Notas sobre libros, discursos y construcción de memoria

José Arreola[1]

 

 

 

Introducción

Al momento en el que estas líneas se entretejen se ha dado a conocer que en México existen más de 100 mil desaparecidos. Desde 2006, México enfrenta una guerra no pedida cuya capacidad para generar dolor y muerte ha resultado incontrolable. Una guerra que desgarra y condena a la sociedad mexicana. Una guerra que miente y silencia la voz de las víctimas y sus familiares. Una guerra en la que el papel del Estado ha sido ominosamente protagónico. Como ha señalado el proyecto A dónde van los desaparecidos “Cada uno de los días en que Felipe Calderón gobernó al país, un promedio diario de ocho personas fueron desaparecidas. Con Enrique Peña Nieto, el número se duplicó y saltó a 16. La vorágine no ha parado. En los tres años y medio de gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, la cifra escaló a 25” (Turati, Gómez, Tzuc, 2022). Las cifras dicen mucho, pero no logran mostrar, por sí mismas, el sufrimiento de los familiares de aquellos que han sido asesinados y de quienes permanecen en el limbo de la desaparición. No obstante, sí reflejan que el problema de la violencia necesita ser nombrado y reflexionado constantemente.

Lo que este texto explora es la existencia de un discurso social que se opone a la narrativa del Estado mexicano en torno al problema. Por supuesto, se trata de un discurso social que nace de las movilizaciones y las exigencias de los familiares de quienes han sido víctimas directas de la violencia. Sin embargo, dicho discurso es también potenciado y acompañado por una serie de textos que, desde la palabra misma, lo difunden, lo consolidan y, al mismo tiempo, lo renuevan con la forma literaria que adoptan. En esa dirección, lo que este artículo pretende es apenas indagar algunas de las producciones narrativas, entendidas en el sentido más amplio de literatura, que han abordado de diversas maneras escritas una problemática tan compleja como no deseada.

Cada apartado está presentado a modo de notas que, a su vez, tienen como finalidad indagar de qué manera el discurso literario rompe y confronta la narrativa oficial. Conviene aclarar que, lejos de emprender una discusión teórica acerca de lo que puede entenderse como texto o libro o incluso como literatura, cada sección tiene en el subtítulo la palabra “libro” por considerar que se trata del dispositivo por antonomasia al que la literatura se vincula (Argüelles, 2016). No se trata tanto de una arbitrariedad como de una apuesta para pensar los textos, los libros y otras plataformas en cuanto lugares y espacios de construcción de memoria, sean éstos físicos o virtuales. Por último, este artículo pone énfasis en algunos libros, textos, reportajes o crónicas en los que sus autoras y autores decidieron, explícitamente, hablar, narrar, investigar acerca del tema de la violencia, las desapariciones y los asesinatos que desde 2006, tras la declaración de guerra al narcotráfico, no cesan.

 

Lo que los libros revelan

Roland Barthes escribió que los sistemas ideológicos son ficciones sostenidas por un habla social y que la ficción es “ese grado de consistencia en donde se alcanza un lenguaje cuando se ha cristalizado excepcionalmente y encuentra una clase sacerdotal (oficiantes, intelectuales, artistas) para hablarlo comúnmente y difundirlo” (Barthes, 2011, p. 42). Las palabras de Barthes sirven de base para pensar cómo es que en México las desapariciones y asesinatos fueron normalizándose y estableciéndose como una noticia cotidiana. Desde luego, existe un complejo entramado en torno a ello, pero la materia prima está en el discurso estatal que a fuerza de repetición y de una “clase sacerdotal” se transformó en un discurso social impuesto en las diferentes capas sociales del país. El discurso apuntaló la idea de la necesidad del combate al narcotráfico, la delincuencia o el crimen organizado, conceptos que se utilizaron sin hacer distinciones. En el gobierno de Felipe Calderón se creó un enemigo al que era necesario vencer sin importar las consecuencias que de ello derivaran. Marcela Turati lo señala con precisión: “De pronto, el presidente nos informó que acabábamos de entrar en una guerra: la llamó ‘Guerra contra el narcotráfico’, la cual –según advirtió– costaría muchas vidas y se libraría hasta el último día de su sexenio. La victoria final llegaría cuando los malos fueran vencidos” (Turati, 2011, p. 25). La observación de Turati no es menor pues muestra dos elementos imprescindibles en la consolidación del discurso bélico. Por una parte, la noción de que el inicio de la guerra se “informó”, es decir, que fue una decisión tomada de manera parcial, sin discusión posible entre la sociedad mexicana; por otra, la idea de la división, reduccionista y maniquea, entre buenos y malos.[2] Desde luego, el bando de los buenos estaba encabezado por Calderón. Por la bondad, por la lucha contra el mal, las muertes pasaban a convertirse en daños colaterales, en males necesarios, en apenas números para las estadísticas. Como ha observado Diego Enrique Osorno, el discurso del panista se basó en “un uso político del combate al narco”:

