José Miguel Candia

 

A principios de 1976 se presentó para buena parte de la izquierda sudamericana, una opción extrema: abandonar el país de origen en las condiciones que se pudiera y salvar la vida o afrontar en la clandestinidad, el avance de las fuerzas represivas. Las condiciones políticas de Argentina, Uruguay, Chile, Bolivia, Paraguay y Brasil eran de horror. Con matices, la situación de Perú bajo el mandato del general Morales Bermúdez mostraba un panorama menos degradado, pero que se fue descomponiendo poco después de nuestra llegada a Lima. De esa forma y en condiciones precarias, un grupo de exiliados argentinos nos instalamos en Perú. No parecía tan grave lo que habíamos decidido, con cierta ingenuidad y buen ánimo, esperábamos que en un par de años la dictadura argentina se derrumbara, lo que seguía sería un retorno triunfal a Buenos Aires en cuatro horas de vuelo. Poca cosa para una época cargada de épica militante y proyectos maximalistas.

Marta Elena Casaús Arzú

 

Conocí a Ricardo hace muchos años por su estrecha amistad con Eduardo Devés Valdés, al que un día de invierno “me lo bajé de internet”. Cuando digo esto es textual. Estaba yo muy obsesionada con el papel de la teosofía en América Latina y no encontrada nada o casi nada publicado, y fue entonces cuando improvisamente, cayó a mis manos un magnífico artículo de Eduardo y el “Gran Melgar”, sobre las redes teosóficas y pensadores políticos latinoamericanas de 1910-1930,[1] que me impactó profundamente. Fue la pieza clave para comprender las interrelaciones tan profundas de una vertiente de la teosofía con el anarquismo y socialismo utópico.

Regina Crespo

 

Recuerdo a Ricardo y me viene su voz. Una voz grave, tranquila en el hilar de las ideas, una voz ancestral, si así la puedo definir, que me hacía respirar profundamente y esperar.  Ricardo Melgar hablaba sin prisas, con un ritmo poco usual en estos tiempos cibernéticos e impacientes. Era fundamental saber escucharlo, esa fue una lección que aprendí. Los encuentros que tuvimos –y no fueron pocos– al paso de los años de nuestra larga amistad, quedaron en mi memoria como pausas agradables en mi rutina eléctrica de universitaria. Entre una clase y otra, entre una junta y un seminario, entre el ir y venir de los días y meses escolares en la vorágine del viejo DF, al que Ricardo venía con frecuencia, era un placer compartir con él unos instantes de plácido diálogo.

Napoleón Conde Gaxiola

 

La muerte del amigo, maestro e investigador Ricardo Melgar Bao me ha dejado no solo perplejo, sino también muy triste. Con su presencia amena pero también sagaz, fue uno de esos entrañables amigos que acompañan la existencia. Recuerdo que lo conocí en un concurso de examen de oposición, allá por el año de 1977 en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en lo que es hoy el Museo Nacional de Antropología. Nuestras discusiones se alargaban días y noches, saltando por diversas temáticas como la historia del marxismo latinoamericano en general y en particular del caso peruano y mexicano. Por ese entonces, yo me encontraba escribiendo un texto sobre la historia del Partido Comunista Mexicano de 1919 a 1962. Texto que fue alimentado también por las conversaciones que sosteníamos tanto en su departamento ubicado cerca del metro Nativitas, en la calle Elisa 121, número 2, donde solíamos comer dos veces por semana, como en los cafés del centro de la ciudad donde pasábamos tardes enteras con otros colegas y amigos.

Víctor Cumpa

 

Siempre imaginamos que los grandes hombres contemporáneos, dejan sus latidos de vida en otras latitudes, lejos del espacio en que vieron por primera vez la luz. Aquí se iluminaron, se desarrollaron y emprendieron la breve lucha por la justicia y la emancipación de sus pueblos. Y, tiempo después, generaron su propia luz alejados de su patria nativa. A esta clase de hombres perteneció Ricardo Melgar Bao. Nació en el Perú y por última vez dejó de ver la luz, en nuestro México.