro de los campos discursivos de las ciencias sociales y humanas es un terreno común recurrir —aún en aquellos trabajos que se esfuerzan por comprender al hecho violento en clave antropológica—, a la esencialización o trascendentalización de la naturaleza de la violencia a partir del esquema trinitario, de corte freudiano, de la constitución del Ser-humano.[5] En efecto, de acuerdo con esta tendencia, rastreable hasta la dualidad cartesiana que opone el mundo de la naturaleza al mundo de lo humano, la historia de la violencia es la historia de la eterna autorrepresión de la estructura instintiva, animal, del hombre en pos del establecimiento de formas socioculturales de organización comunitaria que permitan su continuidad como especie y civilización.

Francisco de Goya, Saturno devorando a un hijo (1823)
Imagen 1. Francisco de Goya, “Saturno devorando a un hijo” (1823). www.museodelprado.es 

De ello se obtiene que el individuo, preso de sus instintos e imposibilitado para escapar de ellos o siquiera transgredirlos, arrojara la experiencia de su existir —luego de la frustración que le significó la irrealizable utopía de vivir un mundo de plena gratificación de sus necesidades biológicas, y del trauma que conllevaba el garantizar su individualidad recurriendo al ejercicio de la violencia—, a un «principio de realidad» (Freud, 1950), subordinante y redireccionador de su comportamiento salvaje hacia el objetivo de construir la historicidad del proyecto civilizatorio de la humanidad.

Y es que, en esta misma lógica, el individuo, para edificarse como sujeto social, sujeto-de-civilización, debió reprimir en sí la inercia de vivir como mero cúmulo de impulsos animales a través del desarrollo y perpetuo acendramiento de su capacidad de razón. Es decir, debió materializar su autopreservación en un conjunto razonable y voluntarioso de instituciones —culturales, éticas, políticas, económicas, etcétera. El punto de discordia en este proceso, no obstante, es que esa natural animalidad subyacente, al ser retenida y perpetuada por el inconsciente, tanto filogenética como ontogenéticamente (Marcuse, 1983), se acumula en la experiencia humana en la forma de pulsiones destructivas del proceso de civilización.

Por eso se presume que la violencia, aún dentro de las sociedades con el más alto grado de refinamiento de sus formas cortesanas (Elías, 2012), es una condición humana insalvable: porque entre mayor es la represión de las pulsiones mayor es, en proporción inversa, la intensidad con la que éstas se vuelcan a la trasgresión de las fuerzas que las subyugan. Así pues, el proceso de civilización es un proyecto que se debe actualizar y afirmar de manera permanente, indefinida, porque sólo a través de esa continua acción autopreservativa de la sociedad el instinto de muerte animal se ve cuestionado.

Ahora bien, esta presunta voluntad civilizatoria habría demandado, en el transcurso de la evolución humana, no sólo el perfeccionamiento constante de la actividad consciente por encima del inconsciente, sino la reconfiguración de las estructuras orgánicas en las cuales se desarrolla la cognición. En este sentido, el sistema nervioso central, en general; y el cerebro, en particular; forzados por la superposición de la lógica formal como principio organizativo de la vida comunitaria, habría desplazado al «cerebro reptiliano» (Sanmartín, 2006: 37) de los individuos a la pura función de mantener activos a los instintos de supervivencia gregaria —y al juego de emociones presocializantes de ellos derivado—, en tanto núcleo substancial subyacente del fundamento de la vida específicamente humana.

Llevada hasta sus últimas consecuencias, esta manera de proceder en la analítica de la violencia afirma que, dentro de las sociedades arraigadas en canales de socialización con una profunda vocación civilizatoria, aquella sólo es posible si: a) la transmisión filogenética de la acción represiva se rompe, es decir, si el código genético no dona, de manera correcta, el cúmulo de experiencias que la especie humana ha encriptado en la forma de genes autorrepresivos; b) en el individuo se desarrolla algún tipo de malformación orgánica de su sistema nervioso central; c) la función contenedora de la sociedad (superego, en lenguaje freudiano) no logra que el individuo introyecte el cúmulo de instituciones que la midms fundó para reforzar el principio de realidad originario; d) cualquier combinación de las anteriores.

Pero también, en esos límites —ampliados cada vez más por el progreso alcanzado por discursos biologistas como las neurociencias y la psiquiatría—, este tipo de analítica individualiza la experiencia vivencial de los sujetos; negando, por una parte, tanto su pertenencia a los núcleos comunitarios dentro de los cuales se desenvuelven como a las subdeterminaciones o precondicionamientos que su existir en sociedad tejen alrededor de ellos; y por la otra, anulando justo aquello que, se supone, pretendían reivindicar: el carácter específicamente humano de cuestionar la consistencia puramente material u operativa del Ser-humano.

Y es que si bien es cierto que en el ser humano su forma elemental le es dada por la naturaleza, también lo es que la existencia social implica, de manera irrenunciable, la puesta en marcha de un proceso permanente de intercambio de elementos entre la forma de lo específicamente humano y la forma de lo puramente natural. Diálogo entre ambas dimensiones en el que lo natural, como gregariedad o reproducción biológica del organismo humano, es puesto en juego por la inconsistencia que adoptan las múltiples formas que se da el individuo en la construcción de su sujetidad (Echeverría, 2010).

De ahí que el pugnar por la patologización de la violencia, por cuanto reconocimiento de que las causas de ésta se encuentran en alteraciones psicosomáticas individuales, no sea más que el intento por velar el carácter violento de procesos civilizacionales particulares interiorizados por aquel. Porque presenta al hecho violento no como el reflejo del espíritu de su sociedad, sino como la tautología de la personalidad del sujeto: el rasgo irrenunciable de una manera de ser específica, caracterizada por una serie de condiciones conductuales sobre las cuales se edifica la «anormalidad» (Foucault, 2000) de su Ser-en-el-mundo.

Así pues, en la naturalización de la violencia, en su análisis como condición genética, el sujeto, en sí mismo, no representa ya otra cosa que el hecho violento corporizado, la materialidad propia de ésta incluso antes de ser ejercida: transgresión de las leyes que gobiernan el principio de realidad porque atenta, a través de una falla, una debilidad o una incapacidad del sujeto, en contra del conjunto de los mecanismos desarrollados por la sociedad para preservar a la especie humana. Inmadurez psicológica, desequilibrio afectivo, carencias socioemocionales, perversidad ética, personalidad subdesarrollada, debilidad de carácter, cognición poco estructurada, desequilibrio apreciativo de lo real, o nociones similares y derivadas son, entonces, indicadores de que la violencia ya es una condición humana —inmanente a los individuos que presentan dichos rasgos (Ídem).

 

Tesis II. La violencia, construida como práctica individual con fundamento en la naturaleza humana, funda el correlato que la justifica y legitima en su relación con el derecho y la justicia, por un lado; y con el Estado-Nación moderno capitalista, por el otro; en tanto medio de ejecución de uno y otra, para conseguir un orden social normalizado

Una analítica de la violencia que individualiza el ejercicio de ésta, abstrayendo al sujeto social del núcleo comunitario en el cual desarrolla su existir, plantea la infranqueable exigencia de fundar órdenes políticos cada vez más totalizantes,[6] capaces de reducir a su mínima expresión el riesgo latente en cada individuo de violentar a sus semejantes. Después de todo, si se concede que la violencia, por cuanto agresión instintiva sublimada, es opuesta a todo lo que significa el fundamento de la civilización, se termina aceptando que ningún individuo se encuentra a salvo de ser agredido en tanto no exista un poder, superior al de la pura individualidad, que administre y garantice la integridad de las individualidades que componen lo comunitario.

Cuando la violencia ejercida por el individuo se objetiva en esos niveles superiores de organización colectiva se convierte en un imperativo, para esa misma colectividad, de una parte, que la suma de las violencias individuales se organice a partir del postulado de que sólo una violencia mayor es capaz de suprimir a cualquiera de las particulares; y de la otra, que se afirme a sí misma como determinación última de la validez propia de esa violencia colectiva, sin recurrir a cualesquiera otros argumentos que no se autorreferencien a la inmanencia de su origen comunitario.

La violencia de la colectividad, así, se distingue de la ejercida por los individuos en la medida en que la primera se encuentra anclada a un principio de ejecución razonable, pero también, en que afirma el sentido positivo de su utilización, la legitimidad de sus fuentes de profusión y la justa finalidad de su aplicación. En efecto, de acuerdo con esta concepción, el ejercicio de la violencia, a lo largo del proceso civilizatorio por el cual transita la humanidad, se ve atravesado por una dinámica de permanente expropiación que lo resitúa y lo circunscribe a la relación que es posible establecer entre su objetivación y esas dos nociones un tanto más amplias, abarcadoras y sublimes, que designan lo justo y lo legítimo (Benjamin, 2012).

Por cuanto al primer criterio, la sentencia es que la finalidad es el recurso de inteligibilidad y sanción de cualquier hecho violento; toda vez que un fin justo, por definición, tiende a justificar la instrumentalidad de la violencia.[7] Y en lo que respecta al segundo, por su parte, el dogma fundamental atraviesa la idea que garantiza la justicia de los fines por medio de la legitimidad de los medios (Ídem). La cuestión es, no obstante, que aunque ambos campos parecen copertenecerse, lo cierto es que cada uno se sitúa en franca contraposición al otro, pues el reino de los medios, de la legitimidad, es tan ciego a la incondicionalidad de los fines como ciego es, en correspondencia, el reino de los fines, de la justicia, al condicionamiento de los medios. De ahí que se requiera de una entidad, o mejor, de una abstracción, por medio de la cual la mutua repelencia de ambos extremos encuentre una síntesis incuestionable por el puro recurso a su autorreferenciamiento.

