Mariátegui y las imágenes de la tradición en movimiento [nota]1[/nota]

A lo largo del presente ensayo, se explora el problema del lugar que ocupa la tradición dentro de la crítica revolucionaria de José Carlos Mariátegui. El recorrido específico a través de esta amplia tensión presente a lo largo de su obra sigue la ruta trazada a partir de diversos fragmentos de El alma matinal, libro inconcluso que Mariátegui proyectaba publicar en Buenos Aires hacia 1930. Valiéndose de referentes diversos y dispares del campo artístico, Mariátegui niega los usos conservadores de los legados culturales latino e hispánico y, por esa ruta, deriva en una peculiar apropiación de lo que concibe como la tradición pre-hispánica. Los elementos que esboza en torno a este problema, como veremos, dialogan con formulaciones clave de 7 ensayos y confluyen con la política cultural de Amauta. En síntesis, esta faceta del pensamiento de Mariátegui nos remite a la posibilidad de revitalizar la historia cultural, o bien, al proyecto siempre re-actualizable de poner a la tradición en movimiento.


Uno de los senderos perfilados dentro del campo de tensiones configurado en El alma matinal (1923-1930) nos conduce por un juego de fuerzas generado entre la negación de formas estáticas, desecadas y elitistas de tradicionalismo, y una apropiación heterodoxa de tradiciones culturales orientada a transformarlas en corrientes vitales e impugnadoras del orden establecido. A lo largo de esta faceta perfilada en su obra inconclusa, Mariátegui cuestiona la autoridad y trastoca la función conservadora de legados culturales asumidos reverencialmente como propios por buena parte de la intelectualidad elitista peruana y latinoamericana. Muy a su estilo, no escatima desplantes irónicos frente a rasgos centrales de la sensibilidad del arielismo y del hispanismo en sus versiones más conservadoras. Pero su tono corrosivo no es inmotivado. Atento a la riesgosa difusión cultural del fascismo mediterráneo en América Latina, Mariátegui alerta sobre los peligros inherentes tanto a monumentalizar la antigüedad romana y defender su transmisión a través del aprendizaje del latín, como a exaltar nostálgicamente a la España colonialista. Pero el aspecto más interesante del modo en que confronta a ciertos fetiches de la formación cultural dominante latinoamericana, llamando la atención sobre su riesgosa confluencia con el agresivo reaccionarismo europeo, es que su pensamiento no se detiene en un momento puramente disolvente o negativo. La negación de Mariátegui en esta estación de El alma matinal es decididamente dialéctica: a través de ella se esboza la posibilidad de incorporar y revitalizar, no de liquidar sumariamente, elementos del pasado latino e hispánico, subvirtiendo el sentido frecuentemente conservador, y en esos años potencialmente regresivo, asociado al término tradición. Por esta vía, trascendiendo la fáustica pretensión de destruir toda servidumbre ante el pasado y de arrancar el viaje hacia lo nuevo desde un siempre ilusorio ‘presente puro’, Mariátegui deriva en una compleja y original inquisición sobre la posibilidad de poner a la tradición en servicio de la revolución.

Como bien saben los lectores de 7 ensayos, en medio de la búsqueda de enraizar su crítica revolucionaria, Mariátegui recurrió, primordialmente, a una fuente de tradición en particular: el pasado pre-hispánico y sus vestigios resistentemente vivos en el presente. Al acecho de raíces que nutran el despliegue de un proyecto radicalmente moderno, o bien, con la intención de fundamentar histórica y socioculturalmente una versión original del socialismo, gestada “sin calco ni copia” como proclamara famosamente en la presentación de 7 ensayos, Mariátegui hace confluir la argumentación histórica con la imaginación, o bien, la reflexión crítica con la creación de imágenes movilizadoras. En sintonía con este experimento intelectual plasmado en su libro de ensayo más conocido, la atención que Mariátegui dirige en los materiales preparatorios de El alma matinal hacia aquello que concibe, selectivamente, como expresiones de la tradición pre-hispánica peruana, se orienta arraigar la modernidad en la singularidad socio-histórica no sólo de su país, sino de toda la región subcontinental a la que por momentos denominaba, provocadoramente, Indo-américa (conjunción de palabras que no deja de generar disonancias entre los discursos patrimoniales que, ayer como ahora, adscriben la identidad de nuestra repúblicas a versiones oficializadas de lo hispánico y lo latino).

Los referentes de los que se vale Mariátegui para figurar esta radicalización de una modernidad con rasgos históricos propios atraviesan registros muy diferentes. Como sucede a lo largo de su proyecto de “ensayos estéticos”, como en alguna ocasión se refirió a El alma matinal, sus lecturas o interpretaciones revuelven y sugieren la posibilidad de trazar vínculos entre obras ensayísticas, plásticas y literarias. Este profuso e inasible “corpus” da cuenta de sus múltiples inclinaciones, a las que, como no es difícil argumentar, quizá sólo es posible acercarse y entretejer aventurándose a vislumbrar conexiones entre aquello que en principio resulta dispar.

Dentro de su impugnación a la reverencia arielista de la antigüedad romana, el primer futurismo italiano constituye, sin duda, un referente crucial para Mariátegui. Sin desconocer la posterior deriva hacia el fascismo de esta corriente vanguardista –reconversión expuesta y analizada por él mismo en La escena contemporánea (1925) y, como veremos, también en El alma matinal–, Mariátegui reivindica su periodo más corrosivo. En medio de una extensa crónica sobre Italia, que planificaba incluir en la sección “El paisaje italiano” de El alma matinal, celebra la intervención destructiva y catártica del movimiento futurista, en sus años iniciales, ante la apabulladora y paralizante glorificación del pasado latino. Interrumpiendo una narración construida desde el punto de vista de un imaginario viandante erudito que ostenta su familiaridad con el entorno cultural que observa, Mariátegui inserta esta proclama:

El exceso de gloria, el exceso de inmortalidad, el exceso de pasado, envejecen a Italia. […] Los libros han creado una Italia clásica, una Italia oficial, una Italia académica. […] El pasado sojuzga la pintura, la música y la poesía de la Italia contemporánea. El arte antiguo aplasta con su volumen y entraba con su sugestión el arte moderno de Italia. En el movimiento futurista, a pesar de su artificiosa expresión, yo reconozco, por eso, un gesto espontáneo del genio de Italia. Los iconoclastas que se proponían, estrepitosamente, limpiar Italia de sus museos, de sus ruinas, de sus reliquias, de todas sus cosas venerables, estaban movidos, en el fondo, por un profundo amor a Italia.[nota]2[/nota]

El ataque al pasado devenido en monumento abriría el paso, se sugiere aquí, a un sentido de pertenencia nacional más “profundo”. Una nueva Italia se afirmaría a través del ruidoso sacudimiento futurista que, como quiere pensar Mariátegui, habría desechado toda reverencia pasiva frente a la historia cultural, quebrantando así su cautiverio al interior de iconos venerados y petrificados.

En otra entrega a ser ensamblada en “El paisaje italiano” se amplía este punto. A propósito del libro autobiográfico Experienza futurista (1919) de Giovanni Papini, Mariátegui recuerda y reivindica de nuevo el desafío al hieratismo y anquilosamiento del arte y la literatura que representara el futurismo en sus inicios. Pero aquí, adicionalmente, explora la paradójica re-estabilización de la iconoclastia futurista. Siguiendo las memorias del vanguardista florentino que años más tarde devendrá en militante del régimen de Mussolini y en respetuoso feligrés del Vaticano, recuenta:

Papini había buscado en el futurismo una posición de combate contra todas las escuelas y todas las capillas literarias y artísticas. Pero el futurismo, que había agredido las viejas formas, había intentado, sincrónicamente, reemplazarlas en otras formas rígidas y sectarias. Los futuristas habían derribado un ícono para sustituirlo por otro. Por esto la adhesión de Papini al futurismo se enfrió y consumió, poco a poco. Papini había ingresado al futurismo en busca de aire libre. Y se había encontrado dentro de una nueva academia, con su perspectiva, su liturgia y su burocracia. Una academia, estruendosa, combativa, traviesa. Pero siempre una academia.[nota]3[/nota]

El ascenso y fin de ciclo del futurismo como corriente contestataria, expresado en trayectorias extremas como las del propio Papini, es descrito por Mariátegui como la línea parabólica de un disparo: el movimiento arranca con el estallido de una negación absoluta de la autoridad del pasado y, eventualmente, desciende en la constitución de una nueva autoridad de cenáculo –reinstaurando, de otro modo, una nueva fuerza conservadora–. Pero, como enfatiza Mariátegui, más allá del campo artístico y literario, este movimiento balístico expresa y refuerza el desplazamiento del fascismo desde la retórica proclama revolucionaria durante su fase como movimiento, hasta el reaccionarismo ultra-tradicionalista de su consolidación como régimen. El espíritu “anticlerical, irreligioso e iconoclasta” que, como él señala, inicialmente compartían el fascismo y el futurismo, fue suplantado por la reverencia ante la Iglesia Católica asumida unilateralmente, no como representante universal de la cristiandad, sino como institución defensora y difusora de la tradición del Imperio Romano, es decir, del fundamento de la mitológica identidad italiana construida por la política cultural del primer régimen fascista del siglo XX. Describiendo todavía con más claridad este giro, Mariátegui apunta en otra entrega que “al manifestar su odio a la Reforma, al Renacimiento y el liberalismo […] el alma anticristiana del fascismo se siente filocatólica porque encuentra en la Iglesia Católica rasgos evidentes y profundos de romanismo”.[nota]4[/nota] Atento a las señales de su actualidad, devela el posicionamiento agresivamente anti-moderno del régimen fascista italiano, fuerza política animada por un “alma anticristiana”, como sólo escribiría un lector de Miguel de Unamuno.