A 11 días de tomar protesta de manera en el salón de plenos del Congreso de la Unión, anunció el envío de 4000 soldados a Michoacán. Unas semanas después visitó a las tropas en Apatzingán vestido de militar, luego declaró a la prensa internacional que el crimen organizado lo quería matar […]. Calderón empezó a hablar en actos públicos sobre “la guerra contra el narco” iniciada por su gobierno. A lo largo de los siguientes meses, el político del PAN cuya campaña anunciaba que sería “el presidente del empleo”, se olvidó de su promesa central y fue dando explicaciones distintas de por qué se había declarado “la guerra” al narco en su administración. Primero declaró que éste ya era un “cáncer” que tenía el Estado mexicano; luego, que “la guerra” era para salvar a los hijos de los mexicanos del consumo de drogas, y finalmente, que era parte de una batalla global en contra del crimen organizado. (Osorno, 2009, p. 46)

El discurso calderonista mantuvo un uso político cuya premisa fue la dicotomía entre buenos y malos, entre salud y “cáncer”, entre su figura y la amenaza de muerte. La síntesis realizada por Osorno muestra la manipulación discursiva según la conveniencia del momento para quien fuera el jefe del Estado mexicano. En ese mostrar existe una interpelación al discurso de Estado, pero sobre todo hay una puesta en duda de éste y, a partir de ello, el nacimiento de un discurso opuesto. Pero si en el caso de Calderón y “la guerra” al narcotráfico hubo una construcción discursiva basada en la oposición del “bien y el mal”, la narrativa oficial urdida alrededor de lo sucedido el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, merece especial atención. Sobre el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa existen dos elementos que lo hacen particularmente grave. En primer lugar, la idea de construir una “verdad histórica” en la que –incluso más allá de evidencias e investigaciones que echaban abajo la versión oficial sobre lo sucedido– la responsabilidad del secuestro y desaparición de los normalistas fue presentada como obra del crimen organizado sin intervención alguna del Estado mexicano. Para ese momento, el titular de la presidencia era Enrique Peña Nieto quien continuó la lógica de la dicotomía entre el bien representado por los aparatos estatales y el mal encarnado en el crimen organizado. En segundo lugar, porque si bien es cierto –retomando los planteamientos de Barthes– que en la imposición de ese lenguaje social hay una “clase sacerdotal” que se encarga de ello, en relación con los hechos de Iguala los representantes del Estado fueron responsables directos de la “verdad histórica”. Su responsabilidad estuvo fincada no solamente en aquello que debía decirse, sino también en la alteración directa de pruebas, en ocultar información, en obtener confesiones de culpabilidad fruto de la tortura (GIEI, 2022).

La avalancha discursiva del Estado alrededor del caso Iguala no impidió un discurso social que entraba en pugna con el oficial. En La verdadera noche de Iguala, Anabel Hernández escribió:

En esta investigación el lector recorrerá el laberinto del caso, sus trampas, su oscuridad y su luz. Llegará a la calle Juan N. Álvarez, verá los casquillos y las sandalias tiradas en el suelo. Entrará en Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” y escuchará la intensidad de las voces de sus estudiantes, algunas veces llenas de valor y orgullo, otras de miedo y soledad. Recorrerá los sórdidos lugares donde se aplicaron torturas para fabricar culpables, así como las oficinas de altos funcionarios donde se pergeñó la mentira. Conocerá de viva voz los testimonios de aquellos que recibieron jugosas ofertas de dinero para que se culparan a sí mismos y a otros para cerrar el incómodo caso. (Hernández, 2016, p. 20)

De las palabras de Hernández es destacable la concepción de que a través del texto, del libro, del lenguaje, el lector puede conocer lo negado y lo mentido en el discurso estatal. Además, el libro aparece como el medio en el que los lugares, los objetos y las personas pueden verse, sentirse y escucharse. En el texto, pensado como la materialización escrita del lenguaje, el lector recorre, escucha y conoce aquello que en el lenguaje del Estado no puede caminarse, oírse ni, mucho menos, conocerse.[3] Como bien expresara Ricoeur el texto permite que exista una apropiación del mundo, es decir, “el sentido del texto mismo, concebido en forma dinámica como la dirección que el texto ha impreso al pensamiento. En otras palabras, lo que tiene que ser apropiado no es otra cosa que el poder de revelar un mundo que constituye la referencia del texto” (Ricoeur, 1998, p. 104). El mundo negado y silenciado desde el poder estatal es, desde el texto, revelado y escuchado. En esa revelación existe también la construcción de una mirada desde una perspectiva que implica el acercamiento a las víctimas.

