Nos encontramos con Ricardo Melgar Bao en Cuernavaca, México, para conversar sobre historia, cultura y política alrededor de su amplia producción. El entrevistado nació en Perú, en 1946, y vive en México desde 1977. Es actualmente profesor e investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Nos interesaba su perfil compuesto por una vocación de investigación histórica y una sensibilidad de antropólogo, así como su reflexiva preocupación sobre las trayectorias de las clases subalternas y populares, sus estudios sobre las militancias comunistas, sus trabajos sobre las redes del exilio aprista y, más ampliamente, su singular travesía como intelectual latinoamericano. Por último, no pudimos resistirnos a preguntarle sobre su perspectiva del candente momento de cambio que acontece en estos momentos en Bolivia.[2]
Nuevo Topo (NT): Quisiera comenzar esta entrevista preguntándote ¿cómo llegaste a México y cuáles fueron tus primeras investigaciones?
Ricardo Melgar Bao (RMB): Mis primeras investigaciones se centraron sobre el proletariado en la región centro sur del Perú: trabajadores de las minas de socavón, los pescadores y los jornaleros agrícolas. La primera de esas tres experiencias pesó biográficamente más que las otras dos, acaso por todo lo que implicaba para el trabajo intelectual una experiencia colectiva interdisciplinaria. Nuestra pasión por la investigación comprometida nos llevó a buscar los más variados puentes con los mineros, convirtiéndose en parte de nuestro aprendizaje. Gracias al exiliado boliviano Ñuflo Chávez, veterano de las jornadas revolucionarias del ’52, pero sobre todo a Emilio Choy, uno de los historiadores marxistas más querido de la juventud universitaria –a la que pertenecía en ese entonces–, aprendimos a valorar el tiempo largo, entre sus sedimentos, tradiciones y rupturas. Gracias a ellos apostábamos a no olvidar la condensación que marca a cada coyuntura en nuestros análisis. Estudiar la minería y la metalurgia, al lado de sus mitos en la sociedad inca, pasando por nuestras indagaciones sobre la explotación colonial de Cerro de Pasco y Huancavelica, para arribar a retos de nuestro tiempo, tras la estatización minera y la cruenta represión de Cobriza en 1972 no era poca cosa. Algunos de nuestros trabajos circularon como quehacer colectivo, sin firma, sea como documentos mimeografiados o como artículos publicados en una revista que no pudo ir más allá de su tercer número. En el año 1976 había terminado estudios de antropología en la Universidad de San Marcos. Me vine a México para hacer un posgrado en Antropología. Pronto me encontré con que la maestría se había suspendido, solo quedaba abierto el doctorado, así que me inscribí en el área que consideraba más afín, la de Estudios Latinoamericanos, un proyecto interdisciplinario en humanidades que había fundado Leopoldo Zea a mediados de los años sesenta.
NT: ¿Cuál fue el título de la tesis? ¿Dónde fue presentada? ¿Es accesible a la consulta de la comunidad investigadora?
RMB: El Marxismo en América Latina. Introducción a la historia regional de la Internacional Comunista. La tesis versó sobre la internacional comunista en América Latina, hasta vísperas del VII Congreso de la IC (1935). La tesis planteaba algunas ideas muy provocadoras. Intentaba desarrollar este proceso de descentramiento del Partido con respecto al enfoque tradicional de su fundamento de clase. No sostenía un vaciamiento de clase en la formación de los partidos comunistas, sino formulaba el peso sustantivo de su heterogénea composición social, así como la contradictoriedad de su representación de clase. Entre sus componentes advertí la presencia de algunos componentes étnicos que me parecían relevantes, sobre todo para el área del Caribe, el área mesoamericana y el área andina que fuimos interpolando. Un capítulo específico fue eliminado por razones de economía y publicado parcialmente en la revista Memoria. No me eran desconocidos los intentos de rescatar las presencias de migrantes europeos, pero mi mirada iba en otra dirección y cuatro años después lo retomaría en mi Historia del movimiento obrero. Incluso intenté rastrear la inserción comunista de inmigrantes, particularmente chinos en Cuba, México, Panamá y Perú, de los tres primeros casos notas breves. En cambio, sobre el caso peruano, información relevante pero difícil de procesar sin saber chino. A mediados de los años veinte operaba orgánicamente el Partido Kuomintang y en su seno un comité comunista hasta la ruptura que en América Latina llegó con tardanza en 1928. Uno de sus cuadros itinerantes por América Latina fue Chow Bat Nog y hay explícitas huellas de sus declaraciones en la prensa de izquierda. Pero aquí estoy recuperando los bordes de la tesis, lo que salió de ella y quedó fuera. Lo que más rescataría de la tesis, tal como fue presentada, tiene que ver con el campo de las representaciones. Traté de ver cómo, frente a dos muy fuertes perspectivas en el movimiento comunista internacional, por un lado, ese mirador típicamente europeo que le otorgaba una centralidad excesiva al proletariado, que caracterizaría como obrerista occidental, y por el otro, un enfoque que comienza a consolidarse luego del II Congreso de la Internacional, en el año 1920, que constituye el prisma orientalista.[3] El prisma occidental obrerista y el prisma orientalista campesino, así les llamo, tenían muchos rostros. El Orientalista, incluía a China, a la India, a Turquía y podía tener otros matices porque era una visión propia de los cuadros de la Internacional. Me preguntaba si se podía atisbar una mirada que complejizara el marxismo, o más exactamente, las apuestas lógico-programáticas. En otras palabras, me interrogaba sobre un mirador latinoamericano, balbuceante o en proceso de construcción. Creo que haber decantado las tensiones entre estos tres prismas, e incluso de haberlo documentado, más allá de la figura de José Carlos Mariátegui, en otros países. Me parece que la tesis sigue siendo un producto útil, el cual pretendo reactualizar a partir de nuevas fuentes y entradas y publicar próximamente.[4]
Imagen 1. Movimiento obrero peruano década de 1930.
Fuente: Ilustración de la portada de APRA núm. 11, segunda época, 30 de abril de 1931.
NT: ¿Qué efectos tiene en tu trabajo de investigación concreta la ambivalencia de hacer trabajo de historiador y tener una formación de antropólogo?