En la modernidad capitalista,[8] esa abstracción que resuelve el conflicto entre legitimidad y justicia adopta la forma estructural del Estado —con su variante nacional hegemónica. Y lo hace, en un primer movimiento, recurriendo a la esencialidad de su existir como un hecho inherentemente justo y legítimo; mientras que, en un segundo plano, lo hace considerando al derecho de la persona aislada, esto es, a la violencia que ésta detenta como prerrogativa autopreservadora de su vida, como una amenaza. Pero no en contra de la instrumentalidad del Estado, sino en contra de la existencia misma de éste, y del conjunto de instituciones políticas, económicas, culturales, éticas, etc., contenidas dentro de los confines de su legalidad; en tanto representaciones más acabadas de la reproducción artificial del principio de realidad.

El grado de perfección que detenta la entidad estatal para resolver las diferencias entre individuos, en consecuencia, no se explica si no es por medio de la matriz axiológica que éste despliega para refuncionalizar las particularidades en metas colectivas de validez universal.[9] Pues ante su funcionamiento y, sobre todo, ante la mirada inquisidora de los discursos que defienden al monopolio legítimo de la violencia materializado en el Estado, la violencia del individuo se presenta como una condición humana bárbara, contraria a la inevitable inercia que conduce a la humanidad por un espacio-tiempo unívoco, lineal, unidireccional y ascendente.

La postideologización de la vida en sociedad, la despolitización de los individuos, a través de la absoluta interiorización de la matriz axial moderna[10] son, por tanto, exigencias indispensables que debe poner en marcha una entidad estatal abocada a la consecución de libertades individuales no-conflictivas (Žižek, 2010). Porque sólo dentro de esta suerte de autoproyección subjetiva de una identidad ocupada por la condensación de comportamientos contradictorios, la tensión interna a cada cuerpo social se disuelve en la aceptación del lugar al que cada cual pertenece dentro de la totalidad del conjunto.

Un Estado-nacional puritano,[11] garante del laissez-faire en la actividad productiva/consuntiva de la sociedad, en este sentido, confirmaría que la reemergencia de lo reprimido sea una posibilidad excluida de la cotidianidad; habida cuenta de que no sería ninguna pretensión voluntarista de la comunidad natural o de la comunidad política el principio normativo de tal empresa, sino la velocidad, la intensidad y la profundidad con la que el intercambio mercantil logre modernizar y civilizar al cuerpo social. Y es que, de acuerdo con la lógica —evidente en sí misma—, ese traducir la conflictividad y la violencia en simples dificultades de orden económico, del intercambio material por equivalencias —siempre sostenido, posibilitado y ratificado por el Estado— cumpliría con el reparto justo y legítimo, basado en los merecimientos de cada quien, de las dosis de paz y felicidad necesarias para superar la violenta condición humana; superando, por añadidura, la hostil escasez que llevó al humano, en primer lugar, a someterse al principio de realidad.

Xul Solar, Rua Ruini (1949)
Imagen 2. Xul Solar, “Rua Ruini” (1949). http://www.xulsolar.org.ar

Por eso, desde la interioridad de los discursos hegemónicos —cuyo desenvolvimiento en la exégesis de la realidad se encuentra marcado por una actitud de identificación afirmativa con el hecho capitalista—, fuera de la posición común que adoptan, en la que se asienta que los mayores peligros para la humanidad gravitan en torno del fundamentalismo, la intolerancia y el rechazo a los valores universales inmanentes a la estatalidad; la mayor crítica a la violencia, en la modernidad, de la que son capaces redunda en apuntar que el ejercicio violento del Estado sólo es condenable en el supuesto de que su andamiaje se encuentre sometido a la mentalidad perturbada de ciertos individuos.

Porque a estas visiones, el progresivo acendramiento de la ética protestante que da potencia al espíritu del capitalismo (Weber, 1991) en los esquemas de organización política, en general; y en el Estado-Nación moderno, en particular; se les exhibe como el verdadero cumplimiento de aquella promesa utópica que supone la realización de la abundancia; que si bien no se encuentra ahí, en el presente, a plenitud, ésta, a diferencia de la hipócrita ilusión que significó el socialismo realmente existente —o sus variantes y derivados—, en el siglo XX, actualiza de manera permanente las fronteras cuantitativas de la riqueza producida y consumida (Echeverría, 2010).

En ese sentido, tales discursos ocultan que el Estado-Nación moderno, junto con todo el instrumental del que dispone para hacer efectivo el progreso civilizacional, incumple la promesa de resolver cualesquiera conflictos que se susciten en el nivel de las individualidades que lo conforman. Ensimismados en una lógica de plena concordancia entre los medios y los fines del Estado, con el (supuesto) origen colectivo de éste, los discursos modernos, ya sea que se autoproclamen críticos al orden establecido o paladines de él, no conciben que exista ningún caso justificado de empleo de la violencia, individual o comunitaria, por fuera de la legalidad que aquel instaura. Y es a causa de esa incapacidad que fuera de todos sus argumentos queda el hecho de que así como la violencia individual y colectiva es fundadora de legalidad[12] —en el más amplio sentido del término—, la violencia estatal es, asimismo, preservadora del derecho que la legitimó y justificó en su origen.

Pero tanto ese derecho cuanto el andamiaje axial en él inscrito no son meras generalizaciones categoriales representativas del espíritu y la voluntad comunitarias. Por lo contrario, la génesis de ambos —Estado y legalidad— siempre es resultado de su fuente de profusión particular que se autoproclama y reconoce a sí misma como norma, es decir, como estándar de una específica normalidad conductual, ética, psicológica, política, etcétera. Y por supuesto, al no ser dicha fuente universal, es, en realidad, una uni-versalidad[13] cuyas pretensiones de totalización encuentran el punto de su efectividad en el ejercicio de la violencia que se objetiva sobre aquellos a quienes alteriza.

De ahí que, para el Estado, el individuo siempre sea susceptible de ser (re)producido en términos de alteridad, esto es, como anormalidad; pues es en el ejercicio de poder de vida y poder de muerte que acciona con su violencia en donde se halla su propia reproductibilidad, por un lado; y por el otro, en donde elimina sistemáticamente la posibilidad de que una violencia ajena a su funcionamiento (re)funde un nuevo orden o, más allá, un orden-Otro de sociabilidad.[14]

Ahora bien, señalar a la violencia inscrita en la legalidad del Estado-Nación moderno como una actividad esencialmente confinada al tiempo extraordinario que impone la necesidad de su autopreservación, o a la cotidianidad excepcional presente en instituciones como la prisión, el ejército y la policía, únicamente contribuye a obstaculizar, con mayor fuerza, el impostergable reconocimiento de la densidad con la cual aquella abraza a la totalidad de las capacidades de las que disponen los sujetos —individuales y comunitarios— para (re)fundar y alterar la legalidad de su socialidad.

El uso de la prisión, para organizar la (re)producción sistemática de la criminalidad; el de la policía, para desdoblar hacia afuera el control panóptico; y el del ejército, para garantizar la destrucción bélica entre naciones; son, sin duda, parte importante del instrumental estatal para hacer valer su poder-verdad (Foucault, 2013a). Sin embargo, éstos no pasan de ser manifestaciones superficiales —intermitentes, pese a su sistematicidad— que obnubilan el hecho de que el plano más fundamental, básico o primitivo, del ejercicio de la violencia estatal no se encuentra en el abuso, en el uso indiscriminado, ilegal o injustificado de sus andamiajes específicamente represivos, sino en la manera en que el funcionamiento ya de su pura legalidad impide, expropia, a la sociedad el despliegue del complejo y vasto conjunto de actividades que fundan, ejecutan, modifican y adaptan la vigencia de sus formas sociales.

Capturados dentro de la estructura estatal, los cuerpos sociales ven a su propia politicidad, esto es, al proceso de reproducción de las formas de su socialidad que ponen en marcha los sujetos individuales y comunitarios para dotarse de una identidad, de su mismidad; cristalizada, detenida en su potencialidad creativa/destructora dentro del tiempo de lo cotidiano y el espacio de la especialización productiva/consuntiva (Echeverría, 2010). Lo político, «la dimensión característica de la vida humana» (Echeverría, 1998: 78), así, deja de actualizarse, de reafirmarse en su propia esencia, debido a la coagulación a la que conduce el horizonte inamovible de una legalidad pensada para prolongar indefinidamente el momento ordinario de la vida en sociedad.

 

Tesis III. La dimensión estructural de la violencia que despliega y ejerce la modernidad se funda y mantiene vigente en el proceso de valorización del valor como relación social hegemónica y coagulante de la politicidad de los sujetos

Observar que la violenta vocación totalitaria del Estado-Nación moderno se halla en éste ya en su propia legalidad, ya desde su génesis, no es suficiente para develar que el uso monopólico al que apela se encuentra ahí para asegurar y garantizar la circulación y la circularidad del capital. Es cierto, los cuerpos jurídicos del aparato estatal ya son, de suyo, violentos. Sin embargo, no es aquí en donde se juega por completo su vastedad: alrededor del vínculo normativo que el Estado establece con los individuos, atravesándolo, tejiéndose sobre él, articulándose a él, se desenvuelven varias series más de otros ejercicios —como los del saber y la verdad— también ellos violentos.

En efecto, aunque el Estado y sus instrumentos represivos parecen desplegar una violencia que se antoja avasalladora, lo cierto es que tanto aquel como éstos siguen siendo parte de un universo instrumental mayor al servicio de una violencia primaria —inaugurada en el momento mismo de la gestación de la modernidad capitalista—, más profunda, por cuanto subsume en su lógica, por una parte, a las formas históricas de totalización civilizatoria; y por la otra, al proceso de reproducción social del sujeto.