Imagen 1. Padres y madres de normalistas de Ayotzinapa en CCUT
Padres y madres de normalistas de Ayotzinapa en CCUT
Fuente: Wotancito, CC BY-SA 4.0 <https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0>, via Wikimedia Commons. Imagen de dominio público

 

Lo que hay en los libros

En un episodio de Fahrenheit 451, Montag –el personaje central del relato– presencia cómo una mujer prefiere ser incinerada junto a sus libros antes que abandonarlos o renegar de ellos. Lo sucedido le hace pensar que “Tiene que haber algo en los libros, cosas que no logramos imaginar, para hacer que una mujer se quede en una casa en llamas; algo deben tener. Nadie haría eso por nada” (Bradbury, 2021, p. 65). A lo largo de la historia, Montag irá descubriendo ese “algo” que los libros brindan a los lectores y a la humanidad. En los libros, como señala Irene Vallejo (2021), el lector reconoce fragmentos de la vida, fragmentos de lo que es y lo que puede ser. Existe una identificación con los dolores, los temores y los anhelos. Por eso, casi al final de la novela, Montag sabrá que los libros viven en las personas porque las personas viven en los libros.

Ray Bradbury creó un mundo en el que los bomberos no se dedicaban a apagar fuegos sino a generarlos con la quema de libros; un mundo en el que leer significaba un delito; un mundo en el que, en medio de una guerra, la memoria y el saber humano resultaban indispensables. En ese tenor, libros y lectores configuraban un circuito de resguardo de saberes de la humanidad y ello implicaba, a su vez, la posibilidad de que saberes y lectores se proyectaran al futuro. A decir de Granger, representante de aquellos lectores errantes en la novela, los integrantes de esa comunidad lectora eran “fragmentos de historia y literatura y derecho: aquí están Byron, Tom Paine, Maquiavelo y Cristo” (Bradbury, 2021, p. 173). La reflexión es interesante pues da pie a pensar la manera en la que se teje un complejo mecanismo de memoria. No es solamente que los libros permitan conocer y saber sobre Maquiavelo y Cristo, sino también que los lectores se convierten en ellos, que los lectores se hacen historia, literatura y derecho a través de lo leído o, en otros términos, que ellos son lo leído. En esa perspectiva, los lectores funcionan como receptáculos de conocimiento, guardianes de los saberes y archivo vivo de aquello que, en primera instancia, los textos convertidos en libros les proporcionan.

Los libros, incluso más allá de su propia materialidad, tienen un sustrato de vida que las y los autores ponen en ellos (Petit, 2009). En ese sentido, pueden ser analizados no solamente como instrumentos de conocimiento y aprendizaje, sino también y, sobre todo, como herramientas de memoria, de vida y de futuro. Si se piensa en el contexto contemporáneo de México, especialmente castigado con la violencia y las desapariciones, la existencia de trabajos que abordan el tema desde diversas perspectivas resulta de suma importancia. Quienes han asumido la tarea de documentar, narrar y analizar las desapariciones, así como el fenómeno de violencia que gira alrededor del narco, han puesto de por medio su propia vida. La escritura como ejercicio intelectual, como ejercicio de vida, aparece como una manifestación íntegra del discurso (Ricoeur, 1995). Discurso que, además, se contrapone al olvido y a la muerte si se concibe como testimonio de una tarea vital capaz de amplificar la voz de quienes el poder político intenta acallar y dejar en el olvido. De ese modo, hay una construcción de sentido, de espacio y de lugares para la memoria que va de la realidad política y social, pasa por la reconstrucción y reflexión de ésta en los libros y llega a los lectores. A su vez, en ese proceso de construcción de sentido, los lectores –como en el caso de Fahrenheit 451– se transforman en los guardianes y hacedores de memoria porque a través del relato, a través de lo leído, surge una forma de explicación y comprensión del mundo que estriba, especialmente, en la comprensión del otro (Pimentel, 2012).

