Hidalgo: la historia como drama social[1]

Hidalgo: history as social drama

Hidalgo: a história como drama social

Victor W. Turner
Traductor: Leif Korsbaek

RECIBIDO: 18-09-2015 APROBADO: 25-10-2015

 

La Revolución Mexicana de Independencia en 1810 nos proporciona un vívido ejemplo de un paradigma de raíz obrando en una serie de dramas sociales, y al mismo tiempo nos ofrece una oportunidad para investigar ciertas propiedades del ambiente social de la acción política, tales como el “campo” y la “arena”.

En realidad, la revolución fue una guerra contra la España colonialista, no obstante la existencia de algunas diferencias similares a la revolución o guerra de independencia norteamericana contra Inglaterra. Algunos historiadores, como por ejemplo Hugh Hamill, llaman esta fase la “rebelión de Hidalgo” o la “insurrección”, por Miguel Hidalgo, el párroco de Dolores en la intendencia de Guanajuato, quien públicamente inauguró el largo proceso en México del sistema colonial español a la estructura gubernamental de hoy bajo la férula del Partido de la Revolución Institucional, el PRI. Otros historiadores omitirían los nombres de las personas involucradas por un disgusto de “los grandes hombres” y “el culto a la personalidad” al estilo de Pléjanov. Y otros aún no hablarían de una rebelión, sino de la primera etapa de una auténtica revolución que sigue desarrollándose hasta hoy, con muchos obstáculos. Pero dicen que los antropólogos tenemos que coger los hechos desde el flujo de opiniones y conjeturas. Los mitos y los símbolos, tanto los de la cultura popular como los de la cultura fina, constituyen para nosotros una parte importante de los hechos. De todos modos, la rebelión de Hidalgo, la primera fase de la independencia, es relevante para nosotros porque constituye exactamente el limen entre el periodo colonial de la historia de México, el curso lento y aparentemente monótono de tres siglos (no obstante que la historiografía reciente está corrigiendo la impresión de monotonía) que le siguió al primer periodo breve y dramático de la conquista y el tercer periodo cuando México se convirtió en una nación, en medio de una tormenta de guerras coloniales y civiles y una revolución. Hidalgo tomó armas contra el régimen virreinal en 1810, e Iturbide se volvió durante un breve tiempo el emperador de un México políticamente independiente en 1811. Los años entre 1810 y 1821, y aún entre 1808 y 1821, constituyeron un periodo liminal complejo y dramático en el cual a procesos lentos que se habían estado gestando durante siglos siguieron una serie de dramas sociales rápidos que pusieron al desnudo muchas de las contradicciones que estaban escondidas en aquellos procesos y generaron nuevos mitos, paradigmas y estructuras políticas. Hidalgo tenía 57 años, no era un jovencito, cando anunció la insurrección el 16 de septiembre de 1810, en la iglesia parroquial de Dolores. Faltaría menos de un año antes de que fuera ejecutado en Chihuahua a mediados del año 1811. Sin embargo, él inició el rito de paso de México que empujaría al país hacia la existencia como una nación en el breve drama social que él reconoció como la insurrección del pueblo, y no solamente sería él el prestador y el hacedor de mitos, sino él mismo se convirtió en un símbolo. En México, los grandes murales de José Orozco, David Siqueiros y Diego Rivera y muchos otros, que representan episodios de medio año de la lucha de Hidalgo, primero exitosa luego desesperada, se encuentran visibles en cada ciudad y cada pueblo en México. El paisaje cultural mismo está firmado con el nombre de Hidalgo. Un estado entero, y multitud de ciudades, suburbios, parques y calles ostentan su nombre, y cada año, el 15 de septiembre a media noche, repiten desde el balcón principal del palacio nacional en el zócalo de la Ciudad de México las palabras que supuestamente transmitía el grito de Dolores, su grito, su proclamación: “Mexicanos, viva México”. Abundan las estatuas de Hidalgo en todas partes del país, en plazas y en parques; el difunto decano de los historiadores mexicanos, Justo Sierra, dice que “sus fines dictó su amor por un país que no existía fuera de este amor”, así que fue el quien le dio a luz al país, él es el padre de país, nuestro padre” (“Evolución política del pueblo mexicano”, 1957: 150). Inevitablemente, algunos historiadores, como por ejemplo el conservador Mariano Cuevas, han intentado derrocar el mito de Hidalgo, pero no han tenido mucha suerte. Nadie realmente se preocupa mucho por el hecho de que tiene un gran número de hijos naturales con sus amantes y amas de llave, o que no logró evitar que sus indígenas perpetraran una masacre indiscriminada, violaciones y saqueo en Guanajuato y Valladolid. La arrogancia que lo llevó a disfrutar el título y el uniforme de “capitán general de América” ya le ha sido perdonada, y su arrepentimiento final por haber permitido tanta carnicería ya ha sido olvidado. El símbolo ha tragado a su hombre, y es un símbolo de comunitas, de México considerado como solidaridad más que como estructura.

Evidentemente, los eventos en los cinco meses de libertad después del grito (Hidalgo fue capturado el 21 de febrero de 1811) se pueden describir como una secuencia de dramas sociales y analizados en términos de la relación entre drama social y campo social. Sin embargo, existe una serie de obstáculos que se oponen a este procedimiento, algunos de carácter personal y otros tal vez objetivamente insuperables. El primer obstáculo es el hecho de que yo tengo solamente un conocimiento limitado de la insurrección de Hidalgo, basado principalmente en fuentes de segunda mano, la mayor parte en inglés. En segundo lugar, que sospecho que la totalidad de los datos que son necesarios para caracterizar la naturaleza del campo social significante y las arenas políticas a través de las cuales pasó el proceso de la insurrección de Hidalgo no está a nuestra disposición ahora y nunca lo estarán. Hamill, por ejemplo, nos cuenta (1966: 111) que nadie sabe exactamente qué dijo Hidalgo en el más famoso de sus momentos públicos, en el grito de Dolores que inició el ritual nacional de México que mencioné hace rato. Los tres relatos más importantes con los que contamos, de Jesús Sotelo, de Pedro García y de Juan de Aldama, no coinciden, ni siquiera están de acuerdo acerca de dónde pronunció el grito – si fue de la ventana o de la entrada a la casa de Hidalgo – y los tres nos dan versiones diferentes de lo que dijo. Aldama, por ejemplo, no dice nada acerca de una conclusión en cresciendo, mientras que Sotelo sostiene que Hidalgo terminó “elevando su voz con gran valor ... (diciendo) que viva la Virgen de Guadalupe, que viva la América para la cual vamos a luchar”. Pero según ninguno de los tres gritó “viva México”, como una vez escuché al expresidente Gustavo Díaz Ordaz pronunciar un tanto quieto (en la televisión) desde el porche de la iglesia parroquial de Dolores de Hidalgo. Mucha gente de los que critican al presidente alegan que fue a Dolores no tanto por fervor patriótico sino por miedo de repercusiones, si gritara en México, por los por lo menos noventa estudiantes que fueron fusilados en Tlatelolco a sus órdenes y por el encarcelamiento de ochenta profesores y estudiantes sin juicio alguno durante las protestas en 1968.


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Sin embargo, aún contra todos estos obstáculos podría ser instructivo formular una declaración programática acerca de cómo un antropólogo con orientación hacia la historia podría emprender la recolección de datos que le permitirían elaborar una caracterización preliminar del campo en el cual empezó la independencia. Es cierto que muchos de los insurgentes, los primeros héroes de la primera Revolución Mexicana se han convertido en el pensamiento y en la mirada populares en héroes míticos no muy diferentes de los seres de la aurora de los aborígenes australianos o los ancestros clánicos de los trobriandeses quienes, se cree, han surgido de hoyos en la tierra. La comparación sería en su lugar, pues esos héroes insurgentes vinieron de la tierra en México, casi todos eran americanos y no peninsulares, hijos de la tierra del Nuevo Mundo. Eran ó criollos – personas de descendencia española pero nacidas en América (indígenas americanos), ó mestizos, personas de descendencia mixta española e india y nacidas en el Nuevo Mundo. Pero, ya que la lucha por la independencia se llevó a cabo relativamente recientemente, en términos de tiempo histórico, existen muchos tipos de documentos históricos y otros récords que nos proporciona una evidencia objetiva mucho más rica de lo que esperaría un africanista como yó, acostumbrado al estudio de tradiciones que en su mayoría son orales y la memoria desvaneciéndose de los ancianos. Del periodo que nos interesa existen también varias fuentes estadísticas, aunque tal vez no sean de las más confiables.

Yo escogí estudiar la insurrección en Hidalgo debido a su carácter iniciatorio – en varios sentidos – y porque me parecía interesante después de mis viajes a través de una parte del escenario de Hidalgo en Querétaro, Dolores, Guanajuato, Celaya y Guadalajara. También me parece que podría ser productivo en proporcionarnos una especie de forma intermedia entre un drama social (con sus implicaciones conservadores; un autor, Kenneth S. Carlson (1968: 425-434) ha llegado al extremo de comentar que yo debería de haber utilizado la expresión de “conflicto constituyente” en lugar de drama social) y un proceso revolucionario. Fue una revolución abortada; sin embargo, ya que las unidades procesales, aún las más pequeñas de ellas, dejan huellas simbólicas en el tiempo social, es de interés teórico la naturaleza precisa del fracaso de la insurrección de Hidalgo, y sus huellas simbólicas en el tiempo histórico real tuvieron efectos potentes en dramas y procesos revolucionarios posteriores. Para el hombre Hidalgo fue un fracaso, pero fue un éxito en la creación de un nuevo mito que contenía un nuevo conjunto de paradigmas, metas y motivaciones para la lucha de los mexicanos.

Mis fuentes históricas para la insurrección de Hidalgo no son numerosas: Hamill, Leslie Simpson, Luis Villoro, J Patrick McHenry, Eric Wolf, Justo Sierra. Para los hechos de la insurrección me he apoyado fuertemente en el libro de Hamill. El punto medular es mostrar de qué manera podríamos analizarlas en términos de drama social, si tuviéramos suficientes datos, y sin embargo quedarnos dentro del corral antropológico. Las arenas de la acción de este drama van en términos físicos desde una ciudad pequeña hasta una región muy amplia; su escenario final no es solamente la Nueva España en su totalidad (mucho más grande que México, al cual sin embargo abarca), sino cubre también una buena parte de Europa y de los jóvenes Estados Unidos e incluye, lo que es importante, el fermento general de entre los soldados criollos de 1819 a 1824 en América Latina. Concretamente empieza con un puñado de conspiradores en el Club Literario y Social de Querétaro, que incluía al Padre Miguel Hidalgo, a Juan Aldama y al Capitán Ignacio Allende, un oficial criollo a cargo de la milicia local; Las cabezas de estos tres se pudrirían empotradas en solidaridad encima del gran granadero en Guanajuato donde Hidalgo había ganado su victoria más decisiva. Inicialmente estas cabezas estaban involucradas en una discusión inocente de las doctrinas fascinantes de los enciclopedistas y de la Revolución Francesa, y posiblemente de la aplicación de ciertas doctrinas de los jesuitas (por ejemplo, las de Francisco Suárez) al problema del lugar de la soberanía política, en la corona o en el pueblo, y ¿quiénes son el pueblo, los criollos o los indígenas, o ambos? Más tarde, después de que Bonaparte había secuestrado al rey español (quien luego abdicó a favor del Príncipe Fernando) y había colocado a su propio hermano José en el trono de España, los líderes del Club Literario y Social empezaron a forjar una conspiración, intentando aplicar sus teorías en la arena política. Eso fue el punto de crisis. La conspiración que forjaron fue tiernamente cándida. Cada año hubo una gran fiesta al acompañamiento de un peregrinaje mayor a la Virgen de San Juan de los Lagos, en la cual participaban por lo regular unos treinta y cinco mil indígenas. Esta fiesta duraba dos semanas del primero de diciembre al quince, y uno de sus principales aspectos comerciales fue un mercado de caballos era posible adquirir buenos burros y mulas, que en las esperanzas de los conspiradores formarían el núcleo de una caballería insurgente. Pero, si estudiamos la relación entre símbolos religiosos con su eficacia en términos de organización de movilización y movimientos políticos inmaduros, es tal vez más importante que la principal atracción en San Juan de los Lagos (al oeste de Guanajuato) era (y sigue siendo) la imagen supuestamente milagrosa de la Virgen de Candelaria cuya figura fue utilizada por una indígena en 1623 para salvar la vida de una pequeña acróbata (Volatina) que cayó encima de las puntas de un gran número de cuchillos. El ocho de diciembre (la fiesta universal de la Concepción Inmaculada) fue el día dedicado a la Virgen de Candelaria, cuando muchos peregrinos – en su mayoría indígenas – entraron a San Juan de Los Lagos. Este día una fuerza armada bajo el mando del Capitán Allende se “pronunciaría” a favor de a independencia en nombre de Fernando VII, a quien los criollos en aquel momento consideraron el soberano legítimo de España. Se esperaba confiadamente que el pueblo se uniera, subiéndose a los corceles convenientemente reunidos y, como la primera piedra de una avalancha, y pusiera a México en movimiento revolucionariamente. Hidalgo y sus amigos estaban concientes de la existencia, desde hacía algunos años, de otros grupos de discusión política en otras ciudades, y esperaron que esos emergerían como puntos de reunión para una lucha de independencia de la España bonapartista, cuando Querétaro les diera un ejemplo y una dirección. Es interesante que Hidalgo aparentemente había vislumbrado la posibilidad de movilizar las masas rurales alrededor de una emblema de la Virgen. Según Hamill, podría haber tomado una bandera con una imagen de la Virgen de la Candelaria, en lugar de la que tomó, la de la Virgen de Guadalupe. Sería preciso rápidamente coger la propiedad española para financiar el movimiento incipiente.

 

La Independencia: Algunas fechas clave

1765-1772

Gálvez, visitador general. El virrey De Croix intenta reformar a la Nueva España de acuerdo al modelo centralizado borbónico

1763-1788

Revolución norteamericana

24 de junio 1767

Gálvez expulsa a los jesuitas. Rebelión popular en protesta. Gálvez cuelga a 85, encarcela a 674 y expulsa a 117 indios y mestizas en represalia.

1788

Carlos III de España muere. Godoy gobierna de hecho a España.

1789

Revolución francesa

1795

Godoy firma tratado con Bonaparte

1808

Bonaparte secuestra a Carlos IV y al príncipe Fernando

1808

El ayuntamiento criollo de la Ciudad de México se niega a reconocer a José Bonaparte como rey de España

Sept. 13 1808

La audiencia española nombra a Garibay virrey, reconociendo a la junta central de Sevilla como gobierno provisional de la España insurgente

Sept. 16, 1810

El Grito de Dolores, por Miguel Hidalgo

Sept. 28, 1810

Guanajuato se rinde a Hidalgo y Allende

Enero 17, 1811

Derrota de Hidalgo por Calleja en el puente de Calderón

Marzo 21, 1811

Hidalgo y Allende traicionados por un exinsurgente, Elizonde, y capturados cerca de Saltillo

Julio 30, 1811

Hidalgo es fusilado después de un juicio de cuatro mreses

1812

Constitución liberal de Cádiz en España

Dic. 22, 1815

Morelos es fusilado

1820

Gobierno liberal en España bajo el coronel Riego

Sept. 27, 1821

Iturbide se nombre emperador de un México independiente bajo el Plan de Iguala. Coalición pasajera entre conservadores y liberales

1822

Iturbide es destronado

1824

Iturbide es fusilado, la república federal es establecida

 

Lo que me parece interesante a este estado temprano es la estrecha relación entre los símbolos religiosos y la acción política en la historia de México. Hamill escribió que “en la fase inicial de la insurrección los conspiradores habrían invocado el factor religioso para jugar un rol santificador si no dominante. Con el sacerdote elocuente Hidalgo de repente aprovechando las emociones despertadas en los adoradores frente a la imagen de la virgen, le hubiera sido fácil incitarlos a retener a los comerciantes españoles y sus mercancías” (1966: 114). Hamill, también habla de un aspecto de “cruzada” en la “rebelión de Hidalgo”, a pesar del hecho de que los enemigos españoles eran también fieles católicos. Por la ironía de la historia, ¡los castellanos se habían convertido en “moros”! En efecto, nuestra señora de San Juan de los Lagos era el sujeto de una devoción alentada por la orden franciscana quienes, juntos con los dominicos y los agustinos, proporcionaron a los primeros misioneros en México. Y, sin embargo, los franciscanos se habían opuesto al crecimiento inicial de la devoción a la Virgen de Guadalupe, que había sido fuertemente alentada por el clero seglar bajo la dirección de Montúfar, el segundo arzobispo de México. En la última instancia, como planteó Robert Ricard:

“El culto de la Virgen de Guadalupe y el peregrinaje a Tepeyac – el cerro cerca de la Ciudad de México donde se dice que la Virgen Morada de Guadalupe se mostró por primera vez al catequista Juan Diego, un indio azteca, nos diez años después de la conquista española, de pura casualidad el cerro donde habían adorado a la diosa prehispánica Tonantzin antes de la llegada de Cortés ... se dice que este culto nació, creció y triunfó con el apoyo del obispado ... en el contexto de la turbulenta hostilidad de los frailes menores de México”[2].