Frente al “paisaje italiano” en el que, tanto desde la esfera cultural como desde la política, se exalta la autoridad y la jerarquía incuestionables recurriendo al mito del Imperio Romano, Mariátegui advierte: “[e]spiritual, ideológicamente, los espíritus de vanguardia no pueden […] simpatizar con el viejo mundo latino”. Interesantemente, en esta demarcación del lugar de la vanguardia –y aquí el término es indisociablemente artístico y político– frente al clasicismo romano, Mariátegui dialoga y debate, desde el espacio latinoamericano, con su coetáneo mexicano José Vasconcelos. Refiriéndose directamente al artículo “Reneguemos del latinismo” publicado por éste en La antorcha, revista que dirige desde México, Mariátegui procura, antes que hacer un simple eco de esta proclama, esclarecer su sentido.[nota]5[/nota] El contexto inmediato en que Mariátegui inserta su lectura de esta pieza polémica es la recomendación de estudio obligatorio del latín en la enseñanza secundaria a lo ancho de toda la región, emanada del III Congreso Científico Pan-Americano celebrado en Perú a inicios de 1925.[nota]6[/nota] A partir de puntos de vista que ya había manifestado, coincide, evidentemente, con Vasconcelos en el rechazo al latinismo. Sin embargo, no deja de señalar errores en el alegato en su contra. Para empezar, señala, Vasconcelos yerra crasamente en suponer que el Imperio Romano sería el fundamento del capitalismo moderno, sistema cuyos orígenes, como bien sabe Mariátegui, hay que rastrearlos más bien en el tipo de modernidad que empieza a consolidarse desde los siglos XV y XVI en Europa occidental. Además de esta imprecisión, el rechazo del latinismo del ideólogo mexicano se limitaría a llamar la atención sobre la extrañeza y distancia cultural y “racial”, en un sentido biologicista, de los países de la región frente al mundo latino. En contraste, Mariátegui parece desplazar el centro de su crítica al latinismo de la afirmación de algún tipo de identidad continental, hacia el rechazo de su posible consonancia con tendencias político-culturales reaccionarias que cobraban fuerza en Italia y Francia. Específicamente, observa y enfoca el proyecto de tornar obligatorio el aprendizaje del latín en la América de habla española a través de la lente de una manifestación concreta de las tendencias culturales afines al ascenso del fascismo europeo: la revitalización de los estudios clásicos a través de las llamadas “reforma Gentile” y “reforma Berard” en los contextos italiano y francés, respectivamente. Al respecto, de acuerdo a su lectura del Georges Sorel de La ruina del mundo antiguo (1901), los estudios clásicos, antes como en el presente, interrumpirían sistemáticamente la libre inquisición científica y, adicionalmente, en un plano más directamente político, habrían ahuyentado históricamente a las nuevas generaciones del influjo del socialismo. Con este argumento de trasfondo, sobre la “tropical caricatura” en “nuestra América” de políticas afines, conscientemente o no, al fascismo, Mariátegui fustiga irónicamente y proyecta con optimismo que, “indigestándonos de humanidades”, la difusión del latinismo:

estimulará la reproducción de la copiosa fauna de charlatanes y retores que encuentra, en nuestro continente, climas tan favorables y propicios. Pero ni el idioma latino ni la fiesta de la raza conseguirán latinizarnos. Y los hombres nuevos de nuestra América sentirán cada vez más, la necesidad de desertar las paradas oficiales del latinismo.

Evidentemente, esta postura no tiene concesiones frente a las disquisiciones arielistas sobre el meridiano cultural latino de la América no anglo-sajona.[nota]7[/nota] Pero el definido rechazo a cualquier posible deslizamiento hacia el romanismo fascista no redunda en una negación absoluta e indiscriminada de toda tradición latina, al estilo del primer futurismo italiano y sus ilusiones incendiarias eventualmente incorporadas en la sacralización de la tradición. Trascendiendo la vana pretensión de liquidar sumariamente los legados del pasado, a través de un gesto mínimo pero fecundo, Mariátegui propugna el cultivo de una peculiar forma de memoria. El pasado latino que evoca no es otro que el de la rebelión de los esclavos frente al Imperio. A los latinoamericanos, sugiere, “[n]o nos pertenece la herencia de César; nos pertenece más bien la herencia de Espartaco”. Como a su tiempo hiciera la Liga Espartaquista, sobre cuya lucha había escrito anteriormente, Mariátegui evoca e incorpora el nombre arquetípico del esclavo rebelde.[nota]8[/nota]

El recurso extremadamente selectivo al mundo clásico constituye, antes que una línea de amplio desarrollo en el pensamiento de Mariátegui, una señal menor pero profundamente sugerente. Otro guiño de este tipo se manifiesta, esta vez a través de la liviandad del humor, en su cautivadora descripción de la localización física de la Casa de Arte Bragaglia. Aquel centro cultural vanguardista romano dirigido por Anton Giulio Bragaglia que visitó directamente y elogió por su intensa modernidad, se habría asentado justa y precisamente en el edificio de una antigua terma romana. Así, este espacio concebido como hogar de la actualidad y la experimentación artística se habría situado, no en una edificación concebida desde los parámetros del emergente funcionalismo, sino en un vestigio arquitectural de la ciudad antigua obcecadamente conservado en medio de la Roma de inicios de la década de 1920, nueva capital del delirante proyecto imperial fascista.

Desde que la Casa de Arte Bragaglia se estableció en las termas, el arte de vanguardia parece haber dado un paso decisivo en la conquista de Roma. Bragaglia, diplomático redomado, ha logrado que en su casa el arte de vanguardia y el arte antiguo se den la mano. En las termas de la Vía Avignonesi todo es al mismo tiempo muy moderno y muy antiguo. Se diría que el futurismo ha descubierto ahí por primera vez, el pasado.[nota]9[/nota]

El uso de terminología militar y política en este pasaje, leído en su contexto, trastoca la pompa con que se conmemoraba, desde el régimen, el avance de los camisas negra sobre Roma en 1922. La “conquista” de Bragaglia, ciertamente desentendida de la impetuosa ampulosidad de un régimen totalitario en consolidación, consiste en apropiarse de los rastros desvaídos del Imperio, no para cimentar ideológicamente un orden político férreamente jerárquico, sino para alojar y dar cabida al gratuito despropósito de la invención de formas. En paralelo al recuerdo de un Espartaco que resiste al poderío del César, pero desprovista de todo tono épico, esta re-funcionalización estética de las antiguas termas, inusitadamente cargadas de actualidad al albergar a los visitantes asiduos de la Casa de Arte Bragaglia, parecería, como quiere ver su cómplice peruano, fraguar un discreto divertimento subversivo.


En torno a otros posibles usos excéntricos del legado latino, no debemos olvidar, por otra parte, que Mariátegui escogió un nombre inequívocamente latino para designar a la editorial y librería que fundó en noviembre de 1925: Minerva. Reforzando el proyecto intelectual de la revista Amauta, Minerva, diosa latina de la sabiduría y la guerra, es, de este modo, trasladada hacia territorios más bien insospechados. A través de una ingeniosa usurpación, el poder simbólico de esta deidad antigua, lejos de ser utilizado para erigirla en ícono de la aristocracia de la inteligencia al estilo arielista, es puesta al servicio de la gestación de un frente cultural con pretensiones revolucionarias.[nota]10[/nota] Los rasgos del sello o ex libris de la editorial metaforizan visualmente el sentido de esta apropiación simbólica. Por oposición al grave alambicamiento neo-clásico, la efigie de esta peculiar Minerva se resuelve en la simplicidad casi pueril de trazos sintéticos, configurando, así, una alegoría anti-elitista.

En los esbozos de El alma matinal, esta astuta y lúdica apropiación de ciertos elementos del clasicismo latino se aplica, complementariamente, a una segunda gran vertiente de tradicionalismo elitista en América Latina: el hispanismo conservador. En este caso, la negación y apropiación selectiva de la tradición hispánica se manifiesta en la desconcertante recepción que propone Mariátegui de Jorge Manrique, poeta español de la segunda mitad del siglo XV. Desafiando lo que a su juicio aparece como una simplificadora tergiversación de su popularizado verso “todo tiempo pasado fue mejor”, Mariátegui apunta a liberar la memoria del poeta de toda afectada nostalgia colonialista. Reincorporando el trajinado verso dentro de la composición poemática a la que pertenece, las Coplas por la muerte de su padre –égloga escrita en honor al difunto padre del poeta, el Maestre Don Rodrigo Manrique–, Mariátegui demuestra, como una simple lectura permite corroborar, que el motivo central de la obra constituye una reflexión sobre la vanidad del mundo. Restituyendo el verso de Manrique al discurso místico plasmado en el conjunto total de las Coplas, Mariátegui aclara:

Jorge Manrique, no era en su tiempo –tan lejano al nuestro– pasadista ni tradicionalista. Su filosofía era rigurosamente la de un místico medioeval. Era la filosofía de la España Católica que resistió al Renacimiento y la Reforma, y reafirmó intransigente su ortodoxia en la Contrarreforma. Filosofía que ignora la vanidad del presente como la vanidad del pasado, porque concibe la vida terrena como preparación para la vida eterna. Pesimismo integral y activo que renuncia a la Tierra, porque quiere el cielo.