El Ser del ser humano —señaló Sartre (2008) hace medio siglo— está determinado y se define por la experiencia de éste antes que por su esencia, pues su existencia, después de todo, no es abstracta o una mera generalización vaciada de contenidos. Por lo contrario, el fundamento de la existencia social implica, de suyo, la realización concreta de un proceso irrenunciable de intercambio material entre el sujeto y su entorno. La vida humana, la socialidad de la existencia, así, «consiste en una especie de “diálogo” que la naturaleza mantiene con una parte de sí misma que se ha autonomizado frente a ella» (Echeverría, 2010: 47). Transformada por el trabajo que el individuo realiza en ella para obtener los objetos materiales que necesita, la naturaleza acepta —a su modo— dicha transformación, pero devuelve el cambio sufrido al sujeto, transformándolo también.

El hombre, pues, se afirma a sí mismo por su trabajo, es producto de él. Pero hay más, pues esa intervención del individuo en el medio no es pura gregariedad: a través de su «praxis social» (Sánchez Vázquez, 2003), el sujeto, por un lado, es totalizado —y por ello mismo universalizado— dentro de la materialidad histórica que produce; y por el otro, retotaliza a esa historicidad, concretizándola, para afirmarla como singularidad de ella misma (Sartre, 1975). Y es que el trabajo no sólo (re)produce objetos prácticos: (re)produce, asimismo, relaciones sociales que responden a las necesidades materiales de su momento presente y a la forma en que se organiza la colectividad para cumplir con su satisfacción. De ahí que el humano sólo se manifieste como Ser-humano por medio de la objetivación de sus fuerzas.

Visto en esta dimensión, el humano y la forma que adopta la concritud de su socialidad, de su organización comunitaria, son, siempre y ante todo, un proyecto, una subjetividad que se lanza hacia el porvenir para enfrentarse con esa inigualable pluralidad de posibilidades que representa el medio. Por ello, el plano más fundamental del ejercicio de la libertad en el Ser-humano se encuentra y se desdobla en y desde la capacidad que éste tiene para elegir, de entre los universos de posibilidades que se le presentan, una multiformidad, una pluralidad de proyecciones de sí mismo.

Y es que es justo en esa arbitraria elección de formas sociales, en la inconsistencia y el dinamismo de las concritudes que el ser humano adopta para dotarse de su mismidad, que la (re)producción del sujeto social se distingue de la gregariedad general del ente animal, pues además de perseguir el mantenimiento de su vida en términos puramente orgánicos,[15] garantiza que esa continuidad biológica se dé a través de formas específicas de politicidad. De este modo, afirma Bolívar Echeverría (2010: 59), «el rasgo más peculiar del proceso de reproducción del ser humano es la constitución y reconstitución de la síntesis de su sujeto». Porque en la realización de sus proyectos, los sujetos siempre se encuentran ante la posibilidad impuesta de ser, ellos mismos, diferentes de la identidad que eran al momento de inaugurar su proyección.

Sin embargo, en la modernidad capitalista, tanto el sistema de las capacidades de producción como el de necesidades de consumo giran en torno del valor abstracto de los objetos prácticos; fundando, en el curso de esa valorización, una matriz productivista que, a costa de destruir la arbitrariedad innata en la construcción formal de la socialidad, exige la aceptación de su inmutabilidad, la renuncia individual a toda pretensión crítica, opositora, con objeto de garantizar la continua satisfacción de sus demandas consuntivas.

No son ya los requerimientos propios del proceso de (re)producción social, basados en la forma natural del valor, los que guían el curso de la historia de la humanidad, ni lo que determina la vigencia o la caducidad, la mutación o la permanencia, de sus formas políticas; sino los imperativos de la autovalorización del valor —y su atesoramiento— los que organizan, movilizan, hacen circular y cierran la circularidad de sus dinámicas. De tal suerte que el ser humano, por consecuencia, ya no se reconoce a sí mismo en sus relaciones sociales con otros sujetos: la racionalidad del productivismo moderno capitalista hace que aquel encuentre la esencia de su Ser en las propiedades cuantitativas de las mercancías que atesora; en la posibilidad de que lo superfluo se convierta en necesidad existencial, por intermediación del capital.

Otto Dix, La Guerre (1929-1932)
Imagen 3. Otto Dix, “La Guerre” (1929-1932). www.stadtmuseum-kassel.info/ 

La eficacia con la que el modo de producción moderno capitalista se apropia de la libertad del Ser-humano impide que los individuos sean conscientes de que la saturación de sus vidas por el capital es, de suyo, violenta. Cualquier concepción de una cierta autonomía en el comportamiento del individuo que logre abstraerlo de la estructura capitalista, cualquier idea, asimismo, de libertad interior, de un inconsciente individual ajeno a la exterioridad de lo social, aquí, se ve desbordada por una racionalidad productiva/consuntiva que reclama al individuo en su totalidad.

En este sentido, la potencialidad del sujeto de dotarse de una multiplicidad de identidades, de formas de socialidad concretas, se reduce a un plano «unidimensional» (Marcuse, 1993) de la existencia en el que cada proyección, cada idea, aspiración u objetivo que por su contenido perfile la trascendencia o superación del momento presente, es reducido al lenguaje y los términos de la modernidad capitalista: grandes y elaboradas mercancías meta-físicas —como la paz, la estabilidad, la patria y la nacionalidad; el orden y el progreso; la democracia, el amor, la felicidad y la libertad (burguesa)—; que, encadenadas en series y series de tautologías absorben, en su interior, a categorías menores (cotidianas) para despojarlas de cualquier sentido de oposición, trascendencia o contradicción con referencia al statu quo.

Por ello, si el Estado-nacional es de vocación totalitaria —por coagular la acción política del sujeto social, por despojarlos de su prerrogativa de organizar su vida sobre una base de reproducción orgánica (en términos de Marx)—, el modo de producción/apropiación capitalista lo es por el avasallamiento con el que introduce a la historicidad del sujeto en la época de su reproductibilidad técnica (Benjamin, 2003). En efecto, la historicidad de la modernidad capitalista —orientada hacia la acumulación temporal y el incremento constante de la efectividad del medio de producción— es la del abandono de la organización proyectada del proceso de (re)producción social, de la claudicación de la tarea de asignar a los individuos que la componen un identidad concreta, correlativa y coperteneciente a la identidad colectiva —por demás inexistente.

Enfocada toda la potencialidad del sujeto en el mejoramiento de la efectividad técnica del modo de producción —para conseguir cada vez mayores volúmenes de valor abstracto acumulados en las mercancías—, aquel renuncia a la organización identitaria de su mismidad comunitaria para redundar en la consecución lineal, unidireccional y ascendente de la magnitud cuantitativa del valor abstracto. Así, la técnica coloniza a ese substrato cultural antecapitalista que daba fundamento a la forma natural de la (re)producción social, y la aniquila; desvaloriza su autenticidad y la vigencia de «su aquí y ahora» (Benjamin, 2003: 42), por lo que todo cuanto en ese substrato, a partir de su origen, es transmisible como tradición, permanencia material y testimonio histórico, «al multiplicar sus reproducciones, pone, en lugar de su aparición única, su aparición masiva» (Benjamin, 2003: 44).

De aquí se desprende que esta violencia originaria sea el nivel más profundo y abarcador de todas las posibles tipologías que se identifiquen. Porque además de ser una violencia que recubre, que satura y desborda cada porosidad del cuerpo social es, asimismo, la única violencia estructural de la modernidad capitalista, la que la funda y mantiene en su vigencia. En este sentido, frente al resto de violencias perceptibles, la violencia estructural de la modernidad es, además, objetiva, porque contrario a esas otras modalidades subjetivas que se presentan como irrupción dentro de un fondo o una generalidad de nivel cero de violencia, la estructuralidad de aquella es, precisamente, el marco de sostenimiento de ese orden natural, normal, del progreso civilizacional que se asume libre de violencia (Žižek, 2009).

La violencia estructural, por supuesto, adquiere formas subjetivas y se ejecuta por un cierto régimen instrumental, regido por una racionalidad particular: la gubernamentalidad del Estado-nacional (Foucault, 2013a). Las guerras, el proceso de colonización de unas sociedades por otras, los genocidios y los regímenes totalitarios o de dictaduras cívicas y militares; la represión policiaca, la reclusión en las prisiones, entre muchos otros ejemplos, son muestra de esa violencia estructural ejercida a través de una específica subjetividad instrumental. No obstante, no es ahí, en la lectura aislada de cada una de esas expresiones —como si cada cual fuese un universo cerrado en sí mismo, dependiente para su ejecución de una lógica autónoma o puramente adyacente a determinados andamiajes un tanto más amplios que ellos mismos—; ni en su (aparente) irrupción de la paz, del orden y la estabilidad en donde se encuentra lo avasallante de su funcionamiento, sino en el anonimato del que ésta se recubre para hacerse pasar como el curso natural de la historia, como la tendencia, el camino o el fin inevitable por el que cada cuerpo social debe atravesar para constituirse como sujeto-de-civilización. Es decir, es en esa suerte de solipsismo que conduce su propia (re)producción, paralela a la autorreproducción de la valorización del valor, en donde toda su potencia aniquiladora se desdobla.

