Dios y decir dos
Una tarde, al levantar la cabeza de improviso y sin propósito alguno, vi, en un flash de lucidez, que la gente que en la calle se cruzaba conmigo, existía con absoluta independencia de las otras personas y más aún, existían con independencia de lo que habían sido o serían, momentos antes o momentos después en sus casas o lugares de trabajo.
Existían en ese momento de manera vertical y definitiva.
Pude contemplar en ellos algo que habitaba un espacio anterior a su carácter social, un territorio de vida independiente y previo al terreno formado por los fines y motivos que conducen nuestros pasos por la ciudad.
Hizo posible que surgiera esta escondida vida en cada uno de estos paseantes el que se desprendiera de sus cuerpos el tiempo horizontal de su biografía, dejando en su lugar el clavo de un tiempo eterno, un tiempo que caía vertical sobre sus cabezas desde el infinito cielo.
Fue entonces que sobre la plana superficie de las cosas y bajo la curva inmaterial de la bóveda celeste, estas personas fueron sólo cuerpos que se deslizaban silenciosamente por las calles, sin más arraigo de sustentación que su propio andar. Cada uno de los paseantes era una delgada raíz vertical por cuya respiración se nutría el universo entero: estaban despojados de esas metáforas con las que la sociedad nos protege del duro olvido del cielo: deseos, amores, aburrimientos, antipatías.
Luego, bajé la cabeza instintivamente, cavilé si acaso yo estaba retenido por alguna de estas metáforas o colgaba también del cosmos…levanté la vista y ya sólo había ciudadanos apurados en llegar a sus destinos.