Los franciscanos alegaron que habían hecho todo lo que estaba en su poder para convencer a los indios de que uno no adoraran o veneraran la imagen material, sino a Dios o al santo que representa la imagen, mientras que el cuadro milagroso que representaba a la Virgen Morada se había vuelto, con la ayuda del obispo, un foco de la idolatría. En efecto, el Padre Francisco de Florencia quien en el siglo XVIII escribió acerca de la Virgen de San Juan, señaló que la Virgen María muestra su cara en imágenes para recordarnos que tenemos que mirar más allá de las imágenes a la que nuestra fe reconoce y que nuestra voluntad venera, en cada representación material.

Hay que recordar que Hidalgo pertenecía al clero seglar y que no habría tomado una bandera con la imagen de la Virgen de la Candelaria si la rebelión se hubiera desarrollado de acuerdo al plan, pues esta devoción, no obstante que era inmensamente popular y atraía peregrinos de lugares tan alejados como la Ciudad de México, Puebla, San Luis Potosí y Guanajuato, no cubría todo el país como hacía el culto de la Virgen de Guadalupe. Hidalgo compartía con muchos otros criollos americanos una sensación de identidad nacional y una sensibilidad para los universales humanos, pero en su caso, debido a gusto y temperamento, más le atraían vehículos de símbolos concretos, observables y dramáticos como centros de unificación nacional, más que ideas abstractas de soberanía popular, como lo hizo por ejemplo el revolucionario criollo dominico Fray Servando Teresa de Mier, igual que otros también. Estos pensadores estaban bajo la influencia de ideas deistas y de la Ilustración Francesa. Hidalgo entendió el poder movilizador de de símbolos que contenían a un polo de su sentido designaciones orécticas y sensoriales – como fue el caso de la imagen compleja de la Virgen morena invocando ideas de maternidad, patria, madre tierra, y el pasado indígena, como mostró Eric Wolf en su famoso artículo acerca de esta devoción focal mexicana. Conceptos sin imágenes, tales como “soberanía popular” no podían despartar, y luego canalizar, la energía de las masas populares. Y símbolos de cultos locales, como la Candelaria, tenían un impacto regional más que nacional. Es por eso que no me convence la visión de Hamill, de que fur una coincidencia que hizo que Hidalgo no usara la Candelaria como su bandera sino la Virgen de Guadalupe. Los conspiradores de Querétaro ya habían decidido que su movimiento debería ser nacional. Es posible que Hidalgo no lo había calculado de manera fría y estratégica, pero sí sabía que si ondearía una bandera religiosa, entonces tendría que ser una que simbolizaría la unidad y continuidad corporativas lo más amplias posible.


Imagen 2. filosofiamexicana.org

No podemos saber cómo habrá sido el asunto, pues los espías del gobierno, que entonces como ahora se desempeñan en los sistemas coloniales, actuaron y desenmascararon el complot en Querétaro. Pero aún antes de que se supiera de la traición, Hidalgo había avanzado la fecha de la insurrección al dos de octubre y cambiado su curso.

Las denuncias de los conspiradores, algunas en la forma de cartas anónimas, inundaron al gobierno. El capitán Arias, uno de los conspirados, se hizo traidor y denunció la rebelión del dos de octubre. Por otro lado, Riaño, el intendente de Guanajuato bajo la administración española, el buen amigo de Hidalgo, titubeó en actuar contra el cura, aunque conocía perfectamente su papel en la insurrección. Puede bien ser que esta demora le costó la vida al español, poues el era uno de los primeros que sería muerto cuando los indio de Hidalgo tomó Guanajuato un mes más tarde. Ahora el escenario está listo para el grito de Dolores, que ya hemos descrito. Los eventos que fueron su causa inmediata se han convertido en uno de los grandes mitos en la socialización política en México, pues se vuelven a contar en el discurso del día de independencia cada año y se encuentra en cada libro de texto de historia de la escuela primaria y secundaria. Aún hoy, las monedas de cinco centavos se llaman “pepitas”, nombradas por Josefa Ortiz de Domínguez quien inicialmente le advirtió a Hidalgo de que su conspiración había sido descubierta en Querétaro; en esas monedas se encuentra su retrato. Llegó el momento de la verdad cuando Pérez, el mensajero de Pepita, fue a Dolores, cabalgó junto con Aldama, uno de los principales conspiradores, para prevenir a Hidalgo y a Allende que se encontraba junto con el, de que el complot había sido descubierto. Mientras que los demás discutían si huir y exiliarse, Hidalgo y Allende declararon firmemente que iniciarían la rebelión inmediatamente. Se dice, y eso puede ser mítico también, y sin embargo cierto, que mientras que Hidalgo se ponía sus botas interrumpió el argumento excitado de Áldama a favor de la huida, diciendo imperiosamente, “muy bien, señores, estamos perdidos. No hay otra cosa que hacer que ir a coger gachupines”.

Algunos han llamado la actuación de Hidalgo “brillantemente espontáneo”, otros la han llamado “irracional”, y otros todavía, incluyendo a Hamill, “lógica”, partiendo del hecho que no se podría esperar un resultado aceptable de un rendimiento o huida, a que el tiempo era un factor estratégico y lo más recomendable era una acción inmediata por un líder determinado (Hamill, 1966: 210). Considerando la cuidadosa preparación de parte de los conspiradores, por ejemplo la producción y almacenamiento de armas y parque de Hidalgo, yo también tiendo a estar de acuerdo y considerar su llamada a acción era perfectamente racional, no obstante lo precipitado. Pero es cierto también que el gobierno forzó la mano de los conspiradores y que Dolores no era el lugar idóneo para iniciar una revolución. Hubiera sido mejor declarar una rebelión concertada en varios poblados grandes, como por ejemplo Querétaro o el hogar de Allende, San Miguel el Grande. Pero tal vez compensa esta desventaja el hecho que la rebelión fue iniciado un domingo, pues era el día de plaza tradicional, y se podría esperar que grandes cantidades de indios y mestizos atendieran la misa antes de dedicarse al comercio. Y realmente, de acuerdo a la relación de Allende, ya a las ocho de la mañana hubo más de seis cientos hombres, a pie y a caballo, que habían llegado de los ranchos cercanos. Y a esos hombres dirigió Hidalgo su primer llamado a insurgencia, la mayor parte de los historiadores, sin embargo, ahora están de acuerdo en que Hidalgo ya estaba convencido de que la independencia debía ser la meta principal, pero en aquel momento se cuidó en subrayar que el fin de la rebelión fue el proteger al reino, cuyo soberano legítimo era Fernando VII, contra los franceses. En aquel tiempo Fernando VII gozaba de una considerable popularidad entre las masas en México, mientras que los franceses estaban temidos. Es también probable que el cura entonces marcó los clímaxes de su discurso con los lemas “Viva la religión” y “Muere el mal gobierno”, que pronto aparecieron en los volantes crudamente impresos qe los miembros del gobierno de Hidalgo distribuyeron. Es también probable que Hidalgo prometió abolir el tributo que las autoridades coloniales les habían impuesto a los indios. Parece que solamente después de esta arenga, y después de la toma de Dolores inmediatamente en seguida, que Hidalgo a la cabeza de su pequeña banda recogió la bandera con la imagen de la Virgen de Guadalupe, cuando pasaron por la aldea de Atotonilco a medio día del mismo día.

Igual que la parroquia de Hidalgo, la ciudad de Allende, San Miguel, se rindió a los insurgentes el mismo día, a la puesta del sol. La milicia local de criollos, que Allende ya había subvertido, se pasó a los rebeldes, mientras que todos los peninsulares se rindieron y fueron encerrados. El mismo día, con tantas “esencias” “concentradas” salieron las primeras noticias de violencia de masas, cuando las tiendas y los hogares de españoles fueron asaltados y saqueados. Pero a esta altura Allende, cuyo énfasis siempre estaba en una toma del poder por los criollos, aunque con el apoyo de los indios, tenía todavía suficiente autoridad en su propia ciudad para controlar el desorden y luego, junto con Hidalgo, establecer una tesorería insurgente y organizar una junta de ciudadanos de criollos locales. Pero se vio obligado a conceder, bajo la presión de la creciente hueste de Hidalgo de campesinos y obreros indios, qe el cura de Dolores sería el dirigente supremo de la insurrección. En la noche de 19 de septiembre el ejército de hidalgo alcazó las afueras de la ciudad rica de Celaya y el cura le entregó un ultimátum al cabildo. En este ya estaba empezando a asumir una línea dura y amenazó con ejecutar rehenes españoles si Celaya no se rindiera. Los regidores se sintieron obligados a rendirse ante el ya grande ejército de hidalgo, y los insurgentes entraron a la ciudad el 21 de septiembre, y la saqueó.

Fue en Celaya que Hidalgo asumió el título de “Capitán General de América”, pero hay que recordar que hizo eso en el marco de un intento sistemático de organizar el ejército con el fin de ampliar significativamente la revolución. También fueron nombrados emisarios y tenientes. Ya vimos que Hidalgo estaba conciente del alor de un símbolo dominante de nificación en la bandera de Guadalupe, pero es bien posible que haya pensado que también se requería un foco de liderazgo. Desafortunadamente, Hidalgo n era militar y puede ser que hubiera sido prudente dejar la organización y la capacitación de su ejército a Allende, un soldado competente, si se hubiera contentado con ser lo que Bertrand de Jouvenal ha llamado un “rex”, una figura trascendental que encarna todos los más altos valores compartidos de una sociedad, y no había aspirado a ser un “dux”, un organizador pragmático de grupos concretos para alcanzar metas políticas limitadas, puede ser que a independencia habría sido alcanzado varias décadas antes de que realmente ocurrió. Pero es posible que para entonces Hidalgo no era ni rex ni dux, sino un profeta que se había vuelto carismático por las comunidades despertadas y militantes del pueblo insurgente. Tanto rex como dux son términos que hubieran podido aplicarse, y también posiciones estructurales que podrían haber encontrado su expresión cultural en una situación en la cual los criollos americanos se habían quedado firmemente en control de la dirección de los eventos. Pero a la medida que grandes contingentes de indios se agregaron a ejército, creció la influencia de Hidalgo y se redujo la de Allende y sus seguidores criollos, ahora en minoría. Es posible que el lado profético de la naturaleza de Hidalgo respondía demasiado vigorosamente, an si de manera somnámbula, al ardor de sus indios y su violencia en los esfuerzos por quitarse de encima tres siglos de opresión española. Pronto los componentes inconscientes e irracionales de la insurrección llegaron a dominar los componentes de cálculo racional. Pero es posible que exactamente en eso estriba el secreto de su poder apremiante sobre la posterior historia mexicana y su influencia potente sobre el arte y la literatura mexicanos, lo que algunos han llamado su carácter “existencial”.

Si podemos etiquetar este tipo de acciones revolucionarias que se manifiestan en la insurrección, de manera provisional y en analogía con el uso de Freíd, un “proceso primario”, como lo ha sugerido Darío Zadra, entonces tenemos una pista para captar la naturaleza de procesos similares en otros contextos. Un proceso primario no se desarrolla a partir de un modelo cognitivo conciente, surge de la experiencia cumulativa de pueblos enteros, cuyas más profundas necesidades y faltas materiales y espirituales durante largos tiempos han sido negado una expresión legítima de parte de las elites que detienen el poder, que operan de una manera análoga a la “censura” en los sistemas psicológicos de los cuales habla Freud. Es bien posible que exista en ciertas situaciones revolucionarias una relación empírica entre el derrocamiento de una autoridad política al nivel social y la liberación de controles represivos al nivel psicológico. Junto con la violencia podemos encontrar creatividad, en el sentido de que toda una estructura cultural escondida, ricamente vestida en símbolos, de repente sea revelada y se convierte al mismo tiempo en modelo y estímulo para nuevos desarrollos fructíferos – en la ley y en la administración, así como también en el arte y en las ciencias. Procesos primarios de un carácter similar al de la Comuna de París y los eventos de 1968 en Francia son discutidos en el texto de Ari Zolberg “Moments of Madness” (“Momentos de locura”) de 1971. Una de las características de este tipo de procesos primarios es que el desarrollo se presenta como inevitable. No debemos percibir estos procesos, como en el caso de la mayoría de los procesos culturales, como el producto de principios y normas establecidos, que sea aisladamente, en conjunto o en conflicto entre ellos. Surgen más bien de una profunda necesidad humana de modos más directos y igualitarios de conocer y experimentar relaciones, necesidades que han sido frustrados o pervertidos por aquellos procesos secundarios que constituyen el funcionamiento homeostático de la estructura social institucionalizada. Por esta razón un proceso primario posee una urgencia y un momentum que a menudo elimina a personas y grupos que intentan controlar los excesos mediante la aplicación de sanciones éticas y legales basadas en principios y valores establecidos. Los hombres que se hallan atrapados en un proceso primario se encuentran en un estado de locura e intentan establecer el reino (o la república) del cielo en la tierra, y proceden de manera compulsiva para eliminar cualquier elemento que les parece representar un obstáculo a este deseo. Entre más tiempo el deseo por la comunitas haya sido acorralado, más fanática será la forma que asume el proceso primario cando finalmente se escape del corral. Dije que “el desarrollo se presenta como inevitable”, pero no hay que olvidar que un proceso primario no se desenvuelve en un vacío social, sino en un campo social preestructurado y lleno de residuos complejos de anteriores procesos primarios y secundarios. De algún modo, un proceso primario se asemeja a una epidemia. Si fueron dejados solos, cada proceso tendería a tomar su cauce y terminar su trayectoria. Pero son los doctores que combaten las epidemias, las revoluciones son combatidas por el establishment. Con eso no quiero decir, por supuesto, que las revoluciones pertenezcan a la patología social, realmente podemos decir que algunas de ellas tienen muy claramente su valor terapéutico. Solamente deseo subrayar que procesos primarios, tales como revoluciones y otros tipos de movimientos sociales apremiantes, parecen tener una etiología y un momentum que les son propios y que no se deja explicar en términos estructural-funcionalistas, y que este tipo de procesos tienen un carácter gestáltico en el sentido de que tienden a moverse hacia un clímax y una clausura apropiados y exhaustivos.