 

Tesis IV. La dimensión simbólica de la violencia, de la modernidad, se desenvuelve en dos operaciones: i) en el progresivo acendramiento de su carácter normalizador, homogeneizante, de la multiplicidad y la diversidad de universos de sentido concretos; ii) en el despliegue de la reproductibilidad técnica de su uni-versalidad; anulando sus procesos orgánicos

El que la violencia estructural de la modernidad capitalista sea una continuidad, una permanencia inmutable en espacio-tiempo, implica que ella misma debe actualizarse de manera constante e ininterrumpida, toda vez que la resistencia a la que se enfrenta se desprende de ese núcleo irrenunciable de la forma natural de (re)producción social. Y es que así como aquella se recicla, la forma natural de la vida lo hace también; potenciada por las contradicciones, propias de la valorización del valor, que ponen repetidamente en juego la existencia social y orgánica de la humanidad.

La reproductibilidad técnica de la vida apunta, pues, hacia el establecimiento de una normalización, de una estandarización de las relaciones sociales lo suficientemente densa como para reducir a un grado cero de resistencia la actividad humana. No obstante, la pura coerción de la técnica, la subsunción que ésta despliega sobre el sujeto social no es, por sí misma, suficiente para perpetuar la circulación y la circularidad del capitalismo moderno. Una ética, o mejor, un ethos (Echeverría, 2000) de vocación militante y afirmativa con respecto a la naturaleza del hecho capitalista es imprescindible para que la barbarie del modo de producción/apropiación se recicle indefinidamente. Por eso las mercancías más preciadas de las que dispone el capitalismo para perpetuar su progreso no son materiales, sino conceptuales: conjuntos de categorías tautológicas por medio de las cuales el universo de la modernidad capitalista se singulariza y adquiere carácter de interioridad en la experiencia de la vida de los individuos.

El lenguaje de los modernos, de la civilización, así se presenta y se autorreferencia ante ellos como la «casa del Ser» (Heidegger, 1971) que, además de contener toda la experiencia civilizatoria de Occidente, y toda la universalidad de su Saber, es, asimismo, la más clara renuncia a la violencia que han alcanzado los seres humanos (Muller, 2002). En efecto, partiendo del presupuesto de que en el lenguaje, en general; y en sus complejas modalidades habladas, en particular; se encuentran los rasgos que más distancian al animal humano de su animalidad, los Saberes de la modernidad proclaman que dicha facultad es el fundamento y la estructura de la socialización (Heidegger, 1971), por lo que a su utilización le es inmanente —salvo en casos excepcionales, en que alguna patología en el individuo le da un uso fundamentalista—, la renuncia a la violencia y el desplazamiento del individuo hacia la esfera de la construcción de consensos y el intercambio de ideas.

La civilización, de acuerdo con la postura anterior, (pareciera que) viaja en el lenguaje, en la virtud de éste, por un lado, de ser precisamente universal; y por el otro, de establecer mínimos comunes denominadores y un número suficiente de abstracciones que, en el peor de los casos, sinteticen; en el mejor, anulen; las diferencias entre los opuestos. El diálogo, la diplomacia, la corrección política y versiones retóricas similares y derivadas, aquí, se presentan en la forma de un grado cero de violencia; por oposición a las catástrofes que la intolerancia, el fundamentalismo y el extremismo ideológico causan al traducirse en violencia física.

Manuel Rodríguez Lozano, El Holocausto (1944)
Imagen 4. Manuel Rodríguez Lozano, “El Holocausto” (1944). www.latinamericanart.com

El problema de proceder de esta manera es, no obstante, que invisibiliza que en el lenguaje se desenvuelve una dimensión más de violencia objetiva, cuyo despliegue opera en, por lo menos, tres escalas de generalidad. En primer lugar, al universalizar su uni-versalidad, el lenguaje de la modernidad establece una relación de supra-subordinación, de alterización y colonización, con respecto a aquellos lenguajes no-modernos: afirmando su validez por la pura autorreferencia a su origen espacio-temporal, epistemológico, los discursos modernos invalidan y eliminan el universo de variantes epistémicas, de subcodificaciones del código humano que otorgan refugio y concritud a sus correspondientes universos ontológicos.

En un segundo nivel, un tanto más amplio, los discursos de la modernidad violentan por medio de la simplificación de los objetos que nombra (y que crea en el momento de nombrarlos); reduciéndolos a una única característica —aún dentro de la interioridad del propio discurso— y aniquilando su unidad orgánica. Las palabras y las cosas, en este sentido, establecen una relación de unidireccionalidad, en términos unívocos, pero más que ello, una dinámica de designación y significación atomizada en donde cada concepto es, por definición, la puesta en marcha de un imbricado juego de tautologías, cada una de las cuales remite sólo a una parte de la propia palabra, concepto u objeto.

El lenguaje creado por la modernidad exige, de manera permanente, tanto la identificación del individuo con su simbolización como la unificación de los diversos cúmulos de significaciones en un solo cuerpo categorial en el que la tensión entre el progresivo acendramiento de sus postulados y la realidad desaparezca. Nombrar a las cosas, así, produce un efecto de vaciamiento de los contenidos de realidad y de validez de las categorías: toda operación lingüística se reduce a una mera designación nominal de los procesos sociales, de manera tal que nombrar ya no únicamente conlleva el reconocimiento de la manera en que dicho proceso funciona y se desarrolla, sino que también cierra su significado para excluir opciones o formas-Otras de hacerlo funcionar.

El sustantivo, afirma Marcuse (1993: 117), «gobierna la oración de una manera autoritaria y totalitaria, y la oración se convierte en una declaración que debe ser aceptada: rechaza la demostración, calificación y negación de su significado codificado y declarado». De ahí que nominaciones como libertad, igualdad, paz, democracia, etc., (las grandes mercancías del capital), remitan a su enunciación —y nada más que a ella— para definirse. La libertad es tal por el puro hecho de ser una palabra que sólo se puede pronunciar en condiciones de libertad; la igualdad lo es por el hecho de ser enunciada lo mismo por el amo que por el siervo; la paz lo es porque ya en su nombramiento se reconoce el pacifismo de quien la comunica; la democracia, porque mantiene su sentido sin importar las condiciones de su discurrir; y así sucesivamente.

Así pues, la identificación y la unificación que pone en marcha este nivel de operación del lenguaje anestesia al individuo dentro de una viscosidad que, reconociendo que la guerra es la paz, que la libertad es la aceptación de la coerción gubernamental, que la estabilidad es la permanente alterización de comunidades, que la igualdad es la jerarquización social de acuerdo con las capacidades de producción material que cada individuo, o que la democracia es la elección de regímenes despótico-ilustrados; vacía a cada una de estas categorías de su significado e inhibe su utilización como asideros para la oposición y la crítica.

Ahora bien, una tercera escala de generalidad, por oposición a las dos anteriores, no se despliega en la relación que se establece entre las funciones expresiva y apelativa del lenguaje propiamente lingüístico, sino en la producción y consumo de esa dimensión semiótica que le es inmanente a la actividad productiva/consuntiva de objetos. El animal humano, como se señaló con anterioridad, no soporta el proceso de su reproducción orgánica en la pura y simple satisfacción de sus necesidades biológicas, sino que, por lo contrario, reposa esa organicidad en un andamiaje construido por la formalidad —antes que por la sustancialidad— de los objetos que produce.

En efecto, producir y consumir objetos (mercancías, en el capitalismo moderno) no es producir y consumir mera sustancia: «ejecutar la acción que sea, producir cualquier cosa, provocar la menor de las transformaciones en la naturaleza, equivale, siempre, […] a componer y enviar una determinada significación para que otro […] la consuma […] y sea capaz de cambiar él mismo en virtud de ella» (Echeverría, 2010: 75). La praxis social, la actividad productiva/consuntiva del sujeto individual y colectivo es, así, un eterno producir y consumir significaciones que subordina la gregariedad animal del humano a la configuración formal, política que éste asume.

Si se parte de la premisa que señala que el medio, el Otro-naturaleza dentro del cual el Ser-humano desenvuelve su experiencia ontológica, se encuentra en un estado de fatis o caos que sólo adquiere orden por intermediación de la alteración (re)organizativa que la racionalidad humana introduce en ella, se tiene, en primera instancia, que es justo ese proceso de (re)organización, de subordinación de la sustancia a la forma, lo que despoja al Otro-naturaleza de su grado cero de posibilidades comunicativas; reemplazándolo por una particular simbolización o dotación de significado; y en segunda, que la consistencia de esa simbolización es articulada por el sujeto en torno de un conjunto específico de principios, normas y reglas de composición que posibilitan que la simbolización en cuestión cobre efectivamente un determinado sentido.

La concritud del código a través del cual el sujeto social construye el universo de las significaciones prácticas que conforman su politicidad, en este sentido, no sólo lleva consigo la transmisión operacional de una determinada manera de comunicar algo, sino que, por lo contrario, funda una identidad, mismidad. Y es que, sin importar la escala desde la cual se los observe, la producción y el consumo de objetos implican el cumplimiento irrenunciable de un proceso de interiorización tanto del referente externo a la sujetidad cuanto del universo concreto que una sujetidad, individual o comunitaria, ha codificado en la forma de aquellos.

De aquí que, en la modernidad capitalista, las múltiples relaciones productivas/consuntivas que establecen los sujetos sociales entre sí estén marcadas, en primera instancia, por una manera singular de proceder en el abordaje, en la intervención y (re)organización del medio; siempre a partir de una específica disposición técnica; y en segundo lugar, por la propuesta de concritud distintiva de ese campo instrumental. Lo que el capitalismo moderno impulsa, a través de la reproductibilidad técnica de la historicidad de los sujetos, es, por un lado, que el sujeto renuncie a la proyección que hace de su identidad en el objeto, por medio de la elaboración artesanal, irrepetible cada vez, del mismo; y por el otro, que la polimorfidad semiótica de los objetos que se consumen sea sustituida por la inmutabilidad de la misma, es decir, por su anclaje a una sala expresión o universo de sentido.