Refiriéndose a Procesos de la noche, Elena Poniatowska escribió que Diana del Ángel apostaba con su trabajo “a la memoria y la solidaridad” y agregaba “Si hay algo que salta a la vista es la inmensa solidaridad de la autora con la víctima. A lo largo de su relato, Diana la ensayista intercala testimonios de amigos, compañeros y familiares para ‘reconstruir’ el rostro de Julio César Mondragón” (Poniatowska, 2017, p. 19). De tal manera, es la voz de otros la que hace posible saber cómo era Julio César y este hecho no es menor si se considera que el 26 de septiembre de 2014 al normalista le arrancaron el rostro. Es decir, el libro de Diana del Ángel, a través de la forma narrativa que va de la crónica al ensayo, reconstruye, recrea y restituye la cara de Julio César Mondragón y con ello el texto, en palabras de Poniatowska, “nos insta a no olvidar ni a dejar que la inercia nos gane”. Mientras el discurso estatal niega, silencia y destruye la vida, el texto, el ensayo, el libro reconstruye, da voz y confronta a la muerte.[4]

 

Lo que los libros construyen y acompañan

Para Lynn Hunt, la consolidación de los derechos humanos se produjo, en buena parte, porque existió un movimiento social que abrió paso tanto al surgimiento como a su divulgación y posteriormente lo dotó de reconocimiento jurídico en la Europa del siglo XVIII. Hunt lleva a cabo un seguimiento importante de manifestaciones culturales que ayudaron a crear, en sus palabras, “una empatía imaginada” que partió dentro del movimiento social. Para la autora estadounidense, la lectura de ciertas novelas, cuyos ejes temáticos eran los derechos del hombre y la igualdad de los ciudadanos, permitió que se generara una empatía social y “alentó una identificación altamente emotiva con los personajes, de modo que los lectores sintieran empatía por ellos más allá de las barreras de clase, sexo y nacionalidad” (Hunt, 2009, p.38). En esa dirección, apunta:

Las novelas venían a decir que todas las personas son fundamentalmente parecidas a causa de sus sentimientos, y, en particular, muchas novelas mostraban el deseo de autonomía. De este modo, la lectura de novelas creaba un sentido de igualdad y empatía mediante la participación apasionada en la narración. ¿Puede ser casualidad que las tres novelas de identificación psicológica más importantes del siglo XVIII –Pamela (1740) y Clarissa (1747-1748), de Richardson, y Julia (1761), de Rousseau– fueran publicadas en el periodo que precedió inmediatamente a la aparición del concepto de “derechos del hombre”?. (Hunt, 2009, p. 39)

El seguimiento y análisis que la historiadora norteamericana realiza de Pamela, Clarissa y Julia –tres novelas que tienen una estructura epistolar y cuyos personajes protagonistas son mujeres de diferentes clases sociales– logran abrir una línea de reflexión sumamente interesante. En primera instancia, la creación literaria se convierte en un detonador de valores como la igualdad y la empatía, es decir, a través de las obras los autores configuran un espacio en el que los personajes, sin importar su condición de clase, abordan preocupaciones de la vida cotidiana y recrean situaciones con las que los lectores logran identificarse. En segundo término, porque al mismo tiempo que son creación e invención, las obras permitieron que las ideas sobre la igualdad viajaran y se establecieran en diferentes círculos culturales y sociales. Dicho de otra manera: las obras acompañaron y potenciaron la posibilidad de una discusión amplia en la que las ideas y sentimientos sobre los derechos del hombre fueron instalándose.

La interpretación de Lynn resulta valiosa si se piensa, por ejemplo, en el contexto de la lucha que han sostenido en México los colectivos en la búsqueda de desaparecidos y en la demanda de justicia en los casos de asesinatos, especialmente a partir del año 2006. Desde luego, y es imprescindible subrayarlo, es la organización y la movilización de los colectivos lo que permite la existencia de una producción literaria que acompaña y fortalece sus reivindicaciones. Si desde las esferas del Estado –penetrado en sus más altas estructuras por el propio narcotráfico al que discursivamente se combatía– se alimentó una narrativa que justificaba la guerra y sus consecuencias, la movilización de los familiares de las víctimas ha permitido generar una contranarrativa acompañada y reforzada por periodistas y escritores. Al respecto, las palabras de Alejandro Almazán, en Chicas Kaláshnikov y otras crónicas, son elocuentes:

Lo que nunca he hecho ni haré es reproducir la narrativa oficial. Transcribir un expediente que ha sido filtrado, me parece, es convertirse en un sicario del gobierno. Chicas Kaláshnikov y otras crónicas sólo ha querido retratar mi maltrecho alrededor, entender qué pasa por el cerebro de un matón, contar lo malo que hemos pasado desde los tiempos de Vicente Fox, reprobar la guerra que se le ocurrió a Felipe Calderón, decir que esa guerra no ha perdonado a nadie y hablar de seres humanos, vivos, muertos, buenos o malos. (Almazán, 2013, p. 12)