Los planes criollos de Allende y Aldama fueron barridos como barquitos de papel en el tsunami que el grito de Hidalgo había puesto en movimiento. Después de Celaya siguió Guanajuato. Una semana después del grito, por lo menos veinticinco mil rebeldes, en su mayoría indios, dejaron Celaya para atacar aquel rico centro minero, gobernado por el anterior amigo de Hidalgo, el intendente Riaño. Casi parece como si eso fuera el momento en el que Hidalgo de manera definitiva cortó los principales lazos con su anterior vida como un cura criollo, ahora vio a Riaño solamente como un enemigo gachupín y Guanajuato como el sitio de una gran fiesta de sangre. Hidalgo soltó a sus huestes contra la Alhóndiga, el granero, el gran granero de la ciudad, más como el líder de un jihad – algo así como el mahdi en el Sudán – que como un cura parroquial, cuando Riaño rechazó su ultimátum y convirtió el granero en una fortaleza. Y en esta fortaleza se encontraba, hecho significativo, no solamente los peninsulares de Guanajuato, sino también muchos criollos, una clase que ya se sentía incómoda con el carácter de las metas de Hidalgo. El 28 de setiembre los insurgentes atacaron la Alhóndiga, masacraron a la mayoría de sus defensores y durante dos días saquearon la ciudad, violando y matando a diestra y siniestra. Ha sido recordado que Allende, sollozando y maldiciendo, intentó controlar a sus seguidores indios utilizando el lado plano de su espada, mientras qe Hidalgo repetidamente declamaba que no se les castigaría por lo que habían hecho o lo que harían.

El proceso primario convierte eventos fácticos en símbolos para la posteridad, y el granadero fortificado de la Alhóndiga se convirtió en un símbolo para los mexicanos, al mismo tiempo similar a y diferente de la Bastilla de la Revolución Francesa. También se convirtió en un símbolo la muerte heroica en la puerta de la Alhóndiga, así como también las hazañas heroicas de los tres mineros indios que, al lado de Hidalgo, “cargaron a sus espaldas piedras grandes para protegerse contra la lluvia de balas, y corrieron agachados a las puertas donde prendieron fuego. Las llamas subieron por las vigas pesadas y pronto devoraron las puertas” (McHenry, 1962: 81). Esta hazaña les despejó el camino a los insurgentes quienes entraron y pelearon por el dinero y el botín que encontraron allá adentro, entre los cuerpos sangrientos de amigos y enemigos. La ira y las lágrimas de Allende al ver la masacre de los ciudadanos mexicanos, criollos de clase media, y el compromiso de Hidalgo con la carnicería, que él empezó a describir como la reconquista de México que cancelería la conquista española que Cortés había completado casi tres cientos años antes, también se hicieron símbolos de la energía trágica y creativa del descubrimiento de México de sí mismo. Fue Octavio Paz quien, en su “Laberinto de la soledad”, nos invitó a ver las figuras opuestas de esta historia como “formando parte de un solo proceso” (1961: 147). Con su comentario tenía en mente pares revolucionarios opuestos como Zapata y Carranza, Villa y Obregón, Madero y Cárdenas, así como también otros héroes de la revolución de 1917. Pero se puede pensar también en los héroes de la insurrección de Hidalgo y, en efecto, de todo el proceso de independencia.


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Lo que aquí nos interesa es la pareja heroica de Hidalgo y Allende. En muchos sentidos la independencia presagiaba la revolución. A Hégel le habría encantado la triada dialéctica que formaban las luchas por la independencia, la reforma y la revolución. La primera y la última de estas tres fueron dominadas por el proceso primario, mientras que la segunda por el proceso secundario o “estructurador”. Octavio Paz ha comparado los protagonistas de la reforma con los de la revolución, declarando que aquellos poseen “cierta sequedad” que los hace “figuras respetables pero oficiales, héroes de un oficio público, mientras que la brutalidad y la tosquedad de estos los ha permitido convertirse en mitos populares” (1961: 147-148; véase también los corridos). La “tesis” de la independencia comparte esta calidad mitopoética con la revolución, y los poderosos clérigos militares, Hidalgo, Morelos y Matamoros, igual que los guerreros dedicados, Allende y Guerrero, encajan tanto con la imaginación popular y la furia creativa de artistas como Orozco y Rivera como hacen los héroes de la “síntesis”, la revolución de 1917. El mexicano arquetípico, el mestizo (“de sangre mixta”) es frecuentemente representado por los muralistas como nacido del fuego, saliendo de aquella lucha gozosa y mortal entre los principios opuestos, hombre blanco y hombre cobrizo, europeo y americano, cristiano y pagano, católico y ateo. La historia de México ha sido una continua ejemplificación de la regla de Blake: “”Debo destruir la negación para redimir los contrarios”. La negación era para México la estructura política jerárquica basada en una soberanía extranjera española y posteriormente en todas otras formas de intervención extranjera y dominación política y económica, que sea francesa, norteamericana, o cualquier otra cosa. Pero los contrarios eran las tradiciones españolas e indígenas que se juntan en la cultura mestiza de México. Eso es, por lo menos, al mismo tiempo el mito y la aspiración. Como nunca se cansaba de señalar Justo Sierra, el famoso historiador decimonónico que era, él mismo, un hacedor de mitos: “Los mexicanos son los hijos de los dos pueblos, de las dos razas ... a ellos les debemos nuestra alma. Las tres grandes rebeliones populares que hemos mencionado son los dramas sociales nacionales que sirvieron, primero en términos simbólicos y luego en términos ideológicos, para darle reconocimiento conciente a aquel hecho que ya estaba presente latentemente en el periodo colonial. Justo Sierra no se refiere tanto a un “cuerpo” mestizo, el producto de una mezcla genética, como a un “alma” mestiza (siendo el alma el “ser”, el “ser humano”, la “fuerza”, el “marco”), el producto de más de un siglo de confrontaciones violentas. Este énfasis mestizo pan-mexicano, tan diferente del África del Sur que una vez conocí, es probablemente una de las razones por las cuales los “movimientos” sobre fundamentos o presupuestos indios, “tribales” o pre-colombinos son tam manifiestamente inexitosos en el México moderno. Hidalgo se encontraba en el radix, los orígenes humanos, de este proceso hacia una mezcla, o mejor dicho síntesis, cultural, que es tan diferente de la situación en América del Sur, hablando en términos generales.

Ahora hemos acompañado a Hidalgo a Guanajuato y al asalto a la Alhóndiga. Parece que Hidalgo tuvo cierta dificultad en nombrar a un nuevo intendente en sustitución de Riaño, pues ya había empezado a enajenar al aproximadamente millón de criollos en la Nueva España, de los cuales muchos ocupaban cargos en el gobierno local. Para asegurarle a la insurrección una sólida base monetaria Hidalgo también estableció una casa de la moneda en Guanajuato, para eclipsar la que existía en la Ciudad de México, y luego nombró oficiales para su propio ejército y tenientes que representaran la rebelión en otras partes del país. Algunos de estos nombramientos eran acertados, en particular la elección de José María Morelos y Pavón, otro cura guerrero – anteriormente estudiante de Hidalgo en el Colegio de San Nicolás en Valladolid (hoy Morelia), que sería uno de los héroes mártires de México. Por el han sido nombrado un estado (Morelos) y una importante ciudad (Morelia). Todos estos oficiales pertenecían a la pequeña sección de criollos que apoyaron a Hidalgo.

Desde el momento que las noticias de la insurrección llegaron a la Ciudad de México, la propaganda de la corona había sido un intento por ganarse a los criollos, tanto los de primera generación, conocidos como “criollos europeos”, como aquellos que contaban con uno o dos generaciones de ancestros nacidos en América, más o menos de descendencia española en términos de una definición cultural, y conocidos como “criollos americanos”. Las personas que se encontraban solamente a una distancia de una generación de España o casados con esposas gachupinas eran particularmente vulnerables a la percusión del lado d ela corona, pues muchos de sus parientes cercanos, .... eran “peninsulares”. Las masacres de peninsulares por parte de Hidalgo, y el encarcelamiento, les dejó una muy mala impresión.

Fue sobre este trasfondo de un creciente resentimiento criollo contra Hidalgo que el líder insurgente avanzaron hacia Valladolid. En esta ciudad que ya antes había sido el centro de na conspiración contra los españoles Hidalgo tuvo que enfrentarse a otro viejo amigo suyo, el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, un clérigo liberal. Antes del rendimiento de la ciudad, el obispo excomulgó a Hidalgo y Allende, juntos con otros dos líderes de los insurgentes. A la zaga de la excomunión seguían acusaciones de parte de la inquisición contra Hidalgo, por herejía. Es dudoso, sin embargo, hasta qué grado el uso político de estas herramientas religiosas tuvieron efecto sobre los seguidores indios de Hidalgo, pero puede bien haberlos disuadido a los criollos urbanos de comprometerse a apoyarlo. Ambos lados compartían la misma religión, y los insurgentes insistían en que su movimiento no representara una amenaza contra el futuro de la religión establecida en México. Alegaron que “nuestro movimiento es un asunto puramente político, que no afecta a nuestra santa religión en lo más mínimo”. Pero parece que la politización de la religión, por parte del establishment español con los criollos que lo apoyaron, tuvo algún efecto en prevenir que se extendiera más el apoyo de la clase media a los insurgentes. Es posible que Hidalgo habría logrado su meta si todos los criollos hubieran permanecido neutros, permitiendo una confrontación directa entre los indios y los españoles, pero muchos de los criollos usaron su influencia sobre los indios, no solamente para evita que se afiliaran a Hidalgo, sino volteándolos directamente contra la insurrección. Alegaron que Hidalgo usaba a los indios solamente como carne de cañón, y que de todos modos la chusma que el cura había movilizado no eran más que unos “chichimecas”, los bárbaros del norte que antaño habían saqueado las culturas avanzadas en el altiplano mexicano. Ya que muchos de los criollos emplearon a labriegos indios, y podrían dejar a sus sirvientes y campesinos en un estado de miseria y hambruna, es evidente que estaban en una posición para, como dicen los politólogos, usar su “influencia” y “persuasión” contra ellos.

El último episodio (drama social) de lo que historiadores como Hamill por lo regular llaman la primera fase de la insurrección de Hidalgo surgió cuando Hidalgo continuó desde Valladolid hacia la Ciudad de México. El 29 de octubre, exactamente seis semanas después del grito, los insurgentes se encontraron frente a Toluca, y solamente una cordillera no muy elevada y 2,500 tropas de la corona se interponía entre ellos y el gran botín, la Ciudad de México que Cortés había ocupado muchos años antes, cuando era todavía Tenochtitlán. Pero los defensores de la ciudad, bajo el mando del general Torcuato Trujillo, eran soldados disciplinados apoyados por artillería regular, y no obstante que fueron obligados a retirarse, les inflingieron muchas bajas a las masas campesinas indisciplinadas de Hidalgo, dos mil fueron muertos, muchos más heridos, y ,miles de indios y castas (mestizos) abandonaron a Hidalgo. Más que alentar a las fuerzas de Hidalgo, la victoria pírrica en Montes de las Cruces las desanimó. Mientras tanto otro ejército de la corona, esta más grande bajo el mando del general Calleja, el “carnicero Cumberland” de la Nueva España, se había reunido en San Luis Potosí y había avanzado hasta Querétaro. Hidalgo, ahora solamente con la mitad de los ochenta mil hombres que lo habían seguido desde Valladolid, se quedó pasivo unos tres días en el pueblo de Cuajimalpa, intentando atraer a otros indios de los pueblos del Valle de México. Un poco antes, algunos de los indios habían intentado robar a Virgen de los Remedios de su templo en Totoltepec, pero la tropa de la corona había frustrado el intento. Curiosamente, lsegún a leyenda a manifestación o “refracción” de la madre de Dios los había alentado a los hombres de cortés durante la noche triste cando fueron vencidos por los aztecas. Otra leyenda nos cuenta cómo un soldado español en su huida por el Puente de la Mariscala, al norte de la ciudad, había escondido la imagen, una virgen de silla (?) bajo unos magueyes hasta que fuera redescubierto en 1540 por un cacique azteca, Juan Cuautli, que pasó cazando por allí. A los indios de Hidalgo les debe de haber parecido que nuestra Señora de los Remedios todavía estaba al lado de los españoles, y que Remedios se oponía a Guadalupe en otra modalidad de la eterna dicotomía mexicana. De todos modos, Hidalgo se alejaba de la Ciudad de México con sus huestes, por lo que se han propuesto muchas explicaciones. Algunos dicen que Las Cruces había reducido el parque de los insurgentes, otros que los defensores de la ciudad había colocado minas frente a cada entrada a la ciudad. Los apologistas de Hidalgo insisten en que perdonó a la ciudad por consideraciones humanitarias. Es difícil creer el testimonio que fue publicado por el gobierno colonial y la inquisición después de la captura de Hidalgo, según el cual Hidalgo se arrepentía amargamente de las masacres que sus seguidores habían cometido en Guanajuato y deseaba ahorrarles a los ciudadanos de la Ciudad de México un destino parecido. Hay siempre que considerar confesiones arrancadas por los que tienen el poder con cautela. Supongo que es posible que el lado criollo de la personalidad de hidalgo en este momento de cambio de la fortuna, pues tenemos que recordar que su padre era gachupín, nacido en España, y se puede haber opuesto a cometer un parricidio simbólico. En mi opinión es más probable que Hidalgo, sabiendo del avance de Calleja y después de haber experimentado el poder de la organización militar y haber visto cómo un pequeño ejército disciplinado podía inflingirles fuertes bajas a sus grandes masas de seguidores que carecían de preparación militar, pensaría que sería más prudente retirarse por el momento y proporcionarles a sus hombres una tal preparación militar. Los argumentos de Allende, expresados con tanta fuerza en Guanajuato, tal vez le habrán parecido más convincentes al caudillo después de la Cruces. Puede ser que sus argumentos habrán sido: si entrara a la Ciudad de México sus indios se podrían haber dispersado en busca de botín, así haber sido una presa fácil para el despiadado Calleja. Sin embargo, eso fue el primer titubeo importante de Hidalgo, simbolizando que se habían alcanzado los límites del momentum inicial de la insurrección. El proceso primario había sido hecho a un lado por la fría premeditación. Con este paso Hidalgo ni siquiera recuperó la amistad de Allende, destruida en Guanajuato, pues de acuerdo al testimonio del prisionero García Conde a esta altura la facción de Allende empezaba a referir a Hidalgo como “el cura malicioso”. Es posible que si Hidalgo hubiera avanzado habría tomado la capital, ganando suficiente apoyo de indios, mestizos y criollos como para repelar a Calleja, pero es posible también que la causa insurgente ya no atraía a la gente, y que Hidalgo estuviera conciente de eso. En la prensa no faltaban, por supuesto, artículos en los cuales se comparaba el retiro de Hidalgo con el de Áttila de Roma. Allá San Pedro había intimidado a los bárbaros, aquí lo hizo la Virgen de los Remedios.

Ahora tendré que esbozar brevemente cómo pasó la última fase trágica de la insurrección de Hidalgo. En el camino hacia el norte, hacia Querétaro, los insurgentes fueron atacados cerca de Aculco por Calleja y perdieron casi todo su parque, equipaje y animales – así como ocho mujeres de su burdel itinerante. Aparentemente fue durante esta batalla que los hombres de la milicia criolla que defendía la causa de Calleja decidieron quedarse leales a la causa española y no afiliarse a los insurgentes. Después de Aculco Hidalgo y Allende dividieron sus fuerzas, regresando este a Guanajuato para fabricar parque nuevo y aquel a Valladolid para reorganizar la tropa y reclutar más hombres. Hidalgo se desahogó y dio expresión a su odio a los españoles ordenando la ejecución de unos sesenta de ellos sin juicio, y posteriormente ordenaría la ejecución de otros 350 gachupines en Guadalajara; ya no era cuestión de capturar españoles, sino sencillamente de ejecutarlos. Parece que ya se había entregado por completo a la suerte de los indios y se había alejado de la posición de los criollos moderados, la liminalidad creativa que a lo mejor se encontraba a la raíz de sus anteriores profecías y su liderazgo carismático de un movimiento que fuera auténticamente mexicano, aunque fuera de manera inconsciente. Desde la conquista ningún movimiento popular ha tenido éxito que no fuera indio o europeo, tendría que ser una síntesis de ambos o nada, por lo menos en principio o como mito, si no en realidad.