La normalización de las sujetidades, su homogenización ontológica, así, pasa siempre por la previa homogenización técnica, semiótica, del cúmulo de mercancías que saturan al capitalismo moderno. Por eso, la violencia del lenguaje, en esta escala de generalidad, se desarrolla a partir de la síntesis cualitativa de la heterogeneidad y la multiplicidad de los sistemas de producción y de consumo en la uniformidad de la mercancía (re)producida técnicamente.[16] De ello, por ejemplo, dan cuenta las empresas coloniales que emprendieron potencias occidentales como España, Alemania, Francia, Inglaterra y Países Bajos; cuando toda la carga mística que la producción y el consumo de objetos en las sociedades colonizadas fue sustituida por su desmitificación, por el desencantamiento del mundo; aniquilando, con ello la concritud cualitativa de su identidad como sujetos, pero también como mismidad comunitaria.

 

Tesis V. El rasgo más distintivo de la violencia de la modernidad es que ésta, por oposición al telos ontologizante que despliegan esas otras versiones de violencia anteriores o externas a la racionalidad moderna, anula al sujeto en sus dimensiones existenciales más profundas

Si el carácter político del Ser-humano es lo que hace de él un ser semiótico, el ser una existencialidad semiótica implica, al mismo tiempo, que la violencia inscrita en sus relaciones sociales sea parte de una forma identitaria particular; una modalidad de subcodificación del universo semiótico de lo humano que responde a la dimensión cultural singular de las sujetidades que la practican como parte constitutiva de su permanente hacerse a sí mismas. Y es que de la misma manera en que el lenguaje y los objetos prácticos transmiten una determina identidad histórica, de ida y vuelta entre las individualidades y la colectividad, y entre éstas en el momento presente y el momento futuro; la violencia también comunica una parte del proceso de reproducción de la mismidad.

Pero ello no en cualquier espacio-tiempo. La violencia, vista como parte del cultivo autocrítico de la identidad de los sujetos sociales, sólo tiene efectos socializantes cuando su ejercicio sale, se abstrae, de la densidad de la modernidad capitalista. Dentro de ella, por lo contrario, la violencia, sin importar la escala, la objetividad o la subjetividad en la que se dé, pierde esa propiedad creativa que posibilita la reproducción de la singularidad concreta del cuerpo social. Y es que la violencia no es, en efecto, la misma en las espacialidades-temporalidades previas a la génesis o externas a la lógica de la modernidad capitalista; así como tampoco lo es en el «momento sagrado»[17], revolucionario, que plantea la superación del capitalismo moderno; que en el espacio-tiempo lineal de éste.

Los rituales mexicas, en los que cantidades considerables de individuos eran sacrificados, por medio de los procedimientos más sanguinarios, inhumanos y dolorosos imaginables,[18] para obtener el favor de sus dioses; o las guerras pactadas para la captura de esclavos (Castañeda de la Paz, 2013); el canibalismo o el culto a la muerte, a la guerra, al sufrimiento y la sangre, por ejemplo, se presentan, ante la mirada de los modernos, como casos arquetípicos de una condición existencial ya superada por el progreso material que propició la empresa civilizatoria (colonial) de Occidente. Sin embargo, lejos de esas lecturas —por demás impregnadas de toda la carga ética judeo-cristiana de la modernidad, por un lado; y por la tradición apolínea (Nietzsche, 2016) del desencantamiento del mundo, por el otro—; ese uso exacerbado, avasallante de la violencia en el Anahuac prehispánico, antes que ser representación del mal, de la crueldad o la inhumanidad, es, en realidad, atributo constituyente de la identidad del cuerpo social.

Froylan Ruíz, La muerte sobre el valle
Imagen 5. Froylan Ruíz, “La muerte sobre el valle” (2009). www.artelista.com/

Y es que en este tipo de sociedades, en donde la concritud de la vida aún se construye con referencia a fuerzas externas a la racionalidad del individuo controlando su destino, la violencia, en lugar de ser una relación social fragmentadora del tejido comunitario y destructora de la sujetidad individual es, por lo contrario, parte de los elementos que le dan cohesión al primero y sustancia a la segunda. La violencia adquiere, en este sentido, un carácter específico del cual dependen desde la relación del individuo con sus creadores hasta el vínculo de aquel con sus semejantes: pasando por los compromisos que a partir de ella se fundan con respecto a la continuidad entre la vida y la muerte, por la relación de hostilidad que mantiene con lo Otro-naturaleza, etcétera.

Así pues, en donde los modernos, los civilizados, observan una irracionalidad destructiva y cruel, las identidades mesoamericanas observaban la racional correspondencia entre las necesidades humanas insatisfechas y el tipo de sacrificio, la instrumentalidad para realizarlo y su ritualización; en donde aquellos reconocen verdugos desalmados, éstas reconocían personalidades revestidas de trascendentalidad; en donde aquellos miran mártires, victimas despojadas de su vida, éstas miraban individualidades excepcionales, dadoras o renovadoras de ciclos; en donde aquellos ven lugares de muerte y miseria, éstas veían espacios-tiempos sagrados; y en donde aquellos presencian el fin de la vida otorgada por un Dios universal, éstas presenciaban el retorno de la materia a su fuente originaria, —el reciclamiento de la organicidad en la propia organicidad— y la reactualización de la vida en otro espacio-tiempo, en otras formas.

En la modernidad capitalista, por oposición a las modernidades múltiples que la precedieron o que se desarrollan como potencialidad paralelamente a ésta, el hecho de la valorización como creación, el afirmar la voluntad de sentido de la vida a partir del reconocimiento de que tanto la objetividad del objeto le está dada por el valor que ella requiere para sí dentro del mundo de la vida, cuanto que la sustancialidad de la sujetidad del sujeto germina en la asimilación de valores a la materialidad del mundo; son reemplazados por una suerte de «vacío de creación» (Echeverría, 1998: 23), por la (aparente) culminación de la historia de la humanidad en la eficacia productivista y el incremento permanente del volumen de valor abstracto acumulado.

Por eso la violencia de la modernidad —aún en la apropiación teológica que hace de ella el cristianismo—, ya no conjuga en su ejercicio la posibilidad de que el sujeto funde, mantenga, modifique o renueve la vigencia de su socialidad, de su identidad en ella, o por medio de ella.[19] Porque incluso en esa apropiación hipócrita, con pretensiones de guerra santa y justicia divina, el Ser-humano es colocado en medio de la desaparición de aquella ritualización que, observando a una multiplicidad de Dioses transformarse en un número igual de potencialidades, de voluntades de vida, afirmaba la esencia de esta última en cada compromiso que conectaba al sujeto con el cosmos.

Apropiado el proceso de (re)producción social por la circulación del valor, y articulada la socialidad por el capital, todas las relaciones de convivencia precapitalistas se disuelven en la abstracción, en la superficialidad de su nominalidad, y con ellas, se disuelven, también, las simbolizaciones que solían acompañarlas como singularizaciones de universos existenciales particulares. La violencia bélica, del despojo material, de la tortura o el sacrificio, en la modernidad capitalista —pese a los esfuerzos de ésta por presentarlos como expresiones violentas de las cuales depende la concreción de la vida—, no presentan un estatus ontológico como el que ostentaban en los tiempos y los espacios previos a la génesis de ésta.

En la modernidad capitalista, pues, la violencia se ve transustanciada: los mismos conjuntos de prácticas sociales y simbolizaciones que anteriormente ostentaban un poder vinculante, entre el individuo y la colectividad, pasan a fortalecer los mecanismos de desposesión y apropiación del núcleo del Ser del sujeto que despliega el capital. Y es que si bien la violencia en el capitalismo también es portadora de mensajes,[20] es el propio capitalismo moderno, la violencia de la modernidad, el orden social que, siendo totalizante, destotaliza el sentido que la violencia es capaz de adquirir, dentro de un cuerpo social, como subcodificación cultural constructiva de identidades.

De aquí que tanto esas expresiones precapitalistas de violencia cuanto la violencia revolucionaria en la modernidad se afirmen —por oposición al carácter ontológico de la violencia de ésta— como dos tipos particulares de violencia ontologizante; habida cuenta de que son el gesto fundador de un universo de sentido común para una colectividad. Esto es, en cuanto ontologizante, la violencia en la premodernidad y del acto revolucionario abocado a la superación del capitalismo moderno se caracteriza por «esenciar»[21] la experiencia del Ser del ser humano dentro de un ethos específico; mientras que la violencia de la modernidad, por cuanto no-óntica, se distingue de aquellas dos, en un primer momento, por el carácter violento de su imposición; y por el otro, por la imposición misma de un único horizonte ontológico al cual se sujeta el cambio social cualitativo o de forma (lo que hace de ella una violencia imperialista).

Es decir, si en las violencias antecoloniales, presentes en los rituales mesoamericanos, su esencia permite a dichos cuerpos sociales mantener la vigencia de su núcleo substancial identitario al mismo tiempo que lo cuestiona para exigirle ser otro, sin dejar de ser él mismo; en la violencia revolucionaria, la esencia de ésta se encuentra, por un lado, en su capacidad para romper con la legalidad imperante; y por el otro, en su potencialidad para regresar al cuerpo social al cultivo autocrítico de sus formas sociales, por fuera de la lógica del capital.