RMB: En realidad, creo que el camino fue más fácil en mi caso. En el Perú, la historia y la antropología han ido de la mano. Tanto es así que, desde otras escuelas nacionales de antropología, la peruana es filiada como “antropología histórica”. Se podría decir que el manejo no es novedoso, aunque sí, provocador. Intento emplear puentes interdisciplinarios en los trabajos, que mis colegas dicen que son más antropológicos, respecto de los más históricos. Proponer puentes, establecer cruces y puntos de intersección que inciden en el aspecto metodológico, en el de la problematización y en el de la interpretación. Podría referir, por ejemplo, un trabajo sobre la risa y el humor entre los “rojos” cominternistas de los años treinta del siglo pasado.[5] Trato de partir de la discusión más lograda que hay en la antropología sobre todo este gran universo de lo lúdico, del carnaval, del humor, que la historiografía de corte más político ha descuidado. En dicho texto, trato de señalar la densidad política existentes en la risa y en el humor militantes, así como las funciones cohesionadoras que cumplen dentro del ámbito de la sociabilidad cominternista.
NT: ¿Cómo llegaste a escribir el libro de 1988 sobre la historia del movimiento obrero latinoamericano?
RMB: Hablar de ello supone trazar una breve cartografía de lo realizado previo al libro. Yo había trabajado desde fines de los años setenta sobre el movimiento obrero, específicamente peruano. En México, hacia 1978 me vinculé mucho con una institución que organizaba coloquios de historia obrera. Me refiero al Centro de Estudios Históricos del Movimiento Obrero (CESHMO) que a pesar de que dependía de la Secretaría del Trabajo, tenía una gran carga de heterodoxia y de mirada amplia, fraterna y abierta hacia América Latina. Del CESHMO salieron dos figuras interesantes, sin desmerecer a los demás: el novelista Paco Ignacio Taibo II y el antropólogo Rafael Pérez Taylor. Al mismo tiempo que realizaba mis estudios de posgrado comencé a hacer trabajos sobre historia del movimiento obrero latinoamericano. Participé igualmente de un proyecto que dirigía desde Francia, Robert Paris, para lanzar un diccionario del movimiento obrero latinoamericano bajos los auspicios de diccionarios Maitron. Con mi esposa y compañera, Hilda Tísoc, levantamos más de 3.000 fichas biográficas, y le dimos forma a más de un centenar de ellas. El enfoque que le dio Robert me sigue pareciendo importante, centrar el énfasis de los registros en los cuadros intermedios, es decir, en los muchas veces anónimos dinamizadores de organizaciones, nuevas prácticas culturales y políticas y grandes jornadas de resistencia. Lástima que se truncó por los disensos argentinos al momento de la edición del primer volumen. Horacio Tarcus anda en la idea de relanzar dicho proyecto y reanimar a Robert Paris para que nos acompañe en un nuevo relanzamiento. En los ochenta, me interesaban mucho las diferentes experiencias del anarquismo latinoamericano, más que las del propio gremialismo, interés que no deja reaparecer de tanto en tanto. Mi atención se dirigía más a la recepción ideológica heterogénea de la clase obrera y del movimiento obrero. En algún momento, con vistas al quinto centenario, la editorial Alianza quería publicar un libro sobre el movimiento obrero; entonces presenté un proyecto. Debo confesar que lo presenté sin muchas expectativas, animado por un colega, amigo y profesor mío, Luis Millones, también peruano. Me encontré con la sorpresa de que el proyecto fue aprobado y tuve un año para trabajar en la colección que dirigía Nicolás Sánchez Albornoz. Sin haber hecho exploraciones previas, en un año no hubiese podido terminarlo.[6] Con respecto al proyecto original tuve que sacrificar el último periodo, por razones de tiempo pues la editorial exigía cumplir los plazos. Estaba muy interesado en trabajar las diferentes experiencias y respuestas obreras bajo los regímenes militares y sus prácticas contrainsurgentes, recurriendo a cuatro casos: Brasil, Argentina, Chile y Perú. Eso quedó en el tintero, y finalicé el relato en el inicio de la década de 1960 con notas reflexivas sobre las tendencias de cambio en el perfil de la clase obrera de finales del siglo XX, y en la viabilidad de las respuestas interclasistas que deberían auspiciar.
NT: En ese libro aparece una perspectiva que es bastante singular, una insistencia sobre la complejidad y heterogeneidad de la clase obrera, y más particularmente la voluntad de extender el campo de esa historia e introducir al artesanado. El primer capítulo plantea el horizonte de una “revolución social” a mediados del siglo diecinueve, llevada adelante, sobre todo por artesanos, en Bolivia, en Perú y en Chile; además interroga cuestiones político-culturales también marcando diferencias. Pero, justamente, eso suscita el problema presente en el título y a lo largo del libro, de la consistencia de América Latina. ¿Cómo plantear históricamente la existencia del subcontinente? ¿Cuáles son las posibilidades y dificultades de plantear una “historia de América Latina”? ¿Cuándo se tornó posible? ¿Hubo un proceso de “balcanización”, como decís en alguno de tus libros? En suma: ¿cuál es el lugar de “América Latina” en tus estudios?
RMB: La historia de América Latina se comienza a armar con dos coordenadas. Primero, el hecho de estar en México, que es un lugar privilegiado para tener una mirada continental por las fuentes que están a la mano; por el hecho de estar adscrito a un proyecto académico ligado a los latinoamericanistas; por el diálogo que en ese momento facilitaba la coincidencia de muchos exilios latinoamericanos en México. La circunstancia fue excepcional. América Latina no fue un tema distante, sino muy próximo. Por mis amigos, mis compañeros de estudio, la circulación de temas nacionales pero que trascendían las fronteras. En sentido estricto “América Latina” es un término azaroso y polisémico. A partir de la segunda posguerra se popularizó gracias a los medios, dejando atrás un debate inconcluso sobre la identidad continental, nombre incluido. Y esa debilidad del término, se acentúa desde sus flancos antillanos y caribeños, también desde los emergentes movimientos indígenas y afromestizos en la región. En nuestro caso le dimos visibilidad a la diversidad etnocultural del movimiento obrero en la región e hicimos algunos tímidos reparos sin proponer nada alternativo, quizás porque esa tarea dista de ser un ejercicio insular.