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Hidalgo regocijó al saber que su teniente Torres había entrado a Guadalajara el 11 de noviembre, y él mismo entró a aquella bella ciudad (famosa por sus mujeres hermosas pero dominantes) dos semanas más tarde, al acompañamiento de música de boda y más tarde de un Te Deum cantado y con una orquesta completa. Las autoridades criollas del lugar sabían cómo complacer a un hombre cuyas veladas músicas en Dolores eran conocidas. Aquí también le llegaron las buenas noticias del temprano éxito de su teniente Morelos quien estaba ahora asediando a Acapulco, y del cura Mercado que acababa de ocupar San Blas, cerca de la desembocadura del río Santiago. Pero ya con la caída de Guanajuato al general Calleja quien inmediatamente colgó y fusiló a sesenta y nueve ciudadanos, seleccionados para este destino por sorteo, en represalia por las matanzas de Hidalgo.

Cuando el implacable comandante Calleja empezó a avanzar contra Guadalajara con seis mil soldados bien pertrechados y bajo un excelente mando, sus quejas, que ya dos veces se habían hecho notar, crecieron a claras amenazas. Como de costumbre, Hidalgo y Allende estaban en desacuerdo acerca de cómo enfrentar al enemigo. Hidalgo, con quien se habían juntado mucho más miles de indios insurgentes durante su estancia en Guadalajara, estaba a favor de jugárselo todo, en una sola jugada, y lanzar a sus setenta mil soldados irregulares contra el enemigo mientras que Allende, a quien las experiencias en Las Cruces y Aculco había hecho cauteloso, aconsejaba evacuar la capital insurgente y dividir el ejército en por lo menos seis partes, que en turno atacarían a la tropa de la corona. Pero Hidalgo ganó, diciendo que estas medidas causarían una pérdida de entusiasmo y moral, y provocarían una deserción en masa. Le faltaba todavía aprender las amargas lecciones de Spártacus y Wat Tylor, que comunitas sola no gana ninguna batalla; la estructura es más efectivamente destructiva. Así que Hidalgo, espléndidamente vestido en uniforme y montado en un vistoso corcel, llevó su enorme y ponderoso ejército de Guadalajara hacia aquel fatal puente de Calderón, a once leguas al este de la ciudad. Allí Calleja insistía constantemente en atacar con su ejército, mucho más pequeño pero más disciplinado, pero el resultado de combate estaba en veremos hasta que una bala de un cañón de la corona diera en una carreta de parque de los insurgentes. La explosión que resultó no solamente mató a muchos indios, sino también incendió al pasto y arbustos secos en el campo de batalla. Un fuerte viento alentó las llamas y las empujó hacia los insurgentes, y se apreció las consecuencias de la falta de disciplina: entraron en pánico, su huida se volvió un descalabro y Calleja barrió el campo. Por lo menos murieron mil insurgentes, en comparación con las pérdidas de Calleja de solamente cincuenta hombres – no obstante que su segundo en mando Manuel de Flon, el Conde de la Cadena, murió hacia el final de la acción. Todo el equipaje y la artillería de Hidalgo - optimistamente preparados para un avance inmediato hacia la Ciudad de México después de la victoria contundente que esperaba el generalísimo – fue cogido por los soldados de la corona. Hidalgo y los demás líderes se vieron obligados a huir, y eso fue en efecto el fin de la primera fase de la independencia conocida como la insurrección de hidalgo. Historiadores, sin embargo, como por ejemplo Hamill, han alegado que aún si no hubiera ocurrido el incidente de la explosión y las fuerzas de Hidalgo hubieran ganado – y luego hubieran procedido a tomar la Ciudad de México – los rebeldes no tenían esperanza de una victoria final, ya que había alienado a los criollos de su causa y habían provocado la gran mayoría de ellos a oponerse con fuerza. Han llegado a decir que la insurrección ya había fracasado antes de la batalla en el puente de Calderón, como un resultado de la masacre en Guanajuato.

Es siempre deprimente ser el cronista de una retirada – como se dio cuenta Tolstoy en “La guerra y la paz”, aún cuando uno no tenga simpatía por los vencidos – pues provoca miedos y ansiedades humanos de un tipo universal. Voy a comprimir el cuento de las fortunas decepcionadas de los insurgentes en unos pocos párrafos. Cerrado el camino, no solamente por Calleja sino también debido a los éxitos de otros generales de la corona[3], después de una retirada hacia el centro y hacia el sur, los rebeldes se replegaron hacia el norte, donde el movimiento ya había cosechado algunos éxitos en Zacatecas, el sur de Sinaloa y San Luis Potosí, donde Hemera, un fraile lego de la orden de San Juan de Dios había tomado la importante ciudad minera. Durante algún tiempo creían todavía que les sería posible recuperar la fortuna, especialmente por la adquisición de dinero y artillería en Zacatecas. Y Allende aprovechó un rato la desgracia de Hidalgo en el campo de batalla por Calderón. Dos días después de la derrota, en Pabellón en el camino hacia el norte, Allende y otros líderes que habían escapado, le quitaron a Hidalgo el mando, aunque le permitieron quedarse como jefe títere gracias a su carisma. Allende ahora sería generalísimo, pero no le sirvió de gran cosa, pues las noticias de Calderón llegaron a Zacatecas antes que los insurgentes. Los habitantes de la ciudad se quedaron fríos y adustos durante la semana que se quedaron las tropas en la ciudad, y Allende decidido dirigirse hacia más al norte para establecer contacto diplomático con los Estados Unidos, en la esperanza de comprar armas y enlistar mercenarios de la república en el norte - tal vez en algunos aspectos el modelo del intento de Allende de crear una revolución de colonos de clase media. Mientras tanto, el astuto virrey Venegas, el quinquésimo noveno virrey de la Nueva España, un soldado profesional que había servido en la guerra peninsular contra el tirano Napoleón Bonaparte, haciendo uso de la zanahoria de amnistía selectiva y el palo de opresión sin clemencia como los medios tácticos para alcanzar metas estratégicas, había fortalecido la posición de la corona en los principales centros de población y poder. Pero la antorcha de la independencia seguía ardiendo con fuerza entre los indígenas y las castas, y los otros dos héroes legendarios de la independencia, el padre José Morelos y Pavón, con los restos del ejército de Hidalgo, Vicente Guerrero y sus guerrillas en las montañas en el país mixteco cerca de Oaxaca en el sur, seguían molestando al gobierno español y sus aliados criollos. Finalmente, por supuesto, el acercamiento de Guerrero al anterior comandante de las fuerzas de la corona Iturbide llevó a la independencia de México de España en 1811. Pocos años después ambos habían abandonado este mundo por la vía acostumbrada del asesinato.

Con Hidalgo removido de su posición dominante en el comando militar la insurgencia perdió su principal personaje mítico y procesual y se desdibujó como en la luz del día común y corriente, con poca esperanza. Así que no nos peude sorprender que sus primeros líderes fueron traicionados por un exinsurgente el 21 de marzo de 1811 – como ha sido el destino de tantos héroes político-míticos de México, como Emiliano Zapata, por ejemplo, un siglo más tarde, que han sido traicionados por un judas en su propio campamento. Con eso se acabaron los seis meses de gloria y miseria de Hidalgo, y fue capturado y sentenciado cerca del oasis de Baján – un lugar que, por la ironía de la historia, es mejor conocido como Nuestra Señora de Guadalupe de Baján. El chispazo de gloria de Hidalgo terminó, como había empezado, con la humareda de miseria alrededor de Guadalupe.

Se ve que la historia repite los profundos mitos de la cultura, que han sido generado en grandes crisis sociales, en puntos de cambio. Muchos revolucionarios mexicanos han caminado por la vía crucis – como Cristo, hombres del pueblo o religiosos, han transmitido un mensaje, han tenido un éxito inicial, luego han sufrido desgracia o frustración o han padecido vejaciones físicas (aquí caben muchas tristes variaciones), han sido traicionados por un amigo o un supuesto allegado, han sido ejecutados o asesinados por las autoridades estatales más altas, luego de lo cual han experimentado una curiosa resurrección en la legislación, una canonización política que se manifiesta en la erección de monumentos, en el arte popular y elitista, formas de indoctrinación en la escuela, novelas, conmemoraciones, y otros modos de inmortalización social. Aquí quisiera hacer referencia a lo que dije anteriormente acerca de procesos públicos primarios que generan mitos, acerca de la función del mito proporcionando marcos axiomáticos para subsistemas éticos y legales que funcionan internamente, acerca de cómo los mitos religiosos – y sus componentes episódicos – constituyen modelos para procesos dramáticos o narrativos que influyen sobre la conducta social de una manera que adquiere la luz de una curiosa necesidad que se sobreponen a cuestiones de interés, eficacia, o aún de moralidad, una vez que adquiera auténticamente un apoyo popular. Estoy conciente de que eso es una declaración intuitiva; sin embargo, debería ser posible formularla en términos más rigurosos. Lo que aparentemente sucede es que cando se pone en movimiento un importante proceso público de carácter dramático, entonces la gente asume los roles que lleva consigo, que sea de manera conciente, preconciente o inconcente, si no exactamente guiones no escritos, entonces tendencias profundamente interiorizadas de actuar y hablar de modos suprapersonales o “representativos” apropiados para el rol asumido, y preparar el camino para cierto clímax que se aproxime a la naturaleza de un clímax dado en algún mito central de la muerte o de la victoria de uno o varios héroes – o, en el caso mexicano, de la muerte-victoria – en el cual han sido profundamente indoctrinados o “socializados” o “esculturados” durante los años vulnerables e impresionables de la infancia, la niñez y la lactancia. Es por eso que lo encuentro imposible entender la credibilidad de Emiliano Zapata cuando fue invitado al encuentro final por una persona que es conocida como traidor y renegado, a menos que fuera para cumplir la profecía que frecuentemente había proferido, de que quería “morir por el pueblo”. En anteriores ocasiones había evitado trampas similares; esta vez estaba, como lo expresa la saga islandesa, “fey”. Otra manera de decirlo sería que “las representaciones colectivas” habían sustituido “las representaciones individuales”.

El modelo es aquí el mito de Cristo, no de una manera cognoscitiva y anémica, sino de un modo existencial y ensangrentado. Aún el emperador Maximiliano se cuadró ante este mito, cuando se opuso a huir de México, quedándose atrás para un inevitable martirio - ¿ para qué? Ni por la causa de los habsburgos ni de Napoleón, sino para “hacer verdad la profecía”, o realizar el modelo que tantos símbolos del escenario cultural le habían presentado – símbolos que presentan el mito procesual que termina en la vía crucis. Maximiliano evitó por medio de esta muerte la desgracia total y de una manera algo enredada se convirtió en una especie de héroe-mártir en su país adoptivo. Sufrir una muerte sangrienta a manos del gobierno, después de haber sido traicionado por un renegado de la causa de uno mismo, como Guajardo traicionó a Don Emiliano Zapata, y después de proclamar un mensaje que incluye la solidaridad con los pobres y explotados – esos son los ingredientes de una carrera que, siguiendo un mito arquetípico, se convierte en un mito que puede generar patrones de y para procesos individuales y corporativos. Pero de un modo característicamente mexicano, el mito cristiano de sacrificio sin el uso de fuerza contra las autoridades es aquí paradójicamente fusionado con el mito del héroe épico que con armas se opone a los forasteros o a un gobierno fundado por forasteros y, sin embargo, resulta curiosamente vulnerable a la traición o la mala fe, frecuentemente traicionado por un compañero o un seguidor sobornado por promesas dadas por los forasteros.

En el caso de Allende e Hidalgo el traidor fue un teniente coronel Francisco Ignacio Elizonde, que empezó adherido a la causa real, cambió de banda cuando el líder insurgente Mariano Jiménez ocupó la ciudad de Saltillo, y después de la batalla de Calderón hizo un trato con el depositado gobernador de Tejas, José Salcedo, y en secreto regresó al corral de los seguidores del rey. Por intervención de Jiménez, Elizondo persuadió a Allende a dispersar los 1,500 hombres que le quedaban a lo largo de la ruta a Baján, de manera que las norias tendrían tiempo para rellenarse entre las visitas de los contingentes sedientos. Luego encontraría a cada grupo con una guardia de honor en la oasis de Nuestra Señora de Guadalupe, en Baján (Elizondo no era un malicioso sin causa; en Saltillo le había solicitado a Allende ser promovido a general, a lo que había recibido un “no” rotundo). Fue inmediatamente después de eso que el oficial jubilado de la milicia criolla decidió traicionar los insurgentes retirándose. Como escribe Hamill:

En la mañana del 21 de marzo, Elizondo desplegó su tropa seleccionada de 342 soldados de caballería en dos compañías escondidas de cincuenta cada una y una guardia de honor, que formaba dos líneas a ambos lados de la vereda. Llegando por una colina baja, inmediatamente antes del oasis, de manera que no se veían de los carruajes que seguían, cada unidad – y finalmente el ejército entero – fueron metódicamente capturadas por los soldados escondidos después de haber pasado inocentemente por las filas de la guarda de honor. Demasiado tarde se dio cuenta Allende de la trampa. Intentando poner resistencia disparó en balde a Elizondo. Su valentía les costó la vida a su hijo Indalecio y al teniente Arias, que fueron matados a tiros dentro del carruaje, mientras que él y Mariano Jiménez fueron subyugados y amarrados. La escolta de Hidalgo de veinte dragones se dieron cuenta de lo desesperado de la situación, ya que sus refuerzas estaban muy lejos hacia atrás, y le avisaron al excomandante a no resistirse. El cura, convencido del concejo, levantó su pistola sin disparar. La rebelión de Hidalgo había llegado a su fin definitvo, y Elizondo había sido aún más exitoso que Calleja, pues el había destruido la horda, mientras que aquel había solamente aniquilado sus líderes.

No voy a discutir los siguientes juicios y ejecución de los líderes de la insurgencia por los seguidores de la corona, que metódicamente “procesaron” a sus prisioneros antes de ejecutarlos. La gente del partido del rey afirmaron que algunos de los prisioneros, incluyendo a Hidalgo mismo, se retractaron y se arrepintieron de sus actos antes de morir. Los mexicanos patriotas lo niegan y alegan que, ya que la corona controlaba todos los documentos pertinentes al proceso, su testimonio no se puede tomar en serio. Como sea que haya sido, en la mañana del 30 de julio de 1811, el día después de haber sido degradado de su calidad de sacerdote, Hidalgo fue colocado frente a un pelotón de fusilamiento en el patio del anterior colegio de jesuitas en Chihuahua, donde había estado encarcelado desde abril. Su último acto fue repartir dulces a sus verdugos desconcertados. Después del fusilamiento, la cabeza de Hidalgo fue cortada y colocada al lado de las de Allende, Aldama y Jiénes, que habían sido fusilado en junio, en cuatro jaulas metálicas separadas, para que se pudrieran, en el techo del granero de la Alhóndiga en Guanajuato, asaltada por los insurgentes menos de un año antes. Fíjense, una vez más, de la curiosa simetría cíclica, no solamente había Hidalgo ido de Guadalupe a Guadalupe, había regresado a la Alhóndiga. Pero el mito creado por la secuencia de eventos en el drama social de la insurrección resultó ser la primera fase de un proceso que no era cíclico sino irreversible y que cambiaría la sociedad y la cultura de México para siempre.