 

Tesis VI. En la relación entre poder y violencia es necesario observar que mientras el poder es una relación social que actúa sobre sí misma, es decir, sobre un ejercicio de poder, más que sobre la fuente misma desde la cual dimana; la violencia se ejerce sobre el imperativo de anular la fuente de profusión de un poder específico

Una aproximación crítica al estudio de la violencia requiere colocar en el centro de su analítica y partir del reconocimiento de esas dos dimensiones antagónicas que corresponden al ejercicio de aquella como violencia no-óntica o como como violencia ontologizante. Fuera de esa exigencia se corre el riesgo de seguir reproduciendo análisis que la condenan por el puro acto de condenarla —cómo si la violencia, de suyo, fuese punto de concentración de todo cuanto es condenable, malo y destructor en el universo de las relaciones humanas. Pero para lograrlo es preciso avanzar un poco más hacia la deconstrucción de la relación que actualmente se establece entre violencia, poder y voluntad.

Uno de los lugares más comunes en los análisis contemporáneos sobre la violencia es recurrir a la asimilación de ésta con la noción de poder: intentando definirla, en última instancia, por medio de la nominalidad y la caracterización propias de aquél. Así pues, es más frecuente que se invoque el empleo de ambas conceptualizaciones como sinónimos, que el que se discurran como categorías que si bien designan relaciones sociales diferentes jamás remiten a fenómenos distintos, toda vez que aunque se acepta que el poder de ninguna manera es reducible a la violencia, ésta no se entiende por fuera de aquél.

Por supuesto estos posicionamientos no son, por sí mismos, problemáticos —a pesar de que intercambiar las definiciones de una y otro no resuelve nada. La cuestión de fondo viene, por lo contrario, del hecho de fundir a ambas categorías con otros conceptos desde los cuales tanto el poder como la violencia adquieren un carácter malicioso, negativo, represor y destructivo. Y es que aceptando la naturaleza del poder como naturaleza negativa, la violencia, por extensión, adquiere la misma valoración. Es decir, si se concede que el poder es, por definición, una relación social de represión, de sometimiento —o similares y derivados—, se conviene, en paralelo, que la violencia sólo sería la versión potenciada de esas manifestaciones.

Ahora bien, despojar a ambas conceptualizaciones de esos conjuntos de conceptos y sentidos comunes que ven en ellos pura negatividad no es suficiente para trascender la cuestión. Proseguir con esta metodología únicamente llevaría a consentir la crítica realizada por Hannah Arendt, por medio de la cual se niega que legalidades e institucionalidades como las que dan vida al Estado-Nación moderno contengan en sí algún germen —o sean susceptibles de ser empleados como tales, siquiera— de aparato represor al servicio de determinados estratos o clases sociales (Arendt, 2005). Es más, en última instancia, proceder en tal dirección redundaría en la discusión sobre los fines y los medios, sobre la justicia y la legitimidad, que no resuelve nada sobre la violencia de la modernidad.

Desentrañar la relación existente entre violencia y poder, por consecuencia, no transita por la resolución de un lazo directo entre una y otro, Por lo contrario, la tensión entre las dos nociones sólo se resuelve en la medida en que ambas remiten a una tercera, de la cual depende no la sustancialidad propia de cada categoría, sino la dimensión en la que se desenvuelven y que despliegan en la configuración de la socialidad humana: la voluntad.

Una de las principales objeciones a ver a la violencia en su dimensión positiva, creativa, tanto en la modernidad capitalista (violencia revolucionaria) cuanto en los cuerpos sociales que la precedieron o se mantienen externos a su marcha (violencia ontologizante), es que su inteligibilidad contemporánea está marcada, atravesada y determinada por una visión individualista de la totalidad de la existencia social. En este sentido, cuando se señala, por ejemplo, que los rituales mortuorios mesoamericanos eran formas de dotar de sentido y continuidad a la vida y la muerte, lo primero que se replica desde el tiempo presente es que, muy a pesar de esa posible función social necesaria, la esencia violenta del sacrificio y el suplicio se mantiene en virtud de que el despojo de la vida o el maltrato del cuerpo de un individuo es, por donde se le observe, un atentado en contra de su individualidad, de su voluntad de vivir singular.

Los problemas aquí son, por un lado, que se pretende autodefinir a toda singularidad como tal únicamente en la medida en que representa una voluntad particular opuesta a la colectividad, y más aún si se trata de relaciones en las que la corporalidad (violencia física), la mentalidad y la moral (violencia simbólica) del individuo se encuentran en juego, asediadas, en peligro de ser aniquiladas o sometidas a los designios de una colectividad que se arroga el derecho de disponer de la sujetidad de sus componentes individuales; y por el otro, que se ignora, en el mejor de los escenarios; se niega, en el peor; el hecho de que la densidad cultural en la que (re)produce el individuo su mismidad comunitaria contiene en sí la circunscripción de las individualidades de los sujetos al universo semiótico que dota de sentido al todo.

Así pues, ante los rituales mortuorios mesoamericanos, los modernos dan por hecho que la sociedad revela su naturaleza tiránica en el momento en que dispone de una sujetidad, pero no ponen en perspectiva que la sujetidad individual misma coadyuvó a establecer la legalidad de esos mismos rituales como parte de los elementos que le conceden su identidad, es decir, como parte integral de la subcodificación del código de lo humano que identifica al individuo con la totalidad.

 Trasladada al tiempo de la modernidad capitalista, esta crítica a la barbarie de las sociedades precolombinas se reafirma en la medida en que el modo de producción/apropiación moderno capitalista (re)produce individuos individualizados, cuerpos sociales atomizados en singularidades que sólo se interrelacionan por mediación de la causalidad del intercambio mercantil. Pero además, se potencia a través de la culturización de la violencia y su consecuencia lógica: la naturalización y neutralización de la violencia estructural, por medio del recurso a la tolerancia multicultural —reconocida como diversidad dentro de los márgenes de la normalización permanente, por supuesto.

José Clemente Orozco, La Katharsis
Imagen 6. José Clemente Orozco, “La Katharsis” (1934-1935). museopalaciodebellasartes.gob.mx/  

Con respecto al poder, por otro lado, el discurso no varía en nada: la individualidad de los modernos observa en cualquier signo de cooptación de su libre albedrío, de su autonomía de decisión, un intento del poder por someter a su individualidad al dominio de lo colectivo; obligándolo a formar parte de él. La cuestión es, no obstante, que al igual que acontece con la violencia, el individuo no es ajeno al universo semiótico de la comunidad, por lo que aún esa autonomía —por demás inexistente dentro de las relaciones dominadas por la circulación del capital y la valorización del valor—, esa soberanía de sí mismo es relativa a la libertad que proporciona la forma social.

Ante estas discursividades, es necesario, por tanto, observar que el poder sólo es negativo, es represivo (sujetador de la sujetidad) cuando se enfrenta al Otro observándolo como un peligro o una amenaza para la propia integridad. Porque cuando enfrenta al sujeto «en calidad de reto o promesa de plenitud» (Echeverría, 2000: 24), esto es, en términos de una otredad o alteridad que no le es independiente; cuando lo reta a (re)hacerse y (re)formarse por medio de un vínculo en el que las partes involucradas aceptan la modificación de su propia sustancialidad, ese mismo poder se desenvuelve en su positividad. En este sentido, el poder no deja de ser ejercicio de poder, pero adquiere una dimensión positiva o negativa de acuerdo con el compromiso —en términos de Sartre— que las partes establezcan unas con otras.

Contrario a la lectura que se realiza desde la interioridad de los discursos hegemónicos, que anclan la naturaleza del poder y de la violencia a su relación con la voluntad —hecha resistencia o (re)configuración— en la fórmula general: si hay resistencia hay poder y violencia, si no hay resistencia no hay poder ni violencia; una aproximación crítica al fondo de la cuestión debe reconocer que ambos, poder y violencia, resuelven su tensión refiriéndose a la voluntad sólo como el punto o el término en el que dicha tensión adopta un sentido positivo o negativo, nunca como el punto de partida desde el cual todo lo que le sea opuesto a su voluntarismo debe ser tomado por poder o violencia, en el sentido más burdo de los conceptos.

Ahora bien, buscar el rasgo definitorio de una y otra relación en términos de la instrumentalidad de la que se valen tanto el poder cuanto la violencia, por otra parte, resulta en un debate igual de estéril que aquel que contrapone a ambos conceptos con aquel que designa a la voluntad. Y es que partir desde esta veta implica forzar una distinción entre un instrumento y otro que, al final, es en realidad una justificación metafísica del poder y de la violencia; en el sentido de que vuelve a reciclar conjuntos de nociones que adjetivan a unos instrumentos y otros en correspondencia con su fuerza, su crueldad, su potencial para causar sufrimiento o daño, etcétera. Un mismo instrumento, después de todo, es susceptible de ser empleado como poder y como violencia y, además, en cualquiera de sus dos usos causar grados idénticos de dolor, de angustia o de desesperación.[22]

Por eso la relación entre poder y violencia tampoco se resuelve, por un lado, induciendo la premisa de que el poder es menos agresivo, menos tosco, invasivo o avasallante que la violencia; y por el otro, menos aún, subordinando la violencia al poder, de manera que ésta sólo sea comprendida como un instrumento que aquel despliega cuando se encuentra frente a resistencias a las que de otra manera no podría vencer. Porque en ambos casos se pretende llegar a una caracterización definida por la respuesta que se ofrece a la pregunta: ¿cuánto poder ya comienza a ser violento? ¿Cuánto poder ya deja de serlo para ser, ahora, violencia?

Una aproximación más acertada al fondo del problema, en consecuencia, tendría que partir de la premisa de que, en lo fundamental, poder y violencia son dos relaciones distintas que, pese a su diferencia, ambas transitan por el reconocimiento de una particular legalidad sobre la cual son ejercidas (Sánchez Vázquez, 2003). La cuestión es, no obstante, que aunque comparten esa suerte de identidad común, el poder se distingue de la violencia por el hecho de ser una relación social que actúa sobre sí misma, es decir, sobre un ejercicio de poder, más que en la fuente misma desde la cual dimana; mientras que la violencia lo hace de aquel por ser un ejercicio que anula la fuente de profusión de un poder específico.