En la reflexión de Almazán puede verse una preocupación central: no reproducir una narrativa oficial, no ser cómplice de un discurso que niega la vida de las víctimas. Para ello, la escritura, el periodismo, las crónicas reunidas en un volumen construyen un espacio, al mismo tiempo real y simbólico, en el que se busca retratar una realidad, entender, contar y condenar una guerra que no perdona a la sociedad mexicana. La labor del periodista, del escritor, es asumida desde una perspectiva en la que su quehacer se convierte en un medio de pensamiento y análisis que contradice la narrativa del Estado. Es decir, se crea una narrativa diferente en la que son las víctimas directas e indirectas –“buenas” o “malas”– quienes se convierten en las protagonistas. Por ello, en esos relatos que permiten entender el mundo mediante el otro, hay primero una reconfiguración de los espacios en los que ocurren los sucesos narrados; se genera así una construcción de nuevos lugares en los que la voz de los protagonistas es recibida, pensada y sentida por los lectores que se constituyen, casi sin saberlo, en una comunidad geográficamente dispersa pero unida por esa comprensión y aprehensión del mundo a través de voces y vivencias. Es un nuevo espacio de enunciación en el que las víctimas logran hablar y son escuchadas como personas con rostros, historias, sueños y dolores. Así lo expresaba Javier Valdez en Levantones. Historias reales de desaparecidos y víctimas del narco:

Mi propósito con este libro es darle voz a las víctimas que padecieron el temible levantón, el secuestro impune y la tortura, darle voz a esos hombres y mujeres que iban al trabajo o platicaban con sus amigos afuera de su casa y grupos armados tomaron sus vidas, golpearon sus huesos y sueños y deseo, y a punta de chingazos, de puntapiés, culatazos y puñetazos sometieron su espanto para conducirlos a una habitación fría, húmeda, amueblada por la indefensión […] en los párrafos están los reclamos y las preguntas en el aire enviciado, la angustia de los desparecidos y sus familias, el testimonio de su lucha por saber la verdad, el camino tortuoso que recorrieron para reconocer los cadáveres, los cuestionamientos a políticos y representantes de la ley que nada hicieron para ayudarlos. (Valdez, 2012, pp.15-16)

Vale la pena destacar la concepción de Valdez en torno a lo que sus textos significan. Es decir, hay una intencionalidad autoral convertida en una suerte de altavoz cuya primera tarea consiste en saber a las víctimas, escucharlas, sentirlas en lo escrito. Las crónicas, los ensayos, los reportajes, los poemas o en otras palabras los libros, no producen por sí mismos transformaciones en una sociedad mediada por un discurso en el que las víctimas de las desapariciones y asesinatos son presentadas como culpables y merecedoras de castigo; no obstante, contribuyen a la consolidación de un discurso social diferente. A decir de Marc Angenot no existen movimientos sociales “ni práctica social, ni institución sin un discurso de acompañamiento que les confiera sentido” (Angenot, 2012, p.17. Las cursivas son del autor). Lo que las escritoras y escritores dicen puede pensarse como una práctica social que potencia un discurso de memoria y resistencia nacido, innegablemente, desde los colectivos que exigen la presentación con vida de los desaparecidos, así como el acceso a la justicia en los casos de asesinato. Pero esa labor de acompañamiento se resignifica pues, en primer lugar, la voz de los colectivos regresa a ellos mismos con otras tonalidades, con una presencia que es la suya y a la vez es nueva. En segundo lugar, el acompañamiento discursivo da sentido de resistencia desde las voces restituidas a las propias víctimas. Dichas voces, leídas, escuchadas, desarrollan una sensibilidad diferente en la que el acompañamiento cataliza una estructura de sentimiento (Williams, 1977); estructura que, además, refuerza el discurso social de resistencia y memoria. 

Imagen 2. Glorieta de las y los desaparecidos, CDMX
Glorieta de las y los desaparecidos, CDMX
Fuente: Luis Alvaz, CC BY-SA 4.0 <https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0>, via Wikimedia Commons. Imagen de dominio público.

