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Ricardo Melgar Bao

 

Nací en la ciudad de Lima un 21 de febrero de 1946 en el seno de una familia pequeñoburguesa criolla, católica y aprista. Mi generación es hechura de la crisis de la República Aristocrática, la segunda posguerra mundial, el inicio de la Guerra Fría y la reactualización de las utopías y la Revolución cubana. En la edad madura nos cimbró el colapso del socialismo real y la crisis del marxismo latinoamericano, incitándonos a repensar críticamente sus legados. Aprendimos a mirar la realidad social y sus urgencias desde el prisma de la diversidad y nutrimos nuestra preocupación por la condición del hombre. Hemos visto florecer y caer gobiernos “progre”, entre dudas y esperanzas. No desmayamos. Nuestros entusiasmos se siguen orientando a favor de un futuro deseable para nuestros pueblos, a contracorriente de la crisis civilizatoria mundial.

 

La lectura: origen de la vida intelectual

Siendo niño abrevé en la lectura de revistas (Billiken y Peneca) y El tesoro de la juventud. A los ocho años padecí su primera prohibición. Leía Las mil y una noches y me tocó la censura. Fue ubicado arriba de un ropero, una altura inalcanzable. No lo entendí. No percibía ni sombra de pecado. En mi adolescencia leía autores como Edmundo de Amicis, Emilio Salgari, Rudyard Kipling, Jack London, Mark Twain, Ricardo Palma, César Vallejo, José Santos Chocano, entre otros, cuyas obras se publicaban más en la Argentina que en el Perú. En sus lecturas apareció el valor de la aventura, el viaje, el sentimiento relacional, la virilidad, el heroísmo, el combate, la naturaleza y la muerte. Cerrando el ciclo de edad leí a Dostoievski, a Víctor Hugo y La sabiduría de occidente, de Bertrand Russell. Durante los dos últimos años de secundaria, entre el Colegio San Agustín y el Colegio San Fernando de la ciudad de Lima, vino otra inquietud. En el curso de física, un compañero discutía con el cura acerca del origen del universo. Otro lucía su corbata roja en la clase de Historia del Perú, contrariando la norma de la indumentaria escolar y reivindicaba la Revolución rusa. Otro más exponía las ideas de Haya de la Torre. En una ocasión sustraje sin permiso de un librero familiar Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Fue mi primera lectura acerca del Perú profundo. Luego vendría, rompiendo toda cronología, las obras de Manuel González Prada. Participé en la exitosa huelga estudiantil de 1963. Conquistamos el derecho de veto a los profesores, un salón para fumar, así como la eliminación del cargo de Prefecto. Concedimos practicar y promover la autodisciplina escolar. Debutamos en la modalidad de los seminarios (filosofía, economía política y literatura). Formamos círculos de estudio y solidario intercambio.

Ricardo Melgar Bao, Lima, febrero de 1967
Imagen 1. Ricardo Melgar Bao, Lima, febrero de 1967.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

 

La universidad: entre viajes y mundos letrados

En la vida universitaria me tocó la fase ascendente de los movimientos juveniles en el mundo. Mi juventud abrevó en un circuito renovado de circulación internacional de ideas, que se orientaba a romper los cánones disciplinarios (filosofía, literatura, historia, sociología, antropología, etc.). Gané una nueva sensibilidad. Me involucré en la búsqueda voluntarista a favor de un nuevo orden social.

Mi formación fue heterodoxa, hechura del profesorado en Filosofía y Ciencias Sociales, alternando en tres universidades. Mi tesis asumió la antropostesia, categoría tomada de una obra de Francisco Miró Quesada, explorando la significación de las emociones. El existencialismo y el psicoanálisis justificaron la agrupación de diferentes categorías de la emocionalidad. Paralelamente, me interesé por la literatura latinoamericana. Formé parte del Círculo Literario Javier Heraud, de Barranco (1965-1966) y constituí su filial en la ciudad de Huánuco (1967). Gané algunos juegos florales universitarios: Universidad Nacional Hermilio Valdizán, de Huánuco (1967); Universidad Inca Garcilaso de la Vega (1968) y un tercer lugar en el Concurso Metropolitano de Poesía (1970). Concurrí por la vía informal a los seminarios que animaba Carlos Alberto Seguín en el piso de psiquiatría del Hospital Obrero de la ciudad de Lima y en el auditorio sanmarquino del Centro de Estudiantes de Medicina. Como líderes universitarios de diversos claustros, disciplinas y preferencias ideológicas, recibimos entrenamiento de sensibilidad: aprender a escucharnos y a no descalificarnos sin más. Su ciclo cerró con el aprendizaje de formas democráticas y plurales de consulta colectiva y debate. Fuimos marcados por el legado humanista de Seguín, psicoanalista formado en Argentina, hechura del exilio familiar.