Definitivamente ajena a la evocación de la Colonia, la poesía de Manrique plasmaría, más bien, la sensibilidad de una corriente histórico-cultural que dio las espaldas tanto a los goces mundanos del paganismo renacentista como al productivismo ascético del protestantismo. Sin embargo, el “pesimismo” contra-reformista de la obra es adjetivado por Mariátegui, si leemos atentamente, no sólo como “integral” o intransigente sino como “activo”. En lugar de conducir a un repliegue en la contemplación pasiva, la filosofía mística versificada por Manrique invitaría a la actividad. A través de esta adjetivación, nada arbitraria, Mariátegui abre el paso al trazado de un vínculo iconoclasta entre la acción, asociada recurrentemente en su momento y por él mismo con la retórica del futurismo, con una excéntrica forma de misticismo. Yuxtaponiendo polos opuestos, Mariátegui reivindica en Manrique

esa mística que, como lo proclama Unamuno, es acaso la única genuina filosofía española. […] Filosofía a la que no se puede sospechar de pasadismo, no sólo porque más que idea era acto, sino porque miraba a la inmortalidad. Actitud ambiciosa y futurista, porque ¿qué futurismo más absoluto que el del místico, desdeñoso del presente y del pasado por amor de lo eterno y lo divino?”[nota]11[/nota]

La desmesura del razonamiento tiene, evidentemente, un aguijón humorístico. Pero a la vez, la aclamación de aquella mística que “más que idea era acto” nos remite, directamente, a La agonía del cristianismo de Miguel de Unamuno, ensayo publicado originalmente en 1924 y comentado entusiastamente por Mariátegui . En esa obra, remitiéndose a la raíz etimológica de la voz agonía, el filósofo de Salamanca define a la lucha, a la activa contradicción, interna y externa, como la vía de afirmación de la vida espiritual y terrenal propia de una versión del cristianismo que, así entendido y a contracorriente de los dogmas eclesiásticos católicos y protestantes, deviene en una forma de misticismo terrenal o de religiosidad militante. Al estilo del discurso paradojal de Unamuno, construido a partir de contradicciones vivas y no de conceptos rígidos, Mariátegui sugiere que únicamente la negación de la tradición del catolicismo español, y no su estática petrificación como canon, haría posible afirmarlo de manera auténtica, vital y renovada. En el terreno de la figuración literaria de la sensibilidad católica, si los glorificadores conservadores de la Colonia encuentran –con tergiversaciones de por medio– un baluarte en Manrique, Mariátegui, por el contrario, sostiene que:

[c]on su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionalistas. Porque la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que la niegan, para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación del pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre.

Revitalizar momentos de la historia cultural o crear una tradición implica, en otros términos, derruir sus sedimentaciones fijas y liberar sus elementos vitales, por definición, inestables y móviles. A la inversa de ese quietismo melancólico que Mariátegui asocia recurrentemente con los términos “tradicionalismo” y “pasadismo”, su búsqueda de reencuentros con el pasado nace del ímpetu transformador del presente y no desdeña la vitalidad del humor. A través de su ataque corrosivo a los oropeles del acervo latino e hispánico, acoge, simultáneamente, la memoria de lucha de los antiguos, los vestigios de clasicismo re-significados y liberados de fasto por las vanguardias artísticas, e, incluso, la agonía de un poeta místico reivindicado humorísticamente como “futurista”.

Más allá de estos ejemplos en particular, las diversas pistas que Mariátegui nos ofrece sobre la vitalización de la tradición resuenan con la intuición de Benjamin sobre el potencial de las “cosas finas y espirituales”, como denominó a los legados de la historia cultural. Como sugería en una de sus Tesis sobre el concepto de historia, el recurso a la historia cultural para la lucha revolucionaria, permite que, en lugar de presentarse como un botín que legitima a los vencedores, adquiera vida para el revolucionario “en forma de confianza en sí mismo, de valentía, de humor, de astucia, de incondicionalidad, y su eficacia se remonta en la lejanía del tiempo”.[nota]12[/nota]

*

La tradición, en el sentido enfático que le da Mariátegui, se reinventa permanentemente a través de la incorporación para las luchas o las agonías de la contemporaneidad, del “espíritu” y la “sangre”, y ciertamente no de los dogmas osificados, de la historia cultural. En la búsqueda de legados que se afirmen a contrapelo del conservadorismo tradicionalista, revistase éste de latinismo o hispanismo, Mariátegui traza aperturas que desvían el curso dominante de estas corrientes culturales: surca, a partir de ellas, meandros a contracorriente. Sin embargo, la búsqueda de una tradición crítica enraizada en la particularidad histórica y sociocultural desde la que piensa y escribe, lo conduce hacia territorios remotos, decididamente alejados de figuras como las de un Espartaco o un Manrique agonista. En los extramuros de la latinidad y el hispanismo, la exploración de mayor aliento que Mariátegui emprende al acecho de raíces vitales en el pasado transita por un mundo pre-hispánico que proyecta como sustrato de una forma no capitalista de modernidad y como imagen utópica capaz de impulsar la lucha por el socialismo. El amplio horizonte al que se vincula esta compleja faceta de su obra remite a la gestación, abierta y tentativa, de un proyecto de afirmación nacional revolucionaria, abiertamente adverso y alerta frente a los peligros del nacionalismo.

Mariátegui despliega con más amplitud esta indagación a través de varios artículos publicados en Amauta, de otros tantos publicados en Mundial en la columna “Peruanicemos al Perú” y, principalmente, a lo largo de 7 ensayos, donde articula una visión de conjunto que retoma la mayoría de tópicos de aquellas entregas. Sin embargo, algunos de los materiales preliminares de El alma matinal contienen importantes claves de un proyecto que, partiendo de la peculiaridad socio-cultural de un país como Perú –y de otros con economías predominantemente agrarias y con una importante presencia de poblaciones indígenas–, se orienta a crear un sentido revolucionario de pertenencia nacional a partir de la incorporación selectiva de elementos, reales o imaginados, de los mundos sociales que fueran subyugados a partir del coloniaje español. El acercamiento a este vasto problema en El alma matinal se expresa, específicamente, en ciertos comentarios, que, como destacaremos, dialogan con formulaciones medulares de 7 ensayos, sobre la obra plástica de Diego Rivera y José Sabogal –artistas cuyas obras fueron, por lo demás, reproducidas y publicadas en varios números de la revista Amauta–.

La encandilada noticia de Mariátegui sobre los primeros murales de Diego Rivera presenta algunos rasgos importantes, mucho más que de esta serie de frescos, de las expectativas, no desprovistas de fervor, que aquél deposita en la transformación revolucionaria de la función de la pintura. Guiada por una comprensión de la diferenciación y singularidad del sujeto revolucionario latinoamericano con respecto al de las sociedades industrializadas, la mirada de Mariátegui recubre de una capa simbólico-política a las representaciones pictóricas de Rivera.

De entrada, en torno a la trayectoria artística de Rivera, destaca el vínculo íntimo que existiría entre la creación de su lenguaje plástico y la “insurrección agrarista” del México de las primeras décadas del siglo pasado. Siguiendo las señales autobiográficas del propio Rivera, tal y como las registra Xavier Villaurrutia en la revista Forma, Mariátegui remarca:

Rivera no encontró su estilo, su expresión, mientras no encontró el asunto de su obra. Su vida en Europa fue una apasionada búsqueda, una vehemente indagación. Pero su obra sólo empieza a ser personal cuando la revolución empieza a inspirarla plenamente.

Las plasmaciones más logradas de este lenguaje que, dejando atrás una estación por la abstracción cubista, sólo habría alcanzado autenticidad personal en el contacto con una lucha colectiva serían, considera Mariátegui, los frescos pintados en los muros interiores de los edificios de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y en la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo. Por el carácter fijo de su soporte, continúa, estas obras murales se apartarían de la circulación comercial propia del mercado internacional de galerías de arte. De carácter público y no mercantilizado, física y temáticamente afincada en México, la obra de Rivera habría sido “engendrada por el espíritu y nutrida de la sangre de una gran Revolución”. Como ya vimos, dentro del campo semántico de sus escritos, el “espíritu” y la “sangre” son términos cargados de significados asociados a la vitalidad y a la activación renovadora de tradiciones. Bajo tales connotaciones, Mariátegui encuentra en los murales que llegó a conocer de Rivera a través de fotografías, una superación de los estrechos límites de la narración de anécdotas historicistas y de la chatura de una pedagogía cívica: parafraseando a George Bernard Shaw –referente clave, como veremos más adelante, en la construcción de su noción de “arte revolucionario”–, Rivera, advierte sin mesura, habría alcanzado la creación de la “iconografía de una religión”. Siguiendo las sugestiones de su mirada, más allá del recuento de determinados sucesos del convulsionado México pos-revolucionario:

[e]n sus frescos Diego Rivera ha expresado, en admirable lenguaje plástico, los mitos y los símbolos de la revolución social, actuada y sentida por una América más agraria que obrera, más rural que urbana, más autóctona que española. Su pintura no es descripción sino creación. […] A la versión realista del hombre y la mujer del pueblo, del peón y del soldado, se asocia la concepción casi metafísica, y totalmente religiosa, de los símbolos que contienen y compendian el sentido de la Revolución. Para expresar la tierra, el trabajo, etc., Diego Rivera construye figuras suprahumanas, como los profetas y las sibilas de Miguel Ángel.[nota]13[/nota]