 

Lo que los libros dicen

En La guerra no tiene rostro de mujer, Svetlana Alexiévich hace una observación relevante acerca de lo que busca con su libro pues “No escribo sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra. No escribo la historia de la guerra, sino la historia de los sentimientos. Soy historiadora del alma” (Alexiévich, 2016, p. 19). Lo relatado por la escritora bielorrusa no es la guerra en sí –la violencia, el dolor, la muerte– sino la vivencia de los seres humanos en ella, las formas en las que la afrontaron, sus dolores y sensaciones en relación con las causas y las consecuencias de un conflicto bélico. Narra menos la guerra misma que al ser humano en ella, especialmente lo que las mujeres vivieron y sintieron. Alexiévich recoge la voz de las vivencias de las mujeres porque “Juntos escribimos el libro del tiempo” (p.19). Es decir, el libro que construye cobra sentido sobre la base de las voces no escuchadas y francamente desplazadas de las mujeres que participaron activamente en la Segunda Guerra Mundial enfrentando al nazismo. No se historian los acontecimientos, sino las formas en las que las mujeres participaron en ellos, es decir, las formas de vida que dieron pie a un cúmulo de sensaciones en torno a éstos. Narra la manera en la que las mujeres construyeron una historia en la que su propia voz había sido relegada cuando no negada. Para la Premio Nobel, los relatos, las voces, posibilitan la creación de textos y los textos “están en todas partes. En los apartamentos de la ciudad, en las casas del campo, en la calle, en el tren. Estoy escuchando. Cada vez me convierto más en una gran oreja, bien abierta, que escucha a otra persona. ‘Leo’ la voz” (p.17). A decir de Alexiévich, la confección del texto está en la voz y ésta se encuentra en los más disímiles lugares. Un texto es el cúmulo de voces, de sensaciones y experiencias que reconfiguran el mundo del que provienen para dar paso a la construcción de uno nuevo. En el texto, las voces son trasladas a lo escrito y ello permite escucharlas, pensarlas, sentirlas y vivirlas. Lo que en el texto se escucha es todo aquello que nos dicen los sentimientos de quienes habitan las ciudades, viajan en trenes o están en zonas marginadas. En el texto escuchamos aquello que, desde el discurso del Estado, se silencia, se ignora, se niega, se ultima y se denigra. En el caso de quienes han sido asesinadas y asesinados, como anota Roberto Zamarripa, ni siquiera se les guarda respeto:

Son números en el recuento de una guerra no pedida, son vergüenza porque nadie quiere ser estigmatizado ni vivo ni muerto como delincuente, como narco, como sicario, como villano […]. Si el muerto era un muchacho, seguro era pandillero; si era policía o soldado, seguro era un infiltrado; si era ciudadano o ciudadana de calle qué hacía caminando por el lugar de los hechos. Estudiantes de excelencia exhibidos como sicarios; vendedores de tortillas convertidos en pistoleros; albañiles tratados como peligrosos malandrines. (2011, p. 15)

Aquellas voces que son aniquiladas y mentidas recuperan en los textos la dignidad que la narrativa oficial les arrebata. A través de la documentación y el relato existe una confrontación discursiva en la que la vida y la dignidad de las víctimas aparecen en primer plano. Como escribe Héctor de Mauleón “En México, desde que la muerte dejó de ser suceso para transformarse en cifra, cada muerte nueva sirve para desmentir o confirmar una estadística […]. Las volvemos simples números y nos referimos a ellas con la frialdad de las cifras” (Mauleón, 2015, p. 17). Con la vida que las historias cuentan, la normalización de las muertes y las desapariciones es puesta en tela de juicio. Hay un distanciamiento que no significa alejarse de la innegable realidad, sino un cuestionamiento tanto a las causas de la violencia como del discurso pergeñado desde las esferas del poder político. Distanciamiento capaz de preguntar no por la muerte y la fría cifra, sino por la vida, la voz y los rostros. El propio Mauléon, hablando sobre Ayotzinapa. La travesía de las tortugas, anota que ese libro “le devuelve los rostros a esos números que se desgastan de tanto repetirse, porque restituye a muertos y desaparecidos la vida que aquella noche les robaron” (p. 17). En otros términos: los textos y su materialización en libros, revistas o en plataformas digitales dicen la vida; particularmente, la vida que se niega. Desde luego, no se trata de una labor sencilla pues detrás de lo escrito priva la dificultad de no suplantar la voz de las víctimas directas ni la de sus familiares. Lucía Pi Cholula lo advierte de forma clara cuando anota lo siguiente:

No, no sé cómo contar la historia de cada una de las personas desaparecidas, pero me rehúso a volverlas una lista. Habría que hacerlo: contar las historias de todas, escuchar a las madres, hermanas, hijas, porque su lucha es un recorrido que ha abierto el camino a otras y de ahí la importancia de pensar en el fenómeno como una lucha colectiva. Es una realidad que a este conflicto no se le ve fin en el horizonte próximo. Habrá que seguir nombrando, buscando, exigiendo la presentación con vida de una persona que no volvió a casa. (Pi, 2021, p. 133)