Abruptamente sentí la necesidad de salir de Lima. Mi brújula carecía de norte, por lo que mis viajes expresaban la búsqueda de experiencias y saberes cruzados. Me animaba el deseo de conocer el país y que intuía ininteligible, turbulento, fascinante y paradójico. Acumulé en mi haber contadas vivencias: haberle pedido a mi familia, a mis quince años, cursar un año de estudios secundarios en Huancayo, ciudad enclavada en la Sierra Central, signada por su fuerte composición huanca. Experiencia impactante y trascendente en mi vida, mi primer gran buceo intercultural en la otredad nativa. Le siguieron algunos viajes intensos bajo la modalidad de “tirar dedo” en la carretera Panamericana. Así, con magros recursos, yo y mi ocasional compañero recorrimos Cañete, Chincha e Ica, Trujillo, Chiclayo, Cajamarca, Bagua y Chachapoyas. En 1964 arribé a Arequipa como parte de una delegación estudiantil que participó en las olimpiadas universitarias. La acumulación de experiencias de viaje me dotó de otra perspectiva acerca de mi país, débilmente integrado por su economía de enclave y sus limitadas vías y medios de transportación.

Ricardo Melgar Bao, Perú, segunda mitad de la década de 1960
Imagen 2. Ricardo Melgar Bao, Perú, segunda mitad de la década de 1960.
Imagen intervenida con fotos de objetos familiares.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc

Además de Huancayo, tuve otra residencia anual voluntaria en la ciudad de Huánuco, base de ingreso a la región amazónica central, siguiendo el curso del río Huallaga. Allí no llegaban con regularidad los diarios nacionales y cuando sucedía, sus diez ejemplares se agotaban en un instante. Se editaba El Observador, un mensuario mimeográfico local. Dicha ciudad no era una isla en materia de información, considerando que estaba atravesada por los flujos hercianos de onda corta propios de la Guerra Fría: La voz de las Américas, Radio Moscú y Radio La Habana. Los jóvenes adherentes a las diversas adscripciones políticas, se reactualizaban más a través de dichas estaciones de radio que de la lectura de los escasos documentos nacionales e internacionales que a ella llegaban. No fui ajeno a los ecos de las guerrillas surandinas del MIR y el ELN, espacial y temporalmente tan próximas, a la muerte del Che Guevara en Bolivia, a la culminación de la carrera universitaria y su ritual de paso que me convirtió en egresado, graduado, titulado. Me inquietaban las noticias acerca de los movimientos revolucionarios universitarios; el parricidio intelectual de la Revolución Cultural China; el subversivo lema “la imaginación al poder” y el esfuerzo estudiantil de acercamiento a la clase obrera en Francia; las rupturas político-culturales de la juventud mexicana, reprimida en Tlatelolco y pos-Avándaro (nuestro Woodstock) por el gobierno de Díaz Ordaz. Yo y los de mi generación fuimos receptores de nuevas ideas filosóficas, estéticas, antropológicas, sociológicas y políticas y nos hicimos visibles en los espacios públicos.  

Nuestra generación se liberó de algunas convenciones culturales heredadas de nuestros padres, consideradas fuera de tiempo. Nos volvimos informales en nuestro modo de hablar, vestir y comportarnos. Nuestros gustos musicales y de baile incidieron en nuestra sensibilidad y sociabilidad. El cine nos abrió nuevas perspectivas acerca de las alteridades, los rostros de la violencia, selectivos episodios relevantes del tiempo presente, los registros culturales o políticos de Occidente y Oriente, las prácticas del erotismo y la sexualidad en clave cultural francesa, sueca e italiana. La música folk-protesta nos volvió latinoamericanos, como de otro modo lo venían haciendo la cumbia colombiana, el merengue dominicano, la balada y el rock mexicano. Desde los márgenes de la industria disquera, radial y televisiva peruana, el huayno ingresó a las fiestas de los jóvenes de clase media en las ciudades costeras, incluida la capital. Por otro lado, las canciones de Paul Anka, Neil Sedaka, los Beatles y los Rolling Stones, nos internacionalizaron. No fuimos ajenos a las novedades de la poesía y la narrativa continental. Nos sentíamos y sabíamos parte de la generación que, con propiedad y fundamento histórico-cultural, llamamos del 68. Con diverso grado de i ntensidad nos involucramos en los acontecimientos que moldearon nuestra cultura juvenil universitaria y, por ende, nuestras vidas.