Por límites cronológicamente insalvables de perspectiva histórica, esta apreciación, evidentemente, ni siquiera intuye la posterior inserción del muralismo, y no sólo el de Rivera, dentro de una poderosa política cultural legitimadora del Estado mexicano pos-revolucionario que, hacia el cierre de la década de 1920, se encontraba en tránsito hacia una perdurable y férrea institucionalización. Independientemente de esta imposible previsión sobre la deriva del muralismo hacia la consolidación de una religiosidad cívica predominantemente conservadora, resulta interesante contrastar la recepción de Mariátegui con otras menos imaginativas y más bien pobres formuladas contemporáneamente sobre la obra de Rivera. Allí donde Mariátegui encontró una figuración plástica que reinventa el muralismo religioso del Renacimiento y plasma una profecía que, extendida desde México al subcontinente americano, alude a la particularidad “agraria” y “autóctona” de la revolución social, otros comentaristas contemporáneos confinaban su mirada frente al nuevo muralismo dentro del estrecho marco de representaciones, extrapoladas desde sociedades industrializadas, de una revolución obrera pretendidamente “mundial”. Sin ir muy lejos, en la propia revista Amauta, crisol de debates antes que medio de difusión de visiones unívocas, se publica un artículo que adelanta, sin mayores matices, una versión del muralismo de Rivera que lo reduce al reflejo de la lucha de “una clase universal en marcha incontenible hacia la sociedad comunista”.[nota]14[/nota] En contienda con este tipo de progresismo lineal burdamente trasladado al campo estético, la apreciación de Mariátegui articula una esperanza, expresa una fe, en el surgimiento de formas artísticas que, a través de la creación de símbolos con poder de sugestión religiosa, sean capaces de intervenir revolucionariamente en la historia. Este poder simbólico, trascendiendo el verismo y la descripción plana, no sólo reconocería sino que exaltaría o proveería de fuerza moral al sujeto de la lucha social forjado específicamente en sociedades con estructuras económicas primordialmente agrarias, no industrializadas, donde predominan formas de explotación que, lejos de la descarnada proletarización que sigue al establecimiento del trabajo asalariado, se encuentran culturalmente mediadas por instituciones sociales de origen colonial. La creación de un lenguaje plástico que, desde la esfera simbólico-cultural, apuntale la des-colonización y la afirmación nacional iría, pues, de la mano con la acumulación de fuerzas para hacer posible la transformación revolucionaria de la sociedad.

Estas claves perfilan y a la vez marcan contrastes con las interpretaciones de Mariátegui sobre la obra de su compañero de ruta y cofundador de la revista Amauta, José Arnaldo Sabogal. Como ha sido ampliamente reconocido, Sabogal, uno de los asiduos participantes de las tertulias intelectuales abrigadas en casa de Mariátegui sobre la calle Washington, tuvo un papel central en la cristalización estética e incluso en la definición del nombre de la revista Amauta. Como sabemos, su director inicialmente consideró nombrar “vanguardia” a esta histórica publicación, pero acogió la sugerencia de Sabogal de titularla “amauta”, voz quechua que significa sabio o filósofo.[nota]15[/nota] Reflexionando implícitamente sobre este cambio de nombre, en la presentación del primer número de Amauta, Mariátegui le quita toda gravedad retórica al asunto y aclara que lo medular de la revista no es su “rótulo” sino su contenido y el debate al que dé cabida. Pero a la vez, en esas líneas de presentación queda sugerido que el horizonte de innovación y actualidad al que se asociaba frecuentemente el término vanguardia habría sido incorporado dentro del campo semántico de amauta, término que, circunscrito al específico marco de referencia de la revista a la que designa, invoca una cierta tradición y un cierto pasado sojuzgados desde la Colonia.

El título [Amauta] preocupará probablemente a algunos. Esto se deberá a la importancia excesiva, fundamental, que tiene entre nosotros el rótulo. No se mire en este caso a la acepción estricta de la palabra. El título no traduce sino nuestra adhesión a la Raza, no refleja sino nuestro homenaje al Incaismo. Pero específicamente la palabra “Amauta” adquiere con esta revista una nueva acepción. La vamos a crear otra vez.[nota]16[/nota]

La utilización de los términos “incaismo” y “raza”, no especialmente frecuentes en los escritos de Mariátegui, podría, quizás, encontrar una explicación circunstancial en el fragmento citado: operan allí como guiños al lector conduciendo su atención al contenido de la página contigua donde se publica, como primicia, un fragmento del primer libro publicado en la serie Biblioteca Amauta de la Editorial Minerva: Tempestad en los Andes (1927) de Luis E. Valcárcel. El valor que Mariátegui encuentra en esta obra, como argumenta en el prólogo, no se funda en sus improbables aportes investigativos sobre la vida de las comunidades indígenas asentadas en Cusco, la antigua capital incaica, sino en la posibilidad de que sus imágenes y contenidos mesiánicos confluyan con la crítica socialista (de ahí, dicho sea de paso, las reticencias que no deja de manifestar frente a la vertiente evangelista plasmada en partes del ensayo). En este contexto, tanto la “raza” como el “incaismo”, antes que constituir categorías que designan a un grupo social en particular o una realidad histórica, operan como giros expresivos que Mariátegui, fervoroso lector de Sorel, pretende poner al servicio de la revolución atizando el fuego de un mito movilizador. De este modo, sitúa en un plano distinto y trastoca el significado común tanto del término “incaismo”, tan recurrente en la evocación romántica de la élite cusqueña para afirmase como representante auténtica de la nación frente a la “mestizada” Lima, como del término “raza”, tan difícil de deslindar del biologicismo positivista que, histórica y sistemáticamente, ha articulado discursos neo-coloniales.[nota]17[/nota] Recurriendo por momentos a términos sumamente problemáticos, Mariátegui acecha destellos utópicos capaces de encender el mito de una revolución que, dada la peculiaridad del dominio en países como Perú, debía pasar por una afirmación nacional que derruya los cimientos del neo-colonialismo.

La tentativa de “crear otra vez” la palabra amauta sintetiza y esclarece este proyecto. La propuesta de innovar una voz, por sí misma no entrabada en la formación cultural dominante y que remite a formas de sabiduría antiguas y sojuzgadas, permite visualizar, sin mayores interferencias semánticas, la traslación de una operación recurrente en el pensamiento de Mariátegui, fusionar y retroalimentar la tradición y el pasado con la creación y lo nuevo, hacia el campo de la lucha ideológica en el Perú y América Latina. Esta apuesta por la innovación radical o –bien podríamos decir– por la vanguardia en el proyecto de Amauta ilumina, por lo demás, el sentido básico del tipo de afirmación nacional que su director pretendía estimular tanto a través de la peculiar recepción sobre la obra de Sabogal y su escuela incluida en el borrador de El alma matinal, como de su comprensión, plasmada principalmente en “El proceso de la literatura”, del papel crítico que podría desempeñar el llamado –originalmente con intención despectiva– “indigenismo” literario.

A modo de elaboración de todos estos puntos, en una entrega incluida en El alma matinal escrita en torno al inminente debut de una serie de óleos y xilografías de Sabogal en el salón Amigos del Arte de Buenos Aires, Mariátegui promueve su pintura y su gráfica en tanto que “factores espirituales de la nueva peruanidad”. Producto de una paciente inquisición plástica, extraña a la apresurada y simplificadora formulación de proclamas ideológicas, esta potencial capacidad de incidencia pública de la obra de Sabogal, asegura Mariátegui, responderían a su “íntima asonancia con sentimientos y reivindicaciones de la época”. El trayecto particular de este artista y de las plasmaciones de su obra confluiría de manera espontánea y no deliberada con el movimiento colectivo de afirmación revolucionaria de una cultura nacional. Si trazamos un contraste con el proyecto de Rivera, que habría logrado traducir las sugestiones de una revolución social materializada históricamente –aunque, hoy lo sabemos, más temprano que tarde contenida y perversamente institucionalizada–, el de Sabogal es asumido como la creación de un nuevo lenguaje, revolucionariamente nacional, pero forjado en ausencia de referentes materiales directos y sin intenciones políticas manifiestas. En otros términos, existiría una ‘afinidad electiva’, y no una confluencia conscientemente buscada, entre su exploración artística y una lucha histórica en gestación. De allí la alta estimación que Mariátegui expresa por un Sabogal devenido, desde su perspectiva, nada menos que en el “primer pintor peruano”.

Sin embargo, paradójicamente, la invención de este lenguaje plástico capaz de alimentar un sentido de “nueva peruanidad”, no dejaría de ser tributaria, como enfatiza Mariátegui, del anterior recorrido formativo de Sabogal por Europa. Además de los aportes en su cultivo técnico –específicamente por el influjo de los “maestros pre-renacentistas” que se afianzó de espaldas a la eclosión de las vanguardias, referida aquí por Mariátegui, indecisamente, como una “disolución del arte occidental”, primero, y como una “revolución artística”, después–, el paso de Sabogal por Europa:

[s]obre todo, lo ha ayudado –por reacción contra un mundo en el cual se sentía extranjero– a descubrirse y reconocerse. Su autonomía le debe mucho a la experiencia europea. Sabogal ha comprendido o, por lo menos, esclarecido en Europa la necesidad de un humus histórico, de una raíz vital en toda gran creación artística.