Con respecto a la entrada que hacías, debo aclarar por qué empiezo el libro en el siglo diecinueve con los artesanos. Parto de una crítica implícita a la manera como se había representado el desarrollo industrial y el proceso de formación moderna de las clases. Encuentro que, a mediados del siglo, en varios procesos de América Latina, hay una incipiente industrialización y alguna burguesía que va a contracorriente de las tendencias librecambistas hegemónicas. Estos primeros burgueses, así como los obreros que trabajaban en pequeñas fábricas, como las textiles, sienten el peso de la contradicción principal con la burguesía comercial importadora que tiende a afectar su posicionamiento en el campo de la producción; convergentemente los artesanos ven también afectada su situación por el mismo tejido de intereses. Paralelamente, observamos la existencia de un reciclaje de la mano de obra de los artesanos hacia las fábricas y un relanzamiento de los obreros de las fábricas quebradas a la economía artesanal. Es allí donde encuentro una configuración de sectores que no son solo artesanales. Hay operarios que circulan y se reciclan en este juego de economías vulnerables que no terminan de estabilizarse. Hay artesanos/obreros/desempleados que empujan al desborde en las ciudades, o van más allá por la vía de las “repúblicas artesanales”, por la vía del obrerismo utopista cristiano (Enfantin) e incluso con vetas anarquistas o de bolivarianismo plebeyo.
Claro, eso implica una ruptura con las historias clásicas de la clase obrera y del movimiento obrero que partían del desencuentro de artesanos y obreros, de artesanado e industria. Pero eso supone discutir la modernidad y la modernización concretas, el peso que tiene la politización plebeya y la cristiana, las vetas neosaintsimonianas, que creo que gravitaron en ese momento e incluso ya entrado el siglo veinte.
Imagen 2. Ricardo Melgar Bao en el Memorial de América Latina, metáfora de la integración latinoamericana (concepto de Darcy Ribeiro, diseño arquitectónico de Oscar Niemeyer), São Paulo, 2010.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.
NT: Y sobre lo latinoamericano, no tanto como preocupación de orden biográfico o académico, sino como problema histórico.
RMB: El problema del continente es un asunto que me sigue interrogando, sobre todo en una coyuntura como la del tratado de libre comercio, el ALCA, el Mercosur. Yo diría que el caso de América Latina es homologable al del continente africano donde cuesta trabajo que se conciba como unidad. He tenido intercambios con colegas del África negra que se rehúsan a pensarse de manera próxima con quienes vienen de la tradición árabe, de la cuenca del mar Mediterráneo. Creo que algo similar pasa con nosotros, considerando a los caribeños. Claro, el debate sobre este continente es histórico y es político y sigue pendiente. Dentro de la categoría de América Latina yo englobé incluso al Caribe. He hecho un pequeño trabajo sobre el origen y función ideológica de los términos, discutiendo los significados de “Sudamérica”, “Centroamérica”, y de México como parte de “América del Norte. En otras palabras, América Latina será lo que no es sin renunciar a sus raíces diversas y también aquello con lo que está en conflicto, principalmente con los Estados Unidos.
NT: ¿Pero se puede definir a América Latina sin el recurso a los Estados Unidos? ¿Tiene América Latina alguna inmanencia histórica?
RMB: Yo creo que ninguna categoría identitaria, ni étnica, ni de clase puede ser sustantivizada a partir de rasgos fijos, “esenciales”, sino de la relatividad de los mismos. Tampoco creo que estos puedan construir sus sentidos fuertes al margen de una relación de alteridad. Desde la relación con alteridad se revelan y mutan los rasgos propios que nos otorgan identidad. Solo que la alteridad también es relativa e histórico-cultural. Creo que Estados Unidos ha sido un “otro” durante muchos años y creo que lo seguirá siendo durante un tiempo. Otro que además de alteridad va cargado de polaridad variable. Claro, con una variante, ahora tenemos una enorme población denominada “latina” en territorio norteamericano que procede o es descendiente de migrantes de nuestros países. A los 40 millones de latinos no se le suman los 4 millones de portorriqueños en la información censal. Y aún sin los portorriqueños, los latinos han iniciado el tercer milenio reconocidos como la primera mayoría étnica de los Estados Unidos. Eso podría llevar a rediscutir la categoría y plantearla provisionalmente como “intraamericana”. El dato demográfico nos invita a acompañarlo de referentes identitarios más prometedores, muro de acero aparte.
NT: Incluso ese enfoque podría valer para lo “nacional”. Pienso por ejemplo en tu trabajo sobre Canto de Sirena, de Gregorio Martínez, donde mostrás que la problematización de lo étnico en el Perú no puede hacerse solamente desde la usual contraposición entre la sierra y la costa.[7] Incluso lo nacional siempre puede ser deconstruido y complejizado.
RMB: Efectivamente. En el caso de los movimientos indígenas, los movimientos obreros y otros movimientos sociales, el referente de “frontera” es bastante crucial. Creo que nos ayudaría a repensar las formaciones ideológicas más allá de los escenarios nacionales. Revisé, por ejemplo, el caso del movimiento indígena en el sur andino; tengo muchas referencias de que operaban del otro lado de la frontera. Pienso también en el III Congreso de la Internacional, en Moscú, 1921, donde una representación de indígenas bolivianos, peruanos y argentinos presentan un memorial de adhesión de sus comunidades a la Internacional, según testimonio de Ghioldi. Para ellos la “cuestión nacional” resulta marginal a su campo de adscripción comunitaria.
El espacio nacional cuenta, pero no es hermético. Lo que reivindico es la porosidad, lo “transfronterizo” de los países de América Latina, que no es de ahora y la mentada globalización; creo que es constitutivo a su historia.[8] Claro, en este tiempo tenemos la novedad de un mayor achicamiento de las distancias comunicativas que descansan sobre nuevos soportes tecnológicos, pero que no igualan a la población mundial. La exclusión tiene una nueva máscara.
NT: Esta lógica sería sobre todo de orden cultural, ¿no es cierto?, con lo cual la determinación de caracteres de clase definidos aparecería como una base insuficiente para la construcción de identidades sociales. ¿Cómo aparece esto en tu trabajo?
RMB: La dimensión cultural comienza a aparecer con tensiones. Recuerdo que mis primeros trabajos querían correlacionar las dimensiones de clase y de cultura. De pronto comencé a ver que el ámbito cultural excedía las fronteras de clase, y aclaro que en ese tiempo no todos compartían ese parecer. Estoy pensando en el peso que tienen las tradiciones culturales latinoamericanas.
Considero que las problemáticas políticas se pueden comprender mejor si consideramos los anclajes y las tradiciones culturales; aún en aquellas que fueron sumergidas y subalternas.