Es una de las muchas ironías de la historia de México que el país logró su independencia formal de España diez años después de la ejecución de Hidalgo – bajo el liderazgo del conservador Iturbide, que había sido responsable de la derrota de Morelos y su arresto. Mientras que los primeros insurgentes de manera explícita había ..... su rebelión en términos de lealtad a la monarquía española representada por Fernando VII, los iturbidistas expresaron la suya en términos de una oposición al régimen liberal que había resultado de la rebelión de los constitucionalistas españoles contra Fernando. La independencia fue alcanzada por medio de una alianza poco sólida entre los criollos acomodados, por un lado y, por otro lado, los criollos ordinarios más todos los mestizos y las masas indígenas. El carácter poco estable del movimiento independentista explica su posterior polarización en facciones liberales y conservadores en la guerra civil y a guerra de intervención francesa a mediados del siglo.

Podemos tratar la insurrección de Hidalgo, aún en la anterior presentación breve y superficial, como una historia de un caso extendido compuesta por una secuencia de dramas sociales y desarrollándose en una serie de arenas en un campo social en expansión. Sin embargo, no será posible tratarlo adecuadamente de esta manera, porque mi propio conocimiento de las fuentes primarias acewrca de la rebelión es insuficiente y también porque pienso que no tenemos suficiente información total para caracterizar la estructura y las propiedades del campo social como para satisfacer al antropólogo moderno. A título de ejemplo, no sabemos suficiente acerca de los así llamados “seguidores” indios de Hidalgo, los que Frants Fanon habría contado entre los “condenados de la tierra”, no solamente al inicio en Dolores, sino también en otros puntos de su ruta de triunfo y fracaso, como para decidir si es correcto cuando los historiadores los laman una “chusma indomable e indisciplinada”. Cada tropa de aldea o regional puede bien haber tenido su disciplina de coros, pero puede también haber existido oposiciones tradicionales por razones tribales, lingüísticas, locales, faccionales u otras - y no tenemos conocimientos de las redes, coaliciones y cuasi-grupos que pueden haber surgido en relación con la rebelión. Todos estos elementos han atraído la atención de la antropología solamente recientemente, y los tipos de datos sistemáticamente reunidos que nos podrían proporcionar respuestas aceptables a preguntas de la antropología política sencillamente no existen.


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Sin embargo, podemos escudriñar los datos históricos con ojos que se han agudizado a través de la investigación antropológica en el México moderno. Como ejemplo, algunos de los comentarios de Robert Hunt acerca del faccionalismo político en la actualidad en san Juan en Oaxaca (“The Developmental Cycle of the Family Business”, 1966) y acerca de las relaciones entre las clases campesinas y comerciales – con la ruta comercial subiendo por la escalera de status y poder como un modo común de movilidad para la clase mestiza – puede iluminar las líneas probables de hendidura política entre los campos insurgente y monárquico en el tiempo de hidalgo, y dentro de cada campo. Como un programa puedo decir qué tipo de marco de investigación se tendría que utilizar y qué tipo de datos se deberían de reunir, con el argumento de que este enfoque ha sido muy productivo en África y en estudios comparativos hechos a partir de la literatura antropológica.

El tópico principal de este capítulo ha sido examinar el papel que desempeñan los símbolos y los mitos en los procesos sociales – en el presente caso, el proceso de la revolución de independencia en México. Me limitaré a definir el “campo político” como “la totalidad de relaciones entre actores orientadas hacia los mismos premios o valores”, incluyendo como parte de “relaciones” “los valores, significados y recursos” que enlista Marc Swartz en la “Introducción” a su “Local Level Politics” (1968), incluyendo en “orientación” 1) la competencia por premios y/o recursos escasos; 2) un interés compartido en salvaguardar una determinada distribución de los recursos; 3) una disposición a conservar o socavar un determinado orden normativo. Entre las categorías de “actores” encontramos a españoles, criollos europeos, criollos americanos, mestizos e indios. En la Nueva España, en tiempos de Hidalgo, los criollos americanos compitieron con los criollos españoles y europeos por las posiciones superiores en el estado, el ejército y la iglesia; los mestizos y los indios se encontraban en conflicto con los españoles y con muchos criollos por el acceso y el derecho a la tierra. Por otro lado, los criollos que compitieron entre ellos por los oficios y la autoridad tuvieron un interés compartido por conservar muchos rasgos del sistema de distribución de los recursos. De nuevo, muchos criollos eran, igual que los españoles, dispuestos a defender el sistema colonial, y aún estaban capaces de persuadir o influenciar a muchos mestizos e indios a compartir esta orientación. Al contrario, un número limitado de criollos americanos, muchos mestizos y un gran número de indios estaban dispuestos a socavar el orden normativo constituido por el sistema de estado-iglesia del México español. Con “premios” no solamente se quiere decir el control de derechos como símbolos de victoria o superioridad, tales como títulos, oficios y rango. El punto medular en la discusión del concepto de campo político es que ha sido creado por medio de una acción de un grupo que es dirigida hacia una meta y es conciente y, no obstante que contiene al mismo tiempo conflicto y coalición, frecuentemente la acción colaboradora es usado para fines de acción de contienda. Merece nuestra atención también que los recursos que los actores asignan y gastan en procesos en el campo, tales como dramas sociales, cambian sobre la marcha en la medida de que ls eventos se suceden uno tras otro en el campo concreto que se está estudiando o en otros campos en los cuales los mismos actores actúan al mismo tiempo. Eso significa que los límites geográficos dentro de los cuales la acción se desarrolla tiende a ampliarse, contraerse o delimitar zonas de mayor o menor intensidad, o rodear enclaves de acción dispersos más que una sola región, como las metas, los recursos, los premios, valores, etc. son introducidos en o removidos de las arenas por las cuales pasan las acciones. De manera que, en el caso de Hidalgo, el Grito de Dolores produjo rebeliones en un número de regiones y ciudades discretas – el campo político en realidad, en su manifestación espacial se parecía más, en su distribución en un mapa, como una serie de gotas dispersas que un solo gran glóbulo. Y sin embargo, con toda claridad vemos un flujo de información entre las gotas – aquí vale la pena tener en mente el consejo de Kart Lewin: “busquen los canales de comunicación” en el campo social. Es claro que necesitamos información acerca del sistema colonial de carreteras, medios de transporte, correo y diligencias, y la red de posadas establecidas a lo largo de las carreteras más transitadas, como tendríamos también que estudiar el papel de los mestizos, los indios, los criollos y los españoles en este conjunto de sistemas entrelazados. Los historiadores nos enseñan que las noticias acerca de la masacre en Guanajuato llegaron al oído de los habitantes de la Ciudad de México muy rápido, y que la noticia acerca de la derrota de Hidalgo en Calderón llegó a Zacatecas antes que él mismo. Los corredores militares desempeñaron también un papel importante en esta transmisión de información. Hay que recordar que aún durante los procesos revolucionarios siguen llevándose a cabo muchas interacciones sistemáticas y repetitivas, y la ola de eventos únicos e irrevocables que constituyen la historia revolucionaria propiamente no logra absorber todo. Así que, fuera de la maquinaria política y legal de la colonia muchas actividades institucionalizadas deben haber persistido – rutinas agrícolas, mercados, la distribución de mercancías, el sistema sanitario en las ciudades (tal como existía en aquel periodo), los servicios de correo y transporte, y otras. Todo eso constituiría el marco del campo y constituiría también algunos de los premios hacia los cuales se orientaron tanto los actores revolucionarios como los leales a la corona – las condiciones regulares de la existencia pública, el control sobre la cual conforma gran parte de la política.

He usado el término “campo” y he mencionado brevemente algunos de sus rasgos. Me gustaría decir un poco más acerca del término “arena”, y más todavía debido al hecho de que mi uso de este término ahora difiere considerablemente del uso que hace mi buen amigo Marc Swartz (1968), aunque el suyo se encuentra muy cerca del uso de Fredrick Bailey, Ralph Nicholas, Fredrik Barth y otros. Marc Swartz ve la arena como

“Un segundo espacio ... un área social y cultural ... inmediatamente colindante al campo tanto en el espacio como en el tiempo (Es un espacio social y cultural que envuelve a los que están involucrados de manera directa con los participantes en el campo, pero no están ellos mismos directamente involucrados en los procesos que definen el campo ... El contenido de este segundo espacio, “la arena”, depende de las relaciones con los participantes en el campo, pero incluye más que el campo ... Además de los actores que la habitan, la arena contiene también el repertorio de valores, significados y recursos que poseen ests actores, junto con las relaciones entre ellos y con los miembros del campo. Los valores, significados y recursos en la posesión de los participantes en el campo pero que no utilizan en los procesos que constituyen el campo también forman parte de la arena” (1968: 9).

En lo personal más bien dudo si tenemos que darle otro nombre a este segundo espacio. Si entiendo bien a Marc Swartz, parece que piensa que un actor es influenciado significativamente en su campo primario o focal por el hecho de que participa también en un número de otros campos. Sin embargo, eso no es exactamente lo que dice. La participación en varios campos implica una participación activa, mientras que el “segundo espacio” de Marc Swartz sugiere que aquellos que son activos en un campo sean pasivos o no activos en su arena. Yo prefiero considerar este lote de participación en varios campos como determinante de la relación de ego con los recursos de su comunidad y de la proporción de los recursos que está dispuesto a asignar o gastar en el campo que estamos estudiando.

Así, antes del grito de Dolores, Miguel Hidalgo fue activo en varios campos, varios conjuntos de relaciones entre actores orientados hacia las mismas metas o los mismos premios. No solamente ra miembro del campo constituido por la conspiración en Querétaro, sino también probablemente era (según el historiador de la masonería mexicana, José María Mateos) miembro de la primera loggia masónica en la Ciudad de México. Se dice que Allende también había sido iniciado en esta logia, que abarcaba a muchos de los regidores criollos del ayuntamiento municipal de la Ciudad de México. Aquí se discutieron libremente las ideas y los valores de la Revolución Francesa. Otro campo en el cual Hidalgo jugaba un papel protagónico era el desarrollo local de cultivos comerciales e industrias por y para los indios. En su tiempo como cura en Dolores, Hidalgo intentó iniciar un taller de alfarería, una industria de gusanos de seda y una tenería, que serían tripuladas y dirigidas por indios. Alentó también a los indios para que cultivaran viña y aceituna, a pesar de los esfuerzos españoles por reservarles a los habitantes peninsulares de la colonia estas actividades. La legislación que había sido diseñada con el fin de proteger las industrias peninsulares y conservar los mercados coloniales le causó problemas a Hidalgo pero persistió en este campo de relaciones y metas. Es interesante que el diez de enero de 1810, justo ocho meses antes de que el Grito transformara gran parte de México en un solo campo revolucionario, Hidalgo cenó en Guanajuato con sus amigos, el intendente Riaño y el obispo electo de Valladolid Abad y Queipo, para discutir la industria vinícola de Hidalgo, manejada por indios. E sacerdote invitó a ambos a mirra el proceso de elaboración de uvas en septiembre. Los dos aceptaron alegremente la invitación a ver esta maravilla de cooperación entre criollos e indios que le aseguraría un mayor nivel de autosuficiencia económica a la región de Dolores, y últimamente tal vez a todo el Bajío – pero, como ya vimos, intervinieron ciertos eventos que hicieron que Hidalgo lo visitó a Riaño con sus indios y posteriormente a Abad y Queipo. No menciono eso con el fin de subrayar el aspecto trágico, como lo haría un novelista, en que los camaradas indios de Hidalgo matarían a sus amigos españoles ni que su amigo clerical lo excomulgara, sino para mostrar de qué manera los eventos en el campo A, la insurrección, fueron influenciadas por los eventos en el campo B, la industria de los indios, en el campo C, sus relaciones con las capas educadas en la provincia, y, por supuesto, los campos D la conspiración en Querétaro, y E, la loggia masónica en la Ciudad de México, también proporcionaron metas, ideas, símbolos, recursos, valores y significados que les dieron forma a eventos y elaciones en el campo A. Los demás campos no solamente constituyen un espacio secundario alrededor de la acción en el campo A; las acciones de Hidalgo en los contextos de estos campos influenciaron de manera activa las acciones suyas y de otra gente en el campo A. Lo que tenemos a la mano es, por supuesto, no solamente una serie de campos que se traslapan e interpenetran, sino también conjuntos de acciones que se traslapan e interpenetran, siendo visibles las personas y las relaciones en cada campo. Algunos campos, como el caso de la conspiración en Querétaro, son organizados e intencionales y los conjuntos de acciones proceden en direcciones específicas, mientras que otros, como la insurrección, contienen elementos y conjuntos de acciones organizados, pero mucho es arbitrario y coincidental, como el incendio del carro de munición de Hidalgo en Calderón, mientras que se destaca el conflicto entre intereses y cosmovisiones opuestos, de nuevo no de una manera ordenada sino en un gran número de pequeños encuentros y confrontaciones, y coaliciones de tipos disparates entre fugitivos de sus posiciones establecidas.


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Los historiadores tampoco considerarían a la insurrección de Hidalgo de esta manera. Ellos intentarían apreciar a partir de los documentos y materiales de archivo de calidad muy variable lo que les pareciera ser la mejor posible relación de los hechos, los eventos únicos en su sucesión temporal, aceptando algunos documentos y rechazando a otros, dándole el peso adecuado a la perspectiva o el ángulo desde la cual fueran hachas observaciones oculares y la distorsión inherente a interpretaciones contemporáneas de estas observaciones. Tenemos una deuda muy pesada a pagar con ellos por la selección de los datos en términos de criterios científicos muy rigurosos. Pero en nuestro papel de antropólogos nos interesan las interdependencias, la concatenación de los hechos y de los eventos, las relaciones, los grupos, las categorías sociales, etc. Nos interesa la orientación hacia premios y valores que colocan a los actores en relaciones de campo específicas entre ellos, y de su punto de partida de lugares de intersección entre los campos. Lo que capta nuestra atención no es la sucesión de hechos aislados sino la sucesión de hechos conectados, la sucesión de conjuntos o sistemas de relaciones, que nos interesa – la red compleja de Hidalgo de elaciones con sus operadores indios y actores, la relación de Hidalgo con sus parroquianos en Dolores en otro campo sociocultural, el campo de valores metas parroquiales, sus relaciones en le campo con obispos, intendentes, pensadores radicales, hacendados liberales, y otros en el campo de la gentileza local e intelectuales, a favor o en contra de su pensamiento, su dimensión checoviana. Es claro que aquí no estoy hablando de redes con el ego en el centro, sino de campos definitivos y objetivos, en cada uno de los cuales Hidalgo participó en una variedad de roles pero siempre y en cada lugar, nos aseguran los historiadores, con elocuencia, encanto y fuerza – y, ¿porqué no decirlo? – con carisma. Cada campo le proporcionaba oportunidades, recursos, conceptos, creencias; y cada uno le impone ciertas limitaciones. Si nos distanciamos de la idea de la arena pegada al “segundo espacio” de Marc Swartz, ¿qué significado le podemos asignar al término de “arena”? Yo estaría a favor de colocarlo dentro del campo, hablando crudamente, y hacerla menos abstracto que la noción de campo. La cultura de Hidalgo fue una cultura hispanohablante, con muchos elementos derivados de la antigua Roma. Yo he visto la arena en la plaza de los toros en la Ciudad de México, la descendiente de la arena de gladiadores y sacrificios en la Roma imperial. En la arena de los toros hay una lucha visible entre el hombre y la fuerza de la naturaleza y competencia entre hombre y hombre cuando cada uno de los matadores intentan hacerles sombra a los demás en su combate contra el toro. Tenemos una unidad espacial delimitada con antagonistas bien visibles y precisos que sean individuales o corporativos, que compiten entre ellos por premios u honor. Una arena política o legal puede ser cualquier cosa desde un auténtico campo de batalla al escenario de un caso jurídico o un debate verbal – desde el campo de Calderón al juzgado de los siete de Chicago. El simbolismo y el estilo de contención puede variar de arena a arena dentro del mismo campo general, como va procediendo el drama social a través de su secuencia de fases y episodios. Así que en el caso de Hidalgo, el simbolismo religioso de la bandera de Nuestra Señora de Guadalupe en la primera arena después de que el grito palideció a favor del simbolismo militar de la arena de Celaya (Capitán General de América), mientras que el estilo de burguesía criolla de la conspiración de Querétaro (con su énfasis en la discusión de problemas sociales como por ejemplo “¿dónde reside la soberanía, en la monarquía, en las autoridades constituidas en la Nueva España, o en el pueblo?”) perdió terreno en su contienda con el estilo indio y campesino en la conquista de Guanajuato. Cada arena tiene su estilo y simbolismo ad hoc, representando un depósito o una suma de estilos y símbolos de tiempos pasados, en síntesis, conflicto o configuración.