De lo expresado por Pi Cholula resalta la necesidad de contar, de narrar, de nombrar, de no dejar de decir, aunque no se sepa a ciencia cierta la forma literaria o narrativa para hacerlo. Además, como apuntara Alexiévich, la escucha constante es la simiente que permite dar y replicar la voz de los diferentes colectivos que, a pesar del estratégico silenciamiento urdido desde las esferas del poder político, continúan movilizándose en la búsqueda de sus familiares. Cualesquiera que sean esas maneras de relatar, lo importante es que las palabras se usan, en términos de Ricardo Piglia, para “nombrar algo que no está ahí, para reconstruir una realidad ausente, para encadenar los acontecimientos, establecer un orden, reconstruir ciertas relaciones de causalidad” (Piglia, 2015, p. 49).

 

Lo que los libros evaden

Para Judith Butler una fotografía o un texto rompen los marcos restrictivos impuestos en condiciones de guerra o de prisión, por eso mismo plantea que “aunque ni la imagen ni la poesía puedan liberar a nadie de la cárcel, detener una bomba ni, por supuesto, invertir el curso de una guerra sí ofrecen las condiciones necesarias para evadirse de la aceptación cotidiana de la guerra y para un horror y un escándalo más generalizados que apoyen y fomenten llamamientos a la justicia y al fin de la violencia” (Butler, 2010, p. 27). La idea de evasión resulta particularmente significativa porque pone especial atención en la construcción de un discurso cuya principal fortaleza reside en saltar los marcos impositivos. En tal sentido, el planteamiento está ligado mucho más a una noción de superación –en la medida que un marco es, ante todo, un obstáculo– que de olvido o de ignorancia. Evadir como subterfugio, medio y estrategia para llegar al otro lado de la limitante. Formulado de manera diferente: la evasión brinca los límites impuestos por un discurso para rebasarlo, superarlo y, al mismo tiempo, lograr inscribirse en la realidad del que aquél proviene para enfrentarla en mejores condiciones a partir del “escándalo”, es decir, mediante la propia irrupción discursiva con la capacidad de producir resonancias. Bien vale señalar que se trata de resonancias que, librando los obstáculos, logran que quienes las escuchan y hacen suyas sepan dolerse en ellas. Dolerse como un acto de solidaridad que renuncia, por paradójico que ello resulte, al mismo dolor.

En ese tenor, resulta reveladora la reflexión realizada por Cristina Rivera Garza. Para ella existe una dimensión política del dolor capaz de romper silencios y barreras. En sus palabras “Cuando todo enmudece, cuando la gravedad de los hechos rebasa con mucho nuestro entendimiento e incluso nuestra imaginación, entonces está ahí, dispuesto, abierto, tartamudo, herido, balbuceante, el lenguaje del dolor” (2015, p. 14). Destaca, por un lado, la idea de que el lenguaje no nace “puro”, sino con una serie de adjetivos a cuestas, con características que también pueden adjudicarse a quienes se nombran y se reconocen en el dolor mismo; por otro, la capacidad del lenguaje para, así sea con todas las dificultades señaladas por la escritora tamaulipeca, lograr nombrar lo que duele no simplemente en términos de alivio sino también como elemento capaz de potenciar la dimensión política del decir a través del dolor y contra aquello que lo genera. La misma Rivera Garza anota que “El dolor no sólo destroza sino que también produce realidad: de ahí que sus lenguajes sociales sean sobre todo lenguajes de la política: lenguajes en los que los cuerpos descifran sus relaciones de poder con otros cuerpos” (2015, p. 44). El lenguaje del dolor aparece como un potenciador político que salta las barreras del silencio y que, en el acto de nombrar, inicia un rompimiento de la inmovilidad generada por los actos de barbarie y terror. En estricto sentido, el lenguaje no evade el dolor sino que lo enfrenta y se apropia de él, superándolo y, al mismo tiempo, convirtiéndolo en herramienta política del decir. De tal suerte, nombrar es también desplazarse, hacerse uno en los lugares donde la muerte, la guerra y las desapariciones limitan la vida, la paz y la presencia.