Llama la atención que aquí no se mencione la larga estancia del artista en Argentina, ni la importancia que tuvo su visita a México durante el despegue del muralismo –antecedentes de su amigo que Mariátegui sin duda conocía–.[nota]18[/nota] Al enfatizar la importancia de los breves años de formación de Sabogal durante su primera juventud en Europa, Mariátegui parecería trazar, conscientemente o no, un paralelo con su propio itinerario. En contraste con el acento mágico y telúrico con el que Wiesse presenta el proceso de orientación hacia temas vernáculos de Sabogal –narración reforzada por el propio artista en diversos escritos recopilados y transcritos parcialmente por su esposa–, Mariátegui vincula íntimamente aquella vuelta a una “raíz vital” con la experiencia del artista arrojado a la extranjería en búsqueda de su propio lenguaje artístico. Y este acecho de un sustrato y una tradición propia, sentido como una necesidad creadora en medio del extrañamiento, vendría, imprevistamente, a sincronizar su tiempo con el de la posibilidad de una revolución indisociable de un proceso de afirmación nacional.

Esta autenticidad en la trayectoria de Sabogal, por oposición a un localismo nacionalista forzado, sería precisamente lo que, desde el enfoque de Mariátegui, diferencia su obra del costumbrismo indigenista. Frente a la “profunda y austera versión que de lo indio” que habría alcanzado el diseñador de Amauta, la representación pintoresca de tipos característicos, esa “moda del indigenismo en pintura” cuya más baja y mercantilizada expresión sería la “pintura turística”, no aparece sino como una caricatura empobrecida. En las antípodas de la exterioridad del pintor frente a motivos meramente exóticos y decorativos, la intimidad de Sabogal con sus temas y la economía de recursos en su tratamiento, lo hacen incluso sugerir que quizás en su arte “renacen elementos del arte incaico”.[nota]19[/nota]

Los óleos de Sabogal reproducidos en las páginas de Amauta, repertorio especialmente significativo del que Mariátegui tuvo a la vista, exponen algunos de los materiales dispuestos para la selección de su mirada. No es difícil vincular el contenido representacional de estos lienzos, resumido en el recuadro presentado a continuación, con la promesa de incorporar y dotar de vida nueva a aquel indefinido “arte incaico” que Mariátegui evoca, de nuevo, con la intención de recurrir al poder simbólico del mito, y ciertamente no con la pretensión de postular una pulcra categoría de historiografía del arte.

Óleos de José Sabogal reproducidos en la revista Amauta

Del total de ocho óleos reproducidos en el número 6 de la revista, el motivo de cuatro remite a espacios y personajes de la ciudad de Cusco y sus alrededores (“Los pongos”, “Sacsayhuaman” –obra que, curiosamente, representa edificaciones hispánicas y ningún remanente de los edificios incaicos–, “Cholito cuzqueño” y “Balcón de Herodes”). Un tercer óleo representa a una autoridad local quechua de la región Apurímac (“Varayoc de Chincheros”). Dos más corresponden a retratos de personajes de origen aymara (“India Ccolla”, “Chutillo”). Y para cerrar, entre la selección se desliza, llamativamente, un retrato del poeta vanguardista Juan José Lora; yuxtaposición nada inusual dentro del amplio horizonte estético de Amauta que, dicho sea de paso, abarca desde ciertos atisbos de la abstracción (acentuada años más tarde) de un Emilio Pettoruti, hasta el grotesco figurativo de un Georg Grosz. (“José Sabogal”, Amauta 6 [Lima] febrero de 1927: 9-11.)

En el número 16 de Amauta, se publican las fotografías de seis óleos seleccionados de la ya mencionada exposición de Sabogal en Buenos Aires. Las dos primeras obras, reproducidas cada una en un amplio formato de página entera, presentan un contraste entre la frugal representación del rostro de un amauta, con el sufriente servilismo de pongos o siervos de hacienda. A continuación, se presentan cuatro reproducciones: dos tienen motivos claramente vinculados a la vida social de la serranía centro y sur-oriental de Perú (“Tapiceras del Mantaro”, óleo costumbrista ambientado en el valle homónimo localizado en la región de Junín, y “La procesión de Taitacha temblores”, cuyo título y contenido representacional remiten a las calendas del Cusco); y en las otras dos obras, manifestándose un giro temático, se retratan a personajes limeños (“Pepa” y “Negra devota”, óleos de mujeres ataviadas, respectivamente, con un rebozo bordado a la usanza criollo-española y con un manto de tela basta). La marcada diferencia entre los motivos rural y urbano de estos dos últimos pares de cuadros crea un efecto de contraste similar al que se aprecia en el número 6 de la revista, cuando se incluye el retrato de Lora entre óleos cuyo motivo se vincula a personajes de la serranía sur-oriental. (“Exposición de José Sabogal. Buenos Aires 1928”, Amauta 16 [Lima] julio de 1928: 10-12.)

Por otra parte, en el número 17, se reproducen representaciones de dos mujeres de la realeza incaica (“La clavelina del Inca” y “Ñusta de Quequesana”), y de dos mujeres más que debemos suponer contemporáneas al pintor (“Indiecita aymara” y “Chola cuzqueña”). (“Arte peruano”, Amauta [Lima] septiembre de 1928: 17-20.)

Por último, aunque no se trate de óleos, cabe mencionar que entre las páginas del número 22 de la revista, se insertan, sin nota aclaratoria alguna, una serie de fragmentos de “frisos incaicos”. Se trata de murales en formato rectangular y alargado donde se representan, por medio de ideogramas bi-dimensionales, facetas de la vida bajo el imperio incaico (“Las aclas”, “La metalurgia”, “Los artífices”, “Soldados del Inca”, “El Inca”). En estas obras, presentadas en el pabellón peruano de la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929, Sabogal reelabora a través del fresco la técnica pictórico-narrativa aplicada por los incas sobre cerámica y madera. (Amauta 22 [Lima] abril de 1929: 33-36.)

Desde la perspectiva de Mariátegui, la recurrente elaboración en la pintura de Sabogal de versiones de personajes y espacios vinculados a la serranía centro y sur-oriental peruana, ambientados tanto en el pasado como en el presente, parecerían proyectar el intento de volver actuales, expandiendo el espectro de lo representable en la pintura contemporánea, a los vestigios sociales y estético-formales de los derrotados mundos indígenas englobados simplificadoramente bajo la vaga noción de lo “incaico”. A la vez, no se debe soslayar que dentro del abanico de óleos de Sabogal difundidos a través de reproducciones fotográficas en las páginas de Amauta, también se incluyen representaciones sobre la vida social y cultural de la Lima contemporánea: un poeta trajeado con desgarbo y de mirada turbia, y dos mujeres cuya expresividad facial se enmarca bajo mantos que las distinguen socialmente dentro de los códigos de su ciudad. Dentro de la “galería” móvil que se configura a través de la sucesión de páginas de Amauta, las distintas facetas de lo vernáculo-rural en la obra de Sabogal por momentos se sitúan, como vemos, junto a sus incursiones pictóricas en Lima y sus rostros urbanos. Estas imágenes fotográficas en movimiento, antes que invitar a la contemplación y al recogimiento frente a las evocaciones de un mundo incontaminado por la modernidad, como podría suceder en una galería convencional de pintura a partir de la oficialización del indigenismo, permiten, más bien, intuir asociaciones entre lo arcaico y lo plenamente actual.

Una variante de este tenso encuentro, que sugeriría el trazado de vínculos entre el renacer de formas prehispánicas y la novedad de la que está cargada la vida en la ciudad, aparece en otro comentario centrado, ya no en la pintura sino en el arte gráfico de Sabogal. En este artículo, también seleccionado para El alma matinal y escrito a propósito de la exposición en Lima del conjunto de xilografías ya presentadas en la gira de Sabogal por Buenos Aires, Mariátegui celebra en ellas el “renacimiento” del “grabado en madera”: actualizando una técnica arcaica, las xilografías de Sabogal, considera, “revelan hasta qué punto en un arte tan antiguo se pueden lograr realizaciones modernas.”[nota]20[/nota] ¿En qué radica la modernidad de estos diseños logrados recurriendo a una técnica y un soporte obsoletos frente a las nuevas posibilidades de reproducción de imágenes? Si partimos de la reiteradamente expuesta comprensión que tiene Mariátegui de lo moderno, tanto en el pensamiento social como en las artes, como desnudamiento de retórica, debemos suponer que la modernidad que subraya en la gráfica de Sabogal coincidiría con sus rasgos formales sintéticos, o bien, con su austeridad casi geométrica.[nota]21[/nota] Pero, a la vez, no debemos olvidar que, más allá de su factura, el motivo central de estos grabados constituye una simbolización de mundos indígenas frecuentemente circunscritos a ambientes sociales de la serranía centro y suroriental peruana. Como querría Mariátegui, si consideramos como moderno al espíritu –o sentido histórico– y no sólo a la forma de estas obras gráficas, los signos de la modernidad en Perú se asentarían justa y precisamente en el espacio social estamentalmente asignado a quienes fueron ubicados, desde la Colonia, fuera de la civilización, y desde la era republicana, fuera del progreso y de la nación. En este sentido, la interpretación de Mariátegui sitúa en un mismo plano convergente a la modernidad y a las tradiciones de raíz prehispánica, y así, se deslinda claramente de cualquier forma de romanticismo arcaizante.


José Sabogal, “India Ccolla” (xilografía).
Fuente: Amauta 1, Lima, septiembre de 1926, pág. 3


José Sabogal, “Indios de Pucará” (xilografía).
Fuente: Amauta 10, Lima, diciembre de 1927, pág. 20.