En efecto, el poder es tal sólo en la medida en que él mismo se enfrenta a un ejercicio de poder que le es correspondiente. Porque lo particular de éste es que la única manera que tiende de objetivarse —y de objetivar al sujeto, al mismo tiempo— es articulándose en torno de sujetidades sociales, esto es, de sujetos que actúan; y cuyo actuar ofrece al poder, ya sea considerándolo como tal o como resistencia,[23] un campo determinado de posibilidades, de reacciones y de derivaciones —presentes y futuras— sobre las cuales intervenir. En este sentido, el poder es una relación social, un ejercicio de la praxis humana, que se define por desplegarse, por desenvolverse y atravesar al sujeto social (individual o comunitario) siempre en virtud de su praxis; nunca por referencia a la esencia de éste por cuanto sujetidad (Foucault, 2013b).

La violencia, por otro lado, lo es porque en lugar de buscar intervenir en ese cumulo de posibilidades, de reacciones y derivaciones que abre la praxis social del sujeto, se canaliza en la anulación de la sujetidad de la subjetividad de éste. Así pues, dependiendo de la modalidad que ésta adopte es que se da una anulación específica. En su versión ontologizante, de extracción ritualista mesoamericana, por ejemplo, el ejercicio de la violencia anula al individuo, ya desde su singularidad por cuanto materia orgánica, despojándolo de su vida —para arrojarlo a un nuevo universo de significaciones—; en su expresión revolucionaria, la violencia anula a las sujetidades vigentes en pos de fundar Otras, junto con un orden social Otro; la violencia estructural de la modernidad capitalista, por su parte, anula a cuanta sujetidad subsume en su lógica, de manera tal que la (re)producción de las mismas (y por extensión, de sus formas de socialidad) se encuentra determinada por la circulación de capital y la valorización del valor; la violencia simbólica de la modernidad capitalista anula las subjetividades contrarias a su normalidad; y la violencia física, la cara más visible de la violencia de la modernidad, anula la subjetividad del individuo por medio de la aniquilación de su corporalidad.

Una última reflexión en torno del tema al que se consagra el presente ensayo no debe dejar de reiterar que la violencia, en sentido amplio, no es producto de alguna suerte de individualidad abstraída de la totalidad que representa lo comunitario en el proceso de performación de las sujetidades que lo componen. Y es que los actos del sujeto (incluso aquellos que en los análisis contemporáneos sobre la violencia se definen como agresivos, instintivos, o animales), por ser actos que se desenvuelven dentro de un universo semiótico, siempre se encuentran cuestionados en su esencia por la forma o politicidad que estos adquieren, es decir, siempre ven subordinada su naturaleza animal a maneras de realización social que los revisten de un sentido específico en el que lo natural, lo instintivo, lo precivilizado de los actos humanos pasa a servir como substancia de ese otro tipo de (re)producción del acto que lo convierte en praxis social, y por lo tanto, en praxis semiótica.

En este sentido, aún la agresión, en determinadas situaciones de riesgo, es una agresión marcada por un proceso —apriorístico— de aprendizaje que determina qué situaciones son de riesgo, cuál debe ser la respuesta ante dicha situación y el grado o intensidad de la reacción agresiva, en caso de responderse en tal dirección. Así pues, no hay ni un solo acto de la actividad específicamente humana que no contenga en sí esa dimensión comunicativa que indica cuál es el significado del acto en cuestión. El comportamiento humano, en última instancia, es un comportamiento aprehendido, extraído y subcodificado a partir de diversos conjuntos de códigos. Individualizar el hecho violento, en general; y patologizarlo, en particular; son falsos debates que sólo cobran sentido cuando se los construye y se los lee a partir de una visión profundamente individualizada de la existencia humana.

Por otro lado, la defensa de la tolerancia multicultural y de la culturización de la violencia, lejos de abrir campos de oportunidad para que el humano supere sus remanentes animales, bárbaros o precivilizados, es la defensa hipócrita de la naturalización e interiorización de formas más amplias, totalizantes o estructurales de violencia. Después de todo, en su profundidad, analíticas como estas dos lo único que consiguen es forzar la idea de que la fuente de toda violencia es un núcleo animal sublimado en expresiones culturales intolerantes, por lo que sus únicas respuestas son aniquilar, borrar de la faz de la Tierra, a esas fuentes culturales de intolerancia, en el mejor de los casos; o asimilarlas a una única expresión cultural que se impone violentamente sobre el resto como la auténtica cultura de la renuncia a la violencia: la occidental.

Pero son respuestas hipócritas porque, además, se concentran en observar únicamente a las expresiones subjetivas del hecho violento; tratándolo en términos de perturbación o irrupción de un fondo social de grado cero de violencia, sin comprender que ese fondo de grado cero, ese orden natural de las cosas que enmarca a la actividad civilizadora y al progreso de la modernidad capitalista es, en sí mismo, la violencia más profunda, fragmentadora y avasallante que experimenta la humanidad, hasta el presente.

 

Bibliografía:

[1] Agradezco a los miembros del Laboratorio de Estudios sobre Empresas Transnacionales (LET) y del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica (OLAG), de la Universidad Nacional Autónoma de México, por las breves pero sustanciosas discusiones que me llevaron a escribir estas reflexiones.

[2] Licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México. ORCID/0000-0001-9067-6001. Sus líneas de investigación se escriben en el desarrollo de los Estudios Latinoamericanos, en general; y de sus derivaciones culturalistas y decoloniales, así como en los desarrollos del discurso crítico de Marx, en particular. Los textos en los que ha trabajado, hasta ahora, también versan sobre el análisis del posicionamiento geopolítico estadounidense en las periferias globales; sobre los fenómenos de las guerras en contra del terrorismo y el narcotráfico internacionales; y, con mayor profundidad, en el desarrollo de una ontología del poder y de la violencia. Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[3] Debido a la complejidad del pensamiento de estos pensadores y, sobre todo, a la densidad del lenguaje que cada uno emplea dentro de los marcos de referencia de su propio discurso filosófico, es recomendable que el lector tenga una primera aproximación directa a éstos. Ello, en particular, para aclarar el significado de categorías, términos y expresiones (como concritud, sujetidad, tiempo extraordinario, compromiso, etc.) que podrían llegar a parecer neologismos carentes de sentido; o, en un mismo orden de ideas, para aclarar los usos que categorías, expresiones y términos más comunes (modernidad, progreso, capitalismo, etc.) adquieren en el presente texto. En este sentido, se recomienda la lectura delos siguientes textos: Definición de la Cultura, de Bolívar Echeverría; Introducción a la metafísica, de Martin Heidegger; El ser y la nada, de Jean-Paul Sartre.

[4] En los términos de Michel Foucault, los discursos médicos y psiquiátricos, así como sus similares y derivados. Vid. FOUCAULT, Michel (2012), El nacimiento de la clínica, México, Siglo XXI Editores.

[5] Es preciso hacer una distinción en el uso que se da a las expresiones Ser-humano y ser humano. La primera refiere al Ser, en su acepción ontológica; mientras que la segunda se emplea para remitir al ente humano en general. En este sentido, es en la primera expresión en la que el énfasis analítico es colocado sobre el Ser —el Ser del ser humano.

[6] Totalizantes, pero también totalitarias, en el sentido en que, como hace notar Michel Foucault, para el caso del Estado: «La vocación del Estado es ser totalitario, es decir, tener en definitiva un control exhaustivo de todo». Por supuesto, en esta noción, Foucault no se refiere a la experiencia histórica específica de los totalitarismos del siglo XX (el nacionalsocialismo, el fascismo y el estalinismo). Más bien, pone en perspectiva lo finas que son las redes de poder que la entidad estatal despliega en el ejercicio de su gubernamentalidad. Vid. FOUCAULT, Michel (2013a). El poder, una bestia magnifica: sobre el poder, la prisión y la vida. México, Siglo XXI Editores.

[7] Al respecto, sobre las interpretaciones que observan una tautología en esta afirmación, Benjamin anota: «El derecho natural tiende a “justificar” los medios legítimos, con la justicia de los fines; el derecho positivo a “garantizar” la justicia de los fines con la legitimidad de los medios». En este sentido, cuando Benjamin introduce la noción justificar (entre comillas, por cierto), no lo hace denotando la acepción corriente que señala al acto de “hacer justo algo”, sino aquella otra que es más próxima al sentido de otorgar validez. Vid. BENJAMIN, Walter (2012). Ensayos escogidos. México, Ediciones Coyoacán.

[8] No sobra señalar que la categoría “modernidad” (y, siendo aún más fieles al uso que dio Bolívar Echeverría a la misma como “modernidad capitalista”) se corresponde, precisamente, con la de este filósofo. Así pues, en un primer momento, Echeverría señala que: «la modernidad capitalista puede ser vista como un “proyecto civilizatorio” que comenzó a gestarse de manera espontánea e inconsciente en la vida práctica de las sociedades europeas a comienzos del segundo milenio de nuestra era. Su propósito ha sido reconstruir la vida humana y su mundo mediante la actualización y el desarrollo de las posibilidades de una revolución técnica cuyos primeros anuncios se hicieron presentes en esa época a todo lo ancho del planeta. Lo peculiar de este proyecto de modernidad está en su modo de emprender esa reconstrucción civilizatoria, un modo que imprime a ésta un sentido muy particular: darle una “vuelta de tuerca capitalista” a la ya milenaria mercantifcación de la vida humana y su mundo, iniciada ocho o nueve siglos antes de la era cristiana». Vid. ECHEVERRÍA, Bolívar (2011). Crítica de la modernidad capitalista, Bolivia, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, p. 260.