Concluí mis estudios del profesorado en Filosofía y Ciencias Sociales en la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, antes de su cierre. Retorné a Huánuco a sustentar mi tesis (Angustia y educación) y obtener así el título profesional y el grado de bachiller por la Universidad Nacional Hermilio Valdizán. Al retornar a Lima inicié mis estudios de psicología (1969). Me familiaricé con la galaxia psicoanalítica y sus vínculos con los pensadores existencialistas y de la Escuela de Frankfort, como Herbert Marcuse, Lucien Goldman o un ensayista como Frantz Fanon, conocedor de la psiquiatría cultural, la fenomenología de Merleau-Ponty, merecedor del prólogo de Jean Paul Sartre en Los condenados de la tierra (1963). Decliné continuar mis estudios. Los neoconductistas en el poder despidieron a mis profesores. Por esos años me acerqué de manera heterodoxa al marxismo, gracias a José Carlos Mariátegui, cuyas obras completas comenzaron a salir a mediados de la década de 1960 y a autores europeos, como Georges Politzer, August Thalheimer y M. A. Dynnik. Fue este último el que recentró la historia de la filosofía, dentro y fuera de Occidente. Leí a Igor Caruso, a José Bleger, Wilhelm Reich y algunas obras clásicas de Marx, Engels y Lenin, publicadas en Montevideo, Ciudad de México y Moscú.  

En 1972 inicié estudios de Antropología en la Universidad de San Marcos y me convertí en antropólogo. Encontré puntos de complementariedad entre la antropología filosófica y la antropología cultural, gracias a Paul Radin, Ernst Cassirer, Claude Lévi-Strauss, Víctor Turner. Louis Althusser era motivo de lectura y debate, al igual que el estructuralismo, presente en todas las disciplinas, gracias a la editorial argentina Nueva Visión. Discutíamos las modas teóricas en el seminario que animaba César Delgado en la Sección Tomás Valle del Puericultorio Pérez Araníbar. Publiqué en algunas revistas juveniles: Agua, Comentarios, La tortuga ecuestre y alguna otra. Integré el Centro de Estudios Minero Metalúrgicos, dedicado a la investigación y edición de Cuadernos mineros.

 

La docencia: transmisión y diálogo

El ejercicio docente, a lo largo de 42 años, me enseñó que el diálogo con los alumnos representaba más que transmisión profesoral de conocimientos, una fecunda horizontalidad: las preguntas y disensos de los alumnos me fueron reinventando intelectualmente. Rechazaba guiarme como docente a través del espejo autoritario de la mayoría de mis profesores. Alguna vez una alumna me dijo en clase que yo era un fabricante de preguntas y problemas y que, por ende, no era un buen profesor. Me sonreí, eso era. Me inicié en la docencia en colegios secundarios (cursos de Economía Política, Filosofía e Historia del Perú). El ciclo se cerró con la huelga magisterial de 1971. A los pocos meses debutamos en la docencia de nivel superior, impartiendo cursos y seminarios de Filosofía, Historia de las doctrinas económicas e Historia de las ideas a través de la dramaturgia en: la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, Universidad San Martín de Porres y la Escuela Nacional de Arte Dramático. Al concluir el calendario universitario de 1976 viajé en compañía de mi esposa Hilda Tísoc Lindley a Quito, Ecuador, culminando nuestro itinerario en la Ciudad de México. Ambos nos inscribimos en el primer semestre de 1977 en la maestría en Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Me atrajo su innovadora currícula de estudios interdisciplinarios bajo la guía del filósofo Leopoldo Zea. El primer sacudón académico fue que los extranjeros no podíamos elegir nuestras temáticas nacionales. La única opción de atender lo propio era a través del estudio comparado. La tesis El marxismo en América Latina: 1920-1934. Introducción a la historia regional de la Internacional Comunista tuvo un sesgo polémico. Sostuvo que la principal base social de los partidos comunistas pertenecía a las capas medias urbanas y que su vía ideológica bregó a contracorriente del paradigma obrerista eurocéntrico y el de la llamada Senda de Oriente, promovida a partir de 1920 por Lenin y Manabendra Nath Roy. La vía autóctona del marxismo se expresó en la obra de José Carlos Mariátegui y de otros de sus coetáneos. Gracias a la perspectiva comparativa pude desclavar las imágenes excesivas de la “peruanidad” para redescubrir al Mariátegui mundo, y más tarde a Haya de la Torre y al boliviano Tristán Marof. La tesis de doctorado en Estudios Latinoamericanos El movimiento obrero latinoamericano. Historia de una clase subalterna sustentó, a contracorriente de la historiografía obrera y sindical existente, propuso un fundado enfoque comparativo, enlazando criterios de ideología, utopía, etnicidad, modernidad y regionalidad. Se publicó en la colección Quinto Centenario de Historia de América (Alianza Editorial, Madrid) y reeditada en 1990 en México. En 1994 me atreví, en un ensayo premiado, a relanzar una utopía mariateguiana civilizatoria, en medio de la vorágine de la globalización. Comencé a investigar las utopías y las redes del exilio: Bolivia, Cuba, Perú y Venezuela, entre las décadas de 1920 y 1930, las cuales se tradujeron en algunos ensayos y tres libros. Siguiendo las huellas del exilio y sus redes accedí a las revistas culturales de dicho periodo, las cuales fueron motivo de más de un ensayo: Amauta (1926-1930), Repertorio Americano (1925-1930). También fueron objeto de análisis las de índole política: El Machete (1924-1929), Indoamérica (1928), La Batalla (1927) y El Libertador (1925-1929). Publicamos un libro acerca de la prensa militante en América Latina de esos años (2016).