En Antígona González, obra imprescindible si las hay al momento de abordar literariamente el problema de las desapariciones, el sujeto lírico planteaba lo siguiente: “Todos aquí iremos desapareciendo si nadie nos busca, si nadie nos nombra” (Uribe, 2012, p. 95). La idea parece paradójica puesto que es, precisamente, una obra literaria desde la que se confronta el silencio. Sin embargo, la enunciación es la que permite continuar más allá de los límites impuestos por el olvido y el mutismo, sobre todo si se toma en cuenta que Antígona González está construida con una base polifónica que va de notas periodísticas a obras literarias pasando por testimonios de quienes han vivido el martirio de ir en búsqueda de sus desaparecidos. Es el lenguaje el que construye el recorrido de Antígona, es decir, el que se desplaza rompiendo las barreras del olvido, el habla de la burocracia y es capaz de recoger el dolor que hermana a quien, como Antígona, va a los ministerios públicos, a las fosas y exige justicia. No por nada, casi para finalizar, se advierte lo siguiente: “Soy Sandra Muñoz, pero también soy Sara Uribe y queremos nombrar las voces de las historias que ocurren aquí” (Uribe, 2012, p. 97). Hay un desplazamiento del singular al plural, una construcción de un plural que no termina en ellas dos sino que implica a las voces de las historias y a quienes las escuchan y las hacen suyas.

Imagen 3. Carteles en marcha de madres de hijos e hijas desaparecidas, México
Carteles en marcha de madres de hijos e hijas desaparecidas, México
Fuente: Wotancito, CC BY-SA 4.0 <https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0>, via Wikimedia Commons. Imagen de dominio público.

 

Consideraciones finales

Desde la perspectiva del argentino Saúl Sosnowski, la memoria es, sobre todo, una herramienta de construcción histórica que va más allá de la consigna del “ni olvido, ni perdón”. Reflexionando en torno al fenómeno de la dictadura militar argentina y la violencia que de ella se desprendió, Sosnowski apunta que la memoria, y su propia edificación, debe servir para no tolerar el retorno de regímenes autoritarios sino también para “contribuir a la erradicación de las condiciones que fomentaron, permitieron y toleraron el horror” (2015, p. 210). A la luz del fenómeno de la violencia y las desapariciones en México, las palabras del crítico literario son significativas. En primer lugar, la memoria aparece como un proceso continuo de pelea por la historia pues, además de la necesaria consigna contra el olvido, contribuye a ir más a fondo, es decir a combatir las causas que hicieron posibles el horror. La memoria representa una herramienta de reflexión y de contraste entre el presente y el pasado. Desde éste pueden comprenderse y evitarse los fenómenos que se viven y sufren en el presente con miras a que, en un futuro, nunca más se repitan. El mismo Sosnowski señala que existe una “política de la memoria” cimentada en el poder del recuerdo que implica, a su vez, un accionar que rebasa “el repositorio del eterno duelo” o se remite solamente “al predio de la melancolía”. No obstante, la construcción y preservación de la memoria requieren de “zonas de anclaje” (2015, p. 221). En tal sentido, la literatura puede entenderse como una de las zonas de anclaje que permiten construir memoria, la preserva y la proyecta al futuro. Pensada ya como acompañante o como herramienta de evasión, ya como discurso de oposición al del Estado o como replicadora de la voz de las víctimas, la literatura contribuye a que la política de la memoria, más allá del dolor, se ejerza y se encauce con la finalidad de que, más tarde o más temprano, exista justicia y el horror de la violencia y las desapariciones no castiguen más a la vida.

 

Notas 

1 José Arreola es doctor en estudios latinoamericanos por la UNAM. Profesor de asignatura en el Tecnológico Universitario del Valle de Chalco (TUVCH) y de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Correo electrónico: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

2 Para una discusión a profundidad relacionada con la idea del mal, véase El mal. Un desafío a la filosofía ya la teología (2011) de Paul Ricoeur.

3 En relación con el caso Ayotzinapa existen dos volúmenes valiosos por el trabajo colectivo que va de la reflexión política a manifestaciones literarias, véase Los 43. Antología literaria (2015) compilado por Eusebio Ruvalcaba y La noche de Iguala y el despertar de México. Textos imágenes y poemas contra la barbarie (2015) bajo la coordinación de Manuel Aguilar Mora y Claudio Albertani.

4 Mención aparte merece el texto de Shantí Vera que sin ser un escritor “profesional” escribió Cartas a la primavera (2020). El libro recoge las cartas, poemas y reflexiones que Shantí le escribiera a su hermana Nadia Vera que fue asesinada en 2015.

 

Cómo citar este artículo:

Arreola, José (2023) “Notas sobre libros, discursos y construcción de memoria”, Pacarina del Sur [En línea], año 15, núms. 50-51, enero-diciembre, 2023. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Miércoles, 11 de Diciembre de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2098&catid=15