La recepción de la obra de Sabogal promovida por Mariátegui, sin embargo, no se aviene muy fácilmente con la concepción que el propio artista tenía de ella. Al reclamar para éste el título de “primer pintor peruano”, Mariátegui no sólo lo elogia, también lo refuta amistosamente:

Sabogal reivindicará probablemente este título [primer pintor peruano] para algunos de los indios que, anónima pero a veces genialmente, decoran mates en la sierra. Mas, si bien esta aserción tendrá un poco de verdad, tendrá también un poco de ironía. Ese poco de ironía que a Sabogal le gusta poner en su lenguaje. El indígena sufre todavía un evidente ostracismo de la peruanidad. El empeño de los espíritus nuevos quiere, precisamente, poner término a este ostracismo.[nota]22[/nota]

Frente a consideraciones como que el “primer pintor peruano” sería el cincelador anónimo de mates o, para el caso, el productor de cualquier otro objeto concebido como espontánea y pura manifestación de “arte popular” –el torito de Pucará, los arneses criollos de la Costa Norte, los retablos de Ayacucho, entre otras artesanías locales admiradas por Sabogal–, Mariátegui, lejos de dar curso al tipo de reflexiones tan caras a su amigo sobre las fuentes prístinas de un nuevo mestizaje o sobre la esencia telúrica de la nacionalidad expresada en su “arte popular”, se limita a redirigir la atención hacia lo que considera uno de los aspectos medulares del entonces equívocamente denominado “problema del indio”: el destierro de la nación o el ostracismo de la comunidad política y, junto a ello, la reducción a mano de obra servil, a la que fueron históricamente sometidos los habitantes originarios de lo que, desde el siglo XIX, se configuró como el estado nacional peruano. En contraste, Sabogal era más bien dado a especulaciones bastante menos históricas, diríamos incluso metafísicas, en torno a la afirmación de un nacionalismo popular e integracionista.[nota]23[/nota] Se podría argumentar que las exploraciones de Sabogal habrían abierto una perspectiva, ajena al enfoque de Mariátegui, dirigida a valorar la amplia riqueza formal presente en las denominadas artes populares. Sin embargo, los riesgos políticos anejos a esta forma de estetización del nacionalismo parecerían justificar las reservas de Mariátegui.

La concepción de Sabogal del arte nacional como un “continuo de creación popular” se observa claramente, como ya mencionábamos, en su intensa atracción por el burilado de mates realizado por “artistas anónimos”. En Amauta, precisamente, se incluyó una selección de estos diseños bajo el decidor título “Arte peruano”. En la presentación de esta muestra, texto breve escrito por el propio Sabogal, se ponen de manifiesto las ideas detrás de su valoración de artesanías como los mates de Ayacucho y Huanta. Estos polícromos dibujos tallados sobre calabazas secas expresarían, con “la fuerte sencillez de los primitivos”, una lograda traducción plástica de la fuerza telúrica y los ritmos musicales que Sabogal, con irrefrenable imaginación, considera que regirían la vida natural y social en las alturas andinas. Junto a este primitivismo que se aboca al encuentro de fuentes puras y telúricas de creatividad, en estas líneas el artista traza los caracteres de un proyecto utópico de mestizaje que cimentaría la identidad nacional. Alcanzando una fusión armónica “de dos diversas sangres sin complicarlas”, encuentra que los mates estarían emparentados tanto con “los artísticos qqueros del antiguo imperio [vasos coloreados incaicos]”, como con el “sobrio realismo español” y “los ritmos decorativos mudéjar”. El diseño sobre mates portaría, así, “las primicias de una cultura genuina y radiante”, expresada también en otros registros artísticos como el yaraví arequipeño, forma musical en la que se “realiza el connubio de la guitarra [española] y el indio”. Para cerrar, pisando un terreno resbaloso, indefinidamente socio-cultural y racial, Sabogal ejemplifica como “tipos ya logrados” de esta vibrante imagen de un mestizaje idílico y pujante al “cholo de Yanahuara y el cholo de Ayacucho”.[nota]24[/nota] La formulación, desde el campo estético, de este proyecto de mestizaje nacional no tardará en demostrar su fácil incorporación como componente de una religiosidad cívico-estatal conservadora.

Tanto desde la elaboración de su obra como desde la docencia estatal, Sabogal insistió en exaltar el mestizaje y creación de formas desde y a propósito de culturas concebidas como originarias, bajo la orientación de consolidar un arte nacional. Desde un punto de mira muy distinto, a través de la crítica histórica, plasmada ampliamente en 7 ensayos, Mariátegui proponía una nueva comprensión de las formas organizativas comunitarias indígenas, no como fuentes arcaicas y anónimas de la nación, sino como el sustrato socio-histórico de la creación del socialismo. Las imágenes de mundos indígenas colectivos conducen, en un caso, a experiencias de contemplación estética y, en el segundo, a la negación de la forma de vida sujeta al sistema gamonalista impulsada por imágenes utópicas. A la luz de estas diferencias sustanciales, por fuera del proyecto alentado a través de Amauta, no resulta entonces tan sencillo conciliar la estetización del nacionalismo y las derivas primitivistas de un Sabogal con la cimentación histórica del proceso revolucionario y con la liberación de la potencia utópica que Mariátegui cifraba en las elusivas figuras de lo “indígena”.[nota]25[/nota]

No se puede insistir demasiado en que, a lo largo del siglo pasado, la estetización del nacionalismo, tanto de Sabogal como de otros artistas, ha resultado extremadamente dúctil en términos de sus efectos y usos políticos. En el caso específico en cuestión, la ampliación de los temas de la pintura que suponía la obra de Sabogal inicialmente, sobre todo durante la década de 1920, bien pudo haber desafiado al sentido del buen gusto de las élites peruanas, afincado en el naturalismo europeo del siglo XIX. Sin embargo, su búsqueda de fuerzas creativas vernáculas que, mestizando formas, portarían promesas para la gestación de un arte nacional no tuvo, precisamente, un destino revolucionario. Baste recordar dos hechos emblemáticos al respecto. Cuando se impone la reacción en Perú durante la década de 1930 y se cierra el ciclo ofensivo de la crítica revolucionaria, el General Oscar Benavides, dictador desde 1933 hasta 1939, llega a considerar a Sabogal, director de la Escuela Nacional de Bellas Artes desde 1933 hasta 1943, como “un funcionario ejemplar y un artista que honra al Perú”. El ejemplo es extremo y desde luego que no agota las recepciones de Sabogal, pero simplemente nos permite resaltar que el nacionalismo en las artes ha desempeñado, con demasiada frecuencia, de manera consciente o no, un papel obsecuente y legitimador dentro de regímenes más o menos autoritarios en América Latina. Por otra parte, en el plano cultural internacional y una década más tarde, no deja de resultar inquietante la visita que realizara Walt Disney en 1942 al estudio de Sabogal en Lima. Con seguridad, el interés por su trabajo plástico surgió como resultado de la exitosa gira de obras de Sabogal por varias galerías de Estados Unidos desde inicios de los años cuarenta. ¿Qué nos dice aquella fotografía de archivo en la que Disney aparece sonriente, junto a Sabogal, contemplando el óleo “Varayoc de Chincheros” como trasfondo? Desde este encuadre, la misma pintura que, como se recordará, fuera reproducida en Amauta, donde todavía podía generar un efecto de shock en el contexto de desafío al naturalismo europeo erigido en arte oficial, parecería ser trasladada, junto a la “imaginería peruana” exaltada por el artista, hacia un tristemente cómico divertimento exotista incorporable en las producciones de uno de los artífices clave de la industria cultural enseñoreada mundialmente tras la segunda pos-guerra.[nota]26[/nota]


Fotografía de Walt Disney junto a José Sabogal frente al
óleo “Varayoc de Chincheros”. (Taller de José Sabogal, Lima, 1942)


José Sabogal, “Burilador de mates” (xilografía)

Fuente: M. Wiesse, José Sabogal. El artista y el hombre (Lima: Compañía de Impresiones y Publicidad, 1957).

Sin embargo, antes del avance de la contrarrevolución, durante el tenso e indeciso lapso de la década de 1920, las posibilidades de un arte como el de Sabogal quizás todavía se podían vincular con las posibilidades de una transformación profunda no circunscrita, evidentemente, a la esfera artística. Más allá de la ambivalente estetización de los orígenes de la nación y sin sospechar los alcances y sofisticación del exotismo internacional, Mariátegui indagaba las posibilidades de conjugar, de doble vía, el proceso revolucionario con la afirmación nacional. Pero la proyección de este encuentro, en el que la radicalización de la modernidad supondría una actualización del pasado convocado selectivamente –tal y como se sintetiza en el concepto visual y la propuesta de Amauta–, no concernía exclusivamente al Perú. El enraizamiento de la revolución representó para Mariátegui, sin duda, un problema continental. Alimentando una recepción de Sabogal afín a este horizonte de lucha supranacional, al dirigirse a un público argentino –el mismo al que hubiera interpelado de materializarse su traslado a Buenos Aires y la publicación de El alma matinal bajo los auspicios de Samuel Glusberg–, Mariátegui asentó:

Aunque se cruzan en Buenos Aires muchas corrientes internacionales –o precisamente por esto– la urbe más cosmopolita de la América Latina concurre intelectual y artísticamente, con vigilante interés y encendida esperanza, a la formación de un espíritu indo-americano fundado en los valores indígenas y criollos. El arte de Sabogal, que es un gran aporte a este trabajo de definición de la cultura y la personalidad de Indo-América, está destinado a impresionar extraordinariamente la inteligencia y la sensibilidad argentinas.[nota]27[/nota]

Desde un amplio horizonte de transformación histórica que rebaza la ambivalente proclama nacionalista, Mariátegui, como vemos, traza vínculos entre el cosmopolitismo y la afirmación de un espíritu “indo-americano”. Por una línea convergente, en “El proceso de la literatura”, el último de sus 7 ensayos, el mayor valor que Mariátegui encuentra en el surgimiento de corrientes literarias “indigenistas” en Perú es, justamente, su posible complicidad con la “nueva generación” traductora del vanguardismo internacionalista. Una y otra vertiente confluirían, como él esperaba, en resquebrajar el nacionalismo oligárquico y prevenir riesgosas imitaciones del fascismo.