De todos modos, cuando estudiamos los dramas sociales o el desarrollo de las fases políticas, como llamamos Swartz y yo las unidades procesuales más elaboradas que discutimos en la “Introducción” a “Political Anthropology” (1966), tenemos que forjar un término para aquellos escenarios claramente visibles de la acción antagónica que caracterizan los puntos críticos del cambio procesual. Si seguimos a Swartz, aceptando su definición de la “arena” como algo más abarcador que el “campo”, entonces nos vemos obligados a encontrar otro término para nuestra plaza de toros político, nuestro cuadrilátero de confrontación, encuentro y contención. ¿Porqué no mantener el uso ya establecido aquí?

Entonces podríamos decir (estoy en deuda por una fascinante correspondencia con H. U. E. Thoden van Velzen del Afrika-Studiecentrum por los principales rasgos de esta formulación) que una arena es un marco – que sea institucionalizado o no – que funciona manifiestamente como escenario de acciones antagónicas que tienen como fin llegar a una decisión públicamente reconocida. El antagonismo puede ser simbólica o real, un intercambio de mensajes o de señales que indican el cambio, como el grito de Dolores por medio del cual Hidalgo le echó el guante al establishment en la Ciudad de México y al gobierno provincial en México – o bien un intercambio de disparos y fusilamientos, como en las sucesivas batallas en la lucha por la independencia. Los contrincantes pueden buscar el poder sobre la mente entre ellos por el uso de símbolos o sobre el cuerpo por el uso de la fuerza – o ambos métodos se pueden utilizar, paralelamente o en serie. Pero de todos modos, una arena no es un mercado o un forum, aunque cualquier de los dos se puede convertir en una arena, bajo las condiciones adecuadas. En una arena, aunque existan una cooperación manifiesta, coaliciones y alianzas, todo eso puede estar subordinado a los modos dominantes de conflicto. El segundo punto relevante e importante es que una arena es un marco explícito, nada está presente allá de manera solamente implícita. La acción es definitiva y la gente se expresan con claridad; cada quien ocupa su papel. La intriga se puede levar a cabo detrás de las bambalinas, pero el escenario es una arena abierta. La cultura por supuesto, prescribe las expresiones culturales de la interacción antagónica, y puede ser que no sea fácil para una persona del occidente darse cuenta de que se encuentra en una arena en una de las aldeas birmanas descritas por Melford Spiro en “Local Level Politics” (1968), ya que la hostilidad real puede ser disfrazada bajo una etiqueta elaborada sotto voce y otros dispositivos no violentos o que sirven explícitamente para evitar la vergüenza. Y, sin embargo, si uno es capaz de interpretar los símbolos culturales de comunicación correctamente, uno se da cuenta de que está en proceso una lucha encarnada por el <poder netre dos facciones políticas en esta área silenciada.

Cuando intento correlacionar la dimensión diacrónica de mi “drama social” o desarrollo de fases contra la dimensión de estructura o marco - o “devenir rápido” contra “devenir lento” – veo desarrollándose una arena a partir de la primera fase de acción de “ruptura de las relaciones gobernadas por normas entre personas o grupos de personas dentro del mismo sistema de relaciones sociales” (véase arriba, p. 38). Una tal ruptura es señalada por una violación o incumplimiento pública de una norma crucial que rige la interacción de las partes. Por ejemplo, desde la perspectiva de las autoridades coloniales españolas, el rechazo de Hidalgo a aceptar su arresto, o aún más, su Grito, constituyó una violación del orden que ellos se habían comprometido a mantener. Aquí, como en muchas instancias de ruptura política, Hidalgo utilizaba el idioma de la violación de la ley o criminalidad como un símbolo de su rechazo del mismo orden constituido – que en su visión ya no era, si es que alguna vez hubiera sido, el eco de “la voluntad popular”, haciendo eco de sus modelos jacobinos y jesuitas. Esta ruptura, simbolizada por el Grito, convirtió lo que ya era un campo implícito y al mismo tiempo latente, es decir un conjunto de relaciones entre actores que estaban de manera antagónica orientados hacia los mismos premios o valores (en este caso, el control del aparato estatal), en una “arena” o, mejor dicho, una serie de arenas – las ciudades sitiadas y los campos de batalla de la revolución de independencia. Antes del Grito, el campo todavía no era un espacio de acción pública intrépida y dramática; era más bien un espacio de conspiración, legislación colonial, producción y distribución de parque en secreto, debates en asambleas, incursiones esporádicas perpetradas por indígenas y mestizos, el exilio voluntario o involuntario de criollos, las reacciones a las noticias acerca de Bonaparte en España, artículos en periódicos, etc. A partir del Grito el drama se desarrolló en una secuencia de arenas a la medida que se enturbiara el tramo y la acción escalaba del nivel local al nivel nacional.

El tercer rasgo del concepto de arena está implícitamente presente en los otros dos – la arena es el escenario en el cual se coloca la toma de una decisión (Van Velsen enfatiza particularmente este rasgo). Hay una hora de la verdad cuando se toma una decisión de primera importancia, aún si se decide dejar las cosas como están – como en la Batalla de las Cruces, cuando el ejército de Hidalgo se iba acercando a la Ciudad de México. Un callejón sin salida o una tregua constituyen también una decisión. Por lo regular existe una particular arena en la cual se toma una decisión que puede ser considerada final para la unidad bajo estudio. En sistemas políticos fuertes y bien establecidos tal arena podría ser la suprema corte de apelación, o podría ser el parlamento o la asamblea legislativa o constituyente. Pero en el caso de un régimen que ha perdido legitimidad, la arena podría ser las calles de la ciudad, donde una manifestación de fuerza popular bastaría para expulsar el ancien régime, o un campo de batalla como el Calderón o Gettysburg, o podría ser la ocupación por fuerza del área administrativa de una ciudad. Donde sea que ganen los nuevos detenedores del poder o pierdan los antiguos césares, no es relevante para la definición en este contexto – la arena constituye el escenario de su interacción antagónica y una decisión es tomada, por la fuerza, por la persuasión o por la amenaza de usar la fuerza, que inicia la fase final del drama social, el proceso de ajuste de un grupo a las decisiones tomadas en la última arena. El campo incluye los mitos y los símbolos de España, de la Francia bonapartista y de los Estados Unidos revolucionarios, tanto como de México as arenas fueron varios lugares en México.

Si tuviera que hacer un estudio antropológico serio del proceso entero de la insurrección de Hidalgo, antes de considerar las fases sucesivas de esta unidad procesual, buscaría la información accesible acerca de la estructura del campo, en lo que los historiadores nos han transmitido de manera confiable acerca de la “etapa final del periodo colonial”, cuando los grupos y los problemas de la Independencia se formaron de manera observable. Luego intentaría caracterizar, al estilo de Lewin, a totalidad de las entidades existentes, tales como grupos, subgrupos, categorías, miembros, barreras y canales de comunicación, agregando muchas otras cosas, como sistemas simbólicos, como mitos, rituales y visiones ideológicas contemporáneas acerca de lo deseable o indeseable de la estratificación de categorías, grupos, subgrupos etc., en el momento del surgimiento de la protesta de Independencia. Es claro, por ejemplo, que en México existían dos categorías mayores de españoles, los peninsulares o gachupines, y los “blancos mexicanos”, o sea criollos, y que existían muchas gradaciones dentro de la categoría criolla, basadas en riqueza, descendencia, ocupación y educación – y que cada una de ellas estaba representada por diferencias ideológicas y simbólicas, y sin embargo compartiendo símbolos comunes e intereses materiales. En repetidas ocasiones, Hamill ha mostrado la existencia dentro del campo criollo de una separación entre los criollos europeos y los mexicanos – aquellos que, como Calleja, Flon y Riaño, se orientaron hacia la cultura y la estructura social de España (incluyendo la aceptación acrítica del derecho divino del rey de España), y aquellos que, constituyendo ya la mayoría, ya habían roto sus lazos con España y se encontraban profundamente arraigados en el suelo mexicano. Las diferencias de clases correspondían en gran medida esta división. Mientras que los criollos superaron a los peninsulares en la proporción de alrededor de setenta a uno, los criollos americanos aventajaron a los europeos en una proporción de aproximadamente veinte a uno (según la estimación de Mamill). Los criollos europeos eran por lo regular ricos, Se resentían a los gachupines porque el haber nacido en España le daba a un hombre presentencia sobre su igual mexicano (todos los prelados, arzobispos, obispos, virreyes, presidentes de la audiencia y gobernadores en las ciudades capitales eran españoles nombrados por el rey). Muchos de ellos tenían también intereses en las minas de plata altamente lucrativas, especialmente en Guanajuato y Zacatecas, y en el comercio y en la operación de las haciendas. Tenían esposas atractivas de familias acaudaladas, con frecuencia familias europeas o criollas. Así que en toda competencia se encontraban en una posición de ventaja, aún contra criollos de primera generación con padres españoles. En su competencia con los gachupines, los alrededor de un millón de criollos americanos se encontraban en una situación todavía peor. Un alto porcentaje de ellos eran empleados municipales de baja categoría artesanos, veladores y criollos de plebe, constituyendo una buen parte de la chusma citadina en la Ciudad de México. Pero otros eran pequeños propietarios y profesionistas, como Hidalgo y Allende. Algunos eran propietarios de ranchos, otros tenían tiendas en la provincia, pequeños comerciantes, mientras que otros veían en instituciones como el derecho, la educación y el ejército la esperanza de su supervivencia, como en el caso de Allende. La mayor parte de los criollos pertenecían a la burguesía o al campesinado acomodado, aunque algunos pertenecían a la categoría que en el África del Sur se llamarían “poor whites” (“blancos pobres”). Parece que los que buscaron el apoyo de los “indios” en la insurrección fueron un segmento de los criollos americanos profesionales, mientras que los criollos americanos que poseían tiendas y tierras apoyaron el régimen colonial, juntos con muchos criollos europeos, por lo menos durante un tiempo, y más por su miedo a los campesinos de Hidalgo que por algún tripo de lealtad a España, que de todos modos mostraba señales de liberalismo en su lucha contra Bonaparte. Sin embargo, esta clase de criollos americanos fue probablemente el elemento decisivo en las primeras etapas del movimiento independentista, y fue con el alejamiento a sus miembros que Hidalgo perdió la esperanza de una victoria rápida y fácil que había tal vez previsto. Pues, los criollos se encontraban dispersos por todo el país, aún en los pueblos pequeños, mientras que los gachupines residían principalmente en la capital, en Veracruz y en las principales ciudades de las provincias. Así que los criollos representaban la influencia dominante educada entre los indios rurales y la población mestiza (o casta). Los citadinos, españoles y criollos europeos por igual, fueron absorbidos en el comercio de la metrópoli, en asuntos de estado e iglesia, en los faccionalismos y a veces en los grupos de salón de la clase gobernante, por lo que tenían poco contacto con las masas. Pero los criollos americanos se convirtieron en líderes locales en un gran número de pequeños pueblos y aldeas, ya que los campesinos vivían en ignorancia gracias a una educación inadecuada y la opresión de la legislación colonial.


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El término “indio” es altamente ambiguo, como ya lo han señalado Hamill y Eric Wolf. En mi opinión no se puede aplicar a algún grupo tribal con un sistema político y costumbres religiosas y de otro tipo que tienen su origen antes de la conquista. Parece que la expresión como se usaba en los siglos XVII y XIX hacía referencia a las masas deprimidas y carentes de privilegios. Muchos de ellos eran en efecto mestizos, así como que muchos criollos americanos eran mestizos. La principal diferencia entre muchos criollos y muchos de los indios se encontraba más en su estilo de vida y nivel de educación, que en genotipos. La jerarquía político-religiosa indígena fue destruida por la conquista, especialmente en las regiones densamente pobladas de nahua, otomí y tarasca. El prestigio indígena, prestigio social y riqueza se encogía hacia una base común de campesinos. Algunos indios nobles – pero no muchos – fueron reconocidos por los españoles y recibieron su apoyo social, pero estos pronto se perdieron en as filas de la aristocracia criolla que se estaba desarrollando. Irónicamente, algunos se manifestaron a la hora de la verdad como “criollos europeos”. Eric Wolf ha señalado, con cierta sabiduría:

“Con la desaparición de la elite política indígena, también desaparecieron los especialistas que habían dependido de la demanda de dichas elites: los sacerdotes, los cronistas, los escribanos, los comerciantes a larga distancia de la sociedad prehispánica. Los emprendedores españoles sustituyeron a los pochtecas (mercaderes), los artesanos españoles ocuparon el lugar de los artesanos de plumería y los talladores de jade, y los sacerdotes españoles desplazaron a los especialistas religiosos. Ya pronto, nadie sabía como hacer mantas y decoraciones de plumas, cómo localizar y tallar el jade, cómo revocar las hazañas de los dioses y los ancestros en tiempos pasados (1959: 213).

Aunque puede ser que los campesinos indígenas en 1800 se hayan asemejado a los antiguos indígenas en costumbres, habla, vestimenta y apariencia física, en todos aspectos había sucedido un mestizaje biológico - con la excepción de pequeñas comunidades aisladas como los seri, los yaqui, los huicholes, los tarahumara y los comanches.

Sin embargo, como subraya tanto Wolf como Hamill, la clasificación cultural de “indio”, incluyendo muchos tipos de miscegenaciones, hacía referencia a una categoría económica muy real. Un indio tenía la obligación de pagar tributo a la corona, a diferencia de un criollo que no la tenía. El tributo constituía una fuente considerable de ingresos para la corona, por lo que el gobierno peninsular tenía cierto interés en la preservación de una clase tributaria por medio de un número de recursos culturales, como la prohibición de que los indígenas se vistieran en ropa española, poseyeran caballos cargaran armas. Debían también tener cortes de justicia separadas y no se les permitía servir en la milicia, lo que debe haber sido una fuente de amargura para el miliciano Allende, pues cuando más los necesitaba en la insurrección, no disponía de soldados indígenas entrenados y experimentados. La abolición del tributo se convirtió en efecto en un asunto candente durante el caso de Hidalgo, con todos los posibles aspectos simbólicos. Entre septiembre y octubre de 1810 tanto los insurgentes como los royalistas declararon que abolirían el tributo con el fin de ganar el apoyo de los indios. Era mucho más que un asunto económico, pues simbolizaba el fin de la segregación de los indios.