Publiqué Los símbolos de la modernidad alternativa: Montalvo, Martí, Rodó, González Prada y Flores Magón (Premio Pensamiento de América Leopoldo Zea 2015, Instituto Panamericano de Geografía e Historia). Reivindiqué el lugar del símbolo en el pensamiento de Nuestra América, en coexistencia y complementariedad con las ideas y los tropos. La particularidad del símbolo como productor de significación fue atendida. Bajo el horizonte histórico signado entre la segunda revolución industrial y la Primera Guerra Mundial, se fueron creando nuevas sensibilidades y condiciones para la producción y circulación de símbolos en América Latina; unos crepusculares y reaccionarios; otros aurorales, juveniles y modernos, vinculados al cambio y futuro deseable. Los pensadores desempeñaron un papel dinamizador en el imaginario social y la vida cultural y política de sus respectivas sociedades, proyectándose incluso, más allá de sus fronteras. Ideas, símbolos y tropos siguieron el camino transfronterizo de las redes intelectuales a través de revistas culturales, viajes e intercambios epistolares.

Ricardo Melgar Bao, México, 2009, Archivo familiar Melgar Tísoc
Imagen 3. Ricardo Melgar Bao, México, 2009, Archivo familiar Melgar Tísoc.
Imagen intervenida con portadas de algunos de sus libros.
Fuente: Pacarina del Sur.

 

Cerrando palabras

Los últimos diez años los he dedicado a la investigación y a Pacarina del Sur, revista de pensamiento crítico latinoamericano. Continúo dirigiendo la elaboración de un diccionario biográfico de cuadros intermedios de los movimientos sociales del Perú, de 1848-1948. Cierro estas estaciones de mi itinerario intelectual parafraseando al Viejo Topo: el hombre es un conjunto de relaciones sociales situado en la trama de la historia. Sin lugar a dudas, soy hechura de muchas relaciones intelectuales transfronterizas. Destacaré los acompañamientos femeninos que le dieron temperatura a mi fragua como intelectual: mi abuela paterna, que me enseñó a leer; mi tía Renée, que me indujo con sus regalos de libros a la lectura y al deseo de formar mi propia biblioteca; a Hilda Tísoc, por multiplicar a mi favor los frutos de la investigación de archivo entre 1969 y 2015; a mi hija Dahil, por estar alerta a las novedades de libros y adquisición de colecciones facsimilares de revistas intelectuales. En los últimos años a Perla Jaimes Navarro, que me viene ayudando a doblar esfuerzos de investigación y, más recientemente a Marcela Dávalos, por su condición de versada interlocutora y correctora perspicaz de mis escritos.

 

Notas:

[1] [N. E.]: Publicado en: Biagini, H. (Ed.) (2020). Diccionario de autobiografías intelectuales: red del pensamiento alternativo (págs. 346-354). Universidad Nacional de Lanús. Agradecemos al editor que nos haya permitido su reproducción en esta revista.