Como hemos procurado sustentar, nada resulta más ajeno a Mariátegui que la proyección de una restitución del mundo pre-moderno figurado en la antigüedad romana, el Medioevo español o, incluso, en el mundo pre-hispánico. A través de su recurso altamente selectivo a diversas fuentes de tradición, movimiento que deriva, principalmente, en el acecho de una raíz vital amerindia, Mariátegui alienta el advenimiento desde el pasado de irrupciones en las formas de dominación y alienación del presente. Este cultivo de la potencialidad revolucionaria de la memoria, apunta, como hemos visto, a la radicalización, o bien al movimiento hacia la raíz, de una forma históricamente singular de modernidad socialista.


[notar]1[/notar] Trabajo elaborado como parte de la investigación en curso para la obtención del doctorado en literatura por la Universidad Nacional Autónoma de México.

[notar]2[/notar] JCM, “El paisaje italiano”, Mundial [Lima] 19 de junio de 1925. En MT I: 518.

[notar]3[/notar] JCM, “Giovanni Papini”, Variedades [Lima] 17 de noviembre de 1923. En MT I: 536-538.

[notar]4[/notar] JCM, “Divagaciones sobre el tema de la latinidad”, Mundial [Lima] 20 de noviembre de 1925. En MT I: 546.

[notar]5[/notar] La referencia que, como no es inusual, Mariátegui no presenta de manera completa es: José Vasconcelos, “Reneguemos del latinismo”, La Antorcha 3 [México] octubre de 1924.

[notar]6[/notar] Anteriormente, Mariátegui ya se había ocupado de los diversos posicionamientos arielistas colados en un congreso que manifestaba claramente las pretensiones hegemónicas del aparato cultural estadounidense. Ver JCM, “Un Congreso más panamericano que científico”, Mercurio Peruano 81-82, marzo-abril de 1925, págs.. 136-140. En Peruanicemos al Perú, MT I: 296-298.

[notar]7[/notar] Como nos lo recuerda Osmar Gonzáles (Sanchos fracasados. Los arielistas y el pensamiento político peruano [Lima: Ediciones PREAL: 1996], págs. 238-239; 243), antecediendo al arielismo de principios del siglo XX y su rechazo desde una atalaya culterana al embate del imperio estadounidense figurado como Calibán, un hito en la propagación del latinismo en el subcontinente fue la ocupación francesa de México en 1861 por Napoleón III. A partir de la instauración del Imperio de Maximiliano, desde la perspectiva de la intelectualidad dominante, la latinidad sería asumida, reforzando preconcepciones neo-coloniales de carácter racista, como fundamento cultural capaz de dotar de “sentido y consistencia a los países americanos”. En el Perú de inicios del siglo XX, ya en el contexto de amplia resonancia del Ariel (1900) de José Enrique Rodó, el arielista Francisco García Calderón fue un alto exponente de esta corriente. Siguiendo a Gonzáles, la identificación de García Calderón con el legado latino trasmitido, específicamente, por una Francia erigida por él en núcleo irradiador de la única forma posible y deseable de civilización, es bastante elocuente en Las democracias latinas de América, obra publicada originalmente en francés en 1912. Dando cuenta de su exigua recepción, el libro apenas fue reeditada en español en 1979. A pesar de su prestigio en círculos intelectuales, García Calderón, un imprevisible admirador de La escena contemporánea y de 7 ensayos (como se constata en el epistolario de Mariátegui), fue en realidad poco acogido como ideólogo por el régimen oligárquico vigente durante las primeras dos décadas del siglo pasado en Perú y, menos aún, durante el oncenio parcialmente modernizador de Leguía (1919-1930).

Para apreciar la lacónica elegancia con que García Calderón felicita por sus logros intelectuales a uno de sus críticos, ver Cartas de Francisco García Calderón a José Carlos Mariátegui, París, 10 de julio de 1926; y París, 13 de julio de 1929. (MT I: 1792; 2017).

[notar]8[/notar] JCM, “Divagaciones sobre el tema de la latinidad”, art. cit., págs. 545-547.

No resulta aventurado considerar que aquí Mariátegui alude, casi directamente, al nombre de la derrotada Liga Espartaquista alemana, facción escindida del partido socialdemócrata que protagonizara un fallido intento de revolución en 1919. En ocasiones anteriores, ya había escrito con vivo interés sobre este frente liderado, entre otros, por Rosa Luxemburgo, figura que admira intensamente, y por Karl Liebknekt. Se puede revisar, por ejemplo, el texto de su más bien extensa conferencia “La revolución alemana” incluida en la serie de conferencias Historia de la crisis mundial que dictó en la Universidad Popular González Prada entre 1923 y 1924 (MT I: 867-873). Asimismo, se ocupa del tema en una sección del capítulo “La crisis del socialismo” incluido en La escena contemporánea (MT I: 984-985).

[notar]9[/notar] JCM, “Bragaglia y el Teatro de los Independientes de Roma”, Variedades [Lima] 22 de mayo de 1926. En MT I: 592.

[notar]10[/notar] Ricardo Melgar Bao ha documentado detalles importantes sobre Minerva, pieza clave, junto a la revista Amauta, de la política cultural gestada por Mariátegui. Inaugurada en noviembre de 1925 con la publicación de La escena contemporánea, al poco tiempo esta editorial extendió su campo de acción hacia la venta de libros, en función de internacionalizar, ampliar y afilar la capacidad crítica del público-lector peruano. Como la concibiera su fundador, Minerva desarrollaría tres líneas como casa editorial: “la Biblioteca Moderna, destinada a obras del pensamiento contemporáneo; la Biblioteca Amauta, destinada a obras de fuerte raigambre nacional o continental; y la Biblioteca Vanguardia, orientada a presentar los textos literarios estéticamente innovadores y sensibles a las inquietudes de nuestros pueblos”. Ver Ricardo Melgar Bao, “Amauta: política cultural y redes artísticas e intelectuales” en Maya Aguiluz Ibargüen, Encrucijas estético políticas en el espacio andino (La Paz: UNAM / UMSA, 2009), pág. 47.

[notar]11[/notar] JCM, “Reivindicación de Jorge Manrique”, Mundial [Lima] 18 de noviembre de 1927. En MT I: 648-650.

[notar]12[/notar] Walter Benjamin, IV tesis, Sobre el concepto de historia (México: Editorial Contrahistorias, 2005 [1942]; edición y traducción de Bolívar Echeverría).

[notar]13[/notar] JCM, “Itinerario de Diego Rivera”, Variedades [Lima] 18 de febrero de 1928. En MT I: 585-586.

En este artículo se transcribe casi en su totalidad la “biografía sumaria” establecida por Rivera y ya publicada anteriormente en el cuarto número de Amauta junto a un retrato al carboncillo y una caricatura de Rivera dibujadas, respectivamente, por “Bullen” y Miguel Covarrubias. En las páginas subsiguientes de ese medio, se publican adicionalmente siete fotografías de obras de Rivera: dos corresponden a dibujos preparatorios para frescos y las restantes fotografías captan fragmentos de los murales de la SEP, pintados de 1923 a 1928, y de la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, pintados de 1926 a 1927 (“La hacienda”, “Otilio Montaño”, “La liberación del peón”, “Cuahtemoc”, y “Xochtipilli en medio de la selva”). Ver “Diego Rivera”, Amauta 4 [Lima] diciembre de 1926: 5-8.

Debemos suponer que todos estos materiales fueron enviados para su publicación por el propio Rivera. Un claro índice de ello es que en el siguiente número de Amauta aparece una fotografía del artista que lleva la dedicatoria manuscrita: “Para Amauta. D. Rivera. 25 de noviembre de 1926”.

[notar]14[/notar] En su estudio pionero sobre la revista Amauta, Alberto Tauro adjudica a Esteban Pavletich (militante del APRA que, como se puede leer en el epistolario de Mariátegui, termina respaldando su posición en el debate con Haya de la Torre y adhiriendo al flamante PSP en 1928) la autoría de esta entrega sin firma que antecede a una entrevista a Rivera. En la entrevista, el ya célebre pintor aparece más bien deslucido y contradictorio en sus respuestas a preguntas que insisten en la deseabilidad del surgimiento de un “arte proletario”. A tono con su contenido, el texto es acompañado de fotografías de cuatro fragmentos de murales de temática obrera pertenecientes a la serie pintada en la SEP (“Funeral de las víctimas proletarias”, “Peones pesando el grano”, “Salida de los mineros” y “Mineros bajando a las labores”). Adicionalmente, en estas páginas se exhibe también la fotografía de un dibujo preparatorio para el primer mural ejecutado por Rivera, el fresco de 1922 pintado en el Anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria. Ver “Diego Rivera: el artista de una clase”, Amauta [Lima] enero de 1927, págs.5-8.