Se requieren estudios más profundos de los detalles de esta situación. Mencioné la estructura de clases de México en la primera parte del siglo XIX para mostrar al caracterizar un campo más que una arena, son estas relaciones de similitud, tales como clases, categorías, roles parecidos y posiciones estructurales que tiene la importancia principal en el análisis sociológico. Cuando llegamos a analizar las arenas sucesivas, lo que nos importa es el análisis de la interdependencia sistemática en los sistemas locales de relaciones sociales, pasando de la demografía (cuáles son las proporciones de criollos españoles, europeos, criollos americanos, castas e indios, si es posible desglosado en términos de edad y sexo) a la estructura de clase y, de mayor importancia aquí, a la distribución residencial, estructura genealógica y afiliación religiosa por parroquias tanto como por la discriminación católica/no católica. Aquí se vuelven aspectos importantes del análisis de arena los grupos corporativos, cuasi-grupos faccionales y redes centradas en el ego de líderes. Al nivel nacional, el campo, la categoría, la estructura de clases, universales culturales, similitud, iglesia, estado, secta y partido son términos que pronto surgen en la mente e influencian la recolección de datos. Al nivel de región y aldea, la arena, los grupos corporativos, alineaciones que atraviesan las fronteras de clases, especificidades culturales de costumbre y dialecto, similitudes, e patrón de las iglesias y parroquias locales en términos de órdenes misioneras religiosas y control secular clerical, jerarquías de gobiernos locales, y los faccionalismos locales tienen mayor relevancia analíticamente. Sin embargo, es importante también captar, analizar y expresar de manera coherente la interdependencia de campo y de la arena.

Es tal vez en arenas que la metáfora de “juego” y las estrategias de la “teoría del juego”, tan caros a Fredrick Bailey, Fredrik Barth, Kenneth Boulding y los numerosos contribuyentes a la “Journal of Conflict Resolution”, sea más relevante: pues, las arenas son producidas en áreas localizadas de la vida social donde la articulación social y el consenso cultural son más fuertes. Pero no creo que el hombre entrepreneur o el hombre manipulador – y tampoco el hombre pensador, el hombre cognitivo, de Lévi-Strauss – sea una descripción o un modelo adecuado del hombre en la política (o el hombre en proceso, que es seguramente más que el hombre en la política a secas). La política no es, ni en las arenas ni en cualquier otro lugar, sencillamente un juego. Es también idealismo, altruismo, patriotismo (no siempre el último recurso del villano), universalismo, sacrificio de intereses personales, etc. Radcliffe-Brown pensaba que “valores” e “intereses” fueran intercambiables como diferentes maneras de decir la misma cosa, pero viéndolo desde el punto de partida de los asuntos humanos, eso no es el caso. La gente está dispuesta a morir por valores que se contraponen a sus intereses, y promover intereses que se oponen a sus valores. Y lo que nos interesa aquí es este resultado práctico como se manifiesta en a conducta. Ciertos antropólogos han intentado interpretar la acción política en términos de la teoría de los juegos, cuyas premisas son el interés y el poder. Los juegos tienen reglas que son aceptadas por ambos lados. Cada líder intenta maximizar intereses y propiedades de poder a expensas del otro lado. En la experiencia histórica, como estaría de acuerdo Weber, las clases medias educadas a quienes les gusta en sus competencias, que sean violentas o tranquilas, introducir reglas de las cuales ambas partes suscriben - pues son gente entrepreneuriales y racionales, tanto en lo referente los medios como a los fines – y a veces sus hijos se vuelven teóricos políticos y sociológicos. Pero con mucha frecuencia la política de la lucha de clases no se apega a las reglas comúnmente aceptadas, y eso fue el elemento poco culto que prevalecía en Guanajuato y que alejó a los criollos de la clase media norteamericana del ejército indio de Hidalgo – y empezó a alejar Allende del cura carismático que en el fondo de su ser se rendía ante la noción india de “jugar en serio”. La teoría de los juegos es una herramienta excelente para interpretar algunos tipos de competencia noble, pero es impotente ante los cambios sociales que sacuden las premisas y los fundamentos del orden social. Donde existe un disenso radical, no hay juego, por lo que la teoría de los juegos no se puede aplicar. Una parte juega ajedrez, mientras que la otra “juega en serio”. Tenemos que llegar más allá de los juegos para encontrar la consistencia y el orden en el desorden manifiesto. Por un lado, nos podemos dirigir hacia el análisis marxista de la estructura precisa de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción entrelazando y separando las categorías de los seres humanos involucrados; por otro lado, deberíamos buscar los símbolos que captan su atención, canalizan sus acciones y les proporciona un sentido a sus vidas. Las pragmáticas y los símbolos son estrechamente aliados – a menudo a un grado sorprendentemente alto – pues, no importa que más hagan, los símbolos concentran y condensan muchos aspectos de la actividad humana en sistemas semánticos ligados a unos pocos vehículos simbólicos propios al espacio público humano. Así que, para realmente captar un aspecto importante de las semánticas de la Virgen de Guadalupe, como la usaba Hidalgo en calidad de bandera o centro de movilización, para indios y criollos sin distinción, tenemos que estudiar el debate entre los criollos, antes y durante la insurrección, acerca de la idea de la soberanía y su propio locus o fuente. Luis Villoro ha rastreado el progreso de este debate en su ensayo sobre “las corrientes ideológicas en la época de la independencia” (1963: 203-241). El muestra de qué manera las ideas asumieron nuevas formas y adquirieron nuevos contenidos, bajo el estímulo de la praxis revolucionaria. En 1808, la capital española fue ocupada por las tropas de Napoleón, pero el pueblo español resonantemente tomó la resistencia en sus propias manos. De facto, de nuevo la soberanía había caído en manos del pueblo. En a Nueva España se formaron dos partidos – el Acuerdo de la Realeza, apoyado por oficiales públicos y comerciantes gachupines, y el Ayuntamiento, o el Gobierno Citadina, de la Ciudad de México, que por primera vez expresó el punto de vista de la clase media criolla americana.

En la opinión de Villoro, la desaparición de la monarquía legítima obligó a los criollos a formular el problema del origen de la soberanía: Fernando VII retenía el derecho a la corona pero ahora había sido introducida una idea que alteraba el sentido de su autoridad; el rey no puede disponer de sus reinos – recuérdese aquí que el rey de España gobernaba varios reinos, entre ellos la Nueva España – a su antojo, no tiene el poder (la facultad) para alienarlos. Las abdicaciones de Carlos y Fernando carecen de validez, dice Jacobo de Villaurrutia, el único juez (oidor) criollo y el primer ideólogo de su clase, pues son “contrarias a los derechos a la nación, a la cual nadie le puede dar un rey, a la excepción de la nación misma (negando así la legitimidad del hermano y títere de Bonaparte), por el consenso universal de sus pueblos, y eso solamente en el caso de la muerte de un rey sin dejar a un sucesor legítimo al trono”. El jurisprudente Verdad, otro criollo, sostiene en aquel momento que no obstante que la autoridad le llega al rey a partir de Dios, no proviene de él de manera directa, sino solamente a través del pueblo (1963: 208).

Pero en este momento, los líderes criollos no asumieron una posición radical. Alegaron que, si el rey le encuentra imposible gobernar la nación misma puede asumir la soberanía, pero al regreso del rey el pueblo tiene que abrogar el ejercicio directo de la autoridad. El lector recuerda que fue debido a la prevalencia de este punto de vista entre los criollos que Hidalgo no promulgó el lema de “independencia” en el grito, sino gritó “Viva Fernando”. Parece que los pensadores criollos de entonces, por el término “nación” no entendieron la “voluntad general” de los ciudadanos, sino que la soberanía se desarrolla sobre una sociedad ya establecida, organizada en “estados” y representada por cuerpos gobernantes establecidos, una totalidad orgánica y constituida. De manera que Juan Francisco Azcárate sembró dudas acerca de la legitimidad de la “Junta” de Sevilla, que en aquel entonces encabezaba la lucha contra Bonaparte, con el argumento de que estaba establecida en base a la “chusma”, la gente común. En su opinión, igual que en la de muchos de su clase, la gente común no es coextensiva con el “pueblo”. El postula que “en la ausencia del rey, o en el caso de su impedimento, su soberanía sigue siendo representada por el reino visto como un todo, y por la clase que lo constituye – y, más específicamente por los tribunales superiores que lo gobiernan, administran justicia, y por los cuerpos que transmiten la vox populi”. El gobierno municipal criollo de la Ciudad de México plenamente endosaba estos puntos de vista. El cuento de las relaciones entre el Acuerdo de la Realeza y el gobierno municipal y sus debates acerca de la forma que asumiera un congreso nacional, que representara a todas las clases, sería otro drama social entero. Pero, tomando en cuenta que los símbolos y los lemas que utilizaban Hidalgo y Allende provenían parcialmente de los mitos creados en estos debates como charters de la legitimidad de los programas de las facciones involucradas, esos debates merecen más que una mera mención. Los criollos buscaron un tipo de contrato social sobre el cual podrían colocar su noción de una junta propia. Sintieron que la asamblea debería consistir en deputados de todos los cabildos seculares y eclesiásticos, consejos municipales locales o reuniones de capítulos. En el pensamiento democrático tradicional español, estos cabildos, cercanos al pueblo, siempre fueron considerados como el mejor baluarte de la democracia y la mejor manera de resistirse al despotismo. Jugaron un papel importante en los primeros tiempos de la colonia de la Nueva España, en los congresos en los cuales encontraron en una relación estrecha con el parlamento español, e Cortes peninsular.

Así que el gobierno municipal criollo estrena un movimiento de regreso a las raíces que habían sido escondidas por tres siglos de despotismo. .. Coloca el Contrato Social en el momento de la Conquista de México. Se postula que los derechos de los reyes españoles deriven del pacto hecho entre ellos y los conquistadores – y se postula que los conquistadores sean los ancestros de los criollos americanos. Gracias a este pacto, la Nueva España ha sido incluida en la Corona de Castillo, al mismo nivel que cualquiera de los demás reinos, teóricamente con la misma independencia que todos disfrutan... Como alegaba Azcárate, refutando la demanda de reconocimiento de la Junta de Sevilla, “América no depende de España, sino solamente del Rey de Csstillo y León; si el ey es encarcelado y sus tierras ocupadas por los extranjeros, la Nueva España debe convocar a los notables del reino y formar una Asamblea fundada en las Leyes de las Indias. Además, las unidades efectivas que formaran parte de la Junta deberían ser los cabildos municipales, que se encontraron bajo el control de los criollos americanos y no de los españoles. La Real Audiencia y el Virreinato eran instrumentos españoles establecidos sobre una nación que había sido plenamente constituida bajo el pacto entre el rey y los conquistadores. Era preciso un retorno a la época anterior a la monarquía absolutista (Villoro, 1963: 211-212).

A todas luces, los criollos están negando el pasado inmediato, el pasado colonial, con el fin de alcanzar lo que ellos llaman el “principio”, un término que se puede traducir como “principio”, “inicio”, “fuente” o “base”. Aquí son relevantes todas sus ambigüedades: el principio puede ser visto como un principio racional subyacente al gobierno sano o puede ser considerado como el inicio histórico de un orden social. Muchos movimientos revolucionarios sufren de este dilema; si uno quiere llegar a la base de la sociedad, uno tiene que retroceder en el tiempo. Así nació la paradoja del movimiento revolucionario mexicano: para ir hacia delante, para alcanzar el progreso, uno tiene al mismo tiempo que ir hacia atrás, hacia una edad de libertad.

Desafortunadamente para los criollos moderados, una vez que se hubiera vuelto legítimo buscar la base de la legitimidad yendo hacia atrás, algunos radicales, como Hidalgo, empezaron a ir demasiado lejos hacia atrás. Para los moderados, el retorno al pasado iba solamente hasta la conquista. Para ellos, el “pueblo” era aquel grupo formado por “hombres honestos” de cierto nivel de educación y estatus social en cada comunidad, hombres del cabildo que ahora encontrarían su lugar en el brillo del sol nacional. Con mucho énfasis, el pueblo no incluía a los indios ni a las castas (o mestizos). Alegaron que no fueron los aborígenes que habían hecho el pacto con la corona, sino los conquistadores, los míticos ancestros de los criollos americanos. En la primera asamblea convocada por el virrey, e representante del partido de la corona ventiló exactamente este punto, diciendo que si los criollos hablaban en serio acerca de buscar la soberanía en el pueblo, entonces deberían prestar atención al pueblo originario, el pueblo autóctono de México – en efecto, uno de los gobernadores presentes era descendiente del emperador Moctezuma. Por este argumento, varios criollos europeos, incluyendo al arzobispo Lizana, cambiaron su lealtad del gobierno municipal al Acuerdo de la Realeza, la facción conservadora española. Acertadamente tuvieron miedo de que el movimiento hacia atrás en búsqueda de un principio y un origen no terminará hasta dar con su término real, la soberanía efectiva de las amplias masas del pueblo mexicano.

Esta fue la posición cuando los eventos que describí anteriormente irrumpieron en la historia de México.

Al grito de un criollo educado, Don Miguel Hidalgo, hijo de un gachupín, los indios rurales, los obreros mineros indios y mestizos, la gente común de las ciudades del Bajío responden con una revolución. La explosión se difunde tan rápido como lo permiten los medios de comunicación, y pronto se extiende a la nación entera. Aquí encontramos un movimiento casi unánime de las clases populares, y creo que nunca se ha visto semejante movimiento en la anterior historia de la Nueva España. Esta revolución es totalmente diferente del intento de emancipación por parte de los miembros del gobierno municipal dos años antes. En lo referente a su composición social es fundamentalmente una revolución rural, apoyada por los obreros de las minas de plata, y el pueblo común, la chusma de las ciudades (Villoro, 1963: 215).

Ahora, los líderes de origen y educación de clase media intentaron canalizar y dirigir esta torrente de proceso primario, esta insurgencia de “comunitas” buscando su máxima expresión.

Igual que en otros procesos revolucionarios, las teorías y las concepciones históricas en la independencia mexicana reflejan su composición social. Como ya vimos, sus ideólogos eran letrados, hombres académicos tales como abogados, sacerdotes de los más bajos escalones, miembros de los gobiernos provinciales y periodistas. Pero cuando una vez entraran en contacto estrecho y práctico con el pueblo, especialmente con las masas de indios, entonces las ideas, las creencias y los símbolos que serían apropiados a su clase, tendieron crecientemente a ser sustituidos por sentimientos marcadamente populistas. El pensamiento de los criollos revolucionarios se radicalizó, avanzó más allá de los intereses específicos de su clase y llegó a expresar los intereses de la comunidad más amplia. El contexto social procesual, en el cual funcionaban, transformó las ideas. No hay que olvidar que es la radicalización de la actividad revolucionaria en el proceso primario que hace posible la aceptación de nuevas doctrinas e influencias ideológicas – como se desprende del caso de los criollos letrados activistas – y no al revés (véase Villoro, 1963: 215).

Villoro (1963: 216) divide el proceso de radicalización del pensamiento criollo en dos etapas: (1) en los primeros años después de 1808 persisten las ideas que tienen sus raíces en la tradición, las tesis del gobierno municipal de la Ciudad de México son repetidas y desarrolladas. Pero del contacto con la nueva situación surgen otros puntos de vista. Vemos la aparición de las primeras ideas agraristas, hay signos de un moderado igualitarismo social, y el indigenismo tiende a hacerse respetable; (2) en la segunda etapa, los intelectuales criollos se hacen más abiertos a ideas democráticas alemanes y de Ginebra (de Rousseau), típicas del liberalismo europeo. Villoro rastrea de manera muy detallada este desarrollo de pensamiento en respuesta a la acción. Lo que nos interesa aquí es principalmente lo que tiene a decir acerca de Hidalgo:

El savant criollo convoca al pueblo a la libertad. En este preciso momento es elevado a ser su representante. Y el pueblo lo hunde, lo absorbe en su ímpetu, hasta lo convierte en vocero de sus propias añoranzas y aspiraciones. El toma cada medida en su nombre, “para satisfacerlos”, para utilizar su propia expresión. Al apelar a “la voz comuna de la nación”, probablemente intentó usar aquella expresión en el mismo sentido qe los demás famosos criollos, de Azcárate a Quintana Roo. Sin embargo, la “nación”, que en realidad lo aclamaron, ya no eran los “cuerpos constituidos”, ni los representantes de los gobiernos municipales, sino los campesinos indios – que lo nombraron “Generalísimo” en las planicies de Celaya, las amplias masas que desde ahora en adelante lo apoyarían. En lo práctico, la “voz de la nación” es idéntica a “la voluntad de las clases populares”. Para legislar en su nombre, Hidalgo en lo práctico, elevó al pueblo ordinario a la soberanía, sin hacer en su corazón una distinción entre los estados y las clases. Así que su praxis revolucionaria les dio a las formulaciones políticas de los literati criollos un nuevo sentido y un nuevo contenido. Antes de que se hubiera desarrollado una teoría, el pueblo se había establecido como el origen de la sociedad. Los decretos de Hidalgo (e. g. Acerca de la abolición de la esclavitud) no hicieron otra cosa que dar expresión a esta soberanía efectiva y actual (en los términos que utilicé en The Ritual Process, convirtieron comunitas virtual en comunitas normativa, Victor Turner). La abrogación de los tributos que pesaron sobre los hombros del pueblo, la abolición de la esclavitud y la discriminación racial (de las castas), son indicaciones de la desaparición de las desigualdades sociales. Además, se dictó la primara medida agraria: las tierras les son devueltas a las comunidades indígenas. Se difundieron rumores acerca de un radicalismo más acentuada. Muchos le atribuyen a Hidalgo la intención de distribuir todas las tierras de México entre los indios y confiscar los productos de los ranchos y las estancias (fincas) para dividirlos de modo equitativo entre el pueblo (1963: 220-221).