Podría poner algunos ejemplos que tienen relación con el escenario cubano. Un investigador encontró el acta de un comité donde se expulsaba a dos disidentes por traición al partido por sus creencias religiosas. ¿Por qué se antepuso la lealtad religiosa a la lealtad a una línea política? En todo caso, no parecía un asunto secundario. En otro momento de crisis, Blas Roca, con ese prurito marxista –desde Zinóviev para aquí– de que la religión es el “opio de los pueblos” y es incongruente con la condición de militante comunista, decidió conminar a Lázaro Peña (el principal dirigente negro de la Central de Trabajadores de Cuba, la CTC), a que abjurara de sus creencias religiosas afrocubanas o saliera del partido. Obviamente Lázaro Peña ya había escogido la religión abakuá, que es uno de los cultos con mayor tradición de clandestinidad religiosa. Al no renunciar a sus principios religiosos es expulsado del partido. Con su salida de la Central, se van junto a él las principales federaciones obreras del puerto de La Habana. El partido tiene que reacomodarse en sus decisiones, dar marcha atrás y conciliar con aquello que creía irreconciliable. Retornó Lázaro Peña, creyente en las deidades religiosas afrocubanas, y con él llegaron los demás adherentes que se fueron, como el sindicato de estibadores. Fue culturalmente más atinada la canción a Stalin de Nicolás Guillén, y ojo que no le hago concesiones al “tío Pepe”, solo indico que el referente religioso cultural, tiene un plus en el alineamiento ideológico-político que solo desdeñan o malquieren los puristas. Cuando Guillén cantaba: “Stalin, Capitán, / a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún”, seguro que le movía varias fibras de su subjetividad y no solo a él. Entonces, creo que la comprensión de la dimensión cultural (incluyendo a la religiosidad entre otras) puede ayudar a entender todos estos vericuetos de la cultura política y el sostén y la debilidad de los movimientos sociales en América Latina.
NT: Continuando con el tema de la III Internacional, ¿podés contarnos cuál es el estado de tus estudios al respecto? Son particularmente intrigantes los filones que hallaste sobre puntos de vista relaciones con el campesinado y el indigenismo.
RMB: Lo que estuve revisando en la reescritura del texto sobre la historia del comunismo latinoamericano, respecto a los años veinte, es que en la mayoría de los países surgen organizaciones que, aunque no son reconocidas por la Internacional, gravitan o intentan incidir con voz propia, proponiendo formas de comunismo nacional. Lo veo en el caso mexicano, donde se crea otro Partido en el año 1929; lo veo en el caso peruano, con la crisis tras la muerte de José Carlos Mariátegui, que aparece otro Partido Comunista Leninista, aparte del PC; lo veo en Cuba; lo veo en Argentina con los chispistas y los penelonistas, en el Paraguay, etc., etc. Esta apertura a la heterogeneidad y a las expresiones disidentes merece un rescate y una explicación, más allá de las fobias hacia las heterodoxias, llamadas traiciones, desviaciones, etc., fundaron un nuevo horizonte ideológico político complejo, que debe ser estudiado desde el centro y desde sus conflictuados bordes. Entender que más allá de la noción de que el marxismo era una mera copia europea, existe el universo de sus figuras concretas, el marco de sus universos particulares. Creo que a veces se ha tenido una mirada muy idealizada de la construcción de los cuerpos de doctrina en la Rusia zarista y en la Rusia soviética, y desde allí partió un paradigma teórico que contaminó las maneras de ver. Pero aun en la Rusia zarista, las tradiciones culturales dentro de lo que era el partido eran fuertes. Cuando Lenin interpela a los “Buscadores de Dios”, los opone y los caricaturiza. Pero más allá de la caricatura, lo que está revelando es que hay una fuerte sedimentación dentro de ese partido, y no estamos hablando del budismo, sino de la corriente donde estaban Lunacharski y otras figuras. O podría hablar del Sarekat Islam (Unión islámica), que es el primer marxismo islámico, de los años veinte y que cobra fuerza en Bakú en 1920. Desde esa perspectiva, uno diría que el encuentro entre marxismo e islamismo fue muy anterior al tardío cruce del marxismo con la teología de la liberación o al encuentro entre la teología negra y la izquierda en África, o la santería y las izquierdas cubanas, antes, durante y después de la revolución de 1959. En la medida en que abramos este caparazón cultural propio y ajeno, podemos ganar en comprensión. Quizás tanta como las teorías del género nos han colocado en la agenda para revisar los discursos rojos y las prácticas militantes.
NT: ¿Y esos cruces aparecen también con el indigenismo? ¿Antes de Mariátegui?
RMB: Aparecen antes de Mariátegui. Mariátegui no estaba en el Perú cuando se hace la adhesión de 1921 que aparece en la petición presentada a Rodolfo Ghioldi, pero también aparece en publicaciones que circulaban en varios países latinoamericanos. Podría mencionar el caso mexicano, donde en una fecha tan temprana como 1920 se crea la Federación Comunista Indígena que abarca varios estados; es cierto que no es nacional, pero tiene una fuerte base social purépecha en Michoacán, también con población nahua en el estado de Morelos y mazahua en el estado de México. Pero no me extraña, pues si antes hubo adhesiones anarquistas dentro del movimiento indígena, que luego existan formas comunistas o cercanas. Esto me distancia de una lectura como la de Eric Hobsbawm y es parte de una discusión que planteamos algunos investigadores a principios de los años 1980. Hobsbawm partía de la distinción entre lo “político” y lo “prepolítico”. Esa perspectiva de lo prepolítico era una mirada prejuiciosa, demasiado “occidental”, porque pensaba que el campesinado no podía ir más allá de un espectro regional, lo que no concuerda con la investigación empírica. Y si ese campesinado era indígena lo prepolítico asumía una connotación pesada, cuasi racista.
Puedo aportar un ejemplo entre varios posibles. Hubo un congreso de la Liga de Comunidades Agrarias y Campesinas, fundada en México en 1923, que estaba bajo hegemonía comunista. En el encuentro, los dirigentes campesinos reprueban a los dirigentes obreros por su falta de solidaridad de clase. Los argumentos no tienen desperdicio. Dicen: cuando ustedes hacen huelga, nosotros nos solidarizamos con productos del campo; y ahora que nosotros sufrimos una hambruna por la plaga de la langosta, la solidaridad obrera no aparece. Lo único que aparece es que la dirigencia obrera llega dividida a expresar su juego faccional en el frente campesino, y así no dan el ejemplo. El reclamo de los líderes campesinos es sobre dónde está el rol dirigente que las organizaciones obreras dicen tener per se. Están planteando una lectura nacional y de tipo político programático como la horizontalidad, lo que está lejos de lo prepolítico. Pero sin salir de Europa podríamos plantear que los partidos campesinos tuvieron su propia centralidad y por ello, incluso, llegaron al poder en los Balcanes, con diferente representatividad de clase, poniendo en tela de juicio la noción de prepolítico. Diría que la mirada de Hobsbawm planteaba una visión muy ingenua sobre el campesinado.