En una segunda instancia, a manera de síntesis, Echeverría apunta: «por modernidad habría que entender el carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la vida humana». Vid. ECHEVERRÍA, Bolívar (1989). “Modernidad y capitalismo: 15 tesis sobre la modernidad”, Cuadernos Políticos, 58, 41-62, p.70.

Se recomienda revisar el texto «Modernidad y capitalismo: 15 tesis sobre la modernidad» para una comprensión más amplia de esta definición. Vid. ECHEVERRÍA, Bolívar (1989), Op. Cit.

[9] Es ésta la idea que subyace a la idea kantiana de que sólo el derecho es capaz de alcanzar y mantener, en una suerte de contexto de paz perpetua, la unidad moral (funcional) del género humano. Idea, con pretensiones universalistas, que en el plano normativo se traduce en la exigencia de instaurar un régimen jurídico —primero nacional, luego global— que abarque todas las posibles diferencias entre individuos y, absorbiéndolas, las homologue en una especie de identidad unívoca. Cfr. ZOLO, Danilo. (2002). «Una crítica realista del globalismo jurídico desde Kant a Kelsen y Habermas», Análes de la Cátedra Francisco Suárez, 197-218, p.198.

[10] Algunos de los posicionamientos más aceptados en torno del núcleo constitutivo de la matriz axial de la modernidad asumen, al margen de si colocan o no la emergencia de ésta el marco de la Ilustración, que aquel se define por la imbricación de cinco dimensiones concretas de la socialidad humana; a saber: la libertad, la igualdad, la fraternidad, la democracia y la justicia. Tal es la apuesta del sociólogo peruano Aníbal Quijano, considerado, dentro de la red de estudios sobre la modernidad/colonialidad/decolonialidad, el teórico fundador de dichos estudios. Cfr. QUIJANO, Aníbal (1988). Modernidad identidad y Utopía en América Latina, Perú, Sociedad & Política Ediciones.

No sobra señalar que a dicha matriz, a partir de una episteme distinta, el filósofo esloveno Slavoj Žižek añade algunos más, como la multiculturalidad, la tolerancia, etcétera. Cfr. ŽIŽEK, Slavoj (2010). En defensa de la intolerancia. Madrid, Séquitur.

La discusión más profunda y amplia sobre el tema, no obstante, es, sin duda, la que desarrolla Nietzsche a lo largo de su obra, por lo que se remite a ella.

[11] Una discusión sobre las transformaciones históricas de la estrutura estatal rebasaría los márgenes del presente análisis. Sin embargo, es posible ahondar en dicho debate —en particular, desde la crítica al Estado-Nación moderno aquí esbozada y defendida— en la obra de Fernand Braudel e Immanuel Wallerstein (por lo que respecta a las transformaciones de éste en una perspectiva de larga duración). Y es que, entre las principales observaciones de Braudel y Wallerstein en torno al estudio de las formas de organización social consiste en apuntar que, en la historia del capitalismo, han aparecido formas estatales diferentes de la forma nacional; compitiendo algunas veces con ella antes de ser superadas. Cfr. WALLERSTEIN, Immanuel (2011). El moderno sistema mundial: la agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI, México, Siglo XXI Editores.

Respecto de las últimas transformaciones del Estado, a partir de la década de los años 80, del siglo XX (es decir, en el marco del neoliberalismo), es recomendable asistir a la discusión que establece el propio Bolívar Echeverría en su ensayo: «Violencia y Modernidad». Cfr. ECHEVERRÍA, Bolívar (1998), Op. Cit., pp. 94.118.

[12] Sobre el tratamiento de la noción de “legalidad” aquí expresada, se remite al estudio de la praxis social realizado por el marxista Adolfo Sánchez Vázquez. Cfr. SÁNCHEZ VÁZQUEZ, Adolfo (2003). Filosofía de la Praxis, México, Siglo XXI Editores.

[13] Es preciso diferenciar los usos de las expresiones universal y uni-versal (junto con sus derivaciones). Lo uni-versal responde a la evocación etimológica que la palabra implica: un verso, o, en los términos del presente texto, un discurso, que anula e invisibiliza a todos los demás. Lo universal, por su parte, hacen referencia a la noción de totalización de un proceso o condición. Los universales, por supuesto, no existen, y, en ese sentido, el término en esa derivación es empleado siempre con cautela, para señalar las pretensiones de una uni-versalidad de afirmar su validez frente al todo.

[14] Foucault desarrolló algunos aspectos importantes de esta hipótesis en sus teorizaciones sobre la biopolítica. Vid. FOUCAULT, Michel (2000), Op. Cit.

[15] Al respecto, afirma Bolívar Echeverría: «Para el conjunto de la reproducción animal, lo importante parece estar en la repetición de una determinada manera de alterar provechosamente la naturaleza; para la reproducción humana, en cambio, lo importante parece estar en el ejercicio de la capacidad de inventar diferentes maneras para cada alteración favorable de la naturaleza. El proceso propiamente humano de producción/consumo de cosas pone en evidencia que la producción/consumo de las formas de esas cosas prevalece a la producción/consumo de las substancias de las mismas». ECHEVERRÍA, Bolívar (2010), Op. Cit., p. 59.

[16] En la modernidad capitalista, esta uniformidad sólo aparece velada por la ilusión que crean ciertas modificaciones en los objetos. Así, al consumir el sujeto un automóvil, por ejemplo, aquel se presenta ante la posibilidad de elegir un determinado modelo, con aditamentos específicos, en colores especiales, y con características motoras determinadas; ofreciendo, con ello, un universo de combinaciones que personalicen al objeto consumido. Sin embargo, esa multiplicidad de opciones de personalización se encuentran predeterminadas por un conjunto de opciones provenientes no del consumidor, sino de la disposición técnica con la cual es producido el objeto en cuestión.

[17] Bolívar Echeverría argumenta, sobre lo sagrado y lo profano del proceso de reproducción social: «El momento extraordinario [o sagrado] es aquél en el que el nivel político de la reproducción social se encuentra en estado de virulencia, en el que la capacidad política del ser humano es requerida o exigida al máximo. Es aquel momento en el que, forzada por las circunstancias, en una situación límite, la comunidad se encuentra obligada a tomar una decisión radical acerca de la forma de su socialidad, de su mantenimiento o transformación». ECHEVERRÍA, Bolívar (2010), Op. Cit., p. 155.

[18] Ya la sola adjetivación de dichas prácticas con conceptos como los referenciados es indicativo de una particular posición ética (civilizada) que condena este tipo específico de privación de la vida como característico de comunidades bárbaras. La guerra, el exterminio nuclear, los genocidios de tribus indígenas, para los modernos, por oposición a la barbarie de los sacrificios en las sociedades precolombinas son, en este sentido, modos éticamente más aceptables, justos y legítimos de dar muerte.

[19] A esta idea hay que enfrentar la tesis, ya señalada por Marx hace siglo y medio, de que la violencia es la partera de la historia. Y es que con esto lo que se pone en cuestión es que la violencia en la modernidad (e incluso de la modernidad) contiene en sí una profunda potencialidad creadora y modificadora de las relaciones de socialidad sólo a condición de que su ejercicio se dé en el marco de un movimiento revolucionario —entendido en los términos en los que el propio Marx revistió a la idea de revolución.

[20] Las marcas que el suplicio imprime en el cuerpo de los sujetos es, quizá, el ejemplo arquetípico de una violencia en la modernidad saturada de un simbolismo particular. Ya desde que un específico recurso instrumental es empleado para someter al sujeto a suplicio: tortura, decapitación desmembramiento, marcaje en la piel, etcétera, la imagen del cuerpo supliciado lleva, de suyo, el mensaje concreto con el que se vincula la serie transgresión-pena-violencia purificadora de la transgresión-dolor. Pero también, aunado al mensaje del instrumento, se encuentra el mensaje de la visibilidad del suplicio, y es que, el mensaje que se imprime en el cuerpo es uno para quien lo sufre, mientras que para quien observa los rastros de la violencia se desenvuelve otro tipo de mensaje, uno que depende del ritual con el que se realizó y/o expuso al escrutinio público.

[21] Es con esta noción que Heidegger ofrece una lectura desencializada de la esencia de los sujetos y los objetos. Es un terreno común indicar que la esencia de algo o alguien designa al núcleo estable, inmutable en espacio-tiempo, que garantiza la identidad de ese algo o alguien. Para Heidegger, sin embargo, lejos de esas nociones, la esencia depende del contexto, es decir, del espacio-tiempo concreto presente, por lo que aquella es, en realidad, el esenciar la esencia presente. Cfr. HEIDEGGER, Martin (1987). Introducción a la metafísica. Madrid: Gedisa.

[22] Las técnicas empleadas por el santo oficio para supliciar a herejes, sacrílegos y paganos, por ejemplo, lo mismo implicaban el ejercicio de diversas series de poder (de Saber-poder, del poder en cuanto ley, del poder como norma, del poder real, etc.) que un ejercicio idéntico de violencia (entendida ésta como se lo hace en el discurso hegemónico): violencia física, violencia simbólica, violencia psicológica, etcétera.

[23] La resistencia es, en todo sentido, poder. La designación del poder como poder o como resistencia no depende de que ambas nociones designen naturalezas o esencialidades distintas, sino de un particular posicionamiento político, o ético si se quisiere.

 

 

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Cómo citar este artículo:

OROZCO, Ricardo, (2018) “Tesis sobre la violencia de la modernidad capitalista: ontología y semiótica”, Pacarina del Sur [En línea], año 9, núm. 34, enero-marzo, 2018. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Miércoles, 11 de Diciembre de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1581&catid=14