[notar]15[/notar] A través de un relato especialmente cercano a la vida del pintor publicado un año después de su muerte en 1956, María Wiesse, esposa de Sabogal, ofrece algunos detalles sobre la impronta de este artista en la concepción y, sobre todo, en la propuesta visual, sumamente cuidada en comparación a otras revistas pares, de Amauta: “Al gestarse la publicación de “Amauta” [Sabogal] sugirió a Mariátegui ese nombre en lugar del de “Claridad”. El primer número de “Amauta” y todos los que le siguieron ostentaban en la carátula y en las páginas interiores dibujos de José y de otros artistas elegidos por él: de Julia Codesido, de Teresa Carvallo, de Camilo Blas, de Carmen Saco, fotografías de cerámicas del Antiguo Perú, de piezas de arte popular”. Cabe retener que este elenco de artistas coincide, casi en su totalidad, con el de los miembros fundadores del Instituto de Arte Peruano creado por Sabogal en 1945. Ver María Wiesse, José Sabogal. El artista y el hombre (Lima: Compañía de Impresiones y Publicidad, 1957), pág.40; 59.

Debe aclararse, de otro lado, que el nombre que Mariátegui barajaba para la nueva revista fue, en realidad, “vanguardia”, como lo comprueba el anuncio impreso al final de los números 4 y 5, correspondientes a enero y marzo de 1924, de la revista Claridad –de ahí la confusión de Wiesse–. El anuncio, en grandes caracteres, reza así: “Vanguardia. Revista semanal de renovación ideológica. Voz de los nuevos tiempos. Directores: José Carlos Mariátegui y Félix del Valle. Aparecerá próximamente”. El quebrantamiento de la salud de Mariátegui, entre los motivos principales, determinó que aquel “próximamente” se difiera hasta septiembre de 1926, cuando finalmente aparece el primer número de la proyectada revista, pero bajo el nombre amauta.

[notar]16[/notar] JCM, “Presentación de ‘Amauta’”, en Amauta 1 [Lima] septiembre de 1926: 1.

[notar]17[/notar] Más allá de ésta u otras concesiones de Mariátegui al uso de un término tan problemático como “raza”, no se debe perder de vista su crítica abierta desarrollada en 7 ensayos, así como en otros textos, al escamoteo del problema de la desposesión de la tierra bajo retóricas seudocientíficas y moralistas sobre la inferioridad “racial”. En relación a este punto, Melgar Bao (Art.Cit., pág.53) sostiene que durante el periodo activo de Mariátegui el uso tan corriente y expandido de la palabra “raza” la volvía casi inevitable, pero que, en sus publicaciones, si acaso aparece, porta “sentidos no biologicistas, más próximos al de raza social” debatido en el seno de la Internacional Comunista.

Sin embargo, el uso de categorías tan espinosas no deja de conducir a Mariátegui a la eventual caída en auto-contradicciones. Un claro ejemplo es su reafirmación del racismo contra negros y descendientes de chinos en algunos pasajes de “El proceso de la literatura”, el último de los 7 ensayos.

[notar]18[/notar] El amplio e informado relato sobre la trayectoria de Sabogal escrito por Wiesse establece un itinerario bastante distinto al que presenta Mariátegui. El breve paso de dos años del artista por España e Italia, entre 1908 y 1910, es simplemente referido como un periodo durante el que estudia y se identifica con las obras del realismo y del Renacimiento, rechazando influjos del impresionismo. Tras su regreso a América, antes de una estación de un año en Cusco en 1918 y de su instalación definitiva en Lima en 1919, Sabogal, se nos informa, culminó sus estudios en Buenos Aires entre 1910 y 1912 y, posteriormente, en 1913, se trasladó a Jujuy, Argentina, a desempeñarse como maestro e iniciar su trabajo artístico. Al respecto, su esposa asegura que fue precisamente en Jujuy, en el extremo sur de la cordillera de Los Andes, realizando estudios al aire libre, donde “germina en el espíritu de José, el deseo de adentrarse en las tierras de América, en el Perú, su patria, y de esta patria el Cuzco”. Multiplicando expresiones afectadas de acento místico, Wiesse abunda en este giro hacia lo vernáculo, o en la “liberación de la servidumbre extranjera” tal como ella lo reivindica. En esta línea, la visita de seis meses de Sabogal a México en 1922 y su intercambio directo con Rivera en la Ciudad de México y con José Clemente Orozco en Guadalajara, son presentadas no como el inicio sino como el afianzamiento de una tendencia ya para entonces discernible en su trabajo. De hecho, la exposición en 1919 de 40 óleos de temática cusqueña en la Casa Brandes de Lima corroboran a Wiesse. Sin embargo, la autora no deja de asentar que “para José la labor de Diego Rivera era una lección viva, fecunda, de una sugestión extraordinaria”. Ver María Wiesse, Ob.Cit., pág.18; 29-34.

[notar]19[/notar] JCM, “La obra de José Sabogal”, Mundial [Lima] 28 de junio de 1928. En MT I: 583-584.

Como lo notifica sin mayores precisiones Mariátegui, dentro de este artículo re-transcribe una reseña publicada en el número 6 de Amauta.

[notar]20[/notar] JCM, “Xilografías de Sabogal”, Amauta 27 [Lima] noviembre-diciembre de 1929: 98-99. Re-publicado en MT I: 584-585.

[notar]21[/notar] Formalmente próximos a los grabados impresos en las portadas de Amauta y al del sello de la editorial Minerva, el dibujo de trazos económicos y desnudos de florituras en la xilografía de Sabogal se puede apreciar en el número 1, 2 y 10 de la revista. Cuatro grabados en madera representan, en planos casi geométricos cercanos a la anulación de la perspectiva, personajes de Cusco y Puno (“India Ccolla”, en el primer número de la revista, y en el décimo “Viejas cuzqueñas”, “Indio Sullca”, “Tintorero de Puno” e “Indios de Pucará”). Con temática distinta, otra xilografía, reproducida en el segundo número de la revista, presenta una versión de San Francisco de Asís que acompaña un fragmento del ensayo, de claros acentos románticos y anti-materialistas, Glosas franciscanas (1926) de María Wiesse. Ver Amauta 1 [Lima] septiembre de 1926: 3; Amauta 2 [Lima] octubre de 1926, sección “Libros y revistas”: 3; Amauta 10 [Lima] diciembre de 1927: 17-20.

[notar]22[/notar] JCM, “La obra de José Sabogal”, Art. Cit.

[notar]23[/notar] La apasionada invención de orígenes de la nación, la idealización del mestizaje y los acentos mágicos del telurismo primitivista de Sabogal se manifiestan, con amplitud de detalles, en sus múltiples escritos a los que acude Wiesse para la documentación de su relato. Entre éstos, el de mayor aliento es El desván de la imaginería peruana, suerte de testamento intelectual del artista publicado en 1956, justamente en el año de su muerte. La abarcadora elasticidad del nacionalismo de Sabogal llega, a veces, a extremos: en el escrito que prepara para agradecer el homenaje que se le rindió en 1943, cuando renuncia a la dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes, llega a incluir entre el “vivero criollo” del que se habría originado, en su visión, la plástica peruana, al primitivista francés Paul Gauguin, “gran pintor de profundos caracteres peruanos […] quien en la plástica se expresa con la templada vena y el nervio brioso de su inquietante abuela, Flora Tristán”. (Wiesse, Ob.Cit., pág.56).

En un amplio e incisivo estudio sobre las dimensiones histórico-sociales de la pintura del siglo XX en el Perú, Mirko Lauer ha enfocado lúcidamente el problema del nacionalismo en la obra de Sabogal. En contraste con el repliegue regionalista que surge hacia la década de 1920, sobre todo entre la élite cusqueña, y, a la vez, sin repetir “la visión insurgente de la realidad implícita en el muralismo mexicano, Sabogal impulsa una visión integracionista cuya expresión más interesante (y la que escapa al carácter conciliatorio de tal visión en otras áreas) es su visión del arte peruano como un continuo de creación popular en el tiempo”. De este modo, en la obra de Sabogal, llega a sugerir Lauer, se habría insinuado un acercamiento al campo “popular” capaz de superar el tipo de representación desde afuera e implícitamente desde arriba, en términos de jerarquía social, que ha signado a las diversas variantes del indigenismo, no sólo plástico sino también literario. Ver Mirko Lauer, Introducción a la pintura peruana del siglo XX –Lima: Mosca Azul, 1976–, pág. 105.

[notar]24[/notar] J.A.S. [José Arnaldo Sabogal], “Los “mates” y el yaraví”, Amauta 26 [Lima], septiembre-octubre de 1929. Como refiere Wiesse, el artista debutó imprevistamente como escritor al publicar esta pieza. Este primer salto de la pintura a la escritura encontró su oportunidad en la tardanza del poeta arequipeño Percy Gibson en entregar su artículo para Amauta. De ahí, justamente, la dedicatoria humorística del texto a Gibson.

[notar]25[/notar] El desarrollo más amplio de estas tesis en 7 ensayos se expone en los capítulos “El problema del indio” y “El problema de la tierra”. Ver MT I: 17-47. En uno de sus momentos más románticos, Mariátegui se delecta en la descripción de la experiencia gozosa del trabajo comunitario, imagen cargada de fuerza utópica que impulsa a la transformación de las formas vigentes de explotación. Sobre la conjunción entre crítica marxista e imaginación romántica en Mariátegui ver el seminal ensayo de Michael Löwy, “El marxismo romántico de Mariátegui” [traducción de Alfonso Ibáñez] Márgenes 1,2 [Lima] 1987, págs.13-22.

[notar]26[/notar] Debemos el desempolvo, aunque desprovisto de cualquier intención crítica, de la alarmante ovación del General Benavides y la más bien incómoda exposición de la fotografía de Disney frente al “Varayoc de Chincheros” a Wiesse, Ob.Cit., pág.42.

[notar]27[/notar] JCM, “La obra de José Sabogal”, Art.Cit.