La experiencia revolucionaria también radicalizó la perspectiva histórica que discutimos antes. Algunos criollos radicales ahora tendían a rechazar todo el orden jurídico de la colonia, considerando el periodo como tres siglos de despotismo, ignorancia y explotación. Hidalgo y Morelos en particular consideraban el periodo colonial como un intervalo tenebroso entre épocas que no compartían su calidad negativa. Fue un periodo de encarcelamiento o de servidumbre, o un tiempo de hibernación. Algunos lo vieron sencillamente como un episodio que interrumpía el curso de una vida diferente y mejor. En el siglo XVIII ya había empezado una reevaluación de la civilización precortesiana, y la inteligencia se alimentaba de sus hallazgos. Fray Servando Teresa de mier, el gran dominico radical, resucitó los argumentos del jesuita expulsado Clavijero, en defensa de la civilización indígena planteó dudas acerca de la legitimidad básica de la conquista. El y sus seguidores llegaron a postular que la colonia entera fue un fraude, una dominación extraña e ilícita, una usurpación de derechos naturales (véase Villoro, en Mier, 1963: 217-218). Es esta actitud que exactamente tiñó la política de Hidalgo con los gachupines en Guanajuato y Guadalajara. Matarlos fue una represalia justa. Los criollos radicales ahora bravamente renunciaron a su propio pasado – que era post-conquista – y se solidarizaron con los indígenas, “los dueños antiguos y legítimos del país”, como los llamaba Mier, “quienes una conquista abominable no había logrado arrancar sus derechos” (Villoro, 1963: 225). ¿Qué le pasó entonces de la Magna Carta criolla, la “Constitución Americana” pactada entre el rey español y el conquistador? ¿Se debería de abandonar ante los derechos más primordiales de los indios? Eso es evidentemente lo que pensaba Hidalgo, pero Allende lo vio de una manera diferente. Y tampoco pensaban así la multitud de criollos que se voltearon contra Hidalgo de manera explícita.

Hubo una extraña afinidad entre el criollo y el indio, una afinidad que realmente fue expresada ideológicamente en el mito de la cancelación de la conquista. No fue el producto de un movimiento romántico, como en el caso de la influencia de Rousseau, Goethe y el joven Marx y Engels en Europa. No intentó restaurar a pasado remoto con sus deidades pavorosos y su sed de sangre Huitzilopochtli, Coatlicue, Chacmool, etc. No buscaba en las civilizaciones nativas valores para sustituir aquellos de la colonia. Tal vez tanto Hegel como Lévi-Strauss aprobarían la búsqueda de los criollos radicales. Intuitivamente sentían que su época de independencia temprana era similar a la de antes de Cortés. Como buenos cristianos, y esa sería la sensación de Mier, Hidalgo, Morelos y Allende, podrían bien decir que ambos periodos, el de antes de Cortés y el de después de la colonia, eran puros, sin la contaminación de la caída de gracia colonial. En cierto sentido, la convergencia de periodos indígenas y postcoloniales era puramente negativa; se encontraron porque ambos eran marginales al orden que ambos negaron. Pero de su encuentro surgió un simbolismo curioso y significativo. La conquista negaba la existencia de la sociedad indígena; la independencia era, en términos hegelianos, la negación de esta negación. El nuevo resurgimiento indígena invirtió la subyugación indígena en la conquista. De allí el término que favorecía Hidalgo, reconquista, con ecos de los tiempos de la reconquista de España de la dominación de los moros. Hidalgo se confirió a si mismo le título de “comisionado por la reconquista y el nuevo gobierno de América”. Anastasio Bustamante popularizó la idea de una guerra que replicaba en reverso las venturas de Cortés y sus acompañantes, hasta los más mínimos detalles. Existen muchas otras instancias de esta precisa inversión.

Pero estas ideas coexistían con la visión de los criollos moderados. Ambas pueden ser consideradas como diversos grados de profundidad de un solo proceso en marcha. Pero una vez que Hidalgo hubiera anunciado que el último origen o principio era la libertad de todo el pueblo, el criollo promedio no podría ignorar esta formulación. Tuvo que buscar orígenes precortesianos, y haciendo eso no podía ignorar la revelación del pueblo como constituido principalmente de indios y castas, y el hecho de que estos eran la auténtica base social del México independiente. Había que volver a constituir la nación misma de nuevo, y la ideología radical criollo así fue vulnerable a todo tipo de novedades, apertura a una profunda antigüedad y apertura a nuevas doctrinas políticas, viniendo de Europa y de los Estados Unidos.

No es posible en este texto desarrollar todas las implicaciones de la vulnerabilidad criollo ante influencias de fuera del país. Aquí intentaré solamente estudiar cómo ideas abstractas como “¿quiénes son el pueblo?” y “¿qué es la soberanía?” son absorbidas por el sistema semántico asociado con vehículos simbólicos sensorialmente perceptibles como La Virgen de Guadalupe, luego serán convertidos en focos vivos de movilización de las masas populares.

Primero, sin embargo, debería llamar la atención al hecho de que la misma tendencia a regresar a algún pasado, que sea pre o post-cortesiano, se nota tanto en la religión como en la política. Pero en la religión no es un regreso al pasado de las deidades aztecas. Para captar firmemente las masas, sus líderes educados no podrían apelar al sistema religioso de la dominante autoridad precortesiana en el centro de México, los aztecas, pues los tarascos, los otomies, los zapotecos y los totonacos, para mencionar solamente unas pocas culturas coherentes, no aceptaron a una sola cosmología, así como tampoco aceptaron una sola autoridad política. Sus descendientes mantenían este sentido de autonomía cultural, aún cuando sentían su unidad general como indios siendo de importancia política. Pero en la religión, la nostalgia se ocupó de producir una versión más purificada de la iglesia. A fin de cuentas, la iglesia tenía raíces más hondas que el estado español, y si uno regresara por el tiempo, uno volvería hasta los primeros días de la iglesia, los días antes de la jerarquía y Roma, mucho antes del nacimiento de España y más todavía antes del nacimiento de la Nueva España. Todo empezó muy silenciosamente - y con un tono político – con la protesta de hidalgo contra las excomunicaciones (como la suya propia) que se debían a motivos puramente políticos, y localizó sus causas en los intereses mundanos del clero y en la distorsión de la religión por la autoridad el poder político. Más tarde, Mier, el Dr. Cos y, especialmente, Morelos, señalaría el daño hecho a la iglesia misma por la actitud del alto clero (español), y la necesidad de separar la religión de todo interés terrenal. Pronto subrayaron nociones de una reforma eclesiástica. Aún Allende proclamó las ventajas de ordenar y reformar el estado eclesiástico, y particularmente el de las órdenes religiosas, reduciéndolas al rigor primitivo de sus patriarcas y padres fundadores. El. Dr. Cos sostenía que el orgullo y el poder mundano de alto clero había provocado a los cristianos a reaccionar como los primeros cristianos que tenían comunión directa con el pueblo común y corriente, mientras que los dignatarios eclesiásticos fueron elegidos democráticamente por la asamblea de los feligreses. En respuesta a los que aseguraron que América recaería en herejía, s se separara de la iglesia española, el Dr. Cos respondió: “La religión emigrará de España para vivir entre los americanos en todo su pureza y esplendor prístino; la temprana iglesia nacerá de nuevo; el sacerdote será verdaderamente respetado, a diferencia de la situación hoy, en la cual no es respetado” (citado en Villoro, 1963: 219). En pocas palabras, una nueva iglesia sería fundada en América, es decir, en México, purificada de la corrupción mundana y reviviendo los tempranos días de la cristiandad. Teresa de Mier continua esta línea de argumento:

Examina los orígenes del caesaro-paplismo con su tentación a realizar el reino del cielo en términos de una sociedad mundana, a identificar la ciudad del cielo con su ciudad terrenal. Pregoniza una religión popular, pobre, sin privilegios, presidida por la tolerancia y el respeto por el derecho del otro, y libre de las influencias de ideología reaccionarias. En el ideal natural de la igualdad y libertad para todos los hombres, ve una correspondencia con la doctrina pura de los evangelios (Villoro, 1963: 219).

En pocas palabras, intentó combinar doctrinalmente la necesidad de purificar el cristianismo espiritualmente con las nuevas ideas de libertad e igualdad que los pensadores de la enciclopedia y de la revolución francesas habían promovido.

Anteriormente mencioné la importancia de la multivocalidad en los símbolos rituales dominantes. Todas estas ideas radicales criollas que he mencionado en relación con la religión y la política – ambas siendo fratría en el sentido de William Blake – parecen haber sido mutuamente involucradas en la selección de Hidalgo de la bandera y la imagen de la Virgen de Guadalupe como la suprema emblema de movilización de su movimiento. La Virgen de Guadalupe tenía continuidad espacial con la madre azteca de los dioses, Tonantzin. Su culto emepezó solamente quince años después de el culto a la madre azteca había sido forzosamente interrumpido por la conquista. Además, de acuerdo al cuento conocido por todo México en 1810, la reina del cielo había visitado a un simple catecumen indígena, Juan Diego, no a un español, y mucho menos a un monje español. El hecho de que Juan Diego nunca fue canonizado, a diferencia de Bernadette en Francia, lo hizo aún más un objeto de simpatía e identificación para los indígenas, que lo vieron como uno de los suyos y como un gachupín. A un nivel social más profundo, ha sido señalado que cuando el poder secular estructural se encuentra en las manos de un solo grupo, y donde ambos grupos en México, tanto como en España, consideran la masculinidad y la patrilinealidad como las fuentes de la autoridad, legitimidad, oficio, riqueza económica, y todo tipo de continuidad estructural, entonces la unidad, la continuidad y la compensatoria “poder de los débiles”, la sensación de la última coherencia de la comunidad, a menudo es asignado a una mujer, especialmente a símbolos maternales, como aludió Radcliffe-Brown en su artículo acerca de “Mother’s Brother in South Africa” (1961). María-Tonantzin representó al pueblo común, a la última legitimidad de los político-jurídicamente despreciados y rechazados en a vista de Dios. La conquista había efectivamente destruido los dioses aztecas que, de todos modos, nunca habían compelido la lealtad de los pueblos indígenas mexicanos. En efecto, algunos temían a los dioses aztecas como a una plaga y aún hoy acuden a la Virgen de los Remedios más que a la Virgen de Guadalupe. No obstante, cuando el Padre Hidalgo, en la vieja tradición mexicana de líderes sacerdote-filósofos, como Qeutzalcoatl de Tula de los toltecas, recogió la bandera de la virgen morena, agarró un signo de integridad y panmexicanidad profética contra el que sus oponentes realmente no podían poner nada, algo que le dio poder ritual a sus mensajes empíricos y reales.

Su corazonada fue un acierto, nuestra Virgen de Guadalupe también fue acogida por los criollos. Estas gentes eran también mexicanos indígenas, como los indios, y muchos de ellos eran genéticamente mestizos. Como ya mencioné, su futuro fue hasta cierto grado replicar el pasado prehispánico. La Virgen de Guadalupe era lo más cerca que indios, que habían rechazado el paganismo específico de los aztecas, encontrarían en su totalidad a una diosa india. Pero el aspecto universal cristiano de todas refracciones de la hiperdulia debido a la Virgen de Guadalupe en cualquier forma apelaba evidentemente a todos los que se consideraban como americanos, aunque no indios; pues Guadalupe era el México metropolitano, y no España, Italia, Polonia o cualquier otro país que hubiera producido devociones marianas como resultado de visiones de los pobres y afligidos. La “tesis” india y la “síntesis criollo-india”, estructuralmente abarcando en un paréntesis la “antítesis” español-colonial fueron unidas en la devoción de un principio femenino que se había convertido en un símbolo de guerra en lugar de un símbolo de paz, porque la figura masculina del rey había sido vencida por la historia, dándole al poder de los débiles la oportunidad a convertirse en el poder de los fuertes. De nuevo, patrones sociales y estilos de vida de los criollos no replicaron el supuesto pasado prehispánico; se reflejaron hacia atrás sobre el pasado y sobre aquellos que los criollos consideraron sus representantes vivos – los indios – rasgos de cultura y estructura que habían adquirido durante sus tres centurias en el Nuevo Mundo, incluyendo algunos de sus propios estilos de piedad, que coincidía con algunos de los estilos religiosos de los indios. Por todo eso, tiendo a considerar a la Virgen de Guadalupe como un símbolo indio, pero también como un símbolo combinado criollo-indio, que incorporaba en su sistema de significados no solamente ideas acerca de la tierra, la maternidad, los poderes indígenas, etc., sino también nociones criollas de libertad, fraternidad e igualdad, algunos de los cuales eran préstamos de los pensadores ateos franceses del periodo de la revolución.

Además sería posible considerar, en términos exactos, la relación entre los símbolos y cada etapa sucesiva del drama social o del desarrollo de fases políticas. Sería posible verter algo de luz sobre el ritual y los símbolos políticos al considerarlos no como sistemas abstractos atemporales, sino en su plena temporalidad, como instigadores y productos de procesos temporales socio-culturales. La Virgen de Guadalupe vive en escenas de acción, que sean de devoción regular anual y cíclica por miembros de diversas regiones, ocupaciones o grupos religiosos, o sea como símbolos multivocales de poderes populares en tiempos de mayor crisis social. Per contra, Hidalgo, Morelos, Guerrero, Juárez, Zapata, Villa y otros han sido transformados en símbolos por los procesos primarios que los hicieron históricamente visibles cuando eran hombres vivos. Los estudios de las relaciones entre los procesos y los símbolos en cualquier momento dado y en su acumulación a través del tiempo son por el momento e principal foco de mi investigación de campo y de historia.

 

Notas:

[1] Victor W. Turner: “Hidalgo: History as Social Drama”, en Victor W. Turner: “Dramas, Fields, and Metaphors. Symbolic Action in Human Society”, Ithaca & London, Cornell University Press, 1974: 98-155. El texto fue presentado por primera vez como conferencia en 1970. La traducción es de Leif Korsbaek, quien desea agradecerle a Rosario Rogel el haberle proporcionado originalmente el texto, a Iván Gomezcésar por su interés y a Marcela Barrios Luna y Florencia Mercado Vivanco por haber revisado la traducción.

[2] Ricard, 1966: 191.

[3] Como por ejemplo José de la Cruz en Michoacán.

 

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Cómo citar este artículo:

KORSBAEK, Leif, (2016) “Hidalgo: la historia como drama social”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 26, enero-marzo, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1272&catid=5