Imagen 3. Miembros de la Liga Campesina en un mitin, Ciudad de México 1935.
Fuente: Archivo Casasola, Fototeca del Instituto Nacional de Antropología e Historia, MID77_20140827-134500:51007, catálogo 51007, licencia de uso: CC BY-NC-ND 4.0 https://mediateca.inah.gob.mx/repositorio/islandora/object/fotografia%3A69050
NT: Es significativo el tipo de lectura propuesta por un marxista confeso como Hobsbawm, porque en realidad muestra una serie de convicciones más ampliamente compartidas y sistemáticas. En este plano hay algo que aparece reiteradamente en tus textos: una perspectiva de crítica de la modernidad, de la civilización occidental, del orientalismo, pero que también concierne al marxismo. Parecería que el marxismo también estaría habitado por supuestos eurocéntricos.
RMB: No puedo desligar al marxismo de la modernidad, porque es una hechura de la modernidad. Pero es una hechura que va más allá. ¿Por qué? Porque, primero, a diferencia del gran paradigma de la modernidad que otorga centralidad al individuo, el marxismo considera a los sujetos colectivos, sea en su lectura de clase, de masa, de pueblo. En segundo lugar, la crítica de la modernidad se dirige contra ciertos proyectos que desligan la razón de la emoción, aunque no puede decirse que todos los marxistas hicieron un ajuste de cuentas con el canon dominante de la modernidad. El encuentro entre pathos y razón está en Gramsci, en Mariátegui, en Lunacharski y aun en el propio Lenin, a pesar de sus antinomias, o quizás en sus antinomias. La tradición filosófica nos enseñó que la modernidad nos llegó por la vía secular, laica. Yo estaría más cerca de las posiciones de Jacques Le Goff y Serge Gruzinski, de también hay una vía no secularizada que construye caminos distintos dentro de la modernidad.
NT: ¿Proponés recuperar al mito como un aspecto de la práctica emancipatoria?
RMB: Sí, pero no solo el mito, sino también la crítica. Estoy pensando, por ejemplo, en el debate que tiene lugar en Rusia, después de la revolución de octubre, en el cual un sector de intelectuales comunistas como Ginzburg, Ohitovich y otros van a fondo en la crítica al capitalismo, pero que van más allá hasta tornarla una crítica civilizatoria. Lo que ellos van a objetar a Lenin, a Trotski, a Stalin, es que la relación ciudad-campo no puede ser resuelta en términos puramente formales de asignación de recursos, de un maquillaje de la división del trabajo sino a través de una redefinición, de una refundación. ¿Por qué la organización de las industrias tiene que descansar sobre las formas e inercias heredadas de la revolución industrial? ¿Por qué no se puede rediscutir? ¿Por qué el lugar de la concentración de la producción industrial e intelectual tiene que ser la ciudad? Replantear la ciudad como base industrial que concentra la civilización, como sitio privilegiado de la civilización y la cultura fue un precoz ejercicio alternativo desde el seno del marxismo militante. Creo que el ejercicio critico de ellos fue rediscutir esta sobreterritorialización civilizatoria, que iba más lejos que la mera crítica de la sociedad burguesa. Estos intentos de crear asentamientos híbridos, heterodoxos, terminaron mal, pues fueron barridos durante la era estaliniana. También podría tomar referentes críticos como Rudolf Bahro o el más reciente autoproclamado marxismo ecológico.
NT: En esta operación de crítica civilizatoria, y habiendo escrito varias veces sobre él,[9] ¿cuál es lugar que asignás a José Carlos Mariátegui? ¿Cuál sería su contribución a ese debate y cuáles sus limitaciones, sea por razones históricas o teóricas?
RMB: Mariátegui sorprende por varios motivos. Primero por su idea de pensar en un mundo, es decir, en un Perú articulado en un contexto mundial. Eso lo va a llevar a preocuparse por lo que sucede en los escenarios europeos, pero también en los no europeos. Hay una preocupación explícita en Mariátegui de establecer las resonancias que tienen estos escenarios como espejos y procesos convergentes. Esa manera de leer lo particular y lo general va atravesado por varias mediaciones, de carácter nacional o de otros niveles, como el continental. No he encontrado otro marxista que haya realizado un ejercicio de este tipo de manera tan sostenida en América Latina. Me parece que Mariátegui no termina de resolver su crítica a lo que son los límites del propio capitalismo periférico y los legados de Occidente, hay antinomias no resueltas en sus escritos. Creo que Mariátegui muere a los treinta y tantos años, por lo cual, lo que uno puede encontrar son huellas de un esfuerzo creativo, aunque inconcluso. Fuera de que hay un libro secuestrado o “extraviado” donde Mariátegui desarrollaba con mayor detalle lo que pensaba antes de morir.
Imagen 4. Ricardo Melgar en 2010 (Archivo familiar Melgar Tísoc).
Imagen intervenida, fondo de 7 Ensayos… de Mariátegui.
Fuente: Pacarina del Sur.
NT: En el tema de lo simbólico, quería preguntarte sobre tus trabajos de orden más propiamente antropológico, por ejemplo, sobre lo “sucio” y lo “bajo”. ¿Cuál es la función teórica o de investigación que encontrás en esa veta de estudio?
RMB: El problema que tuve en el estudio del ámbito de la subjetividad y la intersubjetividad fue los propios límites que impone la categoría de ideología. Me parece que aun en su versión más laxa, menos ortodoxa, de no simplificarla como “falsa conciencia”, aun allí encontraba que no me permitía explorar con mayor soltura lo que los sujetos, los actores realmente producen en términos de representaciones apelando a lo simbólico. Allí me encuentro con un ámbito sobre el cual estoy trabajando. Está, por un lado, la variante de las mentalidades que auspicia la escuela de Annales, que tiene el problema de desdibujar al sujeto. Por otro lado, está la vertiente de la tradición anglosajona de la teoría de las representaciones sociales, pero en ellas la dimensión simbólica queda devaluada, subsumida, poco explorada. También están las distintas lecturas de la teoría de lo imaginario que abren el juego a la problematización de este ámbito de la subjetividad. Pero a su vez, hay algo desde la veta del marxismo que yo tengo como tarea pendiente para recuperar y rediscutir, que es la teoría de la alienación, más que la propia ideología. Debo decir que encuentro ese terreno problemático, porque lo que he hecho ha sido un ejercicio investigativo sobre productos de la subjetividad, como en el caso de la construcción de la muerte en el imaginario guerrillero o de lo sucio y lo bajo entre los sectores juveniles populares de las ciudades latinoamericanas.[10] Pero teóricamente siento la necesidad de hacer un ajuste entre estas corrientes que circulan como modas sobre los objetos culturales y la subjetividad.
NT: Ahí hay una dicotomía, o mejor una dificultad, entre una mirada emic y una mirada etic, o entre un enfoque comprensivo que pretende recuperar lo que los sujetos sienten, piensan o dicen, y otra que trata de explicar y le impone nociones como lo inconsciente o la crítica de la ideología, ¿no?
RMB: En esa relación siento la obligación de rescatar el decir de los sujetos que producen las elaboraciones simbólicas, míticas, oníricas, pero pienso también que el decir de ellos no es suficiente. Y es allí donde mi interpretación obliga a establecer un ámbito encuentro entre las categorías nativas y aquellas desde las cuales interpretar. En esa dirección me sentiría más próximo a la propuesta de Lucien Goldman sobre la conciencia posible. En todo caso, diría que no basta lo emic, pero es imprescindible recuperarlo. Lo otro sería clasificar la subjetividad de los otros, sin explorar sus decires, sus iconografías, sus sueños.
Imagen 5. Callejón de Hamel, imagen tomada por Ricardo Melgar en estancia de investigación, La Habana, 1994.
Fuente: archivo familiar Melgar Tísoc.
NT: Quería hacerte una pregunta sobre tu perfil como intelectual. En tus textos aparecen no raramente algunas formulaciones sobre la implicación subjetiva que llaman la atención por lo explícitas, en contraste con las usuales fórmulas de distancia académica. Por ejemplo, en tu libro sobre las redes del exilio aprista, escribes: “El abordamiento del exilio no ha sido para nuestra generación –la del 68 latinoamericano– un asunto ajeno. Por el contrario, para muchos de sus sobrevivientes, ha sido un espejo de contradictorias experiencias, redes, zonas de encuentros y representaciones signadas por las marcas de la afinidad y los antagonismos propios a la diversidad ideológica, política, étnica y cultural”.[11]
RMB: Sobre el primer fragmento, sobre el exilio, tenía que expresar de alguna manera que el exilio es una experiencia en modo alguno ajena a mi experiencia de vida. Y cuando digo esto estoy pensando en muchas cosas. Estoy pensando en el largo exilio de mi abuelo a la Argentina, durante la dictadura de Augusto Leguía, que era un asunto inevitable en el ruedo familiar. Estoy pensando en el exilio de mis amigos. Y pronto en los años de la guerra interna ocurrida en el Perú, en la conveniencia de no regresar a mi país, cuando la muerte previsible te es anunciada. En México encontré exiliados de varias épocas. Incluso de exiliados de los años treinta, y rastros en la memoria de otros de los del veinte. El tema involucra amigos y parientes. Para cualquier latinoamericano que le tocó vivir en México en los años setenta, encontrarse con exiliados era cosa de todos los días. Claro, el exilio que elegí estudiar no fue el de los setenta, sino el aprista de los treinta. Tuve la suerte de hallar un material valioso que me permitió explorarlo desde la perspectiva de las redes.
Estando en México, y habiendo vivido lo que había vivido, el tema del exilio no podía ser aséptico. Era éticamente correcto como investigador exponiendo que yo escribo con estos elementos que van a incidir en mi interpretación. Yo estoy en desacuerdo con esa forma legada por la tradición positivista de una cierta formalidad en la que uno se pone en el balcón y dice “de aquí no me muevo”. ¿Va uno a contaminar el texto? ¿Va a iluminarlo?
¿O ambas cosas? Prefiero declararlas en lugar de intentar una separación ingenua.
NT: Sobre el libro acerca del exilio aprista en México deseo plantearte una cuestión sobre lo contingente y difícil de Latinoamérica –ellos hablaban de Indoamérica– como espacio de la acción política, que los apristas viven en carne propia, por ejemplo, en su vínculo con los portorriqueños. Pero, a la vez, la urgencia de hacerlo en el subcontinente.
RMB: Es curioso. Lo indoamericano es un discurso que a fines de los veinte y en el curso de los treinta entra bien. No está consolidada la acepción “América Latina”, que va a cristalizarse en la segunda posguerra. Había un modo de referir como Indoamérica, que resultaba quizás más legítima en clave populista que en cualquier otra clave ideológica. No es casual que en México apareciera otro vocero que no tenía que ver con el APRA, que se llamaba Indoamérica, lanzado por el autodenominado frente indigenista en un ensayo del mismo título del ecuatoriano Luis Monsalve Pozo. En lo general, Indoamérica nos orilla a pensar en ciertas vetas nativistas que hay en el propio Albizu Campos o en otras entradas más populares entre los portorriqueños, como el tema del jibarito. La recuperación de lo autóctono está tocando unas fibras sensibles del deseo de construir una cierta legitimidad en estos orígenes proteicos para las diferentes vertientes populistas. Incluyendo a los cubanos, que ya en la década de los veinte habían sacado un vocero aprista que se llevaba por título Atuei, el nombre de que fue quien dirigió la resistencia contra la dominación española. Creo que el clima de nativización forma parte de una exigencia política de las corrientes populistas, porque toda la otra vertiente estaba marcada por el liberalismo occidental, y por último la vertiente sovietista. Para los estalinistas sigue siendo un dilema apropiarse del legado ideológico y cultural nacional. Recuerdo la polémica entre el costarricense Octavio Jiménez (alias Juan del Camino) con Juan Marinello en la revista Repertorio Americano en torno a Martí, ya que el segundo no le concedía la más mínima actualidad al pensamiento martiano. Al final de sus días, Aníbal Ponce que tenía una visión muy cosmopolita, se aproxima en México a la cuestión indígena, se vincula a los exiliados populistas y colabora en la revista Nuevo Continente que dirige el boliviano Roberto Hinojosa. En su agonía lo acompañan dos de sus amigos populistas: el mexicano Jesús Silva Herzog y el peruano Felipe Cossío del Pomar. No quiero insinuar que Ponce renuncia al marxismo, sino que en su diálogo con los populistas comienza a tomar en cuenta algunas vetas antes no consideradas de la tradición, de lo indígena, de lo nacional.
NT: Continúo con el libro sobre el exilio. Cuando mencionás el paso al trotskismo de tres apristas, Enrique Blanco, Sandalio Junco y Juan Velásquez, escribís: “Hemos de destacar que la adhesión al trotskismo [de los nombrados] implicó para los tres exapristas una preferencia por el internacionalismo abstracto que negaba el horizonte de nativización ideológica y política del aprismo latinoamericano”.[12] Sin embargo, ¿no es también cierto que toda enunciación de América Latina implica alguna forma de abstracción, en la medida en que la situación Argentina no es la misma que la cubana, por ejemplo, sea por razones étnicas, de clase, en fin, históricas?
RMB: Sí, es otra abstracción, pero con otra carga identitaria. Cuando aludo al espíritu de la Cuarta Internacional y al filo acerado de la crítica de Trotski sobre que la idea de “socialismo en un solo país” es la descomposición de la revolución y del socialismo. Además, para él no era viable. Por extensión, tampoco lo era todo lo que apostase a una vía nativista en el campo político, tal como postulaban los populistas.
Claro, “Indoamérica” era tan abstracción como lo era “América Latina”, pero creo que las implicaciones y sus contenidos marcan una diferencia. Para los trotskistas el proyecto del APRA no era sino el de abrir en él una cuña, a la manera de la vieja táctica entrista, es decir, ver si se puede copar la dirección. Pero a raíz de mi último viaje a Bolivia estoy repensando este proceso. Encontré una sorprendente fotografía de Trotski con tres bolivianos fundadores del movimiento y proyecto educacional comunitario indígena Warisata. Aunque es solo una foto, es un indicio sobre una nueva agenda. Algunos de estos fundadores de Warisata van a gravitar en la fundación del trotskismo a la boliviana.
NT: En noviembre de 2005 se hizo en México un importante coloquio internacional titulado “El comunismo: otras miradas desde América Latina”. Entre otras cosas, allí se pautó la creación de una red de estudios sobre el movimiento socialista y comunista en América Latina. ¿Qué balance hacés de dicho evento, cuáles fueron las principales discusiones o puntos de vista expresados en el mismo y qué nos podés decir acerca del avance del proyecto de creación de la red?
RMB: Con motivo del Congreso de Americanistas en Santiago de Chile animados por Olga Ulianova nos congregamos varios historiadores interesados en tópicos cominternistas latinoamericanos, algo se propuso de tejer vínculos y encuentros periódicos. Lo recuerdo como preludio del Coloquio Internacional “Otras miradas sobre el comunismo desde América Latina” celebrado el año pasado que posibilitó que varios de los participantes en Santiago nos reencontrásemos en México con otros colegas, organizadores de un proyecto más formal de redes, de una página web, de un próximo encuentro en Buenos Aires, los cuales fueron votados por unanimidad en la plenaria. Se ha avanzado en el proceso de edición de las memorias, pero no de las redes. Algo nos ha distraído el agitado escenario político mexicano, más que nuestras abultadas agendas académicas.
Haré una apretada valoración del Coloquio. En él se expresaron tendencias renovadoras en el campo historiográfico, las cuales se podrán apreciar cuando se publiquen las memorias[13] y se expanda el debate sobre los modos de hacer historia sobre nuestros comunismos latinoamericanos. Hubo, sin embargo, dos cosas preocupantes para mí. La primera, cierto desencuentro o falta de disposición al diálogo e intercambio horizontal entre los historiadores europeos y los latinoamericanos. El otro aspecto negativo fue la reactualización de las sombras pesadas de estalinismo y del trotskismo, el ejercicio de la sordera y el monólogo. La caricaturización de las posturas fue por momentos como una vuelta a los años sesenta o setenta. Esperemos que en Buenos Aires puedan ser exorcizados estos riesgos y pasemos a una discusión de altura, propositiva, plural.
NT: La última pregunta se refiere al análisis del proceso que llevó a la presidencia de Bolivia a Evo Morales, sobre lo que publicaste un artículo recientemente.[14] No solo respecto al acto electoral, sino en marco de una prolongada movilización popular que derrocó a varios presidentes. ¿Qué perspectivas observás desde tu mirador de historiador y antropólogo?
RMB: El primer punto tiene que ver con los hitos de salida del marasmo y la desarticulación popular que tanto el neoliberalismo como la dictadura militar dejaron como legado. Lo que me llamaba la atención de este ciclo recurrente de movimientos sociales desvanguardizados y de alto impacto que ha habido en Bolivia es que se utilizara la categoría de “guerra”: la guerra del agua, la guerra del gas. Yo diría que el triunfo de Evo Morales se dio en el marco de una nueva guerra, en el sentido plástico que tienen los bolivianos de nombrar estos movimientos, aunque esta vez bajo un liderazgo de amplia aceptación. Con el agua pararon la privatización, igual lo hicieron con el gas. Con el nuevo gobierno, la batalla por la constituyente es parte de otra “guerra” en desarrollo.
Del lado indígena se produjeron algunos eventos importantes, entrecruzados con estos ciclos de gran movilización. Uno de ellos conmovió tanto que llevó al gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada a tratar de neutralizar simbólicamente las expectativas indígenas, cooptando a un dirigente indígena de lo que quedaba de la vanguardia indígena y lo puso de vicepresidente. Fue la primera inflexión respecto a que un indígena estuviera como figura. Claro, era una figura simbólica, coreográfica, pero aun siendo coreográfica estaba representando la debilidad de la clase política boliviana, criollo-mestiza, que tenía que conceder al punto de incorporar a un indígena en el gobierno. Luego de eso vino otro evento, anterior al ciclo del año 2004, en el cual la población indígena planteó a través de sus representantes en las cámaras que la bandera de ellos fuera considerada de la misma categoría que la bandera nacional. Hubo un veto de las Fuerzas Armadas. Pero el hecho de que las Fuerzas Armadas, que son el núcleo duro del Estado nación, tuvieran que salir al frente a defender el símbolo nacional que es la bandera revela la erosión del campo simbólico del Estado. El tercer momento de erosión del viejo Estado nacional ha sido, yo creo, el triunfo de Evo Morales, que superó todas las expectativas de los sectores indígenas y obviamente los cocaleros. Una de las cosas que me sorprendió del proceso electoral fue que a pesar del despliegue mediático que hicieron contra Morales, la población no se dejó seducir por estos cantos de sirena sobre la eventualidad de que asumiera Evo. Es más, llamaba la atención que Evo descalificara a sus contendientes políticos de la elite criolla, en el sentido de que no podían polemizar con él, porque sus palabras eran palabras de mentirosos. Los que le mienten al pueblo no pueden polemizar de cara al pueblo. Pensé que esta estrategia podía ser un error, pero hubo un hecho que impactó a la población. PODEMOS, la derecha de Jorge Tuto Quiroga, había sacado un spot publicitario donde salía un trabajador textil con rasgos indígenas que decía “yo me llamo fulano de tal, voy a perder mi empleo. Tengo mucho miedo de que gane Evo porque yo trabajo en una fábrica textil que exporta a los Estados Unidos; gracias a eso vivimos y trabajamos varias familias. Tengo mucho miedo de perder mi empleo, qué va a ser de mi familia y de Bolivia”. Como a la semana de bombardear con ese spot y otros parecidos, aparece un contra-spot con esta persona diciendo “yo me llamo fulano de tal” y se rompe la imagen y se dice “mentira”, y aparece su DNI, dice su verdadero nombre, sigue diciendo “tengo miedo de perder mi trabajo”, y la imagen se rompe nuevamente con un “mentira” y aparece el testimoniante como trabajador en la nómina de la tienda de campaña del candidato de la derecha. Por si fuera poco, hay una conferencia ante los medios del principal candidato del PODEMOS. En ella, el Tuto Quiroga defiende lo indefendible: el spot, que el trabajador mintió por miedo a lo que le pudieran hacer los masistas y el propio Evo. Era como darle la razón a Evo de que la palabra de la clase política estaba deslegitimada. La palabra del Kara se funda en la mentira y en la promesa que no será cumplida. Me parece que eso hizo que la población e incluso ciertos electores que estaban del lado de Quiroga se volcaran hacia Morales. El miedo y la mentira como estrategia electoral mediática, no funcionaron ni en Bolivia ni en España, aunque las derechas –siguiendo el ejemplo de Bush Junior–, insistirán en ello.
Yo creo que el proyecto de Evo tiene varios riesgos. El primer riesgo es que la base social que lo votó tiene urgencias sociales y estas urgencias están presionando con demandas y acciones sin dar respiro al gobierno. Me parece que es un gobierno que no tiene suficiente tiempo político para estabilizar su proyecto, aunque sí para dinamizar algunas reformas en materia de hidrocarburos, de tenencia de la tierra, del cultivo de la coca, de la educación y quizás de las autonomías.
Notas:
[1] [N. E.]: Esta entrevista, publicada en Nuevo Topo. Revista de Historia y Pensamiento Crítico (Buenos Aires), núm. 3, septiembre-octubre de 2006, págs. 51-70 fue realizada por el historiador argentino Omar Acha en la ciudad de Cuernavaca, México. Agradecemos a su autor por permitir su reproducción en esta revista.
[2] [N. E.]: La revista Nuevo Topo publicó cinco números entre 2005 y 2009. Su Consejo Editorial estuvo integrado por una veintena de miembros, entre ellos Agustín Santella, Carlos Herrera, Gustavo Contreras, Hernán Camarero y Omar Acha. Véase: https://nuevotopo.wordpress.com
[3] R. Melgar Bao, “La recepción del orientalismo antiimperialista en América Latina: 1924- 1929”, en Cuadernos americanos, no. 109, enero-febrero de 2005.
[4] Melgar Bao ha concertado con el CEDINCI de Buenos Aires la coedición de su libro Redes políticas y prismas ideológicos cominternistas en América Latina.
[5] R. Melgar Bao, “Risa y humor en la cultura política de los rojos”, en Memoria, México, noviembre de 2005.
[6] R. Melgar Bao, El movimiento obrero latinoamericano, Alianza, 1988.
[7] R. Melgar Bao, “La etnoliteratura entre dos mundos imaginados: de las cenizas de la tradición afroperuana a las mieles de la novela. Acerca de Canto de sirena, novela señera de Gregorio Martínez”, en Ciberayllu, 17 de noviembre de 2002 (www.andes.missouri.edu/andes/Especiales/RMBMieles/RMB Mieles1.html).
[8] Sobre el concepto de “transfronterizo”, véase R. Melgar Bao, “Símbolos del tiempo, la identidad y la alteridad en la visión americana de José Martí”, en Convergencia. Revista de ciencias sociales, no. 24, enero-abril de 2001.
[9] R. Melgar Bao, Mariátegui, Indoamérica y las crisis civilizatorias de Occidente, Lima, Amauta, 1995; Liliana Irene Weinberg y R. Melgar Bao, eds., Mariátegui entre la memoria y el futuro de América Latina, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2000.
[10] R. Melgar Bao, “Las categorías utópicas de la resistencia étnica en América Latina”, en Cuicuilco, no. 49, julio-septiembre de 1991; ídem, “Lo sucio y lo bajo: entre la dominación y la resistencia cultural”, en Envío, Universidad Centroamericana, no. 271, marzo de 2004; ídem, “Entre la mierda y el mal. La diversidad etnocultural en Los zorros de Arguedas”, en Allpanchis, Instituto de Pastoral Andina, Cusco, no. 49, primer semestre de 1997; ídem, “La memoria sumergida: sacralización de la violencia en las guerrillas latinoamericanas”, en Memoria, no. 164, octubre de 2002.
[11] R. Melgar Bao, Redes e imaginario del exilio en México y en América Latina, Buenos Aires, Libros en Red, 2003, pág. 163.
[12] R. Melgar Bao, Redes e imaginario del exilio en México y en América Latina, ob. cit., p. 151.
[13] [N.E.] Las memorias del congreso fueron publicadas en 2009 bajo el título Redes, políticas y militancias en América Latina, Ulianova (ed.), Instituto de Estudios Avanzados, Universidad de Santiago de Chile. Ricardo Melgar participó con el texto “El Machete: redes, palabras, imágenes y símbolos: 1924-1938”, págs. 107-144.
[14] R. Melgar Bao, “Evo Morales y la crisis del Estado etnocrático en Bolivia”, en Memoria, no. 205, México, marzo de 2006.